NOTAS HISTÓRICAS

¿Cómo era Napoleón? No sabemos gran cosa al respecto puesto que la imaginería nos miente. Los españoles son los únicos que han plasmado a sus soberanos en retratos realistas hasta la crueldad: príncipes envilecidos, monstruosos, princesas degeneradas, ojerosas y de largas napias, pintados por Velázquez o por Goya. En el caso de los franceses, el retrato es acaramelado y adulador; así es en las telas de Gérard o de Détaille que nos presentan un emperador rejuvenecido, delgado, alerta, mientras que Vereshchaguin lo muestra grueso y abotargado, en la misma época. El único ejemplo auténtico lo hallamos en el retrato oficial de Luis XIV: Rigaud pintó el rostro del monarca envejecido, pero su taller compuso el resto del cuadro y colocó ese rostro a un cuerpo de muchacho; ello le da al conjunto un aire un tanto marciano, vayan a mirarlo de cerca al museo del Louvre. ¿Napoleón? La cuestión sigue sin una verdadera respuesta. Su aspecto depende de la opinión que se tenga de él.

Medítenlo en el museo de cera de Marylebone, en Londres, donde hallarán moldes que les dejarán estupefactos. Madame Tussaud, en tiempos de la Revolución, se iba de buena mañana a los cementerios donde sepultaban a los guillotinados del día anterior. Ella lavaba las cabezas cortadas, llenas de sangre y salvado, aplicaba sobre aquellos rostros una capa de protóxido de plomo y aceite de linaza, y conservaba en una tela la huella de lo que iba a servirle de molde para sus figuras de cera. Marat, Felipe Igualdad[5], Hébert, Desmoulins, Danton, madame Tussaut realizó a escondidas, o tal vez con la complicidad del verdugo, unas máscaras mortuorias que ningún cuadro reemplazará: no posaban, dormían, con los rasgos fijados por una muerte brutal. Me fascinó la cabeza moldeada de Robespierre, colgada a la entrada del Gabinete de los Horrores. El Terror tocaba a su fin: se nota que madame Tussaut podía por fin tomarse su tiempo. El retrato es pues más preciso, el más fiel, dicen, de su colección. Pues bien, esa cabeza cercenada de Robespierre no se corresponde con los retratos habituales. Aquí tiene un rostro menos rechoncho, la frente menos abombada, los labios menos finos, un aire casi socarrón.

Cuando Marcel Brion escribió una biografía de Lorenzo el Magnífico, no se fio de los pintores. Gozzoli nos presenta a un ángel de rubios bucles, vagamente andrógino, Ghirlandaio un boxeador, Vasan un timador. Brion se atiene a la máscara mortuoria: es el auténtico Lorenzo, tiene cuarenta y tres años y una vida escrita en sus arrugas, la nariz torcida, un rostro cuadrado, un bigote hirsuto, una boca grande, sin labios, aunque tras esa tosquedad se transparenta una serenidad inverosímil.

¿Podemos hacernos una idea de Napoleón al contemplar su máscara mortuoria? Ni siquiera con eso. Cuando muere en Santa Helena, el doctor Burton no puede encontrar en Jamestown la escayola necesaria para hacerle un molde. En un islote, al sureste, hay cristales de yeso que manda a buscar en chalupa. Los calcina, los muele, obtiene una escayola gris y se la lleva a Longwood. La noche anterior se intentó la operación con cera de las velas y luego con papel de seda disuelto en lechada de cal. Sin resultados. Burton lo vuelve a intentar. Napoleón lleva cuarenta y ocho horas muerto. Los huesos de la cara empiezan a ser protuberantes. El rostro se está transformando pero consiguen sacarle un molde in extremis; en algunas zonas la piel se está levantando, no hay posibilidad de repetir.

