Inglaterra y América del Norte tuvieron sus dificultades con la radio a raíz de una larga exposición a la alfabetización y al industrialismo. Estas formas implican una intensa organización visual de la experiencia. Las culturas europeas, más mundanas y menos visuales, no es estuvieron inmunes a la radio. No pasaron por alto su magia tribal, y la antigua red de vínculos familiares volvió a resonar, una vez más, con la nota del fascismo. Unos comentarios del sociólogo Paul Lazarsfeld en su discusión de los efectos de la radio sugieren, involuntariamente, la incapacidad de las personas alfabetizadas para captar el lenguaje y el mensaje de los medios como tales:
El último grupo de efectos pueden denominarse efectos monopolísticos de la radio. Éstos han llamado mucho la atención general debido a su importancia en los países totalitarios. Si un gobierno monopoliza la radio, puede llegar a determinar las opiniones de la población con la mera repetición y con la omisión de las opiniones conflictivas. No se sabe muy bien cómo opera dicho efecto monopolístico, pero es muy importante fijarse en su singularidad. No debe sacarse ninguna deducción respecto a los efectos de la radio como tal. A menudo se olvida que Hitler no logró el control gracias a la radio, sino más bien a pesar de ella, ya que, en el momento de su ascensión al poder, ésta estaba controlada por sus enemigos. Los efectos monopolísticos tienen probablemente menos importancia social de la que se suele creer.
La irremediable ignorancia del profesor Lazarsfeld de la naturaleza y efectos de la radio no es un fallo personal, sino una ineptitud universalmente compartida.
En un discurso radiofónico pronunciado en Munich el 14 de marzo de 1936, Hitler dijo: «Avanzo con la seguridad de un sonámbulo». Sus víctimas y sus críticos también fueron sonámbulos. Bailaban absortos en el tambor tribal de la radio que extendía su sistema nervioso para crear una implicación profunda para todos. En una encuesta radiofónica, una voz dijo: «Cuando escucho la radio, vivo dentro de ella. Me resulta más fácil zambullirme en la radio que en un libro». El poder de la radio para implicar en profundidad se manifiesta en el hecho de que los jóvenes la encienden para hacer sus deberes; así levantan un mundo particular en medio de la multitud. Hay un pequeño poema del dramaturgo alemán Bertold Brecht:
Cajita, sujétate a mí cuando escapo,
que no se rompan tus tubos,
llevada de casa al barco, del barco al tren,
para que mis enemigos puedan seguir hablándome
cerca de mi lecho, para mi dolor,
lo último por la noche, lo primero por la mañana,
de sus victorias y de mis inquietudes,
prométeme que no callarás de repente.
Uno de los muchos efectos de la televisión sobre la radio ha sido hacerla pasar de ser un medio de entretenimiento a una especie de sistema nervioso de información. Los informativos, las señales horarias, la información sobre el tráfico y, sobre todo, los partes meteorológicos sirven ahora para recalcar el poder indígena de la radio para implicar a la gente los unos en los otros. El tiempo es aquel medio que envuelve a toda la gente por igual. Es el principal artículo de la radio y nos anega con fuentes de espacio auditivo o espacio vital.
No fue por accidente que el senador McCarthy durara tan poco tras pasarse a la televisión. Muy pronto la prensa decidió que «ya no era noticia». Ni McCarthy ni la prensa supieron lo que había pasado. La televisión es un medio frío. Rechaza las figuras y los temas calientes y a la gente de los medios calientes de la prensa. Fred ABen fue una baja de la televisión. ¿Lo fue Marilyn Monroe? Si la televisión hubiese existido a gran escala bajo Hitler, éste habría desaparecido rápidamente. Y, si la televisión hubiese aparecido antes, no habría habido ningún Hitler. Cuando Kruschov salió en la televisión norteamericana, quedó más aceptable que Nixon, como payaso y viejo compañero encantador. La televisión lo muestra como un personaje de historieta. Sin embargo, la radio es un medio caliente y se toma muy en serio a los personajes de historieta. El señor Kruschov por radio habría sido una proposición muy distinta.
Durante los debates entre Kennedy y Nixon, los que los escucharon por radio recibieron una impresión sobrecogedora de la superioridad de Nixon. Fue el destino de Nixon proporcionar una imagen y una acción nítidas y de alta definición para el frío medio televisivo que traducía esa nítida imagen en una impresión de farsante. Supongo que farsante se refiere a algo que no suena bien, que suena a falso. Es muy posible que F. D. Roosevelt no hubiera salido bien parado en la televisión. Al menos, había aprendido a utilizar el medio caliente de la radio para su muy fría labor de charlas aliado de la chimenea. De todo modos, tuvo que calentar el medio de la prensa en su contra para crear el ambiente adecuado para sus charlas radiofónicas. Aprendió a utilizar la prensa en estrecha relación con la radio. La televisión lo habría presentado con una mezcla política y social de componentes y problemas. Seguramente, habría disfrutado resolviéndolos porque tenía el enfoque lúdico necesario para vérselas con nuevas y oscuras relaciones.
La radio afecta a la gente de una forma muy íntima, de tú a tú, y ofrece todo un mundo de comunicación silenciosa entre el escritor-locutor y el oyente. Éste es el aspecto inmediato de la radio. Una experiencia íntima. Las profundidades subliminales de la radio están cargadas de los ecos retumbantes de los cuernos tribales y de los antiguos tambores. Ello es inherente a la naturaleza misma de este medio, que tiene el poder de convertir la psique y la sociedad en una única cámara de resonancia. Con unas pocas excepciones, los escritores de guiones no suelen reparar en la dimensión retumbante. La famosa emisión de Orson Welles acerca de una invasión de marcianos fue una sencilla demostración del alcance totalmente inclusivo y envolvente de la imagen auditiva de la radio. Hitler trató la radio a lo Orson Welles, pero de verdad. Que Hitler llegara a existir políticamente se debe directamente a la radio y a los sistemas de megafonía. Ello no quiere decir que estos medios transmitieron eficazmente sus pensamientos al pueblo alemán. Poco importaban sus pensamientos. La radio brindó la primera experiencia multitudinaria de implosión electrónica, ese cambio de dirección y de sentido de toda la civilización alfabetizada occidental. Para los pueblos tribales, para aquellos cuya vida social entera es una extensión de la vida familiar, la radio seguirá siendo una experiencia violenta. Las sociedades altamente alfabetizadas, que desde hace mucho tiempo han subordinado la vida familiar a la presión individual en los negocios y la política, han logrado absorber y neutralizar sin revolución la implosión radiofónica. Pero no ocurre lo mismo en las comunidades que sólo han tenido una experiencia breve o superficial de la alfabetización; para éstas, la radio es sumamente explosiva.
Para entender dichos efectos, es necesario considerar la alfabetización como una tecnología tipográfica aplicada, no sólo a la racionalización completa de los procedimientos de producción y comercialización, sino también al derecho, la educación y la planificación urbana. En Inglaterra y en América del Norte, los principios de continuidad, uniformidad y repetibilidad derivados de la tecnología de la imprenta han impregnado todas las áreas de la vida comunal. En estas áreas, el niño se alfabetiza con la calle y el tráfico, aprende de cada coche, juguete y prenda de vestir. Aprender a leer y a escribir no es sino una faceta menor de la alfabetización en los entornos continuos y uniformes del mundo de habla inglesa. La presión en la alfabetización es una señal característica de áreas que se están esforzando para iniciar ese proceso de estandarización que conduce a la organización visual del trabajo y del espacio. Sin la transformación psíquica de la vida interior en términos visuales segmentados, llevada a cabo por la alfabetización, no puede producirse el «despegue» económico que asegura el movimiento continuo de una producción en aumento y de los cambios e intercambios, constantemente acelerados, de bienes y servicios.
Justo antes de 1914, los alemanes se obsesionaron con la amenaza de un «cerco». Todos los países vecinos habían desarrollado complejas redes de ferrocarril que facilitaban la movilización de sus recursos humanos. El cerco es una imagen altamente visual, que suponía una gran innovación para esta nación recién industrializada. En cambio, en los años treinta, los alemanes se obsesionaron por el lebensraum (espacio vital). Éste no es una preocupación visual, ni de lejos. Es una claustrofobia inducida por la implosión de la radio y su compresión del espacio. La derrota alemana los había apartado de la obsesión visual e inducido al rumiar de la retumbante África interior. El pasado tribal nunca ha dejado de ser una realidad para la psique alemana.
Fue el fácil acceso del mundo alemán y centroeuropeo a los ricos recursos no visuales de la forma auditiva y táctil lo que les permitió enriquecer los mundos de la música, de la danza y de la escultura. Pero, sobre todo, su modo tribal les facilitó el acceso al nuevo mundo no visual de la física de partículas, campo en el que las sociedades altamente alfabetizadas e industrializadas tienen una gran desventaja. La próspera área de vitalidad prealfabética experimentó el cálido impacto de la radio. El mensaje de la radio es de implosión y resonancia violentas y unificadas. En África, en India, en China e incluso en Rusia, la radio es una profunda fuerza arcaica, un vínculo temporal con el más remoto pasado y la más olvidada experiencia.
En una palabra, la tradición es un sentido del pasado total como presente. Su despertar es un resultado natural del impacto de la radio y de la información eléctrica en general. No obstante, en los pueblos intensamente alfabetizados, la radio suscitó una sensación de culpabilidad profunda e imposible de localizar que a veces se expresaba en la actitud del simpatizante. Como la alfabetización había extremado el individualismo, y la radio hacía justo lo contrario resucitando la antigua experiencia de la red de vínculos de profunda implicación tribal, Occidente intentó encontrar algún tipo de compromiso en un sentido mas amplio de responsabilidad colectiva. El repentino impulso en este sentido fue tan subliminal y oscuro como la anterior presión de la alfabetización hacia el aislamiento y la irresponsabilidad individual; por lo tanto, nadie quedaba satisfecho con ninguna de las posiciones alcanzadas. La tecnología de Gutenberg había producido en el siglo XVI un nuevo tipo de entidad nacional visual que se entrelazó gradualmente con la producción y la expansión industriales. El telégrafo y la radio neutralizaron el nacionalismo, pero a costa de evocar arcaicos fantasmas tribales de lo más vigoroso. En esto consiste precisamente el encuentro del ojo y del oído, de la explosión y de la implosión o, como dijo Joyce en Wake: «En este fin ore-peo[55] se encuentran las Indias». La apertura del oído europeo provocó el fin de la sociedad abierta y volvió a presentar el mundo indo del hombre tribal a la mujer del West End[56]. Joyce expresa este tema de una manera no tanto críptica, sino dramática y mimética. El lector sólo tiene que tomar una cualquiera de las frases de este tipo y remedarla hasta que entregue su inteligibilidad. El proceso no se hace largo ni tedioso si se aborda con el espíritu lúdico del artista que garantiza «mucha diversión en el velatorio de Finnegan[57]».
Como todo medio, la radio tiene su manto de invisibilidad. Nos llega manifiestamente con una franqueza de tú a tú, particular e íntima, cuando en realidad se trata de una cámara de resonancia del poder mágico de tocar acordes remotos y olvidados. Todas nuestras extensiones tecnológicas deben ser subliminales y estar embotadas; de otro modo, no podríamos aguantar la presión que ejercen sobre nosotros. Incluso más que el teléfono o el telégrafo, la radio es una extensión del sistema nervioso central, solamente igualado por el habla humana. ¿No se merece alguna meditación el hecho de que la radio esté sintonizada precisamente con aquella primitiva extensión de nuestro sistema nervioso, ese medio aborigen de comunicación de masas que es la lengua vernácula? El cruce de estas dos tecnologías humanas más íntimas y poderosas no podía dejar de producir algunas formas extraordinarias para la experiencia humana. Así ocurrió con Hitler, el sonámbulo. ¿Acaso se imagina el Occidente destribalizado y alfabetizado que ha adquirido la inmunidad permanente a la magia tribal de la radio? En los años cincuenta, nuestra juventud empezó a exhibir muchos rasgos tribales. El adolescente, en comparación con el Joven, puede clasificarse como un fenómeno de la alfabetización. ¿No es significativo que el adolescente sólo sea indígena de aquellas zonas de Inglaterra y Estados Unidos en lasque la alfabetización ha conferido valores visuales hasta al agua? Europa nunca ha tenido adolescentes, sino carabinas. Ahora, la radio brinda intimidad al adolescente y, al mismo tiempo, aporta el estrecho vínculo tribal del mundo del mercado común, de la canción y de la resonancia. Comparado con el ojo neutro, el oído es hiperestético. El oído es intolerante y exclusivo y está cerrado mientras que el ojo es neutro y asociativo y está abierto. Las ideas de tolerancia sólo llegaron a Occidente tras dos o tres siglos de cultura de Gutenberg, alfabetizada y visual. Hasta 1930, no se había dado, en Alemania, semejante saturación de valores visuales. Rusia todavía está lejos de cualquier implicación parecida con el orden y valores visuales.
Si nos sentamos a hablar en una estancia a oscuras, las palabras adquieren de repente nuevos sentidos y distintas texturas. Se vuelven más ricas incluso que la arquitectura, de la que Le Corbusier dice, acertadamente, que se aprecia mejor de noche. En la oscuridad, y también por la radio, vuelven todas esas cualidades gestuales que la página impresa arranco al lenguaje. Si se nos diera sólo el sonido de una obra de teatro tendríamos que completar todos los sentidos, no solamente la vista de la acción. Tanto «hágalo usted mismo», o compleción y «cierre» de la acción, desarrolla una especie de aislamiento independiente en los jóvenes, que los hace remotos e inaccesibles. La mística pantalla sonora que les proporciona la radio les brinda intimidad para hacer los deberes e inmunidad al mandato de los padres.
Con la radio, se produjeron grandes cambios en la prensa, la publicidad, el teatro y la poesía. La radio ofreció otro campo para los bromistas en realidad se trata de una cámara de resonancia del poder mágico de como Morton Downey, de la CBS. Un periodista deportivo había empezado a leer en antena su boletín de quince minutos de duración cuando se le acercó el señor Downey, que empezó a quitarle los zapatos y los calcetines. Luego les tocó el turno a la chaqueta y a los pantalones, y, finalmente, a la ropa interior; mientras, el locutor, impotente, seguía leyendo su boletín, atestiguando así el apremiante poder del micro para granjearse lealtad, por encima del pudor y del impulso de defenderse.
La radio creó el disk-jockey y elevó al escritor de gags al rango de figura nacional. Desde la llegada de la radio, el gag ha sustituido al chiste, no a causa de los escritores, sino porque es un medio caliente y rápido que, además, recorta el espacio del periodista para sus artículos.
Jean Shepherd, de la WOR de Nueva York, considera la radio como un nuevo medio para una nueva novela que escribe cada noche. El micro es su pluma y su papel. Sus oyentes, y lo que éstos saben de los acontecimientos mundanos, son sus personajes, sus escenas y sus humores. Así como Montaigne fue el primero en emplear la página para registrar sus reacciones al nuevo mundo del libro impreso, Shepherd cree ser el primero en utilizar la radio en forma de ensayo y novela en las que consigna nuestra conciencia común de un mundo totalmente nuevo de participación en todos los sucesos humanos, particulares o colectivos.
Al estudioso de los medios le resulta difícil explicar la indiferencia humana hacia los efectos sociales de tan radicales fuerzas. El alfabeto fonético y la palabra impresa, que hicieron estallar el cerrado mundo tribal en la sociedad abierta de funciones fragmentadas y de conocimientos y acciones especializadas, nunca se han estudiado en su papel de mágico transformador, El antitético poder eléctrico de información instantánea, que invierte la explosión social en implosión, la empresa privada en organizador, y los imperios en expansión en mercados comunes, ha logrado tan poco reconocimiento como la palabra escrita. Han pasado desapercibidos el poder de la radio para volver a tribalizar la humanidad, su inversión casi instantánea del individualismo en colectivismo, fascista o marxista. Tan extraordinaria es esa ignorancia que ella es lo que debe explicarse. Es fácil explicar el poder transformador de los medios, pero cuesta explicar que se ignore dicho poder. Huelga decir que la ignorancia universal de los efectos psíquicos de la tecnología delata alguna función inherente, algún embotamiento esencial de la conciencia como los que ocurren en condiciones de estrés o de conmoción.
