La presión continua está en crear anuncios cada vez más fieles a la imagen de los motivos y deseos del público. A medida que aumenta la participación del público, importa menos el producto en sí. Un ejemplo extremo sería el de la serie sobre fajas que afirma que «no es la faja lo que se nota». Es necesario que el anuncio incluya la experiencia del público. El producto y la respuesta del público se convierten en un único patrón complejo. El arte de la publicidad ha cumplido maravillosamente una de las primeras definiciones de la antropología como «ciencia del hombre que abraza a la mujer».
Las tendencias regulares de la publicidad consisten en hacer manifiesto el producto como parte integral de mayores propósitos y procesos sociales. Disponiendo de cuantiosos presupuestos, los artistas del sector han tendido a desarrollar el anuncio en un icono; los iconos no son fragmentos especializados o aspectos, sino complejas imágenes comprimidas y unificadas. Enfocan una amplia región de experiencia en un pequeño círculo. Así pues, en los anuncios, la tendencia se aleja de la imagen de producto para consumidor y se acerca a la imagen de proceso del productor. La imagen corporativa del proceso incluye también la función de productor.
Esta poderosa nueva tendencia de los anuncios hacia la imagen icónica ha debilitado mucho la posición de la industria de as revistas en general, y de las ilustradas en particular. Hace tiempo que las revistas vienen empleando el tratamiento pictórico de temas y noticias. Al lado de estos contenidos de las revistas que presentan instantáneas y puntos de vista fragmentarios, están los nuevos y masivos anuncios icónicos, con sus imágenes comprimidas que incluyen en una misma imagen al productor y al consumidor y vendedor y a la sociedad. Al lado de los anuncios, los artículos parecen pálidos, débiles y anémicos. Los artículos pertenecen al antiguo mundo pictórico anterior imaginería mosaica de la televisión.
La paradoja del auge de revistas como Times y New week se explica por el potente empuje mosaico e icónico que, desde la aparición e la televisión, recibe nuestra experiencia. Estas revistas presentan las noticias en una forma icónica comprimida realmente paralela al mundo de los anuncios. Las noticiasen mosaico no son si narranción, ni punto de vista, ni explicación, ni comentario. Son una imagen corporativa en profundidad de la comunidad en acción que invita a una mayor participación en proceso social.
Los anuncios parecen funcionar según el muy avanzado principio de que un pequeño perdigón, o patrón, en un redundante bombardeo repetitivo acabará imponiéndose. Los anuncios llevan el principio del ruido hasta la cumbre de la persuasión. Coinciden perfectamente con los procedimientos de lavado de cerebro. Tal vez la razón se debe al principio profundo de ataque al inconsciente.
Mucha gente se ha sentido incómoda ante la iniciativa publicitaria de nuestros tiempos. Dicho sin rodeos, el sector de la publicidad es un tosco intento de extender los principios de la automatización a todos los aspectos de la sociedad. Idealmente, la publicidad tiene como objetivo una armonía programada entre todos los impulsos, aspiraciones y empresas humanas. Empleando métodos artesanales, se estira hasta la última meta electrónica de conciencia colectiva. Cuando toda la producción y consumo hayan alcanzado una predeterminada armonía con todos los deseos y esfuerzos, entonces la publicidad se habrá liquidado a sí misma con su propio éxito.
Desde la aparición del la televisión, la explotación del inconsciente por el publicista se topado con un hueso. La experiencia televisiva favorece mucho más la preocupación consciente por el inconsciente que las agresivas formas de presentación publicitaria en los diarios, las revistas, el cine o la radio. Ha cambiado la tolerancia sensorial del público como también lo han hecho los métodos de seducción de los publicistas, En el nuevo y frío mundo de la televisión, el antiguo mundo caliente de los vendedores agresivos y facundos tiene el encanto de las canciones y trajes de los años veinte. Mort Sahl y Shelley Berman no hacen sino seguir, que no marcar, la tendencia al engaño del mundo de la publicidad. Han descubierto que sólo tienen que rebobinar un anuncio, o una noticia, para cautivar al público. Hace años, Will Rogers descubrió que cualquier periódico leído en voz alta en un escenario resulta divertidísimo. Hoy en día, lo mismo es válido para los anuncios. Cualquier anuncio colocado en un contexto nuevo resulta divertido. Es una manera de decir que cualquier anuncio seguido de forma consciente es cómico. Los anuncios no están hechos para ser consumidos conscientemente. Son concebidos como píldoras subliminales para el inconsciente con el fin de producir un trance hipnótico, sobre todo en los sociólogos. Éste es uno de los aspectos más edificantes de la inmensa empresa educativa que llamamos publicidad y cuyo presupuesto anual de doce mil millones de dólares se acerca al presupuesto nacional de educación. Cualquier anuncio caro encarna el duro trabajo, la atención, el temple, el ingenio, el arte y el talento de mucha gente. Se pone mucho más cuidado y atención en la creación de cualquier anuncio importante para un periódico o una revista, que en la redacción de sus artículos y editoriales. Cualquier anuncio costoso se construye minuciosamente sobre los comprobados cimientos de estereotipos públicos o «conjuntos» de actitudes establecidas, del mismo modo que los rascacielos se levantan sobre una base rocosa. Puesto que en la elaboración de un anuncio de la línea de productos que sea cooperan equipos altamente perceptivos, con talento y muy bien formados, resulta obvio que cualquier anuncio aceptable consiste en una vigorosa dramatización de la experiencia comunal. Ningún grupo de sociólogos puede compararse a los equipos de publicistas en cuanto a acumulación y tratamiento de datos sociales explotables. Los publicistas disponen de miles de millones de dólares al año para la investigación y la comprobación de respuestas, y sus productos son magníficas acumulaciones de material sobre la experiencia compartida y los sentimientos de toda la comunidad. Por supuesto, si los anuncios se alejasen del centro de esta experiencia compartida, se hundirían en el acto, perdiendo toda su influencia sobre nuestras sensaciones.
Es cierto, por supuesto, que la publicidad aprovecha, de forma grotesca, la experiencia humana más básica y comprobada. Si se miran conscientemente, resultan tan incongruentes como la interpretación de la pieza musical «Hilos de Plata entre el Oro» («Silver Threads among the Gold») en una actuación de strip-tease. Pero los buzos de la mente de la Madison Avenue elaboran cuidadosamente los anuncios para su exposición semiconsciente. Su mera existencia es un testimonio del estado de sonámbulo de una cansada metrópoli, y una contribución a éste.
Después de la segunda guerra mundial, un oficial del ejército estadounidense en Italia, pendiente de la publicidad, se fijó con recelo en que, si bien los italianos conocían los nombres de los ministros, ignoraban las marcas de los artículos preferidos de los famosos. Además, dijo, el espacio mural de las ciudades italianas estaba dedicado más a los lemas políticos que a los eslóganes comerciales. Predijo que había poca esperanza de que los italianos alcanzaran cierta prosperidad o tranquilidad domesticas mientras no empezaran a preocuparse por las afirmaciones rivales de los copos de maíz y los cigarrillos, en vez de por las capacidades de las figuras públicas. De hecho, llegó incluso a decir que la libertad democrática consistía principalmente en hacer caso omiso de la política y en preocuparse, en su lugar, por la amenaza de la calvicie el vello en las piernas, los intestinos perezosos, los pechos caídos, las encías en recesión, el exceso de peso y el cansancio.
Este oficial tenía probablemente toda la razón. Cualquier comunidad que desee favorecer y maximizar el intercambio de bienes y servicios primero tiene que homogeneizar su vida social. Las poblaciones altamente alfabetizadas del mundo de habla inglesa llegan fácilmente a esta decisión de homogeneizar. En cambio, a las sociedades orales les resultará más difícil ponerse de acuerdo sobre dicha homogeneización porque son demasiado propensas a traducir el mensaje de la radio en política tribal, en lugar de traducirlo en una nueva forma de promocionar Cadillacs, Por otro lado, está la especial ilusión de las sociedades alfabetizadas de que son altamente despiertas e individualistas. En la edad eléctrica, los siglos de condicionamiento tipográfico según patrones de uniformidad lineal y de respetabilidad fragmentada han ido atrayendo cada vez más la atención crítica del mundo artístico. Se ha expulsa el proceso lineal de la industria, y no sólo en la gestión y la producción, sino también en los entretenimientos. La nueva estructura en mosaico de la televisión ha sustituido los planteamientos estructurales de Gutenberg. Unos críticos de The Naked Lunch de William Burroughs se han referido al extenso uso del término «mosaico» y de la técnica del mismo nombre en su novela. La imagen de televisión hace que el mundo de las marcas y artículos de consumo estándar resulte divertido sin más. La razón básica es que la malla mosaica de la imagen de televisión compele a tanta participación por parte del espectador que éste desarrolla una nostalgia de los tiempos y modos de antes de la sociedad de consumo. Lewis Mumford alaba con gran seriedad la forma cohesiva de la ciudad medieval como algo relevante para nuestros tiempos y necesidades.
La publicidad sólo aceleró su marcha a finales del último siglo con el invento del fotograbado. Fotos y anuncios se hicieron intercambiables y así han seguido desde entonces. Y, más importante todavía, las imágenes posibilitaron fuertes aumentos de la tirada de los periódicos y revistas, que a su vez se tradujeron en una mayor cantidad y rentabilidad de los anuncios. Hoy en día, no puede concebirse que una publicación cualquiera, diaria o periódica, pueda retener, sin ilustraciones, a más de unos cuantos miles de lectores. Porque tanto el anuncio como el artículo ilustrados proporcionan las grandes cantidades de información instantánea, y de humanos instantáneos, necesarios para seguir al día en una cultura como la nuestra. En este mundo gráfico y fotográfico, ¿no sería natural y necesario proporcionar a la juventud al menos tanta educación en el campo de la percepción como en el tipográfico? De hecho, necesitan más formación en artes gráficas porque el arte del reparto de actores en la publicidad es a la vez complejo y forzosamente insidioso.
Algunos escritores han afirmado que la Revolución Gráfica ha hecho pasar nuestra cultura de los ideales individuales a las imágenes corporativas. Ello equivale a decir, en realidad, que la fotografía y la televisión nos atraen desde el punto de vista alfabetizado e individual hasta el complejo e inclusivo mundo del icono colectivo. Desde luego, es lo que hace la publicidad. En lugar de presentar un argumento o una opinión individual, ofrece una forma de vida para todos o para nadie. Presenta una perspectiva con argumentos referidos únicamente a asuntos triviales e irrelevantes. Por ejemplo, un exhuberante anuncio de un coche muestra un sonajero en la preciosa alfombra de atrás y declara que han eliminado el indeseado traqueteo del coche tan fácilmente como el usuario hubiese podido quitarle el sonajero[42] a un niño pequeño. Textos de este tipo nada tienen que ver con sonajeros y traqueteos. No es sino un juego de palabras para distraer el sentido crítico mientras la imagen del coche se pone a trabajar en el hipnotizado espectador. Los que se pasan la vida protestando acerca de los «falsos y engañosos textos publicitarios» son un don del cielo para los publicistas, como los abstemios para los fabricantes de cerveza y los censores morales para los libros y el cine. Los que protestan son los mejores aclamadores y aceleradores. Desde la llegada de las ilustraciones, la función del texto publicitario es tan incidental y latente como el «sentido» en el poema o la letra en la canción. Las personas muy alfabetizadas no pueden vérselas con el no verbal arte pictórico, y por eso se mueven impacientemente de arriba abajo para expresar una vana desaprobación que los vuelve inútiles y confiere nuevos poderes y autoridad a los anuncios. Los individuos muy alfabetizados no pueden atacar los mensajes profundos e inconscientes de los anuncios porque son incapaces de percibir, o discutir, formas no verbales de ordenamiento y significado. No conocen el arte de discutir con imágenes. Cuando se probaron los anuncios subliminales en las primeras emisiones de televisión, sintieron un gran pánico hasta que se abandonó dicha práctica. El hecho de que la tipografía en sí sea sobre todo subliminal en sus efectos y que las imágenes también lo sean es un secreto a salvo de la comunidad libresca.
Con el cine, el completo patrón de la vida norteamericana se proyectó en la pantalla como un anuncio permanente. Cada vez que un actor o una actriz utilizaba, vestía o comía algo, eso ya era un anuncio de ese algo, como nunca se habría soñado. El cuarto de baño, la cocina y el coche norteamericanos, y todo lo demás, recibieron el trato de las Noches de Arabia. El resultado fue que todos los anuncios en los periódicos y revistas tenían que parecer una escena de película. Todavía es así. Pero el enfoque ha tenido que suavizarse desde la llegada de la televisión.
En la radio, la publicidad pasó abiertamente al encantamiento de la canción anuncio. Como técnica para alcanzar la categoría de inolvidable, el ruido y el mareo se hicieron universales. La elaboración de imágenes y anuncios se convirtió en el único sector de la economía realmente dinámico y en crecimiento, y todavía lo es. La radio y el cine son medios calientes, cuya aparición animó muchísimo a todo el mundo y nos dio los Locos Años Veinte. El efecto fue proporcionar una masiva plataforma y un mandato de promoción de ventas como forma de vida que sólo terminó con La muerte de un viajante y el advenimiento de la televisión. Si ambos acontecimientos coincidieron, no fue por casualidad. La televisión introdujo esa «experiencia en profundidad» y el patrón del «hágalo usted mismo» que hicieron añicos las imágenes del vendedor agresivo e individualista y del consumidor dócil, así como difuminó la previamente clara figura de la estrella de cine. No pretendo decir que Arthur Miller intentaba explicar la televisión a los norteamericanos en vísperas de su llegada, aunque también hubiese podido poner a su obra el título «El nacimiento del encargado de relaciones públicas». Quienes hayan visto la película World of Comedy, de Harold Lloyd, recordarán su sorpresa ante lo mucho que habían olvidado de los años veinte. También quedaron sorprendidos de lo ingenuos y sencillos que habían sido en realidad. Esa edad de las mujeres fatales, jeques y cavernícolas no fue sino una guardería comparada con nuestro mundo, en el que los niños leen la revista MAD para divertirse. Era un mundo todavía inocentemente ocupado en expandirse y explotar, en separar, desgarrar y provocar. Hoy día, con la televisión, estarnos experimentando el proceso contrario de integración e interrelación, que es todo menos inocente. La sencilla fe del viajante en que su línea (tanto de verborrea como de productos) era irresistible cede el paso ahora a la compleja integración de la postura, proceso y organización corporativos.
Los anuncios han resultado ser una forma autodestructiva de espectáculo comunal. Aparecieron justo después del evangelio victoriano del trabajo, y prometía una tierra prometida de Beulah[43] de perfección, donde sería posible «planchar camisas sin odiar a su marido». Ahora están abandonando el producto de consumo individual a favor del proceso de inclusión total y sin fin que es la Imagen de cualquier gran compañía. La Container Corporation of America no muestra bolsas y vasos de papel en sus anuncios, sino, y con mucho arte, la función de contenedor. Algún día, historiadores y arqueólogos descubrirán que los anuncios de nuestros tiempos son los más ricos y fieles reflejos diarios que cualquier sociedad hiciera nunca de toda la gama de sus actividades. En este sentido, los jeroglíficos egipcios se han quedado atrás, y mucho. Con la televisión, los publicistas más despabilados han podido aprovechar lo que les pareció. En una palabra, han buceado. Porque es lo que es el telespectador: un buceador, y ha dejado de gustar de la chillona luz natural en superficies duras parecidas a la piel, aunque todavía tiene que aguantar una ruidosa banda sonora de radio que le resulta dolorosa.
El alcohol y las apuestas tienen significados muy diferentes en distintas culturas. En el mundo occidental, intensamente individualista y fragmentado, «el copeo» es un vínculo social y un instrumento de festiva implicación. En cambio, en la sociedad tribal, estrechamente unida, el alcohol destruye todos los patrones sociales, e incluso se emplea para obtener una experiencia mística.
Por otra parte, en las sociedades tribales, el juego es una forma aceptada de esfuerzo empresarial y de iniciativa individual. Trasladados a una sociedad individualista, el juego y las apuestas parecen suponer un peligro para todo el orden social. El juego lleva la iniciativa individual hasta parodiar la estructura social individualista. La virtud tribal es el vicio capitalista.
Cuando los muchachos volvieron a casa desde los baños de lodo y sangre del frente occidental en 1918 y 1919, se encontraron con la Ley Volstead de la Prohibición. Fue el reconocimiento social y político de que la guerra nos había devuelto a la condición fraternal y tribal hasta tal punto que el alcohol suponía una amenaza para la sociedad individualista o Cuando estemos preparados, nosotros también, para legalizar el juego, anunciaremos al mundo, como los ingleses, el fin de la sociedad individualista y la marcha de regreso a los modos tribales.
Consideramos el humor como una señal de cordura y por una buena razón: en la diversión y el juego recuperamos la persona integral que, en el puesto de trabajo o la vida profesional, sólo puede emplear una pequeña parte de su ser. En Captive in Korea, Philip Deane cuenta una anécdota relevante sobre los juegos en medio de sucesivos lavados de cerebro:
Llegó un momento en que tuve que dejar de leer esos libros y de practicar el ruso, porque, con el estudio del idioma, las constantes y absurdas afirmaciones empezaban a dejar una huella, a encontrar un eco; sentí que mis procesos mentales se embrollaban, que mi sentido crítico se embotaba. […] entonces, cometieron un error. Nos dieron La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson en inglés. […] De nuevo podía volver a leer a Marx, y a hacerme preguntas, honestamente y sin temor. Roben Louis Stevenson nos había alegrado el corazón, e iniciamos clases de baile.
Los juegos son arte popular, reacciones sociales a la principal motivación, o acción, de una cultura dada. Los juegos y las instituciones son extensiones del hombre social y de la sociedad como ente político, como las tecnologías son extensiones del organismo biológico. Los juegos y la tecnología son antiirritantes o adaptaciones al estrés de las acciones especializadas que se dan en cualquier grupo social. Como extensiones de la respuesta popular al estrés cotidiano, los juegos constituyen fieles modelos de una cultura dada. Incorporan tanto la acción Como la reacción de poblaciones enteras en una única imagen dinámica. Decía una nota de prensa de Reuters del 13 de diciembre de 1962 enviada desde Tokio:
LOS NEGOCIOS SON UN CAMPO DE BATALLA
La última moda entre los hombres de negocios japoneses es el estudio de la estrategia y táctica militar clásica para aplicarla a los negocios. […] Se ha sabido que una de las principales agencias de publicidad del país impuso a todos sus empleados la lectura obligatoria de esas obras.
