3

SANDY se incorporó e introdujo la mano en la caja hasta rozar con los nudillos varias capas de papel y cartón.

—¿Está en la otra? —preguntó.

—No, mete la mano hasta el fondo, ya verás.

Y así fue. Tocó con los dedos algo duro y alargado, lo empuñó y lo extrajo.

—¡Es un vibrador!

—No, es un consolador, nena. Mide veinte centímetros de largo y cinco de ancho, exactamente lo mismo que mi polla.

Sandy se quedó estudiando el aparato mientras le aumentaba el ritmo de los latidos. Aquello era enorme: de goma, negro, recio, curvado y con la punta como la cabeza de un champiñón. «Exactamente igual que mi polla», había dicho él. Lo recorrió con el dedo, excitada por el tacto casi real de aquellas venas y protuberancias. Con un instrumento así podía hacer como si se tratara de un pene de verdad, fingir que tenía a Justice en sus manos. Aquel pensamiento se tradujo en un chispazo en la entrepierna.

—Quiero que te lo metas en el coño e imagines que soy yo.

Sandy estrujó la punta: cedía, aunque no mucho.

—Esto es enorme —se quejó con la voz queda.

Justice se mantuvo en silencio durante unos segundos. Cuando empezó a hablar, adoptó un tono amable.

—Sandy, ¿eres virgen? —quiso cerciorarse.

Ella se ofendió al instante.

—Claro que no. Tengo treinta y dos años, ¿es que crees que me pasa algo o qué?

Era cierto que tenía sobrepeso, pero ¿pensaba él que era un bicho raro?

—No, cielo, no es eso, es que quería estar seguro. Escúchame, túmbate y déjame hablar un minuto, ¿vale?

—Bueno… —accedió rezongando, aún molesta por la pregunta.

Sandy se acomodó entre los almohadones y buscó la postura más confortable.

—Quiero que cojas el consolador y que te frotes con él por fuera del coño. Sólo rózate con él moviéndolo arriba y abajo mientras te voy indicando qué hacer.

A Sandy ya se le había pasado el enfado. Fue siguiendo sus instrucciones, envolvió el consolador con la mano derecha y empezó a masajearse con la punta redondeada. Las palabras que la voz había pronunciado retumbaron de nuevo en su cabeza: está «dura como un garrote», tiene la punta «completamente morada»… Al imaginar aquella polla tocando su propia piel mientras él le separaba los muslos con las manos, el sexo empezó a palpitarle.

—Estoy recostado en una silla, me estoy empuñando la verga y me encantaría que fuera mi verga y no ése de goma el que jugueteara con tus dulces labios —la voz de Justice acariciaba a Sandy como si se tratara de un pañuelo de seda—. Frotaría mi polla contra tu coño una y otra vez hasta que me rogaras que te follara, pero yo no lo haría.

—¡Ah!, ¿no?

—No, no hasta que te corrieras, una vez, para mí. Así estarías empapada y anhelante cuando te penetrara por esa hendidura, pequeña y tensa —su voz era ahora casi un bramido—. Empujaría, entraría y saldría un poco cada vez hasta que empezaras a correrte de nuevo y, entonces, me clavaría entero dentro de ti para que pudiéramos corrernos a la vez.

Sandy se lo imaginó encima de ella. Tendría los hombros anchos y bronceados; las manos, agradables y experimentadas; el rostro, lleno de amor… Luego se relajó arropada por los cojines del sofá y con la mano izquierda se separó los labios del sexo. Una vez abierta, se pasó el consolador a lo largo de la hendidura con un movimiento lento y rítmico.

—Háblame, Sandy —le pidió Justice en un gruñido—, ¿qué estás haciendo ahora?

—Estoy empapando el consolador —respondió.

