Se transcribieron como sigue unos cuantos segundos de un popular programa de radio:
y tenemos ahora a Patty Baby, la chica cuyos pies bailan solos, y a Freddy Cannon, ahora, con nosotros, en el programa de noche de David Mickie. Uba, scubadu, ¿cómo estáis, bubu? Luego nos Columpiaremos en una Estrella y shii-wuuu nos deslizaremos por un rayo de luna. ¿Quéééé ooos parece? Con vosotros uno de los tipos más encantadores: ¡De eme! Son las nueve y veintidós minutos, muy bien, y es hora de la Línea de Éxitos; sólo tienes que marcar WAlnut 5-1151, y decir en qué posición está de la línea de éxitos.
Dave Mickie alternativamente se eleva, gruñe, vibra, canta, declama, entona, en continua reacción a sus propias acciones. Se mueve por completo en el ámbito de la experiencia hablada en lugar de la escrita. Genera de este modo la participación de la audiencia. La palabra hablada implica dramáticamente todos los sentidos, aunque la gente altamente alfabetizada tiende a hablar de la manera más coherente y desenfadada posible. A veces, queda reflejada en las guías de viaje la natural implicación sensorial de las culturas en las que la escritura no es la forma predominante de experiencia, como en este apartado de una guía de Grecia:
Podrá ver que muchos griegos parecen dedicar muchísimo tiempo a desgranar las cuentas de lo que parecen ser rosarios de ámbar, pero éstos no tienen significado religioso. Son las komboloia o «cuentas de las preocupaciones», un legado de los turcos, y los griegos los desgranan por tierra, mar y aire para prevenir aquel silencio insoportable que amenaza con imponerse cuando cesa la conversación. Los pastores lo hacen. Los agentes de policía lo hacen, como también lo hacen los estibadores y los comerciantes en sus tiendas. Y si se pregunta por qué tan pocas griegas llevan collares de cuentas, sepa que es porque los maridos se los han apropiado por el simple placer de desgranarlos. Más estética que cruzarse de brazos, más barata que fumar, esta obsesión revela una sensualidad táctil característica de una raza que ha producido la mejor escultura del mundo occidental […].
Cuando en una cultura no se da la fuerte presión visual del alfabeto, se produce otra implicación sensual y apreciación cultural que la guía sigue explicando jocosamente:
[…] y no se sorprenda por la frecuencia con que le darán palmaditas en la espalda, lo tocarán y lo sobarán durante su estancia en Grecia. Tal vez acabe sintiéndose como el perro de la casa […] en una familia muy cariñosa. Esta propensión a las palmaditas, la veo como una extensión táctil de la ávida curiosidad griega antes mencionada. Es como si sus anfitriones intentasen averiguar de qué está hecho.
Los caracteres muy distintos de la palabra escrita y de la hablada resultan fáciles de estudiar hoy en día gracias al contacto cada vez más estrecho con sociedades prealfabéticas. Un nativo, único de su grupo en saber leer, hablaba de su actividad como lector cuando alguien recibía una carta. Decía sentirse compelido a taparse los oídos con los dedos cuando leía en voz alta, para no violentar la intimidad de las cartas. Éste es un testimonio interesante del valor de la intimidad fomentado por la tensión visual de la escritura fonética. Esta separación de los sentidos, y del individuo del grupo, rara vez se da sin la influencia de la escritura fonética. La palabra hablada no permite la extensión y amplificación del poder visual necesario para crear hábitos de individualismo e intimidad.
Contrastar la palabra hablada con la escrita ayuda a apreciar su naturaleza. Si bien la escritura fonética separa y extiende el poder visual de las palabras, es comparativamente tosca y lenta. No hay muchas formas de escribir «anoche», pero Stanivlasky pedía a sus actores principiantes que lo pronunciasen y lo enfatizaran de cincuenta maneras diferentes mientras el público anotaba los distintos matices de emociones y significados expresados. Se han dedicado muchas páginas de prosa y muchos relatos a expresar lo que, de hecho, no era más que un sollozo, un suspiro, una risa o un grito. La palabra escrita deletrea secuencialmente lo que la palabra hablada tiene de rápido y de implícito.
Al hablar también tendemos a reaccionar a todas las situaciones que se presentan e incluso reaccionamos en tono y gesticulación al acto mismo de hablar. La escritura tiende a ser una especie de acto separado, o especializado, en el que hay poca oportunidad y demanda de participación. El individuo y la sociedad alfabetizados desarrollan el tremendo poder de actuar en cualquier tema con una considerable objetividad de los sentimientos, sin la implicación emocional que experimentaría un individuo o una sociedad analfabeta.
Henri Bergson, el filósofo francés, vivió y escribió en una tradición de pensamiento en la que se consideraba, y se sigue considerando, que el lenguaje es una tecnología humana que ha impedido y disminuido los valores del inconsciente colectivo. Es la extensión del hombre en el habla lo que permite al intelecto desentenderse de la mucho más extensa realidad. De no ser por el lenguaje, sugiere Bergson, la inteligencia humana habría permanecido totalmente involucrada en los objetos de su atención. El lenguaje es para la inteligencia lo que la rueda para los pies y el cuerpo. Le permite pasar de un punto a otro con mayor facilidad y rapidez y con una implicación cada vez menor. El lenguaje extiende y amplía al individuo pero también divide sus facultades. La extensión técnica que es el habla merma su conciencia colectiva o conocimiento intuitivo.
En Creative Evolution, Bergson expone que incluso la conciencia es una extensión del individuo que difumina el gozo de la unión con el inconsciente colectivo. El habla separa a los individuos entre sí, y a la humanidad, del inconsciente cósmico.
Como extensión o emisión (exteriorización) de todos los sentidos, el lenguaje siempre se ha considerado la más rica forma de arte del hombre, la que lo distingue del mundo animal.
Si el oído humano puede compararse a un receptor de radio capaz de descifrar las ondas electromagnéticas y de restituirlas como sonido, la voz humana puede equipararse al transmisor de radio capaz de traducir el sonido en ondas electromagnéticas. El poder de la voz para modelar el aire y el espacio en patrones verbales, bien puede haber sido precedido de una expresión, menos especializada, de gritos, gruñidos, gestos y órdenes o de cantos y bailes. Los patrones sensoriales extendidos en los diversos lenguajes del hombre son tan diversos como los estilos de vestimenta y de arte. Todo idioma materno inculca a sus usuarios una forma única de ver y de sentir el mundo y de actuar en él.
La nueva tecnología eléctrica que extiende nuestros sentidos y nervios en un abrazo global tiene importantes implicaciones para el futuro del lenguaje. La tecnología eléctrica no necesita palabras, como tampoco necesita números el ordenador digital. La electricidad señala el camino de una extensión del proceso de la conciencia en sí, a escala mundial, y sin expresión verbal alguna. Un parecido estado de conciencia colectiva bien podría haber sido la condición preverbal del hombre. El lenguaje como la tecnología de extensión humana, cuyos poderes de división y separación conocemos tan bien, pudo ser la «Torre de Babel» con la cual intentó el hombre ascender al cielo más alto. Hoy en día, los ordenadores prometen ser una herramienta de traducción instantánea desde cualquier código o lenguaje a cualquier otro. El ordenador promete, en una palabra, una condición de Pentecostés de comprensión y unidad universales. El siguiente paso lógico parece ser, no traducir los lenguajes, sino prescindir de ellos a favor de una conciencia cósmica general, que bien podría ser como el inconsciente colectivo con el que soñaba Bergson. La condición de «ingravidez» que, según los biólogos, promete ser una inmortalidad física, presenta cierto paralelismo con la condición de ausencia de lenguaje que tal vez podría conferir una perpetuidad de armonía y paz colectivas.
El príncipe Modupe escribió acerca de su encuentro con la palabra escrita durante su estancia en África occidental:
Si había un lugar concurrido en casa del padre Perry, era su estante de libros. Poco a poco, llegué a comprender que los signos en las páginas eran palabras atrapadas. Cualquiera podía aprender a descifrar los símbolos para volver a liberarlos en forma de habla. La tinta de las letras apresaba los pensamientos y éstos no podían escapar, como el doomboo en un foso que no puede escaparse. Cuando irrumpió en mí la comprensión plena de lo que ello significaba, sentí la misma exaltación y asombro que cuando vi por primera vez las brillantes luces de Konakry. Me estremecí del deseo de aprender a hacer, yo también, esta cosa maravillosa.
En llamativo contraste con el deseo impaciente del nativo, está la ansiedad actual del individuo civilizado respecto a la palabra escrita. Para algunos occidentales, la palabra escrita o impresa se ha vuelto un tema muy espinoso. Es cierto que hoy en día hay más material escrito, impreso y leído que nunca antes, pero también está la nueva tecnología eléctrica, que amenaza la antigua tecnología de la escritura, basada en el alfabeto fonético. Debido a su efecto de extender el sistema nervioso, la tecnología eléctrica parece favorecer la palabra hablada, inclusiva y que invita a la participación, antes que la palabra escrita y especializada. Los valores occidentales, levantados sobre la palabra escrita, ya han afectado considerablemente a los medios eléctricos del teléfono, de la radio y de la televisión. Puede que ésta sea la razón por la que, hoy en día, las personas muy alfabetizadas encuentran difícil examinar este tema sin verse sumidas en el pánico moral. Está, además, la agravante de que, durante sus más de dos mil años de alfabetización, el occidental haya hecho tan poco para estudiar o comprender los efectos del alfabeto fonético en la creación de muchos de sus patrones culturales básicos. Por lo tanto, puede que sea tarde para empezar ahora a examinar la cuestión. Imagine que, en lugar de las barras y de las estrellas, escribiéramos las palabras «bandera estadounidense» en un trozo de tela y lo enarbolásemos. Si bien los símbolos expresarían el mismo significado, sus efectos serían muy distintos. Trasladar el rico mosaico visual de las barras y de las estrellas a la forma escrita equivaldría a despojarlo de gran parte de sus cualidades de experiencia e imagen corporativas, aun permaneciendo casi igual el vínculo abstracto. Tal vez este ejemplo logre sugerir los cambios que experimenta el individuo tribal cuando se alfabetiza. Casi todas las emociones y sentimientos colectivos familiares quedan eliminados de las relaciones con el grupo social. Se vuelve emocionalmente libre de separarse de la tribu para convertirse en un individuo civilizado, en un individuo de organización visual con actitudes, hábitos y derechos similares a los de todos los demás individuos civilizados.
El mito griego del alfabeto relata cómo Cadmus, rey que según dicen introdujo el alfabeto fonético en Grecia, sembró dientes de dragón de los cuales brotaron hombres armados. Como cualquier otro mito, éste condensa en un destello intuitivo un largo proceso. El alfabeto supuso poder, autoridad y control a distancia de las estructuras militares. Unido al papiro, el alfabeto fonético dictaminó el fin de la estática burocracia de los templos y del monopolio sacerdotal del saber y del poder. A diferencia de la escritura prealfabética que, con sus innumerables signos, era difícil de dominar, el alfabeto podía aprenderse en unas pocas horas. La adquisición de un conocimiento tan extensivo y complejo como la escritura prealfabética, y su utilización en materiales tan poco maleables como la piedra o el ladrillo, supuso para la casta de los escribas el monopolio del poder sacerdotal. El alfabeto, más sencillo, y el papiro, más barato, ligero y fácil de transportar, efectuaron una transferencia de poder de la clase sacerdotal a la militar. Todo ello está implícito en el mito de Cadmus y de los dientes de dragón, incluida la caída de las ciudades-Estado y la aparición de imperios y burocracias militares. En términos de las extensiones del individuo, en el mito de Cadmus es sumamente importante el tema de los dientes de dragón. En Crowds and Power, Elías Canetti nos recuerda que los dientes son un agente de poder obvio en el hombre y más aún en varios animales. Los lenguajes están llenos de testimonios de la fuerza y precisión de los dientes para agarrar y devorar. Es natural y apropiado que se expresara el poder de las letras como agentes de precisión y de orden agresivo como extensiones de los dientes de un dragón. Los dientes, en su orden lineal, son enfáticamente visuales. Las letras no sólo son visualmente parecidas a los dientes: en la historia occidental, es obvio su poder de dar mordiente al negocio de la construcción de imperios.
El alfabeto fonético es una tecnología única. Ha habido muchos tipos de escritura, pictográfica y silábica, pero sólo hay un alfabeto fonético en que se emplean letras sin sentido semántico que corresponden a sonidos también sin sentido semántico. La clara división y paralelismo entre un mundo visual y otro auditivo fueron a la vez repentinos y despiadados, culturalmente hablando. La palabra fonéticamente escrita sacrifica mundos de significado y percepción que quedaban firmemente sujetos en formas como el jeroglífico o el ideograma chino. No obstante, estas escrituras cultural mente más ricas no proporcionaban instrumentos de traducción rápida del mundo de la palabra tribal, mágicamente discontinuo y tradicional, en un medio visual, frío y uniforme. Muchos siglos de empleo de ideogramas no amenazaron la trama continua de sutilezas familiares y tribales de la sociedad china. Por otro lado, en la África de hoy como en la Galia de hace dos mil años, basta una sola generación de alfabetización fonética para liberar al individuo, al menos al principio, de la trama tribal. Este hecho no tiene nada que ver con el contenido de las palabras transcritas con el alfabeto fonético; es el resultado de la repentina separación de las experiencias auditiva y visual del hombre. Sólo el alfabeto fonético puede provocar tan nítida división de la experiencia, ofreciendo a su usuario un oído por un ojo, y liberándolo del trance tribal de la vibrante palabra mágica y de la trama de vínculos.
Podría argüirse que el alfabeto fonético, y sólo él, fue la tecnología que se convirtió en el instrumento creador del «hombre civilizado»: individuos iguales ante un código escrito de leyes. El individuo aislado, la continuidad del espacio y del tiempo y la uniformidad de los códigos son las primeras características de las sociedades civilizadas y alfabetizadas.
En cuanto a la extensión y delicadeza de la percepción y de la expresión, las culturas tribales india y china bien podrían ser superiores a las occidentales. No obstante, no estamos considerando ahora cuestiones de valores, sino las configuraciones de las sociedades. Las culturas tribales no pueden barajar la posibilidad de un individuo o ciudadano aislado. Sus nociones de tiempo y de espacio no son ni continuas ni uniformes, sino compasivas y compresivas en su intensidad. Es por su poder de extender patrones de uniformidad y de continuidad visuales que las culturas experimentan el «mensaje» del alfabeto.
En cualquier cultura alfabetizada, el alfabeto fonético, como intensificación y extensión de la función visual, reduce el papel de los otros sentidos, el oído, el tacto y el gusto. El hecho de que ello no ocurra en culturas como la china, que emplean escrituras no fonéticas, les permite conservar una rica percepción de la experiencia, inclusiva y en profundidad, que tiende a erosionarse en las civilizadas culturas del alfabeto fonético. El ideograma es una Gestalt inclusiva, no una disociación analítica de sentidos y funciones, como lo es la escritura fonética. Es obvio que los logros del mundo occidental son testimonios de los tremendos valores de la alfabetización. Pero mucha gente está dispuesta a objetar que hemos pagado un precio demasiado alto por nuestras estructura de valores y tecnologías especializadas. Por supuesto, la estructuración lineal de la vida racional por la escritura fonética nos ha involucrado en un conjunto engranado de coherencias que son lo bastante curiosas como para justificar una investigación mucho más amplia que la del presente capítulo. Puede que haya enfoques mejores siguiendo otras líneas; por ejemplo, se considera la conciencia como la señal del ser racional, y, sin embargo, no hay nada lineal ni secuencial en el campo total de conocimiento que existe en cualquier momento dado de conciencia. La conciencia no es un proceso verbal; aun así, durante todos esos siglos de escritura fonética, hemos dado preferencia a la cadena de inferencias como característica de la lógica y de la razón. En cambio, la escritura china confiere a cada ideograma una intuición total de existencia y de razón que sólo deja un pequeño papel a la secuencia visual como señal de la labor y de la organización mentales. En la alfabetizada sociedad occidental, aún es lógico y aceptable decir que algo «sigue» a otra cosa, como si obrara alguna causa que produjera dicha secuencia. Fue David Hume, en el siglo XVIII, quien demostró que ninguna secuencia, lógica o natural, indica causalidad. Lo secuencial es meramente aditivo y no causativo. Los argumentos de Hume, dice Immanuel Kant, «me despertaron de mi profundo sueño dogmático». No obstante, ni Hume ni Kant detectaron, en la omnipresente tecnología del alfabeto, la causa oculta del prejuicio occidental que considera «lógica» la secuencia. Hoy, en la edad eléctrica, nos sentimos tan libres de inventar lógicas no lineales como de elaborar geometrías no euclidianas. Incluso la cadena de montaje, como método secuencial y analítico para mecanizar cualquier proceso de fabricación y producción, está dejando paso a nuevas formas.
Sólo las culturas alfabéticas han logrado dominar la secuencia lineal conexa como formas generalizadas de organización social y psíquica. El secreto del poder occidental sobre el hombre y la naturaleza consiste en la descomposición de toda clase de experiencias en unidades uniformes para producir más rápidamente una acción y un cambio de formas (las ciencias aplicadas). Ésta es la razón por la que resultaron tan militantes los programas industriales occidentales y tan industriales sus programas militares. Las técnicas de transformación y de control de ambos tipos de programas han sido modeladas por el alfabeto, que hizo uniformes y continuas todas las situaciones. Este procedimiento, manifiesto incluso en la etapa grecorromana, se intensificó con la uniformidad y el carácter repetitivo de la técnica de Gutenberg.
La civilización se ha erigido sobre la capacidad de leer y escribir porque la alfabetización supone un tratamiento uniforme de una cultura con el sentido de la vista, extendido en el espacio y el tiempo por el alfabeto. En las culturas tribales, se ordena la experiencia de acuerdo con un predominante sentido vital auditivo que reprime los valores visuales. El sentido del oído, a diferencia del ojo, frío y neutro, es hiperestético, delicado y universalmente inclusivo. Las culturas orales actúan y reaccionan al mismo tiempo. La cultura fonética otorga al hombre unos instrumentos para reprimir sus sentimientos y emociones mientras obra. Actuar sin reaccionar, sin verse implicado, es la peculiar ventaja del occidental alfabetizado.
La historia de The Ugly American describe el sinfín de meteduras de pata de los civilizados y visuales estadounidenses cuando se vieron enfrentados a las culturas tribales y auditivas de Oriente. En el marco de un civilizado experimento de la UNESCO, se instaló recientemente agua corriente, con su organización lineal de tuberías, en algunas aldeas indias. Muy pronto, los aldeanos pidieron que se sacaran las tuberías porque les parecía que toda la vida social de la aldea se había empobrecido al haber dejado de ser necesario que todos acudieran al pozo comunal. Para nosotros, la tubería es una comodidad. No la asociamos con algo cultural ni con el producto de la alfabetización, como tampoco pensamos que ésta pueda modificar nuestros hábitos, emociones o percepciones.
A los pueblos no alfabetizados les resulta perfectamente obvio que las comodidades más corrientes puedan significar profundos cambios culturales.
Los rusos, menos impregnados de los patrones de la cultura alfabetizada que los norteamericanos, tienen muchas menos dificultades para percibir las actitudes asiáticas y acomodarse a ellas. Para Occidente, la alfabetización ha supuesto, durante mucho tiempo, tuberías y grifos, cadenas de montaje e inventarios. El más poderoso factor como expresión de la alfabetización tal vez sea nuestro sistema de fijación uniforme de precios que penetra en mercados lejanos y acelera la rotación de bienes. En el alfabetizado Occidente, las ideas de causa y efecto han asumido, desde hace mucho tiempo, la forma de cosas en secuencia y sucesión, idea que resultaría ridícula en cualquier cultura tribal o auditiva, y que ha perdido su lugar destacado en las nuevas física y biología.
Todos los alfabetos empleados en el mundo occidental, del ruso al vasco y de Portugal a Perú, se derivaron de las letras grecorromanas. Su separación, única, de la vista y el sonido del contenido semántico y verbal los convirtió en una tecnología de lo más radical en la traducción y homogeneización de las culturas. En general, todos los demás tipos de escritura sirvieron a una única cultura, a la que, por otra parte, también separaron de todas las demás culturas. Sólo las letras fonéticas podían utilizarse para traducir, por muy toscamente que sea, los sonidos de cualquier idioma en un único código visual. Hoy en día, los esfuerzos de los chinos para emplear nuestras letras fonéticas para traducir su idioma se encuentran con problemas específicos debidos a las grandes variaciones tonales y de sentido que sonidos similares pueden tener. Ello ha llevado a la práctica de fragmentar los monosílabos chinos en polisílabos para eliminar las ambigüedades tonales. El alfabeto fonético occidental está operando una transformación de las características centrales del idioma y de la cultura china para que China también pueda desarrollar los patrones lineales y visuales que confieren una unidad esencial y un uniforme poder agregado al trabajo y a la organización occidentales. A medida que vamos saliendo de la época de Gutenberg de nuestra propia cultura, podernos discernir más fácilmente sus características primarias de homogeneidad, uniformidad y continuidad. Éstas fueron las características que dieron a griegos y romanos un ascendiente fácil sobre los bárbaros analfabetos. El bárbaro, o individuo tribal, entonces como ahora, se ve obstaculizado por el pluralismo cultural, la unicidad y la discontinuidad.
Para resumir, las escrituras jeroglífica y pictográfica, como las que utilizaron las culturas babilónica, maya y china, representan una extensión del sentido de la vista para almacenar y acelerar el acceso a la experiencia humana. Estas formas dan sentidos orales a la expresión pictórica. Como tal, se acercan al dibujo animado y resultan sumamente difíciles de utilizar, al necesitar muchísimos signos para la infinidad de datos y operaciones de la acción social. En cambio, el alfabeto fonético, con solamente unas pocas letras, podía abarcar todos los lenguajes. Este logro supuso, no obstante, una separación tanto de los signos como de los sonidos de su significado semántico y dramático. Ningún otro sistema de escritura logró esta hazaña.