Antoine Rambaud, mi tatarabuelo, tenía trece años cuando Napoleón acampaba en Moscú. ¿Qué debió de pensar de él? ¿Pensó algo al respecto? ¿Qué comentaban en su familia lionesa? ¿Se sabrá jamás en qué hemos soñado, cómo hemos vivido, si nos gustan los coros cistercienses, los lirios y el pato a la pequinesa? ¿Se sabrá de nuestras fatigas, nuestras alegrías, nuestras cóleras? No quedarán más que algunas opiniones, espuma. ¿Que nos cuenta el fémur de ese merovingio? ¿Qué evoca esa bacía desportillada? ¿Cómo se vivía en las cavernas, por la noche, después de la caza del uro? El sabio se pregunta y emite su veredicto, pronto contradicho por otro sabio. ¡Venga! No vamos a entrar jamás en el cráneo de nuestros antepasados, apenas conseguimos hacernos una idea de su aspecto. Paul Morand lo sabía: «Los que nos seguirán se sentirán satisfechos de imaginarnos como jamas hemos sido». En una de sus placas conmemorativas, el Colegio de patafísica nos aporta su respuesta: «El imaginario atrae a las multitudes hacia los campos de remolacha de Waterloo». Ahora bien, lo imaginario no proviene de la universidad sino de la leyenda o lo novelesco. ¿Los mosqueteros? Serán para siempre Dumas. La jungla es Conrad. La carretera de Trouville, de Flaubert. La bruma de Londres, los cabs son Conan Doyle; por lo demás, Sherlock Holmes sigue recibiendo el correo en el 221b de Baker Street, que actualmente es un edificio insignificante y poco atractivo. La historia no es una ciencia exacta, divaga, hay que dejársela a los soñadores, que la recomponen por instinto.

Volvamos a Napoleón. Ningún historiador es objetivo respecto a él. Él va construyendo su leyenda desde esa guerra de pillaje que llevó a cabo en Italia para alimentar las arcas del Directorio. Él controla su imagen, la fabrica rodeándose de publicistas, de dibujantes, de pintores. No estuvo jamás en el puente de Arcôle; mucho antes se había caído a un foso. En el célebre óleo, le vemos arrastrando a la infantería de Masséna tras su bandera enarbolada. En la realidad, ese papel lo interpretó Augereau. Cuando los parisinos iban a contemplar La consagración de David, comentaban divertidos: «¡Vaya, qué joven se ve a la emperatriz!». En cuanto a la madre del emperador, que figura en un lugar destacado, no asistió a la ceremonia; se negó enfurruñada porque su hijo no le había concedido ningún título. Napoleón invento la propaganda moderna separando la historia oficial de la realidad.

No obstante, hay cuadros, dibujos, croquis que nos describen la vida de la gente. Constituyeron una ayuda preciosa que me hizo viajar en el tiempo, como antaño, cuando aún no sabía leer y me embarcaba en los gruesos volúmenes de la Historia de Francia ilustrada que Larousse publicó hacia 1910, en la que pomposos pintores reconstituyeron con precisión fotográfica El pillaje de una villa galorromana o La excomunión de Roberto el Piadoso. En los álbumes que consulté, las ilustraciones, más verídicas, suelen ser obra de testimonios directos:

A continuación están los relatos de los actores de la epopeya. Suelen magnificar un tanto los hechos y hay que navegar por ellos para extraer la imagen, la escena y el detalle. En esos casos, olvido las valoraciones y me quedo con el color de sus descripciones. Si Castellane anota cada día los datos metereológicos, si Bausset detalla las dependencias del Kremlin y Ali las manías del emperador, si Larrey nos muestra los efectos del frío severo en sus Mémoires de chirurgie militaire, ¿qué sentido tendría que mintiesen?

Las obras que consulté en el Servicio histórico de los ejércitos, en Vincennes, se mencionan con la notación con la que están disponibles, precedida de la letra V de Vincennes.

1. Los testimonios de la campaña y la retirada

2. Sobre los rusos y Rusia

3. Sobre el ejército

4. La vida, las costumbres, la moda

5. Sobre Napoléon

6. Sobre Carlos XII

Sobre la expedición del rey sueco por territorio ruso, consulté los volúmenes que leía Napoleón, los de Voltaire, es decir, su edición de las Oeuvres completes publicadas en París, Baudouin frères, en 1825: