Este verano se cumplieron treinta años desde la publicación de Comprender los medios de comunicación de Herbert Marshall McLuhan. A los pocos meses la obra había alcanzado la categoría de Escritura Sagrada y hecho de su autor el primer oráculo de su tiempo. Rara vez, que se recuerde, tan oscuro pensador había llegado de manera tan repentina y desde tan lejano rincón hasta el centro del círculo de los famosos, pero McLuhan aceptó esta transformación como si no tuviera nada de extraordinaria, como una prueba inevitable y nada sorprendente de las hipótesis que había elaborado en la biblioteca de la Universidad de Toronto. Canadiense de nacimiento y profesor de literatura inglesa, tenía entonces cincuenta y dos años. Tan enigmático como inquieto, tenía todo el aspecto de alguien convencido de que el cometido de los profetas consiste en dar noticias proféticas, y si él había escudriñado las brumas del porvenir y augurado el óbito de la palabra impresa, pues, no había hecho sino darse cuenta de algo a la vez obvio y seguro.
Su libro introdujo en la lengua el empleo actual del concepto de medios de comunicación y otros preceptos como «aldea global» y «Edad de la Información», que desde entonces se han convertido en tópicos. En otoño de 1965, Comprender los medios de comunicación hizo que el New York Herald Tribune, hablando en nombre de la mayoría de la opinión informada del momento, proclamara a su autor «el pensador más importante desde Newton, Darwin, Freud, Einstein y Pavlov». Durante los cuatro o cinco años siguientes, McLuhan recorrió los programas de entrevistas de la televisión y el circuito de conferencias empresariales, asombrando al público con un personaje que, en palabras de Tom Wolfe, combinaba «el carisma del arúspice y el convencimiento irresistible del monomaníaco». Woody Allen lo colocó en el plató de Annie Hall, y artistas tan conocidos como Andy Warhol y Robert Rauschenberg lo nombraron musa honoraria. En publicaciones tan distintas como Newsweek y Partisan Review, los sabihondos de la casa pronto se dieron cuenta de que, enfrentados a un conjunto de circunstancias inconexas, siempre podían solventar su confusión recurriendo al calificativo de «macluhanesco». Incluso después de haberse convertido en epónimo, el sabio del norte retuvo su carácter de profesor distraído, de aspecto serio aunque amable, desordenado, vestido de forma estrambótica y convencido de que el mundo entero podía caber en el baúl de sus hipótesis. Ofrecía a audiencias jóvenes y adultas, de ejecutivos de aseguradoras o de músicos en camino de Woodstock, los beneficios de délficos aforismos:
«La luz eléctrica es información pura.»
«Estamos saliendo de la edad de lo visual y entrando en la edad de lo auditivo y de lo táctil.»
«Somos como la pantalla de la televisión… Llevamos a toda la humanidad como nuestra piel.»
Pero, incluso cuando McLuhan estaba en el cenit de su fama, pocos de los que comentaban sus escritos comprendían del todo lo que quería decir. Intuían haber dado con algo importante, pero en su gran mayoría lo interpretaban como si intentara vender la teoría de las comunicaciones y aplicaron sus teorías para fines propios. McLuhan había calificado la imprenta de medio caliente y la televisión de medio frío y, aunque ni un solo crítico entre quinientos estuviera completamente seguro de lo que quería decir con esta distinción, sus palabras sirvieron para justificar desde una campaña de publicidad de 40 millones de dólares hasta una novela que carecía tanto de protagonista como de trama, pasando por una escultura hecha con neumáticos viejos.
Las alarmas y las digresiones asociadas con Comprender los medios de comunicación no sobrevivieron a la muerte de McLuhan (en Nochevieja de 1980 a la edad de sesenta y nueve años) y, como tal vez era de esperar por parte de artesanos que seguían trabajando en un medio que el difunto había considerado obsoleto, las necrológicas no fueron precisamente admirativas. La opinión informada había pasado a otras cosas, y el nombre y la reputación de McLuhan fueron relegados al desván junto con el resto de la sensibilidad (sandalias, Sgt. Pepper, Woodstock, la guerra del Vietnam) que encamaba las fallidas esperanzas de una década desprestigiada.