—¡Oh! Sí…, a mí la polla también me está derramando líquido. Tengo tantas ganas de follarte…

Sandy contuvo la respiración, la aspereza de aquella voz la tenía fuera de sí. Sentía el sexo húmedo y el capullo del consolador ya estaba resbaladizo bañado por todos sus fluidos. Cuando intentaba introducirse la punta emitió un gemido al notar el contraste entre la dureza del juguete y su carne mullida.

—Ojalá pudiera saborearte el coño —continuó Justice—; seguro que es dulce como un caramelo de canela.

Sandy tembló antes de atrapar con los muslos la gruesa pieza de goma que tenía apretada contra su sexo. Trató de imaginar la cabeza de Justice entre sus piernas y el tacto de su lengua mientras la lamía. La excitación la invadió por completo.

—¿De qué color tienes el pelo? —quiso saber.

—¿Quieres saber el aspecto que tendría si te estuviera comiendo el coño, preciosa? —respondió él entre risas.

—Sí —susurró Sandy.

—Soy moreno y llevo el pelo corto, porque si no, se me riza —respondió Justice con seriedad—. La lengua la tengo larga y caliente, y se muere por chuparte por todas partes.

Sandy quería aquella boca, quería aquella polla, quería clavarse aquel maldito consolador. Ya. Tomó aliento y se lo introdujo.

Todo parecía desvanecerse, nada importaba ya. Todas las sensaciones de su cuerpo se concentraron en un único lugar.

—Háblame —insistió Justice.

Sandy hizo caso omiso de su petición. Con el consolador ya en su interior, trataba de acomodarse a aquella intrusión. Tras un cambio de postura, la incomodidad inicial se transformó en placer. La fricción del instrumento estimulaba cada una de sus terminaciones nerviosas de modo que, una a una, las radiaciones de calor fueron recorriéndole el cuerpo, encendiéndole los muslos, las rodillas y, finalmente, los dedos de los pies.

—La tengo dentro —le informó en un gemido.

—Así me gusta, preciosa… —le agradeció Justice en un ronroneo—. Clávate mi pollón caliente hasta el fondo de ese precioso coñito. Déjame follarte, nena.

Dirigida por la magia de aquella voz, Sandy empezó a mecer las caderas, adelante y atrás, al tiempo que manejaba el pene artificial. Así fue sumergiéndose en oleadas de placer.

—Oooh… —gimió.

—Muy bien, cielo, lo has hecho muy bien. Noto tu sexo, apretado y estrecho, me está poniendo a cien…

La voz de Justice perdió fuerza. Sandy podía escucharlo jadear y masturbarse. Deseosa de acompasar el ritmo, empezó a meterse y sacarse el consolador con más rapidez. El fuego que se había iniciado en sus genitales se le extendió entonces por cada palmo del cuerpo.

—¡Qué placer!

—Sí —resopló Justice—, placer…

Sandy continuó follándose con el falo ficticio, con mayor confianza y avidez, con cada nueva embestida. Los líquidos la habían lubricado hasta tal punto que los movimientos resultaban notablemente más fáciles. Dobló las piernas y apoyó las plantas de los pies contra el brazo del sofá. El ardor se había transformado en un verdadero infierno. Tensó las nalgas y los muslos con la intención de disfrutar de cada sensación. Olía el aroma almizclado de su propia exaltación. Se imaginaba a Justice empujando contra ella, y a sí misma arañándole la espalda, amplia y musculosa. Cerró los ojos para retener aquella visión.

—¿Estás a punto de correrte, Sandy? —la tensión en su voz era evidente.

—Aún no. Quiero prolongarlo —respondió ella, antes de recoger con la lengua el sudor que le empapaba los labios.

—Está bien. Esperaré —las palabras no iban al ritmo de los rugidos que Sandy escuchaba—; ¡Dios, encanto! ¡Me muero por follarte! ¡Quiero clavarme en tu cuerpo!

—Yo también me muero porque lo hagas —corroboró ella en un tono ahogado.

Sandy tenía la sensación de que el calor que notaba en el ombligo provenía de unas ascuas al rojo vivo que la abrasaban por dentro. Empezó a arquear el tronco en busca del clímax.

