Uno de mis recuerdos más felices —dijo Joan cuando bajaban por las escaleras— es cuando hice de Salomé en la ópera de Strauss, con Edwin en el improbable papel de Juan Bautista. Eso fue hace ya mucho tiempo, cuando yo aún tenía una bonita figura…
—Aún la tiene —indicó Fen con galantería.
—… y recuerdo todo aquello en parte porque me di cuenta, incluso entonces ya, de que yo era la primera Salomé en dar a los hombres de la platea una estupenda recompensa a cambio del dinero de su entrada durante la danza de los siete velos. Fue en la Opera de París, y yo terminaba mi actuación tan desnuda que hasta las chicas del Moulin Rouge se habrían ruborizado… Bueno, da igual, eso no era lo que iba a decir. Allí estaba Edwin, indiferente a mis encantos, gordinflón, medio desnudo, y con una corpulencia muy poco creíble en un hombre que hubiera vivido tanto tiempo de langostas y miel silvestre. Y ¿sabe una cosa…? —Joan se detuvo de repente delante de la puerta del escenario—, ¿sabe una cosa? Me pareció repugnante. «Deja que toque tu níveo cuerpo…» —citó Joan—. Y, de verdad, creo que si me hubiera tocado, habría gritado…
—Todo eso parece relevante de cara al intento de violación de Judith Haynes —sugirió Fen.
—Sí. Dios sabe que eso todavía me pone furiosa, y eso que era en escena. Lo que ella debió de sentir…
Curiosamente se encontraron con que Judith Haynes estaba sentada con Elizabeth, y fueron a reunirse con ellas. El ensayo, era evidente, estaba yendo a las mil maravillas. Adam, que hasta ese momento había estado interpretando toda la escena con la mirada clavada en su esposa, para gran asombro y abatimiento de Rutherston, estaba cantando la canción de Walther en el concurso. El primer oboe todavía no había dado señales de vida, y Peacock, desde el atril, de tanto en tanto sustituía esa parte mediante un profundo canturreo sepulcral que desconcertaba prácticamente a todo el mundo. Con todo, ahora que todo discurría conforme estaba previsto, había un ambiente de buen humor en el escenario… Es más, había un ambiente de verosimilitud mucho mayor que en cualquiera de los ensayos efectuados hasta ese momento. La gente actuaba y cantaba a la vez; los movimientos eran armoniosos; el decorado había cristalizado en un simulacro oscuro pero inconfundible en sus formas. Joan se dio cuenta de que la producción se había quitado un peso de encima con la muerte de Edwin Shorthouse, y como era una artista comprometida con su profesión, esa consciencia consiguió que se sintiera feliz.
Se acomodó junto a Judith Haynes.
—Judith —le dijo en voz baja—, me temo que he tenido que romper la promesa que te hice. Le he contado al profesor Fen lo que ocurrió la otra noche.
La chica se giró, y Joan se preguntó si fue la luz artificial o alguna razón personal insospechada lo que consiguió que sus rasgos hermosos y juveniles parecieran momentáneamente demacrados.
—Está bien —dijo—. Yo también se lo acababa de contar a la señora Langley. Ya no importa que Boris lo sepa.
En ese momento se mordió el labio y miró de reojo a Fen. Elizabeth, conmovida por su angustia, se apresuró a romper el breve e incómodo silencio que se produjo a continuación.
—Edwin era absolutamente detestable —sentenció.
Algo en su tono de voz atrajo la atención de Fen. La miró con curioso interés, con los ojos entrecerrados.
—¿Cuánto tiempo hace que conocía a Edwin Shorthouse? —preguntó.
—Pues aproximadamente lo mismo que a Adam… Hubo una especie de triángulo… —explicó Elizabeth; y luego, pensando quizá que aquel brusco comentario geométrico podría parecer un tanto vulgar, se apresuró a añadir—: Entiéndame, Edwin quería que yo fuera su amante… No le gustó mucho que me casara con Adam, y durante algún tiempo se comportó de un modo espantoso.
—¿A Adam no le caía bien, entonces?
—No es tanto eso: era él el que detestaba a Adam.
—«Detestar» es una palabra un poco fuerte… —dijo Fen.
—En este caso es la única palabra posible.
—¿Aún se llevaban a matar cuando murió Shorthouse?