La misma separación del aspecto visual, del sonido y del significado, peculiar del alfabeto fonético, se extiende también a sus efectos sociales y psicológicos. El individuo alfabetizado experimenta una amplia disociación de su vida imaginativa, emocional y sensorial, como hace tiempo lo proclamara Rousseau (y luego, los poetas y filósofos románticos).
Hoy en día, la mera mención de D. H. Lawrence recuerda los esfuerzos del presente siglo para soslayar al hombre alfabetizado y recobrar la «integridad» humana. Si bien el occidental alfabetizado sufre una gran disociación de su sensibilidad interior al emplear el alfabeto, también consigue la libertad personal de distanciarse del clan y de la familia. En el mundo antiguo, esta libertad de modelar una carrera individual se manifestaba en la vida militar. Dichas carreras estaban abiertas a los talentos en la república de Roma tanto como en la Francia de Napoleón, y por las mismas razones. La nueva alfabetización creó un ambiente homogéneo y maleable en el que la movilidad de los grupos armados, o de individuos ambiciosos, resultaba tan novedosa como práctica.
No fue hasta la llegada del telégrafo que pudieron los mensajes viajar más rápidamente que los mensajeros. Antes, las carreteras y las palabras escritas estaban estrechamente relacionadas entre sí. Es sólo desde el telégrafo que la información ha podido disociarse de soportes tan sólidos como la piedra o el papiro como antes se disoció el dinero de las pieles y metales preciosos para acabar en papel. Se venía empleando extensamente el término «comunicación» en conexión con carreteras, puentes, rutas marítimas, ríos y canales, mucho antes de que se convirtiera en «movimiento de información» en la edad eléctrica. Puede que no haya forma más adecuada de definir el carácter de la edad eléctrica que estudiar primero la aparición de la idea de transporte como comunicación, y luego la transición del concepto de transporte al de información mediante la electricidad. La palabra «metáfora» viene del griego meta, más, y pherein, llevar o transportar. En este libro, tratamos de todas las formas de transporte de bienes y de información, a la vez como metáfora y como intercambio. Toda forma de transporte no sólo traslada, sino traduce y transforma al remitente, al destinatario y el mensaje. El empleo de cualquier tipo de extensión humana modifica los patrones de interdependencia entre las personas y las proporciones establecidas entre los sentidos.
Es un tema persistente de este libro el que todas las tecnologías son extensiones de los sistemas nervioso y físico para incrementar el poder y la velocidad. Y, de no proporcionar dichos incrementos de poder y de velocidad, no se daría ninguna extensión nueva del hombre; y, aunque se diera, sería descartada. En toda agrupación, cualquier incremento del poder o de la velocidad de cualquiera de sus componentes representa de por sí una perturbación que provoca cambios en la organización. La modificación de las agrupaciones sociales y la formación de comunidades nuevas ocurren merced a la velocidad dcl movimiento de información, incrementada por los mensajes de papel y los transportes por carretera.
Esta aceleración supone un control mucho mayor, y a una distancia mucho mayor también. Históricamente, representó la formación del Imperio Romano y la desorganización de las anteriores ciudades-Estado del mundo griego. Antes de que el empleo del alfabeto y del papiro creara incentivos para construir carreteras rápidas y pavimentadas, las ciudades-Estado y las ciudades amuralladas eran formas naturales susceptibles de perdurar.
La aldea y la ciudad-estado son, en esencia, formas que incluyen todas las necesidades y funciones humanas. Con el aumento de la velocidad, y el consiguiente mayor control militar a distancia, la ciudad-estado se vino abajo. Antes inclusiva y autónoma, sus necesidades y funciones se extendieron en las actividades especializadas de un imperio. La aceleración tiende a separar las funciones, tanto comerciales como políticas, y, en cualquier sistema, hay un punto más allá del cual la aceleración se traduce en interrupción y colapso. Así, en A Study of History, Arnold Toynbee empieza su extensa exposición sobre «el colapso de civilizaciones» diciendo: «Como ya observamos, uno de los signos más obvios de desintegración se da cuando […] una civilización que se desintegra consigue un respiro sometiéndose a la unificación política forzosa en un estado universal». Tanto el respiro como la desintegración son consecuencias de un movimiento cada vez más veloz de la información mediante correos y buenas carreteras. La aceleración crea lo que algunos economistas llaman estructura centro-margen, Cuando dicha estructura llega a ser demasiado extensa para el centro generador y de control, empiezan a desprenderse fragmentos que, a su vez, establecen nuevas estructuras centro-margen. El ejemplo más familiar es la historia de las colonias británicas en América del Norte. Cuando las trece colonias empezaron a desarrollar por sí mismas una considerable vida social y económica, sintieron el deseo de convertirse en centro con márgenes propios. Éste puede ser el momento en que el centro original intensifica sus esfuerzos de control centralizado sobre los márgenes, cosa que, de hecho, hizo Gran Bretaña. La lentitud del transporte marítimo resultó inadecuada para el mantenimiento de tan extenso imperio según el patrón centro-margen. A las potencias terrestres les resulta más fácil alcanzar un patrón de centro-margen que a las potencias marítimas. Es la lentitud relativa del transporte por mar lo que inspira el establecimiento de múltiples centros por parte de las potencias marítimas en virtud de una especie de proceso de siembra. Así, las potencias marítimas tienden a crear centros sin márgenes mientras que los imperios terrestres prefieren la estructura centro-margen. Las velocidades eléctricas producen centros en todas partes. En este planeta, han desaparecido los márgenes.
La falta de homogeneidad en la velocidad del movimiento de información crea diversos patrones de organización. Por lo tanto, resulta fácil predecir que cualquier nuevo modo de trasladar la información afectará a su vez a toda estructura de poder existente. Mientras dicho nuevo modo sea asequible en todas partes al mismo tiempo, cabe la posibilidad de que la estructura pueda cambiar sin colapsarse. Cuando se dan grandes disparidades entre las velocidades de los traslados, como entre el transporte aéreo y por carretera, o entre el teléfono y la máquina de escribir, se producen conflictos graves en el seno de las organizaciones. La metrópoli de hoy se ha convertido en banco de pruebas de dichas discrepancias. Si fuera absoluta la homogeneidad de las velocidades, no habría rebelión ni colapso. Con la imprenta fue posible, por primera vez, la unidad política por la homogeneidad. En la Roma antigua, sin embargo, sólo existía el manuscrito en papel para perforar la opacidad, o reducir la discontinuidad, de las aldeas tribales; y, cuando se agotaron las existencias de papel, las carreteras se quedaron desiertas, como ocurre hoy en día cuando se raciona la gasolina. Así, volvió la antigua ciudad-estado y el feudalismo sustituyó al republicanismo.
Parece bastante obvio que los instrumentos técnicos de la aceleración tengan que hacer desaparecer la independencia de aldeas y ciudades-Estado, Cada vez que se ha producido una aceleración, el nuevo poder centralista siempre ha tomado medidas para homogeneizar la mayor cantidad posible de zonas marginales. El mismo proceso que Roma llevó a cabo con el alfabeto fonético engranado a sus rutas de papel ha ido sucediendo en Rusia durante todo lo que va de siglo. Y también respecto al ejemplo de la África de hoy en día, podemos observar hasta qué punto será necesario un procesamiento visual de la psique humana antes de que pueda darse, en un grado apreciable, cualquier organización social homogeneizada. En el mundo antiguo, gran parte de dicho procesamiento se efectuaba con tecnologías analfabetas, como en Asiria. Como transformador del hombre desde una cerrada cámara de resonancia tribal hasta el neutro mundo visual de la organización lineal, el alfabeto fonético no tiene rival.
La situación de la África actual se ve complicada por la nueva tecnología electrónica. Así como se están destribalizando los africanos ante nuestra antigua imprenta y tecnología industrial, los mismos occidentales se están desoccidentalizando en virtud de la actual aceleración eléctrica. Si comprendiéramos nuestros propios medios, nuevos y antiguos, podríamos programar y sincronizar estas confusiones e interrupciones. No obstante, el éxito mismo que tenemos en especializar y separar las funciones causa desatención e inconsciencia en cuanto a la situación. Y siempre ha sido así, al menos en el mundo occidental. La toma de conciencia de las causas y límites de la propia cultura parece amenazar la estructura del ego y, por lo tanto, se procura evitarla. Nietzsche dijo que la comprensión detiene la acción, y los hombres de acción parecen intuir este hecho al rehuir los peligros de la comprensión.
Lo importante en la cuestión de la aceleración mediante la rueda, la carretera o el papel es la extensión del poder en un espacio cada vez más homogéneo y uniforme. No se apreció el verdadero potencial de la tecnología romana hasta que la imprenta confirió a la carretera y a la rueda una velocidad mayor que la del torbellino romano. Sin embargo, la aceleración de la edad electrónica es tan perturbadora para el alfabetizado y lineal occidental como lo fueron los caminos romanos del papel para los aldeanos tribales. La presente aceleración no es una lenta explosión hacia afuera, desde el centro hasta los márgenes, sino una implosión instantánea y una fusión mutua del espacio y de las funciones.
Nuestra civilización especializada y fragmentada, con su estructura centro-margen, está experimentando de repente un nuevo e instantáneo montaje de todos sus elementos en un todo orgánico. Éste es el nuevo mundo de la aldea global. La aldea, como explica Mumford en The City in History, logró una extensión social e institucional de todas las facultades humanas. La aceleración y los agregados urbanos sólo sirvieron para separarlas unas de otras en formas cada vez más especializadas. La edad electrónica no puede sostener la marcha muy inferior de una estructura centro-margen, como la que asociamos a los últimos dos mil años de civilización occidental. Y tampoco es una cuestión de valores. Si comprendiésemos los medios anteriores, como las carreteras y la palabra escrita, y si valoráramos suficientemente sus efectos humanos, podríamos reducir, e incluso eliminar de nuestras vidas, el factor electrónico. ¿Existe algún ejemplo de cultura que hubiera comprendido la tecnología que sostenía su estructura y hubiese estado preparada para mantenerla tal cual? Si lo hubiera, sería un ejemplo de valores o de preferencias razonadas. No pueden perpetuarse los valores o preferencias que surgen de la mera operación automática de talo cual tecnología en nuestra vida social.
En el capítulo sobre la rueda, se demostrará que el transporte sin ruedas, que en parte se hacía con trineos sobre nieve o fangal, cumplió una función importante antes de la rueda. Otra forma de transporte eran los animales de carga, el primero de los cuales fue la mujer, aunque la mayor parte del transporte sin rueda del pasado se hacía por ríos y por mar, hecho tan ricamente expresado hoy por la ubicación y forma de las grandes ciudades del mundo. Algunos autores han señalado que la más antigua bestia de carga del hombre fue la mujer porque los varones tenían que estar libres para competir por las mujeres, como los delanteros en un partido de fútbol, por decirlo así. Pero esta fase pertenece a la etapa del transporte anterior a la rueda, cuando sólo existían las extensiones abiertas del cazador recolector. Hoy en día, cuando el mayor volumen de transporte consiste en información, la rueda y la carretera están experimentando una recesión y se están volviendo obsoletas; pero, en primer lugar y dadas las presiones que suponía y ejercía la rueda, tuvo que haber carreteras para ella. Los asentamientos humanos crearon el impulso para el intercambio y un mayor movimiento de las materias primas y de los productos agrícolas, desde el campo hasta los centros de procesamiento, donde se daban la división del trabajo y la especialización técnica. Las mejoras de la rueda y de las carreteras acercaron cada vez más la ciudad al campo en una acción recíproca de absorción y expulsión parecida a la de la esponja. Es un proceso que hemos presenciado en este siglo con el automóvil. Las grandes mejoras en las carreteras llevaron aún más la ciudad al campo. Justo cuando se empezó a hablar de «ir a dar una vuelta por el campo», la carretera sustituyó al campo. Con las autopistas, la carretera se convirtió en un muro entre el hombre y el campo. Luego vino el período de la autopista como ciudad, una ciudad que se estirara continuamente por todo el continente, disolviendo las ciudades existentes en aquel agregado creciente que hoy aflige a sus moradores.
Con el transporte aéreo, se acentúa aún más la perturbación del viejo complejo ciudad-campo que apareció con la rueda y la carretera. Con el avión, las ciudades empezaron a presentar la misma débil relación respecto a las necesidades humanas que los museos. Se convirtieron en pasillos repletos de vitrinas que reflejan la marcha de la forma industrial de la cadena de montaje. La carretera se utiliza cada vez menos para viajar y cada vez más con fines recreativos. Ahora, el viajero se dirige a las líneas aéreas, con lo cual deja de experimentar el acto de viajar. Así como se decía que viajar en transatlántico era como estar en un hotel de cualquier gran ciudad, para el viajero aéreo, en cuanto a experiencia de viajar se refiere, le daría lo mismo encontrarse en un bar de copas, aunque esté sobrevolando Tokio o Nueva York. Sólo empezará a viajar en cuanto aterrice.
Mientras tanto, el campo, orientado y modelado según el avión, la autopista y la acumulación de información eléctrica, tiende a volver a convertirse en la extensión sin caminos que precedió a la rueda. Los beatniks se reúnen en la arena para meditar haiku[18].
Los principales factores del impacto de los medios sobre las formas sociales existentes son la aceleración y la interrupción. Hoy día, la aceleración tiende a ser total, con lo cual queda eliminado el espacio como factor clave de las ordenaciones sociales. Para Toynbee el factor aceleración es un traductor de problemas físicos en problemas morales; describe la carretera de antaño, atestada de carromatos, carretas, perros y triciclos, como repleta de pequeños problemas, y también de pequeños peligros. Luego, a medida que se intensifican las fuerzas que propulsan el tráfico, van desapareciendo los problemas de tiro o de capacidad, pero el problema físico es traducido en uno psicológico, ya que el aniquilamiento del espacio posibilita la fácil aniquilación del viajero también, La aceleración tiende a mejorar todos los instrumentos de intercambio y de asociación humana. A su vez, la velocidad acentúa los problemas de forma y de estructura. Las antiguas ordenaciones no estaban hechas para estas velocidades, y la gente empezó a sentir un drenaje de los valores de la vida a medida que intentaban ajustar las antiguas formas físicas al nuevo movimiento, más veloz. De todos modos, estos problemas no son nuevos. Al asumir el poder, uno de los primeros actos de Julio César fue restringir el tráfico nocturno rodado en la ciudad de Roma para que sus habitantes pudieran dormir, La mejora de los transportes del Renacimiento convirtió en barrios de chabolas las ciudades amuralladas de la Edad Media.
Antes de la considerable difusión del poder con el alfabeto y el papiro, incluso las tentativas de los reyes para extender sus reinos en el espacio se veían obstaculizadas desde dentro por las burocracias sacerdotales. El medio complejo y difícil de la inscripción en piedra hacía que los extensos imperios parecieran peligrosos para estos monopolios tan estáticos. Las luchas entre quienes ejercían el poder sobre el corazón de los hombres y los que procuraban controlar los recursos físicos de las naciones no se libraron de una vez en un único lugar. En el Antiguo Testamento, se relata precisamente este tipo de lucha en el Libro de Samuel (I, VIII), cuando los hijos de Israel suplican a Samuel que les dé un rey. Samuel les explica la naturaleza de un régimen monárquico en comparación con el sacerdotal:
Así os gobernará el rey: se llevará a vuestros hijos y los destinará al servicio de sus carruajes; tendrán que correr ante los carruajes; a otros, los nombrará capitán de mil hombres, o capitán de cincuenta hombres; a otros, los mandará arar sus tierras, cosechar su grano o fabricar sus máquinas de guerra y los instrumentos de sus carros. Se llevará a vuestras hijas para hacerlas trabajar de costureras, cocineras y panaderas. Se apoderará de vuestros campos, de vuestros viñedos y olivares, incluso los mejores, y los entregará a sus criados.
Paradójicamente, los efectos de la rueda y del papel en la organización de nuevas estructuras no fueron descentralizadores, sino todo lo contrario. La aceleración de las comunicaciones siempre hace posible que una autoridad central extienda sus operaciones hasta márgenes más alejados. La introducción del alfabeto y del papiro significó que muchas más personas tuvieran que ser formadas como escribas y administrativos. Sin embargo, la resultante extensión de la homogeneización y de la formación uniforme no llegaron a cobrar un gran peso ni en el mundo antiguo ni en el medievo. Hasta la mecanización de la escritura, en el Renacimiento, no fue realmente posible un poder intensamente unificado y centralizado. Puesto que dicho proceso todavía se está dando, debería resultamos fácil ver que fue en los ejércitos de Egipto y de Roma donde se produjo una especie de democratización en virtud de una educación tecnológica uniforme. Las carreras se abrieron entonces para los individuos con talento y formación alfabética. En el capítulo sobre la palabra escrita, vimos cómo la escritura fonética trasladaba a un mundo visual al individuo tribal y lo invitaba a emprender la organización visual del espacio. Los grupos sacerdotales de los templos se habían preocupado más por el registro del pasado y el control del espacio interior invisible que por la conquista militar exterior. Así, se produjo un conflicto entre el monopolio sacerdotal del saber y los que querían aplicarlo fuera en forma de poder y de conquistas nuevas. (Ahora este mismo conflicto se está librando entre la universidad y el mundo empresarial). Fue ese tipo de rivalidad lo que inspiró a Tolomeo II la fundación de la gran biblioteca de Alejandría como centro de poder imperial. El inmenso personal de escribas y funcionarios asignado a tareas especializadas constituía una fuerza antitética y compensadora frente al cuerpo sacerdotal egipcio. La biblioteca podía servir a la organización política del imperio de una manera que no interesaba en absoluto a los sacerdotes. Hoy día, se está desarrollando una rivalidad no sin cierto parecido entre los científicos nucleares e individuos cuyo principal interés es el poder.
Si nos darnos cuenta de que la ciudad como centro fue en primer lugar una congregación de aldeas amenazadas, nos resulta más fácil comprendercómo esas hostigadas compañías de refugiados pueden expandirse formando un imperio. La ciudad-estado, como forma, no surgió en respuesta a un pacífico desarrollo comercial, sino de un apiñamiento en busca de seguridad en medio de la anarquía y la disolución. Así, la ciudad-estado griega era una forma tribal de comunidad inclusiva e integral, muy distinta de las ciudades especializadas que crecieron como extensiones de la expansión militar de Roma. Las ciudades-Estado griegas acabaron desintegrándose a causa de la acostumbrada acción del comercio especializado y de la separación de funciones que describe Murnford en The City in History. Las ciudades romanas empezaron como operaciones especializadas del poder central. Las ciudades griegas acabaron así.
Si una ciudad se dedica al comercio rural, se establece en el acto una relación centro-margen con la zona rural en cuestión. Dicha relación implica tomar materias primas y productos agrícolas del campo a cambio de los productos especializados de los artesanos. Por otro lado, si la misma ciudad intenta dedicarse al comercio exterior, es más natural que se «siembre» otro centro urbano, como hicieron los griegos, en vez de tratar el exterior como un margen especializado o proveedor de materias primas.
Un breve repaso de los cambios estructurales en la organización del espacio que resultaron de la rueda, de las carreteras y del papiro podría rezar como sigue: primero hubo la aldea, que carecía de todas las extensiones de grupo del cuerpo físico individual. No obstante, la aldea ya era un tipo de comunidad distinto de las de los pescadores o cazadores recolectores, porque los aldeanos pueden ser sedentarios e iniciar una división del trabajo y de las funciones. Su agrupación en sí es una forma de aceleración de las actividades humanas que aporta un ímpetu para más separación y especialización de la acción. Éstas son las condiciones en las que la extensión de los pies-como-ruedas acelera la producción y los intercambios. A su vez, éstos se convierten en condiciones que intensifican los conflictos comunales y las rupturas que envían a los hombres a cobijarse en agregados cada vez mayores, para poder resistir a las aceleradas actividades de otras comunidades. En virtud de su resistencia y para mayor seguridad y protección, las aldeas son absorbidas por las ciudades-Estado.
La aldea había institucionalizado todas las funciones humanas en formas de baja intensidad. Con estas formas suaves, todo el mundo podía desempeñar varios papeles. La participación era elevada y la organización, baja.
En cualquier tipo de organización, ésta es la fórmula de la estabilidad. No obstante, la ampliación de la forma de aldea en ciudad-estado exigía una mayor intensidad y una separación inevitable de las funciones para dar abasto a dicha intensidad y competencia. Antes, todos los aldeanos participaban en los ritos estacionales que en la ciudad se convirtieron en el teatro griego. Para Mumford, «la medida de la aldea prevaleció hasta el siglo IV en el desarrollo de la ciudad griega» (The Cíty in History). Es esta extensión y traducción de los órganos humanos en el modelo de la aldea sin pérdida de unidad corporal lo que Murnford utiliza como criterio de excelencia para las formas urbanas en cualquier época y lugar. Hoy, en la edad eléctrica, se vuelve a buscar el enfoque biológico de un entorno hecho por el hombre. Qué extraño que, durante todos los siglos mecánicos, la idea de «escala humana» no sedujera en absoluto.
La tendencia natural de la ampliada comunidad urbana es incrementar la intensidad y la velocidad de las funciones de toda clase, relacionadas con el lenguaje, las artesanías, la moneda y los intercambios. Ello implica a su vez una inevitable extensión de estas acciones por subdivisión o, lo que viene a ser lo mismo, la invención. Así, incluso a pesar de que la ciudad se formó como una especie de piel protectora, o escudo, para el hombre, dicha capa de protección sólo pudo comprarse al precio de grandes conflictos dentro de los muros. Las maniobras militares como las descritas por Herodoto empezaron como baños de sangre rituales entre ciudadanos. Las tribunas, los juzgados y el mercado adquirieron la intensa imagen de división competitiva que hoy día llamamos «arrebatiña». No obstante, fue en medio de tanta irritación que el hombre produjo, como antiirritantes, sus mayores invenciones. Éstas eran extensiones de sí mismo en un duro trabajo concentrado con el que esperaba neutralizar el peligro y la angustia. La palabra griega ponos o «trabajo duro» es un término que empleó Hipócrates, padre de la medicina, para describir la lucha de un cuerpo enfermo. Hoy en día, este concepto se denomina homeostasís, o equilibrio como estrategia para el mantenimiento de cualquier organismo dado. Todas las organizaciones, y más aún las biológicas, luchan para mantener constantes sus condiciones internas en medio de las variaciones inducidas por los choques y los cambios externos. Y, como extensión del cuerpo físico del hombre, el entorno social artificial no es ninguna excepción. La ciudad, como congregación política, responde a nuevas presiones e irritaciones con ingeniosas extensiones nuevas, en un esfuerzo constante para ejercer su poder de preservación, constancia, equilibrio y homeostasís.
