Gracias a la imprenta, Dickens se convirtió en guionista de tebeos. Empezó como redactor para un popular dibujante humorístico. Tratar los tebeos ahora, después del capítulo dedicado a la imprenta, pretende llamar la atención sobre características propias de la imprenta, e incluso de la tosca imprenta con bloques de madera, presentes en los tebeos del siglo XX.
No es en absoluto fácil percibir cómo las mismas cualidades de la imprenta y de los grabados de madera pudieran volver a aparecer en la malla mosaica de la imagen televisual. El tema de la televisión resulta tan difícil para las personas alfabetizadas que debe enfocarse indirectamente. De los tres millones de puntos por segundo que componen la imagen, el telespectador sólo puede captar, en un abrazo icónico, unas cuantas docenas, setenta más o menos, con las que se elabora una imagen.
La imagen así elaborada resulta tan tosca como la de los tebeos. Por este motivo, la imprenta y los tebeos son un enfoque práctico para comprender la imagen televisiva, ya que brindan muy poca información visual o detalles asociados. Aun así, los pintores y los escultores pueden comprender fácilmente la televisión, porque sienten cuánta implicación táctil es necesaria para la apreciación del arte plástico.
Las cualidades estructurales de la imprenta y de los bloques tallados también se dan en la historieta; dichas cualidades comparten un carácter de participación y de «hagalo usted mismo» que también impregna una gran variedad de las actuales experiencias de los medios. La imprenta es la clave del tebeo, y éste, la clave para comprender la imagen de televisión.
Muchos adolescentes arrugados recuerdan su fascinación por la que fue una obra cumbre de la historieta: el «Yellow Kid[26]» de Richard F. Outcault. Se publicó por primera vez en el Sundav World de Nueva York con el título de «Hogan’s Alley[27]». Narraba las aventuras de los niños del barrio, cama modernos Maggie y Jiggs[28]. Este diseño vendió muchos periódicos de 1898 en adelante. Muy pronto lo compró Hearst, que empezó a publicar suplementos de tebeos a gran escala. Al ser de baja definición (como se explica en el capítulo sobre la imprenta), los tebeos son una forma de expresión altamente participativa y perfectamente adaptada al aspecto en mosaico del periódico. Proporcionan, además, cierto sentido de continuidad de una día a otro. Por sí solo, el artículo de noticias contiene muy poca información y requiere compleción o relleno por parte del lector, igual que la televisión o la telefotografía. Es por este motivo que la televisión ha supuesto un duro golpe para el mundo del tebeo. Más que un complemento, ha sido un auténtico rival. Pero la televisión golpeó con más fuerza aún al mundo del anuncio gráfico, desplazando lo nítido y lo brillante a favor de lo enmarañado, escultural y táctil. De ahí, el repentino auge de la revista MAD, que no ofrece sino una repetición, fría y grotesca, de las formas de medios calientes como la fotografía, la radio y el cine. MAD es la antigua imprenta y grabado en madera que hoy en día se van repitiendo en diversos medios. Su tipo de configuración llegará a dar forma a toda la oferta televisiva aceptable.
La principal baja del impacto de la televisión fue «Li’l Abner» de Al Capp. Durante dieciocho años, Al Capp había mantenido a Li’l Abner al borde del matrimonio. La sofisticada fórmula que aplicaba a sus personajes era la misma, aunque invertida, que empleó el novelista francés Stendhal, que dijo: «No hago sino implicar a mis personajes en las consecuencias de su propia estupidez, y luego les doy entendimiento para que puedan sufrir». Así, Al Capp dijo: «No hago sino implicar a mis personajes en las consecuencias de su propia estupidez, y luego les quito el entendimiento para que no puedan remediarlo». Su incapacidad para ayudarse a sí mismos creó una especie de parodia de todas las otras historietas de suspense. Al Capp llevó el suspense hasta el absurdo. Pero hacía ya mucho tiempo que los lectores venían disfrutando del hecho de que el trance de irremediable ineptitud de Dogpatch era un paradigma de la situación del hombre en general.
Con la llegada de la televisión y de su icónica imagen mosaica, las situaciones de la vida cotidiana empezaron a parecer algo anticuadas. Al Capp descubrió de repente que esa clase de distorsión ya no funcionaba. Creyó que los norteamericanos habían perdido la facultad de reírse de sí mismos. Estaba equivocado. Simplemente, la televisión involucraba a todo el mundo con todo el mundo mucho más profundamente que antes. El frío medio, con sus requisitos de profunda participación, pedía a Capp que diera un enfoque nuevo a la imagen de Li’l Abner. Su confusión y consternación coincidían perfectamente con los sentimientos de cualquier miembro oc cualquier gran empresa norteamericana. De Ufe a la General Motors, y del aula al despacho presidencial, era inevitable un reajuste de las metas e imágenes para permitir una implicación y participación cada vez mayores por parte del público. Capp dijo: «Los Estados Unidos han cambiado. El humorista siente esos cambios, tal vez más que nadie. Ahora, en Estados Unidos, hay cosas de las que uno no puede burlarse».
Una implicación en profundidad anima a todo el mundo a tomarse a sí mismo más en serio que antes. A medica que la televisión iba enfriando al público norteamericano, dándole nuevas preferencias y orientaciones para la vista y el oído, el tacto y el gusto, se iba haciendo necesario rebajar la maravillosa mezcolanza de Al Capp. Ya no era necesario tomarle el pelo a Dick Tracy o a las rutinas del suspense. Como lo descubrió la revista MAD, el nuevo público encontraba tan divertidas las escenas y temas de la vida cotidiana como el lejano Dogpatch. La revista MAD no hizo sino transferir el mundo de los anuncios al mundo de las historietas, y lo hizo justo cuando la imagen televisiva empezaba a eliminar el tebeo compitiendo directamente con él. Al mismo tiempo, la imagen de televisión hizo que se volviesen borrosas las nítidas y claras imágenes fotográficas. La televisión enfrió al público de la publicidad hasta que la continua vehemencia de los anuncios y del entretenimiento convinieron perfectamente al programa del mundo de la revista MAD. De hecho, la televisión convirtió los medios previamente calientes de la fotografía, del cine y de la radio en un mundo de historietas con sólo retratarlos como paquetes recalentados. Hoy día, el niño o niña de diez años agarra su ejemplar de MAD («Aumenta tu ego con MAD») del mismo modo que el beatnik ruso valora una antigua cinta de Elvis Presley grabada de un programa de radio para el ejército norteamericano. Si «Voice of America» se pasase de repente al jazz, el Kremlin tendría motivos para desmoronarse. Sería casi tan eficaz como si los ciudadanos rusos pudiesen mirar los catálogos de Sears Roebuck en lugar de la aburrida propaganda sobre el estilo de vida norteamericano.
Picasso fue durante mucho tiempo fanático de los cómics estadounidenses. El intelectual, de Joyce a Picasso, siempre ha apreciado el arte popular norteamericano porque encuentra en él una respuesta, verdadera e imaginativa, a la acción oficial. En cambio, el arte fino no hace sino eludir o desaprobar las actuaciones llamativas o chillonas en una sociedad de poderosa alta definición, o anticuada. El arte culto es una especie de repetición de las hazañas, especializadas y acrobáticas, de un mundo industrializado. El arte popular es el payaso que nos recuerda toda la vida y las facultades que hemos dejado de lado en la rutina cotidiana. Se atreve a llevar a cabo las rutinas especializadas de la sociedad, actuando como un individuo integral. Pero el individuo integral es del todo inepto en una situación especializada. Al menos, ésta es una manera de llegar al arte de los tebeos, al arte del payaso.
El niño de diez años, al votar por MAD, nos dice, a su manera, que la imagen televisiva ha puesto fin a la fase consumidora de la cultura norteamericana. Nos dice ahora lo que el beatnik de dieciocho años intentó decirnos hace diez años. Ha muerto la edad del consumidor pictórico. Ha llegado la edad icónica. Ahora, pasamos a los europeos el paquete que nos concernió de 1922 a 1952. Ellos, en cambio, están entrando en su primera edad de consumo de bienes estandarizados. Nos acercamos a nuestra primera edad en profundidad de orientación artístico-productiva. América del Norte se está europeizando tan extensivamente como Europa se está americanizando.
¿Dónde deja esto a los tebeos populares de antes? ¿Qué hay de «Blondie» y de «Bringing Up Father»? El suyo era un mundo pastoril de primitiva inocencia en el que los jóvenes norteamericanos se han licenciado claramente. Aún existía una adolescencia en aquellos tiempos y todavía había ideales lejanos y sueños individuales, y objetivos visibles en lugar de vigorosas y omnipresentes posiciones corporativas para la participación colectiva.
El capítulo sobre la imprenta explica de qué manera la historieta es una especie de experiencia de «hágalo usted mismo» que ha ido desarrollando una vida cada vez más vigorosa a medida que avanzaba la edad eléctrica. Así, los electrodomésticos, lejos de ser dispositivos para ahorrar trabajo, son en realidad nuevas formas de trabajo, descentralizado y al alcance de todos. Así son, también, los mundos del teléfono y de la imagen de televisión, que piden mucho más a sus usuarios que la radio o el cine. Como simple consecuencia de este aspecto de participación y de hágalo usted mismo de la tecnología eléctrica, todas las diversiones de la edad eléctrica favorecen una misma clase de implicación personal. De ahí la paradoja de que, en la edad de la televisión, Johnny no sabe leer porque la lectura, tal y como se suele enseñar, es una actividad demasiado superficial y consumista. De ahí que la edición de bolsillo de obras cultas pueda atraer, por su misma profundidad, a los jóvenes, que desprecian la oferta de narrativa ordinaria. Ahora, ocurre a menudo que los profesores se encuentren con que unos estudiantes incapaces de leer una página de historia se están convirtiendo en expertos en códigos y análisis lingüístico. El problema, por lo tanto, no es que Johnny no sepa leer sino que, en una edad de implicación en profundidad, es incapaz de visualizar objetivos lejanos.
El primer tebeo se publicó en 1935. Al no estar relacionado con nada ni tener pinta de literatura, y al ser tan difícil de descifrar como el Book of Kells[29], arraigó entre los jóvenes. Era difícil que los mayores de la tribu, que nunca habían reparado en que el periódico de turno era tan frenético como una exposición de arte surrealista, se dieran cuenta de que el tebeo era tan exótico como las iluminaciones del siglo VIII. Así, al no darse cuenta de nada respecto a la forma, tampoco podían distinguir nada del contenido. Sólo se fijaron en la destrucción y la violencia. Por lo cual, con una ingenua lógica literaria, se pusieron a esperar a que la violencia inundara el mundo. O bien atribuyeron a los tebeos la delincuencia del momento. Hasta el convicto más retrasado aprendió a gruñir: «Soy así por culpa de los tebeos».
Mientras tanto, la violencia de un entorno industrial y mecánico había que vivirla y conferirle sentido y motivos en los nervios y agallas de la juventud. Vivir y experimentar cualquier cosa consiste en traducir su impacto directo en muchas formas indirectas de conciencia. Hemos proporcionado a los jóvenes una ruidosa jungla de asfalto al lado de la cual cualquier selva tropical llena de animales parece tan inofensiva y pacífica como una madriguera de conejos. La hemos llamado normal. Hemos pagado empleados para que la mantuvieran en su intensidad máxima porque era muy rentable. Cuando las industrias del espectáculo intentaron proporcionar una copia razonablemente fiel de la acostumbrada vehemencia urbana, la gente frunció las cejas.
Fue Al Capp quien descubrió que resultaba divertido, al menos hasta la llegada de la televisión, cualquier grado de mutilación a lo Scragg o de moralidad a lo Phogbound, A él, no le parecía divertido. Ponía en su tira exactamente lo que veía a su alrededor. Pero nuestra incapacidad adquirida para relacionar una situación con otra permitió que su realismo sarcástico fuera considerado humor. Cuanto más mostrara la aptitud de la gente para meterse en horrorosas dificultades y su completa incapacidad para ayudarse unos a otros, más divertido resultaba. «La sátira», dijo Swift, «es una lente con la cual miramos todas las composturas excepto la nuestra.»
Así, pues, las historietas y los anuncios pertenecen al mundo de los juegos, al mundo de los modelos y de las extensiones de las situaciones. La revista MAD, mundo del grabado de madera, de la imprenta y del tebeo, los ha reunido con otros juegos y modelos del mundo del espectáculo. MAD es una especie de mosaico periodístico de la publicidad como entretenimiento y del entretenimiento como forma de locura. Pero, sobre todo, es una forma de expresión y de experiencia asociada a la imprenta y al grabado de madera, cuyos repentinos atractivos son un índice fiable de cambios profundos en nuestra cultura. Lo que necesitamos ahora es comprender el carácter formal de lo impreso, de las historietas y tebeos, que desafían y modifican la cultura consumista del cine, de la fotografía y de la prensa. Ningún enfoque de la tarea, ni ninguna observación o idea al respecto, pueden, por sí solos, resolver tan complejo problema en la cambiante percepción humana.
Con una sonrisa de pugilista, dijo el doctor Johnson: «Tal vez se dé cuenta, señora, de que mi buena educación llega hasta un grado de innecesaria escrupulosidad». Independientemente del grado de conformidad con la nueva insistencia de su tiempo en la pulcritud inmaculada que hubiese alcanzado el doctor, se daba perfectamente cuenta de la creciente demanda social de buena presencia visual.
La imprenta con tipos móviles fue la primera mecanización de una artesanía compleja y se convirtió en el arquetipo de todas las mecanizaciones posteriores. De Rabelais y More a Mill y Morris, la explosión tipográfica extendió las mentes y las voces de los hombres para reconstituir el diálogo humano en una escala mundial que ha unido las edades. Vista simplemente como un almacén de información o como un nuevo sistema de recuperación rápida de aquélla, la tipografía acabó, mental y socialmente, con la mentalidad pueblerina y el tribalismo, y tanto en el espacio como en el tiempo. De hecho, los dos primeros siglos de imprenta con tipos móviles fueron motivados más por el deseo de ver libros antiguos y medievales que por la necesidad de leer y escribir obras nuevas. Más de la mitad de los libros impresos hasta 1700 eran antiguos o medievales. Se presentó a los primeros lectores de palabras impresas no sólo la Antigüedad sino también la Edad Media. Y los textos medievales eran mucho más populares.
Como cualquier otra extensión del hombre, la tipografía tuvo consecuencias mentales y sociales que cambiaron de repente los anteriores límites y patrones culturales. Al inducir la fusión —o, como algunos dijeron, la confusión— de los mundos antiguo y medieval, el libro impreso produjo un tercer mundo, el moderno, que ahora se encuentra en la nueva tecnología eléctrica con una nueva extensión del hombre. Los modos eléctricos de mover información están modificando nuestra cultura tipográfica tan claramente como la imprenta afectó al manuscrito medieval y a la cultura escolástica.
En Alphabet, Beatrice Warde ha descrito recientemente una exhibición de letras escritas con luz. Se trataba de un anuncio de una película de Norman Mclaren acerca del cual pregunta Warde:
Te preguntarás si llegué tarde al cine aquella noche si te digo que vi dos patituertas aes egipcias […] andando cogidas del brazo con el inconfundible contoneo de una pareja de cómicos de revista. Vi serifs[30] apiñados juntos como si fuesen zapatillas de ballet, de modo que las letras se desplazaban literalmente de puntillas […] después de cuarenta siglos de alfabeto necesariamente estático, presencié lo que sus elementos podían hacer con la cuarta dimensión del Tiempo: «flujo», movimiento. Bien puedes decir que me quedé electrizada.
No podía haber nada más remoto de la cultura tipográfica y de su «lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar».
La señora Warde ha dedicado toda su vida al estudio de la tipografía y hace gala de un tacto seguro en su asombrada respuesta ante letras, no impresas con tipos, sino dibujadas con luz. Tal vez la explosión que empezó con los caracteres fonéticos (los dientes de dragón que sembró el rey Cadmus) vaya a invertirse en una implosión bajo el impulso de la velocidad instantánea de la electricidad. El alfabeto (y su extensión en la tipografía) hizo posible la difusión del poder que es el saber y rompió las ataduras del hombre tribal, haciéndolo estallar en una aglomeración de individuos. La velocidad y la escrituras eléctricas le echan encima, instantánea y constantemente, las preocupaciones de todos los demás hombres. Vuelve a ser tribal. La familia humana ha vuelto a ser una tribu.
Cualquiera que estudie la historia social del libro impreso probablemente quedará sorprendido ante la falta de comprensión de los efectos mentales y sociales de la imprenta. Fueron muy escasos, durante estos cinco siglos, los comentarios y la toma de conciencia de los efectos de la imprenta en la sensibilidad humana. Aunque la misma observación podría hacerse respecto a todas las otras extensiones del hombre, ya sea la ropa o el ordenador. Al parecer, la extensión es una amplificación de un órgano, sentido o función, que inspira al sistema nervioso central el gesto protector de entumecimiento de la zona extendida, al menos en cuanto a inspección directa y percepción se refiera. Hay numerosos comentarios indirectos sobre los efectos del libro impreso en las obras de RabeJais. Cervantes, Montaigne, Swift, Pope y Joyce. quienes utilizaron la tipografía para crear nuevas formas de arte.
Psíquicamente, el libro impreso, extensión de la facultad de ver, intensificó la perspectiva y el punto de vista fijo. Junto con la insistencia visual en el punto de vista y en el punto de fuga, que genera la ilusión de perspectiva, se da otra ilusión: la de que el espacio es visual, uniforme y continuo. La linealidad, precisión y ordenación de los tipos móviles son inseparables de aquellas grandes formas e innovaciones culturales de la experiencia renacentista. En el primer siglo de la imprenta, las nuevas intensidades de lo visual y del punto de vista individual estuvieron unidas a las formas de expresión de la propia personalidad, posibilitadas por la extensión tipográfica del hombre.
Socialmente, la extensión tipográfica del hombre produjo el nacionalismo, el industrialismo, los mercados masificados y la educación y alfabetización universales. La imprenta supuso una imagen de repetible precisión que inspiró formas totalmente nuevas de extender las energías sociales. Durante el Renacimiento, la imprenta liberó grandes cantidades de energías psíquicas y sociales, como ocurre hoy día en Rusia y Japón, arrancando al individuo del grupo tradicional y proporcionando a la vez un modelo de cómo ir sumando individuos en una masiva aglomeración de poder. El mismo espíritu de empresa individual que animó a escritores y artistas a cultivar la expresión de la propia personalidad empujó a otros a crear corporaciones gigantescas, tanto militares como comerciales.
El don más significativo de la tipografía al hombre debe de ser la objetividad o no implicación: el poder de la acción sin reacción. Desde el Renacimiento, la ciencia ha exaltado dicho don, que se ha convertido en un estorbo en la edad eléctrica, en la que todo el mundo está involucrado con todos los demás en todo momento. El término «imparcial[31]». que expresa la más elevada objetividad e integridad éticas del hombre tipográfico, se ha venido empleando cada vez más, durante la última década, para expresar la idea de «indiferencia». A la integridad que el término «imparcial» denota como señal de carácter científico y erudito en una sociedad alfabetizada e iluminada, se la viene rechazando cada vez más por implicar «especialización» o fragmentación del saber y de la sensibilidad. El poder de fragmentación y análisis que tiene la palabra impresa en nuestra vida psíquica nos ha dado esta «disociación de la sensibilidad», cuya eliminación de las artes y de la literatura desde Cézanne y Baudelaire ha sido de máxima prioridad en todos los programas de reforma de las preferencias y conocimientos. En la «implosión» de la edad eléctrica la separación del pensar y del sentir ha llegado a parecer tan extraña como la compartimentación del saber en las escuelas y universidades. Sin embargo, fue precisamente esta capacidad de separar el pensamiento del sentimiento, de actuar sin reaccionar, lo que apartó al hombre alfabetizado del mundo tribal de estrechos vínculos familiares en su vida privada y social.
La tipografía no fue una adición al arte de la escritura, como tampoco lo fue el automóvil en relación al caballo. En sus primeras décadas, la imprenta también tuvo su fase de «carromato sin caballo» en el que fue mal comprendida y mal aplicada, y en el que no era infrecuente que el comprador de un libro impreso lo llevara a copiar e ilustrar por un copista. Incluso a principios del siglo XVIII, un «libro de texto» se seguía definiendo como obra de un «autor clásico que el estudiante escribe muy separado para dejar lugar a la interpretación dictada por el maestro, que será anotada en las interlíneas» (OED[32]). Antes de la imprenta, gran parte del tiempo lectivo se dedicaba a la elaboración de semejantes textos. El aula tendía a ser un escritorio con comentarios. El estudiante era un redactor-editor. Asimismo, el mercado del libro, artículo relativamente escaso, era sobre todo de segunda mano. La imprenta modificó tanto los procesos educativos como los comerciales. El libro fue la primera máquina de enseñar y el primer artículo producido en masa. Al amplificar y extender la palabra impresa, la tipografía reveló y extendió ampliamente la estructura de la escritura. Hoy día, con el cine y la aceleración eléctrica de los movimientos de información la estructura formal de la palabra impresa, y de los mecanismos en general, destaca como un tronco varado en una playa. Un medio nuevo nunca es un añadido a otro anterior, aunque tampoco lo deja tal cual; no deja de oprimir los medios más antiguos hasta dar con nuevas formas y posiciones para ellos. La cultura del manuscrito mantuvo un procedimiento oral en la educación, que en sus niveles superiores se llamó «escolástica»; al colocar delante de cualquier número dado de estudiantes o lectores un mismo texto, la imprenta acabó muy pronto con el régimen escolástico de debate oral. La imprenta brindó una extensa y nueva memoria a los escritos antiguos y convirtió en inadecuada a la memoria individual.
Margaret Mead relata que, cuando se llevó varios ejemplares de un mismo libro a una isla del Pacífico, se produjo un gran alboroto. Los isleños ya habían visto libros, pero sólo un ejemplar de ellos, que habían supuesto único. Su asombro por el carácter idéntico de varios libros era una respuesta natural a lo que, después de todo, es el aspecto más mágico y poderoso de la imprenta y de la producción en masa. Implica un principio de extensión por homogeneización que es la clave para comprender el poderío de Occidente. La sociedad abierta es abierta en virtud de un uniforme proceso pedagógico tipográfico que permite la expansión indefinida de cualquier grupo por agregación. Así como la tipografía fue la primera mecanización de una artesanía, el libro impreso, basado en la uniformidad y repetitividad tipográficas de orden visual, fue la primera máquina de enseñar. Sin embargo, a pesar de la intensiva fragmentación o especialización de la actividad humana necesaria para llegar a la palabra impresa, el libro impreso representa una rica composición de anteriores invenciones culturales. El esfuerzo total encarnado en la impresión de un libro ilustrado es un notable ejemplo de la variedad de actos individuales de invención necesarios para producir un nuevo resultado tecnológico.
Las consecuencias psíquicas y sociales de la imprenta incluyen una extensión de su carácter escindible y uniforme a la homogeneización progresiva de varias regiones, con la consiguiente amplificación de poder, energía y agresión que asociamos con los nuevos nacionalismos. La extensión y amplificación visual del individuo por la imprenta tuvo muchos efectos psicológicos. Tan llamativo como cualquier otro resulta el que menciona E. M. Forster, quien, al discutir algunos tipos renacentistas, sugiere que «la imprenta, entonces con sólo un siglo de antigüedad, se tomó equivocadamente por un motor de inmortalidad, y la gente se apresuró a entregarle sus hechos y pasiones para beneficio de las edades futuras». La gente empezó a actuar como si la inmortalidad fuera parte inherente de la repetitividad y extensión mágicas de la imprenta.
Otro aspecto significativo de la uniformidad y repetitividad de la página impresa fue su insistencia en una ortografía, sintaxis y pronunciación «correctas». Aún más notable fue su efecto de separar la poesía de la canción, la prosa de la oratoria, y el lenguaje popular del culto. En cuanto a la poesía, como ésta podía leerse sin ser oída, los instrumentos musicales también pudieron tocarse sin ir acompañados de versos. La música se apartó de la palabra hablada hasta volver a converger con Bartók y Schoenberg.
Con la tipografía, el proceso de separación (o explosión) de las funciones se produjo suavemente a todos los niveles y en todos los ámbitos; en ningún momento se observó y comentó este tema con más amargura que en las obras de Shakespeare. En concreto, en EL rey Lear, Shakespeare da una imagen, o modelo, del proceso de cuantificación y fragmentación que iba penetrando en el mundo de la política y de la vida familiar. Al principio mismo de la obra, Lear presenta su «más oscuro propósito» como un plan de delegación de poderes y deberes:
Sólo retendremos
el nombre y todos los atributos de rey;
el dominio, las rentas y la ejecución de todo lo demás,
amados hijos, serán vuestros: en confirmación de ello,
reparto esta corona entre vosotros.
Este acto de fragmentación y delegación hace que estallen Lear, su familia y su reino. No obstante, dividir y gobernar era la nueva idea dominante del Renacimiento en cuanto a organización del poder. Su «más oscuro propósito» hace referencia al mismo Maquiavelo, que había desarrollado una idea individualista y cuantitativa del poder que desencadenó más miedo en su día que el marxismo en nuestra época. Así pues, la imprenta desafió los patrones corporativos de la organización medieval tanto como la electricidad desafía ahora nuestro individualismo fragmentado.
La uniformidad y repetitividad de la imprenta impregnó el Renacimiento de la idea de que el tiempo y el espacio eran magnitudes medibles y continuas. El efecto más inmediato de esta idea fue despojar de su carácter sagrado a los mundos de la naturaleza y del poder. La nueva técnica de control de los procesos físicos mediante la separación y la fragmentación apartó de la Naturaleza tanto a Dios como al hombre, y al hombre del hombre. El choque provocado por este alejamiento de la visión tradicional y de la conciencia inclusiva a menudo se atribuía a la figura de Maquiavelo, que no había hecho sino enunciar las nuevas ideas cuantitativas y neutrales, o científicas, de fuerzas aplicándolas a la manipulación de los reinos.
Toda la obra de Shakespeare rebosa de los temas de las nuevas delimitaciones del poder, tanto real como individual. En sus tiempos, no podía imaginarse peor horror que el espectáculo de Ricardo II, el rey sagrado, sufriendo las humillaciones del encarcelamiento y del despojo de sus sagradas prerrogativas. No obstante, es en Troilo y Cressida que presenta los nuevos cultos al poder escindible e irresponsable, tanto público como privado, como cínica charada de una competición atomística:
Tomad el camino directo,
porque en tan estrecha senda viaja el honor,
que sólo cabe uno; sigue, pues, el camino;
la emulación tiene mil hijos
que os perseguirán: si cedéis el paso
o os apartáis del recto camino
como una ola se precipitarán
y os dejarán atrás …
(III, iii)
La imagen de una sociedad segmentada en un masa de apetitos cuantificados y homogéneos oscurece la visión de Shakespeare en sus últimas obras.
De las muchas consecuencias inesperadas de la tipografía, la aparición del nacionalismo debe de ser la más conocida. Antes de que la imprenta hiciera de las lenguas vernáculas un extensivo medio de comunicación de masas, era impensable una unificación política de las poblaciones en agrupaciones vernáculas o por idiomas. La imprenta hizo explotar la tribu, forma extendida de una familia de parientes consanguíneos, que fue sustituida por una asociación de hombres homogéneamente preparados para ser individuos. El nacionalismo llegó como una nueva e intensa imagen visual del destino y de la categoría del grupo, y dependía de una velocidad de movimientos de información desconocida hasta la imprenta. Hoy en día, el nacionalismo como imagen sigue dependiendo de la prensa, aunque tiene en su contra todos los medios eléctricos. Tanto en los negocios como en la política, uno de los efectos de las velocidades regulares del avión de reacción es que la antigua organización social en agrupaciones nacionales resulta del todo impracticable. En el Renacimiento, la velocidad de la imprenta y los consiguientes desarrollos comerciales y de mercado hicieron que el nacionalismo resultara tan natural como reciente era. Por la misma razón, las heterogeneidades y discontinuidades no competitivas de los gremios medievales y de la organización familiar se iban convirtiendo en un estorbo a medida que la imprenta pedía mucha más fragmentación e uniformidad de funciones. Habían quedado obsoletos los Benvenuto Cellini, orfebre-pintor-escultor-escritor-caudillo.
Una vez que una tecnología nueva ha penetrado en un entorno social, no deja de impregnar dicho entorno hasta que quedan saturadas todas sus instituciones. En los últimos quinientos años, la tipografía ha impregnado todas las etapas de las artes y de las ciencias. Sería fácil documentar los procesos con que los principios de continuidad, uniformidad y repetitividad llegaron a convertirse en la base del cálculo, del comercio, de la producción industrial, de las diversiones y de la ciencia. Bastará señalar que la repetitividad confirió al libro impreso el extraño y novedoso carácter de artículo de consumo de precio uniforme, y ello abrió la puerta a los sistemas de precios. El libro impreso gozaba, además, de las cualidades de portabilidad y asequibilidad que no tenía el manuscrito.
Directamente asociada a estas cualidades expansivas estuvo la revolución de la expresión. En condiciones manuscritas, la función del escritor era imprecisa e insegura, como la del trovador. De ahí que la expresión de la propia personalidad despertaba poco interés. No obstante, la tipografía creó un medio en el que era posible hablar alto y claro al mundo entero, así como dar la vuelta al mundo de los libros, antes encerrado en un pluralista universo de celdas monásticas. La letra de cuerpo ancho creó el atrevimiento de expresión.
La uniformidad también alcanzó los campos del habla y de la escritura, y ello llevó a un único tono y actitud hacia el tema y el lector a lo largo de toda una obra. Había nacido «el hombre de letras». Extendida a la palabra hablada, esta literatura monótona permitió a la gente letrada mantener un único y devastador «tono elevado» en el discurso; así pudieron los prosistas del siglo XIX asumir cualidades morales que ahora muy pocos se molestarían en simular siquiera. La penetración de la uniformidad literaria en el lenguaje coloquial allanó el discurso culto hasta convertirlo en una muy correcta reproducción acústica de los uniformes y continuos efectos visuales de la tipografía. Del mismo efecto tecnológico se desprende también el hecho de que el humor, la jerga y el vigor dramático del habla angloamericana sean monopolio de los casi analfabetos.
Para mucha gente, estos temas tipográficos están cargados de valores controversiales. Aun así, en cualquier intento de comprensión de la Imprenta, es necesario distanciarse de la forma en cuestión si se pretende observar su presión y su vida características. Quienes sienten pánico ante la amenaza de los nuevos medios y ante la revolución que estamos fraguando, de mayor alcance que la de Gutenberg, carecen obviamente de la fría objetividad visual y de agradecimiento por el más poderoso don de la escritura y la tipografía al occidental: el poder de actuar sin reacción o implicación. Es esta especialización por disociación la que ha creado el poder y la eficacia occidentales. Sin esta disociación de la acción y del sentimiento, la gente se siente impedida e insegura. La Imprenta enseñó a decir al hombre: «¡Al diablo con los torpedos! ¡Adelante, a toda máquina!».
Los tipos de interacciones que se dan entre la rueda, la bicicleta y el avión suelen desconcertar a los que nunca han pensado en ellas. Los estudiosos tienden a basarse en la premisa arqueológica de que las cosas deben estudiarse aisladamente. Es el hábito de especialización que muy naturalmente se debe a la cultura tipográfica. Cuando un erudito como Lynn White se atreve a establecer interrelaciones, incluso en su campo del estudio de la historia, provoca una gran consternación entre sus colegas, meros especialistas. En Medieval Technology and Social Change explica cómo el sistema feudal fue una extensión social de los estribos. Llegados de Oriente, los estribos aparecieron en Occidente en el siglo VIII. Con los estribos, llegaron los combates a lomo de caballo, que propiciaron la aparición de una nueva clase social. Ya existía un jinete occidental al que había que armar, pero el mantenimiento de todo un caballero, con montura y armadura, requería los recursos combinados de diez o más fincas agrícolas. Carlomagno pedía que los campesinos libres menos prósperos fusionaran sus granjas particulares para equipar a un solo caballero para la guerra. La presión de la nueva tecnología militar, poco a poco, desarrolló un sistema económico y unas clases sociales capaces de producir numerosos caballeros en armadura pesada. Alrededor del año 1000, el significado de la antigua palabra miles pasó de «soldado» a «caballero».