Muchos siglos de apretada organización tribal colocan ahora a los japoneses en muy buena posición para el comercio y los negocios de la edad eléctrica. Hace unas décadas emprendieron la suficiente fragmentación alfabética e industrial para liberar agresivas energías individuales. El trabajo en equipo y la lealtad tribal exigidos por la intercomunicación eléctrica vuelve a colocar a los japoneses en relación positiva con sus tradiciones antiguas. Nuestros modos tribales son demasiado lejanos como para sernas de cualquier utilidad social. Hemos vuelto a tribalizarnos con la misma inseguridad dolorosa con la que una sociedad no alfabetizada empieza a leer y escribir y a organizar visualmente su vida en un espacio de tres dimensiones.
El año pasado, la búsqueda de Michael Rockefeller hizo que la vida de una tribu de Nueva Guinea atrajera la atención de la revista Life. Los periodistas describen sus juegos bélicos:
Los enemigos tradicionales de los willigiman-wallalua son los wíttaia, pueblo muy parecido a ellos en la lengua, la vestimenta y las costumbres. […] U na vez por semana o cada dos semanas, los willigiman-wallalua y sus enemigos organizan una batalla formal en alguno de los tradicionales campos de batalla. En comparación con los catastróficos conflictos de las naciones «civilizadas», estas re yertas parecen más bien un deporte peligroso que una guerra de verdad. Las batallas no duran más de un día y siempre se interrumpen antes de la noche (por el peligro que representan los espíritus) o SI empieza a llover (nadie quiere que se le moje el pelo o los adornos). Los hombres son muy certeros con sus armas —juegan a estos Juegos bélicos desde la infancia— pero, como tienen la misma destreza para esquivar, raramente alcanzan a nadie. El aspecto realmente letal de esta primitiva guerra no es la batalla formal, sino las furtivas, correrías o emboscadas en las que son masacrados sin piedad no solo los varones, sino también las mujeres y los niños […].
Este perpetuo derramamiento de sangre no se debe a ninguno de los motivos usuales de la guerra. No ganan ni pierden territorio, no se llevan bienes ni cautivos. […] Luchan porque disfrutan de ello con entusiasmo; porque para ellos es una función vital del hombre completo, y porque sienten que han de satisfacer a los espíritus de los compañeros caídos.
Para resumir este pueblo percibe en los juegos una especie de modelo del universo, en cuya mortal danza pueden participar con los juegos de guerra rituales.
Los juegos son modelos dramáticos de nuestra vida psicológica durante el alivio de ciertas tensiones. Son formas de arte popular y colectivo con unas convenciones muy estrictas. Las sociedades de la
Antigüedad y las no alfabetizadas consideraban naturalmente los juegos como vivos modelos dramáticos del universo o del drama cósmico externo. Los juegos olímpicos eran representaciones directas del agon, o lucha del dios sol. Los atletas corrían alrededor de una pista decorada con los signos del zodiaco, imitando la carrera diaria del carro solar. Como tanto los juegos como las obras de teatro eran recreaciones dramáticas de una lucha cósmica, el papel del espectador era claramente religios. La participación en estos rituales mantenía al cosmos en el buen camino, y suponía al mismo tiempo una inyección de energía para la tribu. La tribu, o la ciudad, era una tosca réplica del cosmos, como también lo eran los juegos, las danzas y los iconos. La manera en que el arte se convirtió en una especie de sustituto civilizado de los juegos y rituales es precisamente la historia de la destribalización que se produjo con la alfabetización. El arte, como los juegos, se convirtió en un eco mimético, y alivio, de la antigua magia de implicación total. A medida que el publico de los juegos y dramas mágicos se iba bolbiendo individualista, el papel del arte y del ritual pasó de la psicología cósmica a la humana, como ocurrió en el teatro griego. Incluso el ritual se volvio más verbal y menos mimético o afín a la danza. Finalmente, las narraciones verbales de Homero y de Ovidio se convirtieron en romántico sustituto literario de la liturgia corporativa y de la participación colectiva. En el siglos pasado, gran parte de los esfuerzos de investigación en diversos campos se concentraron en la minuciosa reconstrucción de las condiciones del arte y delos rituales primitivos, porquese pensaba que este camino podía proporcionar la clave de la compresión de la mente del hombre primitivo. No obstante esta clave tambien puede obtenerse e de la nueva tecnología eléctrica que, tan rápida y profundamente, está recreando en nosotros las condiciones y actitudes del hombre tribal y primitivo.
Viendo los juegos actuales —los deportes populares como el béisbol, el fútbol americano y el hockey sobre hielo— como modelos externos de nuestra vida psicológica interior, se comprende por qué resultan tan atractivos. Como modelos, son representaciones más colectivas que individuales de la vida interior. Como los idiomas vernáculos, los juegos son medios de comunicación interpersonal, y bien podrían carecer de existencia o significado salvo como extensiones de la inmediata vida interior. Al coger una raqueta de tenis o una mano de naipes, consentimos en formar parte de un mecanismo dinámico en una situación artificialmente elaborada. ¿No sería ésta la razón por la que disfrutamos más con juegos que imitan situaciones del trabajo o del a vida social? ¿No nos proporcionan nuestros juegos preferidos una liberación de la tiranía monopolística de la máquina social? En una palabra, la visión aristotélica del drama como representación y alivio de las presiones que sufrimos, ¿no podría aplicarse perfectamente a toda clase de juegos, danzas y diversiones? Para gustar, los juegos o las diversiones deben transmitir un eco de la vida cotidiana. Por otra parte, un hombre o una sociedad sin juegos no son sino muertos vivientes sumidos en el trance de la automatización. El arte y los juegos nos permiten distanciarnos, observándolas y cuestionándolas, de las presiones materiales de la rutina y de las convenciones. Los juegos como forma de arte popular son una manera inmediata de participar plenamente en la vida de una sociedad que ningún trabajo o función puede proporcionar. De ahí la contradicción del «deporte profesional». Cuando los juegos, puerta abierta a una vida libre, desembocan en un mero trabajo especializado, todo el mundo nota una incongruencia.
Los juegos de un pueblo revelan muchas cosas de él. Los juegos son una especie de paraíso artificial como Disneylandia o alguna visión utópica con la cual interpretamos y completamos el significado de nuestra vida cotidiana. En los juegos se conciben formas de participación no especializada en el drama mayor de nuestra época. Pero, para el hombre civilizado, la idea de participación está estrictamente limitada. No es para él la participación profunda que borra las fronteras de la conciencia individual, como el culto indio del darshan, la experiencia mística de la presencia física de grandes muchedumbres.
Un juego es una máquina que se pone en marcha sólo cuando los jugadores aceptan convertirse en marionetas por un tiempo. Para el occidental individualista, gran parte de su «adaptación» a la sociedad tiene características de rendición individual a las demandas colectivas. Nuestros juegos nos ayudan, por un lado, enseñándonos esa adaptación y, por otro, proporcionándonos una liberación de ella. La incertidumbre de los resultados de nuestras competiciones sirve de excusa racional para el rigor mecánico de las reglas y procedimientos del juego.
Cuando las normas sociales cambian de repente, los modales y rituales previamente aceptados pueden asumir repentinamente el aspecto rígido y las pautas arbitrarias de un juego. El Gamesmanship de Stephen Potter habla de una revolución social en Inglaterra. Los ingleses están avanzando hacia la igualdad social y la intensa competición personal que la acompaña. Los antiguos rituales de conducta según la clase social empiezan ahora a resultar tan cómicos e irracionales como los artefactos de un juego, El How to Win Friends and Influence People (Cómo ganar amigos e influir sobre las personas) de Dale Carnegie parecía, al principio, un solemne manual de sabiduría social, aunque a la gente sofisticada les resultaba sumamente cómico. Lo que Carnegie presentaba como descubrimientos serios ya les parecía un ingenuo ritual mecánico a los que empezaban a moverse en un ambiente de conciencia freudiana cargado de la psicopatología de la vida de cada día. Los patrones freudianos de percepción ya se han convertido en un desgastado código que empieza a proporcionar la diversión catártica de un juego en lugar de ser una guía para vivir.
Las prácticas sociales de una generación tienden a ser codificadas como «juego» por la siguiente. Finalmente, el juego se transmite como chiste, como un esqueleto despojado de su carne. Ello es especialmente cierto en períodos en que las actitudes se modifican repentinamente a consecuencia de una tecnología radicalmente nueva. Es la inclusiva malla de la imagen televisiva la que anuncia, por un tiempo al menos, el fin del béisbol. El béisbol es un juego del tipo una-cosa-a-la-vez de posiciones fijas y de tareas especializadas visiblemente delegadas, propias de la ahora efímera edad mecánica, con su fragmentación del trabajo, su personal y su organización empresarial en línea. Vivo retrato del nuevo estilo eléctrico de vida, corporativo y participativo, la televisión fomenta hábitos de conciencia unificada y de interdependencia social que nos alejan del peculiar estilo del béisbol y de su énfasis especialista y espacial. Cuando la cultura cambia, también cambian los juegos. En la nueva década de la televisión, el béisbol, que se había convertido en la elegante imagen abstracta de una sociedad industrial viviendo al segundo, ha perdido su relevancia psíquica y social en nuestro nuevo estilo de vida. El partido de béisbol ha sido desplazado del centro social y llevado a la periferia de la vida norteamericana.
En cambio, el fútbol americano no es posicional y cualquier jugador, e incluso todos ellos, pueden cambiar de posición durante un partido. En el presente, está sustituyendo al béisbol en la aceptación general. Responde muy bien a las nuevas necesidades de juego descentralizado y en equipo de la edad eléctrica. A primera vista, podría suponerse que la ceñida, unidad tribal del fútbol lo convertiría en un juego que los rusos gustarían de cultivar. Su devoción hacia el hockey sobre hielo y el fútbol, dos tipos de deportes muy individualistas, parece poco indicada para las necesidades psíquicas de una sociedad colectivista. Pero Rusia sigue siendo, en lo esencial, un mundo oral y tribal en plena destribalización que acaba de descubrir el individualismo como algo novedoso. Para ellos, el fútbol y el hockey presentan una exótica y utópica cualidad de promesa que no transmiten a Occidente. Es la cualidad que tendemos a llamar «valor esnob», y nosotros podríamos derivar algún «valor» parecido de la posesión de yates de doce metros o de caballos de carreras o de polo.
Así, pues, los juegos pueden proporcionar una gran variedad de satisfacciones. Aquí estamos considerando su papel como medios de comunicación en la sociedad en conjunto. El póquer es un juego que a menudo se ha citado como la expresión de todas las actitudes complejas y valores callados de una sociedad competitiva. Requiere astucia, agresividad, engaño y apreciaciones nada halagüeñas del carácter. Se dice que las mujeres no pueden jugar bien porque estimula su curiosidad, y en el póquer la curiosidad es fatal. El póquer es intensamente individualista y no deja lugar a la amabilidad ni la consideración, sino sólo al máximo bien del número máximo: el uno. Con esta perspectiva, resulta fácil ver por qué la guerra se ha llamado el deporte de los reyes. Los reinos son para el rey lo que el patrimonio y los ingresos para el particular. Los reyes pueden jugar al póquer con sus reinos como los generales de sus ejércitos, con los soldados. Pueden mentir y engañar a su oponente respecto a sus recursos e intenciones. Lo que impide que la guerra sea un juego de verdad es probablemente lo mismo que Impide que la bolsa y los negocios lo sean también: sus reglas no son plenamente comprendidas ni aceptadas por todos los Jugadores: Ademas: el publico está demasiado implicado en la guerra y los negocios, del mismo modo que en una sociedad indígena no hay arte porque todo el mundo está ocupado en hacer arte. El arte y los juegos precisan reglas, convenciones y espectadores. Para que persista la calidad de juego, éstos deben destacar de la situación general como modelos de ella. Porque «el Juego», tanto en la vida como en una rueda, implica interacción. Debe haber un vaivén, o diálogo, como entre dos o más personas o grupos. No obstante, esta cualidad puede disminuir o desaparecer en cualquier tipo de situación. Los grandes equipos a menudo juegan partidos de entrenamiento sin público alguno. Ello no es deporte en nuestro sentido, porque gran parte de la cualidad de interacción, el medio mismo de la interacción por así decir, son las sensaciones del público. Rocket Richard, el jugador canadiense de hockey, solía mencionar la mala acústica de algunas pistas de hielo. Sentía que la punta de su palo se deslizaba con el rugido de la multitud. El deporte, como forma de arte popular, no es solamente expresión de la propia personalidad, sino, profunda y necesariamente, una forma de interacción con toda una cultura.
El arte no es sólo juego, sino una extensión de la conciencia humana según patrones ideados y convencionales. El deporte como arte popular es una profunda reacción a la típica acción de la,sociedad. Por otro lado, el arte culto no es una reacción, sino una nueva y profunda apreciación de un complejo estado cultural. El balcón de Jean Genet gusta a algunas personas como apreciación aplastantemente lógica de la locura de la humanidad en su orgía de autodestrucción. Genet presenta un burdel envuelto en el holocausto de la guerra y de la revolución como imagen inclusiva de la vida humana. Seria fácil postular que Genet es un histérico y que el fútbol ofrece una crítica de la vida mucho más seria que la suya. Debe admitirse que los juegos, vistos como modelos de complejas situaciones sociales, pueden carecer de ardor moral. Puede que solamente por este motivo haya una necesidad desesperada de juegos en una cultura industrial altamente especializada, puesto que, para muchas mentes, son la única forma de arte accesible. En un mundo especializado en tareas delegadas y trabajos fragmentados, la verdadera interacción suele quedar en nada. Algunas sociedades atrasadas o tribales, convertidas de repente en formas industriales y especializadas de mecanización, no pueden concebir fácilmente el antídoto de los deportes y juegos como fuerza compensadora. Se atascan en una siniestra seriedad. Sin arte, o sin las formas de arte popular que son los juegos, los hombres tienden al automatismo.
Reanimará la experiencia política de muchos lectores un comentario sobre los tipos de juegos que se practican en el Parlamento británico y en la Cámara de los Diputados francesa. Los británicos tuvieron la suerte de establecer un patrón de dos equipos en los escaños del Parlamento, mientras que los franceses, en pos del centralismo, sentaron a sus diputados en un semicírculo, y obtuvieron una multitud de equipos jugando a toda clase de Juegos. En busca de la unidad, los franceses consiguieron la anarquía. Los británicos, al apostar por la diversidad, obtuvieron, en todo caso, demasiada unidad. El diputado británico, que Juega por su «campo», no siente la tentación de hacer un esfuerzo mental particular, como tampoco tiene que seguir el debate hasta que le lancen la pelota. Como dijo un crítico, si los escaños no estuviesen frente a frente los británicos no podrían distinguir la verdad de la mentira, ni la sabiduría de la locura, a menos que lo escucharan todo. Y, puesto que la mayor parte del debate carece de sentido, sería una tontería escucharlo todo.
La forma del juego es de suma importancia. La teoría del juego, como teoría de la información, ha pasado por alto este aspecto de los movimientos de información y del juego. Ambas teorías han abordado el contenido informativo de diversos sistemas y han observado los factores «ruido» y «engaño» que desvían los datos, lo cual equivale a acercarse a un cuadro una pieza de música desde el punto de vista de su contenido. En otras palabras, se pasa por alto el núcleo estructural central de la experiencia. Es el patrón de un juego lo que le confiere relevancia en cuanto a nuestra vida interior, y no quién juega ni el resultado del Juego, y lo mismo ocurre con los movimientos de información. La diferencia entre, por ejemplo, la fotografía y el telégrafo la marca la selección de sentidos humanos empleados. En las artes, resulta sumamente importante la mezcla particular de los sentidos en el medio empleado. El contenido obvio del programa es una distracción tranquilizadora necesaria para permitir que la forma estructural atraviese las barreras de la atención consciente.
Todo juego, como todo medio de información, es una extensión del individuo o del grupo. Sus efectos en el grupo o el individuo son una reconfiguración de las partes de dicho grupo o individuo que no se han extendido de ese modo. Una obra de arte no tiene existencia ni función aparte de sus efectos sobre los observadores humanos. Y el arte, como los juegos o las artes populares, y como los medios de comunicación, tiene el poder de imponer sus propias premisas disponiendo a la comunidad humana en nuevas relaciones y posturas.
Como los juegos, el arte es un traductor de experiencias. De repente, recibimos, en una nueva clase de material, lo que ya hemos sentido o visto en una situación dada. Asimismo, los juegos desplazan la experiencia conocida hasta nuevas formas, dando aliado oscuro de las cosas una repentina luminosidad. Las compañías telefónicas hacen grabaciones de las idioteces y expresiones repugnantes que algunos patanes hacen llover sobre las indefensas operadoras. Reproducidas, dichas grabaciones se convierten en juego y diversión saludables y ayudan a las operadoras a conservar el equilibrio.
El mundo de la ciencia ha tomado conciencia del elemento juego en sus inacabables experimentos con modelos de situaciones de otro modo imposibles de observar. Hace ya mucho tiempo que los centros de formación empresarial se valen de juegos para desarrollar nuevas percepciones en los negocios. John Kenneth Galbraith afirma que las empresas deberían estudiar arte porque el artista elabora modelos de problemas y situaciones que todavía no han aparecido en la matriz mayor de la sociedad; el hombre de negocios sensible al arte conseguiría así unos diez años de ventaja en sus previsiones.
En la edad eléctrica, la desaparición de la separación entre arte y negocios, o entre la universidad y la comunidad, forma parte de la implosión general que cierra las filas de los especialistas en todos los niveles. Para Flaubert, el novelista francés del siglo XIX, la guerra franco-prusiana no habría tenido lugar si la gente hubiese prestado atención a su Educación sentimental. Desde entonces, se ha generalizado un sentimiento muy parecido entre los artistas. Saben que se dedican a elaborar modelos vivos de situaciones que aún no se han presentado en la sociedad en sí. Durante el juego artístico, descubren lo que está pasando realmente y por ello parecen «adelantados a su tiempo». Los no artistas siempre han mirado el presente con los anteojos de la época anterior. Los generales están siempre magníficamente preparados para librar la guerra precedente.