El juicio estuvo mal programado. Gran parte de lo que McLuhan tenía que decir cobra mucho más sentido en 1994 del que tenía en 1964 y, mientras sus obras permanecían en la sombra, sus implicaciones más profundas empezaban a manifestarse en la MTV, el Internet, la imagen política de Ronald Reagan, la recuperación de Richard Nixon, las empresas de compras por televisión y de correo electrónico, tecnologías que McLuhan había intuido pero que no vivió para ver moldeadas en silicio o vidrio.
A pesar de su título, este libro nunca ha sido fácil de entender. Alternativamente brillante y opaco, el pensamiento de McLuhan cumple las especificaciones de la epistemología que imputa a los medios electrónicos: es no lineal, repetitivo, obra más por argumentación analógica que secuencial. Partiendo de las premisas de que «nos convertimos en lo que contemplamos» y de que «modelamos nuestras herramientas y luego éstas nos modelan a nosotros», McLuhan examina los mandatos dictatoriales de dos revoluciones tecnológicas que derrocaron sendos órdenes políticos y estéticos establecidos: la invención de la imprenta con tipo móvil, a mediados del siglo XV, que animó a la gente a pensar siguiendo líneas rectas y a ordenar sus percepciones del mundo en formas compatibles con el orden visual de la página impresa; y, desde finales del siglo XIX, las nuevas aplicaciones de la electricidad (el telégrafo, el teléfono, la televisión, los ordenadores, etc.), que enseñaron a la gente a reordenar sus percepciones del mundo en formas compatibles con el protocolo del ciberespacio. El contenido sigue a la forma, y las tecnologías incipientes dieron lugar a nuevas estructuras de pensamiento y sentimiento.
Tras formular su declaración, McLuhan sigue adelante en una serie de variaciones para toda la orquesta de las emociones humanas, y los títulos de sus capítulos (El amante de juguete: Narciso como narcosis; La máquina de escribir: En la edad del capricho de hierro; El armamento: La guerra de los iconos; La fotografía: El burdel sin muros) dan testimonio tanto del tono de su retórica como del alcance de sus ambiciones. Hay que acostumbrarse a su vocabulario (la escritura es visual; la televisión es auditiva y táctil) y muchos de los conceptos que maneja libremente desde las primeras páginas, como si todo el mundo supiera ya lo que quiere decir, no se molesta en explicarlos hasta las últimas páginas, a menudo de pasada o como si se le acabase de ocurrir. No es hasta la página 305 que sugiere que el contenido de cualquier medio siempre es otro medio: «El contenido de la prensa es la declaración literaria, así como el contenido del libro es el discurso, y el del cine, la novela»; y es en el último capítulo que esclarece su empleo de la expresión «medios de comunicación de masas» diciendo que «la expresión se refiere no al tamaño de las audiencias, sino al hecho de que todo el mundo se ve implicado en ellos al mismo tiempo».
Algunas de sus variaciones resultan más creíbles que otras, aunque he descubierto que, haciendo una lista de los motivos que se pasean por sus escritos como homéricos epítetos, puede formularse su dialéctica como un conjunto de antónimos. Los significados de la columna de la izquierda, McLuhan los relaciona con el dominio de la palabra impresa durante los cuatro siglos transcurridos entre el invento de Gutenberg de la imprenta con tipo móvil y el de Edison de la luz eléctrica; los significados de la columna de la derecha se asocian con la sensibilidad que ahora se denomina posmoderna.
