HÉROES
Un nuevo ejército se dirigía en 1813 hacia Leipzig; se disponía a enfrentarse a la coalición de los rusos y los prusianos. Europa se agitaba contra el Imperio. Suecia se había aliado con Inglaterra, Austria dudaba, circulaban panfletos en alemán y los ánimos estaban caldeados. Napoleón había reclutado tropas nuevas y había autorizado la leva anticipada de los más jóvenes, la quinta de los contingentes precedentes y de los excedentes, el alistamiento de los marineros en la infantería, la llamada a filas de divisiones enteras de España adonde los ingleses seguían mandando tropas de refresco a Wellington. Los hombres de menos de treinta años habían sido movilizados, pero Sebastián Roque se había librado. Subdirector de la librería, en el palacete Carnavalet, había puesto su perspicacia y el talento de su pluma al servicio de la censura imperial. Decidía, disponía, mangoneaba, cortaba los textos, distribuía permisos a las compañías de teatro y a los autores. Había alquilado un palco en la Ópera y tenía a su disposición un cabriolé y un cochero. Los diamantes de Moscú redondeaban la renta generosa del emperador. En definitiva, era el más feliz y el más sereno en un período turbulento.
En el jardín de las Tullerías, aquella primavera, Sebastián subió los peldaños de la terraza des Feuillants y franqueó el pórtico del restaurante Véry. Recompuso su porte ante las cristaleras, verificó el brillo de sus botas a la amazona, su redingote de cachemir color canela a la moda. Apenas acababa de llegar al pie de la escalera bordeada de naranjos plantados en macetones, cuando un maestresala le saludó:
—Las señoritas ya han llegado, señor subdirector.
—¿Están en mi salón habitual?
—Naturalmente.
Sebastián le entregó los guantes, su bastón con empuñadura, su sombrero. Luego pasó a la sala donde le esperaban las actrices a las que había invitado a cenar. El salón privado estaba decorado según el estilo Herculanum, con medias columnas, imitación de las balaustradas romanas; los candelabros dorados, la mesa de granito, los jarrones de las flores se reflejaban en los espejos.
—Queridas amigas —dijo—, os ruego que me disculpéis. Me ha retenido el barón de Pommereul.
Se sentó entre las muchachas peripuestas. Ellas no se habían quitado los sombreros de paja con lazos de colores y le miraban entrecerrando los ojos, moviendo las pestañas, apartándose sus buclecillos de la cara mientras los sirvientes les servían ostras y pescado marinado; un sommelier (el término acababa de acuñarse) les decantaba el vino.
—¿Sabéis que en casa Véry tienen diecisiete tipos de vino blanco?
—No habíamos venido nunca.
—¡Pues ahora ya podréis vanagloriaros de ello!
—¿Cómo os hicisteis esa cicatriz en la mejilla, señor subdirector? —le preguntó la más indiscreta.
—Fue una herida al servicio del emperador.
—¿Combatisteis?
—En Rusia.
—¿Habéis estado en Moscú?
—Sí, ¡pero os ruego que me creáis si os digo que sus menús no son como los de Véry! No había galantina de faisán ni trufas al vino de Champagne.
Las actrices estudiaban las debilidades de Sebastián haciéndole hablar. Para obtener los papeles del Théâtre-Français (donde él ahora mandaba), ellas halagaban su vanidad. Él no se dejaba engañar, pero el juego le divertía. Él también interpretaba un papel. De todos modos, pensaba concederles aquello en lo que ellas soñaban, incluso si recitaban mal sus diálogos, sin exigirles nada a cambio. Eran bonitas. Le bastaba con que las vieran colgadas de sus brazos cruzando los jardines que rodeaban el palacio. Y las habladurías correrían de boca en boca. Quería granjearse una reputación, que repitieran su nombre en los salones y en la Corte.