—Sandy, ya no puedo aguantar más —la voz de Justice sonaba anhelante y exigente—: Córrete conmigo. ¡Ah! ¡Ahora!

Aquello precipitó el ritmo de Sandy, la idea de que él estuviera perdiendo el control, de ser ella la que había conseguido que él se desbocara, la embriagaba hasta tal punto que la sumió en una melopea de excitación. En la oscuridad que se hizo bajo sus párpados cayeron relámpagos luminosos. El arco iris no tardaría en aparecer.

—¡Me corro! —gritó mientras se producía un estallido de color, liberada por fin de aquella ceguera.

El mundo de Sandy explotó en una mancha vaga y brillante. Su cuerpo empezó a dar sacudidas mientras las caderas se balanceaban adelante y atrás contra el pene de goma. Los músculos del sexo se pinzaron sobre el consolador como si quisieran exprimirlo, aunque fue éste el que quedó bañado, al igual que la mano que lo sostenía, por los líquidos que manaban del interior de Sandy.

Nunca había experimentado una sensación tan intensa. Se había pasado la adolescencia soportando los torpes y tentativos titubeos de los chicos de su edad y había tenido que esperar hasta los veinte años, ya en la universidad, para llegar al clímax por primera vez. Y aunque había tenido varias relaciones desde entonces, nunca había disfrutado del sexo pasional del que hablaban sus amigas. Nada la había preparado para este momento. Sencillamente, lo de que una voz incorpórea y un trozo de goma rígido le proporcionaran el orgasmo más fuerte de su vida, era totalmente nuevo para ella.

La voz de Justice interrumpió sus pensamientos.

—¿Estás bien, Sandy?

Ella seguía tratando de recuperar el aliento.

—Ajá —respondió en un suspiro.

Todavía se sentía sacudida por las réplicas de aquella explosión.

—Cielo, ha sido genial. Y esto sólo acaba de empezar para nosotros.

«Para nosotros». Las dos palabras quedaron flotando en el silencio que se hizo entre ellos. La difusa luminiscencia fue desvaneciéndose para Sandy mientras la realidad iba aposentándose lentamente. ¿Para «nosotros»? Ni siquiera sabía cómo se llamaba aquel hombre, ni tampoco podría reconocerlo por la calle. Y, además, estaba chantajeándola.

Los fluidos empezaron a resbalarle del sexo cuando se incorporó y se levantó del sofá. Fue hasta el cuarto de baño tambaleándose y con la mano derecha aún sujetando el consolador, que seguía encajado.

—Háblame, Sandy —pidió Justice con una voz que perdía la candidez y se afilaba.

Se metió en la bañera y se extrajo el pene de goma de entre las piernas. Al retirarlo, una sensación de pérdida la invadió. La superficie exterior del falso falo estaba cubierta de flujos genitales, así que, una vez estuvo completamente fuera, lo dejó caer al agua.

La hendidura le goteaba aún, de modo que se hizo con una toalla para secarse.

—Sandy, ¿dónde estás?

Ella dirigió la mirada al cuarto de estar, hacia el lugar del que provenía la voz de Justice. Luego salió de la bañera y se cubrió con el albornoz que había colgado del gancho de detrás de la puerta. Con el cinturón de la prenda ya abrochado a la cintura, se sintió mejor, menos avergonzada.

—¡Sandy! —insistió Justice.

—Estoy aquí —respondió ella de camino al cuarto de estar.

—¿Qué pasa, cielo? Te ha gustado. Sé que te ha gustado.

—Sí, maldita sea. Ése es el problema.

—¿Cuál es el problema, nena?

El hecho de que siempre empleara apelativos cariñosos la irritaba.

—No soy tu nena, Justice. Soy tu víctima. ¿Qué es lo que quieres?