Imprenta | Medios electrónicos |
visual | táctil |
mecánico | orgánico |
secuencia | simultaneidad |
composición | improvisación |
ojo | oído |
activo | reactivo |
expansión | contracción |
completo | incompleto |
soliloquio | coro |
clasificación | reconocimiento de patrones |
centro | margen |
continuo | discontinuo |
sintaxis | mosaico |
expresión de la propia personalidad | terapia de grupo |
hombre tipográfico | hombre gráfico |
A la semana de publicarse Comprender los medios de comunicación, los guardianes del orden literario establecido de Toronto y de Nueva York percibieron en la columna de la derecha los presagios de su propio fin y no tardaron en descubrir los fallos de lo que los más desdeñosos McLuhan se refería a los medios de comunicación como «agentes que hacen que algo suceda» y no como «agentes que conciencian», como sistemas similares a las carreteras y los canales y no como preciosas obras de arte o inspiradores modelos de conducta; una y otra vez recuerda a sus lectores que sus proposiciones deben tomarse más como un tropo literario que como una teoría científica. Su método es el del profesor de lengua buen conocedor de las bibliotecas y muy familiarizado con el aparato académico de las disciplinas humanísticas. Disfrutando con cultos juegos de palabras, nombra constantemente como fuentes a los ídolos de la Edad de la Imprenta y cita a conciencia las novelas de James Joyee, sobre todo Fínnegans Wake, los poemas de T. S. Elliot y de William Blake y las cartas de John Ruskin.
A menudo se vale de las citas para burlarse de la élite literaria que sigue convencida de que todo iría bien con tal de que los canales de televisión mejorasen y corrigiesen el tono vulgar de sus programas, y le encanta equiparar a sus críticos con los eruditos de finales del siglo XVI que despotricaban contra la tipografía de Gutenberg por precursora de anarquía intelectual y «del fin de la civilización tal y como la conocemos», es decir, una tradición oral basada en iluminados manuscritos conservados bajo las bóvedas de algunos monasterios. Así como el advenimiento de la imprenta puso los medios de comunicación en manos de muchísimas personas de las que antes se presuponía que no tenían nada que decir (y que dio lugar a una emocionante avalancha de obras de Rabelais, Cervantes y Shakespeare, entre otros), la gran difusión de los medios electrónicos posibilita la correspondencia de muchísimas más personas presuntamente incultas, y McLuhan sugiere que, tanto en el siglo XX como en el XVI, el hombre alfabetizado, «ignorando escrupulosamente lo que sucede, prefiere ver y alarmarse a señalar con orgullo». Demuestra poca simpatía o paciencia hacia los que defienden posiciones ya perdidas, y a los más pomposos miembros de la academia literaria (los que restaurarían la República de las Letras como si de un Williamsburg[1] colonial se tratase) los obsequia con un sarcástico sentido del humor: «durante muchos años vengo observando que los moralistas suelen sustituir la ira por la percepción».
Su ironía se dirige a la superficialidad de las críticas que durante treinta años se han dirigido a los medios electrónicos, y, al leer este libro, recordé algunas de mis propias declaraciones irrelevantes acerca de la banalidad de los culebrones o de la absurdidad del telediario de las nueve. Pensé que mis declaraciones eran ingeniosas o al menos, válidas, hasta que tuve que escribir el guión de una historia televisiva del siglo XX de seis horas de duración; en el proceso, descubrí lo que McLuhan quería decir con la expresión «el medio es el mensaje». Al disponer de setenta y ocho segundos y de cuarenta y tres palabras para explicar los orígenes de la segunda guerra mundial y proporcionar una transición entre la Conferencia de Munich en septiembre de 1938 y la invasión alemana de Polonia en septiembre de 1939, comprendí que la televisión no es narrativa, que se parece más a la poesía simbolista o a la pintura puntillista de George Seurat, que a cualquier cosa que pudiera concebir un escritor de novelas o de ensayos, un historiador, o incluso un redactor de editoriales en la prensa.