Lynn White también tiene mucho que decir sobre las herraduras y el collar para el caballo como tecnologías revolucionarias que ampliaron el poder, el alcance y la velocidad de la actividad humana en la alta Edad Media. Consciente de las implicaciones psíquicas y sociales de las extensiones tecnológicas del hombre, describe cómo el más pesado arado de ruedas propició un nuevo orden en el sistema de cultivos y en la alimentación de la época. «La Edad Media estaba literalmente rebosante de alubias.»
Volviendo a nuestro tema de la rueda, Lynn White explica cómo la evolución de la rueda durante el medioevo propició los desarrollos del collar y de los arneses. Hasta el descubrimiento del collar, no pudo aprovecharse la gran velocidad y resistencia del caballo para el tiro. Pero, una vez perfeccionados, los arneses llevaron al desarrollo de los carromatos con eje delantero móvil y frenos. A mediados del siglo XIII, ya era común el carro de cuatro ruedas para las cargas pesadas. Tuvo efectos extraordinarios en la vida ciudadana. Algunos agricultores empezaron a vivir en la ciudad y a ir cada día a trabajar en sus campos, casi del mismo modo que los motorizados granjeros de Saskatchewan, quienes viven básicamente en la ciudad y no tienen vivienda en los campos, donde sólo hay hangares para los tractores y otros equipos.
Con la llegada de los transportes públicos arrastrados por caballos, la ciudad norteamericana desarrolló viviendas que ya no estaban pegadas a la fábrica o el taller. Luego, el ferrocarril se hizo cargo del desarrollo de los suburbios, Con las viviendas lo bastante Cerca de la estación de trenes como para ir andando. Tiendas y hoteles alrededor de las vías dieron algún tipo de forma y concentración al suburbio. El automóvil, y luego el avión, disolvieron esta agrupación y acabaron con la escala peatonal, o humana, de los suburbios. Lewis Mumford afirma que el coche convirtió a la esposa de los suburbios en chófer a tiempo completo. Por supuesto, distan mucho de haber concluido las transformaciones de la rueda como ejecutora de tareas y arquitecta de relaciones humanas siempre nuevas, aunque, en la edad eléctrica de la información, está declinando su poder modelador y ello hace que seamos mucho más conscientes de su forma característica, que ahora tiende a quedar arcaica.
Antes de la aparición del vehículo de rueda, sólo existía el principio de la tracción abrasiva: patines, rodillos y esquís precedieron a la rueda en los vehículos, del mismo modo que la moción abrasiva y semicircular del mandril y de la broca manuales precedieron a la moción giratoria completa del tomo de alfarero. Es necesario un momento de traducción, o «abstracción», para separar los movimientos alternadores de la mano de la libre rotación de la rueda. «No hay duda alguna de que la noción de rueda se originó en la observación de que hacer rodar un tronco es más fácil que arrastrarlo», escribe Lewis Mumford en Technics and Civilization. Algunos objetarán que hacer rodar un tronco se parece más a la operación del taladro manual que al movimiento de rotación de los pies, y que no necesariamente se tradujo en la tecnología de la rueda. Bajo tensión, fragmentar la propia forma corporal y dejar que parte de ésta pase a otro material resulta más natural que transferir el movimiento de objetos externos. La extensión, por amplificación, de nuestras posturas y mociones corporales a materiales nuevos surge de un ansia constante de más poder. La mayoría de las presiones corporales se interpretan como necesidades de extender las funciones de almacenamiento y movilidad, como en el caso del habla, del dinero y de la escritura. Todo utensilio supone una concesión a esta presión corporal bajo la forma de las extensiones del cuerpo. La necesidad de almacenamiento y portabilidad puede apreciarse fácilmente en las vasijas, jarrones y mechas encendedoras (fuego almacenado).
Tal vez la característica principal de todas las herramientas y máquinas —el ahorro gestual— sea una expresión directa de toda presión física que nos fuerza a exteriorizarnos, o extendernos, bien con palabras o con ruedas. Las cosas pueden decirse con nares, arados o locomotoras. En «Krazy Kat», Ignatz lo dice con ladrillos.
Una de las más avanzadas y complicadas aplicaciones de la rueda se da en la cámara y el proyector de cine. Es significativo que esta sutil y compleja agrupación de ruedas se hubiese inventado para ganar una apuesta acerca de si los cuatro cascos de un caballo al galope llegaban, en algún momento, a estar todos en el aire. Esta apuesta la hicieron en 1889 el pionero fotógrafo Edward Muybridge y el criador de caballos Leland Stanford. Al principio, instalaron una fila de máquinas fotográficas de modo que cada una de ellas captara una instantánea de los cascos del caballo en acción. Así pues, la cámara y el proyector evolucionaron a partir de la idea de reproducir mecánicamente el movimiento de unos pies. La rueda, que empezó como un pie mecánico, dio, con el cine, un gran paso evolutivo.
Con una tremenda aceleración de segmentos de cadena de montaje, la cámara de cine enrolla el mundo real en una bobina, para luego desenrollarlo y verterlo en la pantalla. La recreación, por el cine, de un proceso y movimiento orgánicos llevando el principio mecánico hasta su punto de inversión, es un patrón que se da en todas las extensiones humanas cuando alcanzan una cumbre de desempeño. Con la aceleración, el avión enrolla la carretera. Ésta desaparece en el avión durante el despegue mientras que aquél se convierte en mísil, medio de transporte autosuficiente. A estas alturas, es reabsorbida la rueda por la forma de pez, o de ave, que el avión adopta al despegar. Los buceadores no necesitan caminos ni carreteras y dicen que su movimiento se parece al vuelo de las aves; sus pies dejan de existir como movimiento progresivo y secuencial en el origen de la acción giratoria de la rueda. A diferencia de la aleta o del ala, la rueda es lineal y necesita carreteras para su compleción.
Con la alineación gemela de dos ruedas apareció el velocípedo, y luego la bicicleta; la rueda alcanzó un nuevo grado de intensidad al ser acelerada con su vinculación al principio visual de linealidad móvil. La bicicleta elevó la rueda al plano del equilibrio aerodinámico, y, no demasiado indirectamente, creó el avión. No fue una casualidad que los hermanos Wright fueran mecánicos de bicicletas, ni que los primeros aeroplanos se pareciesen un poco a las bicicletas. Las transformaciones de las tecnologías tienen un carácter de evolución orgánica, ya que todas ellas son extensiones de nuestro ser físico. Samuel Butler suscitó una gran admiración en Bernard Shaw por su intuición de que el proceso evolutivo se había acelerado muchísimo mediante la transferencia al modo de máquina. No obstante, Shaw se contentó con dejar la cuestión en esta deliciosa opacidad. Al menos, el mismo Butler había indicado que las máquinas habían recibido poderes delegados de reproducción por su consiguiente impacto sobre los mismos cuerpos que las habían engendrado por extensión. Una respuesta al mayor poder y velocidad de nuestro cuerpo extendido consiste en generar nuevas extensiones. Toda tecnología crea nuevas presiones y necesidades en los seres humanos que la engendraron. Las nuevas necesidades y respuesta tecnológica nacen de nuestra adopción de tecnologías ya existentes, en un proceso sin fin.
Huelga recordar a las personas familiarizadas con la obra de Samuel Beckett las divertidas payasadas que produce con la bicicleta. Para él, es el principal símbolo de la mente cartesiana en su acrobática relación entre cuerpo y mente en precario desequilibrio. Acompaña este apuro una progresión lineal que imita la forma misma de resuelta e ingeniosa independencia de acción. Para Beckett, el ser integral no es el acróbata, sino el payaso. El acróbata obra como un especialista, utilizando sólo un limitado segmento de sus facultades. El payaso es el hombre integral que parodia al acróbata en un complejo drama de incompetencia. Beckett ve la bicicleta como marca y símbolo de la futilidad especializada en la presente edad eléctrica, en la que tenemos que actuar y relacionarnos utilizando todas nuestras facultades a la vez.
Humpty-Dumpty[33] es el típico ejemplo de payaso que imita, sin éxito, al acróbata. Que todos los caballos y sirvientes del rey no pudiesen recomponer a Humpty-Dumpty no significa que la automatización electromagnética no pudiera conseguirlo. De todos modos, el huevo integral y unificado no tiene nada que hacer encima de un muro. Éstos están hechos de ladrillos uniformemente fragmentados que surgen con los modos especializadas y las burocracias. Son enemigos mortales de los seres integrales como los huevos. Humpty-Dumpty se enfrentó al reto del muro con un espectacular colapso.
La misma rima infantil comenta las consecuencias de la caída de Humpty-Dumpty. Y a eso viene la mención de los caballos y sirvientes del rey. Ellos también están fragmentados y especializados. Al carecer de una visión unificada del todo, no pueden hacer nada. Humpty-Dumpty es un ejemplo obvio de totalidad integral. La mera existencia de un muro ya predecía su caída. En Finnegans Wake, James Joyce no para de entrelazar estos temas y el título de la obra indica que está consciente de que, por muy «en la edad de piedra» que esté la edad eléctrica, está recuperando la unidad del espacio icónico y plástico, y está recomponiendo a Humpty-Dumpty.
El torno del alfarero, como todas las otras tecnologías, fue una aceleración de procesos ya existentes. Tras el paso de la recolección nómada de alimentos al arado y al cultivo sedentarios, aumentaron las necesidades de almacenamiento. Se necesitaban vasijas para usos cada vez más numerosos. Los hombres volcaron sus energías en cambiar la forma de las cosas mediante el cultivo. El paso a una producción especializada en determinados lugares creó necesidades de intercambio y transporte. Para ello, ya se utilizaban trineos en Europa septentrional hace cinco mil años, aunque, naturalmente, los precedieron porteadores y bestias de carga. La rueda debajo del trineo supuso una aceleración no de las manos, sino de los pies. Con esta aceleración de los pies, surgió la necesidad de carreteras, del mismo modo que con la extensión de nuestra espalda en el respaldo de la silla vino la necesidad de una mesa. La rueda es un ablativo absoluto de los pies, así como la silla es el ablativo absoluto del trasero. Pero, cuando irrumpen tales ablativos, modifican la sintaxis de la sociedad. No hay ceteris parihus[34] en el mundo de los medios y de la tecnología. Toda extensión o aceleración genera en el acto nuevas configuraciones en la situación general.
La rueda hizo la carretera y transportó la producción más rápidamente de los campos a los poblados. La aceleración creó centros cada vez mayores, cada vez más especializados, incentivos más intensos, agregaciones y agresiones. Así hizo el vehículo de rueda su repentina aparición como carro de guerra, del mismo modo que el centro urbano, creado por la rueda, aparcero como agresiva plaza fuerte. No se precisa de más motivación que la combinación y consolidación de las capacidades especializadas mediante la rueda para explicar el incremento de creatividad, y destructividad, del hombre.
Lewis Mumford llama «implosión» a esta urbanización cuando en realidad se trató de una explosión. Se levantaron ciudades por fragmentación de los modos pastorales. La rueda y la carretera expresaron, y adelantaron, esta explosión mediante un esquema radial o de centro-margen. El centralismo depende de márgenes accesibles por carretera y rueda. Una potencia marítima no adopta esta estructura centro-margen, como tampoco lo hacen las culturas de las estepas y de los desiertos. Hoy día, con el avión de reacción y la electricidad, el centralismo y la especialización urbana se invierten en descentralismo e interacción de las funciones sociales en formas cada vez menos especializadas. La rueda y la carretera centralizan porque aceleran hasta un punto que el barco no puede igualar. Pero más allá de cierto punto, cuando la producen el automóvil y el avión, la aceleración genera una descentralización en medio del antiguo centralismo. A esto se debe el caos urbanístico de nuestra época. Llevada más allá de cierta intensidad de movimiento, la rueda deja de centralizar. Todas las formas eléctricas ejercen un efecto de descentralización, desgarrando los antiguos patrones mecánicos como una gaita en una sinfonía. Es una lástima que Mumford escogiera el término «implosión» para la explosión urbana especializada. La «implosión» pertenece a la edad electrónica, como también perteneció a las culturas prehistóricas. Como la palabra hablada, todas las sociedades primitivas son implosivas. Pero, como ha dicho Lyrnan Bryson: «La tecnología es claridad y precisión»; y la claridad y la precisión, o extensión especializada de funciones, suponen centralismo y explosión de funciones, no implosión, contracción o simultaneidad.
Un ejecutivo de una línea aérea, muy consciente del carácter implosivo del tráfico aéreo mundial, pidió a homólogos suyos de todas las compañías aéreas del mundo que le mandaran una piedrecita de delante de su oficina. Su idea era hacer un montón con piedras de todo el mundo. Cuando le preguntaron: «¿Y qué?», dijo que, gracias al avión, uno podía tocar al mundo entero en un mismo lugar. En efecto, había dado con el principio iconico, o mosaico, del toque y de la interacción simultáneos, inherente a la implosiva velocidad del avión. Este mismo principio de mosaico implosivo es incluso más característico en cualquier tipo de movimiento eléctrico de información.
El centralismo y la extensión del poder hasta los márgenes del imperio, producidos por la rueda y la palabra escrita, son los creadores de una fuerza directa, externa y exterior, a la que el hombre no necesariamente somete su mente. En cambio, la implosión es el encantamiento y el conjuro de la tribu y de la familia, a la que el hombre se somete de buen grado. Bajo la claridad y la precisión tecnológicas, incluso las de la centralista estructura urbana, algunos individuos consiguen romper el círculo encantado de la magia tribal. Como comentario a esta situación, Mumford cita unas palabras del filósofo chino Mencio:
Cuando los hombres son dominados por la fuerza, no se someten en su fuero interno, sino sólo porque su fuerza es insuficiente. Cuando los hombres son dominados por el poder de una personalidad, se alegran en sus corazones y sólo entonces se someten de verdad.
Como expresión de las nuevas extensiones especializadas del cuerpo, la congregación de gentes y suministros en centros urbanos, producida por la rueda y la carretera, exigía una continua expansión recíproca, parecida a la acción de absorción y expulsión de la esponja: y en cuya trampa han caído todas las estructuras urbanas de cualquier lugar y época. Mumford observa: «Si interpreto correctamente los datos, las formas cooperativas de política urbana fueron socavadas y desvirtuadas desde el principio por los destructivos mitos orientados hacia la muerte que acompañaron […] a la exorbitante expansión del poder físico y de la destreza tecnológica». Para lograr semejante poder con la extensión de su cuerpo, el hombre debe hacer estallar la unidad interna de su ser en fragmentos explícitos. Hoy, en una edad de implosión, proyectamos al revés, como si de una película se tratara, la antigua explosión. Vemos recomponerse los fragmentos del hombre en una edad que tiene tanto poder que su empleo totalmente destructivo carece de sentido, incluso para la mente más torpe o retorcida.
El historiador ve las formas de las grandes ciudades del mundo antiguo como otras tantas manifestaciones de todos los aspectos de la personalidad humana. Las instituciones, arquitectónicas y administrativas, tienden necesariamente, como extensiones de nuestro ser físico, a la similitud a escala mundial. El sistema nervioso central de la ciudad era la ciudadela, que solía incluir el templo y el palacio real y atribuirse las dimensiones e iconografía del poder y del prestigio. El punto hasta el cual ese núcleo central podía extender, sin peligro, su poderío dependía de su capacidad para actuar a distancia. No fue hasta que aparecieron el alfabeto, y el papiro, que la ciudadela pudo extenderse muy lejos en el espacio. (Véase el capitulo «Las carreteras y los caminos del papel). No obstante, la ciudad antigua pudo aparecer tan pronto como el hombre especialísta pudo separar sus funciones interiores en el espacio la arquitectura. Decir que las ciudades de los aztecas y de los peruanos se parecían a las ciudades europeas sólo equivale a decir que en ambas zonas se compartían y se extendían las mismas facultades. Se vuelve Irrelevante la cuestión de una influencia física directa y de la imitación por una especie de difusión.
