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El velo de la conciencia

«Fue una experiencia extraordinaria», recordó Chris Langton. «Es difícil describirla de algún modo preciso, pero es como si el cerebro entrara en otro nivel de actividad. Quizá se debió a una insolación». Estábamos en casa de Chris, a mitad de camino entre Santa Fe y Los Alamos, y me estaba contando un aspecto extraño de su recuperación tras el grave accidente de escalada. «Cuando al caer me di con la rodilla en la cara, recibí un buen golpe en el cerebro, me lo dañé de un modo difuso, nada específico. Traumatismo generalizado, creo que se llama. Cuando me recuperé, no era el mismo “yo”. Lo supe con mucha claridad. Faltaba una parte de mi “yo”. Luego, me despertaba de vez en cuando y regresaba alguna parte de mí; como arrancar el ordenador en un nivel nuevo. Todavía me atormenta pensar que no soy la persona que era, y que nunca lo seré».

El accidente ocurrió en el otoño de 1975. Una década después de su encuentro con la muerte estaba obsesionado con la fundación de una nueva empresa científica. El primer encuentro internacional sobre vida artificial, celebrado en Los Alamos en septiembre de 1987, constituyó de hecho un reconocimiento de que Chris había tenido éxito. Fue mientras preparaba el capítulo introductorio al volumen de las actas del congreso —el mismo capítulo que inspiró a Tom Ray— cuando experimentó otro arranque de su cerebro, el que quizá estuvo provocado por una insolación.

«Había tanta actividad en el laboratorio que me fui a Tsankawi Mesa a escribir», dijo Chris. «Es un lugar tranquilo, con espectaculares vistas al valle del río Grande, y es un buen lugar para pensar». La mesa forma parte de la meseta Pajarito, en los montes Jemez, donde el olor a pino y enebro llena el aire puro y hay riachuelos de aguas cristalinas que bajan llenos durante los meses secos. Los indios anasazi vivieron allí en asentamientos sencillos cuando la comunidad del cañón del Chaco estaba en su apogeo. Cuando el Chaco se derrumbó a finales del siglo XII, muchos chaqueños se trasladaron a esta parte del valle del río Grande, donde la sequía no había llegado. «Debí de pasar ahí demasiados días», continuó Chris. «Hace calor y el aire es seco y, aunque llevé agua conmigo, el mecanismo de sudoración debió de fallar y cogí una insolación».

Cuando volvió a casa, al final del cuarto día consecutivo de visita en la mesa, sintió un gran dolor de cabeza y la fiebre empezó a subirle con rapidez. En mitad de la noche, con todos los síntomas empeorando de forma alarmante, acudió al hospital, donde le administraron suero. «Al final volví a casa y dormí mucho tiempo. Al despertar tuve la conciencia de haber recuperado algo del “yo” que había perdido. Era una sensación de mi presencia en el mundo».

Antes del regreso de esta parte perdida, Chris sentía que vivía en medio de un cubo, cuyos lados eran pantallas de cine en las que se proyectaban películas. «Es difícil de describir», me dijo. «Era como si pudiera ver el mundo, pero como si de alguna manera no estuviera en él, sin presencia emocional. Como ver la película de algo en lugar de ver el algo de verdad y reaccionar a eso como persona. Era consciente de lo que había perdido, pero no podía recuperarlo. Me angustiaba mucho. Y entonces volvió, de golpe». Poco después, Chris regresó a la mesa Tsankawi, para verla por primera vez.

Intenté imaginar el mundo tal como Chris lo había visto durante un tiempo, pero me fue imposible. Sencillamente no podía imaginar en otro sitio algunos de los procesos de pensamiento que hacen de «mí» lo que «yo» soy. Parece un aspecto de la conciencia, dije. «Sí, creo que sí», respondió Chris pensativamente. «Y aunque el “yo” anterior experimentaba el mundo de ese modo, al nuevo “yo” le es difícil recordar con claridad cómo era y aún más difícil le es transmitirlo a otra persona».

Al preguntar a Chris por primera vez acerca del ámbito de la nueva ciencia de la complejidad, aproximadamente un año antes de esa conversación, le pregunté si esta nueva ciencia podía explicar la conciencia. «Si la teoría de los sistemas complejos no es alguna clase de seductor espejismo y si el cerebro puede describirse como un sistema complejo adaptativo, entonces sí, también la conciencia puede explicarse», había contestado Chris decididamente, para matizar luego: «Al menos en principio». Se lo recordé y le dije: ¿crees de verdad que lo que te pasó en la cabeza ese día, esa clase de sensación que todos experimentamos en nuestras cabezas, es manejable con lo que nos ofrece la complejidad? «Quizá no con lo que nos ofrece la complejidad, pero sí con lo que nos ofrecerá», replicó Chris.

Estábamos sentados en una mesa redonda dentro de un comedor y una cocina que se fundían en un solo espacio, con suelos de madera, paredes blancas y techos con vigas. «Somos unos auténticos cocineros», me había dicho Chris con anterioridad. Veía el equipo de unos auténticos cocineros por todas partes y oía planes inminentes de ampliar la casa, que incluían la instalación de un horno profesional en el centro de una cocina mucho más grande. En ese momento, las cosas estaban un poco hacinadas y Chris tenía dificultades para encontrar papel y lápiz con que aclararme las cosas. «Estoy convencido de que la conciencia es un fenómeno inductivo, emergente», dijo Chris, empezando a dibujar. Estaba haciendo versiones de su diagrama favorito, que muestra las propiedades globales surgiendo de la interacción local, la imagen icónica de la emergencia en los sistemas complejos.

«Mira, lo que creo es que la conciencia está probablemente cinco o seis niveles por encima», dijo, dibujando más diagramas. ¿Quieres decir que tienes una serie de sistemas, cada uno de los cuales produce algún tipo de propiedad global, y que esas propiedades globales interaccionan con cada una de las otras para generar otro nivel de propiedades emergentes y así sucesivamente a lo largo de cinco o seis niveles?

«Eso es. Es una jerarquía, con muchos niveles ascendentes, y tendría que haber propiedades extremadamente distribuidas». Parece horriblemente complicado, dije, difícil de manejar. «Estoy convencido de que lo es, y quizá sea imposible describir el comportamiento del nivel superior. Puede que necesitemos conocer los comportamientos de las partes en algunos de los niveles inferiores».