Los juegos, pues, son situaciones inventadas y controladas, extensiones de la conciencia colectiva, que suponen un descanso de los patrones acostumbrados. Son una especie de diálogo interior de toda la sociedad. Y el diálogo interior es una reconocida forma de juego indispensable para desarrollar seguridad en sí mismo. Recientemente, norteamericanos y británicos han disfrutado de una gran seguridad en sí mismos derivada del juguetón espíritu de los juegos y diversiones. Cuando notan que dicho espíritu está ausente en su rival, se sienten molestos. Tornarse muy seriamente las meras cosas mundanas revela una falta de conciencia que da lástima. Desde los primeros días de la era cristiana, creció un hábito, en ciertos sectores, de payasada espiritual, de «hacer el tonto en Cristo», como dice San Pablo. Asociaba también este sentido de confianza espiritual y de juego cristiano a los juegos y deportes de su época. El jugar entraña una conciencia de la tremenda desproporción entre la situación aparente y lo que de verdad está en juego. Un sentido similar ronda alrededor de la situación lúdica como tal. Puesto que el juego, como cualquier otra forma de arte, no es sino un modelo tangible de otra situación menos accesible, en los deportes y el juego siempre hay un placentero sentido de extrañeza y comicidad que hacen risible a la persona o sociedad más serias. Cuando el inglés de la época victoriana empezó a inclinarse hacia el polo de la seriedad, aparecieron en seguida Osear Wilde, Bernard Shaw y G. K. Chesterton, como fuerzas compensadoras. Los especialistas a menudo han señalado que Platón consideraba las obras de teatro dedicadas a la divinidad como el más elevado impulso religioso del hombre.
En su famoso tratado sobre la risa, Bergson, para explicar la hilaridad, propone la idea de un mecanismo que asume los valores vitales. Ver a alguien resbalar sobre una piel de plátano equivale a ver un sistema racionalmente estructurado convertirse en centrifugadora. Como el industrialismo había creado una situación parecida en la sociedad, cundió fácilmente la idea de Bergson. Según parece, no se dio cuenta de que había producido mecánicamente una metáfora mecánica en una edad mecánica para explicar lo menos mecánico: la risa, o «estornudo de la mente», como la describió Wyndham Lewis.
Hace unos años, el espíritu lúdico sufrió una derrota por culpa del asunto de los concursos de televisión apañados. Por un lado, el primer premio parecía ridiculizar el dinero. Para mucha gente, el dinero como almacén de poder y conocimientos y agente de los intercambios, todavía tiene la capacidad de inducir un trance de gran seriedad. De algún modo, el cine también es una especie de concurso apañado. Toda obra de teatro, poema o novela está apañada para producir un efecto. Y lo mismo el concurso de televisión. Pero, con el efecto de la televisión, hay una profunda participación del público. El cine y el teatro no permiten tanta participación como la malla mosaica de la imagen de televisión. Tan grande era la participación del público en el concurso que los directores fueron procesados por estafa. Además, los intereses publicitarios de la radio y de la prensa, amargados por el éxito del nuevo medio televisivo, se deleitaron desgarrando la carne de sus rivales. Por supuesto, los autores del apaño eran tontamente inconscientes de la naturaleza de su medio, al que dieron un tratamiento cinematográfico de intenso realismo en lugar del enfoque mítico más suave, propio de la televisión. Charles van Doren fue golpeado como espectador inocente, y la investigación en sí no arrojó luz sobre la naturaleza, o los efectos, del medio de la televisión. Desgraciadamente, sólo supuso una victoria para los serios moralizadores. En las cuestiones tecnológicas, demasiado a menudo un punto de vista moral sustituye a la comprensión.
Los juegos son extensiones de nuestro ser, no individual sino social, y debería haber quedado bien claro ahora que son medios de comunicación. Si finalmente preguntamos: «¿Son medios de comunicación de masas?», la respuesta tiene que ser: «Sí». Los juegos son situaciones inventadas que permiten la participación de mucha gente en algún patrón significativo de su propia vida corporativa.
La telegrafía sin hilos recibió en 1910 una publicidad espectacular al permitir la detención en alta mar del doctor Hawley H. Crippen, un médico estadounidense establecido en Inglaterra. Tras asesinar a su esposa, la había enterrado en el sótano de su casa y huido del país con su secretaria a bordo del barco de línea Montrose. Ella iba vestida como un chico y viajaban como el señor Robinson e hijo. George Kendall, el capitán del barco, que se había enterado del caso Crippen por la prensa inglesa, empezó a sospechar de los Robinson.
El Montrose era uno de los pocos barcos que entonces estaban equipados con la radio de Marconi. El capitán Kendall, haciendo prometer el secreto a su radiotelegrafista, envió un mensaje a Scotland Yard, que mandó al inspector Dews a bordo de un barco más rápido que persiguió al Montrose por el Atlántico. El inspector Dews, haciéndose pasar por práctico, subió a bordo antes de que el Montrose entrara en el puerto y detuvo a Crippen. Dieciocho meses después de la detención de Crippen, el Parlamento británico aprobó una ley que hacía obligatoria la radio en todos los barcos de pasajeros.
El caso Crippen ilustra lo que sucede con los más elaborados planes de los hombres, y de sus ligues, cuando interviene la velocidad instantánea del movimiento de información. Se produce un colapso de la autoridad delegada y una disolución de las estructuras de gestión, piramidal u otra, con que nos han familiarizado los organigramas. La separación de funciones, y la división de fases, espacios y tareas son características de una sociedad visual y alfabetizada y del mundo occidental. Dichas divisiones tienden a disolverse por la acción de las interrelaciones instantáneas y orgánicas de la electricidad.
En un discurso durante el proceso de Nuremberg, Albert Speer, antiguo ministro de armamentos alemán, hizo algunas amargas observaciones sobre los efectos de los medios eléctricos en la vida alemana: «El teléfono, el teletexto y la radio permitieron dar órdenes directas desde los más altos niveles a los más bajos, donde eran ejecutadas sin ningún sentido crítico, debido a la autoridad detrás de ellas». Los medios eléctricos tienden a crear una especie de interdependencia orgánica entre todas las instituciones de la sociedad, y hacen hincapié en la visión de Chardin de que el descubrimiento del electromagnetismo debe considerarse como un «prodigioso acontecimiento biológico». Así como las instituciones políticas y comerciales asumen un carácter biológico en virtud de las comunicaciones eléctricas, ahora, biólogos como Hans Selye suelen considerar los organismos físicos como una red de comunicación: «Las hormonas son sustancias químicas específicas que actúan de mensajero; son elaboradas por las glándulas endocrinas y secretadas en la sangre para regular y coordinar las funciones de órganos alejados».
Esta peculiaridad de la forma eléctrica, la de dar fin a la edad mecánica de pasos individuales y funciones especializadas, tiene una explicación directa. Mientras que todas las tecnologías anteriores (excepto el habla en sí) habían extendido alguna parte de nuestro cuerpo, puede decirse que la electricidad ha exteriorizado el sistema nervioso en sí, cerebro incluido. Nuestro sistema nervioso es un campo unificado totalmente carente de segmentos. Como escribe J. Z. Young en Doubt and Certaintv in Scíence: A Bíologíst's Reflectíons on the Brain (Galaxy, Oxford University Press, Nueva York, 1960):
Tal vez gran parte del secreto del poder del cerebro radique en la tremenda oportunidad de interacciones entre los efectos del estímulo de todos los campos receptores. Es esta provisión de lugares de interacción o mezclas la que nos permite reaccionar como un todo en un grado mucho mayor que la mayoría de los otros animales.
El fracaso en comprender el carácter orgánico de la tecnología eléctrica se evidencia en nuestra preocupación constante por los peligros que supone mecanizar el mundo. En vez de ello, corremos el riesgo de echar a perder todas nuestras inversiones en las tecnologías preeléctricas de tipo mecánico y alfabético por culpa del empleo indiscriminado de la energía eléctrica. Lo que constituye un mecanismo es la separación y extensión de distintas partes del cuerpo como la mano, el brazo o los pies, en el lápiz, el martillo y la rueda. Además, la mecanización de una tarea se hace por segmentación de cada paso de una acción en una serie de partes uniformes, repetibles y móviles. El opuesto exacto caracteriza la transformación cibernética (o automatización), que se ha descrito como una manera tanto de pensar como de actuar. En lugar de centrarse en las distintas máquinas, la cibernética considera el problema de la producción como un sistema integrado de manejo de información.
Es la misma provisión de lugares de interacción en los medios eléctricos la que nos fuerza a reaccionar al mundo como un todo. No obstante, es sobre todo la velocidad de la implicación eléctrica la que crea el conjunto integral de la conciencia individual y pública. Hoy en día vivimos en la Edad de la Información y de la Comunicación porque los medios eléctricos crean, instantánea y constantemente, un campo total de acontecimientos en interacción, en los que participan todos los hombres. El mundo de la interacción pública tiene el mismo ámbito inclusivo de interacción integral que hasta la fecha sólo caracterizaba a nuestro sistema nervioso individual. Se debe a que la electricidad es de carácter orgánico y confirma el vínculo social orgánico con su empleo tecnológico en el telégrafo y el teléfono, la radio y otras formas. La simultaneidad de la comunicación eléctrica, también característica del sistema nervioso, hace que todos nosotros estemos presentes y accesibles para todas las demás personas del mundo. En la edad eléctrica, nuestra inmediata y ubicua copresencia es, en significativo grado, una experienciamás pasiva que activa. Activamente, tenemos más probabilidades de experimentar dicha conciencia leyendo un periódico o viendo un programa de televisión.
Una forma de captar el paso de la edad mecánica a la eléctrica consiste en observar la diferencia de presentación entre la prensa literaria y la telegráfica, entre, por ejemplo, el Times de Londres y el Daily Express, o entre The New York Times y el Daily News de Nueva York. Es la diferencia entre columnas que representan puntos de vista y un mosaico de pedazos sin relación alguna en un campo unificado por una fecha. Independientemente de todo lo que pueda contener un mosaico de elementos simultáneos, nunca puede presentar un punto de vista. El mundo impresionista, asociado con la pintura de finales del siglo XIX, encontró su forma más extremada en el puntillismo de Seurat y en las refracciones de la luz en el mundo de Monet y de Renoir. El punteado de Seurat es muy similar a la actual técnica de enviar imágenes por telégrafo y muy parecido a la forma en mosaico de la imagen televisiva, generada por el barrido. Todos éstos anticipan futuras formas eléctricas porque, como el ordenador digital con sus múltiples puntos y guiones de sí-no, acarician los contornos de todo tipo de seres con los múltiples contactos entre dichos puntos. La electricidad, como el mismo cerebro, ofrece una forma de estar en contacto inmediato con todas las facetas del ser. La electricidad sólo es visual y auditiva de forma incidental; antes que nada, es táctil.
A medida que la edad eléctrica se iba estableciendo, a finales del siglo XIX, el mundo del arte empezó a volver a las cualidades icónicas del tacto y de la interacción sensorial (o sinestesia, como se la denominó) en la poesía y la pintura. El escultor alemán Adolf von Hildebrand inspiró la observación de Berenson: «El pintor sólo puede llevar a cabo su tarea dando valores táctiles a las impresiones retinianas». Un programa así implica conferir a cada forma plástica una especie de sistema nervioso propio.
La forma eléctrica de impresión penetrante es profundamente táctil y orgánica, y confiere a todo objeto una especie de sensibilidad unificada, como ya hicieron las pinturas rupestres. La tarea inconsciente del pintor de la nueva edad eléctrica ha consistido en elevar este hecho al nivel consciente. Desde entonces, el mero especialista en cualquier campo ha estado abocado a la esterilidad y la futilidad que reproducían una forma arcaica de la ya efímera edad mecánica. La conciencia contemporánea tenía que volver a ser integral e inclusiva, después de siglos de sensibilidades disociadas. La escuela Bauhaus se convirtió en uno de los grandes centros del esfuerzo hacia la conciencia humana inclusiva; la misma tarea fue emprendida por una raza de gigantes que surgieron en música, poesía, arquitectura y pintura. Dieron a las artes de este siglo un ascendiente sobre las de otras edades comparable al que desde hace tiempo consideramos verdadero acerca de la ciencia moderna.
En sus primeras fases de crecimiento, el telégrafo estuvo subordinado al periódico y al ferrocarril, esas extensiones inmediatas de la producción y comercialización industriales. De hecho, una vez que el ferrocarril hubo abarcado el continente, pasó a depender cada vez más del telégrafo para su coordinación, por lo cual, en la mente norteamericana, se sobrepusieron fácilmente las figuras del jefe de estación y del telegrafista.
En 1844 Sarnuel Morse abrió una línea telegráfica entre Washington y Baltimore, con treinta mil dólares obtenidos del Congreso. La empresa privada, como de costumbre, esperó a que la burocracia esclareciera la imagen y los objetivos de la nueva operación. Cuando quedó demostrada su rentabilidad, impresionó la furia de la promoción y de la iniciativa privadas, que desencadenó violentos incidentes. Ninguna tecnología nueva, ni siquiera el ferrocarril, experimentó tan rápido crecimiento como el telégrafo. Para 1858 ya se había tendido el primer cable que cruzaba el Atlántico, y, en 1861, los hilos telegráficos se extendían por toda América del Norte. No es sorprendente que todos los nuevos métodos de transporte de bienes o de información aparecieran en medio de una intensa batalla contra los dispositivos ya existentes. Toda innovación, además de ser comercialmente perturbadora, también resulta corrosiva, social y psicológicamente.
Es instructivo seguir las fases embrionarias de cualquier crecimiento porque durante dicho período suele ser incomprendido, tanto si se trata de la imprenta, del automóvil o de la televisión. Sólo porque al principio la gente no es consciente de su naturaleza, la forma nueva asesta golpes reveladores a espectadores con ojos de autómatas. A raíz de la primera línea de telégrafo entre Washington y Baltimore, se promovieron partidas de ajedrez entre expertos de ambas ciudades. Otras líneas se utilizaron para loterías y otros juegos en general, así como los principios de la radio se desenvolvieron independientemente de cualquier interés comercial; de hecho, durante años, la desarrollaron aficionados hasta que los grandes intereses se hicieron con ella.
Hace unos meses, John Crosby escribió al New York Herald Tribune desde París de una manera que ilustra muy bien por qué la obsesión que tienen los miembros de una cultura de la imprenta por el «contenido» les impide observar ciertos hechos acerca de la forma de un medio nuevo:
Telstar, como ya saben, es aquella complicada pelota que da vueltas por el espacio transmitiendo programas de televisión, mensajes telefónicos y lo que sea, excepto sentido común. Su lanzamiento se hizo a bombo y platillo. Los continentes iban a compartir sus placeres intelectuales. Los norteamericanos disfrutarían de Brigitte Bardot. Y los europeos recibirían la vertiginosa estimulación intelectual de «Ben Casey»… El principal inconveniente de este milagro de las comunicaciones es el mismo que ha plagado todos los milagros de las comunicaciones desde que se empezó a esculpir jeroglíficos en tablillas de piedra. ¿Qué decir? Telstar empezó a funcionar en agosto, cuando casi no ocurre nada importante en Europa. Todos los canales recibieron la consigna de decir algo, lo que fuera, en aquel instrumento milagroso. Aquí comentan: «Era un juguete nuevo, tenían que jugar con él». La CBS peinó toda Europa en busca de noticias calientes y lo único que encontró fue un concurso de salchichas; fue debidamente retransmitido por la pelota milagrosa, aunque aquella noticia en particular bien hubiera podido viajar en camello sin perder nada de su esencia.
Cualquier innovación amenaza el equilibrio de las organizaciones existentes. En las grandes industrias, se deja que las nuevas ideas asomen la cabeza para poder aplastarlas en el acto, El departamento de ideas de cualquier gran empresa es una especie de laboratorio donde se aíslan los virus peligrosos. Cuando se descubre uno nuevo, se le asigna a un grupo para un tratamiento de neutralización e inmunización. Resulta cómico cuando alguien somete a una gran corporación una idea destinada a producir grandes «aumentos de producción y ventas». Tales aumentos serian un desastre para los actuales directores. Tendrían que dejar paso a una nueva dirección. Así pues, ninguna idea nueva se origina nunca en una gran operación. Debe asaltar la organización desde fuera, mediante una organización reducida aunque competitiva. Del mismo modo, la exteriorización, o extensión, del cuerpo y de los sentidos en cualquier «invento nuevo» los fuerza a ocupar posiciones nuevas para conservar el equilibrio. Cualquier invento nuevo efectúa una nueva «cerrazón» en todos los órganos y sentidos, tanto particulares como públicos. Adoptan nuevas posturas la vista, el oído, y todas las otras facultades. El telégrafo revolucionó por completo los métodos de obtención y de presentación de las noticias. Naturalmente, fueron espectaculares sus efectos en el lenguaje y el estilo y temática literarios.
Así, en 1844, año en que se jugaba al ajedrez y a la lotería con el primer telégrafo estadounidense, Seren Kierkergaard publicó El concepto de la angustia. Había empezado la edad de la ansiedad. Con el telégrafo, el hombre había iniciado aquella extensión o exteriorización del sistema nervioso central que ahora se acerca a la extensión de la conciencia mediante la retransmisión por satélite. Colocar los nervios fuera del sistema nervioso y los órganos físicos dentro de éste es una situación —no un concepto— de angustia.
Ahora que hemos echado una ojeada al principal impacto traumático del telégrafo sobre la vida consciente, observando que desemboca en la Edad de la Ansiedad y de la Angustia Constantes, podemos volvernos hacia ejemplos específicos de estos temores y malestar crecientes. Cada vez que surge un nuevo medio, o extensión humana, crea para sí un mito, normalmente asociado a una figura principal: Aretino, Azote de Príncipes y Títere de la Imprenta; Napoleón y el trauma del cambio industrial; Chaplin, la conciencia pública del cine; Hitler, el tótem tribal de la radio; y Florence Nightingale, primera cantante por hilo telegráfico de las penas humanas.
Florence Nightingale (1820-1910), pudiente y refinada miembro de la oligarquía inglesa nacida del poderío industrial, empezó de jovencita a captar señales de aflicción humana. Al principio, eran casi imposibles de descifrar. Trastornaron su modo de vida y no podían ajustarse a las imágenes de familiares, amigos o pretendientes. Fue por pura genialidad que pudo traducir esta nueva y vaga angustia vital en la idea de implicación humana y de reforma hospitalaria. Empezó a pensar, y a vivir, y descubrió la nueva fórmula para la edad electrónica: Medicare[44]. El cuidado del cuerpo se convirtió en bálsamo para los nervios en una edad en que, por primera vez en la historia del hombre, éste había extendido su sistema nervioso fuera de sí.