La historia de la radio es muy instructiva como indicador de los prejuicios y ceguera inducidos en cualquier sociedad por las tecnologías preexistentes. La palabra «wireless» (inalámbrico), que en Gran Bretaña todavía se emplea para referirse a la radio, manifiesta la misma actitud negativa hacia una forma nueva, al estilo de esa otra expresión: «carruaje sin caballos». Al principio, la radiofonía se consideró como una especie de telégrafo y ni siquiera se la vio en relación con el teléfono. En 1916, David Sarnoff mandó un memorándum al director de la American Marconí Company, para la que trabajaba, abogando por la idea de una caja de música en las casas. Se hizo caso omiso de él. Era el año de la sublevación nacionalista irlandesa y de la primera emisión de radio. La radio ya se había utilizado en los barcos y como telégrafo entre los barcos y la tierra. Los sublevados irlandeses utilizaron la radio de un barco, pero no para transmitir un mensaje a un receptor determinado, sino como emisión indiscriminada con la esperanza de que la recibiera algún barco que haría llegar las noticias a la prensa norteamericana. Y así fue. Incluso después de varios años de existencia, la emisión de programas no despertó interés comercial. Fueron las peticiones de los radioaficionados y de sus simpatizantes las que, finalmente, consiguieron que se emprendiera la construcción de instalaciones. Hubo resistencia y oposición por parte del mundo de la prensa; en Inglaterra, llevaron a la formación de la BBC y la firme sujeción de la radio por los intereses de la prensa y de la publicidad. Esta es una rivalidad obvia que no se ha discutido abiertamente. Las presiones restrictivas que ejerce la prensa sobre la radio y, la televisión, siguen siendo tema de actualidad en Inglaterra y Canadá. Pero, y es típico, la mala comprensión de la naturaleza del medio hizo que resultaran vanas las políticas restrictivas. Y siempre ha sido así, y de forma especialmente llamativa con la censura gubernamental de la prensa y del cine. Aunque el medio es el mensaje, el control va más allá de la programación, Las restricciones siempre van dirigidas al «contenido», que siempre es otro medio. El contenido de la prensa es la declaración literaria, así como el contenido del libro es el discurso, y el del cine, la novela. Así pues, los efectos de la radio son del todo independientes de los programas. A quienes nunca han estudiado los medios, este hecho les resulta tan desconcertante como la escritura a los nativos, que preguntan: «¿Por qué escribes? ¿No puedes acordarte?».
Así, los intereses comerciales, que buscan hacer los medios universalmente aceptables, invariablemente optan por el «entretenimiento» como estrategia de neutralidad. No habría podido idearse más espectacular modo de avestruz escondiendo la cabeza en la arena, ya que asegura la máxima difusión de cualquier medio dado. La comunidad alfabetizada siempre abogaría por un uso controversial, o con puntos de vista, que, de hecho, mermaría la acción no sólo de la prensa, de la radio y del cine, sino también del libro. La estrategia del entretenimiento comercial confiere automáticamente a todo medio la velocidad máxima y la mayor fuerza de impacto en la vida psíquica y social. Se convierte así en una estrategia cárnica de autoamortización involuntaria, conducida por individuos dedicados más a la permanencia que al cambio. En el futuro, los únicos controles efectivos de los medios deberán asumir una forma de termostato de racionamiento cuantitativo. Así como ahora procuramos controlar la lluvia radioactiva, algún día intentaremos controlar las repercusiones de los medios. Se reconocerá la educación como protección civil organizada contra la contaminación ambiental de los medios. En la actualidad, el único medio contra el cual la educación ofrece algún tipo de protección civil es el de la imprenta. Las autoridades e instituciones educativas, que se fundan en la imprenta, no aceptan aun ninguna otra responsabilidad.
La radio supone una aceleración de la información que, a su vez, desencadena la aceleración de otros medios. Por descontado, contrae el mundo hasta el tamaño de una aldea, y crea un insaciable apetito pueblerino de cotilleo, rumores y malicia. Pero, si bien la radio encoge el mundo hasta el tamaño de una aldea, no tiene el efecto de homogeneizar sus diversas zonas. Al contrario. En la India, donde la radio es la forma suprema de comunicación, hay más de doce idiomas oficiales y el mismo número de emisoras oficiales de radio. El efecto de la radio como reanimador de arcaísmos y de antiguos recuerdos no se limitó a la Alemania de Hitler. Irlanda, Escocia y Gales han experimentado un resurgimiento de sus idiomas antiguos desde la llegada de la radio, y los israelíes representan un caso incluso más extremo de resurrección lingüística. Hablan ahora un idioma que llevaba siglos muerto en los libros. La radio no es solamente un poderoso despertador de recuerdos, fuerzas y animosidades arcaicos, sino también una fuerza descentralizadora y pluralista, como ocurre de hecho con la energía y los medios eléctricos.
El centralismo de la organización se basa en estructuras continuas, visuales y lineales que surgen de la alfabetización fonética. Al principio, los medios eléctricos siguieron los patrones establecidos de las estructuras de la alfabetización. La televisión liberó a la radio de las presiones centralistas de las emisoras. A continuación, la televisión asumió la carga del centralismo, de laque tal vez la liberará Telstar. Al aceptar la televisión la carga de la cadena centralista, la radio tuvo libertad, de diversificarse y de iniciar un servicio regional y local a la comunidad, desconocido incluso en los primeros tiempos de los radioaficionados. Desde la llegada de la televisión, la radio se ha vuelto hacia las necesidades particulares de la gente en distintos momentos del día, hecho que corre parejo con la multiplicidad de aparatos en dormitorios, cuartos de baño, cocinas, coches y, ahora, de bolsillo, Se ofrecen diversos programas para gente dedicada a toda clase de actividades. Desde la llegada de la televisión, la radio, que llegó a ser una forma colectiva de escuchar que vació las iglesias, ha revertido a usos particulares e individuales. El adolescente se retira de la televisión colectiva a su aposento particular de la radio.
La inclinación natural de la radio por la estrecha vinculación con diversas colectividades se aprecia mejor en el culto a los disk-jockeys y en el empleo que hace del teléfono en las famosas intervenciones en directo. Platón, que tenía anticuadas ideas tribales de estructura política, dijo que el tamaño idóneo de una ciudad venía indicado por el número de gente que podía oír la voz de un orador público. Incluso el libro impreso, por no hablar de la radio, hace totalmente irrelevantes para fines prácticos los supuestos políticos de Platón. Y, sin embargo, la radio, con su facilidad para establecer relaciones íntimas y descentralizadas con comunidades pequeñas y privadas, podría implementar fácilmente a escala mundial el sueño político de Platón.
La unión del fonógrafo y de la radio, en que consiste el programa medio de radio, produce un patrón muy especial, significativamente más potente que la combinación de radio y prensa telegráfica que nos da los boletines informativos y meteorológicos. Es curioso que los partes meteorológicos resulten más cautivantes que las noticias, tanto en la televisión como en la radio. ¿No será porque ahora «el tiempo» es una forma de información totalmente electrónica, mientras que los informativos conservan todavía muchos patrones de la palabra impresa? Con toda seguridad, son los prejuicios de la BBC y de la CBC a favor de lo impreso y del libro lo que las hace tan torpes e inhibidas en su presentación radiofónica y televisiva. El apremio comercial, más que la intuición artística, fomentó, en cambio, una ajetreada vivacidad en las correspondientes operaciones norteamericanas.
El efecto tal vez más familiar y patético de la imagen de televisión es la postura de los niños de cinco a diez años de edad. Desde la televisión —e independientemente del estado de su vista— se ubican a unos quince centímetros de la página impresa. Se están esforzando para llevar a la página impresa los mandatos sensoriales envolventes de la imagen televisiva. Con una capacidad psicomimética perfecta, ejecutan las órdenes de la imagen de televisión. Tantean, exploran, se entretienen, y se implican en profundidad. Es lo que habían aprendido a hacer en la fría iconografía del medio de la historieta. La televisión llevó aún más lejos este proceso. De repente, son trasladados al caliente medio impreso con sus patrones uniformes y su rápido movimiento lineal. Fútilmente, se esfuerzan por leer en profundidad lo impreso. Se entregan con todos sus sentidos a lo impreso, pero éste los rechaza. Lo impreso sólo requiere la facultad visual, aisladamente y por separado, y no el conjunto unificado de los sentidos.
Poniendo cámaras de Mackworth en la cabeza de niños que miraban la televisión, se ha averiguado que siguen con la vista, no las acciones, sino las reacciones. Sus ojos apenas se apartaban de las caras de los actores, incluso durante las escenas de violencia. Estas cámaras para la cabeza muestran por proyección y simultáneamente tanto las escenas como el movimiento de los ojos del espectador. Este comportamiento extraordinario es otra indicación del carácter muy frío y envolvente del medio teievisual.
En el programa de Jack Paar del 8 de marzo de 1963, Richard Nixon fue «paartido» en trozos y reconstruido en una adecuada imagen televisiva. Resulta que el señor Nixon es pianista y compositor. Con un tacto seguro del carácter del medio televisivo, Jack Paar destacó el lado pianoforte de Nixon y consiguió un efecto excelente. En lugar del Nixon resbaladizo, verboso y legal, vimos al intérprete modesto y obstinadamente creativo. Unos cuantos toques así en el momento exacto habrían modificado bastante el resultado de la campaña Kennedy-Nixon, La televisión es un medio que rechaza las personalidades muy definidas y prefiere la presentación de procesos a la de productos.
La adaptación de la televisión a los procesos, en vez de a los productos limpiamente empaquetados, explica la frustración que mucha gente experimenta con este medio en sus aplicaciones políticas. Un artículo de Edith Efron en TV Guide (18-24 de mayo de 1963) calificaba a la televisión de «gigante tímido» porque no es adecuado para los temas calientes ni para las controversias nítidamente definidas: «A pesar de la ausencia oficial de censura, una autoimpuesta reserva hace que los reportajes de las cadenas mantengan un silencio casi total respecto a muchos temas importantes de la actualidad». Como medio frío, la televisión ha introducido, en opinión de algunos, una especie de rigor mortis en el público como ente político. La incapacidad del medio televisivo para abordar los temas calientes se debe a su extraordinario grado de participación de la audiencia. Howard K. Smith observó: «Las cadenas se alegran si levantas una polémica en un país a veinte mil kilómetros de aquí. No quieren controversia, ni verdadera disidencia en casa». El comportamiento de la televisión resulta incomprensible a la gente condicionada en el medio caliente del periódico, que se centra en el choque de opiniones en vez de en la implicación en profundidad en la situación.
El título de uno de esos artículos calientes dirigidos específicamente a la televisión rezaba: «Por fin ha ocurrido: una película británica con subtítulos que explican los dialectos». La película en cuestión es la comedia británica «Sparrows Don’t Sing». Se imprimió un glosario de Yorkshire, Cockney y otras hablas locales para que el público pudiera entender los subtítulos. Los subtítulos son un indicador de los efectos en profundidad de la televisión tan práctico como la nueva moda «arrugada» de la vestimenta femenina. Uno de los desarrollos más extraordinarios en Inglaterra desde la televisión ha sido el resurgimiento de los dialectos regionales. Un acento regional, o deje, es el equivalente vocal de las polainas. Estos acentos sufren la continua erosión de la alfabetización. Su predominio repentino en zonas donde previamente sólo se oía inglés estándar es uno de los acontecimientos culturales más significativos de nuestros tiempos. Incluso en las aulas de Oxford y de Cambridge, se vuelven a oír los dialectos locales. Los estudiantes de dichas universidades han dejado de esforzarse por conseguir un habla uniforme. Desde la llegada de la televisión, se ha descubierto que los dialectos locales proporcionan un vínculo social en profundidad que no puede darse con el artificial «inglés estándar», que apenas tiene un siglo de existencia.
Un artículo sobre Perry Como lo describe como «un rey de baja presión de un reino de alta presión». El éxito de cualquier artista televisivo depende de si logra un estilo de presentación de baja presión, aunque la emisión de dicha actuación pueda requerir una organización de alta presión. Castro puede ser un ejemplo adecuado. Según describe Tad Szulc en su reportaje sobre «El solista de la televisión cubana» (The Eighth Art): «Con su aparentemente improvisado estilo campechano, puede desarrollar políticas y gobernar el país, en directo». Resulta que Szulc está bajo la ilusión de que la televisión es un medio caliente y de que, en Congo, «la televisión tal vez haya ayudado a Lumumba a incitar a las multitudes a más disturbios y derramamientos de sangre». Pero está muy equivocado. El medio del frenesí es la radio, y ha sido el principal instrumento de calentamiento de la sangre tribal en África, India y China. La televisión ha enfriado a Cuba como enfrió a América del Norte. Lo que derivan los cubanos de la televisión es la experiencia de participar directamente en la toma de decisiones políticas. Castro se presenta a sí mismo como un profesor y, como dice Szulc, «consigue mezclar la educación y asesoramiento políticos y la propaganda con tanto talento que a veces resulta difícil decir dónde acaban los unos y empieza la otra». La misma mezcolanza se emplea en Europa y América del Norte. Vista fuera de los Estados Unidos, cualquier película estadounidense parece sutil propaganda política. El entretenimiento aceptable ha de alabar y explotar los supuestos políticos y culturales de su país de origen. Estas presuposiciones tácitas también sirven para que la gente esté ciega a los hechos más obvios de un medio como la televisión.
Hace unos años, en Toronto, durante una emisión simultánea de varios medios, la televisión hizo una curiosa pirueta. Cuatro grupos de estudiantes universitarios escogidos al azar recibieron al mismo tiempo una información idéntica sobre la estructura de los idiomas prealfabéticoso. Un grupo recibió dicha información por radio, otro por televisión, otro durante una clase y el último, por escrito. En todos los grupos excepto el que la recibió por escrito, la información se transmitió en un flujo verbal continuo de un único locutor, sin discusión, ni preguntas, ni pizarra. Los cuatro grupos estuvieron expuestos a la información durante media hora. Después, se les pidió que rellenaran un cuestionario. Sorprendió mucho a los investigadores que los estudiantes que habían recibido la información por televisión y por radio obtuvieran mejores resultados que los de la clase y de la lectura; y el grupo de la televisión obtuvo resultados muy por encima del de la radio. Como ninguno de los cuatro medios había dado especial énfasis a la información, se repitió el experimento con otros grupos escogidos al azar. Esta vez se dejó que cada medio hiciera lo suyo. En la radio y la televisión, se añadió cierto dramatismo al material con elementos visuales y auditivos. El profesor aprovechó todas las ventajas de la discusión en clase y de la pizarra. La forma impresa fue embellecida con un uso imaginativo de la tipografía y de la composición para resaltar los puntos clave del texto. En esta repetición de la prueba original, los cuatro medios pasaron a la alta intensidad. Los grupos de la televisión y de la radio volvieron a conseguir mejores resultados que los de la clase y del texto impreso; aunque esta vez, y de forma inesperada para los investigadores, el grupo de la radio superó con mucho al de la televisión. Pasó mucho tiempo antes de que saliera a la luz el verdadero motivo, a saber, que la televisión es un medio frío y participativo. Cuando se lo calienta con dramatizaciones y añadidos, no funciona tan bien porque hay menos oportunidades de participación. La radio es un medio caliente. Cuando se lo carga con una intensidad adicional, funciona mejor. La radio puede servir de fondo o de control de ruidos, como cuando el ingenioso adolescente la utiliza para rodearse de intimidad. La televisión no funciona de fondo. Lo implica a uno. Hay que estar en ello (esta expresión se ha popularizado desde la llegada de la televisión).
Con la aparición de la televisión, muchas cosas dejarán de dar resultado. No sólo el cine, sino también las revistas han recibido un fuerte golpe de este nuevo medio. E incluso las publicaciones de historietas han bajado bastante. Antes de la televisión, había mucha preocupación respecto a por qué Johnny no aprendía a leer. Con la televisión, Johnny ha adquirido un conjunto de percepciones totalmente nuevo. No es el mismo. Otto Prerninger, director de Anatomy of a Murdery otros éxitos, señala un gran cambio en la producción y la visión del cine desde el primer año de programación generalizada. Escribe: «En 1951, inicié una lucha por el estreno de mi película The Moon Is Blue en las salas comerciales después de que le fuera denegada la autorización. No fue una gran lucha pero la gané» (Taranta Daily Star, 19 de octubre de 1963).
Sigue diciendo: «El hecho de que fuera la palabra "virgen" lo que motivó la interdicción parece ahora risible y casi increíble». Otto Preminger piensa que el cine estadounidense ha madurado gracias a la influencia de la televisión. El frío medio televisivo fomenta las estructuras profundas, tanto en arte como en entretenimiento, y crea una implicación en profundidad de la audiencia. Puesto que todas las tecnologías y entretenimientos desde Gutenberg no han sido fríos, sino calientes, no profundos, sino fragmentarios, y orientados no hacia el productor, sino hacia el consumidor, apenas si ha quedado algún campo de relaciones establecidas, del hogar a la iglesia y de la escuela al mercado, cuyo patrón y textura no se hayan visto profundamente trastornados.
Los trastornos psíquicos y sociales creados por la imagen de televisión, que no por los programas, suscitan comentarios diarios en la prensa. Raymond Burr, que interpreta a Perry Masan, habló ante la Asociación Nacional de Jueces Municipales y les recordó que: «Sin su comprensión y aceptación por el ciudadano de a pie, las leyes que aplican y los tribunales que presiden no podrían seguir existiendo». Lo que Burr omitió comentar es que el programa televisivo Perry Masan, cuyo papel principal él interpreta, es típico de esa experiencia televisiva de intensa participación que ha alterado nuestra relación con las leyes y los tribunales.