Comprender los medios de comunicación confirma mi propia experiencia en ambos lados de la cámara de televisión y lo considero como un libro que el lector puede abrir casi al azar y tomar de él lo que le apetezca descubrir. Algunas de las observaciones de McLuhan no llevan a ninguna parte; otras se merecerían un mínimo de cincuenta páginas de comentarios adicionales y me sorprende que durante estos últimos treinta años y a pesar de las constantes y obsesivas referencias a los medios —su ubicuidad y maldad inherente— tan pocos críticos hayan tenido en cuenta la teoría general de Mcluhan. Su presciencia fue extraordinaria, y los acontecimientos de los últimos treinta años han demostrado más a menudo lo acertado que estaba que no lo contrario. Sus hipótesis anuncian con veinte años de antelación la disolución de las fronteras internacionales y el colapso de la Guerra Fría. Da por supuesta la inevitable reordenación de los planes de estudios superiores bajo encabezamientos que ahora llamamos «multiculturalismo» y sabe que, a medida que los bienes vayan adquiriendo «cada vez más un carácter de información», la acumulación de riqueza pasará a depender de la denominación de las cosas y no de su fabricación. Al reconocer la ingravidez y el carácter autosuficiente de los medios electrónicos, así como la supremacía del logotipo empresarial o de los índices de audiencia, McLuhan describe un mundo en el que la gente pasa la mayor parte de su vida dentro de los espacios cerrados y mediados en los que impera la ley de las imágenes. Como suele hacer, expresa mejor las ideas clave en apartados conversacionales mientras parece hablar de otra cosa:
Viajar difiere poco de ir al cine o de hojear una revista. […] La gente nunca llega a ningún lugar nuevo. Pueden conocer Shanghai, Berlín o Venecia en un «viaje empaquetado» que ni siquiera tienen que abrir. […] Así, el mundo se ha convertido en una especie de museo de objetos que uno ya ha encontrado en otro medio.
Considérese la tecnología, según Max Frisch, como «el truco que consiste en organizar el mundo de modo que no tengamos que experimentarlo» y la referencia de McLuhan al museo explica no sólo la fortuna de Ralph Lauren y la presencia de Bill Clinton en la Casa Blanca, sino también el estado de abandono en que los Estados Unidos han dejado que cayeran sus carreteras, sus ferrocarriles y sus ciudades. Si los medios de comunicación no son sino formas de almacenar y transportar la información y si, al asumir un carácter de información, los bienes pueden moverse mediante fibra óptica, aparatos de fax y cajeros automáticos, ¿por qué molestarse en mantener una infraestructura orientada a las necesidades de la Europa medieval o de la Roma antigua? En casi cada página de Comprender los medios de comunicación, McLuhan inicia líneas de especulación igual de prometedoras; y, aunque siento la tentación de seguir al menos cinco o seis de ellas, y en particular la que atribuye la existencia misma de la Alemania nazi a la compenetración del medio radiofónico con la personalidad política de Hitler (personalidad que habría fracasado estrepitosamente en la televisión), sólo dispongo de espacio suficiente para referirme a su observación respecto a la preocupación de los medios por lo que nuestras críticos más eminentes siguen deplorando como «malas noticias».
En ningún otro lugar he encontrado más sucinta respuesta a los continuos lamentos acerca de la perversidad de la prensa amarilla. En efecto, McLuhan observa, acertadamente, que son las malas noticias —escándalos sexuales, catástrofes naturales y muertes violentas— las que venden las buenas, es decir, la publicidad. Las malas noticias son el reclamo con que se atrae a los bobos. Como ilustraciones en un manual de quinto curso de básica, las secuencias emitidas por la CBS o la CNN nos enseñan el catecismo del siglo XX: en primer lugar, arriba de todo, el admonitorio desfile de cadáveres en bolsas de plástico que se cargan en ambulaucias de Brooklyn o del sur de Miami; en segundo lugar, el infierno del incendio de un bloque de pisos o de unos almacenes en llamas; en tercer lugar, una siniestra procesión de criminales detenidos por atraco o asesinato, a los que llevan encadenados. Después de dejar bien clara la lección del día, la cámara vuelve con alegría a la sonriente locutora y luego, con su amable permiso, a los anticipos del paraíso patrocinados por Delta Airlines, Calvin Klein o la aseguradora State Farm Insurance. La homilía resulta tan evidente como una obra de teatro moralizante de la Edad Media o las manchas de sangre en el traje Armani de Don Johnson: «Respeta la ley, paga tus impuestos y sé educado con los agentes de policía e irás a las Islas Virgen pagando con tarjeta American Express. Viola la ley, olvídate de pagar tu cuota de la seguridad social, sé grosero con los agentes de policía y acabarás en una bolsa para cadáveres en el hospital del condado».