Es fácil contar la historia de Florence Nightingale con los términos de los nuevos medios. Llegó a un lugar lejano, en el que el control desde Londres seguía el patrón jerárquico corriente en la edad preeléctrica. La división y la delegación de las funciones y la separación de poderes, normales en la organización militar e industrial, entonces y durante mucho tiempo después, habían producido un inepto sistema de despilfarro e incompetencia del que, por primera vez, se informó diariamente por telégrafo. El legado de la alfabetización y de la fragmentación visual volvía cada noche a casa por el hilo telegráfico:
En Inglaterra, era furia tras furia. Se formó una gran tormenta de rabia, humillación y desesperación durante el terrible invierno de 1854-1855, Por primera vez en la historia, el público se enteró, leyendo los informes telegráficos de Russell, de «la dignidad con que luchaban los soldados británicos». Y esos héroes estaban muertos. Los hombres que habían asaltado las colinas de Alma, que habían cargado en Balaclava con la Brigada Ligera […] perecieron de hambre y de falta de cuidados, Incluso los caballos que había llevado la Brigada Ligera se murieron de hambre.
(Lonely Crusader, Cecil Woodham-Smith, McGraw-Hill)
Los horrores que William Howard Russell transmitía por telégrafo al Times eran normales en la vida militar británica. Fue el primer corresponsal de guerra porque el telégrafo confería aquella dimensión inclusiva de «interés humano» a noticias que no pertenecían a un «punto de vista». Es indicativo de nuestra distracción e indiferencia general que, después de más de un siglo de noticias telegráficas, nadie se haya dado cuenta de que el «interés humano» proviene de la dimensión electrónica, o en profundidad, de la implicación inmediata en las noticias. Con el telégrafo, se acabó aquella separación de intereses y aquella división de facultades que, desde luego, tampoco carecen de magníficos monumentos de trabajo e ingenuidad. Con el telégrafo llegaron la insistencia integral y la plenitud de Dickens, de Florence Nightingale y de Harriet Beecher Stowe. Lo eléctrico confiere potentes voces a los débiles y a los que sufren, y aparta a un lado las especializaciones burocráticas y las descripciones de tareas de la mente pegada a un manual de instrucciones. La dimensión de «interés humano» es simplemente la de la inmediatez de la participación en la experiencia ajena que se da con la información instantánea. La gente también se vuelve instantánea, en su respuesta de compasión o de ira cuando deben compartir con toda la humanidad la extensión común del sistema nervioso central. En estas condiciones, el «despilfarro ostentoso», o «consumo ostentoso», se convierte en causa perdida, e incluso el más duro de entre los ricos condesciende a un modesto y tímido servicio a la humanidad.
A estas alturas, algunas personas tal vez se sigan preguntando por qué el telégrafo habría de producir un «interés humano» mientras que la prensa anterior, no. Puede que el capítulo sobre la prensa les sea de ayuda. Aunque también puede pasar que la percepción se encuentre con un obstáculo oculto. La inmediatez instantánea y la implicación total de la forma telegráfica todavía repelen a ciertos individuos letrados y sofisticados. Para ellos, la continuidad visual y el «punto de vista» fijo hacen que la participación inmediata de los medios instantáneos resulte tan desagradable y molesta como los deportes populares. Estos individuos, involuntariamente mutilados por sus estudios y labores, son tan víctimas de los medios como los niños de una fábrica de betún victoriana. Así, pues, para mucha gente, cuyas sensibilidades han sido irremediablemente desviadas y bloqueadas en las posturas fijas de la escritura mecánica y de la imprenta, las formas icónicas de la edad eléctrica resultan tan opacas, o incluso tan invisibles, como las hormonas a simple vista. Es trabajo del artista procurar dislocar los antiguos medios en posturas que permitan prestar atención a los nuevos. Para ello, el artista debe estar siempre jugando y experimentando con nuevos modos de ordenar la experiencia, aunque la mayoría del público prefiera permanecer firme en sus anteriores actitudes de percepción. Lo más que puede hacer el comentarista en prosa consiste en sorprender a los medios en todas las posturas características y reveladoras que consiga descubrir. Examinemos una serie de dichas posturas del telégrafo, cuando este medio nuevo se topa con otros medios como el libro y el periódico.
Ya en 1848, el telégrafo, con cuatro años de existencia, hizo que varios de los principales periódicos norteamericanos formaran una organización colectiva para la obtención de noticias. Este esfuerzo se convirtió en los fundamentos de la Associated Press, que, a su vez, vendía servicios de noticias a abonados. De algún modo, el verdadero significado de esta forma de cobertura eléctrica e instantánea quedó disimulado bajo la presentación mecánica de los patrones visuales e industriales de la imprenta y de la impresión. El efecto específicamente eléctrico puede parecer, en este caso, una fuerza centralizadora y compresora. Muchos especialistas consideran la revolución eléctrica como una continuación del proceso de mecanización de la humanidad. Una inspección más a fondo revela un carácter muy distinto. Por ejemplo, la prensa regional, que tenía que depender de los servicios postales y del control político, a través de la oficina de correo, rápidamente se liberó de ese monopolio de tipo centro-margen con los nuevos servicios telegráficos. Incluso en Inglaterra, donde las distancias cortas y la concentración de la población hacían del ferrocarril un poderoso agente de centralización, el monopolio de Londres se disolvió con la invención del telégrafo, que ahora animaba a la competición provincial. El telégrafo liberó a la marginal prensa regional de la dependencia de la gran prensa metropolitana. En el conjunto de la revolución eléctrica, este patrón de descentralización se manifiesta de múltiples maneras. En opinión de sir Lewis Namier, el teléfono y el avión son las dos mayores causas de problemas en el mundo actual. Los diplomáticos profesionales con poderes delegados han sido sustituidos por jefes de gobierno y ministros de asuntos exteriores que creen ser capaces de llevar a cabo personalmente todas las negociaciones importantes. Este problema también apareció en las grandes empresas, donde se descubrió que era imposible ejercer una autoridad delegada y utilizar el teléfono al mismo tiempo. La naturaleza misma del teléfono, y de todos los medios eléctricos, consiste en comprimir y unificar lo que antaño se había dividido y especializado. Por teléfono, sólo funciona la «autoridad del saber» ya que su velocidad genera un campo de relaciones total e inclusivo. La velocidad requiere que las decisiones sean inclusivas y no fragmentarias o parciales, de modo que las personas alfabetizadas suelen resistirse al teléfono. Pero la radio y la televisión, como veremos, tienen el mismo poder de imponer un orden inclusivo, como si de una organización oral se tratara. Ello difiere considerablemente de la forma centro-margen de las estructuras visuales y escritas de autoridad.
Muchos especialistas han interpretado mal los medios eléctricos debido a su aparente capacidad para extender los poderes espaciales de organización del hombre. No obstante, los medios eléctricos, más que ampliar la dimensión espacial, la eliminan. Con la electricidad, podemos entablar, desde cualquier Jugar, relaciones personales como si estuviésemos en la aldea más pequeña. Es una relación en profundidad y sin delegación de funciones ni de poderes. En todas partes, lo orgánico sustituye a lo mecánico. Los mayores dignatarios se codean con la juventud. Cuando un grupo de estudiantes de Oxford se enteró de que Rudyard Kipling recibía diez chelines por cada palabra que escribiera, le mandaron diez chelines portelegrama durante una reunión: «Por favor, rnándcnos una de sus mejores palabras». A los pocos minutos recibieron la respuesta: «Gracias».
Numerosos son los híbridos de la electricidad y de anteriores medios mecánicos. Algunos, como el fonógrafo y el cine, se examinan en otros capítulos del presente libro. Hoy en día, la unión de las tecnologías mecánica y eléctrica toca a su fin, con la televisión sustituyendo al cine, y Telstar amenazando la rueda. Hace un siglo, el efecto del telégrafo fue hacer girar más rápidamente las rotativas, del mismo modo que la aplicación de la chispa eléctrica, con su precisión instantánea, hizo posible el motor de combustión interna. Aunque, llevados más lejos aún, el principio eléctrico disuelve toda técnica mecánica de separación visual y de análisis de funciones. Cintas electrónicas con una información exactamente sincronizada sustituyen la antigua secuencia lineal de la cadena de montaje.
En cualquier organización, la aceleración produce disolución y descomposición. Como toda la tecnología mecánica del mundo occidental se ha unido a la electricidad, se ha visto abocada a mayores velocidades. Todos los aspectos mecánicos de nuestro mundo parecen tantear la autoamortización. Los Estados Unidos habían instaurado un alto grado de control político central mediante la interacción del ferrocarril, de la oficina de correos y de la prensa. En 1848, el secretario de Correos escribió en su informe que los periódicos «siempre se han considerado tan importantes para la gente, por ser el mejor medio de diseminar la inteligencia, que siempre se les ha aplicado la tarifa mínima para fomentar su circulación». El telégrafo debilitó rápidamente este patrón centromargen, y, lo que es más importante todavía, al intensificar el volumen de noticias, debilitó muchísimo el papel de las opiniones editoriales. Las noticias han ido superando regularmente los editoriales en la configuración de las actitudes del público, aunque pocos ejemplos son tan llamativos como el repentino crecimiento de la figura de Florence Nightingale en el mundo británico. Y, sin embargo, nada ha sido peor comprendido que el poder del telégrafo al respecto. La característica más decisiva es quizás ésta: la dinámica natural del libro, y también del periódico, consiste en crear una perspectiva nacional unificada según un patrón centralizado. Así, pues, las personas alfabetizadas sienten un deseo de extensión de las opiniones más ilustradas hasta las «zonas más atrasadas» y las mentes más analfabetas, según un patrón uniforme, homogéneo y horizontal. El telégrafo acabó con esa esperanza. Descentralizó tanto el mundo del periódico que resultaron imposibles las opiniones nacionales uniformes, incluso antes de la Guerra de Secesión. Una consecuencia tal vez más importante del telégrafo fue que, en Estados Unidos, el talento literario se sintió más atraído por el periodismo que por el medio del libro. Poe, Twain y Hemingway son ejemplos de escritores que no pudieron lograr formación ni salida excepto con los periódicos. En Europa, en cambio, los numerosos pequeños grupos nacionales ya formaban un mosaico discontinuo que el telégrafo sólo intensificó. El resultado fue que el telégrafo fortaleció la posición del libro y obligó a la prensa a asumir un carácter literario.
Otro desarrollo no desprovisto de importancia, posterior al telégrafo, fueron las previsiones meteorológicas, tal vez el tema de interés humano más popularmente participativo de la prensa diaria. En los primeros días del telégrafo, la lluvia causaba problemas a la hora de enterrar los hilos. Dichos problemas llamaron la atención hacia la dinámica del tiempo. Decía un informe de 1883 en Canadá: «Pronto se descubrió que, cuando en Montreal el viento soplaba del este o del noreste, las tormentas se desplazaban desde el oeste, y que, cuanto más fuerte era la corriente terrestre, más rápidamente llegaba la lluvia en dirección contraria». Está claro que el telégrafo, al proporcionar un amplio abanico de información instantánea, podía revelar patrones meteorológicos de fuerza que el hombre preeléctrico difícilmente podía haber observado.
Los comentarios de Robert Lineoln O' Brien en el Atlantic Monthly de 1904 revelan un rico campo de material social que permanece sin explorar. Por ejemplo:
La invención de la máquina de escribir ha dado un tremendo empujón al hábito de dictar. […] Ello significa no solamente una mayor difusión. […] sino que, además, realza el punto de vista de quien habla. También está la tendencia, por parte de quien habla, de explicar, como si estuviera observando la expresión facial de sus oyentes para comprobar hasta qué punto lo siguen. Esta actitud no es inútil cuando el público está atento. En los puestos de mecanografía del Capitolio, en Washington, no es raro ver a los diputados ocupados en dictar cartas, gesticular del modo más enérgico, como si los métodos retóricos de persuasión pudiesen transmitirse a la página mecanografiada.
Anuncios de 1882 afirmaban que la máquina de escribir podía ser de ayuda para aprender a leer, a escribir, la ortografía y la puntuación. Ahora, ochenta años más tarde, la máquina de escribir sólo se emplea en las aulas experimentales. El aula ordinaria todavía mantiene a raya la máquina de escribir como si de un juguete atractivo y entretenido se tratara. Pero, poetas como Charles Olson afirman con elocuencia que la máquina de escribir puede ayudar al poeta a indicar con exactitud la espiración, las pausas, la suspensión incluso de sílabas, la yuxtaposición de partes de frases que se propone; observa que, por primera vez, el poeta tiene el pentágrama y la barra de compás que el músico ha tenido siempre. El mismo tipo de autonomía e independencia que, según Charles Olson, la máquina de escribir ha conferido a la voz del poeta, se lo atribuyó también la mujer trabajadora de hace cincuenta años. Cuando las máquinas de escribir empezaron a venderse por unos sesenta dólares aproximadamente, las británicas tuvieron fama de darse «aires de doce libras». De algún modo, estos aires estaban relacionados con el gesto vikingo de la Nora Helmer de Ibsen. cuando cerró de un portazo su casa de muñecas y salió en busca espiritual y vocacional. Había empezado la edad del capricho de hierro.
El lector se acordará de que más arriba se mencionó que, cuando la primera oleada de mecanógrafas irrumpió en los despachos empresariales, los fabricantes de escupideras vieron en ello su fin. Y no se equivocaron, y más importante: las uniformes filas de mecanógrafas hicieron posible una revolución en la industria de la confección. Lo que vestían ellas, lo quería llevar toda hija de granjero, porque la mecanógrafa era una popular figura de iniciativa y capacidad. Fueron marcadoras de estilo con ganas de seguir estilos. Tanto como la máquina de escribir, la mecanógrafa llevó el mundo empresarial a una nueva dimensión de uniformidad, homogeneidad y continuidad que hicieron indispensable la máquina de escribir en todas las facetas de la industria mecánica. Un barco de guerra moderno requiere docenas de máquinas de escribir para sus operaciones cotidianas. El ejército necesita más máquinas de escribir que piezas de artillería mediana y ligera, incluso en el campo, y ello sugiere que la máquina de escribir ha fundido las funciones de la pluma y de la espada.
Pero no todos los efectos de la máquina de escribir son de este tipo. Si bien ha contribuido mucho a las formas familiares de especialización homogeneizada y de fragmentación en que consiste la cultura de la imprenta, también ha causado una integración de funciones y la creación de mucha independencia particular. G. K. Chesterton objetó de esta nueva independencia que era un engaño y observó que «las mujeres se negaron a que se les dictara su conducta y salieron a hacerse mecanógrafas». El poeta o el novelista escriben ahora directamente con la maquina de escribir. La máquina de escribir, fundiendo escritura y composición, suscita una actitud totalmente nueva hacia la palabra escrita e impresa. La escritura en la máquina ya ha modificado las formas de la lengua y de la literatura, tal como se aprecia en las últimas novelas de Henry James, que fueron dictadas a la señorita Theodora Bosanquet, que las escribió, no en estenografía, sino a máquina. A sus memorias, Henry James at Work, deberían haberlas seguido más estudios de cómo la máquina de escribir ha afectado a la poesía y la prosa inglesa y, de hecho, hasta a los hábitos mentales de los mismos escritores.
Con Henry James, la máquina de escribir ya era un hábito establecido para 1907, y su nuevo estilo desarrolló una especie de libertad y de magia. Su secretaria cuenta cómo dictar le resultaba a él no solo más fácil sino también más inspirador que escribir a mano; le digo: «Tengo la sensación de que, cuando dicto, todo me es arrancado mucho más eficiente y continuamente que cuando escribo». De hecho, Henry James se apegó tanto al ruido de la máquina de escribir que, en su lecho de muerte, pidió que se utilizara su Remington a su lado.
Sería difícil evaluar cuándo ha contribuido la máquina de escribir al desarrollo del verso libre con su margen derecho sin justificar; ello supuso una auténtica recuperación del énfasis hablado y dramático en la poesía, y la máquina de escribir fomentaba precisamente esta cualidad. El poeta, sentado ante su máquina de escribir, al estilo del músico de jazz, tiene una experiencia de la escritura como actuación. En el mundo no alfabetizado, ésta era la posición del bardo o del trovador. Tenían temas, pero carecía de texto. Con una máquina de escribir el poeta dispone de los recursos de la imprenta. La máquina de escribir es una especie de megafonía utilizable en el acto. Puede gritar, susurrar o silbar, hacer divertidos guiños tipográficos al público, como E. E. Cummings en poemas como éste:
En nueva
primavera cuando el mundo es barro
exquisito, el pequeño
vendedor de globos cojo
silba lejos y alto
y eddieybill acuden
corriendo dejando canicas
y piraterías y es
primavera
cuando el mundo es un maravilloso charco
el extraño
viejo vendedor de globos silba
lejos y alto
y bettyeisbel vienen bailando
dejando pata-coja y comba y
es primavera
y
el
vendedor de globos
de los pies de cabra silba
lejos
y
alto
E. E. Cummings se vale de la máquina de escribir para dar al poema una partitura musical para el discurso coral. El poeta de antes, separado de la imprenta por varios pasos técnicos, no podía disfrutar de esta libertad del énfasis oral que proporciona la máquina de escribir. Con una máquina de escribir el poeta puede hacer saltos como Nijinsky o arrastrar los pies a lo Chaplin. Como es el público de sus propios atrevimientos mecánicos, nunca deja de reaccionar a su actuación. Escribir con la máquina es como hacer volar una cometa.
El poema de E. E. Cummings, leído en voz alta con distintos acentos y ritmos, duplicará el proceso perceptivo de su mecanógrafo autor. ¡Cuánto le habría encantado a Gerard Manley Hopkins tener una máquina en la que escribir! Las personas que opinan que la poesía es para el ojo y para ser leída en silencio apenas captarán nada de Hopkins o de Cummings. En voz alta, su poesía se vuelve muy natural. Los nombres escritos sin mayúsculas, como en «eddieyhill» molestaron a las personas alfabetizadas de hace cuarenta años. De eso se trataba.
Eliot y Pound utilizaron la máquina de escribir para producir una gran variedad de efectos centrales en sus poemas. Para ellos también, la máquina de escribir fue un instrumento oral y mimético que les dio la coloquial libertad del mundo del jazz y del ragtime. De todos los poemas de Eliot, el más coloquial y a lo jazz, Sweeney Agonistes, en su primera aparición impresa llevaba la nota: «De: Wanna Go Home, Baby? (¿Quieres ir pa’casa, nena?)».
