LA HUIDA
Se alejaban de los cosacos por la ruta de Vilna, la única, entre bosques inmensos y lagos cubiertos de hielo, sobre puentes autóctonos que cruzaban ríos y arroyos sin nombre. Después de cruzar el Berésina habían tenido dificultades con el terreno, cubrieron los caminos de ramaje para facilitar la circulación de cañones y vehículos, pero los caballos quedaban atascados en el barro, y perdieron todavía algunos animales más. A dieciocho grados bajo cero, el frío endureció el suelo, consolidó la ruta y sirvió al emperador; de otro modo, habría dejado todo su equipaje en los pantanos. El avance se fue haciendo regular. Ya no había nadie que avanzara aislado, marchaban en grupos compactos, se forzaban mutuamente a poner un pie delante del otro. Por la noche, se relevaban para dormitar, nunca más de media hora seguida so pena de quedarse congelados.
—Paulin, ¡nos estamos acercando a Ruán!
—No veo nuestros campanarios, señor.
—¡En qué otra cosa podemos pensar si no, sapristi!
—En un buen par de botas forradas.
—Las compraremos en Vilna.
—Antes de Smoliensk decíais lo mismo, y antes de Krasnoia, y de Orcha. ¿Y luego qué?
—Vilna está en Lituania, son civilizados.
—Si los rusos nos permiten llegar.
—¿Los rusos? Pero si los llevamos detrás y van más congelados que nosotros…
—Señor, permitidme que os señale que a mí me importa un pepino y que no es eso lo que me calienta la sangre. Más bien tengo la sensación de coagularme por dentro.
Tras su exitosa ofensiva contra el ejército ruso en Moldavia, el mariscal Ney había apresado a dos mil soldados en condiciones lamentables. D’Herbigny les había visto; a fuerza de andar habían raído los pantalones en la entrepierna y el aire glacial les mordía los muslos. Sus guardianes les dejaban fugarse: que aquellos bribones reventaran en el bosque.
—Se está haciendo de noche, señor, y veo una humareda.
Habían dejado la zona de los pantanos atrás y de vez en cuando podían salirse del camino para emprender incursiones contra pueblos apacibles. Un día, los dragones regresaron con trineos cargados de carne en salazón y harina. Devoraron pronto las provisiones pero los trineos, tirados manualmente, sirvieron para transportar a los más debilitados. El capitán contempló tristemente a los cincuenta jinetes sin montura que él llamaba su brigada.
—Hacia el granero, muchachos.
Paulin había reparado en esa construcción coronada por una humareda gris. Se encaminaron hacia allí, sin desconfiar dado que los campesinos de la zona ya no eran enemigos, por más que los pillajes que debían soportar no les predisponían favorablemente hacia el difunto Gran Ejército. Los ocupantes del granero habían bloqueado la puerta, los dragones no consiguieron abrirla. El caballero Chantelouve le señaló a su capitán que el tronco de un abeto se asomaba por una obertura lateral.
—Estos no se han andado con chiquitas, han talado el árbol y lo han echado al fuego sin cortarlo.
—¿Y si se han asfixiado, mi capitán?
—¡Agrandad ese agujero, panda de cotorras!
Los dragones pusieron manos a la obra y el capitán se deslizó el primero sobre lo que tomó por un montón de sacos. Vio a unos barbudos iluminados por el resplandor rojo del trozo de abeto donde un fuego tímido había prendido; olía intensamente a resina y humeaba. Otras formas se dejaron caer sobre la pila hacia ese mal vivaque cuyo único interés era que quemaba bajo techo. El montón de sacos no era regular, D’Herbigny se cayó en una especie de hueco, para alzarse posó la mano sobre un objeto helado y duro; lo palpó, tocó una concha de piedra, no, una oreja y la prominencia de una nariz, un rostro frío. Se sobresalto. Aquello no eran equipajes ni sacos de grano sino soldados muertos por centenares a los que el cielo había llamado antes de que aquel maldito fuego prendiera. Obstruían las puertas. Los menos paralizados salían de ese montón como reptiles, salvados por el calor de aquellos cuerpos que les habían servido de edredones. Serpenteaban por la superficie, algunos conseguían quemar otras partes del tronco acercándoles una ramita, la corteza chisporroteaba, las agujas de los pinos salían despedidas como centellas, los hombres soplaban para avivar el fuego, esa llamarada llegó al techo y lo prendió, lanzando sobre ellos una lluvia de teas encendidas. El capitán, arrastrándose sobre los codos, se dirigió a toda prisa hacia la brecha por la que había entrado y empujó afuera a los dragones que le habían seguido cuando ya las vigas del techado empezaban a crujir. En el exterior, en la nieve, unas sombras avanzaban hacia el granero en llamas que les salvaría de morir de frío.