Una fotografía de «San Pedro en un momento histórico» fue el artículo principal de la revista Life del 14 de junio de 1963. Una de las características peculiares de la fotografía es que separa momentos aislados en el tiempo. La cámara de televisión, no. El barrido continuo de la cámara de televisión proporciona, no un momento o aspecto aislado, sino el contorno, el perfil y la transparencia del icono. El arte egipcio, como la actual escultura primitiva, proporcionaba una silueta significativa que nada tenía que ver con un momento en el tiempo. La escultura tiende a ser intemporal.
La conciencia del poder transformador de la fotografía se encama a menudo en historias populares como la de la amiga que en tono de admiración dice: «Qué niño tan hermoso». A lo que la madre contesta: «Oh, eso no es nada, tendría que ver su foto». La capacidad de la máquina fotográfica para estar en todas partes y relacionar las cosas queda perfectamente reflejada en la afirmación de la revista Vogue (15 de mayo de 1953): «Ahora, una mujer puede tener colgado en su armario, y sin tener que viajar al extranjero, lo mejor de cinco (o más) países; precioso y a juego como el sueño de un hombre de Estado», Por eso, en la edad fotográfica, las modas se han convertido en el equivalente del estilo collage en la pintura.
En el siglo pasado, la locura británica del monóculo confería a su portador el poder de máquina fotográfica de mirar fijamente a los demás desde una posición superior, como si fuesen objetos. Eric von Stroheim hizo un magnífico trabajo con el monóculo en su creación del altivo oficial prusiano. Tanto el monóculo como la máquina de fotos tienden a convertir a la gente en objetos, y la fotografía extiende y multiplica la imagen humana hasta proporciones de artículos de producción en masa. Las estrellas de cinc y los ídolos populares pasan al dominio público a través de la fotografía. Se convierten en sueños que el dinero puede comprar. Pueden ser comprados, abrazados y manoseados más fácilmente que una prostituta. En su faceta prostituta, los artículos producidos en masa siempre han hecho que algunas personas se sintieran incómodas. El balcón de Jean Genet es una obra de teatro sobre este tema de la sociedad vista como un burdel rodeado de violencia y horror. El ávido deseo de prostituirse de la humanidad destaca frente al caos de la revolución. El burdel es estable y permanente en medio de los más furiosos cambios. En una palabra, la fotografía inspiró a Genet el tema del mundo desde la fotografía como un burdel sin muros.
Nadie puede hacer una fotografía solo. Al menos es posible tener la ilusión de leer o de escribir en soledad, pero la fotografía no fomenta semejantes actitudes. Si tiene algún sentido lamentar el crecimiento de formas de arte colectivas y corporativas como el cine o la prensa, es seguramente en relación con las anteriores tecnologías individualistas que estas formas corroen. Y, sin embargo, de no ser por la imprenta, los bloques tallados y los grabados en madera, no habría aparecido la fotografía. Durante siglos, los bloques de madera y los grabados representaron el mundo con una disposición de líneas y puntos que tenía una sintaxis propia muy compleja. Muchos historiadores de esta sintaxis visual, como E. H. Gombrich y William M. Ivins, han tenido grandes dificultades para explicar cómo el arte del manuscrito penetró en el arte del bloque de madera y del grabado hasta que, con el proceso de mediatinta, los puntos y las líneas quedaron por debajo del umbral visual normal. La sintaxis, o red de racionalidad, desapareció de las impresiones tardías como también tendió a desaparecer del mensaje telegráfico y de la pintura impresionista. Finalmente, en el puntillismo de Seurat, el mundo apareció de repente a través del cuadro. Se acabó la dirección del punto de vista sintáctico des-de fuera hasta el cuadro, al mismo tiempo que, con el telégrafo, la forma literaria quedó reducida a meros titulares. Del mismo modo, con la fotografía, el hombre descubrió la manera de hacer informes sin sintaxis.
En 1839 William Henry Fox Talbot leyó un artículo a la Royal Society cuyo título era: «Descripción del arte del dibujo fotogénico, o proceso mediante el cual los objetos naturales pueden dibujarse a sí mismos sin ayuda del lápiz del artista». Era del todo consciente de que la fotografía era una especie de automatización que eliminaba los procedimientos sintácticos del lápiz o de la pluma, aunque seguramente apenas se daría cuenta de que acababa de alinear el mundo pictórico con los nuevos procedimientos industriales. Porque la fotografía reflejaba automáticamente el mundo exterior y producía una imagen Visual fielmente repetible. Fueron estas cualidades, sumamente importantes, de uniformidad y de repetitividad las que permitieron la ruptura de, Guttenberg entre la Edad Media y el Renacimiento. La fotografía resulto casi Igualmente decisiva para la ruptura entre el mero industrialismo mecánico y la edad gráfica del hombre electrónico. El paso de la edad del Hombre Tipografico a la edad del Hombre Gráfico se dio con la invención de la fotografía. Tanto la daguerrotipia como la fotografía introducen luz y química en sus procesos de elaboración. Los objetos naturales se dibujaban a sí mismos por una exposición intensificada con lentes y fijada con productos químicos En el proceso de daguerrotipia, intervenía el mismo punteado o picado de diminutos puntos, recogido más tarde en el puntillismo de Seurat, y todavía en uso hoy día en la malla de la foto de periódico llamada «radiofotografía». Al año del descubrimiento de Daguerre, Samuel F. B. Morse tornaba fotografías de su esposa y de su hija en la ciudad de Nueva York. Así se encontraron, en la terraza de un rascacielos, los puntos para el ojo (fotografía). Y los puntos para el oído (telégrafo).
Se produjo una posterior polinización cruzada con el invento de Talbot de la fotografía, que él concebía como una extensión de la camera obscura o imágenes en «la pequeña estancia oscura», como llamaron, los italianos a ese juguete ilustrado del siglo XVI. Justo cuando se logró la escritura mecánica mediante los tipos móviles, arraigó el pasatiempo de mirar imágenes en movimiento en la pared de una estancia a oscuras. Si fuera brilla el sol y se hace un pequeño agujero en una pared, las Imágenes del mundo exterior aparecen en la pared opuesta. Este nuevo descubrímiento resultó muy emocionante para los pintores, ya que intensificaba la joven ilusión de perspectiva y de tercera dimensión, tan íntimamente relacionada con la palabra impresa. Pero los primeros espectadores de las imágenes animadas del siglo XVI veían dichas imágenes cabeza abajo. Por este motivo se introdujeron las lentes, volver a poner derecha la imagen. Nuestra visión normal también esta invertida. Psíquicamente, aprendemos a poner derecho nuestro mundo visual traduciendo las impresiones retinianas en términos táctiles y cinéticos. Cabeza arriba es algo que sentimos, pero que no podemos ver directamente.
Para el estudioso de los medios, el hecho de que la visión «normal» cabeza arriba sea una traducción de un sentido en otro es un valioso indicio acerca de los tipos de actividad de distorsión y traducción que cualquier lenguaje o cultura induce en nosotros. No hay nada más divertido para un esquimal que ver a un blanco retorciéndose la cabeza para ver las imágenes de revistas pegadas en las paredes del iglú. El esquimal no tiene necesidad de mirar una imagen cabeza arriba, como tampoco la tiene el niño antes de aprender a leer siguiendo una línea. Sería interesante considerar por qué se sienten turbados los occidentales al darse cuenta de que los nativos deben aprender a leer las imágenes como nosotros aprendemos a leer. Los fuertes prejuicios y distorsiones de nuestra vida sensorial producidos por la tecnología son, al parecer, un hecho que preferirnos pasar por alto en la vida de cada día. Los indicios que apuntan a que los indígenas no perciben la perspectiva ni sienten la tercera dimensión parecen amenazar la imagen y estructura del ego occidental, como muchos han descubierto durante una visita al Laboratorio Ames de la Percepción, en la Universidad del Estado de Ohio. Este laboratorio está organizado para revelar las diversas ilusiones que nos creamos en la llamada percepción visual «normal»,
Está ya muy claro que durante la mayor parte de la historia humana hemos venido aceptando, de forma subliminal, estos prejuicios e inclinaciones. Por qué ya no nos contentamos con dejar nuestra experiencia en ese estado subliminal y por qué tanta gente ha empezado a ser muy consciente del inconsciente son cuestiones que merecerían investigarse. Actualmente, la gente se preocupa mucho por tener la casa en orden, en un proceso de vergüenza y amor propio que se ha visto muy reforzado por la fotografía.
WilIiam Henry Fax Talbot, deleitándose con los paisajes suizos, empezó a reflexionar sobre la camera obscura y escribió que «fue durante estas reflexiones que se me ocurrió la idea […] sería un placer hacer que estas imágenes naturales se imprimiesen solas de forma duradera y quedaran fijadas en el papel!», En el Renacimiento, la imprenta había suscitado parecido deseo de conferir permanencia a las vivencias y sentimientos cotidianos.
El método que Talbot ideó fue el de imprimir químicamente unos positivos a partir de unos negativos, para obtener una imagen que pudiera repetirse con toda exactitud. Casi todas las ciencias se habían visto obstaculizadas, desde sus mismos inicios, por la falta de adecuados instrumentos no verbales para transmitir información. Hoy día, ni siquiera la física de partículas podría desarrollarse sin la fotografía. La edición dominical del New York Times del 15 de junio de 1958 anuncia que:
UNA NUEVA TÉCNICA PERMITE «VER» MINÚSCULAS CÉLULAS
El método rnicroforético puede detectar hasta un billonésimo de gramo, afirma un investigador londinense Con una nueva técnica microscópica británica, pueden analizarse muestras de menos de un billonésimo de gramo. Se trata del «método microforético» desarrollado por Bernard M. Turner, bioquímico y diseñador de instrumentos científicos. Dicho método puede aplicarse al estudio de las células del cerebro y del sistema nervioso, la duplicación de células, incluidas las de tejidos cancerosos, y se supone que podrá ser de ayuda en los análisis de la polución del aire con polvo […]
En efecto, una corriente eléctrica empuja o arrastra los distintos componentes de las muestras a zonas donde normalmente serían invisibles.
No obstante, decir que la «máquina fotográfica no puede mentir» sólo recalca los numerosos engaños que actualmente se están haciendo en su nombre. De hecho, el mundo del cine, aprestado por la fotografía, se ha convertido en sinónimo de ilusión y fantasía, convirtiendo el mundo en lo que Joyce llamó «un noticiario permanente» que sustituye al mundo real. Joyce sabía más que nadie de los efectos de la fotografía sobre los sentidos, el lenguaje y los procesos mentales. Su veredicto sobre la «escritura automática» que es la fotografía fue la abnihilización de la etimología. Vio en la fotografía un rival, y tal vez un usurpador, de la palabra, tanto escrita como hablada. Pero si etimología se refiere al corazón, núcleo y esencia de esos entes que captamos como palabras, entonces Joyce bien podría haber querido decir que la fotografía era una creación a partir de la nada (ah nihil), o incluso una reducción de la creación a un negativo fotográfico. Si de verdad hay, en la fotografía, un terrible nihilismo y una sustitución de las sombras por la sustancia, seguro que no nos vendrá mal conocerla. La tecnología de la fotografía es una extensión de nuestro propio ser y, como cualquier otra tecnología, puede ser retirada de la circulación si decidimos que es virulenta. Pero la amputación de semejantes extensiones de nuestro ser físico requiere tantos conocimientos y aptitudes como cualquier otra amputación física.
Si el alfabeto fonético fue un instrumento técnico para escindir la palabra hablada de sus aspectos sonoros y gestual es, la fotografía, y su desarrollo en el cine, restituyeron lo gestual a la tecnología humana de consignar la experiencia. De hecho, las instantáneas de gestos y movimientos humanos suscitaron más interés que nunca hacia las posturas físicas y psíquicas. Freud y Jung basaron sus observaciones en la interpretación de los lenguajes de las posturas y de los gestos, tanto colectivos como individuales, en función de los sueños y de los actos de la vida cotidiana. Las gestalts, o «instantáneas», físicas y psíquicas con las que trabajaron deben mucho al mundo gestual revelado por la fotografía. Ésta resulta valiosa para las posturas y gestos tanto colectivos como individuales, mientras que el lenguaje escrito y el impreso tienden a favorecer la postura individual. Las tradicionales figuras de retórica eran posturas mentales individuales de oradores particulares frente a un público, mientras que los mitos y los arquetipos de Jung eran posturas mentales colectivas que la palabra hablada no podía abarcar, como tampoco podía ésta regir la mímica o los gestos. Además, hay un sinfín de ejemplos de cuán versátil es la fotografía para revelar posturas y estructuras inmovilizadas, como en el caso del vuelo de las aves. Fue la fotografía la que reveló el secreto del vuelo de las aves y le permitió despegar al hombre. Al inmovilizar el vuelo de un ave, la fotografía mostró que estaba basado en un principio de ala fija. Pudo verse que el movimiento de las alas servía a la propulsión pero no al vuelo.
Pero la mayor revolución producida por la fotografía concierne a las artes tradicionales. El pintor ya no podía seguir retratando un mundo ya muy fotografiado. En su lugar, optó por revelar el proceso interior de la creatividad mediante el impresionismo y el arte abstracto. De un modo parecido, el novelista ya no podía seguir describiendo objetos o acontecimientos a lectores que ya sabían lo que estaba pasando gracias a la fotografía, la prensa, el cine y la radio. Poeta y novelista se volvieron hacia los gestos mentales interiores mediante los cuales logramos el conocimiento y nos hacemos a nosotros mismos y a nuestro mundo.
El arte pasó así de la correspondencia externa a la construcción interior. En lugar de retratar un mundo que ya conocíamos, los artistas se dedicaron a ofrecer el proceso creativo a la participación pública, lo cual nos ha dado los medios de participar en el proceso de elaboración. Cada desarrollo de la edad eléctrica atrae, y exige, un alto grado de orientación a la producción. Por ello, la edad de consumo de bienes procesados y envasados no es la presente edad eléctrica sino la anterior era mecánica.
No obstante, la edad mecánica inevitablemente ha de solaparse con la eléctrica, como en el ejemplo obvio del motor de combustión interna, que requiere una chispa eléctrica para desencadenar la explosión que propulsa sus cilindros. El telégrafo es una forma eléctrica que, cruzada con la imprenta y la rotativa, produce el periódico moderno. Además, la fotografía no es una máquina, sino un proceso químico y lumínico que, cruzado con la máquina, produce el cine. Sin embargo, en estos híbridos hay un vigor y una violencia, digamos, autodestructivos. Con la radio y la televisión —formas eléctricas puras de las que se ha excluido el principio mecánico— se da una relación completamente nueva con los usuarios. Una relación de elevada participación e implicación que, para bien o para mal, ningún mecanismo produjo nunca.
Idealmente, la educación es protección cívica contra los efectos secundarios de los medios. Sin embargo, el occidental no ha tenido, hasta la fecha, ni educación ni equipo para encontrarse con los nuevos medios en sus propios términos. El hombre alfabetizado, no sólo está entumecido y perdido en presencia del cine o de la fotografía, sino que intensifica su ineptitud con una arrogancia defensiva y aires de superioridad hacia lo «vulgar» y los «entretenimientos de masas». Fue por el mismo espíritu de opacidad que los filósofos escolásticos del siglo XVI no supieron enfrentarse al reto del libro impreso. Los medios nuevos siempre han rodeado o absorbido los intereses específicos del conocimiento adquirido y de la sabiduría convencional. El estudio de este proceso, tanto para los propósitos del inmovilismo como del cambio, apenas ha empezado. La noción de que el interés propio confiera un ojo más avezado para reconocer y controlar los procesos del cambio carece de fundamento, como lo demuestra la industria del automóvil. He aquí un mundo de obsolescencia tan seguramente abocado a una erosión rápida como los fabricantes de calesas y carros en 1915. Y, sin embargo, ¿sabe, o incluso sospecha, algo la General Motors, por ejemplo, respecto a los efectos de la imagen televisiva sobre el usuario de automóviles? De la misma manera, la imagen de televisión y su efecto sobre el icono publicitario están socavando las editoriales de revistas. Los que más tienen que perder todavía no han captado el significado del icono publicitario. Y lo mismo es válido respecto a la industria cinematográfica en general.