El modo de la imagen de televisión nada tiene que ver con el cine o la fotografía, aparte de que él también ofrece una gestalt o postura no verbal. Con la televisión, el telespectador es la pantalla. Es bombardeado con impulsos luminosos que James Joyce llamó «la carga de la brigada luminosa[58] que imbuye en su «piel-alma impresiones subconscientes[59]».» La imagen de televisión es visualmente pobre en datos. La imagen televisiva no es un plano fijo. De ningún modo es fotografía, sino una ininterrumpida formación de los contornos de las cosas, trazados por barrido. El contorno plástico resultante aparece en virtud de una luz que lo atraviesa en lugar de iluminarlo, y la imagen así formada tiene calidad, no tanto pictórica, sino de icono y de escultura. La imagen televisiva ofrece al telespectador unos tres millones de puntos por segundo. De éstos, sólo acepta unas cuantas docenas para elaborar la imagen.
La imagen de cine ofrece muchísimos más millones de datos por segundo y el espectador no tiene que efectuar la misma reducción drástica de elementos para formarse una impresión. En vez de ello, tiende a aceptar la imagen como un paquete. En cambio, el telespectador del mosaico televisivo, con control técnico de la imagen, reconfigura inconscientemente los puntos en una obra de arte abstracto según el patrón de Seurat o de Rouault. Si alguien preguntara si todo ello cambiaría si la tecnología intensificase el carácter de la imagen televisiva hasta el nivel de datos de la imagen de cine, la única repuesta posible sería la pregunta: «¿Podemos modificar una viñeta de historieta añadiéndole detalles de perspectiva, luz y tonos?». La respuesta es «sí», sólo que entonces dejaría de ser una viñeta de historieta. Como tampoco sería televisión la televisión «mejorada». La imagen televisiva es ahora una malla mosaica de puntos luminosos y oscuros que el fotograma de cine nunca es, ni siquiera cuando la calidad de la imagen es muy pobre.
Como para cualquier mosaico, la tercera dimensión es ajena a la televisión, aunque puede sobreponerse a ella. En la televisión, los decorados montados en el plató consiguen dar una leve ilusión de tercera dimensión; pero la imagen televisiva en sí es un mosaico plano de dos dimensiones. La mayor parte de la ilusión de tercera dimensión proviene de una continuación de la forma habitual de ver el cine y la fotografía. La cámara de televisión carece del ángulo de visión incorporado que tiene la de cine. Eastman Kodak tiene ahora una cámara en dos dimensiones que puede imitar los efectos planos de la cámara de televisión. Aun así, al individuo alfabetizado, con sus hábitos de puntos de vista fijos y de visión en tres dimensiones, le cuesta entender las propiedades de la visión en dos dimensiones. De no ser así, tampoco habría tenido dificultades con el arte abstracto, la General Motors no habría hecho un lío del diseño del automóvil y la revista ilustrada no empezaría a tener dificultades con las relaciones entre los artículos y los anuncios. La imagen de televisión requiere continuamente que «cerremos» los espacios de la malla con una participación sensorial convulsiva, profundamente táctil y cinética, porque el tacto es más una interacción entre los sentidos que el resultado de un contacto aislado entre la piel y el objeto.
Para contrastarla con el fotograma, muchos directores dicen de la imagen televisiva que es de «baja definición», en el sentido de que ofrece poco detalle y un bajo nivel de información, igual que las historietas. Un primer plano televisivo proporciona la misma cantidad de información que una pequeña parte de un plano alejado en la pantalla de cine. Por falta de percepción de tan central faceta de la imagen de televisión, los críticos de los «contenidos» de la programación han dicho barbaridades acerca de la «violencia en la televisión». Los portavoces de las opiniones censuradoras suelen ser individuos semialfabetizados orientados hacia el libro, totalmente ignorantes de las gramáticas de los periódicos, de la radio o del cine, y que, además, miran con recelo cualquier medio que no sea el libro. La pregunta más sencilla sobre cualquier aspecto psíquico, incluso del medio libresco, los sume en un terror de incertidumbre. Confunden la proyección de una única actitud aislada con la vigilancia moral. Si estos censores tomaran conciencia de que «el medio es el mensaje», o fuente esencial de los efectos, se volverían hacia la supresión de los medios como tales, en lugar de intentar controlar sus «contenidos».
Su presuposición de que el contenido o programación es el factor que influye en la perspectiva y la acción proviene del libro y de su nítida separación entre forma y contenidos.
¿No es extraño que, en la América del Norte de los años cincuenta, la televisión hubiese sido un medio tan revolucionario como la radio en la Europa de los años treinta? La radio, medio que resucitó la red tribal de vínculos y afinidades en la mente europea de los años veinte y treinta, no tuvo efectos parecidos en Inglaterra ni en América del Norte. Ahí, la explosión de los lazos tribales por la radio no produjo ninguna reacción tribal digna de mención. Y, sin embargo, diez años de televisión han europeizado hasta los Estados Unidos, como lo atestigua su sentir, ahora cambiado, del espacio y de las relaciones personales. Hay ahora una nueva sensibilidad hacia el baile, las artes plásticas y la arquitectura, así como una demanda de coches pequeños, de ediciones de bolsillo, de peinados estrafalarios y de llamativa ropa ajustada, por no hablar de la nueva preocupación por conseguir efectos complejos en la cocina y el uso de los vinos. A pesar de todo, sería engañoso decir que la televisión tribalizará de nuevo a Inglaterra y a América del Norte. La acción de la radio sobre el mundo del habla resonante y de la memoria fue histérica. No obstante, sí que Inglaterra y América del Norte se han vuelto más vulnerables a la radio a causa de la televisión, cuando antes gozaban de un elevado grado de inmunidad. Para bien o para mal, la imagen televisiva ha ejercido una unificadora fuerza de sinestesia en la vida sensorial de dichas poblaciones intensamente alfabetizadas, que llevaban siglos sin experimentar. Conviene abstenerse de todo juicio de valor a la hora de considerar la cuestión de los medios, ya que sus efectos no pueden aislarse.
Durante mucho tiempo, la sinestesia, o unificación de la vida sensorial e imaginativa, pareció un sueño inalcanzable a los poetas, pintores y artistas europeos en general. Habían contemplado con pesar y consternación la fragmentada y empobrecida vida imaginativa del occidental alfabetizado a partir del siglo XVIII. Éste fue el mensaje de Blake y de Pater, de Yeats y D. H. Lawrence y de otras muchas primeras figuras. No estaban preparados para que sus sueños se realizasen en la vida de cada día en virtud de la acción estética de la radio y de la televisión. Y, sin embargo, estas extensiones masivas de su sistema nervioso central someten al occidental a una sesión diaria de sinestesia. El modo de vida occidental alcanzado hace siglos mediante la rigurosa separación y especialización de los sentidos, con el de la vista en la cima de lajerarquía, no puede aguantar las olas de la radio y de la televisión que bañan la gran estructura visual del individuo abstracto. Los que, por motivaciones políticas, unirían ahora su fuerza a la acción antiindividual de nuestra tecnología eléctrica son mezquinos autómatas subliminales que imitan los patrones de las actuales presiones eléctricas. Un siglo antes y con el mismo sonambulismo se habrían vuelto en la dirección opuesta. Los poetas y filósofos románticos alemanes empezaron a reivindicar, cantando en coros tribales, el regreso al oscuro inconsciente un siglo antes de que la radio e Hitler hicieran dicho regreso difícil de evitar. ¿Qué debe pensarse de los que desean un regreso a las usanzas prealfabéticas sin tener idea siquiera de cómo el modo visual civilizado fue sustituido por la auditiva magia tribal?
A estas alturas, cuando los norteamericanos están descubriendo nuevas pasiones por el buceo y el espacio envolvente de los coches pequeños, gracias al indomable apremio táctil de la imagen de televisión, esta misma imagen inspira a muchos ingleses sentimientos raciales de exclusividad tribal. Mientras que los muy alfabetizados occidentales siempre han idealizado la condición de integración de las razas, ha sido su cultura alfabetizada la que ha hecho imposible una verdadera uniformidad entre las razas. El hombre alfabetizado sueña naturalmente con soluciones visuales a los problemas de las diferencias humanas. A finales del siglo XIX, este tipo de sueño sugirió la adopción de una vestimenta y educación similares para hombres y mujeres. El fracaso de los programas de integración sexual ha brindado temas a gran parte de la literatura y del psicoanálisis del siglo XX La integración racial, emprendida sobre la base de la uniformidad visual, es una extensión de la misma estrategia cultural del hombre alfabetizado, para quien siempre parecen necesitar erradicación las diferencias, bien sean sexuales y raciales o temporales y espaciales. El hombre electrónico, al verse implicado cada vez más profundamente en las realidades de la condición humana, no puede aceptar la estrategia cultural del hombre alfabetizado. Los negros rechazarían un plan de uniformidad visual tan seguramente como lo hicieron antes las mujeres, y por las mismas razones. Las mujeres se dieron cuenta de que se las había despojado de sus papeles distintivos y convertido en ciudadanos fragmentados de «un mundo de hombres». El enfoque mismo de estos problemas en términos de uniformidad y de homogeneización social es una última presión de la tecnología mecánica e industrial. Sin ánimo de moralizar, puede decirse que la edad eléctrica, al implicar profunda y recíprocamente a todos los hombres, llegará a rechazar semejantes soluciones mecánicas. Es más difícil proporcionar unicidad y diversidad que imponer los patrones uniformes de la educación multitudinaria; aunque en condiciones eléctricas, estas unicidad y diversidad pueden fomentarse como nunca antes.
Temporalmente, todos los grupos prealfabéticos del mundo han empezado a sentir las explosivas y agresivas energías liberadas por la aparición de una nueva alfabetización y mecanización. Estas explosiones se producen justo cuando se están fundiendo las nuevas tecnologías eléctricas para que las podamos compartir a escala global.
El efecto de la televisión, como extensión más reciente de nuestro sistema nervioso central, es difícil de captar por varios motivos. Como ha afectado la totalidad de nuestra vida personal, social y política, sería poco realista intentar una presentación «sistemática», o visual, de dicha influencia. En lugar de ello, es más factible «presentar» la televisión como una compleja gestalt de datos reunidos casi al azar.
La imagen de televisión es de baja intensidad o definición y por lo tanto, a diferencia del cine, no puede permitirse una información detallada de los objetos. La diferencia es parecida a la que se da entre los antiguos manuscritos y la palabra impresa. La imprenta aportó intensidad y precisión uniforme donde antes había una textura difusa. La imprenta introdujo el gusto por la medición exacta y la repetibilidad que ahora asociamos con las ciencias y las matemáticas.
El productor de televisión señalará que el discurso televisivo no debe tener forzosamente la cuidada precisión necesaria en el teatro. El actor de televisión no tiene que proyectar la voz ni proyectarse a sí mismo. La interpretación televisiva es tan sumamente íntima, debido a la peculiar implicación del telespectador en la compleción, o «cierre», de la imagen de televisión, que el actor debe conseguir un importante grado de informalidad espontánea, del todo inadecuada en el cine y vana en el escenario. La audiencia participa tan plenamente en la vida interior del actor de televisión como en la vida exterior de la estrella de cine. Técnicamente, la televisión tiende a ser un medio de primer plano. El primer plano, que en el cine se emplea para causar un choque, es algo muy normal en la televisión. Mientras que una fotografía del tamaño de una pantalla de televisión puede representar una docena de rostros con la adecuada precisión, doce caras en una pantalla de televisión quedan como una mancha borrosa.
El carácter peculiar de la imagen de televisión en su relación con el actor produce reacciones tan familiares como la incapacidad de reconocer en la vida real a una persona que vemos cada semana por televisión. Pocos somos tan atentos como el párvulo que dijo a Garry Moore: «¿Cómo has salido de la tele?». Presentadores y actores comentan la frecuencia con que se les acercan personas que dicen tener la sensación de conocerlos. En una entrevista, preguntaron a Joanne Woodward cuál era la diferencia entre ser una estrella del cine y una actriz de televisión. Contestó ella: «Cuando hacía cine, oía que la gente decía: "Mira, es Joanne Woodward", Ahora dicen: "Me suena de algo"».
Contaba el dueño de un hotel de Hollywood situado en una zona donde viven muchos actores de cine y de televisión, que la devoción de los turistas se había trasladado a las estrellas de la televisión. Además, la mayoría de las estrellas de televisión son hombres, es decir «personajes fríos», mientras que la mayoría de las estrellas del cine son mujeres, ya que pueden presentarse como personajes «calientes». Desde la llegada de la televisión, las estrellas del cine, hombres y mujeres, y con ellos, todo el sistema del estrellare, han tendido a rebajarse a una categoría más moderada. El cine es un medio caliente de alta definición. La observación tal vez más interesante del hotelero era que los turistas querían ver a Perry Mason y a Wyatt Earp. No querían ver a Raymond Burr ni a Hugh O’Brian. Los turistas anteriores, admiradores de las estrellas de cine, querían ver cómo eran sus ídolos en la vida real. Los fanáticos del frío medio de la televisión quieren ver a su estrella en su papel, mientras que los aficionados al cine quieren lo auténtico.
Con el libro impreso, se dio un parecido cambio de sentido. En la cultura del manuscrito y del copista, la vida privada de los autores despertaba poco interés. Hoy día, la historieta es más cercana a las formas de expresión del manuscrito y de la imprenta con bloques de madera. El Pogo de Walt KeIly tiene todo el aspecto de una página gótica. Sin embargo, a pesar del gran interés del público por la forma de historieta, no hay casi curiosidad por la vida privada de estos artistas, ni tampoco por la de los autores de canciones populares. Con la imprenta, la vida privada se convirtió en la preocupación principal de los lectores. La imprenta es un medio caliente. Proyecta al autor hacia el público como lo hace el cine. El manuscrito es un medio frío que no proyecta a su autor lo suficiente como para implicar al lector. Lo mismo ocurre con la televisión. El telespectador está implicado y participa. Así, parece más fascinante el papel de la estrella de televisión que su vida privada. De este modo, el estudioso de los medios obtiene, como el psiquiatra, más información de sus informadores que la que éstos han percibido. Todo el mundo experimenta mucho más que entiende. Y, no obstante, más que la comprensión, es la vivencia la que influye en la conducta, sobre todo en las cuestiones colectivas de los medios y de la tecnología, cuyos efectos sobre el individuo necesariamente le pasan desapercibidos.
Algunos tal vez encuentren paradójico que un medio frío como la televisión deba estar tan comprimido y condensado como un medio caliente como el cine. Pero es bien sabido que medio minuto de televisión equivale a tres minutos de teatro o de comedia. Lo mismo es cierto del manuscrito en comparación con lo impreso. El «frío» manuscrito tendía a formas comprimidas de declaraciones, aforísticas y alegóricas. El «caliente» medio de la imprenta expandió la expresión hacia la simplificación Y el «deletreo» de los significados. La imprenta aceleró e «hizo estallar» los comprimidos escritos en fragmentos mas sencillos.
Un medio frío, sea la palabra hablada, el manuscrito o la televisión, deja mucho más trabajo al oyente o usuario que un medio caliente. Si el medio es de alta definición, la participación es baja. Si el medio es de baja intensidad, la participación es elevada. Tal vez por eso gruñen tanto los amantes.
Como la baja definición de la televisión asegura un elevado grado de implicación de la audiencia, los programas más efectivos son los que presentan situaciones que consisten el algún proceso que se ha de completar. Así, la aplicación de la televisión a la enseñanza de la poesía permitiría al profesor concentrarse en el proceso poético de elaboración del poema en cuestión. La forma libresca resulta poco apta para este tipo de presentación con implicación. Los mismos rasgos sobresalientes de «hágalo usted mismo» y de implicación en profundidad de la imagen televisiva se extienden al arte del actor de televisión, En condiciones televisivas, el actor ha de estar alerta para improvisar y embellecer cada linea y acento verbal con detalles en los gestos y las posturas, manteniendo esa intimidad con el telespectador que no puede darse ni en la gran pantalla ni en el escenario.
Está la supuesta observación de un nigeriano que, después de ver una película del oeste, comentó: «No me había dado cuenta de que se valoraba tan poco la vida humana en Occidente». Compensa esta observación el comportamiento de nuestros hijos al ver películas del oeste por televisión. Cuando llevan en la cabeza las nuevas camaras experimentales que siguen el movimiento de los ojos mientras el telespectador mira la imagen, los niños fijan la mirada en los rostros de los actores. Incluso en las escenas de violencia física, su mirada permanece enfocada mas en las reacciones faciales que en la acción violenta. Hacen caso omiso de pistolas, puñales y puños y prefieren la expresión facial. La televisión no es tanto un medio de acción como de reacción.
