2

A Sandy se le encogió el estómago. Dirigió la mirada hacia la puerta y dio un paso atrás de modo inconsciente. ¿Se trataría de algún truco? A lo mejor el sujeto estaba allí fuera esperando para secuestrarla.

Como si le hubiera leído el pensamiento, la voz continuó:

—No es ningún truco. No estoy esperándote fuera. Deja puesta la cadena de la puerta y echa un vistazo. He dejado algo para ti.

Sandy se mordió el labio inferior y caminó hasta el recibidor, para echar una ojeada por la mirilla. No había nadie. Aunque eso no significaba nada, porque podía haberse colocado fuera del ángulo de visión.

—Vamos, Alexandra. Mira —la animó la voz.

Corrió el pestillo y abrió la puerta sin quitar la cadena. En su felpudo había un sobre grande de color marrón que Sandy trató de coger pasando el brazo por la rendija, pero era demasiado estrecha.

—Vamos, Alexandra, no tengo toda la noche.

Irritada, Sandy se volvió para mirar el teléfono. Lo de llamarla Alexandra empeoraba aún más las cosas.

Alexandra era el nombre que usaban su madre, su jefa y su ginecóloga, así que todas las connotaciones ligadas a él eran negativas.

En un arrebato, Sandy retiró la cadena, abrió la puerta, cogió el sobre y luego cerró dando un portazo tan fuerte que hizo vibrar el marco.

—Buena chica. Ahora, ¿por qué no te preparas una copa antes de abrir el sobre? Volveré a llamarte dentro de un rato.

El tono del teléfono sustituyó a la voz. Sandy se quedó mirando el aparato, horrorizada. ¿Cómo sabía él que ella había abierto la puerta y recogido el sobre? ¿Es que estaba en aquella misma habitación y la observaba a través de la cámara de un móvil? «¡Dios bendito!, a lo mejor debería llamar a la policía».

Sandy atravesó la habitación tambaleándose hasta dar con una silla en la que se dejó caer. Si llamaba a la policía, ¿qué les diría? No, debía pensárselo primero. Tenía que sacar el maldito telescopio del balcón. Necesitaba… un trago. Se levantó y fue hasta el pequeño carrito metálico y de cristal que hacía las veces de mueble bar. Cogió la primera botella que encontró: Baileys irlandés.

Con la bebida en una mano y el sobre en la otra, fue hasta la cocina a por un vaso. Vertió en él, temblorosa, la crema de whisky y fijó la mirada en el sobre, que había depositado en la encimera de mármol; era de aspecto normal, tamaño folio, y traía una sola solapilla. No había nada escrito en él, ni siquiera su nombre.

Después de haberle dado un buen sorbo al Baileys, abrió el sobre, del que cayeron, de repente, unas fotografías sujetas con una goma elástica. Sandy las recogió del suelo, quitó la goma y fue pasando las fotos una a una al tiempo que aumentaba su irritación: eran imágenes de su balcón, que alguien había tomado con un teleobjetivo y ajustando la exposición a una luz de baja intensidad. Quien estuviera tras la cámara se había situado en alguna parte al otro lado de la calle y por encima del sexto piso, porque las había disparado desde arriba.

En todas las instantáneas aparecían claramente Sandy y el telescopio. A ella se la veía mirando entre las cortinas, sacando el instrumento al balcón o ajustando las lentes, y resultaba bastante obvio que no apuntaba a la noche estrellada porque el tubo estaba en posición casi paralela al suelo. Horrorizada, se vio en imágenes en las que se tocaba el pecho mientras espiaba e incluso (¡madre mía!) con las manos por dentro de los pantalones mientras se masturbaba. En su contrato había una cláusula de moralidad, de modo que, aunque no la detuvieran, aquellas fotos bastarían para que la despidieran e, incluso, le quitaran la licencia de trabajadora social.

Sandy se levantó del taburete y corrió hacia el cuarto de baño. Llegó justo a tiempo para vomitar todo lo que tenía en el estómago. Aturdida por las náuseas, se arrodilló sobre la taza del váter… Y después dicen que los copazos calman los nervios.

El teléfono volvió a sonar mientras Sandy se lavaba la cara. Esta vez no se lo pensó dos veces. Caminó directa al aparato y lo descolgó:

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con un gruñido.

—Alexandra, Alexandra… —respondió la voz en tono reprobatorio—, parece que estás enfadada. Ahora ya sabes cómo van a sentirse tus víctimas cuando se enteren de lo que has estado haciendo, de cómo has invadido su intimidad…

—Le he preguntado qué es lo que quiere —lo interrumpió Sandy.

—Justicia, ya te lo he dicho —la voz se volvió seria—. Hay algo para ti en la portería. Ve a buscarlo. Volveré a llamarte dentro de veinte minutos.