La ciudad, surgida para la seguridad, generó repentinamente extremas intensidades y nuevas energías híbridas a partir de las aceleradas interacciones entre funciones y conocimientos. Estalló en la agresión. La alarma de la aldea, seguida por la resistencia de la ciudad, se expandió en el agotamiento y la inercia del imperio. Estas tres fases de la enfermedad y síndrome de irritación fueron experimentadas, por los que las vivieron, como expresiones físicas normales de una recuperación antiirritante. La tercera fase de la lucha por el equilibrio entre fuerzas en la ciudad asumió la forma de imperio, o estado universal, que generó las extensiones de los sentidos del hombre en la rueda, las carreteras y el alfabeto.
Podemos compadecer a los que primero vieron en esas herramientas unos modos providenciales de llevar el orden a las lejanas zonas de turbulencias y anarquía. Dichos instrumentos tal vez parecieron una gloriosa forma de «ayuda extranjera» que extendía las ventajas del centro a los márgenes bárbaros. Ahora, por ejemplo, no sabemos nada de las implicaciones políticas de Telstar[19]. Al exteriorizar estos satélites como extensiones del sistema nervioso, se produce una respuesta automática en todos los órganos del cuerpo político, o individuos políticamente capacitados, de la humanidad. Esta nueva intensidad de la proximidad impuesta por Telstar exige una reorganización radical de todos los órganos si quieren conservar su poder de preservación y de equilibrio. Los procesos de educación y de aprendizaje de todos los niños se verán pronto afectados. En todas las decisiones comerciales y financieras el factor tiempo adquirirá nuevos patrones. Entre los pueblos de la tierra, surgirán de repente nuevos y extraños vértices de poder.
La verdadera ciudad coincide con el desarrollo de la escritura y, sobre todo, de la fonética, la escritura especializada que efectúa una división entre la vista y el sonido. Fue con ese instrumento que Roma pudo imponer a las zonas tribales cierto orden visual. Los efectos de la alfabetización fonética no dependen de la persuasión ni del engatusamiento para ser aceptados. Esta tecnología de traducción del sonoro mundo tribal a la linealidad euclidiana es automática. Las vías y calles romanas eran uniformes y repetibles, se hicieran donde se hicieran, No hubo adaptación a los contornos de una colina ni a las costumbres locales. Con la recesión del abastecimiento de papiro, también se detuvo el tráfico en las carreteras. La falta de papiro resultante de la pérdida de Egipto por Roma supuso también el declive de la burocracia y de la organización militar. Más tarde, el mundo medieval creció sin carreteras, ciudades uniformes ni burocracias y se resistió a la rueda como otras formas urbanas posteriores se resistieron a los ferrocarriles, y como hoy día nos resistimos al automóvil. Porque la velocidad y el poder nuevos nunca son compatibles con las existentes ordenaciones sociales y espaciales.
Refiriéndose a las nuevas avenidas rectas del siglo XVII, Mumford señala un factor que también estaba presente en la ciudad romana con su tráfico rodado, a saber, la necesidad de avenidas anchas y rectas que permitieran rápidos movimientos de tropas y expresar la pompa y circunstancia del poder. En el mundo romano, el ejército era la fuerza laboral de un proceso mecanizado de creación de riqueza. Con los soldados, como partes uniformes e intercambiables, la máquina militar romana fabricaba y repartía mercancías de un modo muy parecido a la industria en los primeros estadios de la Revolución Industrial. El comercio seguía a las legiones. Y, más importante todavía, las legiones eran la máquina industrial en sí; y las numerosas ciudades nuevas eran como otras tantas fábricas nuevas con el ejército como personal uniformemente preparado. Con la propagación de la alfabetización tras la aparición de la imprenta, resultó menos visible el nexo que unía el soldado uniformado y la manufactura de riquezas, aunque todavía era bastante obvio en los ejércitos de Napoleón. Napoleón, con su ejército de ciudadanos, fue una revolución industrial en sí, en la medida en que llegó hasta zonas que durante mucho tiempo habían permanecido protegidas de ella.
El ejército romano, como fuerza móvil creadora de riqueza industrial, creó además un amplio público consumidor en las ciudades romanas. Al mismo tiempo que tiende a separar los lugares de trabajo y de residencia, la división del trabajo siempre crea una separación entre productor y consumidor. Antes de la alfabetizada burocracia de Roma, en todo el mundo nunca se había visto nada parecido al consumidor especialista romano. Este hecho quedó institucionalizado en el individuo llamado «parásito» y en la institución social de los combates de gladiadores (Panem el circenses). Las esponjas individual y colectiva, intentando ambas obtener sus dosis de sensaciones, consiguieron una horrible distinción y claridad, equiparable al brutal poder de la depredadora máquina militar.
Con la interrupción del suministro de papiro por los musulmanes, el Mediterráneo, que durante tanto tiempo había sido un lago romano, se convirtió en un lago musulmán y el imperio romano se derrumbó. Lo que era los márgenes de esta estructura centro-margen se convirtió en centros independientes sobre una nueva base feudal. El centro romano se colapsó alrededor del siglo V d. C., y la rueda, las carreteras y el papel se esfumaron en paradigma fantasma del anterior poder. El papiro no volvió nunca. Bizancio, como los centros medievales, confiaba principalmente en el pergamino, pero era un material demasiado escaso y caro como para acelerar el comercio o incluso la educación. Fue el papel, oriundo de China, que poco a poco se abría paso por Oriente Medio hasta Europa, el que, a partir del siglo XI, aceleró la educación y el comercio y proporcionó la base del «Renacimiento del siglo XII», al popularizar las copias en papel y, finalmente, al posibilitar la imprenta, en el siglo XV.
Con la traducción de la información en forma impresa, la rueda y las carreteras volvieron a las andadas después de una parada de mil años. En Inglaterra, las presiones de la imprenta hicieron aparecer las carreteras pavimentadas en el siglo XVIII, con todas las reorganizaciones demográficas e industriales que suponían. La imprenta, o escritura mecánica, introdujo una separación y una extensión de las funciones humanas inconcebible incluso en los tiempos de Roma. Era del todo natural, pues, que las muy incrementadas velocidades de la rueda, tanto en la carretera como en las fábricas, estuviesen relacionadas con el alfabeto que otrora desempeñó parecido papel de aceleración y especialización del mundo antiguo. La velocidad siempre opera, al menos en su alcance más inferior de orden mecánico, para separar, extender y amplificar las funciones del cuerpo. Incluso el saber especializado de la educación superior proviene de la ignorancia de las interrelaciones, ya que tan complejos conocimientos frenarían el logro de la condición de experto.
Los periódicos costearon la mayor parte de las carreteras de posta de Inglaterra. El rápido incremento del tráfico hizo aparecer el ferrocarril, que acogía una forma de rueda aún más especializada que la carretera. La historia de la América moderna, que empezó con el descubrimiento del hombre blanco por los indios, como bien dijo un gracioso, pasó rápidamente de la exploración en canoa al desarrollo por ferrocarril. Durante tres siglos, Europa invirtió en América por su pescado y sus pieles. La goleta de pesca y la canoa precedieron a la carretera y la ruta de posta como hitos de la organización espacial norteamericana. Los inversores europeos del negocio de pieles no querían ver las líneas de los tramperos invadidas de Tom Sawyers y de Huck Finns. Lucharon contra los agrimensores y los colonos, contra Washington y Jefferson, quienes se negaban a pensar en términos del visón. Así, la Guerra de Independencia se vio profundamente complicada por rivalidades de medios y de materias primas. Cualquier medio nuevo, con su aceleración, interrumpe las vidas e inversiones de comunidades enteras. El ferrocarril elevó el arte de la guerra a una intensidad sin precedente, e hizo de la Guerra de Secesión la primera gran guerra que se libró por ferrocarril, motivo por el cual fue estudiada y admirada por los jefes de estado mayor europeos, que todavía no habían tenido la oportunidad de emplear los trenes en una masacre general.
La guerra nunca es sino un cambio tecnológico acelerado. Empieza cuando se ha producido un fuerte desequilibrio entre estructuras existentes debido a desigualdades entre sus tasas de crecimiento. Las muy tardías industrialización y unificación de Alemania la dejaron durante numerosos años fuera de la carrera por las materias primas y las colonias. Así como las guerras napoleónicas fueron tecnológicamente una especie de recuperación del retraso de Francia respecto a Inglaterra, la primera guerra mundial fue de por sí una fase importante de la industrialización final de Alemania y de los Estados Unidos. Como Roma lo demostró antes, y como Rusia lo ha demostrado en nuestra época, el militarismo es en sí la principal vía de educación y aceleración tecnológicas para las zonas atrasadas.
Un entusiasmo casi unánime por unas mejores vías de comunicaciones terrestres siguió a la guerra de 1812. Además, el bloqueo británico de la costa Atlántica había obligado a una inaudita cantidad de transporte terrestre, lo que enfatizó aún más el carácter insatisfactorio de las carreteras. Desde luego, la guerra es una especie de énfasis que da más de un toque revelador a la deficiente atención social. Sin embargo, en la muy caliente paz que siguió a la segunda guerra mundial, fueron las carreteras de la mente las que resultaron deficientes. Desde el Sputnik, muchos se han sentido insatisfechos con nuestros métodos pedagógicos, mostrando el mismo espíritu que la mayoría de quienes se quejaron de las carreteras durante la guerra de 1812.
Ahora que el hombre ha extendido su sistema nervioso central con la tecnología eléctrica, el campo de batalla se ha trasladado a la elaboración y destrucción mental de imágenes, tanto en la guerra como en los negocios. Hasta la edad eléctrica, la educación superior había sido un privilegio y un lujo de las clases acomodadas; hoy en día, es una necesidad para la producción y la supervivencia. Ahora que la información en sí es lo que más circula, la necesidad de conocimientos avanzados presiona incluso a los espíritus más imbuidos de rutina. Tan repentina ola de formación superior en el mercado ostenta la calidad de una clásica peripecia o cambio de sentido, y el resultado han sido ataques de risa en las tribunas y los campus. La hilaridad irá disminuyendo a medida que los doctores en Filosofía vayan ocupando los despachos de dirección.
Para hacernos una idea de cómo la aceleración de la rueda y de la carretera vuelve a distribuir las poblaciones y los asentamientos, veamos algunos casos citados por Osear Handlin en su estudio de la inmigración en Boston (Boston’s Immigrants). En 1790, nos dice, Boston era una unidad compacta en la que todos los trabajadores y comerciantes vivían a la vista unos de otros, por lo cual no había tendencia a segregar las zonas residenciales según criterios de clase. «Pero, a medida que la ciudad crecía y que los distritos vecinos resultaban más accesibles, la gente se esparció, distribuyéndose en zonas distintivas». Esta frase condensa el tema de este capítulo. Podría generalizarse hasta englobar el arte de la escritura: «A medida que aumentaban los conocimientos y se volvían más asequibles en su forma alfabética, se fueron dividiendo y repartiendo en especialidades». Hasta el punto inmediatamente anterior a la electrificación, el aumento de la velocidad produce una división de las funciones, de las clases sociales y del conocimiento.
A velocidad eléctrica, sin embargo, todo ello queda invertido. La implosión y la contracción sustituyen a la explosión y la expansión mecánicas. Si la fórmula de Handlin se aplicara al poder, quedaría: «A medida que crecía el poder y que las áreas adyacentes quedaban a su alcance, el poder se iba repartiendo en distintivos puestos y funciones delegados». Esta fórmula es un principio de aceleración en todos los niveles de la organización humana. Atañe en particular a aquellas extensiones del cuerpo físico que se manifiestan en la rueda, la carretera y los mensajes de papel. Ahora que hemos extendido no sólo nuestros órganos físicos, sino también nuestro sistema nervioso en sí en la tecnología eléctrica, el principio de especialización y división ha dejado de tener vigencia. Cuando la información se desplaza a la velocidad de los impulsos del sistema nervioso, el hombre se ve enfrentado a la obsolescencia de todas las clases anteriores de aceleración como la carretera y el ferrocarril. Lo que surge es un campo total de conciencia inclusiva. Se vuelven irrelevantes los anteriores patrones de ajuste psíquico y social.
Hasta 1820, según relata Handlin, los bostonianos iban y venían andando o con transportes privados. En 1826, se introdujeron los autobuses tirados por caballos y éstos aceleraron y ampliaron mucho la actividad comercial. Mientras tanto, la aceleración de la industria en Inglaterra había extendido los negocios hasta las zonas rurales, lo que desplazó a mucha gente del campo y aumentó el índice de emigración. El transporte de emigrantes se volvió lucrativo y favoreció una gran aceleración del transporte oceánico. Luego, el gobierno británico subvencionó la línea Cunard para asegurar unas ágiles comunicaciones con las colonias. Muy pronto el ferrocarril se conectó con los servicios de Cunard para llevar tierra adentro el correo y a los emigrantes.
Aunque los Estados Unidos habían desarrollado un extenso servicio de canales interiores y de barcos de vapor en los ríos, éstos no estaban enfocados hacia las rápidas ruedas de la nueva producción industrial. Los ferrocarriles fueron tan necesarios para dar abasto con la producción mecanizada como para cubrir las grandes distancias del continente. Como acelerador, el tren de vapor fue una de las más revolucionarias extensiones del cuerpo físico, al crear un nuevo centralismo político y nuevos tipos de tamaños y formas urbanos. Es al ferrocarril que deben las ciudades norteamericanas su abstracto plano en cuadrícula y su separación no orgánica de la producción, el consumo y la residencia. Fue el automóvil el que trastocó la forma abstracta de la ciudad industrial mezclando sus funciones separadas hasta un grado que ha frustrado y desconcertado tanto al ciudadano como al urbanista. Sólo faltaba el avión para rematar la confusión incrementando la movilidad del ciudadano hasta el punto de que el espacio urbano, como tal, resultara irrelevante. El espacio metropolitano es igual de irrelevante para el teléfono, el telégrafo, la radio y la televisión. Lo que los urbanistas llaman «escala humana» en sus discusiones del espacio urbano ideal carece de toda relación con dichas formas eléctricas. Nuestras extensiones eléctricas simplemente rodean el tiempo y el espacio y crean problemas sin precedentes de implicación y organización humanas. Tal vez lleguemos a echar de menos aquellos tiempos sencillos del automóvil y de la autopista.
A Hitler le resultaba especialmente horrible el Tratado de Versalles porque reducía a la nada al ejército alemán. Después de 1870, los miembros del ejército alemán, muy aficionados a los taconazos, se habían convertido en el nuevo símbolo de unidad y poder tribales. En Inglaterra y América del Norte, este mismo sentido de grandeza numérica derivada de la mera cantidad se asoció con la cada vez mayor producción industrial y las estadísticas de la riqueza y de la producción: «tanques, un millón». Es misterioso el poder de los meros números, en riqueza o multitudes, para generar un impulso dinámico hacia el crecimiento y la ampliación. En Crowds and Power, Elías Canetti ilustra el profundo vínculo entre la inflación monetaria y el comportamiento de la multitud. Lo desconcierta nuestro fracaso en estudiar la inflación como un fenómeno multitudinario, puesto que sus efectos Son omnipresentes en el mundo moderno. El impulso hacia el crecimiento ilimitado, inherente en cualquier tipo de multitud, montón u horda, parece relacionar la inflación económica y demográfica.
En el teatro, en un baile, en un partido de halón, en la iglesia, cada individuo disfruta de la compañía de todas las demás personas presentes. El placer de encontrarse en medio de masas se remonta al sentido de la alegría por la multiplicación de los números, que durante tanto tiempo resultó sospechosa para los alfabetizados miembros de la sociedad occidental.
En una sociedad así, la separación del individuo del grupo en el espacio (intimidad), el pensamiento («punto de vista») y el trabajo (especialización) han contado con el apoyo de la alfabetización con su asociada galaxia de fragmentadas instituciones industriales y políticas. Pero el poder de la palabra impresa para crear al individuo social homogeneizado aumentó regularmente hasta el presente y creó la paradoja de la «mentalidad de masa» y del militarismo masivo de los ejércitos de ciudadanos. Llevadas hasta el extremo mecanizado, las letras a menudo suelen producir efectos opuestos a la civilización, así como antaño el número pareció romper la unidad tribal, como lo declara el Antiguo Testamento (Satán se levantó contra Israel y empujó a David a numerar a Israel»), Las letras y números fonéticos fueron los primeros instrumentos de fragmentación y destribalización del hombre.
A lo largo de toda la historia occidental, hemos considerado, tradicional y acertadamente, que las letras eran una fuente de civilización y considerado nuestras literaturas como el sello del logro civilizado. Y, sin embargo, durante todo ese tiempo ha estado con nosotros una sombra del número, el lenguaje de las ciencias. Aisladamente, el número es tan misterioso como la escritura. Visto como una extensión del cuerpo físico, resulta muy inteligible. Así como la escritura es una extensión y separación de nuestro sentido más neutro y objetivo, el de la vista, el número es una extensión y separación de nuestra más íntima actividad afín: el sentido del tacto.
Esta facultad del tacto, llamada sentido «táctil» (haptikós) por los griegos, fue popularizada como tal, en la Alemania de los años veinte, por el programa de la escuela Bauhaus de educación sensual y las obras de Paul Klee. Walter Gropius y de muchos otros. El sentido del tacto, al conferir una especie de sistema nervioso o unidad orgánica a la obra de arte, siempre ha obsesionado a los artistas desde Cézanne. Hace ya más de un siglo que los artistas intentan superar el reto de la edad eléctrica confiriendo al tacto el papel de un sistema nervioso en la unificación de todos los demás sentidos. Paradójicamente, ello lo ha logrado el «arte abstracto», que proporciona un sistema nervioso a la obra de arte, en lugar de la cáscara convencional de la imagen pictórica. La gente se va dando cuenta cada vez más de que el sentido del tacto es necesario para una vida integral. El ingrávido ocupante de la cápsula espacial tiene que luchar para conservar el integrador sentido del tacto. Nuestras tecnologías mecánicas para la extensión y separación de las funciones del ser físico nos han llevado casi al estado de desintegración al ponernos fuera de contacto con nosotros mismos. Podría ser que, en la vida interior consciente, el sentido del tacto consista en las interrelaciones entre los demás sentidos. ¿Y si el tacto no fuera solamente el contacto de la piel con las cosas, sino la vida misma de esas cosas en la mente? Los griegos tenían el concepto de consenso O facultad de «sentido común» que transformaba los sentidos los unos en los otros y confería conciencia al hombre. Hoy día, tras haber extendido con la tecnología todas las partes del cuerpo y de los sentidos, nos obsesiona la necesidad de un consenso externo de la tecnología y de la experiencia, capaz de elevar nuestras vidas comunales al nivel de un consenso a escala mundial. Tras haber logrado una fragmentación del mundo entero, no está fuera de lugar pensar en una integración mundial. Dante, que pensaba que los hombres seguirían siendo meros fragmentos rotos mientras no fuesen unidos en una conciencia inclusiva, soñó con semejante universalidad del ser consciente para la humanidad. No obstante, lo que tenemos ahora, en lugar de una conciencia eléctricamente ordenada, es un inconsciente privado, o «punto de vista» individual, rigurosamente impuesto por las anteriores tecnologías mecánicas. Ésta es una consecuencia perfectamente natural del choque o conflicto cultural en un mundo suspendido entre dos tecnologías.
El mundo antiguo asociaba mágicamente los números con las propiedades de las cosas físicas y con las causas necesarias de las cosas, de un modo muy parecido a las ciencias que, hasta hace poco, han tendido a reducir todos los objetos a cantidades numéricas. En todas y cada una de sus manifestaciones, los números parecen tener una resonancia tanto auditiva como repetitiva, además de una dimensión táctil.
Es la calidad del número la que explica su poder de crear un efecto de icono o imagen inclusiva comprimida. Así son empleados en los artículos de periódicos y revistas, por ejemplo: «John Jameson, 12 años, choca contra un autobús cuando iba en bicicleta» o «William Samson, 51 años, nuevo vicepresidente a cargo de las escobas». Los periodistas descubrieron de modo empírico el poder iconice de los números.
Desde Henri Bergson y el grupo de artistas de la Bauhaus, por no hablar de Jung y de Freud, los valores no alfabéticos, e incluso antialfabéticos, del hombre tribal han sido objeto, en general, de unos estudios y promoción entusiastas. Para muchos artistas e intelectuales europeos, el jazz se convirtió en punto de reunión en su búsqueda de una Imagen Romántica integral. El entusiasmo falto de sentido crítico de los intelectuales europeos por la cultura tribal se trasluce en la exclamación de Le Corbusier al ver Manhattan por primera vez: «¡Es hot-jazz en piedra!». Aparece también en el relato del artista Moholy-Nagy sobre una visita que hizo a un club nocturno de San Francisco en 1940. Una orquesta negra estaba tocando con chispa y alegría. De repente, uno de los músicos entonó: «Un millón tres», y le contestaron: «Un millón siete y medio»; otro músico cantó: «Once» y otro: «Veintiuno»; entonces, en medio de «la risa general y los gritos, los números invadieron el lugar».
Moholy-Nagy observa que, a los europeos, América del Norte les parecía un país de abstracciones, en el que los números habían asumido una existencia propia en frases como «57 Variedades», «todo a 5 y 10» 0 «7 Up» y «detrás de la bola 8[20]». Eso cuenta. Tal vez sea una especie de eco de una cultura industrial que depende muchísimo de precios, gráficas y cifras. Tomen 90-60-90. Los números no pueden ser más sensualmente táctiles que cuando son murmurados, como palabras mágicas, para describir la figura femenina mientras la táctil mano barre el aire.