Dejó que transcurriera un momento de silencio antes de explicar:

—Acabamos de compartir algo estupendo y ahora estás cabreada por eso, ¿no?

Sandy notó la calidez del rubor que la cubrió del cuello a los pómulos.

—Yo no he dicho eso.

—Entonces, ¿qué estás diciendo, Alexandra? —inquirió él en un tono frío.

Había usado el nombre odiado y aquello la dejó destrozada. Todos los gestos y miradas de reprobación que había recibido a lo largo de su vida habían ido acompañados de aquel «Alexandra».

—No sé qué es lo que quieres de mí —contestó desconsolada—; me das miedo.

La voz de Justice se dulcificó.

—No tienes que tenerme miedo, preciosa. Nunca haría nada que te hiriera. ¿Te hecho daño hasta ahora?

—No —musitó.

—Entonces dame una oportunidad, Sandy, y dátela a ti también. No tienes que observarlo todo desde fuera siempre.

Sandy sintió frío de repente y se rodeó con los brazos. Aunque empezaron a resbalarle lágrimas por la cara, no recordaba haberse puesto a llorar. En menos de una hora, sin haberla siquiera rozado de verdad, ese hombre se le había colado en la cabeza y bajo la piel. Le había pedido que confiara en él, y, sin embargo, no le había dado ninguna razón para ello.

—No sé qué decirte —dijo por fin.

—Entonces no digas nada. Dejémoslo por ahora. Has tenido una noche muy dura y necesitas descansar. Es viernes. Remolonea en la cama cuando te despiertes. ¿Qué tal si te llamo mañana por la tarde hacia las siete y media? Así charlamos otro poco.

Sandy se dio cuenta de que el tipo tenía razón: estaba agotada. Lo único que le apetecía era acurrucarse en la cama y taparse con las mantas por encima de la cabeza.

—Está bien —accedió.

—¿Me haces un par de favores? —aprovechó él sin perder el tono amable.

Sandy sospechó de inmediato.

—¿Qué?

—He leído en un artículo de la revista D Magazine que hay una nueva exposición de arte barroco en el Museo de Arte. ¿Irás a verla mañana?

Había vuelto a hacerlo. La había dejado completamente desarmada.

—¿Por?

—Porque exponen obras de Rubens. Deberías verlas. Y cuando estés mirándolas, acuérdate de que yo te veo a ti igual que él veía a sus modelos.

Sandy no sabía cómo reaccionar, de modo que en lugar de responder, preguntó:

—¿Y el segundo favor?

—Guarda esta noche las cajas que te he enviado, pero mañana por la tarde, cuando vuelvas del museo, échale un vistazo a la segunda y mira su contenido.

Sandy se sintió profundamente aliviada. Ninguno de los dos favores parecía muy complicado, de modo que podía decirle que lo haría y luego colgar e irse a la cama.

—Vale —accedió por segunda vez.

—Buena chica; ahora descansa y prométeme que no vas a espiar más esta noche.

—No, me voy a acostar —respondió segura de que no volvería a tocar aquel telescopio.

—Estupendo. Ya verás qué bien va todo mañana. Buenas noches.

Justice colgó el teléfono antes de que Sandy pudiera responder, así que se levantó y recorrió el cuarto de estar con la mirada; se encontraba sin fuerzas para pensar. Dio la vuelta y se dirigió al dormitorio; una vez allí dio gracias por la inconsciencia que proporciona el sueño.

* * *

Zeke Prada mantuvo la mirada clavada en el teléfono. No estaba muy seguro de lo que había iniciado y menos aún de adónde lo llevaría aquello. Llevaba ya tres semanas vigilando el edificio de enfrente y empezaba a notarlo. Ver al bestia de Víctor Cabrini golpear a mujeres estaba dejándolo destrozado. En más de una ocasión, había querido cruzar corriendo la calle McKinney, tirar abajo la puerta del ático y darle una paliza a aquel cabrón de mierda.