—Allá —contaba él entre ostra y ostra— el frío al menos te quitaba el hambre. En el entorno de su majestad, conseguíamos sobrevivir, pero muchos hombres tenían que comerse a sus caballos a falta de otra cosa.
—¡Qué horror! —decía una de las chicas, ocultando apenas su burla tras el espanto.
—Creo que incluso hubo casos de canibalismo.
—¿De verdad?
—No fui testimonio directo de ningún caso, pero no me parece imposible.
—Vos mismo acabáis de contar que se comían los caballos…
—Empezaron a escasear los caballos, se morían de sed.
—¿No bebían nieve fundida?
—No todas las noches los soltábamos de sus arneses y faltaba agua, sí, pero ¿dónde buscarla por la noche? ¿Cómo adivinar los emplazamientos de las corrientes de agua helada? Incluso en el caso de que diéramos con alguna, teníamos que romper el hielo con una barra de hierro, recoger el agua en un recipiente y llevárnosla sin extraviarnos.
La cena transcurrió de esta guisa. Sebastián embellecía o ensombrecía sus recuerdos según su inspiración o la curiosidad de su auditorio. Se tomaron el tiempo de degustar las brochetas de filetes de esturión, los pepinos rellenos de tuétano y los medallones de pechuga de perdiz; evocaron copa en mano el incendio de Moscú, la hambruna, el frío, las epidemias, los cosacos y los cañonazos. Sebastián acompañaba a las señoritas de vuelta en cabriolé cuando su cochero arrojó contra un recantón a un peatón harapiento. Se asomó por curiosidad a ver qué ocurría, se estremeció y ordenó que detuvieran al instante el coche, se apeó de un salto y se despidió de las actrices:
—Mi postillón os llevará a casa. Venid mañana al Carnavalet, rué Sainte-Catherine, y preguntad por el subdirector Roque. Ya habré arreglado vuestros asuntos.
Sin temer ensuciarse las botas en aquella calle fangosa cuya alcantarilla había desbordado, se inclinó sobre el hombre que se había caído.
—¿Señor Roque?
—Paulin, ¿sois vos?
—Por desgracia sí, señor, soy yo.
—¿Por qué por desgracia? ¿Ha muerto el capitán D’Herbigny? ¿Estáis sin empleo? Si es eso os puedo tomar a mi servicio, en recuerdo de tantas cuitas como hemos pasado juntos.
—No, no, el capitán está vivo, pero más le habría valido perecer en las nieves rusas.
—Explicaos…
—Vivimos cerca de aquí.
—¡Me estáis asustando con vuestros enigmas!
Cerca del mercado de los Inocentes, torcieron por una callejuela, subieron los cuatro pisos de un edificio que no se derrumbaba gracias a que estaba apuntalado con troncos de madera. Era una escalera miserable, olía a orines y a jabón. Paulin resoplaba y arrastraba los pies; por fin empujó una puerta sin cerrojo e hizo entrar a Sebastián en una habitación enlosada, de techos bajos, oscura, que se abría sobre un corralillo. Sebastián percibió una forma vaga sentada en una butaca. Cuando el criado encendió las velas, vio a D’Herbigny postrado, su cruz prendida del revés en un camisón; el capitán tenía una nariz de cuero y los ojos fijos, lechosos, arrugas y el pelo blanco.
—Señor —le dijo Paulin a voz en grito—, ¡os traigo una sorpresa!
—¿No oye? —le preguntó Sebastián con un nudo en la garganta.
—¡Oh, sí! Pero no ve. Y creo que el cerebro se lo dejó también allí.
—¡No estoy sordo, pobre idiota! —dijo de pronto el capitán levantándose.
Sostenía su fusta ante él como el bastón de un ciego, dio tres pasos, se agarró a la mesa, blasfemó.
—Es Sebastián Roque, capitán.