La imagen era poderosa, pero también escurridiza. ¿La conciencia como una propiedad emergente a partir de un sistema complejo adaptativo? Sonaba bien, pero me pregunté cómo podría ser instructiva más allá de la mera descripción. ¿Y qué ocurría con los otros dos pilares de los sistemas complejos adaptativos: la cristalización del orden y el procesamiento complejo de información en el límite del caos? Necesitaba descubrir cómo podían iluminar el fenómeno de la conciencia, si es que lo hacían. La ciencia de la complejidad había demostrado ser una herramienta poderosa aunque intransigente; penetrar el velo de la conciencia será un duro reto para ella, quizás el más duro de todos. Sabía que Jim Watson, codescubridor de la estructura del ADN, había descrito recientemente el cerebro humano como «la cosa más compleja que hemos descubierto hasta ahora en nuestro universo». Y la conciencia puede ser el mayor enigma que emerge de ese kilo de pastosa materia gris.

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El psicólogo de Princeton Julian Jaynes escribió: «Pocas cuestiones han soportado o atravesado una historia más complicada que ésta, el problema de la conciencia y su lugar en la naturaleza […] Algo acerca de ella vuelve una y otra vez, sin obtener una solución». A juzgar por la floreciente industria editorial de los últimos años sobre el tema, nuestra sed de conocimientos sobre qué es ese «algo» no muestra signos de disminuir. Y es sin duda significativo que el número de tales libros —escritos por eminentes estudiosos de la filosofía, la psicología, la neurobiología, la informática y otras disciplinas— sólo pueda compararse con la diversidad de sus conclusiones sobre la naturaleza de la conciencia y su generación en el cerebro humano. Nos tragamos todas las ofertas, pero nuestra sed sigue insaciada.

Para el neurobiólogo de la Universidad de Washington William Calvin, por ejemplo, la conciencia consiste en «contemplar el pasado y prever el futuro, planear qué se va a hacer mañana, sentir pesar ante una tragedia y narrar la historia de nuestra vida». Para el psicólogo de la Universidad de Cambridge Nicolás Humphrey, una parte esencial de la conciencia es «la sensación bruta». Roger Penrose, físico matemático de la Universidad de Oxford, afirma que la conciencia es «la capacidad de adivinar o intuir la verdad a partir de la falsedad en circunstancias apropiadas, de formar juicios inspirados». Según Steven Hamard, director de la respetada revista Behavioral and Brain Sciences, «la conciencia es sólo la capacidad de tener experiencias».

Cada uno de nosotros tiene una sensación de lo que se entiende por conciencia. Utilizo la palabra «sensación» a propósito porque o bien concebimos el proceso que subyace a la conciencia como un simple procesamiento de la información o bien se inmiscuye algo más misterioso, un fuerte sentimiento del yo. Esta sensación de yo, que parece existir como entidad separada de nuestro yo físico, es la fuente del asombro y el misterio con que contemplamos la conciencia. Lo mismo le ocurrió al filósofo francés René Descartes, quien, hace tres siglos y medio, escribió: «Tan serias son las dudas en las que me he visto arrojado […] que no puedo apartarlas de mi mente ni concebir algún modo de resolverlas. Me da la impresión de haber caído de improviso en un profundo remolino que me arrastra dando vueltas sin que pueda incorporarme en el fondo ni nadar hacia arriba». La solución de Descartes al enigmático misterio del problema mente-cuerpo, como se sabe, fue decir que la sensación del yo y el yo físico estaban en realidad separados, una filosofía conocida con el nombre de dualismo: la mente reside en el cuerpo, pero separada de él.

El dualismo cartesiano dominó el pensamiento filosófico durante tres siglos hasta que el filósofo británico Gilbert Ryle lo demolió contundentemente en su libro de 1949 The Concept of the Mind con la tajante expresión: «El dogma del fantasma en la máquina». Es cierto que el dualismo cartesiano no está muerto del todo, como se pone de manifiesto en las opiniones de sir John Eccles, uno de los más grandes neurólogos del siglo. En su Evolution of the Brain, publicado en 1989, ha escrito: «Dado que las soluciones materialistas han fracasado a la hora de explicar nuestro carácter único, me veo obligado a atribuir el carácter único del Yo o el Alma a una creación espiritual sobrenatural», que, añadía, es «un milagro que siempre estará más allá de la ciencia». Sin embargo, en general, el materialismo, la alternativa al dualismo, domina el pensamiento moderno sobre la conciencia. Como dice el filósofo de la Universidad de Tufts Dan Dennett: «De algún modo, la mente no es más que un fenómeno físico. En otras palabras, la mente es el cerebro». Por lo tanto, el debate hoy es entre materialistas que discuten sobre cómo surge la conciencia de la materia física del cerebro (aunque algunos sostendrán que el dualismo se esconde aquí y allá bajo diferentes formas, en particular dentro de algunas presunciones de la investigación sobre inteligencia artificial).

***

Decidí que debía hablar con Dan Dennett, que tenía fama de ser un pensador creativo y abierto y estaba relacionado con los miembros del Instituto de Santa Fe. Su despacho del edificio Easton de la Universidad de Tufts es pequeño, cuadrado y sin ventanas. Una pizarra completamente limpia ocupa una pared. Una máscara de vudú, con dos bocas, dos narices y tres ojos, mira desde una estantería. Debajo hay un busto blanco de frenología y una cabeza de plástico transparente llena de circuitos electrónicos, iconos de las visiones de la mente de los siglos XIX y XX (quizá XXI). En un rincón, una mesa es un revoltijo de libros (entre ellos La nueva mente del emperador, de Penrose) y un ejemplar del Times Literary Supplement en el que Dan hace una crítica vitriólica de un libro de la última hornada sobre la conciencia. Barbudo y con aspecto de hermano mayor, Dan tiene juicios firmes y es rápido en darlos a conocer. Cogió otro de los libros recientes sobre la conciencia. «Un lamentable ejercicio de filosofía», soltó volviendo a dejarlo en la mesa.