El negocio de los medios de comunicación de masas consiste en vender productos, tanto propios como de sus clientes, y los críticos que se quejan de la constante exhibición de violencia no han reparado en la similitud con el negocio de la cocaína. Las malas noticias implican la participación del espectador en lo que McLuhan identificó como una emergencia colectiva de intensa conciencia («un proceso que hace que los contenidos del artículo parezcan más bien secundarios»), y lo preparan para las «buenas noticias», producidas con muchísimo más dinero.
Un anuncio televisivo de treinta segundos puede alcanzar un precio de hasta quinientos mil dólares y sus costes pueden superar el millón: en la revista Time, un anuncio en color a toda página se vende por unos ciento veinticinco mil dólares aproximadamente (importe equivalente al salario anual de los primeros redactores de dicha revista) y McLuhan acierta al establecer el orden de prioridad cuando dice que, un día, unos historiadores o arqueólogos descubrirán que la publicidad del siglo XX (como las vidrieras de las catedrales góticas) ofrece «el reflejo más rico y fiel que una sociedad haya hecho nunca de todas sus actividades».
McLuhan desarrolló su dialéctica durante los veinte años en que enseñó lo que se conocía como «cultura pop[2]» en una sucesión de universidades de provincias en Canadá y los Estados Unidos; a medida que iba comprendiendo cada vez mejor los efectos psicológicos de los medios electrónicos, y, en particular, de su tendencia a comprimir —y a disolver— las dimensiones del tiempo y del espacio, empezó a postular la existencia de un espíritu mundial. En sus momentos más trascendentes y optimistas, se deja llevar por un misticismo utópico basado en su lectura de G. K. Chesterton y en su conversión al catolicismo a los veintitantos años de edad. Convencido de que es la gramática de la imprenta lo que divide a la humanidad en facciones aisladas, con intereses egoístamente definidos, de castas, nacionalidades y provincias de sentimientos, McLuhan cree también que la unificación de las redes electrónicas de comunicación podría devolver a la humanidad un estado de bienaventuranza no muy distinto del que se dice que existió en el Jardín del Edén. De vez en cuando, tenía visiones bíblicas en el desierto:
Si la obra de la ciudad consiste en rehacer o transformar al hombre en una forma más conveniente que la que lograron sus antepasados nómadas, entonces, la actual transformación de toda nuestra vida en la forma espiritual de la información ¿no estaría convirtiendo el globo entero, y a la familia humana, en una única conciencia?
O bien, al contar la parábola del ejecutivo de una línea aérea que levanta un pequeño monumento con piedrecitas recogidas en todo el mundo, McLuhan convierte su escrito en una lección sobre la humanidad que vuelve a casa desde el exilio al que la condenaron Johann Gutenberg y los humanistas del Renacimiento italiano:
Cuando le preguntaron [al ejecutivo de la línea aérea]: «¿Y, qué?», dijo que, gracias al avión, uno podía tocar al mundo entero en un mismo lugar. En efecto, había dado con el principio icónico, o mosaico, del toque y de la interacción simultáneos, inherente a la implosiva velocidad del avión. Este mismo principio de mosaico implosivo es incluso más característico en cualquier tipo de movimiento eléctrico de información.