Baudelaire tuvo una acertada intuición de los números como manos táctiles o sistema nervioso para unas unidades separadas y en recíproca interrelación cuando dijo: «El número está dentro de la persona. La borrachera es un número». Ello explica por qué «el placer de encontrarse en medio de una multitud es una misteriosa expresión del deleite que encierra la multiplicación del número». Es decir, los números no son simplemente auditivos y resonantes, como la palabra hablada, sino que se originan en el sentido del tacto, del que son una extensión. La agregación estadística o invasión de números produce las actuales pinturas rupestres o dibujos infantiles en las tablas de los estadísticos. En todos los sentidos, la acumulación estadística de números representa para el hombre un nueva entrada de intuición primitiva y de conciencia mágicamente subconsciente, tanto de la emoción como del gusto públicos: «Se obtiene más satisfacción utilizando marcas conocidas».
Como el dinero, el reloj y todos las demás formas de medición, los números adquirieron vida propia e intensidad tras la generalización de la alfabetización. De poco servían los números en las sociedades no alfabetizadas, y hoy el ordenador digital no alfabético sustituye el «sí» y el «no» por números. El ordenador es fuerte en los contornos y débil en las cifras. En efecto, para bien o para mal, la edad eléctrica devuelve los números a la unidad con la experiencia visual y auditiva.
El Decline of the West de Oswald Spengler se debió en gran parte a su preocupación por las nuevas matemáticas. Las geometrías no euclidianas por un lado y el auge de las funciones en la teoría numérica por otro, parecían significar, para Spengler, el fin del hombre occidental. No había captado que la invención del espacio euclidiano es también un resultado directo de la acción del alfabeto fonético sobre los sentidos humanos. Como tampoco se había dado cuenta de que el número es una extensión del cuerpo físico del hombre, una extensión del sentido del tacto. La infinidad de «procesos funcionales» en la que Spengler vio que iban a disolverse los números y la geometría tradicional es también la extensión del sistema nervioso en las tecnologías eléctricas. No tenemos nada que agradecer a escritores apocalípticos como Spengler, que ven nuestras tecnologías como si fuesen visitantes cósmicos llegados del espacio exterior. Los Spengler son individuos en trance tribal que anhelan volver al inconsciente colectivo y a la borrachera de los números. En la India, la idea de darshan, la experiencia mística de participar en multitudinarias reuniones, se encuentra en el otro extremo del espectro en comparación con la idea occidental de valores conscientes.
Las tribus más primitivas de Australia y de África, y también los esquimales de hoy en día, aún no han llegado al estadio de contar con los dedos ni tampoco conocen los números en serie. En lugar de ello, tienen un sistema binario de números independientes para uno y dos y números compuestos hasta seis. Más allá del seis, sólo perciben un «montón». Como carecen del sentido de la serie, apenas se darán cuenta de que se han quitado dos palitos de una fila de siete. No obstante, se dan cuenta en seguida si falta un palito. Tobías Dantzig, que investigó estos asuntos, señala (en Number: The Language of Science) que la paridad o sentido de la cinestesia de esa gente es más fuerte que su sentido de los números. La aparición de los números es sin lugar a dudas una indicación de tensión visual en desarrollo. Una cultura tribal estrechamente integrada no cederá fácilmente a las presiones separatistas, visuales e individualistas que conducen a la división del trabajo y, luego, a formas tan aceleradas como la escritura o el dinero. Por otra parte, si el occidental estuviese resuelto a aferrarse a los modos fragmentados e individualistas que derivaron de la palabra impresa en particular, haría bien en deshacerse de toda la tecnología eléctrica desde el telégrafo. El carácter implosivo (compresivo) de la tecnología eléctrica reproduce al revés la película, o el disco, del hombre occidental hasta el corazón de la oscuridad tribal, hacia lo que Joseph Conrad llamó «el África interior». El carácter instantáneo del movimiento eléctrico de la información no amplía, sino implica, la familia del hombre en el estadio colectivo de la vida en la aldea.
Parece contradictorio que el poder divisorio y de fragmentación del analítico mundo occidental deba derivarse de una acentuación de la capacidad visual. Este mismo sentido visual es, además, responsable de que se perciban todas las cosas como continuas y conectadas. La fragmentación mediante la tensión visual ocurre en ese aislamiento del momento en el tiempo, o del aspecto en el espacio, que está más allá del poder del tacto, del oído, del olfato y del movimiento. Al imponer relaciones imposibles de visualizar, que son el resultado de la velocidad instantánea, la tecnología eléctrica derroca el sentido de la vista y nos devuelve el dominio de la sinestesia, y de las estrechas implicaciones recíprocas de los otros sentidos.
Spengler quedó sumido en la mayor desesperación ante lo que percibió como la retirada de Occidente, desde la Magnitud Numérica hasta una Tierra Imaginaria de Funciones y Relaciones abstractas. «Lo más valioso de la matemática clásica», escribe, «es su proposición de que el número es la esencia de todas las cosas perceptibles por los sentidos. Definido como medida, el número contiene todo el sentir mundial de un alma apasionadamente dedicada al "aquí" y "ahora". En este sentido, medición se refiere a la medición de algo cercano y corpóreo».
De cada página de Spengler surge el hombre tribal extático. Nunca se le ocurrió que la proporción entre las cosas corpóreas no podía nunca ser menos que racional. Es decir, la racionalidad o la conciencia en sí son un índice o proporción entre los componentes sensoriales de la experiencia y no algo añadido a dicha experiencia sensorial. Los seres subracionales no tienen los medios de lograr tal proporción en su vida sensorial, sino que están equipados para determinadas longitudes de onda, por decirlo así, y la infalibilidad forma parte de su respectiva área de experiencia. La conciencia, compleja y sutil, puede ser impedida, e incluso suspendida, por una mera aceleración o aminoración de una intensidad sensorial cualquiera, que es precisamente el procedimiento que sigue la hipnosis. Y la intensificación de un único sentido por un nuevo medio puede hipnotizar a comunidades enteras. Así, cuando creyó ver que las matemáticas modernas y la ciencia abandonaban las relaciones y construcciones visuales por una teoría no visual de relaciones y funciones, Spengler declaró el fallecimiento de Occidente.
Si Spengler se hubiese tomado el tiempo de descubrir los orígenes tanto de los números como del espacio euclidiano en los efectos psicológicos del alfabeto fonético, tal vez nunca habría escrito The Decline of the West. Esta obra parte del supuesto de que el hombre clásico, el hombre apolíneo, no era el producto de un prejuicio tecnológico de la cultura griega (es decir, los primeros impactos de la alfabetización en una sociedad tribal), sino el resultado de un temblor en la materia del alma, que se cerró sobre el mundo griego. Éste es un caso revelador de lo pronto que siente pánico el hombre de una cultura dada cuando algún patrón familiar o hito ha sido emborronado o trasladado a causa de la presión indirecta de medios nuevos. Spengler, como Hitler, derivó de la radio un mandato inconsciente de anunciar el fin de todos los valores «racionales» o visuales. Actuó como Pip en Grandes esperanzas de Dickens. Pip era un niño pobre que tenía un benefactor oculto que quería elevarlo a la condición de caballero. Pip estaba de acuerdo y dispuesto hasta que descubrió que su benefactor era un convicto escapado. Spengler y Hitler y otros muchos supuestos «irracionalistas» de este siglo son como los chicos de los telegramas cantados[21], completamente inocentes de toda comprensión del medio que provoca la canción que cantan.
Para Tobías Dantzig, en Number: The Language of Science, el progreso desde el táctil manoseo de los dedos de los pies y de las manos hasta el «concepto homogéneo de número, que posibilitó la matemática», es el resultado de una abstracción visual de la operación de manejo táctil. Estos dos extremos quedan recogidos en nuestro lenguaje cotidiano. La expresión «poner el dedo sobre» en la jerga mafiosa significa que ha salido el «número» de alguien. En el extremo de la gráfica de perfil de los estadísticos está el objeto abiertamente expresado de manipulación de la población para diversos fines relacionados con el poder. Por ejemplo, en cualquier gran firma de agentes de bolsa, hay un brujo moderno conocido como el «Sr. Rarezas». Su función mágica consiste en estudiar las compras y ventas diarias de los pequeños inversores en las principales bolsas. Una larga experiencia ha revelado que éstos suelen equivocarse el ochenta por ciento de las veces. Un perfil estadístico del fracaso para sintonizarse del individuo modesto permite a los grandes agentes de bolsa acertar el ochenta por ciento de las veces. Así, del error surge la verdad, y de la pobreza, la riqueza, gracias a los números. Ésta es la magia moderna de los números. Una actitud más primitiva hacia el poder mágico de los números queda ilustrada en el pavor de los ingleses cuando Guillermo el Conquistador los contó, a ellos y a sus bienes muebles, para consignarlos en lo que el pueblo llamaba el Libro del Juicio Final.
Volviendo brevemente a la cuestión de los números en su manifestación más limitada, Dantzig, tras dejar bien claro que el concepto de homogeneidad había de darse antes de que los números primitivos pudieran avanzar hasta el nivel de la matemática, señala otro factor alfabético y visual en las antiguas matemáticas. Observa: «La correspondencia y la sucesión, que impregnan toda la matemática. 0, mejor dicho, todos los campos de las ciencias exactas, están entretejidas en la tela misma de nuestro sistema numérico». Pues, sí que están entretejidas en la tela misma de la lógica y de la filosofía occidentales. Ya hemos visto cómo la tecnología fonética favoreció la continuidad visual y el punto de vista personal, y cómo éstos contribuyeron a la aparición del uniforme espacio euclidiano. Dantzig dice que fue la idea de correspondencia la que nos dio los números cardinales. Ambas ideas espaciales, la linealidad y el punto de vista se dan con la escritura, y en particular con la fonética; pero ninguna es necesaria para la física y matemática nuevas. Como tampoco es necesaria la escritura para una tecnología eléctrica. Por supuesto, la escritura y la aritmética pueden seguir siendo de gran utilidad al hombre durante mucho tiempo, a pesar de todo. Incluso Einstein no pudo enfrentarse fácilmente a la nueva física cuántica. Demasiado visual y newtoniano para esa nueva tarea, dijo que los cuantos no podían tratarse matemáticamente. Equivale a decir que la poesía no puede ser traducida correctamente en forma meramente visual en la página impresa.
Dantzig desarrolla este punto respecto al número diciendo que una población alfabetizada pronto deja el ábaco y el contar con los dedos, aunque los manuales de aritmética del Renacimiento seguían dando sofisticadas reglas para calcular con los dedos. Podría ser que en algunas culturas los números hayan precedido al conocimiento de la escritura, pero también la tensión visual precedió este conocimiento. La escritura sólo es la principal manifestación de la extensión del sentido visual, como pueden recordárnoslo hoy día la fotografía y el cine. Y, mucho tiempo antes de la tecnología de la escritura, los factores binarios de los pies y de las manos fueron suficientes para encarrilar al hombre hacia el cálculo. De hecho, el matemático Leibniz veía la imagen de la Creación en la elegancia mística del sistema binario de cero y 1. Para él, era suficiente la unidad del Ser Supremo, operando en el vacío con una función binaria, para crear todos los seres a partir de la nada.
Dantzig nos recuerda que durante la época del manuscrito existía una caótica variedad de signos para representar los numerales y que éstos no adquirieron una forma estable hasta la imprenta. Aunque éste fuera uno de los efectos culturales menores de la imprenta, que nos sirva de recordatorio de que uno de los grandes factores de la adopción, por parte de los griegos, de las letras del alfabeto fonético fue el prestigio y la gran difusión del sistema numérico de los comerciantes fenicios. Los romanos obtuvieron las letras fenicias de los griegos pero conservaron un sistema numérico mucho más antiguo. Los cómicos Wayne y Shuster siempre consiguen una carcajada general haciendo salir una fila de antiguos policías romanos, en toga, y pidiéndoles que se cuenten a sí mismos de izquierda a derecha con números romanos. Este chiste demuestra cómo la presión de los números empujó al hombre a buscar métodos de numeración más eficientes. Antes de la aparición de los números ordinales, sucesivos o posicionales, los gobernantes tenían que contar los grandes grupos de soldados con métodos de desplazamiento. Se los podía conducir en grupos a espacios de superficie aproximadamente conocida. Otro método, no del todo sin relación con el tablero de cálculo y el ábaco, consistía en hacerlos desfilar echando al paso piedrecitas en unos recipientes. Finalmente, el método del tablero de cálculo dio lugar al gran descubrimiento del principio de posición en los primeros siglos de nuestra era. Con simplemente disponer 4, 3 Y 2 a continuación en el tablero, se podía incrementar fabulosamente la velocidad y el potencial de cálculo. El descubrimiento del cálculo con números ordinales en lugar de meramente aditivos desembocó también en el descubrimiento del cero. Por sí solas, las posiciones 3 y 2 del tablero eran fuentes de ambigüedades respecto a si se trataba de 32 o de 302. Era necesario tener un signo para el hueco entre los números. No fue hasta el siglo XIII que la palabra árabe sifr, que significa «hueco» o «vacío», fue latinizada e incorporada a nuestra cultura como «cero[22]» (ziphirum), que finalmente se convirtió en la palabra italiana zero. El cero se refería de hecho a un hueco posicional. No adquirió la indispensable calidad de «infinito» hasta la aparición de la perspectiva y del «punto de fuga» en la pintura del Renacimiento. El nuevo espacio visual del Renacimiento afectó al número tanto como había hecho la espera lineal, muchos siglos antes.
Hemos llegado a un punto clave respecto a los números con el nexo entre el cero posicional medieval y el punto de fuga del Renacimiento. Puede justificarse como producto secundario de la alfabetización el hecho de que tanto la cultura griega como la romana desconocieran el infinito y el punto de fuga. No fue hasta que la imprenta extendiera la facultad visual hasta un orden especial de intensidad, uniformidad y alta precisión, que pudieron los otros sentidos ser lo bastante limitados, o deprimidos, como para crear la nueva conciencia de infinito. Como aspecto de la perspectiva y de la imprenta, el infinito matemático, o numérico, sirve de ejemplo de cómo nuestras varias extensiones físicas, o medios, actúan las unas sobre las otras por la mediación de nuestros propios sentidos. Es de este modo que el hombre aparenta ser el aparato reproductor del mundo tecnológico, hecho que Samuel Butler anunció de forma extraña en Erewhon.
El efecto de cualquier tecnología produce en nosotros un nuevo equilibrio que da nacimiento a tecnologías muy distintas, como acabamos de ver en la interacción del número (forma táctil y cuantitativa) con las formas más abstractas de la cultura escrita o visual. La tecnología de la imprenta transformó el cero medieval en el infinito renacentista, no sólo por convergencia —perspectiva y punto de fuga— sino por involucrar, por primera vez en la historia humana, el factor de exacta repetibilidad. La imprenta dio al hombre el concepto de repetición indefinida tan necesaria para el concepto matemático de infinito.
El mismo hecho propiciado por Gutenberg de las partículas uniformes, continuas e indefinidamente repetidas inspiró también el concepto afín de cálculo infinitesimal, con el cual fue posible traducir cualquier tipo complejo de espacio en algo recto, plano, uniforme y «racional». Este concepto de infinito no nos fue impuesto por la lógica. Fue un don de Gutenberg. Como también lo fue, más tarde, la cadena de montaje industrial. La esencia formal de la imprenta consistió en el poder de traducir el conocimiento en producción mecánica mediante el desmenuzamiento de cualquier proceso en aspectos fragmentados que luego se disponen en secuencias lineales de partes movibles y, sin embargo, uniformes. Esta asombrosa técnica de análisis espacial que se duplica a sí mismo en el acto, mediante una especie de eco, invadió el mundo del número y del tacto.
Éste es, pues, un ejemplo familiar, aunque desconocido, del poder de un medio para traducirse a sí mismo en otro medio. Puesto que todos los medios son extensiones del cuerpo y de los sentidos y puesto que, en la experiencia propia, solemos traducir un sentido en otro, no debería sorprendernos que nuestros sentidos extendidos, o tecnologías, repitan el proceso de traducción y asimilación de una forma en otra. Este proceso bien podría ser inseparable del carácter del tacto y de la acción de superficies intensamente abrasivas, tanto en la química como en las multitudes o las tecnologías. Puede comprenderse la misteriosa necesidad de las multitudes de crecer y de extenderse, característica también de las grandes acumulaciones de riquezas, siempre que el dinero y los números sean realmente tecnologías que hayan extendido el tacto y el poder de asir de la mano. Los números, tanto de personas, de cifras como de unidades monetarias, parecen poseer la misma magia objetiva para asir e incorporar.
Los griegos chocaron de frente con el problema de la traducción de sus nuevos medios cuando intentaron aplicar la aritmética racional a un problema de geometría. Se levantaron el espectro de Aquiles y la tortuga. Estos intentos provocaron la primera crisis en la historia de las matemáticas occidentales. Dicha crisis tenía que ver con la determinación de la diagonal de un cuadrado y la circunferencia de un círculo: un claro caso del número, el sentido del tacto, intentando acomodarse a un espacio visual y pictórico mediante la reducción del espacio visual en sí.
En el Renacimiento, fue el cálculo infinitesimal el que permitió que la aritmética se hiciera cargo de la mecánica, de la física y de la geometría. La idea de proceso infinito, a la vez continuo y uniforme, tan esencial en la tecnología de tipo móvil de Gutenberg, dio lugar al cálculo infinitesimal. Destiérrese el proceso infinito, y las matemáticas, puras y aplicadas, se verán reducidas al estado que conocieron los prepitagóricos. Es decir, si se destierra el nuevo medio de la imprenta, desaparecen las matemáticas modernas. En cambio, aplíquese el proceso infinito y uniforme a la determinación de la longitud de un arco, y sólo habrá que inscribir en él una secuencia de contornos rectilíneos con un creciente número de lados. Cuando los contornos alcanzan cierto límite, la longitud del arco se convierte en el límite de la secuencia. Así, el cálculo traduce en abstractos términos visuales el antiguo método de cálculo del volumen por desplazamiento de líquidos. Los principios referidos al concepto de longitud también son aplicables a las nociones de superficie, volumen, masa, momento, presión, tensión y esfuerzo, velocidad y aceleración.
La milagrosa función pura de lo infinitamente fragmentado se convirtió en el modo de hacer visualmente llano, recto y uniforme todo lo que era no visual: lo oblicuo y asimétrico, lo curvado e irregular. Del mismo modo, hace muchos siglos, el alfabeto fonético invadió las culturas discontinuas de los bárbaros y tradujo sus sinuosidades en las uniformidades de la cultura visual del mundo occidental. Es este orden uniforme, conectado y visual que seguirnos empleando como norma de vida «racional», por lo cual, en la presente edad eléctrica de relaciones instantáneas y no visuales, nos resulta difícil definir lo «racional», aunque sólo fuera porque nunca habíamos advertido antes de dónde había salido.
Los economistas han calculado que una sociedad desnuda come un cuarenta por ciento más que otra que vista el atuendo europeo. La ropa como extensión de la piel contribuye a almacenar y canalizar la energía, de modo que, si bien el occidental necesita menos comida, puede que pida más sexo. Sin embargo, ni la ropa ni el sexo pueden comprenderse como factores aislados, y muchos sociólogos han notado que el sexo se convierte a veces en una compensación del hacinamiento. La intimidad, y el individualismo, son desconocidos en las sociedades tribales, hecho que el occidental debería tener presente a la hora de evaluar los atractivos de nuestra forma de vida para los pueblos no alfabetizados.
La ropa, como extensión de la piel, puede considerarse a la vez como un mecanismo de control térmico y un medio de definirse socialmente. En estos aspectos, la ropa y la vivienda son casi gemelos: la vivienda extiende los mecanismos internos de termorregulación del organismo mientras que la ropa es una extensión más directa de la superficie externa del cuerpo. Hoy día, los europeos han empezado a vestirse para el ojo, al estilo norteamericano, justo en el momento en que los norteamericanos han empezado a abandonar su tradicional estilo visual. El analista de los medios sabe por qué estos estilos opuestos han empezado de repente a cambiar de lugar. Desde la segunda guerra mundial, el europeo tiende a enfatizar los valores visuales; su economía soporta ahora, y no por casualidad, una gran cantidad de bienes de consumo uniformes. Los norteamericanos, por otro lado, han empezado a rebelarse por primera vez contra estos valores de consumo uniforme. El norteamericano ha promulgado, con el coche, la ropa, el libro de bolsillo, las barbas, los bebés y los peinados cardados, el énfasis en el tacto, la participación, la implicación y los valores esculturales. América del Norte, antes tierra de orden visual abstracto, ha vuelto a ponerse en «contacto» con las tradiciones europeas respecto a la comida, la vida y el arte. Lo que fue un programa de vanguardia para los expatriados de los años veinte es ahora la norma de los adolescentes.
Sin embargo, los europeos experimentaron una especie de revolución del consumidor a finales del siglo XVIII. Cuando el industrialismo era una novedad, se puso de moda en las clases altas abandonar los ricos atuendos de la corte por telas más sencillas. Fue cuando los hombres vistieron por primera vez los pantalones del soldado raso (pionero, según la acepción francesa original), pero entonces se hizo como una especie de temerario gesto de «integración» social. Hasta ese momento, el sistema feudal había empujado a las clases altas a vestirse como hablaban, con un estilo cortesano totalmente ajeno al del pueblo llano. Se confirió a la vestimenta y al habla un grado de esplendor y una riqueza de textura que llegarían a eliminar por completo la alfabetización universal y la producción en masa. La máquina de coser, por ejemplo, creó la larga línea recta en los trajes, así como la linotipia allanó el estilo vocal humano.