Su nuevo libro se llama Conciousness Explained. Un título ambicioso, insinué. «Sí», reconoció, riendo. «En realidad, no pretendo tener todas las respuestas, ni siquiera la mayoría. Pero creo haber hecho un progreso importante en lo que estamos intentando explicar». Su mensaje es doble. En primer lugar, que la noción de que hay algo dentro del cerebro que controla las sensaciones y los pensamientos, generando así un yo consciente, es falsa. Dan denomina a este concepto el «teatro cartesiano». En segundo lugar, que el flujo de conciencia secuencial que experimentamos es una ilusión, el producto filtrado de lo que él llama múltiples borradores de estados mentales. La visión de Dan es una visión cerebral de la mente, centrada en los niveles superiores del yo más que en las sensaciones brutas, o lo que los filósofos llaman cualidades (qualia). Es también una visión con la que pueden identificarse los partidarios de la inteligencia artificial «fuerte», la visión de que el procesamiento de la información es la mente.

En su libro, Dan escribe que la sugerencia de algún tipo de control en el cerebro es «la mala idea más tenaz que sesga nuestros intentos de pensar sobre la conciencia». Unas palabras fuertes, dije. «Es difícil escapar a ella», replicó Dan. «Soy el observador de mi conciencia, y tú de la tuya, pero la mala idea es que hay un observador dentro del observador, lo que antes solía considerarse como un homúnculo dentro del cerebro, viendo todo lo que sucedía, bajando palancas, apretando botones. Es una mala idea porque tenemos que dejar de pensar en un área del cerebro emitiendo esa clase de mensajes: “Se acerca un hombre vestido de azul”. De hecho, hay que pensar en sistemas descentralizados, distribuidos, y eso es difícil. Es una razón de la tenacidad del concepto del teatro cartesiano. Los mensajes que las áreas cerebrales emiten son en realidad muy básicos. Mira esto». Dan me mostró una viñeta de Gary Larson con un hombre paseando al perro, con muchos perros alrededor. «El lenguaje de los perros traducido», decía la leyenda. Y los bocadillos con las voces de cada perro decían lo siguiente: «¡eh, eh! ¡eh, eh!».

«Es uno de los más brillantes», dijo Dan, mirando otra vez el dibujo cuando se lo devolví. «Si pudiéramos oír directamente lo que dice cada una de nuestras áreas cerebrales, sería: “¡eh, eh! ¡eh, eh!”. Y, de esta conversación monosilábica entre muchas áreas cerebrales, todo el sistema obtiene información sobre el hombre vestido de azul». En lugar de un único homúnculo sentado en el centro del cerebro, hay un pandemónium de homúnculos, dice Dan, esbozando una imagen sobre la arquitectura de la vida artificial. «La información fluye en muchos sentidos y está sujeta a una continua revisión editorial, que produce múltiples borradores de fragmentos narrativos por todo el cerebro».

Suena a un verdadero pandemónium, dije. ¿Cómo se puede sacar algo sensato de ahí? «Me gustaría que imaginaras algo que llamo la “máquina joyceana”, una máquina que filtra los múltiples borradores y al final ofrece la ilusión de un relato único en forma de flujo de conciencia», replicó Dan. «Estamos buscando la emergencia de la coherencia a partir de una máquina de proceso en paralelo masivo, el cerebro. Puedes pensar en una máquina virtual. Contraintuitivo, sí. Difícil de aceptar, cierto. Escandaloso, eso te lo garantizo. Pero ¿qué esperarías de una cosa que tuviera que imponerse a siglos de misterio, controversia y confusión?». No se puede decir que Dan no sea atrevido.

El modo en que lo describes, dije, me suena muy similar al enfoque del Instituto de Santa Fe, ¿verdad? «Tienes toda la razón», respondió Dan. «Lo que mi modelo y su enfoque tienen en común es la emergencia. Hace unos pocos años, tenía que hablar de “características inocentemente emergentes” para que los biólogos no se inquietaran y pensaran que estaba hablando de algo místico. Pero, sí, la emergencia es un fenómeno de la ciencia dura y real y es central para la comprensión de la conciencia».

Tu modelo pone un gran énfasis en el lenguaje, dije. «Así es, y por una buena razón», dijo Dan. «Añade el lenguaje al cerebro, y el resultado es que son muchas más las cosas que puedes hacer con el hardware. Sin él, el modelo de borradores múltiples no podría funcionar». ¿De modo que estás negando esta clase de conciencia a todos los animales excepto al hombre? «Sí. Wittgenstein dijo una vez: “Si un león pudiera hablar, no lo entenderíamos”. No creo que eso sea correcto. Creo que seríamos capaces de entenderlo, pero de ese león parlanchín no aprenderíamos mucho de la vida de los leones corrientes, porque el lenguaje habría transformado en gran medida su mente».

Ningún animal sin lenguaje experimenta una sensación del yo, sostuvo Dan, no de la manera en que los seres humanos experimentan el yo. No hay borradores múltiples, no hay flujo de conciencia, sólo un yo biológico. «¿Puedo demostrar que un murciélago carece de esos estados mentales?», preguntó retóricamente. «No, no puedo. Pero tampoco puedo demostrar que las setas no son naves intergalácticas que nos espían».

El libro de Dan ha recibido amplios elogios, se ha dicho que su modelo es inventivo y poderoso, pero se le ha criticado por apuntar demasiado alto en lo referente a lo que es la conciencia. «La gente dice que dejo de lado las cualidades, pero creo que me refiero a eso», dijo, refiriéndose al nivel más básico de conciencia: el nivel que se refiere a la simple sensación. Un par de años atrás, el psicólogo de la Universidad de Cambridge Nicholas Humphrey pasó un año sabático en Tufts, para hablar específicamente con Dan sobre la conciencia. Fue un periodo intenso y creativo, y ambos escribieron un artículo titulado «Speaking for Our Selves», que examinaba la conciencia desde el punto de vista del síndrome de la personalidad múltiple. También hablaron mucho de las cualidades. «El modelo de los borradores múltiples de Dan es excelente», me dijo Nick, «pero no me cabe duda de que omite las cualidades, o sensaciones brutas».