Bajo las mantas y las pellizas blancas, no se distinguía a los generales de los simples soldados ni a los hombres de las mujeres. Marchaban a paso lento y cansino, arrastrando los pies, resistían a la tentación de subirse a los últimos caballos o a los vehículos; los médicos eran muy claros al respecto: la inmovilidad mataba seguro, debían desplazarse andando para evitar el entumecimiento. Sebastián se había atado un pañuelo sobre la nariz y la boca para que no se le congelara el aliento. El frío del aire escocía en los ojos y provocaba lágrimas que no tardaban en convertirse en gotas de hielo. El barón Fain llevaba a su escribiente cogido del brazo, para que pudiera avanzar cubriéndose los ojos con una piel, que le calentara los párpados y le permitiera despegarlos. Sebastián le hizo el mismo servicio unos metros más allá. Habían dejado atrás el granero incendiado, tropezado con cuerpos lívidos, sin botas ni abrigos, recuperado un morral que contenía un mendrugo de pan de centeno. Cuando vieron la berlina verde oliva de su majestad ante una gran casona de madera, supieron que podrían descansar un momento. El cochero sacó el manojo de heno que había metido debajo de su banqueta y lo repartió entre los cuatro renqueantes caballos. Junto a la casa, en un cobertizo, los obreros habían encendido la forja de campaña. Durante la noche estuvieron reparando las herraduras de los caballos, trabajaban con guantes pero se interrumpían de vez en cuando para frotarse las manos; el carbón incandescente quemaba sin dar calor. El barón y Sebastián entraron en la casa con el resto del personal. Todo el cuartel general se congregó ahí. La estufa tradicional funcionaba mal; la madera estaba húmeda, el carbón estaba reservado para la forja y habían empezado a racionarlo a partir de Smoliensk.
Colgadas de las paredes con unos cordeles, tres lámparas mortecinas iluminaban el dormitorio. El barón y Sebastián se tumbaron junto a sus semejantes, oficiales o criados, de lado para ocupar menos espacio, entre una barriga y una espalda, sin poder rascarse ni aplastar las colonias de piojos que les atormentaban bajo la ropa. Sebastián se había acostumbrado a la mugre, a esos picores perpetuos, además se caía de sueño. Se estaba abandonando a él cuando un grito desgarrador le hizo abrir los ojos como platos. Había reconocido la voz aflautada del prefecto Bausset: «¡Es horrible! ¡Es un asesinato!». En la penumbra, un desventurado le había pisado el pie, y sufría de unos crueles dolores de gota desde Moscú. Las carcajadas recibieron a sus quejas, todo el mundo se desternillaba ante una situación y unas palabras tan desmesuradas, el mismo Bausset se dio cuenta y se rio a su vez, como Sebastián, cuyos labios agrietados sangraban. Pasado ese minuto de hilaridad reparadora, se sumieron de nuevo en sus sueños durante las horas de descanso.
Las mismas imágenes, las mismas voces se encadenaban en el sueño de Sebastián Roque. Ornella habitaba sus noches de descanso. Reservaba para sí el mejor papel, prolongaba los instantes vividos, los modificaba en su favor; cuando dormía no carecía de arrojo. Se veía de nuevo en el palco del teatro de Moscú y ella, delante del escenario, hacía befa de los soldados enloquecidos, groseros y vocingleros. Ornella, con el busto al aire, les miraba de arriba abajo, su mirada se cruzó con la de Sebastián y él, sin pensárselo dos veces, saltó en su busca y rechazaba a los gritones que volcaban las bujías de las candilejas para llegar a la actriz. «Ahora debéis vestiros», le decía y, sin transición, conforme a la lógica sincopada de un sueño, le cubría los hombros con una piel de zorro plateado que acababa de pagar con sus diamantes en A la Reine d’Espagne, una boutique de moda de París. «Con esto estaréis radiante». Y le colocaba un sombrerito a modo de corona mientras acariciaba sus bucles negros. Paseaban entre los jóvenes tilos del Palais-Royal, que parecían plumeros, y se cruzaban con madame Aurore del brazo del barón Fain. La directora iba vestida de cantinera, llevaba un barrilito de aguardiente y una gorra de policía en la cabeza.
—¡Marchaos! ¡Marchaos! —les advertía la directora—. ¡El fuego ya ha llegado a la Solenka!
—¿Adónde?
—Es la calle de los vendedores de pescado en salazón, señor Sebastián —le respondía Ornella ceceando un poco.
—¡No me llaméis señor!
—¡Marchaos! ¡Marchaos! ¡Los cosacos aparecerán de un momento a otro!
Corrieron hasta el bulevar del Temple, donde la muchedumbre de mirones les detuvo. Aquella gente estaba confiada y se reía cuando Ornella les hablaba de cosacos. Se formaban aglomeraciones ante los estrados: Sebastián y Ornella se unieron a ellas para estremecerse ante el Incombustible, un titiritero que bebía aceite hirviendo, los becerros de dos cabezas, la mujer barbuda, las pulgas amaestradas enganchadas a carros minúsculos.
—No temáis, Ornella —decía Sebastián—. Esta gente ahuyentará fácilmente a los cosacos.
—Pero si son monstruos…
—Todos somos monstruos, ¿sabéis? —dijo él con un estudiado aire sombrío para darse importancia.
—¿Incluso en las Tullerías?
—Incluso en el entorno del emperador, sí, al que te voy a llevar en el próximo baile. ¡Eh, que me estás arañando!
