CON tanta actividad, el tiempo pasó volando en las horas que siguieron. Zeke y Sandy fueron hasta la Central de Policía, que se encontraba en el número 1400 de la calle South Lamar. Por el camino, él le aconsejó:
—Cuéntales la verdad, pero no digas nada sobre tu afición a espiar a los vecinos.
Una vez allí, la condujo a la unidad de seguridad ciudadana para que presentara una denuncia y se quedó a su lado mientras relataba lo sucedido. Sandy siguió su consejo y contó todo a los hombres que la interrogaban, excepto lo relacionado con sus actividades nocturnas.
Los agentes le enseñaron unas fotos extraídas de los archivos electrónicos policiales vinculados a Cabrini y a sus colaboradores conocidos, pero ninguno de los rostros correspondía al que tenía pinta de ex marine ni a su acompañante. Luego se entrevistó con un caricaturista a quien describió a los dos matones.
Pasadas las nueve de la noche, Sandy y Zeke se reunieron por fin con un ayudante de la fiscalía del distrito y con la persona encargada de la unidad de seguridad ciudadana. Las noticias que traían no eran buenas.
—Señorita Davis, ¿está usted segura de que los dos hombres no mencionaron en ningún momento el nombre de Víctor Cabrini? —preguntó la capitana de la unidad, apellidada Torres.
—No —dijo Sandy moviendo la cabeza—, pero no fue necesario. Yo sabía de sobra quién los había enviado.
El ayudante de la fiscalía, Jackson Green, un corpulento afroamericano, gesticuló extrañado.
—Me temo que eso no va a ser suficiente. No tenemos nada que vincule directamente al señor Cabrini con la agresión.
—¿Qué está usted diciendo? —preguntó Zeke—. El hombre la amenazó ayer y hoy le ha enviado a sus dos matones.
—Eso será según usted —replicó Green, quien, consciente de la agresividad en la voz de Zeke, continuó—, y estoy convencido de que tiene razón. El problema es que no tenemos motivos suficientes que justifiquen su detención.
—Sí, pero seguro que sí hay los bastantes como para invitarle a responder a unas cuantas preguntas —insistió Zeke, que miraba a la capitana Torres en busca de apoyo.
—Eso sí podemos hacerlo, ¿no? —Torres miró al ayudante de la fiscalía.
—Por supuesto. Sólo quiero que tengan en cuenta que Cabrini no es ningún idiota. Llamará a su abogado, y éste aparecerá aquí en menos de una hora —advirtió Green mientras reclinaba la silla hasta dejarla apoyada contra la pared.
—Telefonearé al teniente Jenkins para pedirle las grabaciones de Cabrini que ha conseguido tu equipo, Zeke —propuso Torres antes de que el policía pudiera intervenir—. A lo mejor Sandy reconoce a los matones en las imágenes.
Ella reaccionó de inmediato.
—Muchas gracias, capitana, y a usted también, señor Green. Les agradezco mucho el tiempo que le están dedicando a este asunto.
—Parece agotada —sonrió Torres—. Vaya a tomar algo con su novio. Nos pondremos en contacto con ustedes en cuanto hayamos hablado con Cabrini.
El camino hasta casa fue muy tranquilo. Zeke, que estaba al volante, parecía estar absorto en sus pensamientos. Sandy se debatía entre la curiosidad por saber qué estaría pensando y el miedo de que él estuviera enfadado con ella. En cuanto cruzaron el río Trinity y dejaron atrás Oak Cliff, preguntó:
—¿Adónde vamos?
Claramente sorprendido al oír su voz, Zeke volvió a la realidad y miró a su alrededor.
—Pues no lo sé. Supongo que iba con el piloto automático puesto —explicó, y miró la hora—. Es bastante tarde, ¿dónde quieres que cenemos?
—¿Y si vamos al Café Brasil, en Cedar Springs?
—Vale, buena idea. Podríamos pedir un poco de ese chorizo brasileño —y giró en dirección norte por la 135.
—¿Estás enfadado conmigo?
Zeke emitió un sonido a medio camino entre un suspiro y un gruñido. Sandy esperó a que él pusiera fin a ese incómodo silencio.
—No, no estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo —apartó la mirada de la carretera y la miró un instante—. Anoche sabía que pasaba algo, pero no insistí en que me lo contaras; tendría que haberlo hecho. —Volvió a mirar la carretera.
—No es culpa tuya. Fui yo quien decidió no decírtelo —lo tranquilizó tocándole el brazo con la mano.
—Y te equivocaste. Deberías habérmelo contado —Zeke se detuvo en un semáforo y la miró fijamente—. Mira, no es que tenga un repertorio maravilloso de relaciones. No sé si dentro de un año estaremos juntos —Zeke se fijó en un indigente que caminaba empujando un carrito por la vía de servicio—, pero una de las cosas que primero me gustaron de ti fue tu sinceridad. Si dejas de ser sincera conmigo, lo nuestro no saldrá bien —afirmó mirándola a los ojos.