Conozco a Nick desde hace veinte años y he visto evolucionar sus ideas sobre la conciencia. Durante la década de 1970, provocó un enorme revuelo planteando y respondiendo la pregunta: «¿Para qué sirve la conciencia?». Su respuesta fue que había evolucionado como instrumento para jugar al ajedrez social, la compleja interacción y manipulación social que tiene lugar en las vidas de los primates superiores y, en particular, los seres humanos. Un individuo, al controlar sus propios sentimientos y reacciones ante las situaciones, es capaz de predecir con mayor precisión las reacciones ajenas, con lo que obtiene una ventaja en el juego del ajedrez social. La noción de Nick de la función social del intelecto y la conciencia se convirtió, y lo sigue siendo, en una explicación preferida entre los antropólogos y los primatólogos para la evolución de características únicas en el cerebro del primate superior. Por ejemplo, un reciente e importante análisis de la cognición de los primates decía que «entre los primates no humanos, las capacidades cognitivas sofisticadas son más evidentes durante las interacciones sociales [con otros miembros del grupo]».

«Esta visión de la conciencia, como la que tiene Dan, se centraba en la conciencia de nivel superior, de segundo orden», dijo Nick. «Sigo creyendo que la autoconciencia, que los seres humanos experimentan y también los chimpancés, aunque en menor grado, es importante en el contexto social. Nos permite moldear nuestras propias mentes y eso constituyó un factor crucial en el hecho de convertimos en humanos. Pero cada vez me he sentido más incómodo con eso y ahora tengo una visión diferente de lo que es la conciencia». Nick ha contribuido a la industria editorial sobre la conciencia con su History of the Mind. Su tesis es que la conciencia es una sensación, un sentimiento bruto, ni más ni menos: sensaciones de color, sensaciones de dolor, sensaciones de hambre, una experiencia preproposicional, no categorizada, sin elaborar. «Las sensaciones entran en la conciencia, no como acontecimientos que nos suceden, sino como actividades que nosotros mismos engendramos y en las que participamos: actividades que se repliegan sobre sí mismas para crear el momento denso del presente subjetivo», escribió.

Eso suena muy básico, dije. «Lo es», replicó Nick. ¿Y no estás abandonando la función social de la conciencia en los seres humanos? «No. Los seres humanos experimentan eso, no hay duda, y lo conocemos con el nombre de introspección. Es muy importante para el modo en que llevamos nuestras vidas y qué sentimos acerca de ellas. Pero, al restringir la conciencia al nivel cerebral tal como había hecho, excluía la mayor parte del resto del reino animal. Razonando como razono ahora que la sensación en el presente constituye la conciencia puedo devolver al redil a gran número de animales». Pregunté por qué quería hacerlo; una pregunta que, a todas luces, no era fácil de contestar. «Bueno, tenía el convencimiento de que no era cierto», empezó de modo defensivo. «De lo que había estado hablando era de la capacidad de reflexionar sobre un estado mental, no del propio estado mental. Cuanto más defendía la cuestión más miradas inexpresivas me ponían y, cada vez más, empecé a compartir esas miradas».

¿Estás afirmando que ahora consideras que el propio estado mental constituye la conciencia y que la capacidad para reflexionar sobre él es algo adicional, un nivel secundario de la conciencia que sólo los seres humanos experimentamos? «Sí, he llegado a esa conclusión», dijo Nick. «Cuanto más miras los animales, más difícil se hace negarles la sensación. Los animales saben en cierto nivel que sienten dolor; sólo que no son conscientes de ello en la forma en que lo somos nosotros. Es el presente lo que es crucial en la conciencia, no reflexionar sobre el pasado o el futuro». Al extender la conciencia a gran parte del resto del reino animal, estás haciendo que los seres humanos parezcan algo menos especiales, ¿verdad? «Sí, y creo que se está acumulando un fuerte impulso en esa dirección», dijo Nick. «La gente parece querer creer en una especie de continuidad entre nosotros y los demás animales. Eso no es negar que los seres humanos tengamos cualidades especiales. Las tenemos, pero también compartimos con ellos ese nivel básico de conciencia. Creo que el impulso por restablecer la continuidad es una reacción a la arrogancia de los especialistas en inteligencia artificial que afirman haber resuelto el problema de la conciencia en un nivel mecánico».

Pregunté si creía que un ordenador no tendría capacidad de sentir, aunque ejecutara programas que imitaran el pensamiento humano. «Las máquinas pensantes no son difíciles de construir», respondió Nick, «pero no son máquinas sensibles». Los superordenadores de hoy, sobre todo los grandes ordenadores en paralelo, que están un paso más cerca de la arquitectura del cerebro que los ordenadores en serie convencionales, son capaces de procesos de pensamiento muy respetables y poderosos. Pero eso no basta para engendrar sentimientos, sostiene Nick. «La razón por la cual los ordenadores no pueden sentir es que en ellos no hay lugar para sentir algo. Los ordenadores vienen en una caja, que no constituye un límite significativo para ellos. La caja en la que nosotros venimos es el límite de nuestra experiencia, y nuestras sensaciones son la experiencia de lo que está sucediendo en ese límite».

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Dos tesis sobre la conciencia; en realidad, dos formas muy diferentes de conciencia. La de Dan Dennett es un fenómeno computacional, de nivel superior. La de Nick Humphrey es una sensación básica, no computacional en esencia. Cuando los filósofos o los psicólogos hablan de conciencia saben siempre que, mirando por encima del hombro, está la comunidad de la inteligencia artificial. Mezcla de filósofos e ingenieros inspirados, enfocan la mente humana de un modo perfectamente resumido por la descripción que Marvin Minsky hace del cerebro humano: «Un ordenador hecho de carne».

Decir que el cerebro es una computadora es una verdad evidente porque, de modo incuestionable, lo que tiene lugar en él es computación. Pero, hasta la fecha, ningún ordenador hecho por el hombre iguala el cerebro humano, ya sea en capacidad o en diseño. Danny Hillis, la inspiración científica que se encuentra detrás del ordenador más avanzado del mundo, Connection Machine-5, describe su máquina como «de complejidad trivial comparado con el cerebro de una mosca». De todos modos, la pregunta puede seguir planteándose: ¿puede pensar un ordenador? Y, en última instancia, ¿puede un ordenador generar un nivel de conciencia como el que Dan Dannett o Nick Humphrey, o cualquier otro, tiene en mente?