—No pienso ir a ningún… —antes de que hubiera acabado la frase, el desconocido ya había colgado.

Sandy permaneció inmóvil durante casi cinco minutos. Luego salió al balcón y recogió el telescopio, que acabó guardando en el armario de su dormitorio. Después se lavó los dientes para eliminar el mal sabor de boca que aún notaba y se miró al espejo. Su rostro, habitualmente pálido, aparecía ahora absolutamente blanco. El sudor le resbalaba por la frente y le temblaban las manos.

Cuando ya no le quedaban razones para posponerlo más, llamó a la portería y preguntó si había llegado algo para ella. Russell, el vigilante nocturno, le respondió que sí.

Incapaz de soportar la tensión un segundo más, cogió las llaves, salió del apartamento y cerró la puerta con cuidado. El ligero movimiento del ascensor le produjo de nuevo náuseas, así que tragó saliva y pasó lo que quedaba del trayecto tratando de hacer ejercicios de respiración.

Russell la recibió con una amplia sonrisa y dos cajas, ambas envueltas en papel marrón: una era grande y cuadrada, mientras que la otra era alargada y más bajita. Sandy trató de parecer natural:

—Hola, Russell. ¿Cuál de estas cajas es la mía?

—Buenos días, señora Davis —contestó el hombre con una mueca. Russell era el primer vigilante que Sandy había conocido al mudarse al edificio hacía unos seis meses. Era amable, de mediana edad y siempre dispuesto a ayudar a los inquilinos—. Estaba a punto de llamarla cuando lo ha hecho usted. Debe de estar adelantándose la Navidad: las dos cajas son para usted.

—¿Las dos? —respondió ella con un gritito y los ojos fijos en las tapas de las cajas. Efectivamente, en cada envoltorio aparecía escrito Alexandra Davis en mayúsculas—. ¿Te has fijado en quién las ha entregado?

—Pues no. Estaba ayudando al señor Caruthers, del tercero, a subir la compra. Cuando he vuelto, ya estaban aquí. Hay una que pesa bastante.

Sandy trató de levantarlas. La bajita era más ligera, pero la otra, la grande, pesaba por lo menos seis kilos.

—Muchas gracias, Russell, creo que podré arreglármelas.

—Bueno, pero déjeme al menos acercarle la grande hasta el ascensor.

Sandy aceptó, ansiosa por llegar arriba lo antes posible.

Ya en el sexto, cargó con las cajas hasta su casa y, una vez dentro y a salvo, las dejó en el suelo para observarlas un rato. Contuvieran lo que contuvieran, no podía ser nada bueno.

Decidió empezar por la bajita. Cogió de la cocina un cuchillo afilado y cortó la cinta adhesiva que envolvía el paquete. Mientras lo hacía, se le ocurrió pensar en las huellas dactilares. Por si al final se animaba a llamar a la policía, debía procurar conservar las que hubiera en la caja y no dejar las suyas, de modo que apartó el cuchillo, volvió a la cocina y se hizo con un par de guantes de látex, de los de la limpieza. Ya con ellos enfundados, acabó de quitar el papel de embalaje. La caja que apareció era blanca y de cartón, y llevaba un mensaje escrito que rezaba: «Abre la otra caja primero».

Para entonces, Sandy se sentía tan descontrolada que no pudo contenerse:

—¡Deja de decirme lo que tengo que hacer! —empezó a gritar.

Aunque la frustración había conseguido que se le saltaran las lágrimas, acabó obedeciendo y dirigió la atención al segundo paquete, que también traía una nota: «Buena chica, ábreme a mí primero».

—Hijo de puta —masculló Sandy.

Temblorosa, retiró la cinta adhesiva y abrió las tapas. Dentro había varios objetos cuidadosamente envueltos en papel de burbujas. Sandy tomó el primero y empezó a romper las capas protectoras.

—¡Dios! ¡No!

Se trataba de una cámara de vídeo. Venía acompañada de una serie de complementos, así como de un libro de instrucciones. Había también un teléfono fijo con unos botones bastante poco corrientes.

Sandy se quedó atemorizada ante la serie de ideas que le surgieron asociadas a la cámara. No tenía ninguna intención de actuar para aquel cabrón enfermo. Ya tenía bastante con las fotos; si además le daba vídeos, jamás se libraría de él.

Debería llamar a la policía o quizá a alguno de sus hermanos. Puede que si contaba toda la verdad la ayudaran a encontrar a aquel tarado y a expulsarlo de su vida.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos una vez más por el sonido del teléfono. Sandy lo descolgó:

—¿Quién eres? —preguntó casi chillando.

—Puedes llamarme Justice —respondió la voz—, porque eso es lo que voy a obtener: justicia. Justicia para todas aquellas personas a las que has explotado. ¿Has abierto ya las dos cajas?