Las ansias del medio televisivo por los procesos y las reacciones complejas han permitido que el documental pase a primer plano. El cine puede tratar los procesos de forma magnífica, pero el espectador de cine está más dispuesto a ser un consumidor pasivo de acciones que un participante en las reacciones. La película del oeste, igual que el documental, siempre ha sido una forma inferior. Con la televisión, el western ha asumido una importancia nueva, ya que su tema siempre es: «Hagamos una ciudad». La audiencia participa en el modelado y la elaboración de una comunidad a partir de componentes pobres y poco prometedores. Además, la imagen de televisión se amolda perfectamente a las variadas y ásperas texturas de las sillas de montar, los atuendos vaqueros, las pieles y los destartalados bares y vestíbulos de hoteles hechos de troncos. En cambio, la cámara de cine se encuentra en su elemento en el reluciente y cromado mundo de los clubes nocturnos y de los lujosos establecimientos de una metrópoli. Y, lo que es más, las preferencias opuestas de las cámaras del cine de los años veinte y treinta, y de las de televisión de los años cincuenta y sesenta se han contagiado a toda la población. Los nuevos gustos norteamericanos de estos diez últimos años en cuanto a ropa, comida, vivienda, ocio y vehículos reflejan el nuevo patrón de interrelaciones de formas y de implicación a lo «hágalo usted mismo» favorecido por la imagen de televisión.
No es por casualidad que grandes estrellas cinematográficas como Rita Hayworth, Liz Taylor o Marilyn Mouroe hayan tenido sus altibajos en la nueva era de la televisión. Entraron en una era que ponía en tela de juicio todos los valores «calientes» de los medios anteriores al consumismo televisivo. La imagen de televisión desafía los valores de la fama tanto como los valores de los bienes de consumo. Dijo Marilyn Monroe: «Para mí, la fama no es sino una felicidad parcial y provisional. La fama no es la dieta diaria más indicada, no te llena. […] Creo que, cuando eres famosa, exageran todas tus debilidades. La industria debería comportarse con las estrellas como una madre cuyo hijo acabara de pasar corriendo por delante de un coche. Pero, en lugar de estrechar al niño, se ponen a castigarlo».
La televisión está vapuleando a la comunidad cinematográfica que, desconcertada e irritada, fustiga a diestro y siniestro. Estas palabras de la gran marioneta cinematográfica que unió al señor Béisbol y al señor Broadway son seguramente un augurio. Si muchas de las grandes figuras ricas y triunfadoras de América del Norte cuestionaran públicamente el valor absoluto del dinero y del éxito para conducir a la felicidad y al bienestar humanos, no sería un precedente más demoledor que el de Marilyn Monroe. Durante casi cincuenta años, Hollywood ha ofrecido a la «mujer perdida» un camino hacia la cumbre y los corazones. De repente, la diosa del amor profiere un horrible grito, vocifera que comerse a los demás no está bien, y vocea denuncias del estilo de vida. Ésta es exactamente la actitud de los beatniks suburbanos. Rechazan la fragmentada y especializada vida de consumidor a cambio de cualquier cosa que brinde una humilde implicación y un compromiso profundo. Es esta misma tendencia que recientemente ha apartado a las jóvenes de las carreras especializadas a favor de un matrimonio temprano y de una familia numerosa. Pasan de tener un empleo a tener una función.
Las mismas preferencias nuevas por la participación en profundidad han suscitado también en los jóvenes un fuerte anhelo de experiencia religiosa, con ricos acentos litúrgicos. El resurgimiento litúrgico de la edad de la radio y de la televisión ha afectado hasta a las más austeras sectas protestantes. En todos los barrios han aparecido corales y ricos atuendos. El movimiento ecuménico es sinónimo de tecnología eléctrica.
Así como la malla mosaica de la televisión no fomenta la perspectiva en el arte, tampoco fomenta la linealidad en la vida. Desde la llegada de la televisión, la cadena de montaje ha desaparecido de la industria. En la administración de empresas, se han disuelto las estructuras lineales de personal. Han desaparecido las líneas de partido, las líneas de recepción, los lugares para hombres solos[60] y la línea en la parte posterior de las medias.
Con la televisión llegó el fin de las votaciones en bloque en la política, una forma de especialización y fragmentación que ha dejado de funcionar desde que llegó la televisión. En lugar del voto en bloque, tenemos el icono, la imagen inclusiva. En lugar del punto de vista político, o plataforma, tenemos la postura política inclusiva, la opinión. En lugar del producto, el proceso. En períodos de crecimiento nuevo y rápido, se difuminan los contornos. En la imagen de televisión, tenemos la supremacía de los contornos difusos, de por sí, máximo incentivo para el crecimiento y un nuevo «cierre» o compleción, sobre todo para una cultura de consumo que ha tenido una larga asociación con los nítidos valores visuales que se habían separado de los otros sentidos. Tan grandes son los cambios acaecidos en la vida norteamericana, a consecuencia de la pérdida de lealtad por el paquete de consumo en el entretenimiento y el comercio, que todas las empresas, de Madison Avenue a la General Motors y de Hollywood a la General Foods, se han estremecido y han tenido que buscar nuevas estrategias de acción. Lo que la implosión, o contracción, eléctrica ha hecho interpersonalmente e internacionalmente, la imagen de televisión lo está haciendo intrapersonalmente o intrasensorialmente.
Esta revolución sensorial no es difícil de explicar a los pintores y a los escultores, ya que, desde que Cézanne abandonó la ilusión de la perspectiva a favor la estructura en la pintura, se han estado esforzando por lograr este mismo cambio que la televisión acaba de efectuar a escala fantástica. La televisión es un programa Bauhaus de diseño y de manera de vivir, o la estrategia educativa Montessori, con una completa extensión tecnológica y patrocinio económico. La agresiva arremetida de estrategia artística para rehacer al occidental se ha convertido, por televisión, en una reyerta vulgar y en una ostentación sobrecogedora en la vida norteamericana.
Sería imposible exagerar hasta qué punto esta imagen ha predispuesto a América del Norte hacia los modos europeos de sentidos y sensibilidad. Europa desarrolló gran parte de la tecnología industrial necesaria para su primera fase de consumo masivo durante la segunda guerra mundial. En cambio, fue la primera guerra mundial la que preparó a América del Norte para el mismo despegue consumidor. Hizo falta la implosión electrónica para disolver la diversidad nacionalista de una Europa astillada y hacer por ella lo que la explosión industrial hizo por América del Norte. La explosión industrial que acompaña la expansión disgregante de la alfabetización y de la industria, sólo pudo tener un reducido efecto sobre el mundo europeo y sus numerosos idiomas y culturas. El empuje de Napoleón aprovechó la fuerza combinada de la nueva alfabetización y de la primera industrialización. Pero Napoleón tuvo que trabajar con unos materiales menos homogeneizados que aquellos de que disponen los rusos hoy en día. Ya para 1800, el poder homogeneizante del proceso de alfabetización había llegado más lejos en América del Norte que en cualquier país de Europa: Desde el principio, América del Norte se tomó a pecho la tecnología de la imprenta en su vida educativa, industrial y política; y fue recompensada por una cantera sin precedente de trabajadores y consumidores estandarizados tal que ninguna otra cultura había tenido antes. No habla en su favor el que los historiadores culturales hayan pasado por alto el poder homogeneizante de la tipografía, y la fuerza irresistible de las poblaciones homogeneizadas. Si en todas partes y en todos los tiempos los científicos políticos han ignorado los efectos de los medios, es porque nadie ha estado dispuesto a estudiar sus efectos personales y sociales independientemente de sus «contenidos».
Hace ya mucho tiempo que América del Norte ha alcanzado su Mercado Común gracias a la homogeneización mecánica y alfabetizada de la organización social. Europa está logrando ahora su unidad bajo los auspicios eléctricos de la compresión e interrelación. Nadie se ha planteado nunca cuánta homogeneización por alfabetización es necesaria para generar un grupo efectivo de productores-consumidores en la edad de la automatización. Nunca se ha reconocido del todo que el papel de la alfabetización en el modelado de una economía industrial es básico y arquetípico. La alfabetización es indispensable en todos los lugares y épocas para crear los hábitos de uniformidad. Y, sobre todo, es necesaria para la viabilidad de los sistemas de precios y de los mercados. Este factor fue pasado por alto igual que ahora se pasa por alto la televisión, ya que ésta genera muchas preferencias que se apartan bastante de la uniformidad y repetibilidad de la alfabetización. Ha hecho que los norteamericanos salieran en busca de toda clase de rarezas en objetos surgidos del pasado histórico. Muchos norteamericanos no escatiman gastos ni esfuerzos con tal de probar un nuevo vino o manjar. Lo uniforme y lo reiterativo deben ceder ante lo que se aparta de la línea, hecho que cada vez más se está convirtiendo en la desesperación y confusión de nuestra economía estandarizada.
El poder del mosaico de la televisión para transformar la inocencia norteamericana en sofisticada profundidad, independientemente del «contenido», no tiene nada de misterioso, si se mira directamente. La prensa popular que creció con el telégrafo ya había bosquejado la imagen televisiva en mosaico. El uso comercial del telégrafo empezó en 1844 en los Estados Unidos y un poco antes en Inglaterra. La poesía de Shelley prestó mucha atención al principio eléctrico y a sus implicaciones. En estos asuntos, el empirismo artístico suele anticiparse a la ciencia y a la tecnología en una generación o más. Edgar AlIan Poe no pasó por alto el significado del mosaico telegráfico en sus manifestaciones periodísticas. Se valió de él para establecer dos invenciones desconcertadamente nuevas: el poema simbolista y la novela policíaca. Ambas formas requieren una participación a lo «hágalo usted mismo» por parte del lector. Al presentar una imagen o proceso incompletos, Poe implicaba a sus lectores en el proceso creativo en una manera que han admirado y seguido Baudelaire, Valéry, T. S. Eliot y muchos otros. Poe captó en seguida que la dinámica eléctrica implicaba la participación y la creatividad del público, Aun así, incluso hoy en día, el consumidor homogeneizado se queja-cuando se le pide que participe en la creación o en la compleción de un poema, de un cuadro o de cualquier otra estructura abstracta. Poe sabía que incluso la participación en profundidad se habría derivado pronto del mosaico telegráfico. Las autoridades literarias, más lineales y con más espíritu literal, «simplemente no podían verlo». Y siguen sin poder verlo. Prefieren no participar en el proceso creativo. Se han acomodado a los paquetes completos, en la prosa, el verso y las artes plásticas. Estas personas son las que, en todas las aulas del país, se enfrentan a estudiantes que se han acomodado a los modos táctiles y no pictóricos de las estructuras simbolistas y míticas, gracias a la imagen de televisión.
La revista Life del 10 de agosto de 1962 publicó un artículo sobre «Demasiados preadolescentes crecen demasiado pronto y demasiado rápido». Nadie reparó en el hecho de que parecido ritmo de crecimiento siempre ha sido la norma en las culturas tribales y las sociedades no alfabetizadas. Inglaterra y América del Norte han fomentado la institución de la adolescencia prolongada, negándole la participación táctil que es el sexo. Ello no se debió a una estrategia consciente, sino que fue, más bien, una aceptación general de las consecuencias de la presión primordial de la palabra impresa y de los valores visuales como modos de organizar la vida personal y social. Esta presión llevó a éxitos de producción industrial y de conformidad política que fueron justificación suficiente.
Pasó a predominar la respetabilidad, o capacidad de sostener la inspección visual de la vida de uno. Ningún país europeo consintió que la imprenta adquiriera semejante prioridad. Visualmente, América del Norte siempre ha considerado a Europa como algo de pacotilla. En cambio, las mujeres norteamericanas, cuya apariencia visual nunca ha sido igualada por ninguna otra cultura, siempre han parecido abstractas muñecas mecánicas a los europeos. El tacto es un valor supremo en la vida europea. Por este motivo, en el continente no hay adolescencia, sino sólo el salto de la infancia a las usanzas de los adultos. Tal es ahora la condición de América del Norte desde la televisión, y seguirá esta condición de evasión de la adolescencia. La vida introspectiva de los pensamientos a largo plazo y de los objetivos lejanos, que deben perseguirse según líneas que parecen un ferrocarril siberiano, no pueden coexistir con la forma de mosaico de la imagen de televisión, que exige una inmediata participación en profundidad y no admite demora alguna. Los mandatos de dicha imagen son tan variados y, sin embargo, tan coherentes, que incluso mencionarlos equivaldría a describir la revolución de la última década.
Podría encabezar esta lista de los mandatos de la televisión el fenómeno de la edición de bolsillo, el libro en versión «fría», porque ahora se manifiesta esa transformación, obrada por la televisión, de la cultura del libro en otra cosa. Los europeos tuvieron ediciones de bolsillo desde el principio. Desde los inicios del automóvil han preferido el espacio envolvente del coche pequeño. Nunca los ha atraído el valor pictórico del «espacio cerrado» en el libro, el coche o la vivienda. La edición de bolsillo, sobre todo de obras cultas, se ensayó en América del Norte en los años veinte, treinta y cuarenta. Pero no fue hasta 1953 que, de repente, se la consideró aceptable. Ningún editor sabe por qué realmente. No sólo la edición de bolsillo es un paquete más táctil que visual, sino que puede tratar con la misma facilidad temas profundos y triviales. Desde la llegada de la televisión, los norteamericanos han perdido su inocencia y sus inhibiciones respecto a la cultura de la profundidad. El lector de edición de bolsillo ha descubierto que puede disfrutar de Aristóteles o de Confucio con simplemente aminorar la marcha. El antiguo hábito literario de recorrer rápidamente las uniformes líneas impresas, de repente, ha dejado paso a la lectura en profundidad.
Por supuesto, esta lectura en profundidad no es propia de la palabra impresa como tal. La indagación en profundidad de las palabras y del lenguaje es una característica más propia de las culturas orales y del manuscrito que de la imprenta. Los europeos siempre han sentido que la cultura de ingleses y norteamericanos carecía de profundidad. Desde la aparición de la radio, y sobre todo de la televisión, los críticos literarios ingleses y norteamericanos han superado a cualquier europeo en profundidad y sutileza. El beatnik que se vuelve hacia el zen sólo está cumpliendo el mandato del mosaico televisivo en el mundo de las palabras y de la percepción. La edición de bolsillo se ha convertido en un amplio mundo mosaico con profundidad, que expresa la cambiada vida sensorial de los norteamericanos, para quienes la experiencia en profundidad, tanto de las palabras como de la física, se ha vuelto del todo aceptable, e incluso es buscada.
Dónde exactamente empezar el examen de la transformación de las actitudes norteamericanas es un tema muy arbitrario, como puede verse en un cambio tan grande como el repentino declive del béisbol. El traslado de los Dodgers de Brooklyn a Los Ángeles, de por sí ya era un augurio. El béisbol se desplazó hacia el oeste en un intento de retener público tras el golpe de la televisión. El modo característico del partido de béisbol es que presenta las cosas de una en una. Es un juego lineal y expansivo que, como el golf, está perfectamente adaptado a la perspectiva de una sociedad individualista y vuelta hacia adentro. La programación y la espera son su esencia, con todo el campo en suspenso esperando la actuación de un único jugador. En cambio, el fútbol, el baloncesto y el hockey sobre hielo son deportes en los que muchos sucesos ocurren simultáneamente y en los que todo el equipo está implicado al mismo tiempo. Con la aparición de la televisión, se volvió inaceptable el aislamiento de la actuación individual, como ocurre en el béisbol. El interés en el béisbol disminuyó y sus estrellas, como las de cine, descubrieron que las.dimensiones de la fama se estaban encogiendo. Como el cine, el béisbol era un medio caliente que se caracterizaba por el virtuosismo individuar y los ejecutantes estelares. El verdadero hincha es un almacén de información estadística sobre anteriores explosiones de bateadores y lanzadores en numerosos partidos. Nada podría expresar con más claridad la peculiar satisfacción que proporcionaba un deporte que pertenecía a la metrópoli industrial, con su incesante explosión demográfica, sus acciones, bonos y récords de producción y de ventas. El béisbol perteneció a la edad de la primera consolidación de la prensa caliente y del medio fílmico. Siempre seguirá siendo un símbolo de la era de las mamás calientes, de los locos del jazz, de los jeques y de la reina de Saba, de las vampiresas, de los buscadores de oro y del dinero fácil. En una palabra, el béisbol es un juego caliente que se enfrió en el nuevo clima televisivo, como hicieron también la mayoría de los políticos y temas calientes de las anteriores décadas.
En la actualidad, no hay medio más frío ni tema más caliente que el coche pequeño. Parece un altavoz para graves que se hubiera montado mal y que produjera un tremendo ruido de fondo. El pequeño coche europeo —y, ya puestos, la edición de bolsillo y la belleza europeas nunca ha sido un paquete visual. La oferta de coches europeos es tan pobre visualmente que es evidente que sus fabricantes nunca los han considerado como algo que pudiera mirarse. Son algo que uno se pone, como unos pantalones o un jersey. Su espacio es de los que busca el buceador, el esquiador acuático y el remero en su bote. En un sentido inmediato y táctil, este nuevo espacio es afín al que ha aportado la moda de los ventanales. En cuanto a la «vista», el ventanal nunca ha tenido sentido alguno. Aunque si de lo que se trata es de descubrir una nueva dimensión del exterior pretendiendo ser un pez rojo en un acuario, entonces sí tiene sentido el ventanal. Como también lo tienen los frenéticos esfuerzos para hacer las paredes e interiores más bastos a imitación del exterior de la casa. Este mismo impulso es el que envía los espacios y mobiliarios interiores a los patios, en un intento de experimentar el exterior como el interior. El telespectador interpreta este papel en todo momento. Es submarino. Lo bombardean átomos que muestran lo exterior como interior en una interminable aventura de imágenes difusas y de contornos misteriosos.