En la ciencia de la inteligencia artificial es famoso el test de Turing, un Rubicón que separa la simple computación de la computación similar a la mente. Formulado en 1950 por el matemático británico Alan Turing, el reto es crear un sistema informático que pueda inducir a un interrogador a pensar que está teniendo un diálogo con otro ser humano, no con una máquina. Para los partidarios de la IA fuerte, un ordenador que pase semejante prueba no es sólo un modelo de la mente humana, sino que es mente humana en un sentido muy real. Según este punto de vista, la mente —es decir, la cognición y la conciencia— es el resultado de ejecutar el programa correcto, al margen de que el hardware esté formado de silicio o de membranas lipídicas.

Hasta ahora ningún ordenador ha pasado de algún modo convincente la prueba, aunque recientemente se han obtenido algunos éxitos limitados. Aun cuando un ordenador pasara la prueba, mucha gente seguiría sin quedar impresionada, aunque por diferentes motivos. «El test de Turing consagra la tentación de pensar que, si algo se comporta como si se dieran ciertos procesos mentales, debe darse realmente esos procesos», escribió no hace mucho John Searle en un artículo en Scientific American. Por ejemplo, el hecho de que el sistema informático Deep Thought pueda competir en ajedrez a un nivel de gran maestro no dice nada sobre la comprensión del juego del sistema. El ordenador obtiene su nivel competitivo de su capacidad para ejecutar 700 000 movimientos posibles por segundo, no gracias a la estrategia creativa. Deep Thought juega bien al ajedrez, pero no es un jugador de ajedrez.

Searle, filósofo de la Universidad de California, Berkeley, sugiere que los partidarios de la inteligencia artificial están persiguiendo sin querer una nueva forma de dualismo. «A menos que uno acepte la idea de que la mente es del todo independiente del cerebro o de cualquier otro sistema físicamente específico», escribió, «no puede esperar crear mentes sólo diseñando programas». Searle considera que tal empeño es fútil.

En el mismo número de Scientific American, Paul y Patricia Churchland, filósofos de la Universidad de California en San Diego, también rechazan el test de Turing por inadecuado para reconocer mentes, aunque por razones diferentes. Como Searle, sostienen que lo que sucede dentro del ordenador es un criterio importante de mente, pero dejan abierta la posibilidad de que algún día pueda construirse un ordenador similar a la mente. Eso exigiría un desplazamiento del proceso en serie convencional a las máquinas de proceso en paralelo. «La inteligencia artificial, en una máquina no biológica pero de funcionamiento masivo en paralelo, sigue siendo una perspectiva irresistible y discernible», escribieron.

El ataque más notorio y vigoroso a la escuela computación-igual-a-mente de la inteligencia artificial ha sido el reciente libro de Roger Penrose La nueva mente del emperador. «Pensé el título antes de escribir el libro», me dijo Roger cuando lo visité en su despacho del Instituto de Matemáticas, un edificio moderno en St. Giles, rodeado por las antiguas facultades de Oxford. «Luego descubrí que pocas personas entendían lo que quería decir con él, así que escribí una pequeña historia para arropar el libro».

La historia, ambientada en el futuro, trata de la presentación de un nuevo ordenador, tan poderoso que podría ejecutar los asuntos de Estado. Con 1017 «unidades lógicas», la máquina suplantará a cualquier cerebro o comité de cerebros humanos. En el momento de la inauguración, el diseñador jefe pregunta si alguien desea hacer una pregunta a esa mente última, a modo de iniciación. Un muchacho se levanta y pregunta: «¿Cómo se siente?». Hay mucha ironía implícita en esa pregunta tan ingenua, y el diseñador jefe informa que el ordenador no entiende lo que el muchacho quiere decir. «En la traducción francesa eso se perdió por completo, y el editor quiso cambiarle el título», dijo Roger. «La cuestión es que los partidarios de la IA se están engañando a sí mismos y a los demás cuando sostienen que computación y mente son lo mismo». ¿Estás diciendo que ninguna actividad mental es computacional?, pregunté. «No, algunas sin duda lo son. Pero cuando estamos hablando de conciencia y creatividad, la analogía computacional resulta inadecuada. Los algoritmos son inadecuados como medio de conseguir la conciencia y el pensamiento creativo».

Pregunté si las nuevas posibilidades computacionales abiertas por los computadores de proceso en paralelo masivo podrían acercarse a la creatividad y la conciencia. «No, no lo creo», contestó Roger. «Todavía estás hablando de algoritmos en el seno de las matemáticas tal como las conocemos, y lo que yo estoy buscando es algo fuera de eso». Raya en lo místico, ¿verdad?, pregunté. «Puede parecerlo y, tengo que admitirlo, a veces siento simpatía por las interpretaciones místicas. Pero, no, estoy buscando una nueva física cuántica de la mente».

La nueva mente del emperador es un tour de force de matemáticas, física y filosofía, un largo razonamiento sobre la inadecuación del modelo informático de la conciencia. No obstante, una razón por la que Roger se lanzó «allí donde los físicos matemáticos es probable que no se aventuren» surgió de su propia experiencia. Las ideas importantes se le han presentado a menudo completamente formadas, procedentes de un fermento cognitivo, y sólo es necesario pulirlas un poco. «Me da la impresión de que, cuando tengo una idea matemática, mi mente está estableciendo contacto con el mundo platónico de los conceptos matemáticos», explicó Roger. «Es como llegar al mundo ideal platónico y recuperar algo que ya existe. No parece un proceso algorítmico de descubrimiento. Parece algo bastante diferente y, por ahora, en mi opinión, no puede explicarse con nada de lo que hablan quienes se dedican a la inteligencia artificial. No es simple computación». Sentí, de nuevo, oír aquí los tambores de la emergencia, distantes pero claros.