—No —dijo Elizabeth—. Se disculpó con Adam a finales del año pasado, cuando estuvieron trabajando juntos en el Don Pasquale. —Entonces le hizo un resumen de lo acontecido—. Yo creo que Adam no creyó que las disculpas de Edwin fueran sinceras, pero en adelante no volvimos a tener ningún problema con él.
Aquella información pareció disgustar de algún modo a Fen. Se giró para mirar el escenario. Adam había concluido su canción en el concurso de aspirantes a maestros cantores, y Beckmesser estaba empeñado, con todo el buen gusto y rigor melódico imaginables, en conseguir que no fuera admitido y echar por tierra su interpretación. Los maestros cantores, con la excepción de Sachs, negaban con la cabeza en señal de desaprobación, y reprendían así la juvenil rebeldía de Walther. Una mujer de la limpieza, con su mopa y su cubo, observaba curiosa desde bambalinas, y alguien invisible tras ella le ordenó que se largara de allí. Y Judith le dijo a Joan:
—Estoy preocupadísima por Boris.
—¿Preocupadísima? ¿Por qué?
—Estoy segura de que está enfermo, y sencillamente no quiere ir al médico.
—Tiene algo en la piel, ¿no?
—Sí, ya le ha pasado antes, pero nunca lo ha tenido tan mal como ahora.
—¿Por qué no quiere ir al médico?
—Por la ópera. Es su primer papel… solo dos palabras, ya lo sé, pero aun así, es su primer papel. Le da miedo que le manden guardar cama. Está trabajando muy duro para abrirse camino… practica maquillaje, ¿sabe?, una hora diaria…
—¿Crees que si hablo con él…?
—No… Es decir… no pretendía ser grosera, pero si yo no puedo convencerlo…
—Sí, lo entiendo perfectamente —Joan llegó de repente a una conclusión—. Ven, vamos a hablar las dos a solas.
Fueron a la sala de ensayos. Giacomo Puccini las observó con sus ojos diminutos y brillantes desde la pared.
—Judith —le dijo Joan sin más preliminares—, ¿estás viviendo en pecado con ese joven?
—Yo… yo… no —dijo la joven tartamudeando—. Es decir…
—Deja que te lo pregunte de otra manera —dijo Joan amablemente—. ¿Te has acostado con él?
El rostro de Judith se puso rojo como un tomate.
—No, yo… yo no… Me lo ha pedido, pero a mí me daba miedo que…
—Te daba miedo quedarte embarazada. Muy prudente y muy inteligente por tu parte. ¿Por qué demonios no os casáis?
Judith miró atónita a Joan, como si esta hubiera sugerido un viaje a la luna.
—¿Cas… casarnos? Pero no podemos permitírnoslo…
—Si podéis permitiros vivir separados, seguro que podéis permitiros vivir juntos, siempre que no te cargues de hijos enseguida…
—Pero… pero mis padres no querrían…
—Lo asumirían —dijo Joan sin darle más vueltas— cuando descubrieran que era un fait accompli. ¿Ya tenéis los dos veintiuno?
—Sí, pero verá…
—Si te consigo una licencia especial, ¿te casarás enseguida?
Judith ya no tartamudeó más.
—Sí —dijo sencillamente.
—Bien dicho —dijo Joan con una sonrisa—. Háblalo con Boris, y luego me cuentas. Si de verdad crees que sería una imprudencia, no lo hagas. Pero si lo único que pretendes es ser precavida, deja de ser precavida y sé feliz.
Judith le dio un beso impulsivamente. Regresaron en silencio junto a los otros.
El acto primero estaba a punto de concluir. Adam, con un gesto de furia, abandonó el escenario. Los maestros de canto salieron tras él todos juntos, a empujones y abucheados por los aprendices. Solo quedó en escena Sachs, mientras con tres acordes la orquesta recordaba el concurso de canto. Luego, salió tras los otros, mientras la música se deslizaba a su acorde final con un fa mayor. Hubo un suspiro general de relajación y alivio. Los músicos comenzaron a buscar a tientas las fundas de sus instrumentos con la esperanza de que se terminara el ensayo; el elenco volvió de nuevo a escena en bloque.