No obstante, se había diseñado el coche norteamericano según los mandatos visuales de las imágenes tipográfica y cinematográfica. El coche norteamericano era un espacio cerrado, no un espacio táctil. Y como se explicó en el capítulo sobre la imprenta, un espacio cerrado es aquel en que han sido reducidas a términos visuales todas las cualidades espaciales. Como lo observaron los franceses hace décadas, con un coche norteamericano «uno no está en la carretera, sino en el coche». En cambio, el coche europeo pretende llevarlo a uno por la carretera y proporcionarle muchas vibraciones en el trasero. Brigitte Bardot fue notitia cuando dijo que prefería conducir descalza para conseguir la mayor cantidad de vibraciones. Incluso los coches ingleses, flojos en cuanto al aspecto visual, han incurrido en la culpa de anunciar que «a cien por hora, lo único que se oye es el tictac del reloj». Sería un anuncio más bien pobre para una generación televisiva que tiene que estar en todo y debe ahondar las cosas para llegar a ellas. Tan ávido de ricos efectos táctiles es el telespectador que se podía dar por descontado que volvería al esquí. La rueda, para él, carece de la necesaria calidad de abrasión.
En esta primera década de televisión, la ropa repite la misma historia que los vehículos. La revolución fue pregonada por las jovencitas que se desprendieron de toda la carga de efectos visuales a favor de otros táctiles tan extremados como para crear una nivelada plataforma de resuelta inexpresividad. Forma parte de la fría dimensión de la televisión la pinta inexpresiva que llegó con el adolescente. En la época de los medios calientes de la radio, del cine y del libro antiguo, la adolescencia era un período de rostros frescos, ávidos y expresivos. Ningún avezado político o alto ejecutivo de los años cuarenta se habría atrevido a hacer gala de tan inexpresivo y escultural semblante, como el del niño de la era de la televisión. Por el estilo fueron los bailes que llegaron con la televisión, incluso el twist, que no es sino una forma de diálogo inanimado, cuyas gesticulaciones y muecas indican implicación en profundidad aunque sin «nada que decir».
La ropa y la estética de la última década se han vuelto tan táctiles y esculturales que presentan una especie de exageradas indicaciones de las nuevas cualidades del mosaico televisivo. La extensión televisiva de nuestros nervios en hirsutos patrones posee el poder de evocar un mar de imaginería afín en la ropa, los peinados, la manera de andar y los gestos.
Todo ello se suma a la implosión compresora, la vuelta a formas no especializadas de espacios y vestimenta, la búsqueda de usos múltiples para las habitaciones, las cosas y los objetos, en una palabra: lo icónico. En música y poesía, la implosión táctil representa la insistencia en cualidades cercanas al lenguaje informal. Así, los Schoenberg, Stravinsky, Carl Orff y Bartok, en lugar de avanzados buscadores de efectos esotéricos, parecen ahora haber acercado la música a la condición del discurso humano ordinario. Es precisamente este ritmo coloquial en sus obras lo que antes parecía tan poco melodioso. Cualquiera que escuche las piezas medievales de Perotinus o Dufay, las encontrará muy cercanas a las de Stravinsky o de Bartok. Ahora, en la presente edad de implosión electrónica, se está reproduciendo al revés la gran explosión del Renacimiento que alejó los instrumentos musicales de la canción y del habla y les asignó funciones especializadas.
La ciencia médica ofrece uno de los más vívidos ejemplos de la calidad táctil de la imagen de televisión. En la enseñanza de la cirugía con circuitos cerrados de televisión, los estudiantes de medicina informaron de un extraño efecto: no tenían la sensación de presenciar una intervención quirúrgica, sino de llevarla a cabo. Sentían que sujetaban el bisturí. De este modo, la imagen de televisión, al suscitar una pasión por la implicación en profundidad en todos los aspectos de la experiencia, crea una obsesión por el bienestar corporal. Era de esperar la repentina aparición del médico y del servicio hospitalario televisivos como programa susceptible de competir con el westem. Podríamos citar una docena de nuevos tipos de programas aún no intentados que en seguida resultarían populares, y por los mismos motivos. Toro Dooley, y su épica de la asistencia sanitaria para las capas atrasadas de la sociedad, fue una consecuencia natural de la primera década de televisión.
Ahora que acabamos de ver la fuerza subliminal de la imagen de televisión con una selección redundante de muestras, la cuestión que cabe hacerse es: «Qué posible inmunidad puede haber a la operación subliminal de un nuevo medio como la televisión?». Durante mucho tiempo la gente ha dado por supuesto que una obstinada impenetrabilidad, respaldada por una firme desaprobación, era protección suficiente contra cualquier experiencia nueva. El tema del presente libro es que ni siquiera la más lúcida comprensión de un medio puede prevenir la usual «cerrazón» de los sentidos que hace que nos conformemos con el patrón de experiencia presentado. La mayor pureza mental no protege contra las bacterias, mal que les pese a los colegas de Louis Pasteur, que lo echaron de la profesión médica por sus viles alegaciones acerca de la acción invisible de las bacterias. Así, para resistirse a la televisión, debe obtenerse el antídoto de medios afines como la imprenta.
Llegamos a otro terreno delicado con la pregunta: «¿Cuál ha sido el efecto de la televisión en nuestra vida política?». Aquí, al menos, las grandes tradiciones de sentido crítico y vigilancia son un testimonio de las salvaguardias que hemos dispuesto contra el uso vil del poder.
El capítulo sobre «los debates televisivos» en The Making of the President: 1960 de Theodore White dejará perplejo al estudioso de la televisión. White cita estadísticas sobre el número de televisores en los hogares norteamericanos y el número de horas al día que se utilizan, pero no da ninguna pista sobre la naturaleza de la imagen de televisión y de sus efectos sobre candidatos y telespectadores. White considera los «contenidos» de los debates y el comportamiento de los participantes, pero nunca se le ocurre preguntarse por qué la televisión iba a ser, inevitablemente, un desastre para una imagen intensa y nítida como la de Nixon, y una bendición para la difusa y borrosa textura de Kennedy. Al final de los debates, Philip Deane, periodista del Observer de Londres, expuso mi idea del impacto venidero de la televisión sobre las elecciones en un artículo titulado: «El sheriffy el abogado», publicado en el Toronto Globe and Mail del 5 de octubre de 1960. La idea era que la televisión iba a favorecer tanto a Kennedy que éste ganaría las elecciones. De no ser por la televisión, Nixon lo habría conseguido. Al final de su artículo Deane escribe:
Ahora que la prensa en general ha dicho que Nixon estuvo mejor en los últimos dos debates y que estuvo peor en el primero, el profesor McLuhan opina que Nixon ha ido sonando cada vez más resuelto; independientemente del valor de las opiniones y principios del vicepresidente, los ha estado defendiendo con una gesticulación excesiva para el medio televisivo. Las respuestas más bien firmes de Kennedy también fueron un error, aunque éste todavía ofrece una imagen más cercana al héroe de televisión —según dice el profesor McLuhan—, un poco al estilo del joven y tímido sheriff; mientras que Nixon, con sus oscuros ojos de mirada fija y sus astutos circunloquios, se pareció más al abogado de los ferrocarriles que firma concesiones que no favorecen los intereses de los habitantes del pueblo.
De hecho, Nixon, al contraatacar y al reivindicar los mismos objetivos que los demócratas, como suele hacer en los debates, podría estar ayudando a su contrincante difuminando la imagen de Kennedy y causando confusión acerca de qué es exactamente lo que éste quiere cambiar.
Así, Kennedy no se ve entorpecido por temas muy concretos; visualmente, es una imagen menos definida y parece mucho más desenvuelto. Parece menos ansioso de convencer que Nixon. Así pues, el profesor McLuhan da la ventaja a Kennedy, sin menosprecio de la formidable atracción que supone Nixon para las ingentes fuerzas conservadoras del país.
Otra forma de explicar la personalidad televisiva aceptable, en comparación con la inaceptable, es decir que cualquiera cuyo aspecto declara firmemente su función y categoría no es adecuado para la televisión. Cualquiera que parezca ser profesor, médico, hombre de negocios y una docena de otras cosas a la vez, conviene para la televisión. Cuando la persona presentada parece encasillable, como era el caso de Nixon, entonces al telespectador no le queda nada por completar. Se siente incómodo ante su imagen televisiva y, molesto, dice: «Este tipo tiene un no sé qué que no encaja», El telespectador tendrá esa misma sensación molesta ante una chica hermosísima por televisión y ante cualquiera de las imágenes y mensajes intensos y de «alta definición» de los patrocinadores. No es por casualidad que desde la llegada de la televisión la publicidad se haya convertido en una nueva e inmensa fuente de efectos cómicos. Kruschov es una imagen ya muy completada que, por televisión, parece una caricatura. En radiofotografía y por televisión, Kruschov es un cárnico jovial, una presencia que desarma totalmente. Asimismo, la fórmula exacta por la cual alguien sería elegible para un papel de cine le descalifica para la aceptación televisiva. El caliente medio del cine requiere gente que decididamente se parezca a algún tipo dado. El frío medio de la televisión no puede ceñirse a lo típico porque deja al telespectador frustrado en su tarea de «cierre» o compleción de la imagen. El presidente Kennedy no se parecía a un rico, ni siquiera a un político. Podía haber sido cualquier cosa, de tendero o profesor a entrenador de fútbol. No era ni demasiado preciso ni demasiado locuaz como para perjudicar su compostura y su contorno agradablemente desenfadados. Alternaba del palacio a la cabaña forestal, y de la riqueza a la Casa Blanca según un patrón de inversión y remonte televisivos.
Se encontrarán los mismos componentes en todas las populares figuras de la televisión. Ed Sullivan, el «gran rostro de piedra», como se lo conoció desde el principio, tiene la necesaria aspereza de textura y calidad escultural general que imponen respeto por televisión. Jack Paar es muy distinto, ni es borroso ni escultural. Pero, en cambio, su presencia televisiva es aceptable debido a su agilidad verbal, sumamente fría e informal. El programa de Jack Paar reveló la necesidad inherente de la televisión de charlas y diálogos espontáneos. Jack Paar ha descubierto cómo ampliar la mosaica imagen televisiva a todo el diseño de su programa, aparentando controlar en el acto a quien sea y desde cualquier lugar: De hecho, supo entender muy bien cómo crear un mosaico a partir de los otros medios, a partir de los mundos del periodismo y de la política, de los libros, de Broadway y del arte en general, hasta convertirse en un formidable rival del mosaico de la prensa. Así como Amos y Andy hicieron bajar la asistencia a la iglesia el domingo por la tarde en los viejos tiempos de la radio, con su programa nocturno Jack Paar ha hecho que disminuyera la clientela de los bares de copas.
¿Qué hay de la televisión educativa? El niño de tres años que se sienta con papá y el abuelo a ver la conferencia de prensa del presidente, ilustra el serio papel educativo de la televisión. Si preguntamos cuál es la relación de la televisión con el proceso de aprendizaje, la respuesta seguramente será que la imagen televisiva, en virtud de su énfasis en la participación, el diálogo y la profundidad, ha producido en América del Norte una demanda nueva de programación intensiva en la educación. No importa en absoluto que algún día llegue o no a haber televisores en todas las aulas. La revolución ya se ha producido en casa, La televisión ha modificado nuestra vida sensorial y nuestros procesos mentales, Ha creado un gusto por la experiencia en profundidad que afecta tanto a la enseñanza de la lengua como al diseño del automóvil. Desde la llegada de la televisión, nadie queda contento con meros conocimientos librescos de francés o de poesía inglesa. Ahora, el grito unánime es: «¡Hablemos francés!» o «¡Que se oiga al trovador!», Y, bastante curiosamente, con la demanda de profundidad viene la demanda de programación intensiva, no sólo de más profundidad, sino de más extensión en todas las ramas del saber: tal ha sido la demanda popular desde la aparición de la televisión. Tal vez se ha dicho bastante ya sobre la naturaleza de la imagen de televisión como para explicar por qué ha de ser así. ¿Cómo podría impregnar nuestras vidas más de lo que ya lo hace? Un mero uso en el aula no ampliaría su influencia. Por supuesto, en el aula su función obliga a una reorganización de los temas y de los enfoques de éstos. Y poner el aula actual por televisión sería como pasar películas de cine por televisión. El resultado sería un híbrido que no sería ninguna de las dos cosas. El enfoque correcto consiste en preguntar: «¿Qué puede hacer la televisión por el francés o la física que no puede hacer la clase?». La respuesta es: «La televisión puede ilustrar como nadie las interacciones entre procesos y el crecimiento de todo tipo de formas».
La otra cara de la moneda atañe al hecho de que, en un mundo educativo y social visualmente organizado, el niño televidente no es sino un minusválido desamparado. En El señor de las moscas, William Golding da una indicación indirecta de este sorprendente giro. Por un lado, es muy halagüeño para las huestes de dóciles niños que se les diga que, una vez que su niñera los haya perdido de vista, brotarán sus ardientes y salvajes pasiones interiores, llevándose por delante cochecitos y parques. Por otra parte, la pequeña parábola pastoral de Golding cobra cierto sentido en términos de los cambios psíquicos en el niño televidente. Esta cuestión es tan importante para cualquier estrategia o política cultural futura que requiere las mayúsculas de un titular y un resumen condensado:
¿POR QUÉ EL NIÑO TELEVIDENTE NO PUEDE VER MÁS ALLÁ?
La zambullida en la experiencia en profundidad mediante la imagen de televisión sólo puede explicarse en términos de las diferencias entre el espacio visual y el espacio mosaico. La capacidad de distinguir entre estas dos formas radicalmente diferentes es muy poco corriente en nuestro mundo occidental. Se ha señalado que, en el país de los ciegos, el tuerto puede no ser rey. Se lo toma por un lunático víctima de alucinaciones. En una cultura altamente visual resultaran difícil expresar las propiedades no visuales de las formas espaciales como explicar la vista a los ciegos. En El ABC de la Relatividad, Bertrand Russell empieza explicando que las ideas de Einstein no tienen nada de difícil y que lo único que requieren es una reorganización total de la vida imaginativa, y la imagen de televisión ha producido precisamente esta reorganización de la imaginación,
La incapacidad corriente de distinguir la imagen fotográfica de la televisiva no es meramente un factor demoledor en el presente proceso educativo; es sintomática de un fallo tradicional de la cultura occidental. El hombre alfabetizado, acostumbrado a un entorno en el que el sentido de la vista se ha extendido por todas partes como principio organizador, supone a veces que el mundo del arte primitivo, e incluso del arte bizantino, no representa sino una mera diferencia de grado, una especie de fracaso en conseguir que sus representaciones visuales estén a la altura de la plena efectividad visual. Nada más lejos de la verdad. De hecho, éste es un malentendido que durante siglos ha dificultado la comprensión entre Oriente y Occidente y que, hoy en día, obstaculiza las relaciones entre las sociedades de color y la blanca.
La mayoría de las tecnologías produce una amplificación muy explícita en su separación de los sentidos. La radio es una extensión de la fotografía auditiva y de alta fidelidad de lo visual. Pero la televisión es, sobre todo, una extensión del sentido del tacto que implica una mayor interacción entre todos los sentidos. Sin embargo, para el occidental, la extensión que lo abarca todo se debió a la escritura fonética, que es una tecnología que extiende el sentido de la vista. En cambio, todas las formas no fonéticas de escritura son modos artísticos que conservan mucha de la variedad de la orquestación sensorial. La escritura fonética es la única que tiene el poder de separar y fragmentar los sentidos y de allanar las complejidades semánticas. La imagen televisual invierte este proceso alfabético de fragmentación analítica de la vida sensorial.
El acento visual en la continuidad, la uniformidad y la capacidad de vincular, tal y como se derivan de la alfabetización, nos confiere los medios tecnológicos de implantar la continuidad y la linealidad mediante la repetición fragmentada. El mundo antiguo descubrió este instrumento en el ladrillo, tanto para los muros como para las carreteras. El repetitivo y uniforme ladrillo, agente indispensable de carreteras, muros, ciudades e imperios, es una extensión, por las letras, del sentido visual. El muro de ladrillo no es una forma mosaica, ni ésta es una estructura visual. El mosaico puede verse, como puede verse el baile, pero ni está visualmente estructurado ni es una extensión del poder visual. El mosaico no es uniforme, continuo ni repetitivo. Es discontinuo, oblicuo y no lineal, como la táctil imagen de televisión. Al sentido del tacto todo le resulta repentino, opuesto, original, suelto y extraño. El poema «Belleza multicolor» de G. M. Hopkins es un catálogo de las notas del sentido del tacto. Es un manifiesto de lo no visual y, como Cézanne, Seurat o Rouault, proporciona un enfoque indispensable para comprender la televisión. Las estructuras mosaicas no visuales del arte moderno, como las de la física moderna y de los patrones eléctricos de información, permiten poca objetividad. Como el sentido del tacto, la forma en mosaico de la imagen de televisión requiere participación e implicación en profundidad de todo el ser.En cambio, la alfabetización, al extender psíquica y socialmente el poder visual de la organización uniforme del tiempo y del espacio, confiere el poder de la objetividad y de la no implicación.