Es este componente místico en el pensamiento de McLuhan lo que últimamente ha reanimado su reputación entre los más visionarios promotores de la «superautopista de la información» y del Internet. Tratan temas igualmente trascendentales las revistas especializadas en los asuntos del ciberespacio (Wired o The Whole Earth Reviewy); los autores de los artículos principales hablan de la sustitución, a finales del siglo XX, «del Icono del Átomo por el Icono de la Red», de las virtudes de «la mentalidad de colmena» (sociabilidad y falta de memoria), de la capacidad de conexión de «todos los circuitos, inteligencias, asuntos económicos y ecológicos», de las revisadas definiciones de personalidad que tienen en cuenta la «totalidad emergente, distribuida y sin cabeza» de la humanidad. Repiten los aforismos de McLuhan acerca de los poderes redentores del arte y de un fin de milenio en que, «en cuanto al ser humano se refiere, no hay trabajo».
La retórica cae en el ritmo de lo que consideraría una especie de verso en blanco utópico, del cual gran parte parece tan exagerada como el bombardeo que nos viene de Washington acerca del «nuevo orden mundial» y de la gran felicidad que con toda seguridad unirá las naciones industrializadas de la tierra bajo la tienda de campaña del General Agreement on Tariffs on Trade (GATT). En mi opinión, McLuhan resulta más convincente en las fases seculares de sus hipótesis, cuando habla de los efectos actuales, que cuando habla de reuniones prometidas. Tomado como una guía del reino artificial encerrado por los muros de vidrio de nuestras tecnologías de comunicación, Comprender los medios de comunicación describe el mundo que veo y experimento en las noticias de la CBS, en Disneylandia, en los centros comerciales suburbanos y en las portadas de las revistas de moda; un mundo en el que los seres humanos se convierten en bienes (vendidos en camisetas o convertidos en series de dígitos), un mundo en el que, como una vez señaló Simone Weil, «es la cosa la que piensa y el ser humano ha quedado reducido al estado de cosa», un mundo en el que los niños tienen dificultades para concebir un tiempo futuro más allá del presente inmediato y evangélico, un mundo de gente que vive sus propias películas y escucha sus propias bandas sonoras, una tierra del nunca-jamás donde la memoria histórica cuenta tan poco como la principiante del año pasado, donde el niño minusválido gana a la lotería, las chicas del coro estudian griego antiguo y las lecciones de la experiencia nunca contradicen los milagros del paraíso recobrado.
El mundo que describe McLuhan ha tomado forma durante mi vida y en el marco de mi experiencia personal, y recuerdo que ya en 1960 se podía hacer una distinción entre las diversas formas de lo que entonces se conocían como las artes liberales[3]. El público percibía diferencias entre el periodismo, la literatura, la política y las películas, y no se esperaba que el novelista hiciera también de acróbata o de presentador de televisión. Las diferencias se difuminaron bajo la presión técnica y epistemológica de la década siguiente y, a medida que la línea entre la realidad y la ficción se volvía tan irrelevante como difícil de percibir, las artes liberales se fundieron en la amalgama conocida ahora como medios de comunicación. Las noticias se convirtieron en espectáculo y los espectáculos, en noticias; y, a partir de 1970, las cadenas de televisión empezaron a ofrecer sesiones continuas desde el lugar de los hechos con una compañía de teatro compuesta de personalidades de alta definición que, como actores de una obra de Shakespeare, llevaban fácil y repentinamente su puesta en escena a Dallas, Vietnam, Chicago, Viena, Washington o a la frontera afgana. Los efectos especiales eran asombrosos y, ya desde 1980, el teatro de las celebridades de McLuhan pasó a sustituir el antiguo teatro religioso en el que Poseidón y Zeus ponían en escena inundaciones catastróficas y fuegos celestiales con el mismo aplomo relajado que el «Wide World of Sports[4]» de la ABC.