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Se dice que la neurociencia está inundada de datos sobre lo que el cerebro hace, pero que está prácticamente desprovista de teorías sobre cómo funciona. Algunas descripciones globales de las propiedades del cerebro humano son instructivas. Por ejemplo, en el cerebro hay 10 000 millones de neuronas, cada una de las cuales, por término medio, tiene un millar de uniones con otras neuronas, lo cual da cien mil kilómetros de cables. La conectividad a esa escala está más allá de toda comprensión, pero no cabe duda de que es fundamental para la facultad del cerebro de generar la cognición. Aunque en un ordenador electrónico los sucesos individuales son un millón de veces más rápidos que en el cerebro, su conectividad masiva y el modo simultáneo de actividad permite a la biología superar a la tecnología en cuanto a velocidad. Por ejemplo, el ordenador más rápido realiza aproximadamente mil millones de operaciones por segundo, que se vuelven insignificantes junto a los 100.000 millones de operaciones que tienen lugar en el cerebro de una mosca en reposo.

La magia de todo esto es que, si bien ninguna neurona individual es consciente, el cerebro humano en su conjunto sí que lo es y genera los saltos de percepción intuitiva que tanto impresionan a Penrose y otros. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo se transforman en cascadas de cognición las simples señales eléctricas a lo largo de las membranas celulares individuales? ¿Cómo están ensamblados los miles de millones de neuronas individuales en un cerebro, la sede de la mente?

Patricia Churchland, filósofa, decidió hace algunos años que si tenía que comprender cómo funciona la mente, necesitaba saber algo de neurobiología. Ni la filosofía por sí sola ni la neurobiología por sí sola podían prometer una respuesta, creía. Su libro de 1986 Neurophilosophy constituyó la primera piedra de la vinculación entre las dos disciplinas. La segunda ha sido su libro de 1992, The Computational Brain, coescrito junto a Terrence Sejnowski. «Nos conocimos en un congreso científico en Berlín y, tras asistir en grupo a un concierto en la Sala Filarmónica, fuimos a un restaurante local a hablar sobre la conciencia. De forma muy apropiada, se llamaba Café Einstein».

¿Es razonable concebir el cerebro humano como un sistema dinámico complejo?, pregunté. «Eso es a todas luces cierto», respondió rápidamente. «Pero ¿y qué? ¿Cuál es después tu programa de investigación?». Pat combina una apreciación de la función del cerebro en su conjunto con un examen de la mecánica de sus sistemas individuales internos. «La naturaleza no es un ingeniero inteligente», continuó. «No empieza de cero cada vez que quiere construir un sistema nuevo, sino que tiene que trabajar con lo que ya hay». Ésa es la noción de François Jacob de la evolución como bricolaje, haciendo remiendos con lo que tiene a mano, ¿no es cierto? «Sí, y el resultado es un sistema que ningún ingeniero humano habría podido diseñar, pero asombrosamente poderoso, eficaz en términos de energía y brillante en términos computacionales».

«Es también una maravilla de miniaturización. Los sistemas nerviosos son fruto de la evolución, y eso dificulta a los neurobiólogos y, en especial, a quienes trabajan en la IA, buscar el diagrama de cables y descubrir lo que está ocurriendo». ¿Por qué a quienes trabajan en la inteligencia artificial en especial?, pregunté. «Porque tienden a enfocar el problema dentro del marco de la ingeniería eléctrica y con prejuicios sobre el modo en que creen que los cerebros deberían procesar la información, en lugar de averiguar cómo lo hacen».

Hay una tendencia cada vez mayor entre los investigadores de la inteligencia artificial a desplazarse de los ordenadores convencionales de proceso en serie a las máquinas de proceso en paralelo, cosa que Pat aplaude. «Es obvio que es la dirección que hay que tomar», dice. «El sistema nervioso es un instrumento de proceso en paralelo, lo cual da lugar a varias propiedades interesantes. Para empezar, las señales se procesan en muchas redes de forma simultánea. Luego, las neuronas son en sí mismas pequeños ordenadores analógicos muy complejos. Por último, las interacciones entre neuronas son no lineales y modificables. Las redes neuronales reales son sistemas dinámicos no lineales y por ello pueden emerger nuevas propiedades en el nivel de la red». Por lo tanto, ¿puedes describir el resultado como una propiedad emergente? «Exacto. Cuando piensas en la actividad del cerebro debes tener en cuenta propiedades emergentes en niveles superiores que dependen de fenómenos de nivel inferior en el sistema».

Expliqué los principios de la nueva ciencia de la complejidad, la importancia de la emergencia a partir de los sistemas dinámicos, la noción contraintuitiva de la cristalización del orden a partir de las redes complejas, el poder de procesamiento de información en el límite del caos. «La idea de Stuart Kauffman del orden innato en las redes tiene un aire correcto en algunos aspectos de la operación del cerebro», respondió Pat. «Pero, de nuevo, te enfrentas a la pregunta: ¿qué clase de investigación haces luego? Prefiero tomar una vía por el nivel más básico. Las teorías tienen que ser comprobables, y la comprobabilidad es más factible de ese modo».

¿Y qué hay de la noción del límite del caos?, pregunté.

FIGURA 8.

Niveles estructurales en la organización del sistema nervioso, un reflejo de los sistemas jerárquicos que pueden subyacer a la generación de funciones cognitivas superiores, incluyendo la conciencia.

Cortesía de Patricia Churchland y Terrence Sejnowski.

«Sí, podría haber algo en eso. Podría proporcionar un marco que nos permitiera enfrentamos con algunos enigmas de las funciones superiores. Pero antes de enfrentamos a la neurobiología de la creatividad y la impredictibilidad, necesitamos comprender la precisión y predictibilidad del sistema nervioso. ¿Cómo consigue una lechuza atrapar con tanta frecuencia un ratón que huye? ¿Cómo suelo arreglármelas para decir lo que quiero? Estas hazañas del sistema nervioso indican que hay una precisión, una adaptabilidad y una predictibilidad tremendas. Mi corazonada particular es que los problemas muy complejos pueden enfocarse mejor después de tener a mano las soluciones de problemas menos complejos: como en física, que te quedas irremediablemente atascado si insistes en comprender la turbulencia antes de comprender cómo rueda una pelota por un plano inclinado».

También yo sentía que, al menos en el nivel de la analogía, el límite del caos tenía mucho sentido: un sistema preparado para responder, empujado a la actividad creadora por simples perturbaciones. Pero, sí, ¿cómo se pasa de la analogía fructífera a los experimentos prácticos?