Zeke era un policía anticorrupción que iba de paisano, asignado temporalmente al equipo de la Brigada de Crimen Organizado encargado de la investigación de Cabrini. Para ello contaban con un apartamento en el octavo piso del edificio de Sandy, desde donde vigilaban al sujeto en cuestión con medios visuales y auditivos, veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

La noche en que había dado comienzo el dispositivo, Zeke había cruzado la calle hacia el edificio de Cabrini para cerciorarse de que el puesto de vigilancia permanecía oculto. Había tomado prestadas las llaves de los vigilantes de seguridad, había subido hasta el tejado y se había colocado justo encima del ático del sospechoso. Aún recordaba con todo lujo de detalles lo que había ocurrido entonces. Después de unas semanas de temperaturas sofocantes, la ola de calor se había acabado y había dejado en Dallas los primeros signos del final del verano. Una vez había comprobado que Cabrini no sería capaz de descubrir el puesto de observación, se entretuvo un rato en aquel lugar para disfrutar de la agradable temperatura. La casualidad había querido entonces que, justo en aquel momento, Sandy Davies decidiera dejar de espiar. El discreto movimiento de la chica al meter el telescopio en el apartamento llamó la atención de Zeke. Su intuición policial lo hizo caer enseguida en la cuenta de lo que había estado haciendo. Cuando volvió al piso base, no le contó a su compañero lo que había visto con la excusa personal de que no tenía, en realidad, ninguna prueba que demostrara el voyeurismo de aquella chica. Por lo que sabía, bien podía tratarse de una astrónoma aficionada que hubiera estado observando el cielo nocturno.

Debido a la seriedad de la investigación sobre Cabrini, el equipo de vigilancia estaba en permanente funcionamiento. Trabajaban por parejas y en turnos de doce horas: cuatro días sí, tres días no. Zeke esperó hasta su siguiente noche libre para volver a aquel tejado y echar un vistazo al balcón de Sandy, pero esta vez se llevó una cámara con teleobjetivo.

Aunque para entonces ya se había pasado cuatro días observando a Cabrini en acción con sus pequeñas y sensuales esclavas, ninguno de aquellos juegos de dominación y disciplina lo excitaban tanto como Sandy, cuando se tocaba, sola, en la oscuridad.

De nuevo, se guardó para sí lo que había visto. Se dijo que técnicamente estaba fuera de servicio y que informaría de lo ocurrido cuando se reincorporara al trabajo. Mientras, empleó sus horas libres en averiguar todo lo posible sobre ella y su pasado. Para cuando le tocó volver a vigilar, Zeke conocía muy bien a Alexandra Davis: sabía dónde trabajaba, en dónde hacía la compra y cuál era su banco, incluso había averiguado su saldo. Le había despertado la curiosidad el hecho de que una trabajadora social pudiera permitirse un piso tan caro y había descubierto que Sandy había heredado una pequeña cantidad de dinero al morir su padre hacía unos años.

No tenía muy claro qué era lo que lo intrigaba tanto de ella. Quizá el que por el día tenía el perfil de una buena chica, mientras que por la noche se convertía en la mujer murciélago, vestida de negro y escondida entre las sombras.

Zeke empezó a anhelar que acabaran sus turnos para poder dedicarse a seguir y observar a Sandy, y pronto se percató de que aquella chica estaba tan sola como él, pues aunque contaba con algunas amigas con las que se iba de compras y al cine, y una noche había salido a cenar con un chico, en general pasaba la mayor parte del tiempo sola, espiando a los demás desde su balcón. Zeke había pasado horas tratando de imaginar qué sería lo que pensaba mientras permanecía allí, sin compañía, arropada por la penumbra.

Sabía que tenía que pararle los pies. El equipo ya estaba cercando a Cabrini y Zeke no podía arriesgarse a que el mafioso la descubriera y se diera cuenta de que lo estaban vigilando.