Un anuncio reciente de la C-E-I-R Computer Services mostraba un sencillo vestido de algodón y la frase: «¿Por qué viste así la señora K.?», aludiendo a la señora Kruschov. El texto del citado anuncio seguía: «Es un icono. A los desvalidos de su propio país y a los demás pueblos no comprometidos del este y del sur les dice: "Somos ahorradores, sencillos, honestos, pacíficos, caseros y buenos". A las naciones libres de Occidente, les dice: "¡Os enterraremos!"».
Éste es precisamente el mensaje que el nuevo atuendo sencillo de nuestros antepasados transmitía a las clases feudales en la época de la Revolución Francesa. El atuendo era una expresión no verbal de agitación política.
Hoy día, en América del Norte, queda manifiesta cierta actitud revolucionaria tanto en nuestra forma de vestir como en nuestros jardines y coches pequeños. Hace ya una década o más que la ropa y los peinados de la mujer han abandonado el énfasis visual por el icónico, escultural y táctil. Como los pantalones de torero y las medias gruesas, los peinados cardados también son icónicos y sensualmente inclusivos, en vez de abstractos y visuales. En una palabra, por primera vez la mujer norteamericana se presenta a sí misma como una persona a la que se puede tocar y palpar y no solamente mirar. Mientras que los rusos avanzan a tientas hacia valores de consumo visuales, los norteamericanos están retozando en medio de recién descubiertos espacios táctiles y esculturales en los coches, la ropa y la vivienda. Por este motivo, nos es relativamente fácil reconocer la ropa como extensión de la piel. En la edad del bikini y del buceo sin escafandra, empezamos a entender «el castillo de la piel» como un verdadero espacio y mundo. Atrás ha quedado la emoción del strip-tease. La desnudez sólo podía ser una emoción pícara en una cultura visual que se había separado a sí misma de los valores auditivo-táctiles propios de sociedades menos abstractas. Hasta tan tarde como los años treinta, las palabrotas hechas visibles en la página impresa parecían menos nefastas. Una vez impresas, las palabras que casi todo el mundo empleaba en todo momento se volvieron tan frenéticas como la desnudez. La mayoría de las palabrotas son ricas en implicaciones táctiles. Y lo mismo la desnudez. Para las culturas atrasadas, enfrascadas todavía en toda la gama de la vida sensorial y aún no abstraídas por la alfabetización y el orden visual industrial, la desnudez sólo es patética. El Informe Kinsey sobre la vida sexual de los varones manifestaba asombro por el hecho de que a los campesinos y gentes atrasadas no les encantara la desnudez en la intimidad del dormitorio. Kruschov no apreció el espectáculo de cancán que organizaron en su honor en Hollywood. Naturalmente. Esta especie de mímica de la implicación sensorial sólo cobra sentido en una sociedad con una larga tradición escrita. Los pueblos atrasados se acercan a la desnudez, en el caso de que lo hagan, con la actitud que esperamos de nuestros pintores y escultores, actitud compuesta por todos los sentidos a la vez. Para quien emplea todo su sensorio, la desnudez es la más rica expresión posible de forma estructural. Pero para la altamente visual y desproporcionada sensibilidad de las sociedades industriales, el repentino enfrentamiento con la carne táctil equivale de hecho a una música embriagadora.
Hoy día, se da cierto movimiento hacia un nuevo equilibrio al mismo tiempo que nos damos cuenta de que, en cuanto a ropa, las preferencias van a los tejidos bastos y pesados y a las prendas con formas esculturales. También está la exposición ritualista del cuerpo tanto dentro de casa como fuera. Hace ya tiempo que los psicólogos nos dicen que gran parte de la audición ocurre a través de la piel misma. Después de siglos de ir completamente revestidos y contenidos en un espacio visual uniforme, la edad eléctrica nos precipita en un mundo en que se vive, se respira y se oye con toda la epidermis. Por supuesto, hay un fuerte entusiasmo por lo novedoso en ese culto, y el equilibrio final entre los sentidos deshará gran parte del nuevo ritual, tanto en la ropa como en la vivienda. Mientras tanto, nuestra sensibilidad unificada retoza tanto en los nuevos atuendos como en las nuevas viviendas, en medio de un amplio abanico de toma de conciencia de materiales y colores que hacen del nuestro uno de los más grandes períodos de la música, de la poesía, de la pintura y de la arquitectura.
Si la ropa es una extensión de la propia piel que almacena y canaliza el calor y la energía, la vivienda es un medio colectivo de lograr el mismo fin para la familia o el grupo. La casa como refugio es una extensión de los mecanismos de termorregulación del cuerpo, una piel o abrigo colectivos. Incluso las ciudades son extensiones de los órganos corporales que acomodan las necesidades de grupos grandes. Muchos lectores estarán familiarizados con la manera en que James Joyce organizó su Ulises, en el que asigna las formas urbanas de paredes, calles, edificios públicos y medios de comunicación a los diversos órganos del organismo. Este paralelismo entre la ciudad y el cuerpo humano permitió a Joyce establecer aún otro paralelismo entre la antigua Ítaca y la moderna Dublín, creando así un sentido de profunda unidad humana y trascendiendo la historia.
Teniendo en mente la ciudad como extensión colectiva de nuestros órganos físicos, Baudelaire tenía previsto, en primer lugar, llamar Los Limbos a sus Flores del Mal. Consideraba nuestro abandono —o, por decirlo así, nuestro autoalejamiento para amplificar o aumentar el poder de varias funciones— como las flores del crecimiento del mal. La ciudad como amplificación de los deseos y esfuerzos sensuales del hombre presentaba, a sus ojos, una unidad psíquica completa y orgánica.
El hombre alfabetizado, el hombre civilizado, tiende a restringir y encerrar el espacio y a separar las funciones, mientras que el hombre tribal extendía libremente la forma de su cuerpo hasta abarcar el universo. Actuando Como un órgano del cosmos, el individuo tribal aceptaba las funciones corporales como modos de participar de las energías divinas. En el pensamiento religioso indio, el cuerpo humano está ritualmente asociado a la imagen cósmica; ésta, a su vez, se asimila a la forma de la casa. En las sociedades tribales y no alfabetizadas, la vivienda es una imagen tanto del cuerpo como del universo. La construcción de una casa, con su hogar como altar del fuego, estaba ritualmente asociada al acto de la creación. Este mismo ritual estaba todavía más profundamente arraigado en la construcción de las ciudades antiguas, cuyas formas y procesos se modelaban deliberadamente como un acto de divina alabanza. En el mundo tribal (como en China e India hoy en día) la ciudad y el hogar pueden ser aceptados como encarnaciones icónicas de la palabra, el rnythos divino, la aspiración universal. Incluso en la presente edad eléctrica, mucha gente anhela esta estrategia inclusiva de adquirir significación en la propia existencia, individual y aislada.
Una vez que el individuo alfabetizado ha aceptado una tecnología analítica de fragmentación, no queda tan abierto a los patrones cósmicos como el hombre tribal. Prefiere el estado de separación y los espacios compartimentados al cosmos abierto. Se vuelve menos dispuesto a aceptar el cuerpo como modelo del universo o a ver la casa —y, de paso, cualquier otro medio de comunicación— como extensión ritual del cuerpo. Una vez que los hombres adoptan la dinámica visual del alfabeto fonético, empiezan a perder la obsesión del hombre tribal por la recurrencia del orden cósmico y del ritual en los órganos físicos y las extensiones sociales. La indiferencia hacia lo cósmico favorece la concentración intensa en segmentos diminutos y tareas especializadas, que son la única fuerza del occidental. El especialista es alguien que nunca comete pequeños errores en su progreso hacia la gran equivocación.
El hombre vive en casas circulares hasta el momento en que se vuelve sedentario y se especializa en su organización del trabajo. Los antropólogos a menudo han reparado en este cambio, aunque sin conocer su causa. El estudioso de los medios puede ayudar al antropólogo con esta cuestión, aunque la explicación puede no resultar obvia a individuos de una cultura visual. Asimismo, el hombre visual no podrá apreciar mucha diferencia entre el cine y la televisión, entre un Corvair y un Volkswagen, porque no es una diferencia entre dos espacios visuales, sino entre dos espacios, táctil el uno y visual el otro. La tienda o wigwarn no es un espacio cerrado o visual. Tampoco lo son la cueva y el agujero en la tierra. Este tipo de espacios —la tienda, el wigwarn, el iglú, la cueva— no son espacios «cerrados» en el sentido visual porque, como el triángulo, siguen líneas de fuerza dinámicas. Una vez encerrada, o traducida en espacio visual, la arquitectura tiende a perder su presión táctil cinética. El cuadrado encierra un espacio visual: consiste en propiedades del espacio abstraídas de toda tensión manifiesta. El triángulo sigue líneas de fuerza y por ello es la forma más económica de fijar un objeto vertical. Aunque dependa de sujeciones en diagonal, el cuadrado va más allá de las presiones cinéticas para encerrar las relaciones espaciales visuales. Esta separación de la presión visual y de las directamente táctil y cinética y su traducción en nuevos espacios residenciales sólo ocurren cuando el hombre ha aprendido a ejercer la especialización de los sentidos y la fragmentación de sus conocimientos laborales. La estancia o la casa cuadrada hablan el idioma del especialista sedentario, mientras que la choza o el iglú redondos, y el wigwam cónico, hablan de las costumbres nómadas de las comunidades de cazadores recolectores.
Toda esta discusión se expone con un considerable riesgo de ser malentendida porque, espacialmente, estos asuntos son muy técnicos. No obstante, cuando estos espacios se entienden, aportan una solución a numerosos enigmas, pasados y presentes. Explican el paso de una arquitectura de cúpula circular a las formas góticas, cambio propiciado por la alteración en la relación o proporción de la vida sensorial de los miembros de una comunidad. Cambios así ocurren con la extensión del cuerpo en una nueva tecnología e invención sociales. Una extensión nueva produce un nuevo equilibrio entre todos los sentidos y facultades que conduce a una nueva «perspectiva», como se dice ahora, a nuevas actitudes y preferencias en muchos campos.
En los términos más sencillos, como ya hemos visto, la vivienda es un esfuerzo para extender los mecanismos de termorregulación del organismo. La ropa aborda el problema de una forma más directa, aunque menos fundamental y más individual que social. Tanto la ropa como la vivienda almacenan calor y energía y los hacen asequibles para la realización de muchas tareas que, de otro modo, serían imposibles de llevar a cabo. Al hacer socialmente asequibles, a la familia o al grupo, el calor y la energía, la vivienda fomenta nuevas aptitudes y conocimientos al mismo tiempo que lleva a cabo las funciones básicas de todo medio. El control térmico es el factor clave de la vivienda y de la ropa. La vivienda de los esquimales es un buen ejemplo de ello. El esquimal puede resistir varios días sin comida con temperaturas de cincuenta grados bajo cero. El indígena desnudo, si es privado de alimento, muere al cabo de pocas horas.
Tal vez muchos se sorprenderán al saber que la forma primitiva del iglú puede no obstante remontarse al hornillo de acampada Primus. Desde siempre los esquimales han vivido en casas de piedra circulares, y, en su maY0IÍa, lo siguen haciendo todavía. El iglú hecho de bloques de nieve es un desarrollo relativamente reciente en la vida de este pueblo prehistórico. La vida en dichas estructuras sólo ha sido posible desde la llegada del hombre blanco y del hornillo portátil. El iglú es un refugio efímero, pensado para un uso provisional por parte de los tramperos. El esquimal sólo se hizo trampero tras entrar en contacto con el hombre blanco; antes de ello, simplemente era recolector. Que el iglú sirva de ejemplo de cómo puede introducirse un patrón nuevo en una forma de vida tradicional mediante la intensificación de un único factor, en este caso, el calor artificiaL Del mismo modo, la intensificación de un único factor en nuestras complejas vidas conduce de forma natural a un nuevo equilibrio de nuestras facultades tecnológicamente extendidas, que resulta en un nuevo aspecto y «perspectiva», con nuevas motivaciones e invenciones.
En el siglo XX, estamos familiarizados con los cambios en la vivienda y la arquitectura debidos a la disponibilidad de energía eléctrica para los ascensores. La misma energía aplicada al alumbrado ha modificado aún más radicalmente los espacios vitales y laborales. La luz eléctrica ha abolido las divisiones entre la noche y el día, el interior y el exterior, lo subterráneo y lo superficial. Ha alterado todas las consideraciones de espacio dedicado al trabajo y a la producción tanto como los otros medios eléctricos han alterado la experiencia espacio-temporal de la sociedad. Todo ello resulta razonablemente familiar. Menos familiar resulta la revolución arquitectónica posibilitada por las mejoras en la calefacción que se hicieron siglos antes. Con la minería de carbón a gran escala a partir del Renacimiento, los habitantes de los climas más fríos descubrieron grandes y nuevos recursos de energía personal. Nuevos sistemas de calefacción permitieron la fabricación de vidrio, la ampliación de las salas de estar y la elevación de los techos. La casa burguesa del Renacimiento se convirtió a la vez en dormitorio, cocina, taller y punto de venta.
Una vez que se ve la vivienda como vestimenta y regulador térmico del grupo (o colectivo), puede comprenderse que los nuevos sistemas de calefacción causen cambios de índole espacial. El alumbrado, además, es casi tan decisivo como la calefacción como causa de dichos cambios en los espacios arquitectónicos y urbanos. Ésta es la razón por la que la historia del vidrio está tan estrechamente asociada a la de la vivienda. La historia del espejo es un capítulo clave de la historia de la vestimenta, de los modales y del sentido de uno mismo.
Recientemente, un imaginativo director de escuela en un barrio bajo dio a cada alumno una fotografía propia. Se instalaron grandes espejos en las aulas. El resultado fue un incremento espectacular del ritmo de aprendizaje. El niño de los barrios bajos suele disponer de muy poca orientación visual. No se ve a sí mismo llegando a ser algo. No contempla metas u objetivos alejados. Está profundamente implicado en su propio mundo del día a día y no consigue afianzar una cabeza de puente en el sentido vital altamente especializado del hombre visual. Hoy día, la difícil situación del niño barriobajero se está extendiendo cada vez más a toda la población mediante la imagen televisiva.
Como extensiones de la piel y de los mecanismos de control térmico, la ropa y la vivienda son medios de comunicación, sobre todo en el sentido de que configuran y reordenan los patrones de asociación y comunidad humanas. Las diversas técnicas de calefacción y alumbrado sólo parecen estar dando una flexibilidad y alcance nuevos a lo que es el principio básico de los medios de la ropa y la vivienda; es decir, la extensión de los mecanismos de termorregulación del organismo de modo que nos permita alcanzar cierto grado de equilibrio en un entorno cambiante.
La ingeniería moderna proporciona viviendas que van desde la cápsula espacial hasta paredes creadas por chorros de aire. Algunas empresas se especializan ahora en montar, en grandes edificios, tabiques y techos que pueden desplazarse a voluntad. Tal flexibilidad tiende naturalmente a lo orgánico. Una vez más, la sensibilidad humana parece estar en sintonía con las corrientes universales que convirtieron en buceador sin escafandra al hombre tribal.
El Ulises de James Joyce no es el único en atestiguar dicha tendencia. Unos estudios recientes de las iglesias góticas han destacado los objetivos orgánicos de los constructores. Los santos se tomaban muy en serio el cuerpo como vestimenta simbólica del espíritu y hasta en el más pequeño detalle consideraban a la Iglesia como un segundo cuerpo. Antes de que James Joyce ofreciera su detallada imagen de la metrópoli como segundo cuerpo, Baudelaire había atribuido, en Las flores del mal, un «diálogo» parecido a las distintas partes del cuerpo extendido hasta formar una metrópoli.
El alumbrado eléctrico proporcionó una flexibilidad orgánica desconocida en cualquier otra edad al complejo cultural de las extensiones del hombre en la vivienda y la ciudad. Si la fotografía en color ha creado «museos sin paredes», el alumbrado eléctrico ha creado, en mayor grado aún, un espacio sin muros y un día sin noche. Ya sea en la ciudad nocturna, la carretera nocturna o el partido de balón nocturno, el dibujar y el escribir con luz se han trasladado del dominio de la fotografía pictórica a los espacios dinámicos vivos creados por el alumbrado exterior.
Hasta hace no mucho tiempo, las ventanas con cristales eran un lujo inaudito. Con el control de la luz mediante el vidrio llegó además una forma de controlar la regularidad de la rutina casera y la dedicación asidua a las tareas artesanales y comerciales independientemente del frío o de la lluvia. El mundo quedó enmarcado. Con la luz eléctrica, no sólo podemos llevar a cabo las más delicadas operaciones sin preocuparnos del momento, del lugar o del tiempo, sino que podemos fotografiar a escala microscópica tan fácilmente como podemos penetrar en el mundo subterráneo de las minas y de los pintores rupestres. La iluminación como extensión de nuestros poderes ofrece el ejemplo más claro e idóneo de cómo estas extensiones modifican nuestra percepción. Si bien la gente tiene tendencia a dudar de si la rueda, la tipografía o el avión llegaron a cambiar de verdad nuestros hábitos de percepción sensorial, respecto a la iluminación eléctrica se esclarecen todas las dudas. En este campo, el medio es el mensaje, y con la luz encendida aparece un mundo sensorial que desaparece al apagarla.
«Pintar con luz» es una expresión de la jerga del mundillo de la electricidad escénica. Las aplicaciones de la luz en el mundo de la moción, bien sea en el coche, el cine o el microscopio, son tan diversos como los de la electricidad en el mundo del poder. La luz es información sin «contenido», así como el misil es un vehículo sin las adiciones de la rueda o de la carretera. Así como el misil es un sistema de transporte autónomo que consume no sólo su carburante sino también su propio motor, la luz es un sistema de comunicación autónomo en el que el medio es el mensaje.
El reciente desarrollo del rayo láser ha introducido nuevas posibilidades para la luz. El rayo láser es una amplificación de la luz mediante una radiación intensificada. La concentración de la energía radiante ha revelado algunas propiedades nuevas de la luz. Con el rayo láser, que espesa la luz, por decirlo así, la luz puede modularse para transportar información como ocurre con las ondas de radio. Pero, gracias a su mayor intensidad, un único rayo láser puede transportar tanta información como todas las emisoras de televisión y de radio de los Estados Unidos. Estos rayos están fuera del espectro de la visión y bien podrían tener un porvenir militar como agentes letales.
Desde el aire, el aparente caos de las zonas urbanas se manifiesta por la noche como un delicado bordado sobre un fondo de terciopelo negro. Gyorgy Kepes ha desarrollado estos efectos aéreos de la ciudad nocturna en la nueva forma artística del «paisaje atravesado por la luz» en vez de «iluminado por ella». Sus nuevos paisajes eléctricos presentan una congruencia completa con la imagen televisiva que, más que iluminada por la luz, existe a través de ella.
El pintor francés André Girard empezó a pintar directamente en una película antes de que se pusieran de moda las películas fotográficas. En esta fase temprana, era fácil especular respecto a «pintar con luz» y a la introducción del movimiento en el arte de la pintura. Girard dijo:
No me sorprendería que dentro de cincuenta años nadie prestase atención a cuadros cuyos temas permanecieran fijos en sus marcos siempre demasiado estrechos.
La llegada de la televisión volvió a inspirarlo:
Una vez, vi de repente, en una sala de control, el sensible ojo de la cámara presentándome, uno tras otro, los rostros, los paisajes, las expresiones de un gran cuadro mío en un orden que nunca se me había ocurrido. Me sentí como un compositor que escuchara una sinfonía suya con las escenas mezcladas en un orden distinto del que escribió. Era como ver un edificio desde un ascensor rápido que pasaría por el techo antes que por el sótano, y que se detuviera en algunos pisos y no en otros.
Desde entonces, Girard ha elaborado nuevas técnicas de control para pintar con luz en asociación con técnicos de la CBS y de la NBC. La relevancia de su obra respecto a la vivienda es que nos permite concebir posibilidades totalmente nuevas para la modulación arquitectónica y artística del espacio. La pintura con luz es una especie de vivienda sin paredes. La tecnología eléctrica, extendida a la tarea de proporcionar una regulación térmica global, hace resaltar la obsolescencia de la vivienda como extensión de los mecanismos corporales de control de la temperatura. También cabe pensar que la extensión eléctrica de los procesos de la conciencia colectiva, al propiciar una conciencia sin paredes, lleguen a dejar obsoletos los muros de los idiomas. Los idiomas son expresiones tartamudas de los cinco sentidos en proporciones y longitudes de ondas variables. Una simulación inmediata de la conciencia llegaría a obviar el habla mediante una especie de percepción extrasensorial masiva, del mismo modo que los termostatos globales podrían obviar esas extensiones de la piel y del cuerpo que llamamos casas. No sería difícil que se produjera, en los años sesenta, semejante extensión del proceso de la conciencia mediante simulación eléctrica.
Una idea central de la teoría psicoanalítica moderna es la relación entre el complejo del dinero y el cuerpo humano. Algunos psiquiatras hacen remontar el dinero al impulso infantil de jugar con las heces. Ferenczi, en particular, dice del dinero que no es «sino una porquería inodora y deshidratada que se ha abrillantado». En su concepción del dinero, Ferenczi elabora el concepto freudiano de «carácter y erotismo anales». Aunque esta idea de relacionar «el sucio lucro» con lo anal haya permanecido dentro de las líneas del psicoanálisis, no se corresponde lo bastante con la naturaleza y función del dinero en la sociedad como para proporcionar materia al presente capítulo.
En las culturas no alfabetizadas, el dinero empezó siendo una mercancía como las ballenas en Fiji; o las ratas en la isla de Pascua, que luego fueron consideradas manjar exquisito, que se valoraban como un lujo y se convirtieron así en instrumento de mediación o trueque. Cuando los españoles estaban asediando Leyden en 1574, se había acuñado una moneda de cuero; pero, a medida que aumentaban las penurias, los habitantes hirvieron la nueva moneda y se la comieron.