El sentido de la vista, extendido por la alfabetización fonética, fomenta el hábito analítico de percibir la faceta única en la vida de las formas. El poder visual nos permite aislar el acontecimiento único en el tiempo y el espacio, como ocurre en el arte figurativo. En la representación visual de una persona o de un objeto, se aísla una única fase, momento o aspecto de entre una multitud de fases, momentos o aspectos conocidos de dicha persona u objeto. El arte iconográfico, en cambio, utiliza el ojo como nos servimos de las manos e intenta crear una imagen inclusiva hecha de muchos momentos, fases y aspectos de la persona u objeto. Así, el modo icónico no es representación visual ni especialización de la presión visual, definidas por una visión desde una única posición. El modo táctil de percepción es repentino pero no especializado. Es total, sinestésico e implica todos los sentidos. Impregnado por el mosaico de la imagen televisiva, el niño televidente se enfrenta al mundo con un espíritu antitético a la alfabetización.
La imagen de televisión, incluso más que el icono, es una extensión del sentido del tacto. Cuando se encuentra con una cultura alfabetizada, a la fuerza embrolla la mezcla sensorial, y transforma las extensiones especializadas y fragmentadas en una trama continua de experiencia. Por supuesto, una transformación así es un desastre para una cultura alfabetizada y especializada. Difumina muchas actitudes y procedimientos queridos. Merma la eficacia de las técnicas pedagógicas básicas y la relevancia de los planes de estudio. Aunque sólo fuera por estas razones, convendría comprender la vida dinámica de estas formas que se invaden unas a otras y nos invaden a nosotros también. La televisión contribuye a la miopía.
Los jóvenes que acaban de experimentar una década de televisión se han impregnado naturalmente de un ansia de implicación en profundidad aliado de la cual todos los objetivos lejanos y entrevistos de la cultura corriente parecen no sólo irreales, sino inadecuados, y no sólo inadecuados, sino sin fuerza. Es la implicación total en un ahora completamente inclusivo que se da en la juventud por el mosaico de la imagen de televisión. Este cambio de actitud no tiene nada que ver con la programación, y sería igual aunque ésta consistiera exclusivamente en contenidos cultos y culturales. Este cambio de actitud, fruto de relacionarse con el mosaico de la imagen televisiva, se daría de todos modos. Por supuesto, no sólo debemos comprender este cambio, sino también explotar su riqueza pedagógica. El niño televidente espera implicación y no quiere un futuro empleo especializado. Quiere un papel y un compromiso profundo para con la sociedad. Malentendida y abandonada a sí misma, esta rica necesidad humana puede llegar a manifestarse en las distorsionadas formas retratadas en West Síde Story.
El niño televidente no puede ver más allá porque quiere implicación y porque no puede aceptar, ni en su educación ni en su vida, una meta o un destino fragmentario y meramente visualizado.
ASESINATO POR TELEVISIÓN
Jack Ruby disparó a Lee Oswald estando éste estrechamente rodeado de guardias paralizados por las cámaras de televisión. El poder de la televisión para fascinar e implicar apenas necesita esta prueba adicional de su peculiar acción sobre la percepción humana. El asesinato de Kennedy dio a la gente un sentido inmediato del poder de la televisión para crear, por un lado, una implicación en profundidad y, por otro, un embotamiento tan profundo como el pesar en sí. Mucha gente se asombró de la profundidad del significado que el acontecimiento les comunicó. A muchísima más gente les asombró la calma y la frialdad de la reacción de la multitud. El mismo acontecimiento, de haber sido cubierto por la prensa o la radio (en ausencia de televisión), habría proporcionado una experiencia totalmente diferente. El país se habría «salido de sus casillas» nacionales. La emoción habría sido muchísimo más fuerte y la profunda participación en una conciencia común, muchísimo menor.
Como se explicó antes, Kennedy era una excelente imagen televisiva. Utilizó dicho medio con la misma eficacia que Roosevelt había adquirido en la radio. Con la televisión, a Kennedy le resultó natural implicar a toda la nación en el despacho presidencial, tanto en su operación como en su imagen. La televisión reivindica los atributos corporativos del despacho. Tiene el potencial para hacer de la presidencia una dinastía monárquica. Una presidencia meramente electiva apenas podría permitirse la dedicación en profundidad y el compromiso que la forma televisiva requiere. Por televisión, hasta los profesores parecen dotados de un carácter carismático o místico, que les es atribuido por la audiencia estudiantil, que supera con creces los sentimientos que surgen en un aula o una sala de conferencias. En el curso de muchos estudios de las reacciones de la audiencia a la enseñanza por televisión, se ha ido repitiendo un mismo hecho desconcertante. Los telespectadores sienten que el profesor tiene una dimensión casi de santidad. Este sentimiento no se basa en conceptos o ideas, sino que parece colarse inexplicablemente y sin ser invitado. Asombra tanto a los estudiantes como a quienes estudian sus reacciones. No hay nada que podría darnos mejores pistas sobre el carácter de la televisión. Éste no es tanto un medio visual como uno audio-táctil que implica todos nuestros sentidos en una interacción profunda. A la gente acostumbrada durante mucho tiempo a la experiencia meramente visual del género tipográfico o fotográfico, les parecerá que es la sinestesia, o profundidad táctil de la experiencia televisiva, la que las aparta de sus actitudes usuales de pasividad y objetividad.
Dista mucho de ser cierto el comentario banal y ritual de las personas convencionalmente alfabetizadas de que la televisión es una experiencia para espectadores pasivos. La televisión es, sobre todas las cosas, un medio que requiere una respuesta creativa y participante. Los guardas que dejaron de proteger a Lee Oswald no se mostraron pasivos. Estaban tan implicados en la mera visión de las cámaras de televisión que perdieron toda noción de su tarea meramente práctica y especializada.
Tal vez fue el funeral de Kennedy lo que más impresionó a la gente con el poder de la televisión para conferir a un acontecimiento un carácter de participación corporativa. Ningún suceso nacional, excepto los deportes, había tenido nunca tanto seguimiento ni tanta audiencia. Reveló el poder sin igual de la televisión para lograr la implicación de la audiencia en un proceso complejo. El funeral como proceso corporativo hizo que palideciese y se encogiera hasta proporciones ridículas incluso la imagen del deporte. Resumiendo, los funerales de Kennedy pusieron de manifiesto el poder de la televisión para implicar a todo un país en un proceso ritual. A su lado, la prensa, el cine e incluso la radio no son sino dispositivos envasadores para consumidores.
Pero, sobre todo, lo de Kennedy supuso una oportunidad para tomar conciencia de una característica paradójica del frío medio televisivo. Implica en profundidad, pero no excita, ni agita, ni subleva. Probablemente, éste es un rasgo propio de toda experiencia en profundidad.
Cuando la rusa Valentina Tereshkova, casi sin preparación como piloto, fue puesta en órbita, el 6 de junio de 1963, su acción, según reaccionaron a ella la prensa y los otros medios, fue una especie de desfiguración de las imágenes de los astronautas masculinos y, sobre todo, de los estadounidenses. Al rehuir de la pericia de los astronautas estadounidenses, todos ellos pilotos de pruebas cualificados, parece que para los rusos los vuelos espaciales no son lo bastante afines al aeroplano como para necesitar las «alas» de un piloto. Como nuestra cultura nos prohíbe poner en órbita a una mujer, nuestra única respuesta posible habría sido poner en órbita a un grupo de niños del espacio para indicar que, después de todo, no era más que un juego de niños.
Sencillamente, es ofrecida a Occidente la primera mujer astronauta en la persona de la pequeña Valentina, una preciosidad, adecuada a nuestra sentimentalidad. De hecho, hace ya tiempo que se está librando la guerra de los iconos, o erosión de la compostura colectiva del rival. La tinta y la fotografía están sustituyendo a la infantería y a los tanques. Día a día la pluma se hace más fuerte que la espada.
La expresión francesa «guerre des nerfs[61]» de hace veinticinco años se conoce ahora como la «guerra fría». Es una verdadera batalla de información y de imágenes mucho más profunda y obsesiva que las viejas guerras calientes con armamento industrial.
Las guerras «calientes» del pasado empleaban armas que derribaban al enemigo de uno en uno. Incluso las guerras ideológicas de los siglos XVIII y XIX se libraron convenciendo a individuos, de uno en uno, de adoptar nuevos puntos de vista. En cambio, la persuasión eléctrica con la foto y el cine sumerge a poblaciones enteras en una imaginería nueva. La conciencia plena de dicho cambio tecnológico apareció en Madison Avenue hace diez años, cuando cambiaron su táctica de promoción de productos individuales por la de implicación colectiva en «la imagen corporativa», llamada ahora «opinión corporativa».
Paralelamente a la nueva guerra fría de intercambios de información, está la situación que comenta James Resten en un despacho al New Yurk Times desde Washington:
La política interior se ha internacionalizado. El líder laborista británico está aquí entregado a su campaña para primer ministro de Gran Bretaña; muy pronto John F. Kennedy habrá terminado su visita a Italia y Alemania, donde ha hecho campaña para su reelección. Ahora todo el mundo recorre algún país extranjero y en general, el nuestro.
Washington todavía no se ha hecho a su papel de tercer hombre. Sigue olvidando que cualquier cosa que se diga aquí puede ser utilizada, por un bando u otro, en alguna campaña electoral e incluso podría llegar a ser, por casualidad, el factor decisivo en la votación final.
Si la guerra fría de 1964 se está librando con tecnologías de la información es porque todas las guerras, en todas las culturas, siempre se han librado con las últimas tecnologías disponibles. En uno de sus sermones, John Donne comentaba con agradecimiento la bendición que suponen las armas de fuego pesadas:
Beneficiándose de la luz de la razón, han descubierto la artillería, con la cual las guerras se acaban mucho antes que nunca…
Los conocimientos tecnológicos necesarios para el empleo de la pólvora y el barrenado de los cañones le parecían a Donne «la luz de la razón». No reparó en otro avance de la misma tecnología que aceleró y extendió el alcance de la matanza humana. John U. Nef se refiere a él en War and Human Progress:
El abandono progresivo, en el siglo XVII, de la armadura en el equipo de los soldados liberó algunos suministros de metales que serían empleados en la fabricación de armas de fuego y de proyectiles.
Examinando las consecuencias psíquicas y sociales de las extensiones tecnológicas del hombre, es fácil descubrir en ello una trama continua de acontecimientos entretejidos.
En los años veinte, el rey Amanullah puso al parecer el dedo en esta trama cuando dijo, tras disparar un torpedo: «Ya casi me siento inglés».
El mismo sentido de la textura incesantemente entretejida del destino humano, la percibe el niño que dice:
—Papá, odio las guerras.
—¿Por qué, hijo?
—Porque las guerras hacen la historia y odio la historia.
Las técnicas para barrenar los cañones que se desarrollaron durante varios siglos proporcionaron los medios que hicieron posible el motor de vapor. La biela y el cañón plantearon los mismos problemas a la hora de taladrar el duro acero. Anteriormente, había sido el acento lineal de la perspectiva el que había canalizado la percepción en caminos que llevaron a la creación de las armas de fuego. Mucho antes de los cañones, la pólvora se había utilizado como explosivo, al estilo de la dinamita. El empleo de la pólvora para propulsar los proyectiles en sus trayectorias tuvo que esperar hasta la llegada de la perspectiva en las artes. Esta asociación de acontecimientos entre la tecnología y las artes tal vez pueda explicar un hecho que lleva tiempo desconcertando a los antropólogos. Una y otra vez, éstos han intentado explicar el hecho de que los pueblos no alfabetizados suelen tener poca puntería con los rifles basándose en que, con el arco y las flechas, la proximidad a la caza importaba más que la precisión a distancia, casi imposible de lograr; de ahí, dicen algunos antropólogos, que imitaran a los animales cazados vistiendo sus pieles para acercárseles. También cabe considerar que el arco es silencioso y que, cuando una flecha yerra el blanco, los animales rara vez huyen.
Si la flecha es una extensión de la mano y del brazo, el rifle es una extensión del ojo y de los dientes. Tal vez sea pertinente señalar que fueron los alfabetizados colonos norteamericanos los que promovieron el cañón estriado y unas miras mejores. Perfeccionaron los antiguos mosquetes y crearon el rifle Kentucky. Los alfabetizados bostonianos disparaban mejor que los soldados británicos. La buena puntería no es un atributo del nativo o del montero, sino del colono alfabetizado. Éste es el argumento que relaciona las armas de fuego con el descubrimiento de la perspectiva y la extensión del poder visual en la alfabetización. En el cuerpo de Marines, se ha averiguado que realmente existe una correlación entre la educación y la puntería. Nuestra fácil elección de un blanco separado y aislado en el espacio, con el rifle como extensión del ojo, no es para el analfabeto.
Así como la pólvora era conocida mucho tiempo antes de que se la aplicara a las armas de fuego, lo mismo ocurrió con la magnetita o piedra imán. Su aplicación en la brújula para la navegación lineal tuvo que esperar hasta el descubrimiento de la perspectiva lineal en la pintura. Los navegadores tardaron mucho tiempo en aceptar la posibilidad de que el espacio fuera uniforme, conexo y continuo. Hoy en día, en física, pintura y escultura, el progreso consiste en abandonar la idea de espacio uniforme, continuo o conexo. Lo visual ha perdido la primacía.
En la segunda guerra mundial, la puntería fue reemplazada por las armas automáticas, que se disparaban a ciegas en lo que se llamó «perímetro de fuego» o «calles de fuego». Los veteranos lucharon por conservar el rifle Springfield, accionado por muelle, que primaba la observación y la precisión del disparo unitario; pero se descubrió que era mejor rociar el aire con plomo en una especie de abrazo táctil, tanto de noche como de día, y la observación dejó de ser necesaria. A estas alturas de la tecnología, el individuo alfabetizado se encuentra en la posición del veterano que prefería el Springfield de muelle al perimetro de fuego. Como lo explica Milic Capek en The Philosophical Impact of Modern Physics, es este mismo hábito visual lo que, en la física moderna, retrasa y entorpece al individuo alfabetizado. Los individuos de las sociedades centroeuropeas, más antiguas, tienen más facilidad para concebir las relaciones y velocidades no visuales del mundo subatómico.
Nuestras sociedades altamente alfabetizadas se quedan perplejas al encontrarse con las nuevas estructuras de opinión y sentimiento que resultan de la información global e instantánea. Todavía están atrapadas en los «puntos de vista» y los hábitos de abordar una cosa cada vez. Estos hábitos son molestos en cualquier estructura de movimiento eléctrico de información, aunque podrían controlarse tomando conciencia de dónde se han adquirido. Pero las sociedades alfabetizadas piensan que su prejuicio artificial a favor de lo visual es algo natural e innato.
La alfabetización sigue siendo la base y el modelo de todos los programas de mecanización industrial; aunque, al mismo tiempo, retiene la mente y los sentidos de sus usuarios en la matriz mecánica y fragmentaria tan necesaria para el mantenimiento de la sociedad mecanizada. Por eso nos resulta a todos tan traumática la transición de la tecnología mecánica a la eléctrica. Las técnicas mecánicas, con sus limitados poderes, hace tiempo que las venimos empleando como armas. Las técnicas eléctricas no pueden emplearse de forma agresiva, a menos que sea para acabar de una vez con todas las formas de vida, como cuando se apaga la luz. Vivir con ambas tecnologías a la vez es el peculiar drama del siglo XX.
En Education Automation, R. Buckminster Fuller considera que el armamento siempre ha sido una fuente de adelantos para la humanidad porque va requiriendo siempre mejores prestaciones con menos recursos. «Al pasar del barco al avión, las prestaciones por kilo de material y de combustible cobraron incluso más importancia.»
Esta tendencia hacia cada vez más poder con menos material es característica de la edad eléctrica de la información. Fuller ha estimado que, en los primeros cincuenta años de aviación, se invirtieron internacionalmente unos dos billones y medio de dólares para subvencionar el avión como arma. Añade que dicho importe equivale a sesenta y dos veces el valor de todas las reservas de oro del mundo. Su tratamiento de estos temas es más tecnológico que el de los historiadores, que a menudo tienden a considerar que la guerra no produce nada nuevo en cuanto a inventos.