Todas estas empresas carecen de «lectura y escritura» en cualquier otro medio que no sea el suyo, de ahí que los cambios sorprendentes que resultan de los cruces e hibridaciones de los medios las cojan desprevenidas.
Para el estudioso de las estructuras de los medios, cada detalle del mosaico total del mundo contemporáneo rebosa de vida significativa. Ya en marzo de 1953, la revista Vogue anunció un nuevo híbrido resultante del cruce entre la fotografía y los viajes aéreos:
Esta primera edición internacional de Vogue marcará un hito. Hasta ahora, una edición así era imposible. La moda acaba de recibir su diploma de internacionalización, y por vez primera podemos presentarles, en un mismo número, las colecciones de cinco países.
Sólo las personas formadas en lenguaje visual y artes plásticas en general sabrán reconocer las ventajas de semejante texto publicitario como valiosa materia prima para el laboratorio del estudioso de los medios. El escritor de texto publicitario ha de ser como la artista de strip-tease que siente una empatía total con el momentáneo estado mental del público. De hecho, ésta es también la aptitud especial de los novelistas y escritores de canciones populares. Se desprende, pues, que cualquier escritor o artista muy popular encama y revela un conjunto vigente de actitudes que el analista puede expresar verbalmente. «¿Me recibes, Mac?»[35] Si las palabras del redactor de Vogue tuvieran que considerarse sólo desde el punto de vista literario o editorial, se perdería su sentido; el texto de un anuncio pictórico no debe tornarse como una declaración literaria, sino como una mímica de la psicopatología de la vida cotidiana. En la edad de la fotografía, el lenguaje asume un carácter gráfico icónico, cuyo «significado» muy poco tiene que ver con el universo semántico, y nada en absoluto con la república de las letras.
Si abrimos un número de 1938 de la revista Life, las imágenes y posturas que entonces se consideraban normales despiertan ahora un sentido de tiempos remotos más intenso que cualquier objeto antiguo de verdad. Hoy en día, los niños están tan sintonizados con los repentinos cambios estacionales que emplean la locución «de antes» para referirse a las gorras y zapatillas de la temporada pasada. En este caso, la experiencia fundamental es idéntica a los sentimientos que suele despertar en la mayoría de la gente un periódico del día anterior; no hay nada que esté más radicalmente pasado de moda que el diario de ayer. Los músicos de jazz expresan su desagrado por el jazz grabado diciendo: «Es tan rancio como el periódico de ayer».
Tal vez sea ésta la manera más inmediata de captar el significado de la fotografía, que crea un mundo de acelerada transitoriedad. La relación que tenemos con el «periódico de hoy», o jazz verbal, es la misma que tiene la gente con la moda. La moda no es una forma de estar informado o consciente, sino de estar con ella. Pero eso no hace sino llamar la atención hacia un aspecto negativo de la fotografía. Desde luego, el efecto de la aceleración de la secuencia temporal es la abolición del tiempo, del mismo modo que el telégrafo y el cable abolieron el espacio. Y, por supuesto, la fotografía hace ambas cosas. Barre las fronteras nacionales y las barreras culturales y nos implica en la familia humana, independientemente de cualquier punto de vista. Una fotografía de un grupo de personas de cualquier color es una imagen de personas, no de personas «de color». Ésta es la lógica de la fotografía, políticamente hablando. Pero esta lógica no es ni verbal ni sintáctica, y ello hace que la cultura literaria resulte especialmente incapaz de vérselas con la fotografía. Por el mismo motivo, la transformación completa de la percepción sensorial humana por esta forma implica el desarrollo de una timidez que llega a alterar la expresión facial y el maquillaje tan pronto como modifica la postura corporal, en público y en la intimidad. Este hecho puede constatarse con simplemente mirar una revista o una película de hace quince años. No es exagerada la afirmación de que, puesto que la postura exterior se ve afectada por la fotografía, lo mismo les ocurre a las posturas y al diálogo interiores. La edad de Freud y de Jung es, sobre todas las cosas, la edad de la fotografía, la edad del despliegue de toda la gama de actitudes de autocrítica.
Este inmenso arreglo de nuestras vidas interiores, motivado por la nueva y pictórica cultura gestalt, ha tenido paralelismos obvios en nuestros intentos de arreglar nuestros hogares, jardines y ciudades. Una fotografía de chabolas vecinas las hace insoportables. La mera confrontación de la fotografía con la realidad aporta un nuevo motivo para el cambio, y también para viajar.
En The lmage: or What Happened to the American Dream, Daniel Boorstin hace una visita guiada literaria por el nuevo mundo fotográfico de los viajes. Sólo hay que mirar el nuevo turismo desde una perspectiva alfabetizada para descubrir que no tiene sentido alguno. A la persona culta, que haya leído sobre Europa en gustosa previsión de un viaje, le resulta grosero y repugnante el anuncio que susurra: «Con el barco más rápido del mundo, Europa sólo está a quince comidas gastronómicas de distancia». Los eslóganes de los viajes en avión son peores todavía: «Cene en Nueva York, tenga indigestión en París». Además, la forograñu ha invertido el propósito de viajar que, hasta ahora, había sido encontrarse con lo extraño y lo desconocido. A principios del siglo XVII, Descartes observó que viajar era como hablar con gentes de otros siglos, punto de vista del todo desconocido antes de su tiempo. Hoy en día, los que gustan de tan pintoresca experiencia no tienen más remedio que remontar muchos siglos por las rutas del arte y de la arqueología. El profesor Boorstin parece descontento de que tantos norteamericanos viajen tanto y cambien tan poco. Opina que la experiencia de viajar se ha vuelto algo «atenuado, artificial, prefabricado». No le preocupa averiguar por qué nos ha hecho esto la fotografía. Asimismo, en el pasado, la gente inteligente siempre se ha lamentado de que el libro hubiera sustituido a la averiguación, la conversación y la reflexión, sin molestarse nunca en indagar la naturaleza del libro impreso. El lector de libros siempre ha tendido a ser pasivo porque es la mejor manera de leer. Hoy día, es el viajero quien se ha vuelto pasivo. Una vez cogidos los cheques de viajero, el pasaporte y el cepillo de dientes, el mundo es suyo. La carretera asfaltada, el ferrocarril y el crucero han suprimido las penalidades de viajar. Gentes movidas por los más triviales caprichos atestan lugares foráneos porque viajar difiere muy poco de ir al cine, o de hojear una revista. El eslogan de las agencias de viaje «Vaya ahora, pague juego» lo mismo podría decir «Vaya ahora, llegue luego» porque puede postularse que esa gente nunca deja de verdad sus trillados caminos de insensibilidad, ni tampoco llega nunca a ningún lugar nuevo. Pueden ir a Shanghai, Berlín o Venecia en un «viaje empaquetado[36]». que ni siquiera tienen que abrir. En 1961, la TWA empezó a pasar películas en sus vuelos transatlánticos, de modo que, de camino a Holanda, uno podía visitar Portugal, California, o cualquier otro lugar. El mundo entero se ha convertido en una especie de museo de objetos que uno ya ha encontrado en otro medio. Sabido es también, que hay conservadores de museos que prefieren fotografías en color a los objetos originales en sus vitrinas. Del mismo modo, el turista que llega a la torre inclinada de Pisa, o al Gran Cañón de Arizona, no hace sino comprobar sus reacciones ante algo con lo que ya está familiarizado desde hace tiempo y tomar sus propias fotografías del lugar.
Lamentar que el viaje organizado, como la fotografía, empequeñezca o desprestigie porque gracias a él todos los lugares son de fácil acceso, equivale a perderse gran parte de la diversión. Equivale a emitir juicios de valor con referenciasjljas a la perspectiva de la cultura literaria. Es la misma postura que la que considera el paisaje literario superior al documental de viaje. Para la conciencia no formada, toda lectura, película o viaje supone una experiencia igual de banal y vacía, La dificultad de acceso no confiere la percepción adecuada, aunque puede envolver un objeto en un halo de seudovalores, como en el caso de una piedra preciosa, una estrella del cine o un antiguo maestro. Ello nos lleva ahora al núcleo factual del «seudoacontecimiento», etiqueta aplicada a los nuevos medios, en general, debido a su facultad de introducir nuevas pautas en nuestras vidas mediante la aceleración de pautas anteriores. Conviene tener presente que en todos los anteriores medios, incluido el lenguaje, se percibió, en algún momento, esa misma facultad insidiosa. Todos los medios existen para conferir percepción artificial y valores arbitrarios a nuestra vida.
La aceleración modifica todos los significados porque con cualquier aceleración de la información cambian todos los patrones de interdependencia política e individual. Algunos sienten que la aceleración, al modificar las formas de la asociación humana, ha empobrecido el mundo que conocieron. No hay nada nuevo ni extraño en una preferencia localista por los seudoacontecimientos que pasaron a formar parte de la composición de la sociedad justo antes de la revolución eléctrica de este siglo.
El estudioso de los medios se acostumbra en seguida a que los medios nuevos de cualquier época sean calificados de seudos por quienes han adquirido las pautas de los medios anteriores, fueran las que fueran. En principio, puede parecer algo normal, e incluso favorable, que asegura un grado máximo de continuidad y estabilidad sociales en medio de los cambios y de la innovación. Pero todo el conservadurismo del mundo ni siquiera puede permitirse una resistencia simbólica a la arremetida ecológica de los nuevos medios eléctricos. En la autopista, el vehículo que adelanta está acelerando en relación con la situación ambiental. Tal es, según parece, la posición irónica del reaccionario cultural. Cuando la tendencia es de sentido único, su resistencia asegura una mayor velocidad en los cambios. A primera vista, el control del cambio consistiría en desplazarse, no con él, sino adelantándose a él. La anticipación otorga el poder de desviar y controlar las fuerzas. Tal vez incluso lleguemos a sentirnos como aquel que ha sido desplazado de su hueco en el parque por una frenética embestida de admiradores ansiosos por presenciar la llegada de una estrella del cine. No bien nos encontramos en posición de contemplar una clase de acontecimientos, ésta es borrada del mapa por otra, del mismo modo que, para las culturas indígenas, nuestra vida occidental no es sino una larga serie de preparaciones para vivir. Durante mucho tiempo, la posición favorita del hombre literario ha sido «ver con preocupación», o «señalar con orgullo», haciendo concienzudamente caso omiso de lo que sucedía.
Un área inmensa de la fotografía que afecta a nuestra vida cotidiana es el mundo del embalaje y de la presentación y, en general, la organización de todo tipo de tiendas y otros establecimientos comerciales. El periódico, con capacidad para anunciar toda clase de artículos en una misma página, rápidamente dio origen a los grandes almacenes, que ofrecían toda clase de artículos bajo un mismo techo. La actual descentralización de estas instituciones en una multiplicidad de tiendas pequeñas en las galerías comerciales es en parte creación del coche y consecuencia de la televisión. Pero la fotografia sigue ejerciendo una presión centralizadora en los catálogos de ventas por correo. Sin embargo, las empresas de ventas por correo experimentaron no sólo las fuerzas centralizadoras del ferrocarril y de los servicios postales, sino también el poder descentralizador del telégrafo. La empresa Sears Roebuck mucho debe al uso del telégrafo por parte del jefe de estación. Estos hombres rápidamente se dieron cuenta de que, con la velocidad del telégrafo para desviar y concentrar, podría acabarse con el deterioro de mercancías en los apartaderos.
La compleja red de medios, además de la fotografía, que aparece en el mundo de la comercialización es más fácil de observar en el mundo del deporte. Por ejemplo, la fotografía de prensa favoreció cambios radicales en el fútbol. Una foto periodística de maltrechos jugadores durante un partido entre Pennsylvania y Swarthmore en 1905 llamó la atención del presidente Teddy Roosevelt. Lo enfureció tanto la imagen de un apaleado Bob Maxwell, jugador de Swarthmore, que emitió en el acto un ultimátum: si continuaba el juego violento, lo prohibiría mediante decreto ejecutivo. El efecto fue el mismo que el de los desgarradores informes telegráficos de Russell desde Crimea, que crearon la imagen y el papel de Florence Nightingale[37].
No menos radical fue el efecto del seguimiento fotográfico de la vida de los ricos por la prensa. La expresión «consumo ostentoso» se debe menos a Ve bien que al fotógrafo de prensa, que empezó a invadir los lugares de esparcimiento de los muy ricos. La imagen de ricos tomando copas montados a caballo en los bares de ciertos clubes provocó pronto un rechazo público que empujó a los ricos a asumir modales de timidez y ocultamiento que aún no han abandonado. La fotografía hizo que salir a divertirse resultara arriesgado porque revelaba dimensiones de poder tan obvias como para ser contraproducentes. Por otro lado, la etapa cinematográfica de la fotografía creó una nueva aristocracia de actores y actrices, que interpretaban, en la pantalla y fuera de ella, las fantasías de consumo ostentoso que los ricos no podían lograr. El cine demostró el poder mágico de la foto proporcionando un paquete de bienes de consumo de plutocrático tamaño para todas las Cenicientas del mundo.
La obra The Gutenberg Galaxy y da la información contextual necesaria para estudiar la rápida aparición de los nuevos valores visuales tras la llegada de la imprenta de tipos móviles. «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar» es una característica no sólo de los tipos de fundición del tipógrafo, sino de toda la gama de organización humana del saber y de la actividad desde el siglo XVI. Incluso la vida interior de sentimientos y emociones empezó a estructurarse, ordenarse y analizarse según distintos panoramas pictóricos, según ha expuesto Christopher Hussey en su fascinante estudio de The Pícturesque (Lo pintoresco). Más de un siglo de semejante análisis pictórico precedió al descubrimiento de Talbot de la fotografía en 1839. Ésta, al Ilevar la delineación lineal de objetos naturales mucho más lejos que la pintura o el lenguaje, tuvo un efecto opuesto. Al brindar un instrumento de autodelineación de los objetos, de «declaración sin sintaxis», la fotografía dio el empuje para una delineación del mundo interior. Una declaración sin sintaxis, o expresión verbal, era en realidad una declaración con gestos, mímica y gestalt. Abrieron esta nueva dimensión a la inspección humana poetas como Baudelaire y Rimbaud, con su paysage intérieur, o paisaje interior.
Los poetas y los pintores habían irrumpido en el paisaje interior mucho tiempo antes de que Freud y Jung sacaran sus máquinas fotográficas y sus cuadernillos de notas para capturar estados de ánimo. Pero tal vez el más espectacular de todos fue Claude Bernard, cuya Introducción al estudio de la medicina experimental proyectó a la ciencia en el medio interior del cuerpo justo cuando los poetas hacían lo mismo respecto a la vida de las emociones y de la percepción.
Es importante notar que este último estadio de lo pictórico supuso una inversión de patrones. El mundo del cuerpo y de la mente observado por Baudelaire y Bernard no era en absoluto fotográfico, sino un conjunto no visual de relaciones como las que el físico, por ejemplo, había descubierto en las nuevas matemáticas y estadísticas. También podría decirse que la fotografía llamó la atención del hombre hacia el mundo subvisual de las bacterias, por culpa del cual fue expulsado Louis Pasteur de la profesión médica por sus indignados colegas. Así como el pintor Samuel Morse se proyectó, sin querer, en el mundo no visual del telégrafo, la fotografía trasciende lo pictórico captando los gestos y posturas del cuerpo y de la mente que desembocaron en los mundos de la endocrinologia y de la psicopatología.
Es imposible comprender el medio de la fotografía sin entender sus relaciones con los otros medios, nuevos y antiguos. Porque los medios, como extensiones de nuestro sistema físico y nervioso, constituyen un mundo de interacciones bioquímicas, en perpetua búsqueda de equilibrio mientras van apareciendo nuevas extensiones. En América del Norte, la gente suele aceptar su imagen en el espejo o una foto, pero se siente muy incómoda al oír el sonido de su propia voz en una grabación. Los mundos visual y de la fotografía son seguras zonas anestesiadas.