Que la máquina de escribir, que llevó la tecnología de Gutenberg a todos los rincones de nuestra cultura y economía, haya generado dichos efectos orales opuestos, es un típico cambio de sentido. Esta inversión de la forma se da en todos los extremos de tecnologías avanzadas, como ocurre con la rueda en la actualidad.
Como ejecutante, la máquina de escribir estableció una estrecha asociación entre la escritura, el discurso y la publicación. Aunque de forma meramente mecánica, en algunos aspectos actuó más como una implosión que como una explosión.
En su carácter explosivo, y confirmando los procedimientos de la imprenta de tipo móvil, la máquina de escribir tuvo un efecto inmediato en la regulación de la ortografía y de la gramática. Se sintió en seguida la presión de la tecnología de Gutenberg sobre una ortografía y una gramática «correctas». Las máquinas de escribir provocaron una enorme expansión de las ventas de diccionarios. También crearon innumerables y sobre-cargados archivos que dieron nacimiento a las empresas de limpieza de archivos de hoy en día. No obstante, al principio, no se pensó que la máquina de escribir fuera indispensable para los negocios. Se daba tanta importancia al toque personal de la carta manuscrita que los puristas descartaron la máquina de escribir para usos comerciales. Sin embargo, pensaban que podía ser de utilidad a escritores, clérigos y telegrafistas. Incluso los periódicos se mostraron tibios hacia la máquina durante un tiempo.
En cuanto algún sector de la economía nota una aceleración del paso, el resto de la economía tiene que seguir. Muy pronto, ningún negocio podía permanecer indiferente ante el muy acelerado paso marcado por la máquina de escribir. Paradójicamente, fue el teléfono el que aceleró la adopción comercial de la máquina de escribir. La frase «Mándeme un informe» repetida en millones de teléfonos al día ayudó a crear la enorme expansión de la función mecanográfica. La ley de Northcote Parkinson de que «el trabajo se expande hasta ocupar todo el tiempo disponible para su realización» se refiere precisamente a la estrafalaria dinámica producida por el teléfono. En muy poco tiempo, el teléfono expandió inmensamente el trabajo que hacer con la máquina de escribir. Se levantaron pirámides de papeleo sobre la base de una pequeña red telefónica dentro de una empresa. Como la máquina de escribir, el teléfono funde funciones; por ejemplo, le permite a la call-girl[46] ejercer y ser su propia alcahueta.
Northcote Parkinson descubrió que cualquier negocio o estructura burocrática funciona por sí sola, independientemente del «trabajo que hacer». La cantidad de personal y «la calidad del trabajo no guardan relación alguna entre sí». En cualquier estructura dada, el índice de acumulación de personal no está relacionado con el trabajo realizado, sino con la intercomunicación entre el personal. (En otras palabras, el medio es el mensaje). Expresada matemáticamente, la ley de Parkinson estipula que el índice de acumulación de personal administrativo por año será entre 5,17 Y 6,56%, «independientemente de cualquier variación en la cantidad de trabajo que hacer (si lo hubiere)».
«Trabajo que hacer» se refiere, por supuesto, a la transformación de un tipo de energía material en otro tipo, como árboles en tablas o papel, o barro en ladrillos o platos, o metal en tubos. En términos de estos tipos de trabajo, la acumulación de personal administrativo en una armada, por ejemplo, crece a medida que disminuye el número de barcos. Parkinson oculta muy cuidadosamente, a sí mismo y a sus lectores, el hecho de que, en el sector del movimiento de información, el «trabajo que hacer» consiste precisamente en mover la información. La mera interrelación de personas mediante información escogida se ha convertido ahora en la principal fuente de riqueza en la edad eléctrica. En la anterior edad mecánica, el trabajo nunca fue así en absoluto. Trabajo se refería al procesamiento de varios materiales mediante la fragmentación de las operaciones por la cadena de montaje y la autoridad jerárquicamente delegada. En relación con los mismos procesos, los circuitos de energía eléctrica eliminan tanto la cadena de montaje como la autoridad delegada. Sobre todo con el ordenador, el esfuerzo de trabajo se aplica al nivel de la «programación» y dicho esfuerzo consiste en información y conocimientos. En cuanto a la toma de decisión y a la ejecución de las tareas, el teléfono y otros aceleradores de la información han acabado con las divisiones de la autoridad delegada a favor de la «autoridad del saber». Es como si un compositor de sinfonías, en lugar de enviar una partitura manuscrita al impresor, y de allí al director y a todos los músicos de la orquesta, se pusiera a componer directamente con un instrumento electrónico capaz de reproducir cada nota y cada tema como si fuese el instrumento en cuestión. Ello acabaría en seguida con toda la delegación y especialización de la orquesta sinfónica, que la convierte en tan natural modelo de la edad mecánica e industrial. Respecto al poeta o al novelista, la máquina de escribir se acerca mucho a la promesa de la música electrónica, en cuanto que comprime o unifica las diversas tareas de la composición y publicación poética.
Al historiador Daniel Boorstin le escandalizaba el hecho de que la fama, en nuestra edad de información, no se debía a lo que hubiera hecho alguien, sino simplemente a que se lo conociera por ser bien conocido. Al profesor Parkinson le escandaliza que la estructura del trabajo humano parezca ahora del todo independiente de cualquier trabajo que hacer. Como economista, revela la misma incongruencia y comedia, como entre lo viejo y lo nuevo, que describe Stephen Potter en su Gamesmanship. Ambos han revelado la misma parodia hueca del «subir de categoría», en su sentido de antes. Al ejecutivo impaciente, no lo haran subir de categoría ni el trabajo duro ni la intriga más ingeniosa. La razón es sencilla. Se ha acabado la guerra de categorías, tanto en el ámbito particular como en el corporativo. En los negocios, como en la vida social, «salir adelante» puede significar simplemente salir. No hay «adelante» en un mundo que es cámara de resonancia de la fama instantánea.
Después de todo, la máquina de escribir, con sus promesas de carreras para las Nora Helmer del Oeste, resultó ser un elusivo carruaje de calabaza.
En 1904, se explicaba a los lectores del Evening Telegram de Nueva York: «"Phony"[47] implica que la cosa así calificada no tiene más sustancia que una charla telefónica con un amigo hipotético», Ha aumentado el folclore del teléfono en la canción y la narrativa gracias a las memorias de Jack Paar, que escribe que su resentimiento hacia el teléfono se remonta al telegrama cantado. Cuenta que una vez recibió una llamada de una mujer que dijo sentirse tan sola que se tomaba tres baños al día con la esperanza de que sonara el teléfono.
En Finnegans Wake, James Joyce se vale del título TELEVISIÓN MATA LA TELEFONÍA EN UNA PELEA ENTRE HERMANOS para introducir un tema clave en la batalla entre los sentidos tecnológicamente extendidos, que está haciendo estragos en nuestra cultura desde hace más de una década. En el teléfono, se da una extensión del oído y de la voz que se parece a la percepción extrasensorial. Con la televisión llegó la extensión del sentido del tacto, o interacción entre los sentidos que implica aún más íntimamente todo el aparato sensorial.
Entienden el teléfono los niños y los adolescentes, abrazados al cordón y al auricular como si fuesen animales de compañía. Lo que llamamos el «teléfono francés», es decir, la incorporación del micro y del auricular en un mismo aparato, es una indicación significativa de la unión francesa de los sentidos, que los anglohablantes mantienen firmemente separados. El francés es «el idioma del amor» solo por que une íntimamente la voz y el oído, como hace el teléfono. Así, es muy natural besar por teléfono, pero no es fácil visualizar durante la llamada.
No ha habido consecuencia social del teléfono más inesperada que la desaparición de lo barrios de mala fama y el nacimiento de la call-girl. Para el ciego, todo es inesperado. La forma y el carácter del teléfono, y de toda la tecnología eléctrica, se manifiesta plenamente en este espectacular desarrollo. La prostituta era una especialista, la call-girl, no. Una casa no es un hogar; la call-girl no sólo vive en su casa, sino que es su propia alcahueta, el poder del teléfono de descentralizar toda la operación y de poner fin a la guerra de posiciones, y a la prostitución localizada, lo han sentido, aunque sin acabar de entenderlo, todas las empresas del país
En el caso de la call-girl, el teléfono es como la máquina de escribir que funde las funciones de escritura y composición. La call-girl prescinde del proxeneta y de la dueña de burdel. Ha de saber expresarse bien y tener una conversación variada y talento social, ya que se espera de ella que pueda unirse a cualquier compañía en condiciones de igualdad social. Si la máquina de escribir apartó a la mujer del hogar para convertirla en oficinista especializada, el teléfono la ha devuelto al mundo ejecutivo como instrumento de armonía general, una invitación a la felicidad y una especie de muro confesional de la lamentaciones para el inmaduro ejecutivo norteamericano.
La máquina de escribir y el teléfono son gemelos nada idénticos que han emprendido la modernización de la mujer norteamericana con una crueldad y minuciosidad tecnológicas.
Puesto que todos los medios son fragmentos nuestros extendidos al dominio público, la acción que pueda tener sobre nosotros cualquiera de ellos tiende a ubicar los otros sentidos en una nueva relación. Cuando leemos, proporcionamos una banda sonora a la palabra impresa; cuando escuchamos la radio, añadimos un acompañamiento visual. ¿Por qué no podemos visualizar mientras telefoneamos? El lector protestará enseguida: «!Sí que visualizo estando al teléfono!». Si tiene la oportunidad de comprobarlo deliberadamente, se dará cuenta de que no puede visualizar mientras habla por teléfono, aunque todas las personas alfabetizadas lo intentan y, por lo tanto, piensan que lo consiguen. Pero, al occidental alfabetizado y dado a la visualización, eso no es lo que más lo irrita del teléfono. Algunos apenas si pueden hablar por teléfono con sus mejores amigos sin enfadarse. A diferencia de la página escrita e impresa, el teléfono requiere una participación completa. Cualquier persona alfabetizada se resiente de tan fuerte exigencia de atención total, porque lleva mucho tiempo acostumbrada a una atención fragmentaria. Asimismo, el hombre alfabetizado sólo puede aprender a hablar otros idiomas con gran dificultad, porque aprender un idioma requiere la participación de todos los sentidos a la vez. Por otra parte, nuestro hábito de visualizar hace que el occidental alfabetizado resulte impotente en el mundo no visual de la física avanzada. Sólo el teutón visceral o el eslavo audio-táctil tienen la necesaria inmunidad a la visualización para trabajar con matemáticas no euclidianas y física cuántica. Si nuestras matemáticas y física pudiesen enseñarse por teléfono, incluso el más alfabetizado y abstracto occidental podría competir con los físicos europeos. Este hecho no interesa en absoluto al departamento de investigación de la Bell Telephone porque, como cualquier otro grupo orientado al libro, se olvidan del teléfono comoforma y estudian sólo el contenido de este servicio por cable. Como ya mencionamos, las hipótesis de Shanner y Weaver respecto a la teoría de la información, como la teoría del juego de Morgenstern, tienden a hacer caso omiso de la función de la forma como forma. Así, tanto la teoría de la información como la del juego se han estancado en estériles trivialidades, aunque los cambios psíquicos y sociales resultantes de dichas formas han alterado toda nuestra vida.
Mucha gente siente necesidad de garabatear mientras habla por teléfono. Este hecho está muy relacionado con las características del medio, a saber, que requiere la participación de nuestros sentidos y facultades. A diferencia de la radio, no puede emplearse de fondo. Como el teléfono brinda una imagen auditiva muy pobre, la reforzamos y la completamos con todos los otros sentidos. Cuando la imagen auditiva es de alta definición, como ocurre con la radio, visualizamos la experiencia, o la completamos con el sentido de la vista. Cuando la imagen visual es de alta definición o intensidad, la completamos poniéndole sonido. Por eso hubo tanto revuelo artístico cuando el cine incorporó la banda sonora. De hecho, la perturbación fue casi igual a la que causó el cine en sí. El cine es un rival del libro que tiende a proporcionar una banda visual de descripción y declaración narrativas mucho más completa que la palabra escrita.
Una canción muy popular de los años veinte se titulaba: «AH Alone by the Telephone, AII Alone Feeling Blue» (Sola al lado del teléfono, sola y triste). ¿Por qué iba el teléfono a causar una intensa sensación de soledad? ¿Por qué nos sentimos compelidos a contestar a un teléfono público que esté sonando aún sabiendo que la llamada no es asunto nuestro? ¿Por qué un teléfono que suena en el escenario crea una tensión instantánea? ¿Por qué la tensión de una llamada sin contestar es muy inferior en una escena de película? La respuesta a todas estas preguntas es simplemente que el teléfono es una forma participativa que pide un comparsa con toda la intensidad de la polaridad eléctrica. Se niega rotundamente a ejercer de instrumento de fondo, como la radio.
Una broma telefónica típica de ciudad pequeña en los primeros tiempos del teléfono llama la atención hacia el teléfono como forma de participación comunal. Ningún chismorreo en la valla de un patio trasero podía Igualar, ni de lejos, el grado de caldeada participación que la partyline[48] hizo posible. La broma en cuestión consistía en llamar a varios conocidos y decir, disfrazando la voz, que el departamento de mantenimiento Iba a limpiar las líneas telefónicas: «Les recomendamos que cubran el teléfono con una toalla o una almohada para evitar que la sala se llene de polvo y grasa». A continuación, el bromista iba a visitar a los amigos en cuestión para disfrutar de sus preparativos y de su expectativa de oír, en cualquier momento, el estrépito que no podía dejar de producirse cuando limpiaran las líneas. Que esta broma nos sirva de recordatorio de que, hasta recientemente, el teléfono era un artefacto empleado más como entretenimiento que para los negocios.
El invento del teléfono no fue sino un incidente en el marco más amplio de los esfuerzos del siglo pasado para hacer visible el habla Melville Bell, padre de Alexander Graham Bell, se pasó la vida ideando un alfabeto universal que publicó en 1867 con el título de Discurso visible. Además de su objetivo de presentar todos los idiomas del mundo en una forma visual simple e inmediata, los Bells, padre e hijo, se preocuparon mucho por mejorar las condiciones de vida de los sordos. Un habla visible parecía prometer una liberación inmediata de la cárcel de la sordera. Sus esfuerzos para perfeccionar el discurso visible los llevaron al estudio de los nuevos artilugios eléctricos, del cual iba surgir el teléfono. De un modo muy parecido, el sistema Braille de puntos en lugar de letras nació para facilitar la lectura de mensajes militares en la oscuridad; luego fue aplicado a la música y, finalmente, a la lectura para los ciegos. El alfabeto ya se había codificado en puntos para los dedos mucho tiempo antes de que se desarrollara el código morse para el telégrafo. Al respecto, conviene observar que, desde los inicios mismos de la electricidad, las tecnologías eléctricas convergieron en el mundo del habla y del lenguaje. Lo que fue la primera gran extensión de nuestro sistema nervioso central —los medios de comunicación de masas de la palabra hablada— se unió muy pronto a la segunda gran extensión del sistema nervioso central, la tecnología eléctrica.
En la primera plana del Daily Graphic de Nueva York del 15 de marzo de 1877 se veía el texto: «Los terrores del teléfono: el orador del futuro» y la imagen de un despeinado Svengali[49] en un estudio arengando por teléfono. El mismo micro se veía en Londres, San Francisco, Dublín y en las praderas. Curiosamente, el periódico de entonces veía en el teléfono un rival de la prensa como sistema para dirigirse al público[50]. como lo sería la radio cincuenta años más tarde. No hay medio más alejado de la forma de alocución pública que el teléfono, íntimo y personal. Por eso pinchar teléfonos resulta más despreciable aún que leer la correspondencia ajena.
La palabra «teléfono» apareció en 1840, cuando aún no había nacido Graham Bell. Se refería a un dispositivo para transmitir notas de música mediante varillas de madera. Ya para la década de 1870, muchos inventores de muchos sitios intentaban conseguir la transmisión eléctrica del habla; la Oficina Estadounidense de Patentes recibió el diseño de teléfono de Elisha Gray el mismo día que el de Bell, pero unas horas más tarde. Los abogados se beneficiaron muchísimo de esta coincidencia. Bell obtuvo la fama y sus rivales se convirtieron en notas a pie de página. El teléfono se atrevió a ofrecer sus servicios al público, aliado de los hilos del telégrafo, en 1877. El nuevo grupo del teléfono era minúsculo comparado con los grandes intereses del telégrafo, y la Western Union en seguida tornó medidas para controlar el servicio telefónico.
Una de las ironías del occidental es que nunca se ha preocupado por ningún invento como amenaza a su estilo de vida. Del alfabeto al automóvil, el occidental se ha ido actualizando paulatinamente a lo largo de una explosión tecnológica que se ha prolongado durante más de dos mil quinientos años. No obstante, desde la aparición del telégrafo, el occidental ha empezado a experimentar una implosión. Empezó de repente, con el descuido de Nietzsche de pasar al revés la película de estos dos mil quinientos años de explosión. Todavía está disfrutando de los efectos de la extrema fragmentación de los componentes originales de su vida tribal. Esta fragmentación le permite hacer caso omiso de la causalidad en todas las interacciones entre la tecnología y la cultura. Pero no Ocurre lo mismo en los grandes negocios, donde el hombre tribal está al acecho de semillas sueltas de cambio. Por eso pudo William H. Whyte escribir The Organization Man como una historia de terror. Comerse a la gente está mal. E incluso injertar a la gente en la úlcera de una gran corporación le parece que está mal a cualquiera que se haya educado en la fragmentada libertad visual de la alfabetización. «Los llamo por la noche, cuando han bajado la guardia», dijo un alto ejecutivo.
En los años veinte, el teléfono dio nacimiento a una gran cantidad de humor dialogístico que se vendía como discos de gramófono. Pero ni la radio ni el cine sonoro se mostraron amables con el monólogo, ni siquiera con los de W. C. Fields o de Will Rogers. Estos medios calientes echaron a un lado las formas más frias que la televisión acaba de restablecer a gran escala. La nueva raza de presentadores de clubes nocturnos (Newhart, Nichols y May) tiene un curioso aire que recuerda los primeros días del teléfono; y, desde luego, se agradece. Podemos dar las gracias a la televisión, y a su demanda de elevada participación, por el regreso de la mímica y del diálogo. Nuestros Mort Sahl, Shelley Berman y Jack Paar son casi una especie de «periódico viviente», como los que las compañías teatrales dieron a las masas revolucionarias chinas en los años treinta y cuarenta. Las obras de Brecht tienen la misma calidad participativa que el mundo de la tira cómica y del mosaico periodístico, aceptables como pop-art, gracias a la televisión.