En las culturas alfabetizadas, las circunstancias bien podrían volver a introducir el dinero-mercancía. Los holandeses, tras la ocupación alemana durante la segunda guerra mundial, sentían un fuerte deseo de tabaco. Como había escasez, llegaron a vender objetos de gran valor, como joyas, instrumentos de precisión e incluso casas, por unos pocos cigarrillos. El Reader’s Digest relata un episodio de los primeros tiempos de la ocupación de Europa en 1945, y describe cómo servían de moneda las cajetillas de cigarrillos sin abrir, traduciendo la labor de un trabajador en la de otro mientras nadie rompiera el envoltorio.
El dinero siempre conserva algo de su carácter comunal y de mercancía. Al principio, apenas tiene relevancia su función de extender el dominio prensil de los individuos desde las materias primas y mercancías más cercanas hasta las más remotas. Los primeros aumentos de movilidad del comercio y del alcance son pequeños. Lo mismo sucede durante la aparición del habla en el niño. En los primeros meses, la comprensión es refleja, y la capacidad para emitir sonidos voluntariamente no surge hasta el final del primer año. El habla aparece junto con el desarrollo de la capacidad de soltar las cosas. Da el poder de la objetividad hacia el entorno que también es el poder de una gran movilidad del conocimiento del entorno. Así ocurre en el crecimiento de la idea de dinero como moneda en lugar de mercancía. La moneda es una forma de soltar las mercancías y materias básicas inmediatas que sirven de dinero en primer lugar, para extender el comercio a todo el complejo social. El comercio dinerario se basa en el principio de asir y soltar en ciclos alternos. Una mano retiene el artículo con el que tienta a la otra parte. La otra mano se extiende en un gesto de petición del objeto deseado a cambio. La primera mano suelta nada más tocar con la otra el segundo objeto, un poco como un trapecista que cambia de barra. De hecho, en Crowds and Power, Elías Canetti afirma que el comerciante se entretiene con el más antiguo pasatiempo: trepar a un árbol y columpiarse colgado de brazos o piernas. Los primitivos asimiento, cálculo y planificación de los grandes monos arborícolas, los ve como una traducción en términos financieros de uno de los más antiguos patrones de movimiento. Así como la mano, en las ramas de los árboles, aprendió una pauta de asimiento muy diferente del gesto de llevarse la comida a la boca, el comerciante y el financiero han desarrollado actividades abstractas que son extensiones del ávido trepar y de la movilidad de los grandes monos.
Como cualquier otro medio, el dinero es una materia prima, un recurso natural. Como forma externa y visible del apremio para cambiar e intercambiar, representa una imagen corporativa que depende de la sociedad en cuanto a su prestigio institucional. Salvo por la participación común, el dinero carece de sentido, como lo descubrió Robinson Crusoe al descubrir las monedas en los restos del naufragio:
Sonreí para mí al ver todo ese dinero. «Oh, droga», dije en voz alta, «¿de qué me vas a servir ahora? No vales nada para mí, ni siquiera el esfuerzo de recogerte: cualquiera de esas navajas vale más que todo tu montón. No tengo medio de utilizarte; quédate, pues, donde estás, y húndete como una criatura cuya vida no merece ser salvada.»
No obstante, pensándolo mejor, me lo llevé; y, tras haberlo envuelto en una tela, empecé a pensar en fabricar otra balsa[…].
El primitivo dinero mercancía, como las mágicas palabras de la sociedad no alfabetizada, puede convertirse en un gran generador de energía y a menudo ha sido motivo de una febril actividad económica. Los nativos de los Mares del Sur, entregados a dicha actividad, no persiguen una ventaja económica. Una furiosa dedicación a la producción puede dejar paso a una deliberada destrucción de los productos para lograr prestigio moral. No obstante, incluso en esas culturas del potlatch[23], el efecto de la moneda fue fomentar y acelerar las energías humanas de una manera que se había vuelto universal en el mundo antiguo gracias a la tecnología del alfabeto fonético. Como la escritura, el dinero tiene el poder de especializar y encauzar las energías humanas en funciones separadas, del mismo modo que traduce y reduce un tipo de laboren otro. Incluso en la edad electrónica, no ha perdido nada de este poder.
El potlatch es una práctica muy difundida, sobre todo donde son fáciles la recolección o producción de alimento. Por ejemplo, entre los pescadores de la Costa Noroeste y los cultivadores de arroz de Borneo se generan enormes excedentes que deben ser destruidos para evitar que aparezcan diferencias de clases que acabarían con el orden tribal tradicional. En Borneo, el viajero puede presenciar rituales en los que se dejan a la intemperie toneladas de arroz o se destruyen grandes construcciones artísticas levantadas con mucho esfuerzo.
En estas sociedades primitivas, si bien el dinero puede liberar frenéticas energías para conferir prestigio mágico a un trozo de cobre, poco puede comprar. Ricos y pobres viven necesariamente de un modo muy parecido. Hoy día, en la edad electrónica, el individuo más rico queda reducido a disfrutar de las mismas distracciones, e incluso de los mismos alimentos y vehículos, que el hombre común.
Naturalmente, el empleo de un bien como el dinero hace aumentar su producción. En la economía no especializada de la Virginia del siglo XVII, las elaboradas monedas europeas resultaban del todo prescindibles. Disponiendo de poco capital y deseosos de convertir la menor parte posible de dichos capitales en dinero, los virginianos llegaron en algunos casos a recurrir al dinero mercancía. La promulgación de un artículo de consumo, el tabaco por ejemplo, como medio de pago legal tenía el efecto de estimular su producción, del mismo modo que el establecimiento de las monedas metálicas fomentó la minería de los metales.
Como forma social, fácilmente asequible y portátil, de extender y amplificar el trabajo y las capacidades, el dinero perdió gran parte de su poder mágico con la llegada del dinero signo o de papel. Así como el discurso perdió su magia, primero ante la escritura y luego aún más ante la imprenta, cuando el dinero impreso sustituyó al oro, desapareció parte de su aura irresistible. En Erewhon (1872), Samuel Butler da indicaciones claras en su tratamiento del misterioso prestigio que confieren los metales preciosos. Su sátira del medio dinerario se debe a la presentación de la antigua actitud reverenciadora hacia el dinero en otro contexto social. El nuevo tipo abstracto de dinero impreso de la alta edad industrial no podía sostener la actitud antigua:
Ésta es la verdadera filantropía. Aquel que hace una fortuna colosal en el negocio del género de punto y que gracias a su dedicación logra una reducción de una milésima de penique por libra en el precio de los artículos de lana, ese hombre vale más que diez filántropos. Esas cosas causan tanta impresión a los erewhonianos que cualquiera que en un año gane más de veinte mil libras queda exento de todo impuesto y se lo considera como una obra de arte demasiado preciosa como para que se interfiera con ella. Dicen: «¡Cuánto debe de haber hecho por la sociedad para que la gente se sintiera empujada a darle tanto dinero!». Tanto les imponen estas magníficas organizaciones que las consideran un don del cielo.
«El dinero», dicen, «es el símbolo del deber; representa el sacramento de haber hecho por la humanidad lo que ésta quería. Puede que la humanidad no sea un buen juez, pero no hay ninguno mejor». Esto me chocó en un principio, cuando me acordé de que se afirmaba, con la mayor autoridad, que quienes tenían riquezas difícilmente podrían entrar en el reino de los cielos; pero la influencia de Erewhon había empezado a hacerme ver las cosas bajo una luz nueva y no podía evitar pensar que más difícil aún lo tendrían quienes carecían de riquezas.
En un pasaje anterior del libro, Butler ridiculiza la religión y moralidad de caja registradora del mundo industrial bajo la guisa de «bancos musicales», en los que los cajeros son clérigos. En el pasaje citado, ve el dinero como «el sacramento de haber hecho por la humanidad lo que ésta quería». Viene a decir que el dinero es «la señal externa y visible de una gracia interior invisible».
El dinero como medio o extensión social de un deseo y motivación interiores crea valores sociales y espirituales, como ocurre en las modas de ropa femenina. Un anuncio actual subraya este aspecto del atuendo como moneda (es decir, como sacramento social o señal externa y visible): «Lo importante en el mundo de la moda de hoy día es aparentar que uno lleva telas populares». La conformidad con esa moda confiere literalmente una vigencia[24] a un estilo o tejido creando a la vez un medio social que incrementa la riqueza y su posterior expresión. ¿Acaso ello no realza la forma en que se instituye el dinero, o cualquier otro medio, y se le confiere eficacia? Cuando los individuos se sienten incómodos con los valores sociales logrados con la uniformidad y la repetición, el hacer por la humanidad lo que ésta quiere puede considerarse como una señal del declive de la tecnología mecánica.
«El dinero habla» porque es una metáfora, una transferencia, un puente. Como las palabras y el lenguaje, el dinero es un almacén de trabajo, conocimientos y experiencia alcanzados en común. No obstante, el dinero también es una tecnología especializada como la escritura; y, como la escritura, intensifica el aspecto visual del discurso y del orden; y, así como el reloj separa visualmente el tiempo del espacio, el dinero diferencia el trabajo de las demás funciones sociales. Incluso hoy en día, el dinero es un lenguaje en que se traduce el trabajo del granjero en el trabajo del barbero, médico, ingeniero o fontanero. Como extensa metáfora social, puente o traductor, el dinero —como la escritura— acelera los intercambios y estrecha los lazos de interdependencia en cualquier comunidad. Como la escritura o el calendario, el dinero confiere a las organizaciones políticas una gran extensión y control en el espacio. Es acción a distancia, tanto en el espacio como en el tiempo. En una sociedad altamente alfabetizada y fragmentada «el tiempo es dinero» y el dinero, una acumulación del trabajo, tiempo y esfuerzos de terceras personas. En la Edad Media, la idea de fisco o «hacienda real» mantuvo relacionadas con el dinero las nociones de lengua (la lengua real) y las comunicaciones (las carreteras reales). Incluso antes de la imprenta, se consideraban muy naturalmente los medios de comunicación como extensiones de un único cuerpo. En una sociedad cada vez más alfabetizada, el dinero y el reloj asumieron un grado cada vez mayor de tensión visual o fragmentada. En la práctica, el uso que en Occidente hacemos del dinero, como almacén y traducción del trabajo y conocimientos comunes, ha dependido de una prolongada adecuación a la palabra escrita y de su poder para especializar, delegar y separar las funciones en una organización. Examinando la naturaleza y los usos del dinero en las sociedades no alfabetizadas, se comprenden mejor las maneras en que la escritura contribuye a instituir la moneda. La uniformidad de los bienes de consumo, junto con un sistema de precios fijos como el que ahora damos por supuesto, no serían posibles si la imprenta no hubiese preparado el terreno. Los países «atrasados» tardan mucho en lograr un «despegue) económico porque no emprenden el extensivo proceso tipográfico, con sus condicionamientos psicológicos en términos de uniformidad y repetición. En general, Occidente es muy poco consciente del modo en que el mundo de los precios y de la numeración es sostenido por la generalizada cultura visual de la alfabetización.
Las sociedades no alfabetizadas carecen de los recursos psíquicos para crear y mantener las enormes estructuras de información estadística que llamamos mercados y precios. Mucho más fácil resulta la organización de la producción que el inculcar a poblaciones enteras el hábito de traducir estadísticamente sus deseos, por decirlo así, mediante una estructura basada en los mecanismos de mercado de la oferta y la demanda y en una tecnología visual de los precios. No fue hasta el siglo XVIII que Occidente empezó a aceptar esta forma de extensión de su vida interior según las pautas estadísticas de los mercados. Tan extraños les parecieron dichos mecanismos a los pensadores de entonces que los llamaron «cálculo hedonista». Los precios parecían comparables, en términos de emociones y deseos, al vasto mundo del espacio, cuyas iniquidades ya se habían rendido ante el poder de traducción del cálculo diferencial. O, resumiendo, tan misteriosa pareció en el siglo XVIII la fragmentación de la vida interior por los precios como lo había parecido, un siglo antes, la diminuta fragmentación del espacio por el cálculo diferencial. La abstracción y la objetividad extremas que supone nuestro sistema de precios resultan del todo inconcebibles e imposibles de usar en la práctica a los pueblos que practican el emocionante drama del regateo en cada transacción.
Hoy día, cuando los nuevos vértices del poder se configuran por la instantánea interdependencia eléctrica de todos los individuos del planeta, está retrocediendo el factor visual en la organización social y en la experiencia personal, y el dinero deja cada vez más de ser una forma de almacenar o intercambiar trabajo y conocimientos. La automatización, que es electrónica, no representa tanto el trabajo físico como el saber programado. A medida que el trabajo es sustituido por el mero movimiento de información, el dinero como acumulación de trabajo se funde con el crédito y las tarjetas de crédito. De la moneda de metal al dinero de papel, y del dinero de papel a la tarjeta de crédito se da una progresión regular hacia el intercambio comercial en forma de movimiento de información. Esta tendencia hacia la información inclusiva coincide con el tipo de imagen que representan las tarjetas de crédito, y vuelve a acercarse al carácter del dinero tribal. La sociedad tribal, que ignora la especialización, o división, del trabajo y de las profesiones, tampoco especializa su moneda. Ésta puede ser comida, bebida o llevada, como las nuevas naves espaciales que ahora son diseñadas para ser comestibles. No obstante, no existe «el trabajo) en una sociedad no alfabetizada. El cazador o pescador primitivos no trabajan, como tampoco lo hacen el poeta, el pintor o el pensador de hoy en día. Cuando el individuo se implica del todo, no hay trabajo. El trabajo empieza con la división de las labores y la especialización de tareas y funciones en las comunidades sedentarias y agrícolas. En la edad del ordenador, volvemos a estar completamente involucrados en nuestras funciones. En la edad eléctrica, como en la tribu, «la labor del trabajo» consiste en la dedicación y el compromiso. En las sociedades no alfabetizadas, el dinero se relaciona muy simplemente con los demás órganos de la sociedad. Las funciones del dinero se amplían enormemente cuando éste empieza a fomentar la especialización y la división de las funciones sociales. De hecho, el dinero se convierte en el principal instrumento de interrelación entre las actividades cada vez más especializadas de las sociedades alfabetizadas. El poder de fragmentación del sentido de la vista, en cuanto que la capacidad de leer lo separa de los demás sentidos, es un hecho más fácil de identificar en la actual edad electrónica. Ahora, con los ordenadores y la programación eléctrica, los instrumentos para almacenar y trasladar información se vuelven cada vez menos visuales y mecánicos y cada vez más integrales y orgánicos. Así como no pueden visualizarse las velocidades de las partículas eléctricas, tampoco puede visualizarse el campo total generado por las formas eléctricas instantáneas. La instantaneidad crea interacciones entre el tiempo, el espacio y las actividades humanas, para las cuales resultan cada vez más inadecuadas las antiguas formas de intercambios dinerarios. El físico moderno que intentara valerse de modelos de percepción visuales para organizar los datos atómicos no se acercaría, ni de lejos, a la naturaleza de sus problemas. En la edad electrónica de información instantánea desaparecen tanto el tiempo (medido de forma visual y segmentaria) como el espacio (uniforme, pictóneo y cerrado). En la edad de la información instantánea, el individuo deja su trabajo especializado y fragmentado para asumir una función de recolector de información. Así como el primitivo cazador-recolector obraba en completo equilibrio con todo su entorno, el recolector de información del presente está volviendo al concepto inclusivo de «cultura». En este nuevo mundo nómada y «sin trabajo», nuestra cantera es el saber y la comprensión de los procesos creativos de la vida y de la sociedad.
Intercambiando un oído por un ojo con la tecnología de la escritura, el hombre ha dejado el cerrado mundo de la tribu por una «sociedad abierta». El alfabeto permitió sobre todo romper el círculo encantado y la magra resonante del mundo tribal. Más recientemente, merced a la palabra impresa y el paso de la moneda metálica a la de papel, se ha producido un similar proceso de cambio económico desde una sociedad cerrada a otra abierta, desde el mercantilismo y la protección económica del comercio nacional a los ideales de mercado libre de los librecambistas. Ahora, la tecnología eléctrica pone en entredicho el concepto mismo de dinero a medida que la nueva dinámica de interdependencia humana se traslada de los medios fragmentarios, como la imprenta, a medios inclusivos de comunicación de masas, como el telégrafo.
Puesto que todos los medios son extensiones nuestras, o traducción de varias partes de nosotros en diversos materiales, el estudio de un medio cualquiera nos ayuda a comprender todos los demás. El empleo primitivo, o no alfabetizado, del dinero resulta especialmente ilustrador, ya que expresa una fácil aceptación de productos esenciales como los medios de comunicación. El hombre que no conoce la escritura puede aceptar como dinero cualquier materia prima, en parte porque las materias primas de una sociedad son a la vez producto básico y medio de comunicación. En muchas culturas, el algodón, el trigo, el ganado, el tabaco, la madera, el pescado, las pieles y otros muchos productos han actuado como potentes factores de configuración de la vida comunitaria. Cuando alguna de estas materias primas se convierte en el vínculo social dominante, también sirve de acumulador de valor y de traductor, o cambista, de capacidades y tareas.
La clásica maldición de Midas. su poder de traducir en oro todo lo que tocara, se equipara, de algún modo, al carácter de cualquier medio, incluido el lenguaje. Este mito llama la atención hacia un aspecto mágico de todas las extensiones de los sentidos y del cuerpo humano, es decir, de todas las tecnologías. Todas ellas tienen el toque de Midas. Cuando una comunidad desarrolla alguna extensión suya, tiende a dejar que se modifiquen todas las demás funciones hasta acomodar dicha forma.
Como el dinero, el lenguaje obra como un almacén de percepción y como transmisor de las percepciones y experiencias de una persona, o generación, a otra. Además de traducir y almacenar la experiencia, el lenguaje la reduce y la distorsiona. Las ventajas de la aceleración del proceso de aprendizaje y de la posibilidad de transmitir los conocimientos a través del tiempo y del espacio superan con creces los inconvenientes de las codificaciones lingüísticas de la experiencia. En las ciencias y matemáticas modernas, son cada vez más numerosas las maneras no verbales de codificar la experiencia.
El dinero, que como el lenguaje es un almacén de trabajo y experiencia, también actúa como traductor y transmisor. Sobre todo desde que la palabra escrita ha hecho avanzar la separación de las funciones sociales, el dinero ha podido alejarse de su función de acumulador de trabajo. Ésta resulta obvia cuando se emplea como dinero una materia prima o un artículo de consumo como el ganado o las pieles. A medida que el dinero se va distanciando de su forma de mercancía y se va convirtiendo en agente especializado de intercambios (o traductor de valores), se mueve a velocidades y en volúmenes cada vez mayores.
Incluso recientemente, produjo confusiones la irrupción dramática del dinero de papel, o «dinero signo», como sustituto del dinero mercancía. De un modo muy parecido, la tecnología de Gutenberg creó una nueva y extensa república de las letras y dio lugar a mucha controversia en cuanto a los límites de los campos de la literatura y de la vida. El dinero signo, basado en la tecnología de la imprenta, creó nuevas y rápidas dimensiones de crédito incompatibles con la inerte masa del metal precioso y con el dinero mercancía. Y, sin embargo, todos los esfuerzos iban encaminados a que el nuevo y veloz dinero se comportara como los lentos transportes de metales preciosos. J. M. Keynes describe esta política en su Tratado sobre el dinero:
Finalmente, la larga edad del Dinero Mercancía ha dejado paso a la del Dinero Signo. El oro ha dejado de ser moneda, tesoro, reivindicación tangible de riqueza, cuyo valor no puede escurrirse, siempre que su posesor individual se aferre a la sustancia en sí. Se ha convertido en algo mucho más abstracto, un simple patrón de valor; y sólo conserva su categoría nominal porque de vez en cuando se lo pasan entre sí un pequeño grupo de Bancos Centrales, yen cantidades bastante modestas, cuando uno de ellos ha incurrido en inflación o deflación del dinero signo que administra en un grado no apropiado según el comportamiento de sus vecinos.
El dinero de papel, o dinero signo, alejándose de su antiguo papel de almacén de trabajo, se ha especializado en la función, igualmente antigua y básica, de transmisor y acelerador de cualquier tipo de trabajo en otro. Así como por un lado el alfabeto supuso una vital y drástica abstracción de la rica cultura jeroglífica de los egipcios, por otro también la redujo y la tradujo en el gran vértice cultural del mundo grecorromano. El alfabeto es un proceso unidireccional de reducción de las culturas no alfabetizadas a los fragmentos visuales especializados de nuestro mundo occidental. El dinero es un añadido a la tecnología especialista del alfabeto, que confiere una nueva intensidad incluso a la mecanizada repetibilidad de la tecnología de Gutenberg. Así como el alfabeto neutralizó las divergencias de las culturas primitivas con sólo traducir sus complejidades en sencillos términos visuales, en el siglo XIX, el dinero signo redujo los valores morales. Y, del mismo modo en que el papel propagó el poder del alfabeto hasta reducir a los bárbaros de cultura oral a la uniformidad y civilización romanas, el dinero de papel permitió a la industria occidental acaparar el mundo.
Un poco antes de la aparición del dinero de papel, el muy incrementado volumen de movimientos de información en las publicaciones y periódicos europeos creó la imagen y el concepto de crédito público. Tal imagen corporativa de crédito dependía, entonces como ahora de un veloz y comprehensivo movimiento de información que llevamos dos siglos dando por supuesto. Con dicha aparición del crédito público, el dinero asumió aún más intensamente la función de verter, de una cultura dada en otra, los almacenes de trabajo, tanto locales como nacionales. Una de las consecuencias inevitables de la aceleración de los movimientos de información y del poder transformador del dinero es la oportunidad de enriquecimiento para los que logran prever dicha transformación, por unas cuantas horas o años, según el caso. En la actualidad, estamos muy familiarizados con muchos casos de enriquecimiento debidos a un conocimiento anticipado de información sobre acciones, bonos o propiedad inmobiliaria. En el pasado, cuando la riqueza no quedaba tan obviamente relacionada con la información, una única clase social podía monopolizar la riqueza surgida de cambios tecnológicos fortuitos. En el estudio de uno de estos casos, «Shakespeare y las inflaciones de beneficios», Keynes explica que, puesto que los metales preciosos y la riqueza llegan primero a las clases dirigentes, éstas experimentan un repentino desahogo y euforia, una alegre liberación de las acostumbradas tensiones y ansiedades propias de la prosperidad, que a su vez inspiran nuevos ritmos triunfantes o exaltados estilos de pintura o poesía al hambriento artista en su buhardilla. Mientras los beneficios siguen muy por delante de las remuneraciones, las clases dirigentes retozan en un estilo que inspira las más grandes concepciones al alma del artista indigente. No obstante, cuando los beneficios y las remuneraciones se mantienen a una distancia razonable, esta alegría de la abundancia disminuye proporcionalmente y el arte no puede beneficiarse de la prosperidad.