El titular de una nota de prensa de la Associated Press (25 de febrero de 1963) decía:
La prensa culpada por el éxito. Krock afirma que la actitud de Kennedy hacia las noticias es atrevida, cínica y sutil,
Luego se citaba la siguiente declaración de Arthur Krock: «La mayor responsabilidad la tiene el mismo proceso impreso y electrónico», Ello puede parecer otra forma de decir que «la culpa la tiene la historia», La necesidad de un deliberado objetivo artístico en la colocación y administración de las noticias se debe a las consecuencias instantáneas de los movimientos eléctricos de información. En la diplomacia, la misma velocidad eléctrica hace que las decisiones se anuncien antes de tomarse para evaluar los distintos tipos de respuestas susceptibles de producirse cuando dichas decisiones lleguen a tomarse de verdad. Este procedimiento, inevitable con la velocidad eléctrica que implica a toda la sociedad en el proceso de toma de decisiones, choca a los periodistas veteranos porque renuncia a todo punto de vista definido. A medida que aumenta la velocidad de la información, los políticos tienen tendencia a dejar de lado la representación y delegación de los electores a favor de la implicación inmediata de toda la comunidad en los actos centrales de la decisión. A velocidades de información más bajas, no queda más remedio que la representación y la delegación. Asociados a dicha delegación están los puntos de vista de los distintos sectores del interés público que han de ser expuestos para su procesamiento y consideración por el resto de la comunidad. Cuando la velocidad eléctrica se introduce en semejante organización representativa y delegatoria, ésta, ya obsoleta, sólo puede funcionar mediante una serie de subterfugios y apaños. Éstos chocan a algunos observadores como vulgar traición de los objetivos y propósitos originales de estas formas establecidas.
El vasto tema de la prensa sólo puede negociarse mediante contacto directo con los patrones formales del medio en cuestión. Para ello, conviene aclarar de inmediato que «interés humano» es un término técnico que se refiere a lo que ocurre cuando muchas páginas de libros, o muchos artículos sueltos, se colocan, como un mosaico, en una misma plana. El libro es una forma confesional e individual que proporciona un «punto de vista». La prensa es una forma confesional colectiva que proporciona una participación comunal. Puede «pintar» los acontecimientos, utilizándolos o dejando de utilizarlos. Pero es la exposición comunal diaria de múltiples artículos en yuxtaposición la que confiere a la prensa su compleja dimensión de interés humano.
La forma de libro no es un mosaico comunal ni una imagen corporativa sino una voz individual. Uno de los inesperados efectos de la televisión en la prensa ha sido un gran aumento de la popularidad de las revistas Time y Newsweek, Sin que éstas puedan explicárselo, y sin haberse esforzado en lograr nuevas suscripciones, sus tiradas se han más que duplicado desde la aparición de la televisión. Estas revistas de noticias tienen una acusada forma de mosaico y no abren ventanas sobre el mundo, como las antiguas revistas ilustradas, sino que presentan imágenes corporativas de una sociedad en acción. Mientras que el lector de revista ilustrada es pasivo, el de revista de noticias está mucho más involucrado en la elaboración de un significado para dichas imágenes corporativas. Así, el hábito televisivo de implicación en la imagen mosaica ha incrementado los atractivos de dichos semanarios de actualidad, aunque, al mismo tiempo, ha reducido los de las antiguas revistas ilustradas.
Tanto el libro como el periódico tienen un carácter confesional, y por su misma forma crean el efecto de interioridades de un asunto, independientemente de los contenidos. Así como la página del libro revela las interioridades de las aventuras mentales de su autor, la pagina de prensa revela las interioridades de la comunidad en acción e interacción. Es por este motivo que la prensa parece cumplir mejor su función cuando divulga los aspectos sórdidos. Las noticias de verdad son malas noticias, malas noticias acerca de alguien o para alguien. En 1962, cuando Minneapolis llevaba varios meses sin periódico, el jefe de la policía dijo: «Sí. claro, echo de menos las noticias; pero, en cuanto a mi trabajo se refiere, preferiría que nunca volviera a haber un diario. Hay menos delincuencia sin los periódicos para difundir las ideas».
Incluso antes de la aceleración del telégrafo, el periódico del siglo XIX se había acercado bastante a la forma de mosaico. Muchas décadas antes de la electricidad, empezaron a emplearse rotativas de vapor aunque se siguió prefiriendo la composición manual a cualquier otro sistema mecánico hasta la invención de la linotipia, alrededor de 1890. Con la linotipia, la prensa pudo ajustar mejor su forma a la obtención de noticias mediante el telégrafo y a su impresión con rotativas. Es típico y significativo que la respuesta de la linotipia a la ya antigua lentitud de la composición manual no proviniera de sectores directamente implicados en el problema. Se gastaron en vano verdaderas fortunas en el perfeccionamiento de una máquina de composición antes de que James Clephane, buscando una manera rápida de transcribir y duplicar notas taquigráficas, encontrara el modo de acoplar la máquina de escribir en la composición. Fue la máquina de escribir la que resolvió el muy distinto problema de la composición. Hoy día, la publicación, tanto de libros como de periódicos, depende de la máquina de escribir.
La aceleración de la obtención y publicación de información creó naturalmente nuevas formas de ordenar el material para los lectores. Ya en 1830, el poeta francés Lamartine dijo: «El libro llega demasiado tarde», llamando la atención sobre el hecho de que el libro y el periódico son dos formas muy distintas. Reduzca la velocidad de composición y de obtención de información y se producirán cambios, no sólo en la apariencia física de la prensa, sino también en el estilo de la prosa de sus redactores. El primer gran cambio de estilo se produjo a principios del siglo XVIII, cuando los famosos periódicos Tatler y Spectator, de Addison y Steele, descubrieron una nueva técnica de prosa que concordaba con la forma de la palabra impresa. Dicha técnica, la monotonía consistía en mantener un mismo tono y actitud hacia el lector a lo largo de todo el escrito. Con este descubrimiento, Addison y Steele adecuaron el discurso escrito a la palabra impresa, despojándolo de la diversidad de tonos y entonaciones de la palabra hablada, e incluso de la manuscrita. Conviene comprender muy bien esta adecuación del lenguaje a la imprenta. El telégrafo volvió a apartar el lenguaje de la palabra impresa y empezó a emitir esos extraños y desiguales sonidos que se denominarían titulares, lenguaje periodístico y estilo telegráfico, fenómeno que todavía hoy en día asombra a la comunidad literaria con su manierismo de altanera monotonía que remeda la uniformidad tipográfica. Los titulares producen efectos como
EL BARBERO PREPARA SUS AMÍGDALAS
PARA LA REUNIÓN DE VETERANOS
refiriéndose a Sal Maglie, el Barbero, el atezado artista del balón oval de los antiguos Dodgers de Brooklyn, cuando iba a ser el invitado de honor en una cena del Ball Club. Esta misma comunidad admira los variados tonos y vigor de Aretino, Rabelais y Nashe, que escribieron prosa antes de que la presión de la imprenta fuera lo bastante fuerte como para reducir la gesticulación del lenguaje a la uniforme linealidad. Hablando con un economista miembro de una comisión sobre el desempleo, le pregunté si habían considerado la lectura de periódicos como una forma de «aprendizaje remunerado». No me equivocaba al suponer que se asombraría. Sin embargo, todos los medios que combinan anuncios en su oferta son una forma de «aprendizaje remunerado». En el futuro, cuando se pague a los niños para que aprendan, los pedagogos reconocerán en la prensa sensacionalista al precursor del aprendizaje remunerado. Uno de los motivos por los que antes habría sido difícil percatarse de este hecho es que el procesamiento y el movimiento de información no eran la actividad principal de un mundo industrial y mecánico. No obstante en un mundo eléctrico, se ha convertido fácilmente en la actividad; fuente de riqueza predominante. Al final de la edad mecánica, la gente segura pensando que la prensa, la radio e incluso la televisión eran meramente formas de información pagadas por los constructores y usuarios de «bienes» como coches, jabones y gasolina. A medida que se va arraigando la automatización, resulta obvio que la información es el bien crucial y que los bienes tangibles no hacen sino acompañar sus movimientos. Las primeras etapas de la transformación de la información en bien de consumo esencial de la edad eléctrica quedaron oscurecidas por las maneras en que la publicidad y los entretenimientos confundieron a la gente. Los anunciantes pagan por el espacio en los periódicos y revistas y por el tiempo en la radio y la televisión; es decir, compran un trozo del lector, oyente o espectador, tan claramente como si alquilasen nuestras casas para un acto público. Con mucho gusto pagarían directamente al lector, oyente o espectador, si supieran cómo hacerlo. Hasta la fecha, el único sistema que han ideado consiste en ofrecer una función gratuita. Y si no se han incluido cortes publicitarios en las películas norteamericanas, es porque éstas son, de por sí, la mejor publicidad de bienes de consumo.
Los que lamentan la frivolidad de la prensa, y su forma natural de exposición colectiva y de limpieza comunal, sencillamente hacen caso omiso de la naturaleza del medio y piden que sea un libro, como tiende a ser el caso en Europa. El libro llegó a Europa occidental mucho antes que los periódicos; pero Rusia y Europa Central desarrollaron el libro y el periódico casi al mismo tiempo, con el resultado de que nunca han tenido que desenmarañar ambas formas. Su periodismo rezuma del punto de vista individual de la autoridad literaria. En cambio, el periodismo británico y norteamericano siempre ha tendido a explotar la forma de mosaico del formato periodístico con el fin de presentar la variedad e incongruencia discontinuas de la vida de cada día. Las monótonas demandas de la comunidad literaria de que el periódico utilice su forma de mosaico para presentar un punto de vista fijo en un único plano de perspectiva, suponen un fracaso absoluto en percibir la forma de la prensa. Es como si el público pidiera que los grandes almacenes sólo tuviesen una única sección.
Los anuncios clasificados (y las cotizaciones de la bolsa) son los cimientos de la prensa. Si se descubriera otra forma de fácil acceso a tan diversa información diaria, los periódicos cerrarían. La radio y la televisión pueden hacerse cargo de los deportes, noticias, tebeos e imágenes. El editorial, única característica libresca del periódico, ha sido pasado por alto durante muchos años, a menos que revistiera la forma de noticias o de publicidad pagada.
Si nuestra prensa en general es un servicio de entretenimiento gratuito costeado por los anunciantes, la prensa rusa es, in toto, el modo básico de promoción industrial. Utilizamos las noticias, políticas y personales, como entretenimiento para captar lectores de anuncios, mientras que los rusos se valen de ellas como instrumento de promoción de su economía. Sus noticias políticas tienen el mismo apremio agresivo y postura que la voz del patrocinador en un anuncio norteamericano. La cultura que llega tarde al periódico (por las mismas razones que su demora en industrializarse) y la que acoge a la prensa como una forma del libro y considera la industria como una acción política colectiva, tienen pocas probabilidades de buscar entretenimiento en las noticias. Incluso en América del Norte, la gente culta tiene pocas aptitudes para comprender las variedades iconográficas del mundo de la publicidad. Se deploran o se desdeñan los anuncios, y raramente se los estudia o se disfruta de ellos.
Cualquiera que piense que la prensa tiene las mismas funciones en América del Norte, Rusia, Francia o China, no está realmente al tanto del medio. ¿Hemos de suponer que este tipo de analfabetismo mediático es típico de los occidentales solamente, y que los rusos saben corregir la parcialidad del medio para leerlo correctamente? ¿O acaso la gente supone vagamente que los jefes de estado de los diversos países del mundo saben que el periódico tiene efectos completamente distintos de una cultura a otra? Estos supuestos carecen de todo fundamento. La ignorancia de la naturaleza de la prensa, en sus efectos latentes o subliminales, es tan común entre los políticos como entre los teóricos de la política. Por ejemplo, en la Rusia oral, tanto Pravda Como ltvestia cubren las noticias interiores, pero los grandes temas internacionales llegan a Occidente con Radio Moscú. En la visual América del Norte la radio y la televisión cubren las noticias interiores, mientas que los asuntos internacionales reciben un tratamiento formal en la revista Time y el diario The New York Times. Como servicio internacional, la brusquedad de la Voz de América de ningún modo puede compararse con la sofisticación de la BBC o de Radio Moscú, pero lo que le falta en contenido verbal lo suple con el valor recreativo del jazz estadounidense. Las implicaciones de estas diferencias de acento son importantes para comprender los tipos de opiniones y decisiones naturales de una cultura oral en comparación con otra visual.
A un amigo mío, que intentó enseñar algo acerca de las formas de los medios en un instituto de enseñanza secundaria, le llamó la atención una respuesta unánime. Los estudiantes no podían aceptar, bajo ningún concepto, .la sugerencia de que la prensa, o cualquier otro medio público de comunicación, pudiera utilizarse con fines despreciables. Les parecía algo afín a la contaminación del aire o del suministro de agua, y estaban convencidos de que sus amigos y familiares que trabajaban en dichos medios no caerían en la corrupción. Los errores de percepción ocurren precisamente cuando se presta atención al «contenido» del programa de los medios al tiempo que se pasa por alto su forma, bien sea de la radio de la imprenta o de la lengua en sí. Ha habido innumerables Newton Minow (antiguo jefe de la Comisión Federal de Comunicaciones) que han hablado del Wasteland[38] de los medios sin saber nada de la forma de ninguno de ellos. Se imaginan que un tono más apremiante y unos temas más austeros elevarían el nivel del libro, de la prensa, del cine o de la televisión. Están equivocados en un grado grotesco. Sólo tienen que poner a prueba sus teorías con cincuenta palabras consecutivas del medio de comunicación de masas que es la lengua inglesa. ¿Qué haría el señor Minow? ¿Qué harían los publicistas sin los desgastados y vulgares tópicos del lenguaje popular? Supongamos que quisiéramos, en unas cuantas frases, elevar el nivel de nuestra conversación cotidiana con una serie de sentimientos serios y sobrios. ¿Sería ésta una forma de abordar el problema de mejorar el medio? Si todo se pronunciara siempre en un tono de mandarín uniformemente sentencioso y elegante, ¿estarían mejor por ello los usuarios de la lengua? Ello me recuerda la observación de Artemus Ward de que «Shakespeare escribió obras de teatro muy buenas, pero no habría tenido éxito como corresponsal en Washington de un diario neoyorquino. No tenía ni la fantasía ni la imaginación necesarias».
El hombre orientado al libro tiene la ilusión de que la prensa estaría mejor sin la publicidad y la presión de los anunciantes. Unos estudios sobre los lectores han asombrado hasta a editores con la revelación de que el errabundo ojo del lector de periódico se deleita por igual con los artículos que con los anuncios. Durante la segunda guerra mundial, el United Service Organizations mandó a las Fuerzas Armadas números especiales de las principales publicaciones estadounidenses, de las que habían quitado los anuncios. Los soldados insistieron en que las querían con los anuncios. Naturalmente, los anuncios son, y de lejos, lo mejor de cualquier revista o periódico. Se invierten más esfuerzos e ingenio en un anuncio que en cualquier escrito para diarios o revistas. Los anuncios son noticia. Lo que pasa es que siempre son buenas noticias. Para contrarrestar el efecto y vender las buenas noticias, hacen falta muchas malas noticias. Además, el periódico es un medio caliente. Tiene que tener malas noticias para la participación del lector y su propia intensidad. Como ya dijimos, y como puede atestiguar cualquier periódico desde los inicios de la imprenta, las noticias de verdad son malas noticias. Las inundaciones, incendios y otras catástrofes comunales, en tierra, mar o cielo, superan, como noticia, cualquier horror o vileza individual. Los anuncios, en cambio, tienen que chillar, alto y claro, sus felices mensajes para compensar el penetrante poder de las malas noticias.
Comentaristas de la prensa y del Senado estadounidenses han notado que, desde que el Senado empezó a investigar los asuntos de dudosa moralidad, ha pasado a asumir un papel superior al del Congreso. De hecho, la principal desventaja de la presidencia y del ejecutivo respecto a la opinión pública es que intentan ser una fuente de buenas noticias y de nobles directrices. En cambio, los senadores y diputados tienen abierto el lado morboso, tan necesario para la vitalidad de la prensa. Superficialmente, ello puede parecer cínico, sobre todo a los que se imaginan que el contenido de un medio es cuestión de política y de gustos personales, y para quienes todos los medios corporativos, y no sólo la radio y la prensa, sino también el lenguaje popular de cada día, son formas rebajadas de la expresión y experiencia humanas. Aquí, debo mencionar otra vez que el periódico, desde sus mismos inicios, ha tendido siempre, no a la forma libresca, sino a la forma participativa o de mosaico. Con la aceleración de la imprenta y de la obtención de noticias, la forma en mosaico ha pasado a ser el aspecto dominante en la asociación humana; dicha forma mosaica implica, no un «punto de vista» aislado individual, sino una participación en el proceso. Por este motivo, la prensa es inseparable del proceso democrático, aunque del todo prescindible desde un punto de vista literario o libresco.