—Sólo he visto la cámara y el teléfono. No pienso…

—Harás exactamente lo que yo te diga —la cortó él con brusquedad—; si no, tendrás a la policía en tu casa en quince minutos. Abre la otra caja.

Sandy cerró la boca con tanta fuerza que se oyó el chasquido de los dientes al chocar. Se colocó el auricular del teléfono en el hombro y cogió la caja más pequeña. Al abrir las tapas, apareció un montón de papel blanco que retiró para hacerse con el objeto que encontró más arriba: un bustier de Jacquard tipo satén en color rojo, estampado con flores y mezclado con encaje negro. La prenda se anudaba por delante y llevaba el liguero incorporado.

—Venga ya, ni en broma —susurró al auricular.

—Si vas a estar preciosa con él. Estoy deseando ver cómo lo rellenan esos preciosos y enormes pechos —la voz de Justice había bajado de tono y sonaba ahora más grave—, me estoy empalmando sólo de imaginarlo.

Sandy estaba tan sorprendida que por un segundo dejó de sentirse asustada. Se mojó los labios nerviosa, ningún hombre le había dicho algo así en su vida. Y nunca se había puesto algo tan… sexy.

Se fijó en la talla del bustier, la cincuenta, justo la suya. ¿Cómo lo habría sabido? ¿Cómo le quedaría puesto?

Abrumada al darse cuenta de que estaba planteándoselo, Sandy gritó:

—¡No pienso hacerlo!

—Claro que lo harás, Alexandra. Voy a…

—Me llamo Sandy —interrumpió cortante—. Odio lo de Alexandra.

—Está bien, Sandy. Te diré lo que podemos hacer. Vamos a olvidarnos del resto del contenido de esa caja hasta más tarde. Todavía hay mucho que hacer. Empecemos por el teléfono.

Sandy lo dudó un segundo. La voz le había dejado bien claro que llamaría a la policía si se negaba a obedecer. Necesitaba ganar tiempo para pensar cómo salir de aquel atolladero. Quizá si fingiera estar muerta de miedo, él se calmaría, complacido. Además, grabarse en vídeo no significaba entregarle la cinta.

Durante los siguientes quince minutos, Sandy hizo todo lo que Justice le ordenaba, actuando como si hubiera encendido el piloto automático. Se vio obligada a quitarse los guantes de látex para seguir las instrucciones sobre el teléfono, que tuvo que colocar en el cuarto de estar en sustitución del que había. Justice le explicó que el nuevo aparato contaba con un sistema de manos libres que les permitiría hablar sin tener que sostener el auricular. Sandy se estremeció al entender de inmediato que eso significaba que la tendría con las manos ocupadas en otras actividades.

—¿Me oyes bien? —bromeó él después de que ella hubiera pulsado el botón del manos libres.

—Sí, te oigo bien —respondió Sandy, molesta al descubrirse sonriendo levemente.

Aunque estaba chantajeándola, era evidente que pretendía seducirla con sus bromas y sus lisonjas para conseguir que ella se olvidara de que él era el enemigo.

Sandy se fijó de nuevo en el teléfono y se dedicó a hacer cábalas sobre Justice. ¿Se trataría de alguno de los inquilinos del edificio de enfrente? Por la voz parecía alguien educado y autoritario, alguien acostumbrado a estar al mando.

Miró furtivamente hacia las cortinas del cuarto de estar, ahora corridas. Por el ángulo de las fotografías que habían tomado de ella, Sandy sabía que las habían hecho desde el otro lado de la calle y por encima del sexto. El dominador vivía en el séptimo, sin embargo no podía tratarse de él porque estaba observándolo justo cuando Justice llamó por primera vez.

—Bien, Sandy, no puedo aguantar más. Necesito que te pongas el body rojo.

A ella se le cortó la respiración. Iba en serio, aquel tipo esperaba de verdad que se lo pusiera. Debería estar asqueada y no obstante, en algún momento en la última media hora, su cuerpo había empezado a reaccionar ante el estímulo de aquella voz profunda e íntima que sonaba como en sus fantasías: cálida, sexy e incluso empapada de ternura.

—No es un body, es un bustier —corrigió enseguida mientras sacudía la cabeza como queriendo desprenderse de los peligrosos pensamientos que iban invadiéndola.

—Tienes toda la razón. El body es el que no lleva esas varillas… ballenas, ¿verdad? Ya te lo pondrás luego. —Su voz se escuchaba suave y seductora—. Ponte el bustier, nena.

La habitación se llenaba de una sensación de encantamiento que hacía que a Sandy le latiera el corazón cada vez más rápido. Sólo unos instantes antes había estado temblando de miedo y ahora, en cambio, se sentía encendida, excitada. ¿Qué le estaba pasando? ¿Qué le estaba haciendo aquella voz?