La imaginación posmoderna es un producto de los medios de comunicación pero, como medio de percepción, se la describe mejor con el calificativo de precristiana. El vocabulario es necesariamente primitivo y reduce la trama al chismorreo y la historia a un cuento de hadas. En la actualidad, el hogar estadounidense medio ve la televisión unas siete horas al día aproximadamente (comparado con cinco horas y media cuando McLuhan publicó Comprender los medios de comunicación) y las estrellas de los culebrones reciben miles de cartas por semana en las que fieles admiradores les confiesan unos secretos tan íntimos que ni siquiera se atreven a contarlos a sus esposas, maridos o madres, como las antiguas creencias paganas, los medios de comunicación en masa conceden la primacía a lo personal frente a lo impersonal. Tanto en los tribunales de Washington como en los restaurantes de Hollywood, los nombres priman sobre las cosas, el actor sobre el acto. Así como los griegos antiguos atribuían oligoelementos divinos a los árboles, vientos y piedras (el dios del río se enfadó y el niño se ahogó; el dios del cielo sonrió y las cosechas maduraron), los estadounidenses modernos atribuyen poderes similares no sólo a las ballenas o a los búhos moteados, sino también a los individuos señalados por la aureola de la fama. En los anuncios televisivos y los carteles del metro, celebridades de diversa magnitud, como ninfas, sátiros o faunos de la mitología antigua, se convierten en los espíritus familiares de los coches, de las cámaras, de los ordenadores y de los agentes de bolsa. Aparecen en la televisión atletas que insuflan aliento vital en cualquier producto susceptible de ser llevado a un vestuario, y actrices envejecidas que despiertan, con su «toque personal», al genio dormido en un frasco de perfume o en el color de un lápiz de labios.
Los grandes retratos de celebridades que adornan las portadas de revistas imparten un sentido de estabilidad y calma en un mundo que se está disolviendo en el caos. Los titulares de los periódicos hablan de cambios violentos: guerra en Bosnia, casi anarquía en Moscú, hambre en Somalia, colapso moral en Washington; pero, en la lisa superficie de las portadas de revistas, los rostros parecen tan vacíos como lo vienen pareciendo desde hace veinte años, tan firmes en su curso como las estrellas, tan serenos como el Buda de bronce en el patio de Kamakura. Ahí están todos, Liz y Elvis, Madonna y los Kennedy, indiferentes al revuelo de las noticias, otorgando a la confusión de acontecimientos la sonrisa de la bienaventuranza eterna. Como deidades menores o una pequeña muchedumbre de ídolos pintados en un santuario de carretera, alivian el dolor de la duda y mantienen a raya el miedo a la muerte.
Como observó McLuhan hace treinta años, las aceleradas tecnologías del futuro electrónico nos llevan de vuelta a la luz parpadeante de la hoguera en las cuevas del pasado neolítico. Entre la gente que adora los objetos de su propia invención (ya sea en la forma del aparato de fax o del ordenador ultrarrápido) y aceptan las bendiciones de un icono como prueba de la divinidad (expresada tanto en la marca registrada Coca-Cola o la etiqueta en un vestido de Donna Karan), el ritual se convierte en una especie de conocimiento aplicado. La voz individual y el punto de vista singular desaparecen ante el coro de una conciencia corporativa y colectiva, lo que, en palabras de McLuhan, «no postula la conciencia de nada en particular». En lugar de una política enérgica, recurrimos a un espectáculo frenético en el que los medios de comunicación imponen los términos del combate ritual que deben librar los candidatos a fin de demostrar su valía para gobernar la república. Los cronistas medievales hablan de princesas que mandan a caballeros cristianos en busca de dragones, que les ordenan recuperar trozos y fragmentos de la verdadera cruz y vagar, durante días y noches, en bosques paganos. A finales del siglo XX y en un país orgulloso de su fe en la razón, los presidentes estadounidenses soportan las pruebas bajo las lámparas Klieg[5] y vagan durante días y noches en un laberinto de Holiday Inns[6]. Sin duda alguna, la presidencia representa una temible prueba para las capacidades de un hombre, pero ¿capacidades para qué? Aunque el electorado entendiese, o le importase, algo tan aburrido como la mecánica del gobierno, ¿elegiría a los contrincantes por su fealdad o su estima? El atributo que puede ser conocido reemplaza a todos los otros atributos que permanecen invisibles y, así, la prueba se convierte en averiguación de quién puede sobrevivir a la estupidez e indiferencia despiadadas de las cámaras de televisión.