Keynes descubrió la dinámica del dinero como medio. La verdadera tarea de un estudio de este medio en concreto es idéntica a la de un estudio de cualquier otro medio, es decir, en palabras de Keynes: «tratar el problema de forma dinámica, analizando los diferentes elementos implicados, de manera que salga a la luz el proceso causal mediante el cual queda determinado el nivel de los precios y el método de transición de una posición de equilibrio a otra».
En una palabra, el dinero no es un sistema cerrado y no tiene sentido por sí solo. Como traductor y amplificador, dispone de poderes excepcionales para sustituir un tipo de cosas por otro. Los estudiosos de la información han llegado a la conclusión de que el grado hasta el cual puede sustituirse un recurso por otro aumenta a medida que lo hace la información. Cuánto más sepamos, menos dependeremos de otros para la comida, los carburantes y las materias primas. Actualmente, pueden fabricarse ropas y muebles de muchos materiales muy distintos. El dinero, que durante muchos siglos fue el principal medio de intercambio y transmisor de información, ve cómo cada vez más se van transfiriendo estas funciones a la ciencia y a la automatización.
Hoy día, incluso las materias primas tienen una faceta de información. Existen en virtud de la cultura y conocimientos de alguna comunidad. No obstante, lo contrario también es cierto. Todos los medios, o extensiones del hombre, son recursos naturales que existen en virtud de los conocimientos y capacidades compartidos por una comunidad. Fue la conciencia de este aspecto del dinero la que tanto chocó a Robinson Crusoe cuando visitó los restos del naufragio, y dio como resultado que la meditación citada al principio de este capítulo.
Cuando hay mercancías y falta el dinero, debe darse algún tipo de trueque, o intercambio directo de un producto por otro. Sin embargo, cuando en una sociedad no alfabetizada se intercambian directamente las mercancías, es más fácil notar su tendencia a incluir la función de dinero. Se ha hecho algo de trabajo en la mercancía, aunque sólo fuera haberla traído de otro lugar. Entonces, por haber sufrido algún tratamiento, dicha mercancía almacena trabajo e información o conocimiento tecnológico. Cuando el artículo se intercambia por otro, ya está asumiendo la función del dinero como traductor, o reductor a un denominador común. Por otro lado, el denominador común (o traductor) permite a su vez ahorrar tiempo y ya es un acelerador. En este sentido, el tiempo es dinero y en esta operación resultaría muy difícil distinguir el aspecto que ahorra tiempo del que ahorra trabajo.
Hay un misterio acerca de los fenicios que, aun siendo ávidos comerciantes por mar, adoptaron la acuñación de monedas más tarde que los lidios, que comerciaban por tierra. Puede que el motivo atribuido a dicho retraso no resuelva el misterio fénicio, pero al menos llama la atención sobre un hecho básico del dinero como medio; se dice que los que practicaban el comercio con caravanas necesitaban un medio de pago ligero y portátil. Esta necesidad era menor para aquellos que, como los fenicios, comerciaban por mar. La portabilidad, como herramienta para acelerar y extender la distancia de acción efectiva, también queda notablemente ilustrada por el papiro. El alfabeto implicaba cosas claramente diferenciadas según se aplicase a la arcilla o la piedra o al ligero papiro. De las mejoras que resultaron en cuanto a velocidad y espacio surgió el Imperio Romano.
En la edad industrial, la medición cada vez más exacta del trabajo ha revelado que el ahorro de tiempo es uno de los aspectos clave en el ahorro de trabajo. Los medios del dinero, de la escritura y del reloj volvieron a converger en un todo orgánico que nos ha devuelto a una implicación total en el trabajo muy parecida a la del indígena en una sociedad primitiva y a la del artista en su estudio.
En una de sus facetas, el dinero proporciona una transición natural hacia los números, ya que su atesoramiento o acumulación tiene mucho en común con las multitudes. Además, resultan muy próximos los patrones psicológicos de la multitud y los relacionados con la acumulación de riqueza. Elías Canetti subraya que la dinámica básica de una multitud es un afán de crecimiento rápido e ilimitado. La misma dinámica de fuerzas es característica de las grandes concentraciones de riqueza o atesoramientos. De hecho, la unidad moderna de fortuna popularmente usada es el millón. Esta unidad conviene a casi cualquier tipo de moneda. Siempre asociada con el millón está la idea de que puede alcanzarse con una rápida pugna especulativa. Asimismo, Canetti explica que la ambición por ver crecer los números era algo típico en los discursos de Hitler. Las muchedumbres y los montones de dinero no sólo se esfuerzan por crecer, sino que, además, generan inquietud acerca de la posibilidad de una desintegración y deflación. Esta doble moción de expansión y deflación parece ser la causa de la inquietud de las muchedumbres y del malestar que acompaña a la riqueza. Canetti realiza un extenso análisis de los efectos psíquicos de la inflación en Alemania después de la primera guerra mundial. El desprecio por el ciudadano corrió parejo con la depreciación del marco alemán. Se produjo una pérdida de prestigio y de valía en la que se confundieron las unidades monetarias y las demográficas.
Escribiendo sobre Communícatíon in Afríca. Leonard Doob observa: «El turbante, la espada y ahora el despertador se llevan para indicar una categoría elevada». Probablemente pasará mucho tiempo antes de que los africanos miren el reloj para ser puntuales. Así como se produjo una gran revolución en las matemáticas cuando se descubrieron los números basados en la posición de sus dígitos (302 en lugar de 32), se dieron grandes cambios culturales en Occidente cuando se descubrió que el tiempo podía definirse como algo que se da entre dos puntos. De esta aplicación de unidades visuales, abstractas y uniformes, surgió nuestro sentir occidental del tiempo como duración. De la división del tiempo en unidades uniformes y visibles proviene nuestro sentido de la duración y nuestra impaciencia cuando no podemos aguantar la demora entre acontecimientos. Este sentido de la impaciencia, o del tiempo como duración, es desconocido en las culturas no alfabetizadas.
Así como el trabajo empezó con la división de las tareas, la duración empieza en la división del tiempo y, sobre todo, en las subdivisiones con que los relojes mecánicos imponen una sucesión uniforme del sentido temporal.
Desde el punto de vista tecnológico, el reloj es una máquina que produce segundos, minutos y horas uniformes de acuerdo con los patrones de la cadena de montaje. Tratado de esta manera uniforme, el tiempo queda separado de los ritmos de la experiencia humana. Resumiendo, el reloj mecánico ayuda a crear la imagen de un universo numéricamente cuantificado y mecánicamente propulsado. Fue en el mundo de los monasterios medievales, con su necesidad de normas y orden sincronizados, que el reloj emprendió su desarrollo moderno. Como hicieron las tecnologías de la escritura y de la imprenta, el tiempo medido, no con la unicidad de la experiencia individual, sino con unidades uniformes, fue impregnando progresivamente todos los aspectos de la vida sensorial, No sólo el trabajo, sino también el comer y el dormir llegaron a acomodarse al reloj en lugar de a las necesidades orgánicas. A medida que el patrón de medición arbitrario y uniforme del tiempo se difundió por la sociedad, hasta el vestir empezó a sufrir modificaciones anuales convenientes para la industria. A estas alturas, por supuesto, la medición mecánica del tiempo como principio de ciencia aplicada se unió a la imprenta ya la cadena de montaje como instrumentos de fragmentación uniforme de procesos.
El sentido temporal más integral y envolvente que pueda imaginarse es el que expresan las culturas china y japonesa. Hasta la llegada de los misioneros en el siglo XVII y la introducción de los relojes mecánicos, los chinos y los japoneses llevaban miles de años midiendo el tiempo con distintos grados de inciensos. Se indicaban simultáneamente, con una sucesión de perfumes cuidadosamente ordenados, no sólo las horas y los días, sino también las estaciones y los signos del zodíaco. El olfato, considerado durante mucho tiempo como la raíz de la memoria y la base unificadora de la individualidad, volvió a ocupar el primer plano en los experimentos de Wilder Penfield. Durante intervenciones de neurocirugía, el sondeo eléctrico del tejido cerebral despierta muchos recuerdos a los pacientes. Dichas evocaciones están dominadas y unificadas por olores y perfumes únicos que estructuran las experiencias pasadas. El olfato no sólo es el sentido humano más sutil y delicado, sino además el más iconice en el sentido de que, más que cualquier otro sentido, implica todo el sensorio humano. No debería sorprendernos, por lo tanto, que las sociedades altamente alfabetizadas tomen medidas para reducir, o eliminar, los olores del ambiente. El olor corporal, firma y declaración únicas de la individualidad humana, es una palabra fea en las sociedades alfabetizadas. Resulta demasiado implicatoria para nuestros hábitos de objetividad y de atención especializada. Las sociedades que medían los olores del tiempo tendían a ser tan cohesivas y profundamente unificadas como para resistir a todos los cambios.
Lewis Murnford ha sugerido que el reloj apareció antes que la imprenta para influir en la mecanización de la sociedad. Pero Mumford no tiene en cuenta que fue el alfabeto fonético, como tecnología, el que posibilitó la fragmentación uniforme y visual del tiempo. De hecho, Mumford no es consciente de que el alfabeto es la fuente del mecanismo occidental, y tampoco lo es de la mecanización, como traductora de los modos audio-táctiles en valores visuales. Nuestra nueva tecnología eléctrica es orgánica y no numérica en sus tendencias porque extiende, no nuestros ojos, sino nuestro sistema nervioso central como un revestimiento de todo el planeta. En el espacio-tiempo del mundo de la tecnología eléctrica, el antiguo tiempo mecánico empieza a resultar inaguantable, aunque sólo sea por ser uniforme.
Los estudios de lingüística moderna son más estructurales que literarios, y deben mucho a las capacidades de traducción de los ordenadores. En cuanto se examina un lenguaje entero como un sistema unificado, aparecen extrañas bolsas. Mirando el ámbito de uso del inglés, Martin Joos ha determinado ingeniosamente «cinco relojes de estilos», o cinco diferentes zonas y climas culturales independientes. Pero sólo una de estas zonas es área de responsabilidad. Es la zona de la homogeneidad y de la uniformidad donde se adoptaron las normas de Gutenberg guisándolas con tinta. Es la zona-estilo del inglés estándar, en la que rige la hora central estándar, y sus moradores, por decirlo así, pueden hacer gala de diversos grados de puntualidad.
En The Silent Language. Edward T. Hall describe cómo «habla el tiempo: acentos norteamericanos» contrastando nuestro sentido del tiempo con el de los indios hopi. Para ellos, el tiempo no es una sucesión uniforme, o duración, sino un pluralismo de varias clases de cosas que coexisten. «Es lo que sucede cuando madura el maíz o crece el cordero. […] Es el proceso natural que ocurre cuando la sustancia vital interpreta la obra de la vida». Por lo tanto, para ellos, existen tantos tipos de tiempo como formas de vida. Éste es también el sentido del tiempo que tienen los físicos y científicos modernos. Han dejado ya de intentar que los acontecimientos quepan en el tiempo y piensan que éstos crean su propio tiempo y espacio. Además, ahora que vivimos eléctricamente en un mundo instantáneo, el tiempo y el espacio se compenetran mutuamente en un mundo espacio-temporal. Del mismo modo, desde Cézanne, el pintor ha recuperado la imagen plástica por la que todos los sentidos coexisten en un patrón unificado. Todo objeto, o conjunto de objetos, genera su propio espacio en virtud de las relaciones que establece, visual o musicalmente, con los otros. Cuando volvió a darse esta toma de conciencia en el mundo occidental, fue denunciada como la fusión de todas las cosas en un flujo. Ahora podemos darnos cuenta de que esta ansiedad no era sino una respuesta natural, literaria y visual, a la nueva tecnología no visual.
J. Z. Young explica, en Doubt and Certainty in Science, que la electricidad no es algo conducido o contenido en nada, sino algo que sucede cuando dos o más cuerpos se encuentran en determinada posición. Nuestros idiomas, derivados de la tecnología fonética, no pueden enfrentarse a esta nueva visión del saber. Seguimos hablando del «fluir» de la corriente eléctrica o de una «descarga» de energía eléctrica como del disparo lineal de los fusiles. Como en la magia estética del poder del pintor, «la electricidad es la condición que se observa cuando se dan determinadas relaciones espaciales entre las cosas», El pintor aprende a ajustar las relaciones entre ellas para liberar una nueva percepción; los químicos y físicos descubren cómo otras relaciones liberan otros tipos de energía. En la edad eléctrica, encontramos cada vez menos buenas razones para imponer un mismo conjunto de relaciones a todos los objetos o conjuntos de objetos. Sin embargo, en la Antigüedad, la única forma de obtener energía era hacer que mil esclavos actuasen conjuntamente. En la Edad Media, el reloj comunal extendido por medio de la campana permitió una elevada coordinación de las energías de comunidades pequeñas. En el Renacimiento, el reloj se unió a la respetabilidad uniforme de la nueva tipografía y extendió el poder de la organización social hasta una escala casi nacional. Y, al llegar el siglo XIX, ya había aportado una tecnología de cohesión, inseparable de la industria y del transporte, que permitió que metrópolis enteras actuaran como autómatas. Ahora, en la edad eléctrica de poder y de información descentralizados, empezamos a hundirnos bajo la uniformidad del tiempo del reloj. En la presente edad espacio-temporal, buscamos más la multiplicidad de ritmos que su repetitividad. Ésta es la diferencia entre el ballet y un desfile militar.
Un enfoque necesario para comprender los medios y la tecnología consiste en darse cuenta de que, cuando se produce un nuevo embrujo de un truco, o de una extensión de nuestro cuerpo, sobreviene una narcosis o entumecimiento del área recién amplificada. No se formularon quejas contra los relojes hasta la edad eléctrica, cuando su tipo de tiempo mecánico resultó del todo incongruente. En nuestro siglo eléctrico, las ciudades ordenadas según el tiempo mecánico empezaron a parecerse a aglomeraciones de sonámbulos o muertos vivientes, con las que nos han familiarizado los primeros capítulos del The Waste Land de T. S. Eliot. En un planeta que los nuevos medios han reducido al tamaño de aldea, las ciudades empiezan a resultar curiosas y extrañas, como formas arcaicas ya recubiertas con los nuevos patrones culturales. No obstante, cuando los relojes mecánicos recibieron una nueva y gran fuerza de la escritura mecánica, como primero se llamó a la imprenta, la respuesta al nuevo sentido del tiempo resultó muy ambigua e incluso burlona. Los sonetos de Shakespeare están repletos de los temas gemelos de la inmortalidad de la fama conferida por el motor de la imprenta y de la mezquina futilidad de la existencia diaria, medida con el reloj:
Cuando miro el reloj que indica la hora,
y veo que el valiente día se ha hundido en la odiosa noche […]
sobre tu belleza me pregunto
si ha de desaparecer en la devastación del tiempo.
(Soneto X)
Para expresar la desintegración del mundo de Macbeth, Shakespeare relaciona las tecnologías gemelas de la imprenta y del tiempo mecánico en el conocido soliloquio:
Mañana, mañana y mañana,
día a día llegan solapadamente, a este paso mezquino,
hasta la última sílaba del tiempo registrado.
El tiempo, desmenuzado en trozos sucesivos y uniformes por el reloj y la imprenta, se convirtió en un tema principal de la neurosis renacentista, inseparable del nuevo culto a las mediciones precisas en las ciencias. En el Soneto LX, Shakespeare ubica el tiempo mecánico al principio, y el nuevo motor de inmortalidad (la imprenta), al final:
Como olas que avanzan hasta la pedregosa orilla
se precipitan nuestros minutos hacia su fin,
sustituyendo a la que la precede,
en semejante labor, todas compiten […].
Aun así, en tiempos por venir, mis versos perdurarán
loando tu valía, a pesar de la cruel aguja.
El poema de John Donne, «La salida del sol», explota el contraste entre el tiempo de la aristocracia y el de la burguesía. El rasgo que mejor caricaturizaba a la burguesía del siglo XIX era su puntualidad, su pedante devoción al tiempo mecánico y al orden secuencial. A medida que el espacio-tiempo de la nueva tecnología eléctrica anegaba las puertas de la conciencia, todas las observancias mecánicas iban resultando de mal gusto e incluso ridículas. Donne tenía el mismo sentido irónico de la irrelevancia del tiempo del reloj, pero hacía ver que, en el reino del amor, hasta los grandes ciclos cósmicos del tiempo no son sino facetas menores del reloj:
Viejo tonto ajetreado, travieso Sol,
¿por qué, de esta guisa,
atravesando ventanas y cortinajes, nos llamas?
¿Tienen tus movimientos que regir las estaciones de los amantes?
Pedante desgraciado e insolente, ve a reprender
a escolares tardones y aprendices amargados,
corre a decir a los Cazadores de la corte que Su Majestad montará,
convoca las hormigas del campo a cosechar despachos.
El amor, no obstante, no conoce estaciones, ni climas,
ni horas, días, ni meses, que son los andrajos del tiempo.
Gran parte de la popularidad de Donne en el siglo XX se debe a que retó a la autoridad de la nueva edad de Gutenberg a que le atribuyera los estigmas de la tipografía repetitiva y uniforme y los motivos de la precisa medida visual. De un modo parecido, el poema «A su remilgada amante», de Andrew Marvell, rezuma desprecio hacia el nuevo espíritu de medición y cómputo del tiempo y de la virtud:
De tener mundo y tiempo suficientes,
estos remilgos, dama mía, no serían crimen alguno;
nos sentaríamos a pensar de qué manera
andar y pasar nuestros largos días de amor…
Cien años dedicaríamos a alabar
tus ojos y a contemplar tu frente;
doscientos, para adorar cada pecho tuyo,
reservando treinta mil años a todo lo demás;
una edad, por lo menos, para cada parte,
quedando la última para revelar tu corazón;
porque, dama mía, te mereces tanta sazón,
y yo no podría amar a un ritmo inferior.
Marvell mezcla el cambio y las alabanzas, de acuerdo con las fragmentadas perspectivas, entonces convencionales y de moda, de su amada. Sustituye el taquillero enfoque de la realidad de ella con otra estructura temporal y con otro modelo de percepción. No difiere mucho del «Miren este cuadro y todo eso» de Hamlet. En lugar de una tranquila traducción burguesa del códice amoroso medieval en el lenguaje de la nueva clase media de comerciantes, ¿por qué no una pirueta a lo Byron hasta la otra orilla del amor ideal?
Pero, detrás de mí, oigo siempre
el carro alado del Tiempo, afanándose cerca;
más allá, se extienden ante todos nosotros
desiertos de inmensa eternidad.
Ésta es la nueva perspectiva lineal con la que Gutenberg penetró en la pintura pero que no irrumpió en el universo verbal hasta el Lost Paradise de Milton. Incluso la lengua escrita resistió durante dos siglos al orden visual abstracto de la sucesión lineal y del punto de fuga. No obstante, la edad que vino después de Marvell se decantó por la poesía panorámica y la subordinación del lenguaje a los efectos visuales especiales.
Pero Marvell concluye su estrategia invertida de conquista del tiempo burgués del reloj con la observación:
Así, aunque no podamos detener nuestro sol,
sí podemos hacer que corra.
Sugiere que él y su bien amada se transformen en una bala de cañón y se disparen al sol para hacerlo correr. Según parece, podría derrotarse el tiempo con la inversión de sus características, si sólo se lo pudiera acelerar un poco. La experiencia de este hecho tuvo que esperar hasta la edad electrónica, que descubrió que las velocidades instantáneas suprimen el tiempo y el espacio y devuelven al hombre a una conciencia integral y primitiva.
Hoy en día, bajo el empuje de velocidades cada vez mayores, no sólo el reloj, sino incluso la misma rueda, se están volviendo obsoletos y se retraen en una forma animal. En el poema anterior, resultaba del todo sensata la intuición de Andrew Marvell de que se podía vencer el tiempo del reloj con la velocidad. Hoy en día, en condiciones de velocidades eléctricas, lo mecánico empieza a ceder ante la unidad orgánica. Ahora, el hombre puede mirar atrás y contemplar dos o tres mil años de diversos grados de mecanización con plena conciencia de lo mecánico como interludio entre dos grandes períodos orgánicos de la cultura. En 1911, el escultor italiano Boccioni dijo: «Somos los primitivos de una cultura desconocida». Medio siglo más tarde, sabemos algo más de la nueva cultura de la edad electrónica, ya que el saber ha disipado el misterio que envolvía la máquina.
Comparada con la mera herramienta, la máquina es una extensión o exteriorización de un proceso. La herramienta extiende el puño, las uñas, los dientes, los brazos; la rueda extiende los pies en rotación o movimiento secuencial. La imprenta, primera mecanización completa de una artesanía, descompone el movimiento de la mano en una serie de pasos discretos, tan aptos para la repetición como la rueda para la rotación. De dicha secuencia analítica surgió el principio de la cadena de montaje, que ha quedado obsoleta en la edad eléctrica, ya que la sincronización ha dejado de ser secuencial. Con cintas eléctricas, la sincronización de un número indefinido de actos puede ser simultánea. Así ha llegado a su fin el principio mecánico del análisis en serie. Hasta la rueda, en principio, ha llegado a su fin, aunque las capas mecánicas de nuestra cultura todavía la arrastren como parte de una inercia acumulada, de una configuración arcaica.