«Este hombre nos enseñará cómo vencerlo», se dice que observó Pedro el Grande cuando su ejército fue derrotado por el de Carlos XII de Suecia. Hoy en día, los países atrasados pueden aprender de nosotros cómo vencemos. En la nueva edad eléctrica de la información, los países atrasados tienen algunas ventajas específicas frente a las culturas industrializadas y altamente alfabetizadas, pues todavía tienen el hábito y la comprensión de la propaganda oral, erosionados desde hace tiempo en las sociedades industriales. Los rusos sólo tuvieron que adaptar sus tradiciones orientales del icono y de la construcción de imágenes para ser agresivamente eficaces en el moderno mundo de la información. La idea de Imagen, que Madison Avenue tuvo que aprender por las malas, era la única idea disponible para la propaganda rusa. Los rusos no han hecho gala de imaginación ni de ingeniosidad en su propaganda. Se han contentado con hacer lo que sus tradiciones religiosas y culturales les habían enseñado, a saber, construir imágenes.
Tradicionalmente, la ciudad en sí ha sido arma militar y escudo, o blindaje, colectivo, una extensión del castillo de la piel. Antes del bullicio de la ciudad, el hombre cazador tuvo su etapa de recolección de alimentos, del mismo modo que ahora, en la edad eléctrica, el hombre ha revertido, psíquica y socialmente, al estadio nómada; aunque, ahora, se llama recolección de información y procesamiento de datos. Pero es global, hace caso omiso de la forma de la ciudad y la sustituye; la ciudad, por lo tanto, tiende a quedar obsoleta. Con la tecnología eléctrica instantánea, el globo no puede ser más grande que una aldea, y la naturaleza misma de la ciudad como forma predominante se disolverá inevitablemente como un fundido en una película. En el Renacimiento, la primera circunnavegación del globo dio al hombre un sentido totalmente nuevo de abrazo y de posesión de la tierra, del mismo modo que los actuales astronautas acaban de volver a modificar la relación del hombre con el planeta, reduciendo su ámbito al de un paseo vespertino.
Como el barco, la ciudad es una extensión del castillo de la piel de todos sus moradores del mismo modo que la ropa es una extensión de la piel individual. Pero las armas en sí son extensiones de las manos, de las uñas y de los dientes y nacen como herramientas necesarias para el tratamiento de la materia. Hoy en día, en medio de la repentina transición de la tecnología mecánica a la eléctrica, nos es más fácil ver el carácter de todas las tecnologías anteriores, ya que, de momento, estamos desligados de todas ellas. Puesto que la nueva tecnología eléctrica no es una extensión del cuerpo sino del sistema nervioso central, vemos todas las tecnologías, lenguaje incluido, como un instrumento para tratar la experiencia y como herramienta para almacenar y acelerar la información. En semejante situación, cualquier tecnología puede, razonablemente, considerarse como un arma. Ahora, las guerras anteriores pueden verse como el tratamiento de materiales difíciles y resistentes mediante la última tecnología; como una rápida inundación del mercado del enemigo con productos industriales, hasta llegar a la saturación social. De hecho, la guerra puede verse como el proceso de lograr el equilibrio entre tecnologías desiguales, hecho que explica la perpleja observación de Toynbee de que cada invención de un arma nueva es un desastre para la sociedad y que el militarismo es de por sí la causa más frecuente del colapso de las civilizaciones.
Con el militarismo, Roma extendió la civilización, o individualismo, la alfabetización y la linealidad a muchas tribus orales y atrasadas. Incluso hoy en día, la mera existencia de un Occidente alfabetizado e industrial se manifiesta con toda naturalidad como una espantosa agresión contra las sociedades no alfabetizadas; del mismo modo, la mera existencia de la bomba atómica se manifiesta como un estado de agresión universal contra las sociedades industriales y mecanizadas.
Por un lado, toda arma o tecnología nueva supone una amenaza para quienes no la tengan. Y por otro, cuando todo el mundo dispone de las mismas ayudas tecnológicas, empieza el furor competitivo del patrón homogeneizado e igualitario contra el cual, en el pasado, a menudo se ha empleado la estrategia de clases sociales y castas. La casta y la clase social son técnicas de contención social que tienden a producir la homeostasis de las sociedades tribales. Hoy en día, parece que estamos atascados entre dos edades: una de destribalización y otra de retribalización.
Entre la ejecución de algo terrible
y el primer impulso, todo lo que hay en medio es
como un fantasma o un horrendo sueño:
el genio y los medios mortales
se reúnen en consejo; y el estado del hombre,
como el de un pequeño reino, sufre entonces
una especie de insurrección.
(Julio César, Bruto, II, i)
El hecho de que la tecnología mecánica, como extensión de partes del cuerpo humano, haya ejercido una fuerza de fragmentación psíquica y social, no tiene más clara manifestación que el armamento mecánico. Con la extensión del sistema nervioso central en la tecnología eléctrica, hasta el armamento hace que resulte más claro el hecho de la unidad de la familia humana. Como arma, la facultad de inclusión de la información se convierte en un recordatorio diario de que deben rehacerse la política y la historia en forma de «fortalecimiento de la fraternidad humana».
Este dilema del armamento le resulta muy claro a Leslie Dewart, que en Christianity and Revolution, señala la obsolescencia de las fragmentadas técnicas de equilibrios de poder. Como instrumento político, la guerra moderna ha llegado a significar «la existencia y el fin de una sociedad que excluye a cualquier otra». A estas alturas, el armamento es una realidad autodestructiva.
Un reciente titular de periódico afirmaba: «Muere la escuela pequeña por culpa de las buenas carreteras». Las pequeñas escuelas, en las que se enseñaban todas las asignaturas a todos los cursos a la vez, sencillamente desaparecieron cuando los mejores transportes permitieron los espacios y la enseñanza especializados. No obstante, en el otro extremo del movimiento acelerado, desaparece de nuevo la especialización del espacio y de la temática. La automatización no significa simplemente desaparición de empleos y reaparición de funciones complejas. Con la recuperación instantánea de la información, posible gracias a la electricidad, concluyen siglos de presión especializada en la pedagogía y la ordenación del saber. La automatización es información; no sólo acaba con el empleo en el mundo laboral, sino también con las asignaturas en el mundo del saber; aunque no acaba con éste. El futuro del trabajo consiste en aprender a vivir en el mundo de la automatización. Es un patrón familiar en la tecnología eléctrica en general. Pone fin a las viejas dicotomías entre cultura y tecnología, arte y comercio y trabajo y ocio. Si en la edad mecánica de la fragmentación, el ocio era ausencia de trabajo, o estar ocioso, en la edad eléctrica ocurre a la inversa. Como la edad de la información requiere el empleo simultáneo de todas nuestras facultades, nos damos cuenta de que estamos más ociosos cuando nos implicamos con más intensidad, un poco como lo que les pasa a los artistas en cualquier época.
En términos propios de la edad industrial, puede señalarse que la diferencia entre la anterior edad mecánica y la nueva era eléctrica se manifiesta en los distintos tipos de inventarios. Desde la electricidad, los inventarios no constan tanto de mercancías almacenadas sino de materiales en continuo proceso de transformación en lugares físicamente separados. La electricidad no sólo prima el proceso, tanto en la fabricación como en el saber, sino que, además, desvincula la fuente de energía del lugar del proceso. En el mundo de los entretenimientos, este hecho se denomina «medios de comunicación de masas» porque la fuente del programa y el proceso de experimentarlo son independientes en el espacio aunque simultáneos en el tiempo. En la industria, este hecho básico es la causa de una revolución científica llamada «automatización» o «cibernética».
En la educación, la división convencional de la materia en asignaturas ha quedado tan anticuada como los medievales trivio y cuadrivio en el Renacimiento. Estudiada en profundidad, cualquier asignatura dada se relaciona en el acto con otras. La aritmética de tercero o de noveno, enseñada en términos de la teoría de los números, de lógica simbólica o de historia cultural, deja de ser mera resolución de problemas. Si los planes de estudios siguen ajustándose a los actuales patrones de fragmentada inconexión, nos prometen una ciudadanía incapaz de comprender el mundo cibernético en que vi virá.
La mayoría de los científicos es consciente de que, desde que hemos adquirido ciertos conocimientos de electricidad, ya no puede hablarse de los átomos como partículas de materia. A medida que se vaya sabiendo más de las «descargas» y de la energía eléctricas habrá cada vez menos tendencia a describir la electricidad como algo que «fluye», como el agua, por un cable o que está «contenida» en una batería. La tendencia ahora consiste en hablar de la electricidad como los pintores hablan del espacio; es decir, que es una condición variable que implica las posiciones especiales de dos o más cuerpos. Ya no se tiende a hablar de la electricidad como de algo «contenido» en lo que sea. Hace ya tiempo que los pintores saben que los objetos no están contenidos en el espacio, sino que generan sus propios espacios. Fue esta naciente toma de conciencia en el mundo matemático del siglo pasado la que permitió a Lewis Carroll, matemático en Oxford, concebir Alicia en el país de las maravillas, obra en la que el tiempo y los espacios no son uniformes ni continuos, como venían aparentándolo desde la aparición de la perspectiva en el Renacimiento. En cuanto a la velocidad de la electricidad, no es sino la velocidad de la causalidad total.
Una de las facetas más importantes de la edad eléctrica es el establecimiento de una red global que asume muchas características del sistema nervioso central. Éste no es una simple red eléctrica, constituye un campo unificado de experiencia. Como han señalado los biólogos, el cerebro es un lugar de interacción en el que pueden intercambiarse y traducirse todo tipo de impresiones y experiencias, lo que nos permite reaccionar como un todo al mundo. Naturalmente, cuando entra en juego la tecnología eléctrica, las operaciones más variadas y de mayor alcance de la industria y de la sociedad rápidamente asumen una posición unificada. Sin embargo, esta unidad orgánica de los interprocesos, que el electromagnetismo ha infundido en las más diversas y especializadas áreas y órganos de acción, es totalmente opuesta a la organización de una sociedad mecanizada. Mediante la fragmentación, se logra la mecanización de cualquier proceso dado, empezando con la mecanización de la escritura mediante el tipo móvil en lo que se ha llamado «la monofractura de la manufactura».
El telégrafo eléctrico, cruzado con la tipografía, creó la extraña forma actual del periódico moderno. Cualquier página de la prensa telegráfica es un mosaico surrealista de pedacitos de «interés humano» en intensa interacción. Así era la forma artística de Chaplin y de las primeras películas mudas. Aquí también una aceleración extrema de la mecanización, una cadena de montaje de fotogramas en celuloide, produjo un extraño cambio de sentido. El mecanismo del cine, con la ayuda de la electricidad, ha creado la ilusión de la forma y del movimiento orgánicos, del mismo modo que la posición fija creó, hace quinientos años, la ilusión de perspectiva en una superficie plana.
Ocurre lo mismo, aunque menos superficialmente, cuando el principio eléctrico cruza las líneas mecánicas de la organización industrial. La automatización guarda tanto carácter mecánico como conserva el automóvil las formas del caballo y del carruaje. Y, sin embargo, la gente habla de la automatización como si no hubiéramos pasado del saco de avena y como si el voto por el caballo en las próximas elecciones fuera a barrer el régimen de la automatización.
La automatización no es una extensión de los principios mecánicos de la fragmentación y separación de las operaciones. Es más bien una invasión del mundo eléctrico en virtud del carácter instantáneo de la electricidad. Por eso, en el campo de la automatización, se insiste en que ésta es tanto una forma de pensar como de hacer. La sincronización instantánea de numerosas operaciones ha acabado con el antiguo patrón mecánico de disponerlas en secuencia lineal. La cadena de montaje ha ido por el mismo camino que la línea de teléfono compartida. Los aspectos lineal y secuencial del análisis mecánico no son los únicos que han borrado la aceleración eléctrica y la sincronización exacta de la información que constituyen la automatización.
La automatización, o cibernética, trata todas las unidades y componentes del proceso industrial y comercial del mismo modo que la radio o la televisión combinan a los individuos de la audiencia en nuevos interprocesos. La nueva clase de interrelaciones, en la industria y el entretenimiento, es el resultado de la velocidad eléctrica instantánea. La nueva tecnología eléctrica extiende el tratamiento instantáneo del conocimiento mediante una interrelación que ya se produjo hace mucho tiempo en nuestro sistema nervioso central. Es esta velocidad la que constituye la «unidad orgánica» y cierra la edad mecánica que había acelerado con Gutenberg. La automatización introduce la verdadera «producción en masa», no en términos de cantidad sino en virtud de un instantáneo abrazo inclusivo. Muy parecido es el carácter de los «medios de comunicación de masas». La expresión se refiere no al tamaño de las audiencias, sino al hecho de que todo el mundo se ve implicado en ellos al mismo tiempo. Así, con la automatización, la industria de los bienes de consumo presenta el mismo carácter estructural que la del entretenimiento, en cuanto a que ambas se acercan a la condición de información instantánea. La automatización no afecta solamente a la producción, sino a todas las fases de consumo y comercialización; en un circuito automatizado, el consumidor se convierte en productor, del mismo modo que el lector del mosaico de la prensa telegráfica se hace sus propias noticias o, simplemente, es sus propias noticias.
En la historia de la automatización hay un componente tan básico como el tacto para la imagen televisual. En cualquier máquina automática, o conjunto de máquinas y funciones, la generación y la transmisión de la energía están completamente separadas del trabajo que consume dicha energía. Lo mismo es cierto para todas las estructuras de servomecanismos con retroalimentación. La fuente de energía está separada del proceso de traducción de la información, o aplicación del conocimiento. Ello resulta muy obvio en el telégrafo, en el cual la energía y el canal no dependen en absoluto de si el código escrito es francés o alemán. La misma separación entre energía y proceso impera en la industria automatizada o «cibernética». La energía eléctrica puede aplicarse indistinta y rápidamente a muchos tipos de tareas.
Ello nunca ocurrió en los sistemas mecánicos. La energía y el trabajo realizado siempre estaban en relación directa, bien se tratara de la mano y del martillo, del agua y de la rueda, del caballo y del carro o del vapor y del pistón. La electricidad ha brindado una extraña elasticidad a esta cuestión, un poco como la luz, que ilumina un campo total sin imponer lo que se hará en él. Como la energía eléctrica, una misma luz permite realizar una gran variedad de tareas diversas. La luz es una energía no especializada idéntica a la información y al saber. También guardan esta misma relación la electricidad y la automatización, ya que ambas pueden aplicarse de muy variadas maneras.
La comprensión de este hecho es indispensable para entender la edad electrónica y la automatización en particular. La energía y la producción tienden ahora a fusionarse con la información y el saber. La comercialización y el consumo tienden a unirse en la educación, la iluminación y la entrada de información. Todo ello forma parte de la implosión eléctrica que ahora sigue, o sucede, a siglos de explosión y de creciente especialización. La edad electrónica es literalmente una época de iluminación. Así como la luz es a la vez energía e información, la automatización eléctrica entrelaza producción, consumo y saber en un proceso inextricable. Por este motivo, los profesores ya son el grupo laboral más numeroso en la economía estadounidense y bien podrían convertirse en el único grupo.
El mismo proceso de automatización que está provocando un receso de la actual mano de obra en la industria está haciendo del saber en sí el principal artículo de producción y consumo. De ahí el desatino de la alarma por el desempleo. El aprendizaje pagado ya se está convirtiendo en la principal fuerza laboral y nueva fuente de riqueza en nuestra sociedad. Éste es el nuevo papel para los individuos en la sociedad, mientras que las antiguas ideas mecánicas de «empleos», o tareas fragmentadas, y de huecos especializados para los «trabajadores» van perdiendo todo su sentido en condiciones de automatización.
Los ingenieros suelen decir que, a medida que aumentan los niveles de información, casi todos los tipos de material pueden adaptarse a cualquier aplicación. Éste es un principio clave para comprender la automatización eléctrica. En el caso de la electricidad, como la energía para la producción es independiente de la operación productiva, interviene en la interacción total y orgánica no sólo la velocidad, sino también el hecho de que la electricidad es información pura que, en la práctica, ilumina todo lo que toca. Cualquier proceso que se acerque a la interrelación instantánea de un campo total tiende a elevarse al nivel de la conciencia activa; por eso parece que los ordenadores «piensan». De hecho, por el momento, están altamente especializados y distan mucho de tener el completo proceso de interrelación en que consiste la conciencia. Obviamente, pueden simular el proceso de la conciencia como las redes eléctricas globales empiezan a simular la condición del sistema nervioso central. Pero un ordenador consciente seguiría siendo una extensión de la conciencia del mismo modo que el telescopio es una extensión de los ojos o el muñeco del ventrílocuo una extensión de éste.