«Me gustaría volver a algo que estaba diciendo sobre la redes», dijo Pat. «Te dará alguna idea de a qué nos enfrentamos». Describió una red de neuronas famosa en la actualidad entre los neurobiólogos, el ganglio estomatogástrico de la langosta. El ganglio, que contiene unas veintiocho neuronas, dirige el movimiento muscular rítmico del sistema gástrico del animal. Alien Selverston, de la Universidad de California, San Diego, ha llevado a cabo un heroico estudio del ganglio. «Se sabe muchísimo de la anatomía general, las conexiones de las redes», explicó Pat. «Sabemos qué neuronas se comunican con otras, y con qué efecto. Pero, incluso con toda esa información, una descripción muy abundante de la red, seguimos sin comprender cómo produce el resultado rítmico que vemos. El mensaje es que los detalles del sistema son necesarios si queremos comprender su actividad, pero a todas luces no son suficientes».

Se me ocurrió una analogía. Ya sabes que, aun con la secuencia completa de ADN de un organismo, los biólogos moleculares son incapaces de deducir cómo se ensambla un organismo durante su desarrollo, dije. Se necesita algo más. (Estaba pensando en el enfoque holístico del desarrollo de Brian Goodwin). Así que, de la misma manera, aun cuando dispusieras del diagrama completo de los cables del cerebro humano, seguirías siendo incapaz de decir cómo surgen de él los procesos cognitivos, ¿no? «Tienes razón. No basta con conocer la microarquitectura. También tenemos que comprender las propiedades de la red que surgen de la microarquitectura y, por ahora, eso no es en absoluto evidente». Ése, dijo Pat, es el mensaje de su nuevo libro.

A continuación, hablamos de las misteriosas cualidades que posee en el plano subjetivo la conciencia. Ni siquiera una comprensión del problema podría eliminar eso, acordamos, y, en cualquier caso, tener una experiencia del azul es completamente diferente de conocer los mecanismos cerebrales de esa experiencia. A continuación en tono especulativo, Pat dijo: «Hacemos nuestra investigación como si el materialismo fuera un hecho probado, pero por supuesto no lo es». ¿Quieres decir que el dualismo cartesiano podría ser verdad? «Quiero decir que no podemos pretender haberlo descartado. El problema mente-cuerpo ha sido un misterio durante tanto tiempo que puedes comprender el atractivo de la idea de que hay realmente algo más allá de lo que sabemos sobre la física y la química del cerebro, o incluso de lo que podemos saber. No creo ni por un instante que pueda haber de verdad un alma no física, pero también me doy cuenta de que tenemos muchísimo que aprender sobre cómo funciona el cerebro».

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Colin McGinn, filósofo británico de la Universidad de Rutgers, es uno de los estudiosos más consistentes en el tratamiento de la misteriosa naturaleza de la conciencia. Sin embargo, su enfoque es inusual. «El misterio es real», me dijo, «pero no estoy afirmando que exista algo mágico en la conciencia. Soy tan materialista como el que más. Lo que sostengo es que una comprensión de la conciencia está más allá del alcance de la mente humana, que cognitivamente no estamos equipados para comprender el modo en que comprendemos otros fenómenos que experimentamos en el mundo físico».

El razonamiento de Colin está basado en lo que llama realismo biológico. En palabras sencillas, dice lo siguiente: del mismo modo que el cerebro de una ostra está limitado en cuanto a lo que puede abarcar, también lo está el de una rata, un mono y un ser humano. «Los seres humanos no tienen garantizada la apertura cognitiva completa, y no cabría esperarla», me dijo. «La profunda sensación de misterio que experimentamos en relación con la conciencia debería al menos animarnos a explorar la posibilidad de que su comprensión nos esté sencillamente vedada». Los seres humanos están preparados para representar un mundo espacial, explicó Colin. Debido a que la conciencia es en esencia una experiencia subjetiva, nuestros sentidos analíticos, que tienen éxito a la hora de explorar el resto del mundo natural, fracasan a la hora de abarcarla.

«Puedes analizar la estructura y la función del cerebro del mismo modo en que analizamos otros fenómenos», dijo Colin, «pero la información obtenida habla de células y circuitos nerviosos. De modo alternativo, puedes pensar la conciencia en tanto que experiencia subjetiva. Y lo que descubres es que las dos facetas de la investigación no se encuentran nunca y, según creo, nunca lo harán». Pregunté a Colin si estaba diciendo que la conciencia se generaba al margen de la física y la química que conocemos, algo al estilo del razonamiento de Roger Penrose. «No, como digo, soy tan materialista como el que más. No hay nada misterioso en la física y la química que subyacen a la conciencia. Nuestro problema es que el fenómeno que surge de esa química y esa física —la conciencia— no es asequible a la clase de pensamiento analítico de que somos capaces los seres humanos».

Dan Dennett se muestra muy despectivo en relación con esta línea de razonamiento. «Creo que es objetable», me dijo. «Está adornada con un tinte pseudobiológico al decir que la ostra y la hormiga tienen limitaciones y que, por lo tanto, también debemos de tenerlas nosotros. El lenguaje transforma tanto nuestras mentes que estamos en una escala diferente». El motivo de la línea de razonamiento de Colin, insinúa Dan, es «construir una línea Marginot alrededor de la mente de modo que los científicos no puedan entrar». Su indignación es apenas contenible. «Es una doctrina religiosa», acabó burlándose.

«La posición de Dan es una gran muestra de dogmatismo», me dijo Colin. «Mi razonamiento es la forma más fuerte de naturalismo que puedas imaginar. Lo que estoy diciendo, y lo que dijo Chomsky durante mucho tiempo, es que tenemos que ser naturalistas primero respecto a nuestras capacidades cognitivas». Colin sostiene que nos resulta fácil aceptar que, a diferencia de algunas otras criaturas, los humanos no podemos ver la luz ultravioleta debido a simples razones biológicas. Los humanos no podemos oír ultrasonidos, mientras que algunas otras criaturas sí, de nuevo por simples razones biológicas. ¿Así que por qué se espera que los humanos seamos capaces de comprender todo fenómeno surgido del cerebro? «Cuando digo que la conciencia es un misterio, estoy haciendo una afirmación naturalista sobre las capacidades cognitivas humanas, no sobre cualquier cualidad mística de la propia conciencia. La conciencia puede ser una característica biológica bastante sencilla, como la digestión».