El reloj moderno, mecánico en principio, encarnaba la rueda; y ha dejado de tener sus antiguos significados y funciones. La pluralidad de los tiempos sucede a la uniformidad del tiempo. Hoy nada es más fácil que cenar en Nueva York y tener indigestión en París. Todos los días, unos viajeros tienen la experiencia de pasar en un momento de una cultura que todavía está en 3000 a. C. a otra del siglo XX. La mayor parte de la vida norteamericana, en sus apariencias, sigue líneas decimonónicas. Nuestra experiencia interior, que cada vez más se va diferenciando de las pautas mecánicas, es eléctrica, inclusiva y mítica en sus modos. El modo mítico, o icóniro, de conciencia está sustituyendo el punto de vista por lo polifacético.
Los historiadores reconocen el papel básico que, en la vida monástica, desempeñó el reloj para sincronizar las tareas humanas. Salvo en comunidades muy alfabetizadas, era impensable la aceptación de semejante fragmentación de la vida en minutos y horas. Tanto en los primeros siglos de la era cristiana como hoy en día, la predisposición para someter el organismo humano al ajeno modo del tiempo mecánico dependía de la alfabetización. Para que el reloj se impusiera, tenía que haber una aceptación previa de la presión visual inseparable de la escritura fonética. De por sí, la alfabetización es un ascetismo abstracto que prepara el terreno para inacabables patrones de escasez en la comunidad humana. Con la alfabetización universal, el tiempo puede asumir el carácter de espacio cerrado, o pictórico, que puede dividirse una y otra vez. O llenarse. «Mi agenda está llena». Y también puede dejarse vacío: «Tengo una semana libre el mes que viene». Y, como ha demostrado Sebastian de Grazia en Of Time, Work and Leisure, todo el tiempo libre del mundo no es ocio, porque el ocio no admite la división de las tareas de la que surge el «trabajo», ni las divisiones del tiempo que crean el «tiempo completo» y el «tiempo libre». El ocio excluye el tiempo como contenedor. Una vez que el tiempo queda mecánica o visualmente cerrado, dividido y llenado, puede emplearse con mayor eficiencia. Como expone Parkinson en la famosa «ley de Parkinson», el tiempo puede convertirse en un dispositivo para ahorrar trabajo.
Quien estudie la historia del reloj descubrirá que, con la invención del reloj mecánico, entró en vigor un principio totalmente nuevo. Los primeros relojes mecánicos conservaban el antiguo principio de acción continua de la fuerza motriz, como la clepsidra o el molino de agua. Fue alrededor de 1300 que se dio el paso de interrumpir momentáneamente el movimiento rotatorio con un eje y un volante. Dicho mecanismo se llamó «escape» y permitía traducir literalmente la fuerza continua de la rueda en el principio visual de sucesión uniforme aunque segmentada. El escape introdujo la acción recíproca de inversión de las agujas al girar un eje en un sentido u otro. La reunión, en el reloj mecánico, de esta antigua extensión del movimiento de la mano con la rotación hacia adelante de la rueda, era, de hecho, la traducción de las manos en pies y de éstos en manos. Tal vez no podía encontrarse más dificultosa extensión tecnológica de apéndices corporales en interrelación. Se separó, pues, la fuente de energía del reloj de sus manos, o fuente de información, mediante una traducción de tecnología. Así, el escape, como traducción del espacio de la rueda en espacio visual y uniforme, es una anticipación directa del cálculo infinitesimal que traduce cualquier tipo de espacio o movimiento en uno uniforme, continuo y visual.
Parkinson, desde su posición en la divisoria entre los empleos mecánico y eléctrico del tiempo y del espacio, puede ofrecernos un verdadero espectáculo guiñando ahora un ojo, ahora el otro, a los retratos del tiempo y del trabajo. Las culturas que, como la nuestra, están detenidas en el punto de transformación generan una gran abundancia de conciencia tanto cómica como trágica. Fue la mayor interacción de diversas formas de percepción y experiencia lo que dio su grandeza a las culturas de los siglos V a. C., XVI y XX. Pero muy pocos fueron los que llevaron una vida feliz durante estos períodos intensos, en los que todo lo que pueda asegurar cierta familiaridad y seguridad desaparece para ser configurado de nuevo en el plazo de unas pocas décadas.
No fue el reloj, sino la alfabetización respaldada por él, la que creó un tiempo abstracto y empujó al hombre a comer, no cuando tenía hambre, sino cuando era «la hora de comer». Lewis Mumford hace una observación reveladora cuando dice que el abstracto y mecánico sentido temporal del Renacimiento hizo que la gente pudiera vivir en el pasado clásico y separarse de su propio presente. Una vez más, la imprenta fue lo que posibilitó la recreación del pasado clásico mediante la producción en masa de su literatura y textos. El establecimiento de un patrón temporal abstracto y mecánico pronto se extendió a la modificación periódica de los estilos de vestir, del mismo modo que hoy en día la producción en masa se extiende a la publicación periódica de diarios y revistas. Hoy damos por sentado que el trabajo de la revista Vogue, que consiste en modificar los estilos de vestimenta, también forma parte de todo el proceso en virtud del cual se la publica. Cuando un objeto es actual, crea actualidad; la moda genera riqueza moviendo textiles y haciéndolos más actuales. Este proceso, ya lo hemos visto en acción en el capítulo «El dinero». Los relojes son medios mecánicos que transforman las tareas y crean trabajo y riqueza acelerando el ritmo de la asociación humana. Al coordinar y acelerar los encuentros y las idas y venidas del hombre, los relojes incrementan la cantidad total de intercambios humanos.
Por lo tanto, no es incongruente la asociación de Mumford «del reloj, de la imprenta y del alto horno» como mayores innovaciones del Renacimiento. El reloj, tanto como el alto horno, aceleró la fusión de los metales y la aparición de una suave conformidad en los contornos de la vida social. Ya mucho antes de la revolución industrial de finales del siglo XVIII, la gente se quejaba de que la sociedad se había convertido en una «máquina prosista» que los precipitaba por la vida a un ritmo vertiginoso.
El reloj arrancó al hombre del mundo de los ritmos estacionales y de la recurrencia, con la misma eficacia que el alfabeto lo había liberado de los ecos mágicos de la palabra hablada y de la trampa tribal. Esta traslación dual del individuo fuera del alcance de la Naturaleza y de la influencia de la tribu no sucedió sin penalidades. Pero, en condiciones eléctricas, la vuelta a la Naturaleza y el regreso a la tribu resultan, fatalmente, muy sencillos. Tenemos que desconfiar de aquellos que anuncian programas para devolver al hombre al estadio y lengua originales de la especie. Estos cruzados nunca han examinado el papel de los medios y de la tecnología en la traslación del hombre de una dimensión a otra. Se parecen al jefe africano sonámbulo que llevaba un despertador atado a la espalda.
En su obra Lo sagrado y lo profano, Mircea Eliade, profesor de religión comparada, no tiene en cuenta que un universo «sagrado» es un universo dominado por la palabra hablada y por medios orales. Por otra parte, un universo «profano» es aquel en que prevalece el sentido de la vista. El reloj y el alfabeto, al desmenuzar el universo en segmentos visuales, acabaron con la música de la interrelación. Lo visual despoja el universo de su carácter sagrado y produce «al individuo irreligioso de las sociedades modernas».
No obstante, históricamente, Eliade resulta de gran ayuda por recordamos de nuevo que, antes del reloj y de la ciudad puntual, hubo un hombre tribal y un tiempo sagrado de la cosmogonía en sí. Cuando el hombre tribal quería construir una casa, o una ciudad, o curar una enfermedad, daba cuerda al reloj cósmico mediante un elaborado ritual de representación o recitación del proceso original de creación del mundo. Eliade menciona que en las islas Fiji. «la ceremonia de investidura de un nuevo jefe se denomina "creación del mundo"». El mismo drama se representa para favorecer el crecimiento de los cultivos. Mientras que el hombre moderno se siente impelido a ser puntual y conservador respecto al tiempo, el hombre tribal asumía la responsabilidad de abastecer de energía el reloj cósmico. Pero del hombre eléctrico, o ecológico (hombre del campo total), cabe esperar que supere la antigua preocupación cósmica de la tribu por el África interior.
El primitivo vivía en una máquina cósmica mucho más tiránica que cualquiera que haya inventado el alfabetizado occidental. El mundo del oído es mucho más inclusivo y abarca mucho más que el del ojo. El oído es hipersensible. El ojo es frío y objetivo. El oído entrega al hombre al pánico universal mientras que el ojo, extendido por la escritura y el tiempo mecánicos, deja huecos e islas exentos de presión y reverberación acústicas.
El arte de hacer declaraciones gráficas en una forma precisa que puede repetirse es algo que Occidente da por supuesto desde hace mucho tiempo. Aunque suele pasarse por alto el hecho de que, de no ser por las copias impresas, los planos, los mapas y la geometría, el mundo científico y tecnológico moderno difícilmente podría existir.
En los tiempos de Fernando e Isabel y de otros monarcas marítimos, los mapas eran de alto secreto, como lo son hoy en día los nuevos hallazgos electrónicos. Cuando los capitanes volvían de sus viajes, los funcionarios de la corona no escatimaban esfuerzos para hacerse con las cartas, originales y copias, hechas durante la travesía. El resultado fue un lucrativo mercado negro en el que se vendían las cartas secretas. Estas cartas no tenían nada que ver con las de diseño más reciente, y se parecían más a diarios de toda clase de vivencias y aventuras. Los cartógrafos medievales aún no conocían la percepción del espacio como algo uniforme y continuo, y sus trabajos se parecían al arte moderno no objetivo. El choque con el nuevo espacio del Renacimiento todavía lo experimentan hoy en día los nativos que lo encuentran por primera vez. En su autobiografía, I Was a Savage (Fui un salvaje), el príncipe Modupe cuenta cómo aprendió a leer mapas en la escuela y que una vez regresó a su poblado con el mapa de un río que su padre había recorrido durante años, dedicándose al comercio:
[…] a mi padre, la idea en sí le parecía absurda. Se negaba a identificar el río que había cruzado en Bomako, donde, según dijo, no era más profundo que la altura de un hombre, con las aguas ampliamente dispersas del enorme delta del Níger. Para él, las distancias medidas en millas carecían de sentido.[…] Los mapas son mentiras, me dijo brevemente. Por su tono de voz, supe que lo había ofendido de una manera que entonces me era desconocida. Las cosas que pueden herirte no se ven en los mapas. La verdad de un lugar son las alegrías y dolores que te procura. Me aconsejó que no me fiara de algo tan poco adecuado como los mapas.[…] Aunque entonces no lo entendía, ahora me doy cuenta de que mi fácil y frívolo seguimiento en el mapa de asombrosas distancias empequeñecía los viajes que él había medido con sus cansados pies. Con mis discursos sobre los mapas, había borrado la magnitud de sus caminatas bajo el sol, con las mercancías a cuestas.
Todas las palabras del mundo no bastarían para describir un objeto como un cubo de agua, aunque sí puede explicarse en unas pocas palabras cómo hacer uno. Esta insuficiencia de las palabras para transmitir información visual sobre los objetos supuso un verdadero obstáculo para las ciencias griegas y romanas. Plinio el Viejo señaló la incapacidad de los botánicos griegos y latinos para encontrar una manera de transmitir información sobre plantas y flores:
Por eso, otros escritores se han limitado a la descripción verbal de las plantas; de hecho, algunos ni siquiera las han descrito, sino que se han contentado con una simple recitación de sus nombres…
Una vez más, nos vemos enfrentados aquí a la función básica de los medios que es la de almacenar y expedir información. En resumen, almacenar supone expedir, ya que lo almacenado es más fácilmente accesible que lo que está por reunir todavía. El hecho de que la información visual sobre flores y plantas no pueda almacenarse verbalmente apunta al hecho de que, en el mundo occidental, las ciencias llevan muchísimo tiempo dependiendo del factor visual. No debería resultar sorprendente por parte de una cultura alfabetizada basada en la tecnología del alfabeto, una cultura que reduce al modo visual hasta el lenguaje hablado. Como la electricidad ha creado múltiples formas no visuales de almacenar y recuperar información, se han modificado la base y el carácter no sólo de la cultura, sino también de las ciencias. Ni el pedagogo ni el filósofo precisan un conocimiento exacto de lo que esta modificación supone para el saber y los procesos mentales.
Mucho antes del desarrollo de la imprenta con tipo móvil por Gutenberg, ya se imprimía en papel con bloques de madera tallados. La forma tal vez más popular de este tipo de impresión con bloques de texto e imágenes debió de ser la Biblia Pauperum, o Biblia de los Pobres. En este sentido, los impresores con bloques tallados precedieron a los impresores tipográficos, aunque resulta difícil determinar por cuánto tiempo, ya que aquellas baratas y populares obras impresas, despreciadas por la gente culta, no se preservaban, como tampoco se preservan hoy día los libros de historietas. Aquí también, con las impresiones anteriores a Gutenberg, rige la gran ley de la bibliografía: «Cuantos más había, menos quedan». Además del material impreso, esta ley tiene vigencia para muchos artículos, desde el sello de correo hasta los primeros receptores de radio.
El hombre medieval y el renacentista apenas llegaron a conocer la separación y especialización entre artes que posteriormente se desarrollada. Los manuscritos y los primeros libros impresos se leían en voz alta, y la poesía se cantaba o se recitaba. La oratoria, la música, la literatura y el dibujo estaban estrechamente relacionados. Pero, sobre todo, el mundo del manuscrito iluminado era uno en el que incluso la letra recibía una presión visual hasta un grado casi escultórico. En un estudio del arte de Andrea Mantegna, el iluminador de manuscritos, Millard Meiss menciona que, en medio de los motivos florales de los márgenes, sus letras «se erigen como monumentos de piedra, estables y preciosamente recortadas. […] Calzadas de forma palpable y con peso, destacan orgullosamente sobre el fondo coloreado, en el cual a menudo proyectan una sombra».
Esta percepción de las letras como iconos grabados ha vuelto a manifestarse hoy en día en las artes gráficas y la exhibición publicitaria. El lector seguramente se habrá encontrado ya con la sensación de un cambio por venir en el soneto de Rimbaud sobre las vocales o en algunos cuadros de Braque. Pero el ordinario estilo de los titulares de periódicos tiende a empujar las letras hacia la forma icónica, muy próxima a la resonancia auditiva y a las cualidades táctil y escultural.
Puede que ni reparemos ya, por su presencia tan obvia y desenfadada, en la calidad suprema de la imprenta: el hecho de que es sencillamente una declaración pictórica que puede repetirse, precisa e indefinidamente, al menos mientras aguante la superficie de impresión. La repetitividad es la esencia del principio mecánico que ha dominado nuestro mundo, sobre todo desde la tecnología de Gutenberg. El mensaje de la imprenta y de la tipografía es, en primer lugar, su repetitividad. Con la tipografía, el principio del tipo móvil introdujo la posibilidad de mecanizar cualquier artesanía mediante el proceso de fragmentación y segmentación de una actividad integral. Lo que empezó con el alfabeto como una separación de los múltiples gestos, vistas y sonidos de la palabra hablada ha alcanzado una intensidad nueva, primero con los bloques de madera tallados y, luego, con la tipografía. El alfabeto confirió la supremacía al componente visual de la palabra al reducir a esta forma todos los demás hechos sensoriales de la palabra hablada. Ello contribuye a explicar por qué fueron acogidos tan ansiosamente los bloques de madera tallados, e incluso la fotografía, en un mundo alfabetizado. Estas formas proporcionan un mundo de gestos inclusivos y posturas dramáticas que necesariamente es dejado de lado en la palabra escrita.
La imprenta se aprovechó muy pronto como medio de impartir información y como incentivo a la piedad y a la meditación. En 1472, se imprimió, en Verona, la obra de Volturius El arte de La guerra con muchos grabados en madera de maquinaria militar. El empleo masivo de bloques de madera tallados como ayuda a la contemplación en Libros de Horas, Armoriales y Calendarios agrícolas prosiguió durante más de doscientos años.
Conviene tener en cuenta que las antiguas impresiones y los grabados de madera, como los modernos libros y tiras de historieta, proporcionan muy pocos datos referidos a un momento concreto o a los aspectos espaciales de algún objeto. El lector o espectador tiene que participar en la compleción e interpretación de las escasas pistas proporcionadas por las líneas divisorias. No difiere mucho del grabado en madera y del dibujo humorístico el carácter de la imagen de televisión, con su bajísimo contenido en información sobre los objetos y la elevada participación requerida del espectador para completar lo que sólo es sugerido en el mosaico de puntos. Desde la aparición de la televisión, ha retrocedido la historieta.
Debe de resultar obvio que si bien un medio frío implica mucho al espectador, uno caliente no lo hace. Tal vez contradiga ideas populares decir que la tipografía, como medio caliente, implica mucho menos al lector que el manuscrito, o recalcar que el tebeo o la televisión, como medios fríos, implican profundamente al usuario, como fabricante y participante.
Tras el agotamiento de las reservas grecorromanas de mano de obra esclava, Occidente tuvo que proveerse de tecnología en un grado mucho más intenso que el mundo antiguo. Asimismo, el granjero norteamericano, enfrentado a nuevas labores y oportunidades, y, al mismo tiempo, con una escasez de ayuda humana, fue presa de un frenesí de creación de dispositivos ahorradores de mano de obra. A primera vista, la lógica del éxito en este sentido sería la retirada absoluta de la mano de obra del lugar de trabajo. Aunque éste haya sido el motivo detrás de todas nuestras tecnologías, no se desprende forzosamente que estemos preparados para aceptar las consecuencias. Para recuperar la compostura, es útil contemplar el proceso en acción en tiempos lejanos, cuando el trabajo suponía una servidumbre especializada y únicamente el ocio implicaba una vida digna y la participación del individuo completo.
En su engorrosa forma de bloques de madera, la imprenta revela uno de los principales aspectos del lenguaje. Cuando Descartes pasó revista al escenario filosófico de principios del siglo XVII, quedó anonadado por la multitud de lenguas y empezó a afanarse por reducir la filosofía a una precisa forma matemática. Este afán de una precisión irrelevante sólo sirvió para excluir de la filosofía los principales temas de ésta; muy pronto, el gran reino de la filosofía quedó dividido en la amplia gama de ciencias y especialidades incomunicadas que conocemos en la actualidad. La intensa presión en la proyección y precisión visuales es una fuerza explosiva que fragmenta tanto el mundo del poder como el del saber. El aumento de la cantidad de información visual y de su precisión transformó la imprenta en un mundo en tres dimensiones de perspectiva y de puntos de vista fijos. Con sus cuadros, que situaban formas medievales en un espacio renacentista, El Basca explica lo que se sentía al vivir atrapado entre los dos mundos de lo antiguo y de lo nuevo durante esta revolución. Si bien El Basca aportaba el antiguo tipo de imagen plástica y táctil, la situaba sin embargo en la nueva e intensa perspectiva visual. Mostraba a la vez y superpuestas, la anterior idea medieval de espacio único y discontinuo y la nueva idea de espacio uniforme y conectado. Y lo hacía con la más apremiante intensidad de pesadilla.
Lewis Carroll condujo al siglo XIX hasta un mundo onírico tan desorientador como el de El Bosco, pero basado en principios opuestos. Alicia en el País de las Maravillas establece como norma el tiempo y el espacio continuos que causaron consternación durante el Renacimiento. En el uniforme universo euclidiano de un espacio y tiempo conocidos, Carroll desarrolló una fantasía de espacio y tiempo discontinuos, anticipándose a Kafka, Joyce y Eliot. Carroll, matemático contemporáneo de Clerk Maxwell, era lo bastante vanguardista como para conocer las geometrías no euclidianas que entonces empezaban a ponerse de moda. En Alicia en el País de las Maravillas, dio a los confiados individuos de la época victoriana un juguetón avance del espacio y tiempo einsteinianos. El Basca proporcionó a su época una anticipación de los nuevos espacio y tiempo de la perspectiva uniforme. Como hicieron Shakespeare en El rey Lear y Pope en The Dunciad, El Basca miraba horrorizado hacia el mundo moderno. Pero Lewis Carroll recibió con gran alegría el tiempo y espacio de la edad electrónica.
A veces, se pide a alumnos nigerianos de universidades norteamericanas que identifiquen relaciones espaciales. Enfrentados a objetos en pleno sol, suelen ser incapaces de indicar en qué dirección se proyectará la sombra, ya que ello implica una proyección en una perspectiva tridimensional. Así, el sol, el objeto y el observador se experimentan por separado y se consideran independientes unos de otros. Tanto para el hombre medieval como para el nativo, el espacio no era homogéneo ni contenía cosas. Cada objeto se construía su propio espacio, como todavía lo sigue haciendo en el caso del indígena (y del físico moderno). Por supuesto, ello no significa que los artistas primitivos no establezcan relaciones entre las cosas. A menudo, idean las más sofisticadas y complicadas configuraciones. Ni el artista ni el observador tienen dificultad alguna para reconocer e interpretar el patrón, pero sólo cuando éste es tradicional. Si se modifica dicho patrón, o se lo traduce en otro medio (por ejemplo, en tres dimensiones), el nativo deja de reconocerlo. En una película de antropología se veía a un escultor melanesio tallando un tambor labrado con tanto talento, coordinación y soltura que en varias ocasiones el público irrumpió en aplausos, se convirtió en una canción, en un baile. Pero, cuando el antropólogo pidió a los nativos que le hiciesen cajas en las que expedir unas esculturas, se esforzaron infructuosamente para colocar dos tablas en ángulo recto antes de desistir, frustrados, al cabo de tres días. No podían poner en cajas sus creaciones.
En el mundo de baja definición del grabado en madera de la Edad Media, cada objeto creaba su propio espacio y no existía un espacio racional conectado en el que había de caber. A medida que se intensifica la impresión retiniana, los objetos dejan de coexistir en un espacio de su propia creación; en vez de ello, se vuelven «contenidos» en un espacio «racional» uniforme y continuo. En 1905, la teoría de la relatividad anunció la disolución del espacio newtoniano uniforme como una ficción o ilusión, por muy útil que fuera. Una vez que Einstein hubo declarado el fin del espacio continuo y «racional», el camino estaba despejado para Picasso, los hermanos Marx y MAD[25].