El micro del teléfono fue una consecuencia directa de un prolongado intento, iniciado en el siglo XVII, de imitar la fisiología humana con instrumentos mecánicos. Es propio del teléfono eléctrico, pues, que presente tan natural congruencia con lo orgánico. Siguiendo los consejos de un cirujano de Boston, el doctor C. J. Blake. el receptor telefónico se modeló reproduciendo exactamente la estructura ósea y diafragmática del oído humano. Bell prestó mucha atención a los trabajos del gran Helmholtz, cuya labor abarcó muchos campos. De hecho, fue el convencimiento de Bell de que Helmholtz había enviado vocales por telégrafo lo que lo animó a perseveraren sus esfuerzos. Resultó que dicha impresión optimista se debía a su deficiente conocimiento del alemán. Helmholtz no había conseguido producir efectos vocales por cable. Pero Bell se empecinó en que, si podían enviarse vocales por un alambre, ¿por qué no consonantes? «Creía que Hemholtz lo había conseguido y que mi fracaso se debía únicamente a mi desconocimiento de la electricidad. Fue un error muy provechoso. Me inspiró seguridad. De haber sabido alemán nunca habría iniciado mis experimentos».
Una de las consecuencias más desconcertantes del teléfono fue la introducción de una «red continua» de patrones entremezclados en la gestión de empresa y la toma de decisiones. No es posible ejercer una autoridad delegada por teléfono. La estructura piramidal de la división del trabajo, descripción y poderes delegados no puede hacer frente a la velocidad con la que el teléfono rodea todos los arreglos jerárquicos e Implica a fondo a la gente. Del mismo modo, las divisiones blindadas móviles equipadas de radioteléfonos trastornaron la estructura militar tradicional, y ya hemos visto cómo los vínculos que establece el periodista entre la página impresa y el teléfono o telégrafo crean una Imagen corporativa unificada a partir de los fragmentados departamentos oficiales.
Hoy en día, el ejecutivo subalterno puede tratarse de tu a tu con altos ejecutivos de varios lugares del país. «Sólo tienes que llamar. Con el teléfono, cualquiera puede entrar en el despacho de dirección, A las diez de la mañana del primer día que llegué a la oficina, ya llamaba a todo el mundo por su nombre de pila».
El teléfono es un intruso, en el tiempo y el espacio, irresistible: los altos ejecutivos sólo gozan de inmunidad a sus llamadas cuando presiden cenas. Por naturaleza, el teléfono es una forma intensamente personal que pasa por alto todas las exigencias de intimidad visual que valora el hombre alfabetizado. Recientemente, una empresa de corredores de bolsa abolió todos los despachos particulares de sus ejecutivos, a los que sentó alrededor de una especie de mesa de seminario. Pensaban que las decisiones instantáneas que tenían que tomar en función del continuo flujo de teletipos y otros medios eléctricos de comunicación sólo podrían recibir el visto bueno colectivo con la rapidez suficiente si se suprimía el espacio particular. En estado de alerta, incluso las tripulaciones de aviones militares que no tienen salidas previstas deben permanecer a la vista unos de otros en todo momento. No es sino un factor temporal. Mas relevante es la necesidad de implicación total en el papel, propio de esta estructura instantánea. Los dos pilotos de un caza canadiense se emparejan con todo el cuidado de una agencia matrimonial. Tras muchas pruebas y una larga experiencia juntos, son finalmente casados por su comandante «hasta que la muerte os separe». Dicho sin ironía. Esta integración total en el papel es lo que despierta la indignación del individuo alfabetizado enfrentado a las implosivas demanda de la red continua de la toma de decisión eléctrica. En el mundo occidental, la libertad siempre ha tenido una forma explosiva y divisiva, anticipando así la separación del particular y del estado. La inversión del movimiento unidireccional del centro al margen se debe claramente a la electricidad, como antes se debió la gran explosión occidental al dominio del alfabeto fonético.
Si la cadena de mando de la autoridad delegada no funciona por teléfono, sino solamente mediante instrucciones escritas, ¿qué clase de autoridad interviene? La respuesta es sencilla, aunque nada fácil de expresar. Por teléfono sólo funciona la autoridad del saber. La autoridad delegada es lineal, visual y jerárquica. La autoridad del saber es no lineal no visual e inclusiva. Para actuar, el delegado tiene que obtener el visto bueno de la cadena de mando. La situación eléctrica elimina estos patrones; semejantes «visto y aprobado» son ajenos a la autoridad inclusiva del saber. A consecuencia, pueden imponerse restricciones al absolutista poder eléctrico, no mediante una separación de poderes, sino Con un pluralismo de centros. El problema surgió respecto a la línea directa entre el Krernlin y la Casa Blanca. Con un natural prejuicio occidental, el presidente Kennedy declaró preferir el teletipo al teléfono.
La separación de poderes fue una técnica para restringir la acción en una estructura centralista que irradia hacia márgenes alejados. En la estructura eléctrica, al menos en cuanto al tiempo y al espacio de este planeta se refiere, no hay tales márgenes. Puede haber, por lo tanto, un dialogo entre Iguales de muchos centros. La pirámide de la cadena de mando no puede granjearse ningún apoyo de la tecnología eléctrica. En lugar del poder delegado, en los medios eléctricos tiende a reaparecer el papel. Ahora, se puede volver a investir a una persona con toda clase de caracteres visuales. Los reyes y emperadores estaban legalmente capacitados para actuar como ego colectivo de todos los egos particulares de sus súbditos. Hasta el momento, el occidental ha encontrado sólo provisionalmente la restauración del papel. Aún se las arregla para mantener a las personas en empleos delegados. En el culto de la estrella de cine, nos hemos permitido, como sonámbulos, abandonar nuestras tradiciones occidentales confiriendo un papel místico a estas imágenes desempleadas. Son encarnaciones colectivas de las multitudinarias vidas privadas de sus súbditos.
Los psiquiatras han observado un ejemplo extraordinario del poder del teléfono para implicar a toda la persona en el hecho de que, cuando los niños neuróticos hablan por teléfono, desaparecen todos sus síntomas de neurosis. En el New York Times del 7 de septiembre de 1949, se publicó el artículo siguiente que aporta un curioso testimonio del carácter participativo y refrescante del teléfono:
El 6 de septiembre de 1949, en Camden, Nueva Jersey, Howard B. Unruh, veterano de guerra psicótico, salió a la calle en un acceso de locura, mató a trece personas y volvió a casa. Llegaron las brigadas de emergencia con ametralladoras, rifles y granadas de gas lacrimógeno y abrieron fuego. Mientras tanto, un periodista del Camden Evening Courier buscó el número de Unruh en la guía de teléfonos y lo llamó. Unruh dejó de disparar y contestó:
—¿Diga?
—¿Es Howard?
—Si…
—¿Por qué está matando a la gente?
—No lo sé. No puedo contestarle todavía. Hablaremos más tarde, ahora estoy ocupado.
En un artículo publicado hace poco en el Los Angeles Times, «Dialéctica de los números de teléfono que no constan en la guía», Art Seidenbaum escribe:
Hace ya tiempo que los famosos se esconden. Paradójicamente, mientras sus nombres y sus rostros se exhiben en pantallas cada vez más grandes, se toman cada vez más molestias para ser inaccesibles, en carne y hueso o por teléfono. […] Muchos famosos nunca contestan a sus llamadas; se encarga de ello un servicio que las recibe y sólo comunica los mensajes acumulados cuando se lo piden. […] «No llamen» bien podría convertirse en el verdadero prefijo de la zona de California meridional.
«Sola al lado del teléfono» ha recorrido un círculo completo. Ahora pronto será el teléfono el que estará «solo y triste».
El fonógrafo, cuyos orígenes se remontan al telégrafo eléctrico y al teléfono, no manifestó su forma y función básicamente eléctricas hasta que el magnetófono lo liberó de los obstáculos mecánicos. El hecho de que el mundo del sonido sea esencialmente un campo unificado de relaciones instantáneas le otorga un gran parecido con el mundo de las ondas electromagnéticas. Ello hizo que muy pronto se asociaran la radio y el fonógrafo. Las reservas con que se acogió el fonógrafo quedan bien reflejadas en la observación de John Philip Sousa, director de banda y compositor: «!Con el fonógrafo, pasarán de moda los ejercicios vocales! ¿Qué será de la garganta nacional? ¿No se debilitará? ¿Y el pecho nacional? ¿No encogerá?»,
Un hecho había captado Sousa: el fonógrafo es una extensión y amplificación de la voz que bien podría haber mermado la actividad vocal particular, del mismo modo que el automóvil ha reducido la actividad pedestre.
Como la radio, cuyos contenidos todavía suministra, el fonógrafo es un medio caliente. Sin él, el siglo XX como edad del tango, del ragtime y del jazz, habría tenido un ritmo muy distinto. Pero hubo muchos malentendidos alrededor del fonógrafo, como lo sugiere uno de sus primeros nombres: gramófono. Fue concebido como una forma de escritura auditiva (de gramma-letras). También se le llamó «grafófono», con aguja en vez de lápiz. Resultó especialmente popular la idea de «máquina habladora». Edison se retrasó en enfocar la resolución de sus problemas por verlo primero como un «repetidor telefónico»; es decir, como un almacén de datos provenientes del teléfono, lo que permitiría a éste «proporcionar valiosísimos registros en lugar de ser mero recipiente de una comunicación momentánea y efímera». Estas palabras de Edison, publicadas en la North American Review de junio de 1878, ilustran cómo el recién nacido teléfono ya tenía el poder de influir en las ideas de otros campos. Así, el tocadiscos se vio como una especie de registro fonético de conversaciones telefónicas. De ahí los nombres «fonógrafo» y «gramófono».
Detrás de la inmediata popularidad del fonógrafo, estaba la implosión eléctrica que daba una nueva intensidad e importancia a los ritmos del habla en la música, la poesía y el baile. Y, sin embargo, el fonógrafo no era sino una mera máquina. Al principio, no tenía motor ni circuitos eléctricos. Al aportar el fonógrafo una extensión mecánica de la voz humana, y de las nuevas melodías del ragtime, fue proyectado a la posición central por una de las grandes corrientes de nuestra época. La mera aceptación de una nueva expresión, manera de hablar o ritmo de baile ya es de por sí un indicio claro de que se está dando algún desarrollo afín. Tome, por ejemplo, el cambio del inglés al tono interrogativo desde la llegada del «How about that?» (¿Qué te parece?). Nada puede inducir a la gente a emplear esta frase una y otra vez a menos que le dé cierta relevancia algún acento, ritmo o matiz en las relaciones interpersonales. Fue manejando una tira de papel impresa con los puntos y rayas del código Morse que Edison observó que, cuando la tira se pasaba a gran velocidad, se oía un sonido parecido «al habla humana confusa». Entonces, se le ocurrió que una tira con muescas podría registrar un mensaje telefónico. Nada más pisar el campo de la electricidad, se percató Edison de los límites de la linealidad y de la futilidad de la especialización. «Miren», decía, «ocurre lo siguiente. Empiezo en un punto con la intención de llegar a tal otro con un experimento, por ejemplo, aumentar la velocidad del cable del Atlántico; pero, cuando he recorrido la mitad de la línea recta, me topo con un fenómeno que me lleva en otra dirección y acaba siendo un fonógrafo». Nada podría expresar con más dramatismo este cambio de sentido de la explosión mecánica a la implosión eléctrica. La carrera misma de Edison encamó este mismo cambio en nuestro mundo; a menudo era presa de la confusión entre estos dos tipos de procedimientos.
Fue justo a finales del siglo XIX que el psicólogo Lipps reveló, con una especie de audiograma eléctrico, que una campanada suelta se componía de una repetición inclusiva que contenía todas las sinfonías posibles. Edison abordó sus problemas según una línea parecida. La práctica le había enseñado que los problemas contenían sus propias soluciones en estado embrionario, siempre que uno encontrara la manera de hacerlas explícitas. Debido a su determinación de dar al fonógrafo una aplicación directa en los negocios, como era el caso del teléfono, Edison se desentendió del aparato como entretenimiento. Dejar de ver el fonógrafo como entretenimiento fue en realidad un fracaso en captar el sentido de la revolución eléctrica en general. En la actualidad, nos hemos reconciliado con el fonógrafo como juguete y consuelo; pero la prensa, la radio y la televisión han adquirido la misma dimensión de entretenimiento. Mientras tanto, el entretenimiento llevado a su extremo se convirtió en la principal forma comercial y política. A causa de su carácter de «campo» total, los medios eléctricos tienden a eliminar las fragmentadas especialidades de la forma y de la función, que aceptamos hace mucho tiempo como herencia del alfabeto, de la imprenta y de la mecanización. La breve y comprimida historia del fonógrafo incluye todas las etapas de la palabra escrita, impresa y mecanizada. La aparición del magnetófono, hace unos pocos años, liberó al fonógrafo de su implicación provisional en la cultura mecánica. Las cintas y los discos long-play de pronto convirtieron el fonógrafo en una vía de acceso a toda la música y todo el discurso del mundo.
Antes de considerar la revolución de la cinta de magnetófono y del disco long-play, convendría tomar nota de que, en sus inicios, la grabación y la reproducción mecánicas del sonido tenían un importante punto común con el cine mudo. Los primeros fonógrafos proporcionaban una experiencia estridente y enérgica no sin cierto parecido con las películas de Mack Sennett. Pero el fondo de la música mecánica era asombrosamente triste. El genio de Chaplin consistió en capturar para el cine ese deprimido ambiente de profunda melancolía, y recubrirlo de alegres gigas y brincos. Los poetas y pintores de finales del siglo XIX señalan todos una especie de melancolía metafísica latente en el gran mundo industrial de la metrópoli. La figura de Pierrot es tan crucial para la poesía de Laforgue como lo es para el arte de Picasso y la música de Satie. ¿No es lo mecánico, en su apogeo, una notable aproximación a lo orgánico? Una gran civilización industrial ¿no es capaz de producir algo en abundancia para todo el mundo? La respuesta es «Sí». Pero Chaplin y los poetas, pintores y músicos de Pierrot llevaron esta lógica hasta la figura de Cyrano de Bergerac, el más grande de todos los amantes al que nunca se permitió que su amor fuera correspondido. Esta extraña imagen de Cyrano, amante no amado e imposible de amar, quedó atrapada en el culto del fonógrafo a la melancolía. Tal vez sea un error situar el origen del blues en la música tradicional negra; sin embargo, Constant Lambert, director de orquesta y compositor inglés, habla en su Music Ho! del blues que precedió al jazz después de la primera guerra mundial. Concluye que el considerable auge del jazz en los años veinte fue una respuesta popular a la refinada riqueza y sutilidad orquestal del período Debussy-Delius. El jazz parece ser, pues, un puente efectivo entre la música culta y la popular, parecido al que tendió Chaplin con el arte pictórico. La gente letrada aceptó apresuradamente estos puentes y Joyce puso a un Chaplin en Ulises en el personaje de Bloom, y Eliot puso jazz en el ritmo de sus primeros poemas.
El payaso-Cyrano de Chaplin pertenece a la profunda melancolía tanto como el arte a lo Pierrot de Laforgue y de Satie. ¿No es inherente al triunfo de lo mecánico y de su omisión de lo humano? ¿Podía lo mecánico ir más lejos que la máquina habladora y su imitación de la voz y del baile? ¿No capturan los famosos versos de T. S. Eliot sobre la mecanógrafa de la época del jazz todo el patetismo de la época de Chaplin y la melancolía del ragtime?
Cuando una mujer encantadora se deja llevar por la locura
y va y viene en su cuarto, una y otra vez, sola,
se alisa el pelo con un gesto automático
y pone un disco en el gramófono.
Leído como una comedia a lo Chaplin, el Prufrock de Eliot se entiende perfectamente. Prufrock es el Pierrot completo, el pequeño títere de una civilización mecánica a punto de saltar con una pirueta a su etapa eléctrica.
Sería difícil exagerar la importancia de formas mecánicas complejas como el cine y la fotografía como preludio de la automatización de la canción y del baile. Justo cuando esta automatización de la voz y del gesto humano se hubo acercado a su perfección, llegó la automatización del trabajo humano. Ahora, en la edad eléctrica, está desapareciendo la cadena de montaje con sus manos[51] humanas, y la automatización eléctrica está propiciando una retirada de mano de obra de la industria. En la edad eléctrica, el hombre, en lugar de automatizarse a sí mismo —fragmentado en tareas y funciones— como había sido la tendencia durante la mecanización, se vuelve cada vez más hacia la implicación simultánea en diversos empleos, el trabajo de aprender y la programación de ordenadores.
Esta lógica revolucionaria, inherente a la edad eléctrica, quedó bastante clara en las primeras formas eléctricas del telégrafo y del teléfono que inspiraron la «máquina habladora». Estas formas nuevas, que tanto hicieron para recuperar el mundo vocal, auditivo y mimético, reprimido por la palabra impresa, también inspiraron los extraños ritmos nuevos de la «edad del jazz», los diversos tipos de síncopas y la discontinuidad simbolista que, como la relatividad y la física cuántica, pregonaron el fin de la era de Gutenberg y de sus regulares y uniformes líneas de letras y de organización.
La palabra «jazz» proviene del francés jaser, parlotear. De hecho, el jazz es una forma de diálogo de los músicos, consigo mismos y con los que bailan. Tanto que pareció una brusca ruptura con los ritmos homogéneos y repetitivos del uniforme vals. En la edad de Napoleón y de Lord Byron, cuando el vals era una forma nueva, fue acogida como una bárbara realización del sueño de Rousseau del buen salvaje. Por muy grotesca que pueda parecer ahora la idea, es una indicación valiosa sobre la naciente edad mecánica. Cuando los valsadores empezaron a cogerse en un abrazo personal, se acabó el impersonal baile en corro según el antiguo patrón cortesano. El vals es preciso, mecánico y marcial, como se desprende de su historia. Para que el vals pueda tener todo su sentido, son necesarios los uniformes militares. «Por la noche, se oía un rumor de jolgorio», con estas palabras se refería Lord Byron al vals antes de Waterloo. En el siglo XVIII y en los tiempos de Napoleón, los ejércitos de ciudadanos debieron de parecer una liberación individualista del marco feudal de jerarquías cortesanas. De ahí la asociación del vals con el buen salvaje, sin más implicaciones que la libertad de la deferencia jerárquica y de clase. Todos los valsadores eran uniformes e iguales, y tenían vía libre para moverse por toda la sala. Puede parecer raro que ésa haya sido la idea de los románticos del buen salvaje, pero sabían tan poco acerca de los verdaderos salvajes como acerca de las cadenas de montaje.