Acarició el raso y el encaje de la prenda. Podía fingir llevarlo puesto y él no se enteraría; a fin de cuentas, no podía verla.

—Tengo la polla dura sólo de pensarlo. Échame un cable, anda.

A Sandy se le contrajo el sexo al escuchar aquellas palabras: tenía las bragas empapadas. ¿La tendría grande? La pregunta le vino a la mente de modo espontáneo y, con ella, la imagen de un hombre sentado, con el rostro oculto en una sombra y el pene como un asta elevado con orgullo entre las piernas abiertas. Un hombre que la esperaba a ella.

—Está bien —accedió—, voy a ponérmelo.

—Cuéntame lo que vayas haciendo, todo lo que vayas haciendo.

La voz, ahora aún más baja, se había convertido en un mero bramido. Sandy era consciente de su propia excitación, que aumentaba como reacción a aquel sonido.

—Estoy… quitándome el jersey —masculló mientras se agarraba el dobladillo de la camiseta y se la sacaba por la cabeza.

—Vas de negro. Siempre vas de negro. Hace que se te vea la piel aún más blanca y perfecta.

—Tengo un culo enorme —se lamentó. Si bien dadas las circunstancias resultaba ser un comentario bastante ridículo, arrastrada por la situación, Sandy no podía dejar de sentir, como solía ocurrirle, que no era normal—. Estoy demasiado gorda.

—No es verdad, nena. Eres como una de las musas de Rubens. Hace trescientos cincuenta años tu cuerpo representaba el canon de belleza. Tienes que aprender a apreciar todas esas sinuosas curvas y la lujuria que provocan. Como lo hago yo.

Aquellas palabras la dejaron más tranquila y la envalentonaron. Como una de las musas de Rubens… Le gustaba aquella descripción. Sandy se desabrochó los pantalones y se deshizo de ellos.

—Estoy quitándome los pantalones —explicó.

—¡Esa es mi chica! Ahora el sujetador. ¿De qué color es?

—Color carne —respondió Sandy con una mueca. Por una vez en su vida, deseó llevar puesto uno de encaje bien sexy, como los que aparecen en los catálogos de corsetería.

—Nena, tienes que llevarlo negro para que realce el tono de esa piel de pecado que tienes —la respiración sonaba con fuerza—. Quiero chuparte los pechos hasta que te corras. ¿Te has corrido alguna vez sólo con que alguien te chupara los pezones?

—No… —contestó Sandy en un suspiro, temerosa de tener que admitir la poca experiencia que tenía.

—¡Qué lástima! Parece que has estado siempre con el chico equivocado. Ahora quítate las bragas. ¿También son de color carne?

—Sí —mintió para evitar describir las sencillas bragas blancas que en realidad llevaba puestas.

—Está bien, Sandy. Déjalas caer. Ahora quiero que te acaricies el coño para mí.

Sandy dejó escapar un gemido. Nunca había escuchado a un hombre decirle esa palabra, la palabra reservada para sus fantasías, sus sensuales, prohibidas y solitarias fantasías. Aún con el cuerpo febril, empezó a tiritar. Sus mundos imaginario y real se entremezclaban. ¿Cómo acabaría todo aquello?

—Finge que soy yo quien te acaricia, que soy yo quien hace que vayas empapándote, ¿puedes?

Fascinada por la voz de Justice, Sandy se tumbó en el sofá y estiró las piernas. Bajó dos dedos hasta sus pliegues y no se sorprendió al notarse chorreante. Era por aquella voz: la más sexy, la más erótica que había escuchado jamás.

—Estoy… estoy tocándome —dijo en voz alta.

—Muy bien, nena. Yo también estoy tocándome. He tenido que abrirme los pantalones y sacarme la polla porque me apretaba demasiado ahí guardada.

—¿Cómo es?

Silencio fue todo lo que obtuvo por respuesta. Sandy se puso roja. ¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera conocía a ese tío y le estaba pidiendo que le describiera su polla. «¡Está chantajeándome, por Dios!».

—¿Que cómo es qué? —se interesó él, dejando así imaginar una sonrisa.

La sorna de Justice la dejó cautivada.

—Tu polla —dijo ella sin tapujos—, descríbeme tu polla.

Él respiró sonoramente. Sandy sonrió para sí, encantada de haberlo sorprendido.

—Mide unos veinte centímetros. No estoy circuncidado, así que la tengo más gorda que la mayoría de los tíos. Está dura como un garrote y tiene la punta completamente morada por las ganas que te tengo.

La imagen de aquel pene paralizó la respiración de Sandy.

—Me encantaría verla —confesó entre suspiros.

—A mí también me encantaría que la vieras, nena, pero por ahora busca en la caja en la que estaba el bustier y encontrarás otro de mis regalitos.