Por supuesto, la automatización adopta el servomecanismo y el ordenador. Es decir, adopta la electricidad como almacén y acelerador de la información. Estas características de almacén, o «memoria», y de acelerador son esenciales en todo medio de comunicación. En el caso de la electricidad, lo que se almacena o se transporta no es una sustancia corpórea, sino percepción e información. En cuanto a la aceleración tecnológica, se está acercando ahora a la velocidad de la luz. Todos los medios no eléctricos no habían hecho sino apresurar un poco las cosas. La rueda, la carretera, el barco, el avión, e incluso el cohete espacial, carecen absolutamente de la cualidad de movimiento instantáneo. ¿Resulta extraño, pues, que la electricidad haya investido a todas las organizaciones humanas existentes con un carácter totalmente nuevo? Hasta el trabajo del hombre se está convirtiendo en una especie de iluminación. Así como Adán en el Jardín del Edén, antes de su caída, tenía por cometido contemplar y dar un nombre a todas las criaturas, lo mismo hace la automatización. Ahora sólo tenemos que nombrar y programar un proceso o producto para que éste tenga lugar. ¿No se parece esto al caso del Schmoo de Al Capp? Sólo había que mirar un Schmoo y pensar fervorosamente en caviar o chuletas para que el Schmoo se transformara extáticamente en el objeto deseado. La automatización nos lleva al mundo del Schmoo, El artículo hecho a la medida está sustituyendo al producido en masa.
Como dicen los chinos, acerquémonos al fuego para ver lo que decimos. Los cambios eléctricos asociados con la automatización no tienen nada que ver con las ideologías ni los programas sociales. Si fuese el caso, podrían retrasarse o controlarse. En lugar de ello, la extensión tecnológica del sistema nervioso central que llamamos medios eléctricos se inició hace más de un siglo, subliminalmente. Y subliminales han sido y son sus efectos. En ningún período de su cultura ha comprendido el hombre los mecanismos psíquicos implicados en la invención y la tecnología. Hoy día, es la velocidad instantánea de la información eléctrica la que posibilita, por primera vez, el fácil reconocimiento de los patrones y contornos formales de los cambios y del desarrollo. El mundo, pasado y presente, se nos aparece ahora como el crecimiento de una planta en una película muy acelerada. La velocidad eléctrica es sinónima de luz y de comprensión de las causas. Con la aplicación de la electricidad en situaciones previamente mecanizadas, se descubren fácilmente conexiones y patrones causales que no podían observarse con los ritmos más lentos del cambio mecánico. Si reproducimos al revés el largo desarrollo de la alfabetización y de la imprenta y de sus efectos sobre la experiencia y la organización social, veremos fácilmente cómo estas formas produjeron el elevado grado de uniformidad y homogeneidad sociales indispensable para la industria mecánica. Con sólo reproducirlas al revés, se obtiene precisamente ese choque del desconocimiento de lo familiar, necesario para la comprensión de la vida de las formas. De hecho, al invertir gran parte de nuestro desarrollo mecánico, la electricidad nos obliga a reproducirlo al revés. La mecanización depende de la fragmentación de los procesos en pedacitos homogeneizados aunque inconexos. La electricidad vuelve a unificar estos fragmentos, ya que su velocidad de operación requiere un elevado grado de interdependencia entre todas las fases de cualquier operación dada. Son esta aceleración y esta interdependencia las que han acabado con la cadena de montaje en la industria.
Esta misma necesidad de interrelación orgánica, producida por la velocidad eléctrica de sincronización, nos pide que establezcamos, industria por industria y país por país, la misma interrelación orgánica efectuada en primer lugar en la unidad automatizada por separado. La velocidad eléctrica necesita una estructuración orgánica de la economía global casi tanto como la anterior mecanización mediante la imprenta y la carretera requería la aceptación de la unidad nacional. No olvidemos que el nacionalismo fue una poderosa invención y revolución que, en el Renacimiento, hizo desaparecer muchas de las regiones y lealtades locales. Esta revolución se realizó casi totalmente gracias a la aceleración de la información producida por los uniformes tipos móviles. El nacionalismo recortó gran parte del poder y de las agrupaciones culturales tradicionales que lentamente habían crecido en varias regiones. Durante mucho tiempo, los diversos nacionalismos han obstaculizado la unidad económica de Europa. El Mercado Común sólo apareció después de la segunda guerra mundial. La guerra es cambio social acelerado del mismo modo que una explosión es una reacción química y un movimiento de materia acelerados. Con las velocidades eléctricas rigiendo la vida social e industrial, la explosión en el sentido de desarrollo relámpago se convirtió en la norma. Por otro lado, el anticuado tipo de «guerra» se volvió tan irrealizable como jugar a la rayuela con excavadoras. La interdependencia orgánica significa que un trastorno en cualquier parte del organismo puede resultar fatal para el conjunto. Todas las industrias han tenido que «replantearse» (la torpeza de la expresión da una idea de lo doloroso que fue el proceso), función por función, su lugar en la economía. Pero la automatización no obliga solamente a la industria y a los urbanistas a relacionarse de algún modo con la realidad social, sino también a los gobiernos e incluso a la educación.
Las varias ramas militares tuvieron que alinearse muy rápidamente con la automatización. Han desaparecido las incómodas formas mecánicas de organización militar. Pequeños equipos de expertos han sustituido a los ejércitos de ciudadanos de antaño y ello se hizo más velozmente incluso que la reorganización de la industria. La ciudadanía uniformemente preparada y homogeneizada, que tanto tiempo requiere para su formación y tan necesaria resulta en una sociedad mecanizada, se está convirtiendo en una carga problemática en una sociedad automatizada, ya que la electricidad y la automatización requieren enfoques en profundidad en todos los campos y en todo momento. De ahí el repentino rechazo de los bienes, paisajes, estilo de vida y educación estandarizados que se está produciendo en América del Norte desde la segunda guerra mundial. Es un cambio impuesto por la tecnología eléctrica y por la imagen televisiva en particular.
La automatización en gran escala apareció y se dejó notar por vez primera en las industrias químicas del gas, del carbón, del petróleo y de la metalurgia. Los importantes cambios que la energía eléctrica hizo posibles en estas operaciones ahora han empezado a invadir, gracias al ordenador, todas las áreas de gestión y administración empresarial. En consecuencia, mucha gente ha empezado a ver la sociedad en conjunto como una única máquina integrada de crear riqueza. Ésta ha sido la perspectiva normal del agente de bolsa que manipula acciones e información valiéndose de la cooperación de los medios eléctricos de la prensa, de la radio, del teléfono y del teletipo. Pero la peculiar y abstracta manipulación de la información como herramienta de creación de riqueza ha dejado de ser monopolio de los agentes de bolsa. Ahora la comparten todos los ingenieros e industrias de la comunicación. Con la electricidad como fuerza energética y de sincronización, todos los aspectos de la producción, del consumo y de la organización se vuelven incidentales a las comunicaciones. La idea misma de comunicación como interacción es inherente a lo eléctrico, que combina en su inclusiva diversidad tanto la energía como la información.
Cualquiera que empiece a examinar los patrones de la automatización descubrirá que el perfeccionamiento de una máquina individual para hacerla automática implica «retroalimentación». Significa introducir un bucle, o circuito, de información donde antes sólo había un flujo unidireccional o secuencia mecánica. La retroalimentación es el fin de la linealidad, que apareció en el mundo occidental con el alfabeto y las formas continuas del espacio euclidiano. La retroalimentación, o diálogo de la máquina con su entorno, supone entrelazar aún más las máquinas individuales en una galaxia que abarca toda la planta. El siguiente paso es entrelazar aún más las plantas y fábricas individuales en la matriz industrial completa de los bienes y servicios propios de una cultura dada.
Por supuesto, esta última fase alcanza la esfera política, ya que operar un complejo industrial como un sistema orgánico afecta al empleo, a la seguridad, a la educación y a las políticas y requiere una comprensión completa, y por adelantado, de los futuros cambios estructurales. En dichas organizaciones eléctricas e instantáneas, no hay sitio para los planteamientos torpes ni para los factores subliminales.
Así como los artistas del siglo pasado empezaron a construir sus obras al revés, empezando con el efecto, lo mismo ocurre ahora con la industria y la planificación. En general, la aceleración eléctrica requiere un conocimiento completo de los efectos últimos. Las aceleraciones mecánicas, por muy radicales que resultaran en su reorganización de la vida personal y social, podían producirse de forma secuencial. En general, la gente podía vivir durante toda su vida dependiendo de un único conjunto de aptitudes. Esto no ocurre con la aceleración eléctrica. La adquisición de nuevos conocimientos y aptitudes básicos es una de las necesidades más comunes y uno de los hechos más molestos de la tecnología eléctrica. Los altos ejecutivos, o «peces gordos[62]»: como se los llama arcaica e irónicamente, son uno de los grupos más fuertemente presionados y más constantemente acosados de la historia humana. La electricidad no sólo ha ido pidiendo conocimientos cada vez más extensos e interacciones cada vez más rápidas; también ha hecho que la armonización de los ritmos de producción sea tan rigurosa como la que se exige a los músicos de una gran orquesta sinfónica. Y las satisfacciones son tan escasas para los altos ejecutivos como para los miembros de la orquesta, ya que éstos no pueden oír la música que llega al público. Sólo oyen ruido.
Un resultado de la aceleración eléctrica en la industria en general ha sido la creación de una intensa sensibilidad para los procesos e interrelaciones del conjunto, que a su vez demanda tipos de organización y talentos siempre nuevos. Vista en la antigua perspectiva de la edad de la máquina, esta red eléctrica de fábricas y procesos parece frágil y apretada. De hecho, no es mecánica, y ya empieza a desarrollar la sensibilidad y la flexibilidad del organismo humano.
Además de las interrelaciones complejas e instantáneas de la forma orgánica, la industria automatizada adquiere también la versatilidad necesaria para múltiples usos. Una máquina concebida para la producción automática de bombillas representa la combinación de un proceso que antes se hacía con varias máquinas. Con un único operador, puede funcionar de forma tan continua como el árbol, con sus entradas y salidas. Pero, a diferencia del árbol, la máquina dispone de un sistema incorporado de plantillas y accesorios que pueden modificarse para que pase a producir toda una gama de productos, de los tubos de radio y vasos de vidrio a los adornos de árbol de Navidad. Aunque una planta automatizada sea casi como un árbol en cuanto a sus entradas y salidas, es uno que puede ser tanto roble como arce o nogal, según se necesite. Otra característica de la automatización o lógica eléctrica es que la especialización no se limita a una sola especialidad. Si bien la máquina automática funciona de un modo especializado, no está limitada a una sola línea. Así como las manos y los dedos pueden hacer varias tareas, la unidad automática incorpora un poder de adaptación que no existe en la fase mecánica y preeléctrica de la tecnología. A medida que algo se hace más complejo, se vuelve menos especializado. El ser humano es más complejo y menos especializado que un dinosaurio. Las antiguas operaciones mecánicas estaban diseñadas para ser más eficientes a medida que se hacían más grandes y más especializadas. En cambio, la unidad eléctrica y automatizada es muy diferente. Las nuevas máquinas automáticas para hacer tubos de escape de coche tienen más o menos el tamaño de dos o tres escritorios. El panel de mando informatizado es del tamaño de un atril. No tiene matriz ni accesorios ni ajustes, sino dispositivos de propósito general como arrastradores, torcedores y adelantadores. Con esta máquina y a partir de tubos normales, pueden hacerse sucesivamente ochenta tipos distintos de tubos de escape tan rápida, fácil y económicamente como hacer ochenta iguales. Lo característico de la automatización eléctrica es ese retorno a la flexibilidad artesanal de propósitos múltiples que tienen las manos. Ahora la programación puede incluir un sinfín de cambios de programa. Es la retroalimentación eléctrica, o patrón de diálogo, de la «máquina» automática o programada por ordenador lo que la distingue del anterior principio mecánico de movimiento unidireccional.
El ordenador ofrece un modelo que tiene características comunes a todas las automatizaciones. Desde la entrada de materias primas hasta la salida de los productos acabados, las operaciones tienden a ser independientemente, e incluso interdependientemente, automáticas. El sincronizado concierto de operaciones está bajo el control de guías e instrumentos que pueden modificarse desde el panel de mando, también electrónico. Los materiales de entrada y de salida son relativamente uniformes en forma, tamaño y propiedades químicas. Pero el tratamiento en estas condiciones permite aprovechar el más alto nivel de capacidad durante cualquier período dado. En comparación con las antiguas máquinas, es la diferencia entre el oboe en la orquesta y el mismo sonido en un instrumento de música electrónico, con el que se pueden generar todos los sonidos en cualquier intensidad y duración. Cabe tomar nota de que la antigua orquesta sinfónica era una máquina compuesta de instrumentos separados que causaba un efecto de unidad orgánica. Con el instrumento electrónico, se empieza con la unidad orgánica como realidad inmediata de perfecta sincronización. Por ello, es vano el intento de causar dicho efecto de unidad orgánica; la música electrónica ha de buscarse otros objetivos.
Y lo mismo ocurre con la dura lógica de la automatización industrial. Todo lo que hacíamos mecánicamente con un arduo trabajo y coordinación, ahora puede hacerse eléctricamente sin esfuerzo alguno. De ahí el espectro del desempleo y del empobrecimiento en la edad eléctrica. La riqueza y el trabajo se convierten en factores de información y se requieren estructuras totalmente nuevas para llevar un negocio o relacionarlo con las necesidades de la sociedad o de los mercados. Con la tecnología eléctrica, los nuevos tipos de interdependencia e interprocesos instantáneos que se hacen cargo de la producción también penetran en el mercado y la organización social. Por este motivo, han dejado de ser adecuados los mercados y la educación diseñados con vistas a los productos del trabajo servil y agotador y de la producción mecánica. Hace ya tiempo que la educación ha adquirido el carácter fragmentario y gradual del mecanismo. Está sometida ahora a una creciente presión para que adquiera las interrelaciones y la profundidad indispensables en el mundo del todo a la vez de la organización eléctrica.
Paradójicamente, la automatización hace necesaria la educación en humanidades. La edad eléctrica de servomecanismos libera de repente al ser humano de la servidumbre mecánica y especialista de la anterior edad mecánica. Así como la maquinaria y el automóvil liberaron al caballo y lo llevaron al campo del ocio, lo mismo hace la automatización para el hombre. De repente, nos vemos amenazados por una liberación que nos obliga a hacer uso de todos nuestros recursos internos de empleo autónomo y de participación imaginativa en la sociedad. Los individuos parecen predestinados al papel del artista en la sociedad. Otro de sus efectos es que la mayoría de la gente se ha dado cuenta de hasta qué punto habían llegado a depender de las rutinas fragmentarias y repetitivas de la era mecánica. Hace miles de años, el hombre cazador-recolector emprendió tareas localizadas o relativamente sedentarias. Empezó a especializarse. El desarrollo de la escritura y de la imprenta fueron etapas clave de este proceso. Éstas resultaron sumamente especializadas en su separación de las funciones del saber y de la acción, aunque a veces llegara a parecer que «la pluma era más poderosa que la espada». Pero, con la electricidad y la automatización, la tecnología de procesos fragmentados se fundió de repente con el diálogo humano y la necesidad de consideración general de la unidad humana. De repente, el hombre se ha convertido en nómada recolector de conocimientos, nómada como nunca, mejor informado que nunca, más libre que nunca de la especialización fragmentaria, aunque implicado como nunca en el proceso social total, ya que, con la electricidad, extendemos globalmente nuestro sistema nervioso central y lo relacionamos instantáneamente con toda la experiencia humana. Tan acostumbrados estamos a ese estado de cosas en las noticias de la bolsa o en los titulares sensacionalistas de primera plana, que nos resultará más fácil captar el significado de esta nueva dimensión si se nos dice que ya pueden «pilotarse» por ordenador aviones que aún no se han construido. Pueden programarse las especificaciones de un avión y probarlo en una gran variedad de condiciones extremas antes de que salga de la mesa de dibujo. Lo mismo ocurre con todo tipo de productos y organizaciones. Podemos ahora abordar por ordenador las más complejas necesidades sociales con la misma seguridad arquitectónica que veníamos aplicando a la vivienda particular. La industria en conjunto se ha convertido en la unidad de medida, y lo mismo la sociedad, la política y la educación.
Gracias a los instrumentos eléctricos para almacenar y transferir información con rapidez y precisión, las unidades más grandes se manejan con la misma facilidad que las pequeñas. Así, la automatización de una fábrica, o de toda una industria, brinda un modelo reducido de los cambios que deben darse en la sociedad a raíz de la tecnología eléctrica. La interdependencia total es el punto de partida. Sin embargo, el abanico de opciones en diseño, énfasis y objetivo, dentro del campo total de interprocesos electromagnéticos, es mucho mayor de lo que habría sido posible con la mecanización.
Puesto que la energía eléctrica es independiente del lugar o de la operación productiva, crea patrones de descentralización y de diversidad en el trabajo. Esta lógica se ve más clara en la diferencia, por ejemplo, entre la luz del fuego y la eléctrica. Las personas apiñadas alrededor de un fuego o de una vela por la luz el calor tienen menos oportunidad para dedicarse a pensamientos o actividades independientes, que las personas que disponen de luz eléctrica. Del mismo modo, los patrones sociales y educativos latentes en la automatización son los de la autonomía laboral y artística. El pánico ante la automatización como amenaza de uniformidad a escala mundial no es sino la proyección en el porvenir de la estandarización y especialización mecánicas, que ahora pertenecen al pasado.