En nuestro siglo, la llegada del jazz y del ragtime también se anunció como una invasión de salvajes que meneaban el trasero. Los indignados tendían a apelar a la belleza del mecánico y repetitivo vals, que otrora se había calificado de puro baile indígena. Si bien el jazz puede considerarse como una ruptura con el mecanismo en dirección a lo discontinuo, participativo, espontáneo e improvisado, también puede verse como una vuelta a una especie de poesía oral cuya interpretación es a la vez creación y composición. Es un tópico entre músicos de jazz que el jazz grabado está «tan rancio como el periódico de ayer». El jazz está vivo, como la conversación; y, como ella, depende del repertorio de temas disponibles. Pero la interpretación es composición. Semejante interpretación asegura la participación máxima entre músicos y bailarines. Dicho así, en seguida resulta obvio que el jazz pertenece a aquella familia de estructuras en mosaico que reaparecieron en el mundo occidental con los servicios por hijos. Hace juego con el simbolismo en poesía y con las muchas formas asociadas a la pintura y a la música.
El vínculo entre el fonógrafo y la canción y el baile no es menos profundo que su primera relación con el telégrafo y el teléfono. Con la primera impresión de partituras en el siglo XVI, se distanciaron la palabra y la música. El virtuosismo independiente de la voz y de los instrumentos formó la base de los grandes desarrollos musicales de los siglos XVIII y XIX. Parecida fragmentación y especialización en las artes y las ciencias brindaron gigantescos resultados en la industria y en la empresa militar, y en las grandes iniciativas cooperativas como los periódicos o las orquestas sinfónicas.
Desde luego, el fonógrafo, como producto de la cadena de montaje y de la organización y distribución industriales, mostraba pocas de las cualidades eléctricas que inspiraron su crecimiento en la mente de Edison. Hubo profetas que vaticinaron el gran día en que el fonógrafo ayudaría a la medicina brindando un modo médico de distinguir entre «el sollozo de la histeria y el suspiro de la melancolía […] el timbre de la tos y el espasmo del tísico. Será un experto en locuras; distinguirá la carcajada del maníaco y los despropósitos del idiota. […] Cumplirá estas hazañas en la misma sala de espera mientras el médico todavía atiende al último paciente». No obstante, en la práctica, el fonógrafo se quedó en las voces de los Signar Foghomis, bajo-tenores, robusto-profundos.
Las instalaciones de grabación no se atrevieron a tocar algo tan sutil como una orquesta hasta después de la primera guerra mundial. Mucho antes, un entusiasta veía en el disco un rival del álbum de fotografías que aceleraría el día en que «las futuras generaciones podrán condensar en veinte minutos la imagen tonal de toda una vida: cinco minutos de balbuceo infantil, cinco del júbilo del muchacho, cinco de las reflexiones del hombre y cinco para los débiles murmullos del lecho de muerte». Algo más tarde, James Joyce hizo algo incluso mejor. Hizo de Finnegans Wake un poema tonal que condensa en una única frase todos los balbuceos, júbilos, reflexiones y remordimientos de toda la especie humana. No habría podido concebir esta obra en una edad distinta a la que produjo el fonógrafo y la radio.
Fue la radio la que finalmente inyectó su plena carga eléctrica al fonógrafo. El receptor de radio de 1924 ya era superior en calidad sonora y pronto empezó a hacer disminuir las ventas de fonógrafos y discos. Con el tiempo, la radio reanimó el negocio del disco al ampliar el gusto popular hacia los clásicos.
La verdadera ruptura vino después de la segunda guerra mundial gracias a la disponibilidad del magnetófono. Marcó el fin de la grabación por incisión y del consiguiente ruido de fricción. En 1949, la era de la alta fidelidad eléctrica volvió a rescatar el negocio fonográfico. La búsqueda, por parte de la alta fidelidad, de un «sonido realista» pronto se unió a la imagen televisiva para la recuperación de la experiencia táctil. En efecto, la sensación de tener los instrumentos tocando «a su lado en la misma sala» es un esfuerzo hacia la unión de lo audible y de lo táctil, con una finura de violinista, que corresponde en gran parte a la experiencia escultural. Estar en presencia de músicos que tocan equivale a experimentar, táctil y cinéticamente, su toque y su manejo de los instrumentos, y no sólo su resonancia. Por ello puede decirse que la alta fidelidad no es una búsqueda de los efectos abstractos del sonido independientemente de los otros sentidos. La alta fidelidad fue la respuesta del fonógrafo al desafío táctil de la televisión.
El sonido estereofónico, un posterior desarrollo, es un sonido «en todas partes», «envolvente». Antes, el sonido emanaba de un único lugar, conforme a las inclinaciones de la cultura visual y de sus puntos de vista fijos. El paso a la alta fidelidad fue a la música lo que el cubismo a la pintura, y el simbolismo a la literatura; a saber, la aceptación de múltiples facetas y planos en una misma experiencia. Otra manera de decirlo es que la estereofonía es el sonido en profundidad y la televisión, la visión en profundidad.
No debería resultar muy contradictorio el hecho de que, cuando un medio se convierte en instrumento de experiencia en profundidad, dejen de regir las antiguas categorías de «clásico» y «popular» o «culto» y «vulgar». Ver por televisión la intervención quirúrgica a un bebé cianótico no encaja en ninguna de estas categorías. Con los elepés, la alta fidelidad y la estereofonia, también llegó un enfoque en profundidad de la experiencia musical. Todo el mundo perdió sus inhibiciones respecto a lo «culto» y la gente seria se volvió loca por la música y la cultura populares. Cualquier cosa a la que uno se acerca en profundidad presenta tanto interés como los asuntos más grandes. «En profundidad» significa «en interrelación», no aisladamente. Profundidad quiere decir penetración, no punto de vista; y la penetración es una especie de implicación mental en virtud de la cual el contenido de un artículo parece del todo secundario. La conciencia misma es un proceso inclusivo que no depende para nada del contenido. La conciencia no postula la conciencia de algo en particular.
Respecto al jazz, el elepé propició muchos cambios, como el culto al «rollo super enrollado», ya que la larga duración de una cara de disco significaba que la banda iba a tener tiempo suficiente para enrollarse en sus parloteos entre instrumentos. Se resucitó el repertorio de los años veinte, al que el nuevo medio confirió una nueva profundidad y complejidad. Por otra parte, el magnetófono y el elepé revolucionaron el repertorio de la música clásica. Así como el magnetófono supuso un estudio de los idiomas a nivel oral en vez de escrito, también introdujo toda la cultura musical de muchos países y épocas. Donde sólo había una pequeña selección de períodos y compositores, el magnetófono, conjuntamente con el elepé, aportó un espectro musical completo en el que cabía tanto el siglo XVI como el XIX, y en el que la canción popular china era tan accesible como la húngara.
Un resumen breve de los acontecimientos tecnológicos relacionados con el fonógrafo podría presentar el aspecto siguiente:
El telégrafo tradujo la escritura en sonido, hecho directamente relacionado con los orígenes del teléfono y del fonógrafo. Frente al telégrafo, los únicos muros que se levantaban eran los vernáculos, que tan fácilmente salvarían la fotografía, el cine y la radiofotografía. La electrificación de la escritura fue un salto en el espacio auditivo no visual casi tan grande como los que luego darían el teléfono, la radio y la televisión.
El teléfono: discurso sin muros.
El fonógrafo: sala de conciertos sin muros.
La fotografía: museo sin muros.
La luz eléctrica: espacio sin muros.
El cine, la radio y la televisión: aulas sin muros.
El hombre recolector de alimento reaparece de modo incongruente como recolector de información. En este papel, el hombre electrónico no es menos nómada que sus antepasados del paleolítico.
En Inglaterra, la sala de cine se llamó primero «el bioscopio» debido a su presentación visual de los movimientos reales de las formas de vida (del griego bios: forma de vida). La película de cine, en la que enrollamos en bobinas el mundo real para desenrollarlo luego en la alfombra mágica de la fantasía, representa la espectacular unión de la antigua tecnología mecánica y del nuevo mundo eléctrico. En el capítulo sobre la rueda, se cuenta la historia de cómo el cine tuvo una especie de origen simbólico en el intento de fotografiar los cascos de caballos al galope; instalar una serie de máquinas fotográficas para estudiar el movimiento animal es fundir lo mecánico y lo orgánico de una manera muy especial. En el mundo medieval, curiosamente, la idea de cambio en los seres orgánicos era la de sustitución secuencial de una forma estática por otra. Veían la vida de una flor como una especie de tira cinemática de fases o esencias. El cine es la realización plena de la idea medieval de cambio, en forma de entretenida ilusión. Los fisiólogos tuvieron mucho que ver en el desarrollo del cine, como antes en el del teléfono. En una película, lo mecánico parece orgánico y el crecimiento de una flor puede retratarse tan fácil y libremente como el movimiento de un caballo.
Si el cine combina lo mecánico y lo orgánico en un mundo de formas ondeantes, también se vincula a la tecnología de la imprenta. El lector, al proyectar las palabras, es un decir, tiene que seguir las secuencias en blanco y negro de planos fijos que constituyen la tipografía y poner su propia banda sonora. Intenta seguir los contornos de las ideas del autor, a diferentes velocidades y con distintas ilusiones de comprensión. Sería difícil exagerar el vínculo entre-la imprenta y el cine en términos de su capacidad para generar fantasías en el espectador o lector. Cervantes basó su Don Quijote en este aspecto de la palabra impresa y en su poder para crear lo que, a lo largo de Finnegans Wake, James Joyce designa como «ABCED-minded», que puede tornarse como «ab-said» o «ab-sent», O simplemente como «controlado alfabéticamente[53]».
El trabajo del escritor y del director de cine consiste en transferir al lector y al espectador de un mundo, el suyo, a otro, el creado por la tipografía o la película. Ello es tan obvio, y ocurre tan plenamente, que los que lo experimentan lo aceptan subliminalmente y sin espíritu crítico. Cervantes vivía en un mundo en el que la imprenta era tan novedosa como el cine en Occidente, y le parecía obvio que la imprenta, como ahora las imágenes en la pantalla, había usurpado el mundo real. Bajo su encantamiento, el lector o espectador se convierte en soñador, como dijo René Clair del cine en 1926.
El cine como forma de experiencia no verbal es como la fotografía, una forma de declaración sin sintaxis. De todos modos, como la imprenta y la fotografía, el cine supone un alto nivel de alfabetización en sus usuarios y resulta desconcertante para el analfabeto. Nuestra alfabetizada aceptación del mero movimiento del ojo de la cámara al seguir, o abandonar, a un personaje, no se daría con una audiencia africana. Cuando alguien desaparece por un lado del plano, los africanos quieren saber qué ha sido de él. En cambio, un público que sabe leer, acostumbrado a seguir la imaginería impresa línea a línea sin cuestionar la lógica de la linealidad, acepta sin protestar la secuencia fílmica.
Fue René Clair quien señaló que, cuando hay dos o tres personajes en el escenario, el dramaturgo debe justificar o explicar incesantemente su presencia. Pero la audiencia de cine, como el lector de libros, acepta como racional la mera secuencia. A donde sea que se dirija la cámara, la audiencia lo acepta. Se nos transporta a otro mundo. Como observó René Clair, la pantalla abre las blancas puertas de un harén de hermosas visiones y de sueños de adolescentes, aliado de los cuales hasta el mas hermoso de los cuerpos parece tener defectos. Yeats veía el eme como un mundo de ideales platónicos en el que el proyector interpretara «una espuma sobre un paradigma fantasmal de las cosas». Tal era el mundo que obsesionaba a Don Quijote, que encontró pasando la puerta de papel de las recién impresas novelas de caballería.
Así pues, es indispensable, para nuestra aceptación occidental del cine, la estrecha relación entre el mundo en bobinas del cine y la experiencia íntima y fantasiosa de la palabra impresa. Incluso la industria cinematográfica opina, y no es nada descabellado, que sus mayores logros se derivaron de novelas. El cine, tanto en su forma de rollo como en forma de guión, está totalmente implicado en la cultura del libro. Para constatar lo íntimos que son el libro y el cine, basta con imaginarse por un momento una película basada en la forma del periódico. Teóricamente, no hay motivo por el que la cámara no pueda emplearse para retratar grupos complejos de artículos y acontecimientos en una configuración de fecha, tal y como se presentan en la plana periodística. De hecho, la poesía tiende más que la prosa a esa configuración o «amontonamiento». La poesía simbolista tiene mucho en común con el mosaico de la plana periodística; sin embargo, muy poca gente puede distanciarse lo bastante del espacio uniforme y conectado como para captar los poemas Simbolistas. Por otro lado, los indígenas, que tienen muy poco contacto con la lectura fonética y la impresión lineal, tienen que aprender a «ver» las fotografías o el cine del mismo modo que tenemos que aprender a leer. De hecho, tras haber intentado durante años enseñar el alfabeto a africanos con la ayuda de películas, John Wilson, del Instituto Africano de la Universidad de Londres, descubrió que era más fácil enseñarles el alfabeto como medio para que aprendieran a ver las películas. Incluso cuando los indígenas han aprendido a «ver» el cine, no pueden aceptar nuestras nociones de ilusiones temporales y espaciales. Tras ver The Tramp (El vagabundo) de Charlie Chaplin, la audiencia africana llegó a la conclusión de que los europeos eran magos que podían devolver la vida. Vieron un personaje recibir un fuerte golpe en la cabeza sin mostrar ninguna señal de herida. Cuando la cámara se desplaza, creen ver árboles moviéndose y edificios creciendo o disminuyendo porque no pueden aceptar el espacio continuo y uniforme del individuo alfabetizado. Los analfabetos no pueden con la perspectiva ni los efectos de distanciamiento de la luz y la sombra, que consideramos una dotación innata del hombre. La gente alfabetizada piensa que la causa y el efecto son secuenciales, como si una cosa empujara a la otra con una especie de fuerza física. La gente no alfabetizada siente muy poco interés por este tipo de causa y efecto «efectivos», pero les fascinan las formas ocultas que producen resultados mágicos. Lo interior, más que lo exterior, despierta el interés de las culturas no visuales y no alfabetizadas. Por ello Occidente ve al resto del mundo sumido en la red continua de la superstición.
Como el oral ruso, el africano no acepta la vista y el oído juntos. El cine sonoro supuso el fin del cine ruso porque, como cualquier cultura atrasada y oral, los rusos sienten un ansia irresistible de participación que resulta defraudada por la adición de sonido a la imagen visual. Tanto Pudovkin como Eisenstein denunciaron el cine sonoro, aunque pensaban que si el sonido se utilizara simbólicamente y como contrapunto, y no de manera realista, resultaría menos perjudicial para la imagen visual. La insistencia de los africanos en la participación colectiva y en gritar y cantar durante la película queda totalmente frustrada por la banda sonora.
Nuestras películas habladas no eran sino una compleción del paquete visual como mero artículo de consumo. Con el cine mudo, añadimos automáticamente el sonido mediante un «cierre» o compleción. Pero, cuando es añadido por nosotros, queda mucha menos participación en el trabajo de la imagen.
También se ha descubierto que los no alfabetizados no saben fijar la vista, como hacen los occidentales, a unos cuantos metros por delante de la pantalla de cine o a cierta distancia de una fotografía. El resultado es que recorren con los ojos la pantalla o la fotografía como harían con las manos. Es por este hábito de hacer servir los ojos como las manos que los europeos resultan tan atractivos a las norteamericanas. Sólo las sociedades sumamente alfabetizadas o abstractas aprenden a fijar la vista, como tenemos que aprender a hacerlo para leer una página impresa. Cuando se fija la vista, la perspectiva funciona. Hay mucha sutileza y sinestesia en el arte indígena, pero carece de perspectiva. Es errónea la antigua creencia de que todo el mundo ve en perspectiva pero que sólo los pintores del Renacimiento aprendieron a retratarla. Nuestra primera generación televisiva está perdiendo rápidamente este hábito de perspectiva visual como modalidad sensorial, y, junto con este cambio, se manifiesta un interés por las palabras, no como algo visualmente uniforme y continuo, sino como mundos en sí dotados de profundidad. De ahí la locura por los chistes y juegos de palabras, incluso en los anuncios sosegados.
En términos de otros medios, como la página impresa, el cine tiene el poder de almacenar y transmitir una gran cantidad de información. En un santiamén, presenta una escena paisajística con figuras cuya descripción ocuparía varias páginas de prosa. Al cabo de un instante repite dicha información detallada, y puede seguir repitiéndola indefinidamente. En cambio, el escritor no dispone de ningún instrumento que pueda contener una multitud de detalles para el lector en un bloque grande o gestalt. Así como la fotografía empujó la pintura hacia el arte abstracto y escultural, el cine ha confirmado al escritor en la economía verbal y el simbolismo de fondo con los que el cine no puede competir.
Las películas históricas como Henry V o Richard III son un ejemplo de la tremenda cantidad de datos que cabe en una toma de cine. En estos casos, se hicieron extensas investigaciones para la elaboración de decorados y trajes que un niño de seis años puede disfrutar tan fácilmente como un adulto. Para el rodaje de la película basada en Murder in the Cathedral, T. S. Eliot dijo que no sólo eran necesarios los trajes de la época, sino que éstos —tan grandes son la precisión y la tiranía del objetivo— tenían que tejerse con las mismas técnicas que se empleaban en el siglo XII. Hollywood, además de mucha ilusión, también tenía que ofrecer verdaderas réplicas eruditas de muchas escenas del pasado. El teatro y la televisión pueden apañarse con toscas aproximaciones porque ofrecen una imagen de baja definición que elude el examen detallado. No obstante, en primer lugar fue el minucioso realismo de escritores como Dickens lo que inspiró a pioneros del cine como D. W. Griffith, que siempre se llevaba un ejemplar de una novela de Dickens a los rodajes. La novela realista, que apareció en el siglo XVIII, al mismo tiempo que la forma periodística y su cobertura de temas socialmente representativos y de interés humano, fue una anticipación completa de la forma fílmica. Incluso los poetas adoptaron el mismo estilo panorámico, con viñetas de interés humano y primeros planos como variantes. Elegy de Gray, The Cotter’s Saturday Night de Burns, Michael de Wordsworth y Childe Harold de Byron se parecen todos al guión de rodaje de un documental contemporáneo.