Zeke ya no se hacía ilusiones con lo de acostarse con Sandy. La creciente obsesión que sentía por ella lo asustaba. A mediados de septiembre se dijo que ya no podía retrasarlo más, debía desarrollar un plan para atemorizarla con la intención de que abandonara su voyeurismo. Y luego tenía que seguir con su propia vida.

El tío de Zeke, que tenía una tienda de aparatos electrónicos, le prestó la cámara de vídeo y el teléfono que necesitaba para asustar a Sandy. El equipo de vigilancia tenía en su poder un juego de llaves maestras de la casa y Zeke se había hecho con su propia copia. Había un apartamento vacío en el sexto, a dos puertas del de Sandy. Una vez hubo organizado allí su base, la llamó desde el móvil y, agazapado tras la puerta, vio a Sandy recoger el sobre de fotografías del felpudo.

Sin embargo, algo iba mal. No al principio, desde luego. Su plan había funcionado bien. Había sonado brusco y amenazante, y Sandy se había mostrado claramente aterrada. Luego, de improviso, Zeke había ido apartándose de su propio guión, que teóricamente consistía en acosarla con peticiones obscenas, y había comenzado a seducirla. Sabía bien qué era lo que le había hecho perder ritmo: la imagen de Sandy con aquel maldito bustier en las manos. De repente había empezado a masturbarse y le había pedido a ella que hiciera lo mismo. Puede que las fantasías y costumbres sadomasoquistas de Cabrini lo hubieran afectado más de lo que pensaba. Quizá había estado demasiado tiempo sin disfrutar del sexo. Quizá estaba explotando. Lo único que sabía era que la idea de penetrar en la cálida humedad de Sandy lo enloquecía. La aceptación que ella había mostrado con tanta prontitud lo excitaba, al tiempo que la inseguridad de la chica lo enternecía. Con todo, no era capaz de solucionarle aquel problema. Él no era un psiquiatra y, en cualquier caso, ella tenía dinero de sobra para acudir a su propio loquero.

Esperaría a la mañana siguiente, llamaría a su puerta y le contaría la verdad.

Zeke sacudió la cabeza irritado, pero ¿qué coño iba a decirle? La había obligado a mantener una relación sexual virtual; si ella lo delatara, lo despedirían seguro.

No, no podía confesarle quién era. Tenía que olvidarse de todo aquello. Ya la había asustado y Sandy ya no saldría al balcón a espiar a los vecinos. Tenía que esperar a que ella abandonara su apartamento por la mañana, entrar entonces con su llave maestra y sacar de allí la cámara de vídeo y el teléfono, y una vez los hubiera devuelto a su tío Max, tendría que marcharse de allí. Debía olvidarse de lo de llamarla la noche siguiente. Ella volvería a casa y vería que todo había desaparecido, esperaría su llamada, preocupada por la idea de que él acudiera a la policía. Con el tiempo, se daría cuenta de que el peligro había desaparecido. Aquel nuevo plan presentaba, no obstante, dos problemas: primero, a Sandy la aterraría que alguien hubiera entrado en su apartamento, así que cambiaría las cerraduras y se pasaría las noches, insomne, temiendo que él volviera para violarla; o quizá decidiera que la razón por la que no la había vuelto a llamar era realmente su falta de atractivo. A Zeke no le gustaba la idea de provocarle más dolor, ya era una chica muy insegura.

El segundo problema le afectaba más directamente. La pequeña experiencia de sexo telefónico que habían tenido había sido una de las mejores que él había disfrutado jamás. Solía enorgullecerse de su capacidad de control y no recordaba cuándo había sido la última vez que la había perdido de aquella manera. Probablemente a los diecisiete años cuando, repleto de testosterona, se pasaba los días yendo por ahí con una tercera pierna.

Ahora se empalmaba sólo con pensar en Sandy y la verdad era que no quería marcharse de allí.

¿Qué coño iba a hacer? ¿Cómo salir de aquel atolladero sin que ninguno de los dos saliera perjudicado?