Sandy retiró la mano que aún apoyaba sobre el brazo de Zeke y le correspondió con la mirada.
—Tienes razón. Me equivoqué. Tomé sola una decisión que nos incumbía a los dos sin darte la oportunidad de opinar. No volveré a hacerlo.
El coche de detrás tocó el claxon. El semáforo ya estaba en verde. Zeke se concentró de nuevo en la carretera y pisó el acelerador. El Buick salió disparado.
Ninguno de los dos habló durante el resto del trayecto hasta el restaurante, aunque el silencio que había era ya diferente al de antes. Se trataba de un silencio cómodo, de esos que hacen compañía. Por primera vez en las últimas horas, a Sandy se le relajaron los hombros.
A pesar de que ya faltaba poco para las diez, el restaurante estaba abarrotado. El servicio de wifi gratuito atraía a la clientela a este lugar las veinticuatro horas del día. Si bien había unas cuantas mesas con parejas, la mayoría estaban ocupadas por una sola persona que se afanaba en teclear en su portátil entre sorbo y sorbo de un fortísimo café brasileño.
Sandy y Zeke encontraron sitio y una encantadora camarera tomó nota de su pedido. Él pidió tacos de chorizo brasileño con huevos revueltos y tortillas mexicanas de harina cubiertas de queso feta derretido. Sandy prefirió unas crepés de espinacas con salsa de queso picante. Justo cuando acababan de servirles la comida, a Zeke le sonó el teléfono. Se lo sacó del bolsillo de la chaqueta y contestó:
—Prada.
Después de escuchar unos segundos, movió los labios para articular la palabra «Ben» a Sandy, a quien no le hizo falta escuchar las dos partes de la conversación para deducir que Zeke estaba disgustado. Después de hacer un montón de preguntas, se despidió con un gruñido. Ella esperó a que apagara el móvil y volviera a guardárselo en el bolsillo.
—¿Qué ha pasado?
—Ben se las ha arreglado para ir al ático de Cabrini con los chicos de la unidad. Dice que el tipo estaba esperándolos. Le han preguntado por ti y les ha contestado más o menos lo que imaginaban, que como tú habías avisado a la policía, quería hablar contigo. —Frunció el ceño y empezó a dar golpecitos en la mesa con el tenedor en un gesto que a Sandy le resultó una manifestación de nerviosismo poco habitual.
—¿Y ha pedido un abogado? —quiso saber.
—No, no está nada preocupado. Sabe que no tenemos nada contra él. De hecho, según Ben, cuando llegaron, Cabrini estaba preparándose para ir a jugar al casino de Shreveport. Él y su prostituta salieron del domicilio junto a los tíos de la unidad. —Zeke recogió un poco del revuelto de huevos con el tenedor.
—¿Vais a seguirlo hasta Luisiana?
—No —respondió él cuando hubo terminado de masticar—. No podemos desarrollar actividades de vigilancia en otras jurisdicciones. Además, la gasolina está por las nubes últimamente. Se nos sale del presupuesto. Nuestro equipo ha confirmado que ha abandonado la ciudad en dirección este. Cabrini le dijo al conserje que volvería el jueves por la noche.
—¿El jueves por la noche? Eso significa que no tengo que quedarme en las oficinas de Leah o en tu apartamento. Puedo volver a mi piso esta misma noche. Zeke se aproximó a ella. —Sandy, cielo, ¿es que no lo entiendes? Todavía no hemos detenido a los dos hijos de puta que trataron de secuestrarte.
—Bueno, pero ahora que Cabrini está fuera de la ciudad, no parece probable que vuelvan a intentarlo Además —le acarició la mejilla—, vas a quedarte conmigo, ¿no?
—Sí —Zeke la miraba entre divertido y ofendido—, no pienso perderte de vista —seguía dando golpecitos con el tenedor—. Supongo que podemos ir a tu casa esta noche para que puedas coger algo de ropa. Tendrás que avisar a tu jefe mañana. Hasta que no tengamos a Cabrini entre rejas no puedes estar visitando a clientes y corriendo de un sitio para otro como has hecho hasta ahora.
Aunque Sandy abrió la boca con la intención de protestar, al recordar la mirada del ex marine antes de meterse en el coche, asintió.
—Es verdad. Le pediré a Julie que me autorice para quedarme en el despacho y hacer allí las entrevistas.
—Estupendo —Zeke parecía aliviado. Sandy se dio cuenta de que había temido que ella pudiera llevarle la contraria.
—Aún no puedo creerme que ese tío sea tan caradura —dijo ella; era algo que no se sacaba de la cabeza desde el lunes—. Es como si creyera que es inmune a la autoridad.
—Es un psicópata. Está convencido de que las normas son para el resto de la gente, no para él.
—Me ha asustado. —Pronunciar aquellas palabras fue como quitarse un peso de encima después de haber estado tratando de evitar pensar en lo que Cabrini le haría si volvía a por ella.
—A mí también me da miedo. Es un asesino a sangre fría. Ahora bien, te prometo que no permitiré que te toque un pelo. De pronto, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Gracias.