—Gracias, damas y caballeros —dijo Peacock—. Lo dejamos aquí por hoy. Me temo que este ensayo sin previo aviso les ha causado muchos inconvenientes a muchos de ustedes, pero confío en que me perdonen, en vista de las difíciles circunstancias en que nos encontramos y la inmediatez de la fecha del estreno. Me veo obligado a cancelar el ensayo de mañana por la mañana debido a las pesquisas policiales, pero confío en poder reanudarlo por la tarde, de acuerdo con los horarios que se indican en el tablón de anuncios de la entrada de artistas. Muchas gracias a todos.
Desapareció en el foso de la orquesta y enseguida vino a reunirse con Elizabeth, Joan, Judith y Fen en el patio de butacas. Venía con el pelo revuelto, estaba sudando y agotado, y sin embargo parecía exultante y triunfal.
—Está empezando a funcionar —le dijo a Joan—. ¿No te parece?
Joan asintió, sonriendo un poco ante la exaltación del director.
—George Green —añadió— es una bendición divina para un director de orquesta. Parece saber lo que quiero solo por puro instinto. Y los matices que Langley proporciona en el concurso de canto… Si no hubiera estado mirando todo el rato hacia aquí, como si hubiera visto un fantasma, habría sido perfecto.
—Querido… —le dijo Joan afectuosamente. Casi sin querer le tocó la mano. Él la miró sorprendido por un instante, y luego se echó a reír.
—Estoy siendo un verdadero ingenuo, ¿verdad? —preguntó con inocente encanto—. La verdad es que no sé cómo me aguantáis.
Al final llegaron Adam y George Green, y se entabló una conversación general. Fen, observando que solo se ocupaban de asuntos operísticos, aprovechó la oportunidad para conversar un poco con Judith Haynes. Para romper el hielo de aquella breve conversación, procuró hacer uso de todos los recursos del encanto y el tacto que pudo recabar, pues sabía que debía andarse con cautela.
—Solo una pregunta… —dijo—, si me disculpa usted la molestia, señorita… —y entonces se detuvo, porque vio que Judith estaba muy contenta… tan contenta que parecía que el encanto y el tacto podrían ser una redundancia inútil. Así que procedió más descaradamente.
—¿Puede decirme si usted y Stapleton vinieron a este ensayo juntos? —preguntó.
—¿Si… si qué? —apenas le estaba prestando atención. Entonces, se apresuró a concentrarse en la conversación—. Oh… lo siento. No me di cuenta de que me estaba hablando a mí. ¿Le importaría decírmelo otra vez?
Fen repitió la pregunta.
—Oh. No, no vinimos juntos. Boris fue a dar un paseo esta tarde y luego vino aquí directamente. Supo que había ensayo por alguien de la orquesta.
—¿Estaba ya aquí cuando llegó usted?
—No, llegó unos minutos después… ¿Es eso todo?
—Eso es todo —dijo Fen con un gesto bastante sombrío.
«Un paseo», se dijo: la dichosa costumbre de Stapleton de ir a dar un paseo cada vez que ocurría algo crucial empezaba a resultar bastante incómoda y frustrante.
Acompañó a Adam, a Elizabeth y a Joan hasta la puerta del Mace & Sceptre, y antes de darles las buenas noches, le preguntó a Joan:
—Joan, ¿qué le dijo a Judith?
—¡Le aconsejé que se casara con su novio en cuanto pudiera!
Fen no contestó. Joan añadió con una pizca de brusquedad:
—¿No le parece bien?
—Solo le diré una cosa —dijo Fen muy despacio—, que estamos metidos hasta el cuello en un caso de asesinato, y que simplemente sería un gesto de precaución elemental evitar dar un paso decisivo de ese tipo hasta que todo se resuelva.
Elizabeth, inesperadamente, perdió la compostura.
—¿No cree usted, profesor Fen —le espetó— que está usted más capacitado para seguir con la investigación y resolverla que para ofrecer estúpidos consejos sobre los asuntos personales de la gente?
Fen le contestó sin rastro de resentimiento:
—No creo que esté capacitado para ninguna de las dos cosas… —dijo—. Bueno, les veré en la vista de la investigación judicial. Buenas noches, y que duerman bien.
—Oh, Elizabeth… —dijo Adam con tristeza—, creo que no deberías haber dicho eso.
Entonces tuvieron una discusión. Era su primera pelea desde que se habían casado. Durante una hora estuvieron enfurruñados, y al final se reconciliaron con fervoroso entusiasmo. Adam bebió tanto celebrando dicha reconciliación que se emborrachó, y se volvieron a enfurruñar.