—¡Ya lo sé! He oído vuestra voz. Tenéis que saber que este cretino de Paulin miente más que un charlatán. No, no me quedé allá, pero no soporto no servir para nada, ¡eso es todo! Me han dicho que el mariscal Bessières acaba de morir destrozado por una bala de cañón, igual que Duroc. ¡Ese era mi sueño! Pero nosotros, la purria, cuando llegamos a Prusia… ¡Prusia! La conozco a través de los ojos de este cernícalo de Paulin, sus bellas mansiones grises o rosadas, con los visillos blancos en las ventanas, con entramados de vigas de madera oscura. ¡Prusia! Antes de aliarse con los rusos, esos crápulas nos contemplaban pasar como a los monos embrutecidos que se exhiben en nuestros bulevares, y nos negaban un techo, y hasta un bol de sopa, nos tiraban bolas de nieve, piedras, ¡incluso nos atracaban!
—Conseguimos llegar a este país gracias al señor Vialatoux.
—¿El actor de la compañía de madame Aurore? —le preguntó Sebastián, cuyo corazón dio un vuelco.
—El mismo, nos procuró ropas de abrigo en Vilna, gracias a una treta…
—¡Demasiado larga para contarla! —zanjó el capitán.
—¿Y el resto de los comediantes? —insistió Sebastián.
—Sólo le vimos a él —dijo el capitán—. Imaginaos, el pobre necio murió en Koenigsberg. ¿Sabéis cómo? ¡No lo adivinaríais jamás, es para partirse de risa! ¡Atiborrándose de pasteles en una pastelería!
—Ya no digerimos la comida demasiado buena —dijo Paulin—. Muchos de los supervivientes murieron de indigestión.
—¡Pasteles! —gritaba el capitán.
Como cabe suponer, Sebastián pensaba en mademoiselle Ornella, a quien estaba convencido de que volvería a ver algún día, al volver una esquina, o incluso en escena, por casualidad. Si bien había conservado una imagen precisa de la joven, su voz se difuminaba. En los recuerdos, lo primero que se desvanece es la voz. Consideró inútil seguir haciéndoles preguntas a los dos hombres y les propuso ayuda financiera.
—No es preciso —gruñó el capitán.
—Entonces ¿por qué vivís en este agujero de ratas?
—Porque me he convertido en una rata, joven amigo.
El capitán profirió una risa falsa. Sebastián pensó: «En Rusia nos cruzamos todos sin encontrarnos jamás. La aventura nos superaba, circulamos en la dirección de la corriente como los fragmentos de hielo del Berésina, no podíamos contar más que con la suerte y con el egoísmo…». Sebastián le dio su dirección a Paulin y le prometió volver. El criado le acompañó de vuelta a la escalera.
—No dudéis, Paulin, en caso de que pueda seros de alguna ayuda…
—No quiere nada.
—¿No tiene familia?
—Yo soy su familia, señor Roque.
—¿Y el castillo D’Herbigny?
—El señor se niega a regresar a Normandía.
—Estaría mejor allí que en ese edificio inmundo.
—Afirma que oír los ruidos sin los olores ni los colores sería demasiado doloroso para él.
—¿Qué será de sus tierras?
—El señor me las ha dejado en herencia.
—¿Vais a ocuparos vos mismo de ellas?
—¡Oh, no, señor Roque, seguramente las revendería si algo le sucediera!
—Ese día pensad en mí, Paulin. Yo también soy de Herbigny. Pero, en fin, lo decía para consolaros, esperemos que no le ocurra nada malo…
—¿Qué más desgracias pensáis que pueda soportar? Le he impedido tantas veces que salte por la ventana…
Sebastián no hallaba palabras; se marchó. La semana siguiente, mientras estaba añadiendo unos versos de Moliere, más impetuosos, a una tragedia de Racine, supo por una nota de Paulin que el capitán D’Herbigny se había arrojado por la ventana, con su pequeña cruz de oro apresada en el puño. Sebastián Roque, subdirector de la librería, garabateó un recordatorio al margen de su copia: «Avisar a Paulin de que le compro las tierras y el castillo».