Si McLuhan hubiese vivido para contemplar cómo se deleitaron los medios de comunicación escudriñando el alma de Bill Clinton, estoy seguro de que habría sugerido armarlo con una espada o una vieja ballesta y mandarlo a luchar contra cuatro jinetes con armaduras negras o un oso enfurecido. Suponiendo que el acontecimiento pudiese promocionarse adecuadamente y montarse de forma atracti va, no veo por qué no llegaría a tener una audiencia considerable (o, como mínimo, igual a la que congregaron Nancy Kerrigan y Tonya Harding en los Juegos Olímpicos), y ya puedo imaginarme a Peter Jennings o a Connie Chung comentando sentenciosamente las anteriores actuaciones del presidente contra un león, un ninja o un lobo.
Otra cosa que McLuhan entendió es que nuestros hábitos mentales, derivados del empleo que hacemos de los medios de comunicación —«Nos convertimos en lo que contemplamos. […] Modelamos nuestras herramientas y luego éstas nos modelan a nosotros»—, destruyen los textos de una civilización basada en las premisas de la página impresa. Al abandonar el orden visual de lo impreso, y con ello las estructuras afines del pensamiento y del sentimiento (carreteras, imperios, líneas rectas, jerarquía, clasificación, las novelas de George Eliot y de Jane Austen), descartamos la idea de ciudadano o de morador de la ciudad y adquirimos la sensibilidad característica de los pueblos nómadas o no alfabetizados. Estos dos conjuntos de circunstancias implican distintos sistemas de significados y, como la dialéctica de McLuhan, también pueden expresarse con una serie de antónimos. Hace unos años, tuve la ocasión de elaborar una de estas series y me llamó muchísimo la atención su paralelismo casi exacto con la distinción de McLuhan entre la tecnología de la palabra escrita y la de los medios electrónicos. Ésta es dicha serie:
Ciudadano | Nómada |
construir | vagar |
experiencia | inocencia |
autoridad | poder |
felicidad | placer |
literatura | periodismo |
heterosexual | polimorfo |
civilización | barbarie |
voluntad | deseo |
la verdad como pasión | la pasión como verdad |
paz | guerra |
logro | fama |
ciencia | magia |
duda | certeza |
drama | pornografía |
historia | leyenda |
discusión | violencia |
esposa | prostituta |
arte | sueño |
agricultura | bandolerismo |
política | profecía |
La actitud mental sugerida por las palabras de la columna de la derecha está actualmente muy de moda en los Estados Unidos; explica no sólo el éxito de Madonna y de Rush Limbaugh, sino también la renuencia de mis hijos a creer que yo pueda existir, completa y verdaderamente, a menos que me vean por la televisión. Al eliminar las dimensiones del tiempo y del espacio, los medios de comunicación electrónicos suprimen de paso la premisa de causa y efecto. El hombre tipográfico presumía que A seguía a B, que la gente que hacía cosas —fueran éstas ciudades, ideas, familias ti obras de arte—, medía sus victorias (en general, pírricas) en períodos de tiempo más largos que los que se venden a los anunciantes de cerveza. El hombre gráfico cree vivir en el jardín encantado del presente eterno. Si el mundo entero puede verse simultáneamente y si todas las alegrías y penas de la humanidad están siempre presentes y en todas partes (y aunque no en la CNN o en Oprah, al menos sí en la película del sábado o en la MTV), nada sigue necesariamente a nada. Las secuencias se quedan en meras adiciones en lugar de causas. Como las hordas nómadas que vagaban por antiguos desiertos en busca del oasis del espíritu, el hombre gráfico abraza los placeres de la barbarie y jura lealtad a la soberanía de turno.
LEWIS H. LAPHAM