Una vez más, el hombre orientado al libro interpreta mal la forma colectiva y mosaica de la prensa al lamentar sus innumerables artículos sobre el lado morboso del tejido social. Tanto el libro como la prensa se dedican, por su formato mismo, a la tarea de revelar los recovecos de un asunto, tanto si se trata de Montaigne presentando a un lector individual los delicados contornos de su mente, como de Hearst[39] y Whitman lanzando sus bárbaros gritos por encima de los tejados del mundo. Es la forma impresa de alocución pública y de alta intensidad, con su uniformidad de alta precisión y repetición, la que confiere, tanto al libro como a la prensa, ese carácter especial de confesionario público.
Los artículos que todo el mundo lee primero son los que tratan de temas ya conocidos. Si hemos presenciado algún acontecimiento, ya sea un partido de fútbol, un colapso de la bolsa o una tormenta de nieve nos dirigirnos primero a la relación de dicho acontecimiento. ¿Por qué? La respuesta es fundamental para cualquier comprensión de los medios. ¿Por qué gustan los niños de comentar, por muy torpemente que sea, los sucesos del día? ¿Por qué preferimos las novelas y películas que tratan de lugares y personajes conocidos? Porque, para los seres racionales, ver o reconocer una experiencia propia en otra forma material distinta forma parte de los placeres espontáneos de la vida. La experiencia traducida a otro medio ofrece, literalmente, una deliciosa repetición de una vivencia anterior. La prensa reproduce la emoción que nos procura el empleo de nuestro ingenio, y empleando nuestro ingenio podemos traducir el mundo externo en el tejido de nuestro propio ser. Esta emoción de la traducción explica por qué la gente desea, de forma natural, hacer uso de sus sentidos en todo momento. Esas extensiones externas de los sentidos y facultades que llamamos medios, las utilizamos con la misma frecuencia que nos valemos de la vista y del oído y por los mismos motivos. Por otra parte, para el hombre orientado al libro, este uso continuo de los medios supone un rebajamiento; le resulta desconocido en el mundo del libro.
Hasta el momento, hemos hablado de la prensa como sucesora mosaica de la forma de libro. El mosaico es el modo de la imagen corporativa O colectiva y exige una profunda participación. Esta participación es más comunal que individual y más inclusiva que exclusiva. Se captarán mejor otros rasgos de dicha forma mediante algunas observaciones fortuitas, ajenas a la forma actual de la prensa. Cronológicamente, los periódicos empezaron esperando a que les llegaran las noticias. El primer periódico estadounidense, publicado en Boston por Benjamin Harris, el 25 de septiembre de 1690, anunciaba que sería «aprovisionado una vez al mes (o, si se diera una Superabundancia de Acontecimientos, más a menudo)». Nada podría indicar más llanamente la idea de que las noticias eran algo externo al periódico y se encontraban más allá de éste. En tan rudimentarias condiciones de conciencia, una función esencial del periódico era corregir rumores e informes orales, así como un diccionario ofrece la ortografía y significados «correctos» de palabras que ya habían existido durante mucho tiempo sin ayuda de diccionarios, La prensa empezó a sentir muy pronto que las noticias, no sólo había que darlas, sino que también había que ir en su busca, e incluso fabricarlas, Lo que entrara en la imprenta[40] era noticia, Todo lo demás, no. «Ha hecho noticia[41]» es una frase extrañamente ambigua, puesto que salir en el diario supone ser y hacer noticia a la vez, Así, «hacer noticia», como «hacer fortuna», implica un mundo de acciones y ficciones. Pero la prensa es una acción y ficción diarias, una elaboración cotidiana a partir de casi todo lo que sucede en la comunidad. Mediante el mosaico, se convierte en una imagen comunal o muestra representativa.
Cuando un crítico convencional como Daniel Boorstin se queja de que los modernos teletipos, colaboradores anónimos y servicios por cable crean un mundo insubstancial de «seudoacontecimientos», lo que hace en realidad es decir que nunca ha examinado la naturaleza de ningún medio anterior a los de la edad eléctrica. Porque el carácter ficticio siempre ha estado presente en todos los medios, no sólo en los de origen reciente.
Mucho tiempo antes de que las grandes empresas y corporaciones se dieran cuenta de que la imagen de sus operaciones era una ficción que debía tatuarse con sumo cuidado en el aparato sensorial del público, la prensa había creado una imagen de la comunidad como una serie de acciones en curso unificadas con-fechas. Aparte de la lengua vernácula empleada, la fecha es el único principio organizador del retrato periodístico de la comunidad. Quite la fecha y el diario de un día cualquiera es Igual que el del día siguiente. Y, sin embargo, leer un periódico de la semana pasada sin darse cuenta de que no es del día es una experiencia desconcertante. En cuanto la prensa se dio cuenta de que la presentación de las noticias no era meramente una repetición de acontecimientos e informes, sino una causa directa de sucesos, empezaron a ocurrir muchas cosas. La publicidad y la promoción, hasta entonces limitadas, irrumpieron en la primera plana, con la ayuda de Barnum, como historias sensacionales. El agente de prensa de hoy día considera el periódico como el ventrílocuo su muñeco. Puede hacerle decir lo que quiera. Lo mira Como el pintor observa la paleta y los tubos de pintura; con los infinitos recursos de los acontecimientos disponibles, puede conseguirse un sinfín de ordenados efectos mosaicos. Cualquier cliente individual puede instalarse cómoda y discretamente en medio de un amplio abanico de distintos patrones y tonos de asuntos públicos, interés humano y artículo de fondo.
Prestando mucha atención al hecho de que la prensa es un mosaico, una organización que invita a la participación y una especie de mundo del «hágalo usted mismo», se ve por qué resulta tan necesaria a un gobierno democrático. A lo largo de todo su estudio titulado La Cuarta rama del gobierno (The Fourth Branch of Government), Douglas Cater se asombra del hecho de que, en medio de la extrema fragmentación de los departamentos y ramas del gobierno, la prensa consigue, de algún modo, mantenerlos todos en relación entre sí y con la nación. Recalca la paradoja de que la prensa se dedica al proceso de limpieza mediante la revelación pública cuando, en el continuo flujo de acontecimientos del mundo electrónico, la mayor parte de los asuntos ha de mantenerse en secreto. El alto secreto es traducido en participación y responsabilidad públicas en virtud de la mágica flexibilidad de controladas filtraciones a la prensa.
Mediante ingeniosas adaptaciones cotidianas de este tipo, el hombre occidental se va acomodando al mundo eléctrico de interdependencia total. Este transformador proceso de adaptación es más fácilmente visible en la prensa que en cualquier otro lugar. En sí, la prensa presenta la contradicción de ser una tecnología individualista dedicada a conformar y a revelar actitudes colectivas.
Convendría observar ahora cómo los últimos desarrollos del teléfono, de la radio y de la televisión han modificado la prensa. Ya hemos visto que el telégrafo fue el factor que más ha hecho para crear la imagen mosaica de la prensa moderna, con su multitud de artículos discontinuos e inconexos. Es esta imagen colectiva de la vida comunal, más que cualquier visión ti opinión editorial, la que constituye al participante de este medio. Para el hombre del libro y su aislada cultura individual, éste es el escándalo de la prensa: su desvergonzada implicación en las profundidades del interés y sentimiento humanos. El telégrafo, al eliminar el tiempo y el espacio en la presentación de las noticias, atenuó la intimidad de la forma de libro, y realzó, en su lugar, la nueva imagen pública de la prensa.
La primera experiencia angustiosa del periodista de visita en Moscú es la ausencia de guías telefónicas. Otra angustiosa revelación es la ausencia de centralitas en los distintos departamentos oficiales. Uno ha de conocer el número; si no, nada. El estudioso de los medios se leería de buen grado cien volúmenes para obtener dos datos como éstos. Como potentes focos, alumbran una amplia área oscura del mundo de la prensa e iluminan la función de teléfono, vista a través de otra cultura. El periodista norteamericano se parece mucho a sus artículos y procesa sus datos por teléfono por la rapidez e inmediación del proceso oral. Nuestra prensa popular es una ajustada aproximación al rumor público. En comparación, los periodistas rusos y europeos son gente de letras. Es una situación paradójica que, en la alfabetizada América del Norte, la prensa tenga un intenso carácter oral, mientras que en las orales Rusia y Europa tiene un marcado carácter y función literarios.
Los ingleses gustan tan poco del teléfono que lo han sustituido por numerosos repartos de correo. Los rusos se valen del teléfono como símbolo de posición social, como el despertador que forma parte del atuendo de muchos jefes africanos. En Rusia, el mosaico de la prensa es experimentado como una forma inmediata de unidad y participación tribales. Los rasgos de la prensa que más en desacuerdo nos pueden parecer con los austeros criterios individuales de la cultura literaria son precisamente los que la recomiendan al Partido Comunista. Lenin declaró en una ocasión: «Un periódico no es solamente un propagandista y un agitador colectivo; también es un organizador colectivo». Stalin la llamó «el arma más poderosa de nuestro Partido». Kruschov se refirió a ella como «nuestra principal arma ideológica». Eran más conscientes de la forma colectiva del mosaico de la prensa, y de su poder mágico para imponer sus propios supuestos, que de la palabra impresa como expresión de un punto de vista individual. En la oral Rusia, se desconoce la división de los poderes del gobierno; de nada les sirve nuestra función de la prensa como unificadora de departamentos fragmentados. El monolito ruso tiene usos muy distintos para el mosaico de la prensa.
Actualmente, Rusia necesita la prensa (como antaño nosotros el libro) para traducir una comunidad tribal y oral hasta cierto grado de cultura visual y uniforme capaz de sostener un sistema de mercado.
En Egipto, se necesita la prensa para hacer posible el nacionalismo, esa especie de unidad visual que arranca a los hombres de los patrones locales y tribales. En Egipto, paradójicamente, la radio se ha impuesto como medio de rejuvenecimiento de las antiguas tribus. La radio de pilas, que puede llevarse en camello, confiere a las tribus beduinas una vitalidad y una energía hasta entonces desconocidas; al emplear la palabra «nacionalismo» para referirnos a la agitación que los árabes experimentaron por radio, no hacemos sino escondernos la situación a nosotros mismos. La unidad del mundo de habla árabe sólo puede llegar a través de la prensa. En el mundo occidental, no se conoció el nacionalismo hasta el Renacimiento, cuando Gutenberg hizo posible ver el idioma materno en uniforme. La radio nada hace por esta unidad visual uniforme tan necesaria para el nacionalismo. Para restringir el uso de la radio a los programas nacionales, algunos gobiernos árabes han decretado leyes que prohíben el uso de auriculares individuales; ello ha reforzado cierto colectivismo tribal en el público radioyente. La radio devuelve la sensibilidad tribal y la implicación exclusiva en la trama de vínculos familiares. La prensa, en cambio, crea una especie de unidad visual de baja implicación que invita a la inclusión de muchas tribus y a la diversificación de la perspectiva particular.
Si el telégrafo acortó las frases, la radio ha acortado el artículo de noticias y la televisión ha inyectado un talante interrogativo en el periodismo. De hecho, ahora la prensa no es solamente un mosaico radiofotográfico de la comunidad humana, hora por hora, sino también un mosaico de todas las tecnologías de la comunidad. Incluso en su elección de temas para las noticias, la prensa prefiere a las personas a las que ya se les ha concedido cierta notoriedad en el cine, la radio, la televisión o el teatro. Este hecho permite comprobar la naturaleza del medio de la prensa, ya que cualquiera que sólo aparezca en los periódicos es, por eso mismo, un ciudadano de a pie.
Los fabricantes de papel pintado han empezado a sacar uno que tiene el aspecto de un periódico francés. El esquimal pega hojas de revistas en el techo del iglú para prevenir el goteo. Incluso un periódico cualquiera en el suelo de la cocina dejará ver artículos en los que uno no reparó con el diario en mano. Tanto si la prensa se usa para tener intimidad en los transportes públicos, o para participar en la vida comunal desde la intimidad, el mosaico de la prensa logra desempeñar una compleja y polifacética función de toma de conciencia de la colectividad y de participación, que el libro no pudo conseguir nunca.
Después de Baudelaire, los poetas adoptaron con toda naturalidad el formato de la prensa, es decir, sus características estructurales, para evocar una conciencia inclusiva. La página de periódico corriente no sólo es simbolista y surrealista a la manera vanguardista, sino que fue la primera inspiración del simbolismo y del surrealismo en el arte y la poesía, como cualquiera puede constatar leyendo a Flaubert o a Rimbaud. Se disfruta más de un pasaje cualquiera del Ulises de Joyce, o de cualquier poema de T. S. Eliot anterior a Quartets, abordándolos como una forma periodística. No obstante, tal es la austera continuidad de la cultura del libro que menosprecia prestar atención a esas líaisons dangereuses entre los medios y, en particular, a las escandalosas aventuras de la página de libro con criaturas electrónicas del otro lado del linotipo.
A la vista de la empedernida preocupación de la prensa por la purificación mediante notoriedad, cabe preguntarse si no supone un enfrentamiento inevitable con el medio del libro. La prensa como imagen colectiva y comunal asume una posición natural de oposición a toda maniobra particular. Cualquier individuo que empiece a agitarse como si fuese una figura pública saldrá en la prensa. Cualquiera que manipule el público para sus intereses propios se expone a sentir el poder purificador de la notoriedad. Según parece, el manto de la invisibilidad cubrirá con más naturalidad a quienes posean periódicos, o los empleen extensivamente para fines comerciales. ¿No podría ello explicar la extraña obsesión del hombre del libro por la corrupción esencial de los magnates de la prensa? El punto de vista meramente individual y fragmentario del lector y escritor de libros representa un campo abonado para la hostilidad hacia el gran poder comunal de la prensa. Como formas, como medios, el libro y el periódico parecen tan incompatibles como puedan serlo dos medios cualquiera. Los propietarios de medios siempre se las arreglan para dar al público lo que éste quiere, porque sienten que su poder está en el medio, y no en el mensaje ni en el programa.
He aquí un recorte de noticias que capta buena parte del significado del automóvil en su relación con la vida social:
¡Fue fantástico! Iba en mi Continental blanco; llevaba una camisa vaquera bordada de seda blanca y unos pantalones negros, de gabardina. A mi lado en el coche, tenía a mi perro, negro como el azabache, un gran danés importado de Europa y llamado Dana von Krupp, Mejor, imposible.
Si bien es cierto decir que el norteamericano es una criatura con cuatro ruedas, y que los jóvenes atribuyen mucha más importancia a llegar a la edad del permiso de conducir que a la de votar, también es cierto que el coche se ha convertido en una prenda de vestir sin la cual nos sentimos inseguros, desnudos e incompletos en el conjunto urbano. Algunos observadores insisten en que, últimamente, la vivienda ha ido desplazando al coche como símbolo de prestigio social. Si es así, este paso de la carretera abierta y móvil a las refinadas raíces de las zonas residenciales de las afueras podría representar un verdadero cambio de orientación en América del Norte. Hay un creciente sentimiento de malestar respecto al hecho de que los coches se han convertido en los verdaderos moradores de nuestras ciudades, con la consiguiente pérdida de escala humana, tanto en poder como en distancia. Los urbanistas están intentando volver a comprar, para el peatón, nuestras ciudades a los grandes intereses de los medios de transporte.
En Medieval Technologv and Social Change, Lynn White cuenta la historia del caballero medieval y de los estribos. Tan costoso, y sin embargo tan obligatorio, resultaba el jinete en armadura, que apareció el sistema feudal cooperativo para costear su equipo. La pólvora y la artillería del Renacimiento acabaron con la función militar del caballero y devolvieron la ciudad al ciudadano de a pie.