«Empezó el hervidor de agua…» así arranca el Grillo del hogar de Dickens. Si la novela moderna surgió del Capote de Gogol, el cine moderno, dice Eisenstein, salió del hervor de aquel hervidor. Debería estar claro que el enfoque del cine de los norteamericanos, e incluso de los británicos, carece de gran parte de aquella libre interacción entre los sentidos y los medios que tan natural parece en Eisenstein o René Clair. A los rusos en particular, les resulta muy fácil enfocar estructuralmente —es decir, esculturalmente— cualquier situación. Para Eisenstein, el hecho sobrecogedor respecto al cine es que se trata de un «acto de yuxtaposición». Pero, en una cultura sometida a un extremo condicionamiento tipográfico, dicha yuxtaposición ha de ser de caracteres y cualidades uniformes y conexos. No debe haber ningún salto desde el espacio uniforme del hervidor al espacio único del gatito o de la bota. Si aparecen estos objetos, han de ser nivelados por alguna narrativa continua o bien «contenidos» en algún espacio pictórico uniforme. Para provocar furor, Salvador Dalí sólo tenía que permitir que la cómoda o el piano de cola existieran en su propio espacio ante un fondo de paisaje sahariano o alpino. Simplemente liberando los objetos del espacio continuo y uniforme de la tipografía, tenemos la poesía y el arte modernos. Nos da una idea de la presión psíquica de la tipografía el alboroto que suscita dicha liberación. Para la mayoría de la gente, su propia imagen del yo parece tipográficamente condicionada, de modo que la edad eléctrica, con su regreso a la experiencia inclusiva, amenaza su idea del yo. Éstas son las personas fragmentadas; para ellas la labor especialista hace que la mera idea de ocio o de seguridad sin empleo sea una pesadilla. La simultaneidad eléctrica acaba con el saber y la actividad especializados y exige una interrelación en profundidad, incluso de la personalidad.
El caso de las películas de Charlie Chaplin ayuda a esclarecer este problema. Sus Tiempos modernos se tomó como una sátira del carácter fragmentado de las tareas modernas. Como el payaso, Chaplin presenta la hazaña acrobática con una mímica de elaborada incompetencia, porque cualquier tarea especializada prescinde de la mayor parte de nuestras facultades. El payaso nos recuerda nuestro estado fragmentado emprendiendo tareas acrobáticas o especialistas con un espíritu de hombre integral. Ésta es la fórmula de la irremediable incompetencia. En la calle, en situaciones sociales, en la línea de montaje, el trabajador sigue con su apretar compulsivo de tuercas con una llave imaginaria. Pero la mímica de ésa y de otras películas de Chaplin es precisamente la del robot, del títere mecánico, cuyo profundo patetismo proviene de su fiel aproximación de las condiciones de vida humana. En todas sus obras, Chaplin hace un baile de títeres al estilo de Cyrano de Bergerac. Para capturar esa melancolía de títere, Chaplin (devoto del ballet clásico e íntimo amigo de Pavlova) adoptó los pasos del ballet. Así podía tener el halo del Espectro de la Rosa luciendo alrededor de su atuendo de payaso. Del music-hall británico, donde debutó, tomó, con un toque genial y seguro, imágenes como la del señor Charles Pooter, la obsesionante figura de un don nadie. Confirió a esta imagen de simpático chapucero un envoltorio de cuento de hadas mediante la adopción de las posturas del ballet clásico. Como de por sí el cine es un traqueteante ballet mecánico de películas que produce un mundo onírico de románticas ilusiones, la nueva forma fílmica estaba perfectamente adaptada a esa imagen compuesta. Pero la forma fílmica no es solamente una danza de títeres de planos fijos, ya que mediante la ilusión consigue aproximarse a la vida real e incluso superarla. Es por eso que Chaplin nunca pudo abandonar, al menos en sus películas mudas, el papel de títere de Cyrano, que nunca podía ser un verdadero amante. En este estereotipo, Chaplin descubrió el corazón de la ilusión fílmica, y manipuló dicha ilusión con un certero dominio, como la clave del patetismo de una civilización mecánica. Un mundo mecanizado siempre está en el proceso de prepararse para vivir, y para ello llega a aguantar la más espantosa pompa de talento, método e ingeniosidad.
El cine llevó este mecanismo hasta los extremos de lo mecánico, y más allá, en un surrealismo de sueños que el dinero puede comprar. No hay nada que congenie mejor con la forma cinematográfica que ese patetismo de superabundancia y poder que es el legado del títere, para quien nunca pueden ser reales. Ésta es la clave del El gran Gatsby, que llega a su momento de la verdad cuando Daisy se viene abajo contemplando la magnífica colección de camisas de Gatsby. Daisy y Gatsby viven en un mundo de oropel, corrompido por el poder y, sin embargo, inocentemente pastoril en sus ensueños.
El cine no sólo es la expresión suprema del mecanicismo, sino que, paradójicamente, ofrece como producto el más mágico de todos los bienes de consumo, a saber, los sueños. Así pues, no es por casualidad que el cine haya destacado como medio que ofrece a los pobres papeles de ricos y poderosos mucho más allá de cualquier sueño de la codicia. En el capítulo sobre la fotografía, se señalaba cómo la prensa fotográfica en particular había apartado a los verdaderamente ricos del camino del consumo ostentoso. La exhibicionista vida que la fotografía quitó a los ricos, el cine la dio a los pobres con una mano más que generosa:
Qué suerte, qué suerte tengo
vaya vivir en el lujo,
tengo el bolsillo lleno de sueños.
Los magnates de Hollywood no se equivocaban al presuponer que el cine daba al inmigrante norteamericano un instrumento de inmediata realización personal. Dicha estrategia, por muy lamentable que resulte a la luz del «bien absoluto e ideal», concordaba perfectamente con la forma fílmica. Ello hizo que, en los años veinte, el estilo de vida estadounidense se exportara en lata[54] a todo el mundo. El mundo se apresuró a comprar estos sueños enlatados. El cine no sólo acompañó la primera gran sociedad de consumo, sino que fue incentivo y publicidad suya y, de por sí, un importante bien de consumo. Ahora bien, en términos del estudio de los medios, ha quedado claro que el poder del cine para almacenar información en una forma accesible no tiene rival. En última instancia las cintas de audio y de vídeo iban a superar el cine como almacenes de información. Pero el cine sigue siendo uno de los principales recursos de información, un rival del libro, que tanto hizo para continuar, y superar, la tecnología de este último. Actualmente, el cine todavía está en su fase manuscrita, por decirlo así; muy pronto, y bajo la presión de la televisión entrará en su fase de libro impreso portátil y accesible. Muy pronto, todo el mundo tendrá en casa un proyector de cine económico que reproducirá un cartucho sonoro de 8mm en una especie de pantalla de televisión. Desarrollos de este tipo forman parte de la presente implosión tecnológica. La actual disociación entre proyector y pantalla es un vestigio del antiguo mundo mecánico de explosión y de separación defunciones, que ahora llega a su fin con la implosión eléctrica.
El hombre tipográfico se acostumbró en seguida al cine porque éste ofrece, como el libro, un mundo interior de fantasía y sueños. Como el silencioso lector de libros, el espectador de cine está sentado en la soledad psicológica. Éste no era el caso del lector de manuscritos, como tampoco es el del telespectador. Ver la televisión solo en una habitación de hotel, e incluso en casa, no tiene nada de agradable. La imagen mosaica de la televisión requiere compleción y diálogo. Y lo mismo pedía el manuscrito antes de la tipografía, puesto que la cultura del manuscrito es oral y requiere diálogo y debate, como lo demuestra toda la cultura de los mundos antiguo y medieval. Una de las principales presiones de la televisión ha sido fomentar la «máquina de enseñar». De hecho estos artilugios son adaptación del libro en la dirección del diálogo. Estas máquinas de enseñar son auténticos profesores particulares, y su desafortunada denominación, siguiendo el principio que ha producido expresiones como «inalámbrico» y «carruaje sin caballos», es otro ejemplo de una larga lista que ilustra cómo toda innovación tiene que pasar por una primera fase en la que el efecto nuevo se consigue con el método antiguo, amplificado o modificado por alguna característica nueva.
El cine no es realmente un medio único, como la canción o la palabra escrita, sino una forma de arte colectiva en la que varios individuos dirigen el color, las luces, el sonido, la interpretación y el discurso. La prensa, radiofónica y televisiva, y las historietas también son formas de arte que dependen de equipos y de jerarquías de aptitudes en la acción corporativa. Antes del cine, el ejemplo más obvio de semejante actividad artística corporativa se dio pronto en el mundo industrializado, con las nuevas orquestas sinfónicas del siglo XIX. Paradójicamente, a medida que la industria seguía su curso cada vez más especializado y fragmentado, la venta y el abastecimiento iban requiriendo cada vez más trabajo en equipo. La orquesta sinfónica se convirtió en la principal expresión del poder resultante de semejante esfuerzo coordinado, aunque los músicos pasaron por alto dicho efecto, tanto en la sinfonía como en la industria. Cuando los redactores de las revistas introdujeron procedimientos de guión cinematográfico en la elaboración de artículos de fondo, éstos sustituyeron al artículo corto. En este sentido, la película es la rival del libro. (A su vez, la televisión rivaliza con la revista gracias a su poder mosaico). De hecho, las ideas presentadas como una secuencia de planos fijos o de situaciones pictóricamente retratadas, casi a la manera de una máquina de enseñar, expulsaron al artículo corto del campo de las revistas.
Hollywood se ha opuesto principalmente a la televisión haciéndose subsidiario suyo. La mayor parte de la industria cinematográfica se dedica ahora a abastecer de programas a la televisión. Aunque se ha intentado una nueva estrategia, en concreto, la de las películas de gran presupuesto. De hecho, el Technicolor es el efecto más cercano a la imagen de televisión que puede lograr el cine. El Technicolor rebaja muchísimo la intensidad fotográfica y crea, en parte, las condiciones visuales para la visión participativa. Si Hollywood hubiese entendido los motivos del éxito de Marty, puede que la televisión nos habría dado una revolución en el cine. Marty era un programa de televisión que llegó a la pantalla de televisión en forma de realismo visual de baja definición o intensidad. No era una historia de éxito ni tenía estrellas porque la imagen televisiva de baja intensidad es del todo incompatible con la imagen de estrella, de alta intensidad. Marty, que de hecho tenía todo el aspecto de una película muda temprana o de un antiguo filme ruso, dio a la industria cinematográfica todas las pistas necesarias para que pudiera aceptar el reto de la televisión.
Este tipo de realismo frío y casual ha conferido un desahogado ascendiente al nuevo cine británico. Room at the Top es un ejemplo del nuevo realismo frío. Además de no ser una historia de éxito, vaticina el fin del paquete a lo Cenicienta tanto como Marilyn Monroe marcó el fin del sistema del estrellato. Room at the Top cuenta la historia de que, cuanto más trepa el mono, más se le ve el trasero. La moraleja es que el éxito no sólo es malvado, sino también un camino hacia la infelicidad. Para un medio caliente como el cine resulta muy difícil aceptar el frío mensaje de la televisión. Pero las películas de Peter Sellers, I’m All Right, Jack y Only Two Can Play encajan perfectamente con el nuevo temperamento creado por la fría imagen televisiva. Tal es, también, el significado del ambiguo éxito de Lolita. Como novela, su acogida anunció el enfoque antiheroico de la novela romántica. La industria cinematográfica ya había preparado un camino real para la historia romántica al seguir el crescendo de la historia de éxito. Lolita anunció que, después de todo, aquel camino real no era sino una pista para el ganado, y, en cuanto al éxito, ni para el perro.
En el mundo antiguo y en la época medieval, las historias más populares eran las que trataban de las caídas de los príncipes (The Falls of Princes). Con la llegada del medio muy caliente de la imprenta, las preferencias cambiaron hacia un ritmo elevador y las historias de éxito y de repentina ascensión en el mundo. Parecía que cualquier cosa podía lograrse mediante el nuevo método tipográfico de segmentación minuciosa y uniforme de los problemas. Finalmente, fue siguiendo este método que se hizo el cine. Como forma, la película es la realización última del gran potencial de la fragmentación tipográfica. Pero la implosión eléctrica ha invertido el proceso entero de expansión por fragmentación. La electricidad ha recuperado el frío mundo mosaico de la implosión, del equilibrio y de la homeostasis. En los tiempos eléctricos, la expansión unidireccional del enloquecido que trepa en su camino hacia la cumbre parece ahora una espantosa imagen de vidas arruinadas y armonías perturbadas. Tal es el mensaje subliminal del mosaico televisivo con su campo total de impulsos simultáneos. La película y la secuencia no pueden sino inclinarse ante este poder superior. Nuestra juventud se ha tomado muy en serio el mensaje de la televisión en su rechazo beatnik de las usanzas del consumismo y de la historia de éxito particular. Puesto que la mejor manera de llegar al meollo de una forma consiste en estudiar sus efectos en un entorno poco familiar, tomemos nota de lo que dijo Sukarno, presidente de Indonesia, a un grupo de ejecutivos de Hollywood en 1956. Dijo que los veía como unos políticos radicales y revolucionarios que habían acelerado muchísimo los cambios políticos en Oriente. En las películas de Hollywood, Oriente vio un mundo en el que la gente corriente tenía coches y cocinas y neveras eléctricas. Y, por ello, el oriental se considera ahora como una persona corriente que ha sido despojada de los derechos de nacimiento del hombre corriente.
Ésta es otra forma de ver el medio fílmico: como un gigantesco anuncio de bienes de consumo. En América del Norte, esta faceta principal del cine no pasa de lo subliminal. En lugar de ver nuestras películas como incentivos para la destrucción y la revolución, las tomamos como un consuelo y una compensación, una especie de pago diferido en ensueños. Pero, en este sentido, el oriental tiene razón y nosotros estamos equivocados. De hecho, el cine es un fuerte miembro del gigante industrial. El hecho de que lo ampute la imagen de televisión refleja una revolución todavía mayor que se está produciendo en el centro de la vida norteamericana. Es natural que el antiguo Oriente sintiera el peso político y el reto industrial de nuestra industria del cine. Tanto como el alfabeto y la palabra impresa, el cine es una forma agresiva e imperial que estalla hacia otras culturas. Su fuerza explosiva era considerablemente mayor en el cine mudo que en el sonoro, porque la banda sonora electromagnética ya vaticinaba la sustitución de la explosión mecánica por la implosión eléctrica. El cine mudo era aceptable inmediatamente, por encima de las barreras de los idiomas, pero el sonoro, no. La radio se alió al cine para damos el cine sonoro y para llevarnos más lejos en nuestro actual curso invertido' de implosión o de reinserción tras la edad mecánica de explosión y expansión. La forma extrema de esta implosión o contracción es la imagen del astronauta encerrado en su trocito de espacio envolvente. En lugar de ampliar nuestro mundo, está anunciando su contracción hasta el tamaño de aldea. El cohete y la cápsula espacial están contribuyendo al fin del reinado de la rueda y de la máquina tanto como lo hicieron en su día los servicios por cable, la radio y la televisión.
Podemos ahora considerar otro ejemplo de la influencia del cine en un aspecto sumamente conclusivo. En la literatura moderna, no debe de haber técnica más famosa que la del fluir de la conciencia o monólogo interior. Ya sea en Proust, Joyce o Eliot, esta forma de secuencia brinda al lector una extraordinaria identificación con personalidades de lo más diversas y variadas. El flujo de la conciencia se consigue realmente con la transferencia de técnicas de cine a la página impresa, que es, en un sentido profundo, el origen del cine; ya que, como hemos visto, la tecnología de Gutenberg de tipos móviles es del todo indispensable para cualquier proceso industrial o cinematográfico. A diferencia del cálculo infinitesimal, que hace ver que trata el movimiento y el cambio mediante la fragmentación extrema, el cine lo hace transformando el movimiento y el cambio en una serie de planos fijos. La imprenta hace lo mismo al tiempo que hace ver que trata con toda la mente en acción. Sin embargo, la película y el flujo de la conciencia parecieron proporcionar una liberación, profundamente ansiada, del mundo mecánico de estandarización y uniformidad cada vez mayores. Nunca nadie se ha sentido agobiado por la monotonía o la uniformidad del ballet de Chaplin ni por las monótonas y uniformes meditaciones de su gemelo literario: Leopold Bloom.
En 1911, Henri Bergson causó sensación con Creative Evolution asociando el proceso mental con la forma cinematográfica. Justo en el punto extremo de la mecanización representada por la fábrica, el cine y la prensa, el hombre pareció obtener, mediante el fluir de la conciencia o película interior, la liberación en un mundo de espontaneidad, de sueños y de experiencia personal única. Tal vez Dickens lo empezara todo con su Mr. Jingle en Los papeles de Pickwick. Desde luego, en David Coppeifield hizo un gran descubrimiento técnico, ya que, por primera vez, el mundo se desplegó de forma realista mediante el empleo como cámara de los ojos de un muchacho que va creciendo. Ahí estaba, tal vez, e] flujo de la conciencia en su forma original, antes de que lo adoptaran Proust, Joyce y Eliot. Indica cómo el enriquecimiento de la experiencia humana puede producirse inesperadamente con el cruce y la interacción de la vida de las formas de los medios.
En Tailandia son muy populares las películas importadas, sobre todo las estadounidenses, gracias, en parte, a una hábil técnica tailandesa para salvar el obstáculo del idioma. En Bangkok, en vez de los subtítulos, utilizan lo que llaman hacer de «Adán y Eva», Consiste en un diálogo en tailandés que leen por altavoz unos actores escondidos del público. Una sincronización al segundo y una gran resistencia permiten a estos actores exigir más que las estrellas de cine mejor pagadas de Tailandia.
Todo el mundo ha deseado alguna vez disponer de su propio equipo de sonido durante la proyección de una película para poder hacer los debidos comentarios. En Tailandia, pueden alcanzarse elevadas cumbres de interpolación interpretativa durante los fútiles intercambios de las grandes estrellas.