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«Por supuesto que la conciencia parece misteriosa, pero ése es sólo el elemento subjetivo que experimentamos los humanos», dijo Norman Packard. Estábamos hablando en los despachos de Santa Fe de la Prediction Company, donde, en varias habitaciones vecinas al lugar lleno de luz de la parte posterior del edificio en que nos hallábamos, algoritmos secretos exploraban en poderosos ordenadores los misterios de los mercados financieros. «Pero no creo que sea un misterio en ningún sentido importante, en nuestro apremio por intentar comprenderlo».

Por entonces ya me había formado una imagen de la conciencia como el mayor reto intelectual con que se enfrentaba la nueva ciencia de la complejidad, un fenómeno de propiedades mercuriales. William James, en Principies of Psychology (1890), escribió: «Cuando adoptamos […] una visión general del maravilloso flujo de nuestra conciencia, lo que nos sorprende en primer lugar es el diferente ritmo de sus partes. Como en la vida de un pájaro, parece estar hecha de una alternancia de vuelos y reposos». En su búsqueda por comprender la conciencia, los investigadores modernos no se ponen al parecer de acuerdo sobre la dirección en que está volando el pájaro, dónde podría posarse y ni siquiera sobre la naturaleza del pájaro. Un verdadero misterio.

Deseaba, por último, descubrir qué podría aportar de único la ciencia de la complejidad a esta búsqueda. Había oído que en una reunión anterior del Instituto de Santa Fe en la que se exploró el ámbito de sus investigaciones, la gente se arredró ante el reto de la conciencia. Philip Anderson había provocado varias veces a los presentes con la pregunta: «¿Y qué hay de la palabra “C”?». Nadie había aceptado el envite. Me parecía, tras mi odisea a través de todos los patrones de la naturaleza, que había una prometedora línea en este contexto: la de la tendencia de los sistemas complejos adaptativos hacia el procesamiento de información. También recordaba que en la reunión sobre progreso evolutivo en el Museo Field de Chicago, Francisco Ayala había descrito la conciencia humana como «el clímax de un tipo de progreso, el del procesamiento de información».

Le pregunté a Norman si pensaba que su intuición era válida. «Completamente», contestó. «La idea es algo natural. En la evolución de la biosfera ves computación y procesamiento de información que tienen lugar en diferentes niveles y diferentes lugares. Tienes procesamiento de información en el interior de los organismos, en el interior de las células de los organismos y en el interior de unidades compuestas de muchos organismos». ¿Como en las colonias de hormigas, quieres decir? «Sí, y en las colonias de otros insectos sociales. Y, por supuesto, en la sociedad humana».

¿De qué clase de información estamos hablando aquí?, pregunté. «Datos sensoriales brutos, que son procesados en forma de algún tipo de representación del mundo». Pero eso sin duda no tiene que aparecer en el nivel de conciencia para que el organismo sea capaz de operar, ¿no? Los organismos procesarían este tipo de información como autómatas eficientes. «Eso es, ¿pero no crees que tu impresión del mundo, por medio de la autoconciencia, influye en cómo piensas que otros animales experimentan sus mundos? Creo que tienen un nivel de conciencia que no es necesariamente tan agudo como el nuestro, debido a este fenómeno adicional de la autoconciencia. La conciencia no es un fenómeno binario, de sí o no. Tiene grados».

De acuerdo, dije, ¿puede la ciencia de la complejidad aportar algo único al estudio de la conciencia? «En última instancia, sí. Tal como la concibo, la ciencia está relacionada con el procesamiento de información en toda la biosfera; el procesamiento de información es central para el modo en que la biosfera evoluciona y opera. La conciencia es sólo una parte de ese rompecabezas mucho más grande, y es importante recordarlo. La mayoría de estudios sobre la conciencia se centran sólo en el propio fenómeno, y eso es solipsista. No estoy diciendo que no sea válido, pero me has preguntado qué contribución única podía aportar a la empresa la ciencia de la complejidad, y es situar la conciencia dentro del rompecabezas más amplio que representa el procesamiento de información en la biosfera».

Tengo que admitir que no esperaba esa vigorosa línea de argumentación de Norman. Había sacado el tema antes con Chris Langton, Stu Kauffman y otros, y había entrevisto razonamientos de que, en principio, la ciencia de la complejidad tiene que enfrentarse de algún modo a la conciencia, pero poco más. Norman parecía dispuesto a ir más allá. Con un modo de hablar sosegado, determinado, frecuentemente interrumpido por largas y reflexivas pausas, Norman da la impresión de mirar al futuro a través de una ventana, una vista que no está al alcance de todos.

Eso suena impresionante, dije, pero ¿puedes hacer que toque el suelo de un modo práctico? «Oh, supongo que sí», respondió Norman. «Los modelos evolutivos simples como los que tenemos entre manos acabarán desarrollando un comportamiento lo bastante rico como para ver emerger alguna clase de conciencia». ¿Estás diciendo que tu modelo informático, una forma de vida artificial, desarrollará conciencia? «Estoy diciendo que el nivel de procesamiento de información del sistema evolucionará hacia lo que llamaríamos conciencia, que los organismos alcanzarán un punto donde procesarán información por sí mismos, y serán conscientes». ¿La vida artificial, volviéndose consciente de sí misma? «Sí».

Norman describe su sistema informático actual como de lo más simple, ya que había empezado con organismos «estúpidos» que «iban dando tumbos para conseguir comida trabajosamente». Sin embargo, a medida que el programa evolucionó, los organismos mejoraron, se volvieron más eficaces en la consecución de alimento e incluso apareció el sexo. «El sexo es una interacción tan complicada como cualquier otra», dijo Norman. «Pero es un principio. No me cabe la menor duda de que la mejora de comportamiento que he visto a través de la evolución representa estrategias de procesamiento de información mejoradas. Un día desarrollarán algún tipo de conciencia. Estoy seguro». ¿Pero cómo lo sabrás?, pregunté. Hubo una pausa más larga de lo normal. «Sus cerebros son simples y su mundo es diferente del mío, así que no lo sé, será difícil».

Otra pausa. «Si nos ponemos así, yo sé que soy consciente, pero no sé si tú lo eres».