Siendo muy superior, tecnológica y económicamente, el automovilista al caballero en armadura, puede que los cambios eléctricos de la tecnología estén a punto de hacerlo desmontar y de devolvernos a la escala pedestre. «Ir a trabajar» podría ser solamente una fase de transición, como «ir de compras». Hace tiempo que los intereses de los detallistas han contemplado la posibilidad de hacer la compra con un televisor de doble sentido o videoteléfono. William M. Freeman nos informa, en el New York Times (martes, 15 de octubre de 1963), de que con toda seguridad habrá «una resuelta transición de los actuales vehículos de reparto. […] La señora Consumidora podrá sintonizar varias tiendas. Su identificación crediticia se hará automáticamente por televisión. Podrá visionar los artículos enteros y en color. La distancia no supondrá problema alguno ya que, a finales de Siglo, todos los consumidores podrán establecer una conexión televisiva, independientemente del número de millas».
Donde se equivocan estas profecías es en presuponer un marco factual estable, en este caso la casa y la tienda, cuando suele ser el primero en desaparecer. Los cambios actuales en las relaciones entre consumidor y detallista no son nada comparadas con los cambiantes patrones de trabajo en una edad de automatización. Como vehículo, el coche seguirá el mismo camino que el caballo. El caballo ha perdido su papel en el transporte, pero ha vuelto vigorosamente como entretenimiento. Y lo mismo ocurrirá con el coche. Su porvenir no pertenece al campo del transporte. Si en 1910 la recién nacida industria del automóvil hubiese convocado una conferencia para discutir el porvenir del caballo, la discusión se habría centrado en descubrir nuevos empleos para el caballo y nuevos tipos de formación para ampliar su utilidad. Se habría hecho caso omiso de la completa revolución en los sistemas de transporte, la vivienda y la planificación urbana. Nadie habría pensado en el giro de nuestra economía hacia la fabricación y el mantenimiento de los coches, ni en la dedicación de mucho tiempo de ocio a su empleo en una nueva e inmensa red de carreteras. Dicho de otro modo, con una nueva tecnología, cambia el marco y no sólo la imagen dentro de él. En vez de pensar en hacer la compra por televisión, deberíamos damos cuenta de que la intercomunicación por televisión significa el fin de la compra en sí, y el fin del trabajo, tal y como lo conocemos hoy en día. En la misma equivocación incurren nuestras ideas sobre la televisión y la educación. Pensarnos en la televisión como ayuda instrumental, cuando, en realidad, ya ha modificado el proceso de aprendizaje de los jóvenes, independientemente tanto del hogar como de la escuela.
En los años treinta, cuando millones de tebeos inundaban a la juventud de sangre y tripas, nadie pareció reparar en que, emocionalmente, la violencia de millones de coches en las calles era, de lejos, mucho más histérica que cualquier cosa que se hubiese podido imprimir. De reunirse en una misma ciudad todos los hipopótamos y rinocerontes del mundo, no llegarían a representar ni una pequeña parte de la amenaza y explosiva intensidad de la experiencia cotidiana que supone el motor de combustión interna. ¿Se espera realmente que la gente asimile todo ese poder y explosiva violencia, y conviva con ellos, sin procesarlos y trasegarlos a través de alguna fantasía en un intento de contrarrestarlos y de recobrar el equilibrio?
En las películas mudas de los años veinte, una gran cantidad de secuencias giraban alrededor del coche y del policía de tráfico. Como el cine se aceptaba entonces como ilusión óptica, el policía era el principal recordatorio de la existencia de reglas básicas en el juego de la fantasía. Y. como tal, recibía paliza tras paliza. Los coches de los años veinte nos parecen ahora ingeniosos artefactos precipitadamente ensamblados en algún taller. Su vínculo con la calesa todavía era fuerte y podía apreciarse claramente. Luego llegaron los neumáticos de baja presión, el interior imponente y los parachoques y guardabarros protuberantes. Algunos ven el coche grande como una especie de envanecida mediana edad que siguió al atontado período de la primera aventura amorosa entre América del Norte y el automóvil. No sólo tiene gracia que los psiquiatras de Viena siguieran adelante con el coche como objeto sexual, sino que, al hacerlo, por fin han llamado la atención sobre el hecho de que el hombre siempre ha sido, como las abejas en el reino vegetal, el órgano sexual del mundo tecnológico. El coche no es más objeto sexual que la rueda o el martillo. Lo que los investigadores de la motivación pasaron completamente por alto es que el sentido espacial de los norteamericanos ha cambiado mucho desde la aparición de la radio, y radicalmente desde la televisión. Intentar percibir estos cambios como un anhelo de cuarentón por la sílfide Lolita sería errar el tiro, aunque sin consecuencias.
Desde luego, estos últimos años, ha habido algunos intensos programas de reducción para coches. Pero si alguien preguntara: «¿Va a durar el coche?» o «Va a perdurar el automóvil?», en seguida surgirían dudas y confusiones. Curiosamente, en una edad tan progresista, en la que el cambio es lo único constante en nuestras vidas, nunca preguntamos: «¿Ya a perdurar el coche?», La respuesta, por supuesto, es: «No». En la edad eléctrica, la rueda en sí es obsoleta. En el corazón de la industria del automóvil, hay hombres que saben que el coche está condenado tan seguramente como lo estuvo la escupidera cuando la primera mecanógrafa entró en la escena empresarial. ¿Qué disposiciones se han tomado para ayudar a la industria del automóvil a dejar el centro del escenario? La mera obsolescencia de la rueda no supone su desaparición. Significa que, como la caligrafía o la tipografía, la rueda será desplazada hasta un papel secundario en la cultura.
A mediados del siglo XIX, los coches de vapor obtuvieron un gran éxito en la carretera. Pero éstos fueron enfriados por los elevados peajes que exigían las autoridades locales. El primer neumático fue montado en un coche de vapor en Francia en 1887. La American Stanley Stearner empezó a prosperar en 1899. En 1896, Ford ya había construido su primer coche y, en 1903, fue fundada la Ford Motor Company. Fue la chispa eléctrica la que permitió que el motor de gasolina se impusiera al de vapor. El cruce de la electricidad, forma biológica, con la forma mecánica nunca liberó fuerza más poderosa.
La televisión fue la que asestó el mayor golpe al coche norteamericano. El coche y la cadena de montaje se habían convertido en la última expresión de la tecnología de Gutenberg: es decir, procesos uniformes y repetibles aplicados a todos los aspectos del trabajo y del vivir. La televisión hizo que se cuestionaran todos los supuestos mecánicos respecto a la uniformidad y la estandarización, y todos los valores del consumismo. La televisión también ha aportado la obsesión por los estudios y análisis en profundidad. Los investigadores de la motivación, que prometían juntar el ello y el anuncio, en el acto resultaron aceptables en el frenético mundo ejecutivo, que sentía lo mismo por los nuevos gustos norteamericanos que Al Capp, por su público de cincuenta millones de personas cuando golpeó la televisión. Algo había pasado. América del Norte ya no era la misma.
Durante cuarenta años el coche fue el gran nivelador del espacio físico y de las distancias sociales. La discusión del coche como símbolo de la posición social en América del Norte siempre ha pasado por alto el hecho básico de que es la potencia del coche la que nivela todas las diferencias sociales y convierte al peatón en ciudadano de segunda. Muchos han observado que el verdadero integrador o nivelador entre blancos y negros en el sur fueron el coche y la furgoneta particulares y no la expresión de puntos de vista morales. El hecho básico y obvio del automóvil es que, más que cualquier caballo, es una extensión del hombre que convierte a su conductor en un superhombre. Es un medio caliente, explosivo, de comunicación social. Y la televisión, al enfriar los gustos norteamericanos y al crear nuevas necesidades de un espacio único y envolvente, que el coche europeo en seguida ofreció, casi desarzona al motorizado jinete norteamericano. Los pequeños coches europeos vuelven a reducirlo a la condición de casi peatón. Incluso los hay que conducen en la acera.
El coche hizo su labor de nivelación social exclusivamente a través del caballo de vapor. A su vez, el coche produjo carreteras y establecimientos hoteleros que no sólo eran muy parecidos de una punta a otra del país, sino que eran igualmente accesibles a todos. Desde la televisión, hay naturalmente muchas quejas acerca de la uniformidad de los vehículos y lugares de vacaciones. Como dice John Keats, en su ataque al coche y a la industria en The Insolent Chariots: allá donde pueda Ir un coche, van todos los demás, y adonde va el automóvil, le sigue la versión automovilística de la civilización. Bien, éste es un argumento protelevisión que no sólo es anticoche y antiestandarización, sino también antiGutenberg, y por lo tanto antinorteamericano. Sé que esto no es, por supuesto, lo que quería decir John Keats. Nunca había pensado en los medios ni en la manera en que Gutenberg creó a Henry Ford, a la cadena de montaje y a la cultura estandarizada. Sólo sabía que estaba de moda deplorar lo uniforme, lo estandarizado y los medios calientes de comunicación en general. Por este motivo, pudo arrasar Vanee Packard con The Hidden Persuaders. Como MAD, se burla de los vendedores de antes y de los medios calientes. Antes de la televisión, un gesto así habría sido en vano. No hubiese valido la pena. Ahora sí que vale la pena mofarse de lo mecánico y de lo llanamente estandarizado. John Keatx podía cuestionar la gloria central de una América del Norte sin clases diciendo: «Vista una parte de Estados Unidos, vistas todas», y que el coche dio al norteamericano no la oportunidad de viajar y experimentar sino «de hacerse cada vez más común». Desde la televisión, se ha vuelto popular considerar los productos cada vez más uniformes y estandarizados de la industria con el mismo desprecio con el que un brahmán como Henry James habría mirado a una dinastía de orinales en 1890. Es cierto que la automatización está a punto de producir artículos únicos y a la medida con la velocidad y los bajos costes de la cadena de montaje. La automatización puede producir el coche o el abrigo especificados más fácilmente de lo que llegamos a producir nunca los estandarizados. Pero el artículo único no puede circular en nuestro mercado ni por nuestros canales de distribución. En consecuencia, en la comercialización como en todo lo demás, nos estamos acercando a un período de lo más revolucionario.
Antes de la segunda guerra mundial, los europeos de visita en los Estados Unidos solían decir: «¡Pero esto es comunismo!». Lo que querían decir era que no solamente habíamos estandarizado los bienes, sino que todo el mundo los tenía. Nuestros millonarios no sólo comían copos de maíz y rosquillas, sino que se veían a sí mismos como gente de clase media. ¿Qué más? ¿Cómo podía un millonario ser otra cosa que «de clase media» en los Estados Unidos a menos que tuviese la imaginación creativa de un artista para hacerse una vida única para sí? ¿Es extraño que los europeos asociaran la uniformidad del entorno y de los bienes con el comunismo? ¿Y que Lloyd Warner y sus asociados, en sus estudios de las ciudades estadounidenses, hablaran del sistema de clases norteamericano en términos de ingresos? Los mayores ingresos no pueden liberar a un norteamericano de su vida de «clase media». Incluso los ingresos más bajos proporcionan una parte considerable de esa existencia de clase media. Es decir, hemos homogeneizado de verdad nuestras escuelas y fábricas, nuestras ciudades y diversiones, sólo porque sabemos leer y aceptamos la lógica de la homogeneidad y uniformidad inherentes a la tecnología de Gutenberg. Esta lógica, que sólo fue aceptada recientemente en Europa, de repente ha sido puesta en tela de juicio en América del Norte desde que la táctil malla del mosaico televisivo empezó a impregnar el sensorio de los norteamericanos. Cuando un escritor popular deplora, con toda tranquilidad, que el empleo del coche para viajar haya hecho «cada vez más común» a su conductor, está cuestionando el tejido de la vida norteamericana.
Hace sólo unos pocos años, Cadillac presentó su modelo «El Dorado Brougham» con dispositivo antihundimiento, largueros, diseño integral, parachoques de ala de gaviota en forma de proyectil, tubos de escape salientes y otras características exóticas ajenas al mundo del automóvil. Se nos invitaba a asociarlo con los surfistas de Hawai, con gaviotas remontando el vuelo y conchas de cincuenta centímetros y con los aposentos de Madame de Pompadour. ¿Podía haberlo hecho mejor la revista MAD? En la edad de la televisión, cualquiera de esos cuentos de los bosques de Viena soñados por los investigadores de la motivación sería un buen guión humorístico para MAD. Este guión siempre ha estado ahí, pero no fue hasta la televisión que el público fue condicionado para disfrutarlo.
Confundir el automóvil con un símbolo de prestigio sólo porque pida que se lo tome por cualquier cosa menos por un coche, es confundir el significado mismo de este muy tardío producto de la edad mecánica que ahora está cediendo su forma a la tecnología eléctrica. El coche es una espléndida muestra de mecanismo uniforme y estandarizado unido a la tecnología de Gutenberg y a la cultura literaria que creó la primera sociedad sin clases del mundo. El coche dio al jinete democrático su caballo, su armadura y su altanería en un mismo paquete y metamorfoseó el caballero en mísil desviado. De hecho, el coche norteamericano no niveló hacia abajo, sino hacia arriba, hacia la idea aristocrática. Un incremento y distribución de poder enormes fueron también la fuerza igualadora de la alfabetización y de otros muchos tipos de mecanización. La predisposición para aceptar el coche como símbolo de categoría social, restringiendo su forma más expansiva al uso de altos ejecutivos, no se debe al coche ni a la edad mecánica, sino a las fuerzas eléctricas que ahora están acabando con esta edad mecánica de uniformidad y estandarización y recreando las normas de categoría y función social.
Cuando el automóvil era una novedad, ejerció la típica presión mecánica de explosión y separación de funciones. Desgarró la vida familiar, o, al menos, eso pareció en los años veinte. Separó como nunca la vivienda del trabajo. Hizo que las ciudades explotaran en docenas de suburbios y luego extendió muchas de las formas de vida urbana a lo largo de las carreteras hasta que éstas acabaron pareciéndose a una única ciudad sin fin. Creó las junglas de asfalto y provocó la desaparición bajo el cemento de cien mil kilómetros cuadrados de verdes y agradables terrenos. Tras la llegada de los viajes por avión, el coche y el camión se unieron para hundir el ferrocarril. Hoy en día, los niños pequeños piden hacer un viaje en tren como si éste fuera una diligencia o un trineo de caballos: «Antes de que desaparezcan, por favor, papá».
El automóvil acabó con el campo, al que sustituyó por un nuevo paisaje en el que el coche es una especie de corredor de obstáculos. Al mismo tiempo, el automóvil destruyó la ciudad como entorno relajado en el que podían criarse los hijos. Las calles, aceras incluidas, se volvieron un escenario demasiado intenso para la relajada interacción del crecer. A medida que la ciudad se fue llenando de desconocidos móviles, el vecino de aliado se convirtió en un desconocido. Ésta es la historia del automóvil y poco camino le queda por recorrer. La corriente de los gustos y de la tolerancia ha cambiado desde la televisión, y el medio caliente del coche está resultando cada vez más agotador. Piénsese en la llegada del paso de peatón, donde un niño tiene el poder de parar una hormigonera. Estos mismos cambios han hecho que la ciudad resulte inaguantable a muchos que no se habrían sentido así hace diez años, como tampoco habrían podido disfrutar con la lectura de MAD.
El poder todavía vigente del medio automóvil para transformar los patrones de distribución de la población se manifiesta plenamente en la manera en que la nueva cocina urbana ha asumido el mismo carácter social y central que la antigua cocina de granja. La cocina estaba ubicada en la entrada principal a granja y acabó por convertirse en su centro social. La nueva casa de suburbios ha vuelto a poner la cocina en el centro, y lo ideal es poder acceder a ella desde el coche. El coche se a convertido en el caparazón, protectora y agresiva cáscara del hombre urbano y suburbano. Incluso antes del Volkswagen, los observadores situados por encima del nivel de la calle se habían fijado a menudo en el parecido entre el coche y el insecto de negras y brillantes espaldas. Es para el hombre motorizado que han surgido los centros comerciales, extrañas islas donde el peatón se siente solo e incorpóreo. El coche le fastidia.
El coche, pues, ha reconfigurado todos los espacios que separan a los hombres y seguira haciéndolo al menos durante una década y, para entonces, habrá aparecido el sucesor electrónico del coche.