La realidad inspiraba el sueño; un ratoncillo corría por la mejilla y los labios de Sebastián.
Los prisioneros del Berésina regresaban en columnas hacia el interior de Rusia. Si no hubieran sido oficiales, si no les hubiera apresado el ejército regular, ya estarían muertos. Según su costumbre, los cosacos les habían desnudado por completo, habían clasificado los harapos, doblado las pieles y los cachemires sobre sus sillas, se habían llenado de oro las alforjas, habían tirado los andrajos. Una banda de jinetes kalmuks rodeaba a los cautivos desnudos que titubeaban sobre el suelo blanco. Un oficial que llevaba un gorro con orejeras, alto y orondo como un obús, les azotaba con su correa. Con la espalda y las nalgas a rayas, Ornella ya no notaba aquellos golpes lancinantes, ya se le habían congelado los pies, tenía los ojos medio sellados por las lágrimas, hielo en las pestañas, en el pelo y en el vello tupido de su bajo vientre y sus axilas, tenía ganas de dejarse caer, de dormir, de morirse durmiendo, insensible, sin darse cuenta, aunque los que caían eran pronto acribillados con flechas; los caballeros llevaban carcajs bien abastecidos en sus arzones y los invasores no tenían derecho a una muerte suave por frío, tenían que expiar el incendio de la ciudad santa. Los kalmuks también gustaban de servirse de sus arcos como juego, para golpear a los que desfallecían en la parte alta del cráneo. Ornella oyó chillar al oficial; a través de la bruma de sus ojos enfermos, le vio extender un brazo. Todos los cosacos se pusieron a dar gritos a la vez. En la dirección señalada, Ornella entrevió formas achaparradas que salían de un bosque. Aquellos seres barbudos se fueron aproximando, amazacotados en sus caftanes forrados de piel de cordero. Llevaban guadañas, hachas y garrotes, en la mano o al hombro, y seguían aproximándose. Entonces el oficial dio media vuelta y se llevó a sus cosacos. Dejó a los prisioneros en manos de los mujiks. Instintivamente, los cautivos se apretaban unos con otros, pero los campesinos los separaban a golpes alineándolos en una única hilera muy larga. Le arrancaron a una madre el cadáver de su bebé que llevaba apretado contra el pecho y lo arrojaron a la nieve, la mujer profirió un grito estremecedor e interminable; recibió un golpe de azada en el vientre, cayó al suelo retorciéndose y de su cuerpo manó un reguero rojo. Los campesinos no se molestaron en rematarla y los prisioneros partieron en comitiva, golpeados en los riñones con los bastones o con los mangos de las guadañas. Así llegaron al bosque, cruzaron por entre matojos espinosos que les arañaban. Ornella avanzaba, se miraba las piernas cubiertas de sangre, como si fueran objetos que no le pertenecieran. Junto a un claro, unos leñadores arremetían a hachazos contra un abeto, mellaban la base del tronco, salían despedidas las virutas, pegaban rítmicamente y sus golpes percutían regulares, obsesivos, infatigables. ¿Qué querían los rusos? ¿No pensarían colocar a los prisioneros bajo el árbol para que les aplastara al caer? Un centenar de aldeanos fueron a agruparse en el centro del claro, donde los prisioneros aguardaban de pie a conocer su suerte. La mayoría de los hombres llevaban gorras sobre el pelo largo, retales de tela en las rodilleras de sus pantalones, cerbatanas colgadas en bandolera, las mujeres llevaban pañoletas y calzado fabricado con la fibra de la corteza trenzada con cintas de colores. Cuando abatieron el abeto, los mujiks lo escamondaron con el hacha. En un momento dejaron el tronco liso y los aldeanos condujeron hasta él a los prisioneros desnudos, cincuenta hombres y mujeres maltratados por el hielo, embrutecidos, dóciles. Una campesina sin dientes cogió a Ornella por el cuello, le colocó la nuca contra el tronco, con los ojos hacia el cielo. Todos los cautivos fueron acostados en la misma posición a ambos lados del tronco. La ceremonia podía comenzar.
Ornella pensó que, en aquella postura, el hielo no tardaría en liberarla, pero los mujiks encendieron grandes fogatas con el ramaje cortado del árbol. Notó un dolor agudo que la recorría de pronto, como si la cabeza le fuera a estallar. El tronco vibraba. Las campesinas aullaban canciones que acompañaban golpeando rítmicamente el tronco con bastones que descargaban con todas sus fuerzas, toda su rabia. Los choques percutían a lo largo del abeto y sonaban en los cerebros de los prisioneros y las mujeres arremetían y cantaban como furias y el martilleo crispaba a Ornella, tumbada en la nieve, muda, refugiada en aquel lancinante sufrimiento que sumaba más estremecimiento a los temblores del frio. Los mujiks supervisaban la bacanal fumando tranquilamente sus pipas, con la impasibilidad de los que ejecutan una voluntad divina. Azuzados contra los franceses por sus popes, asesinaban lentamente en nombre de Jesucristo, del zar y de los santos de la Iglesia ortodoxa. Y las arpías golpeaban, golpeaban con odio, berreando cantos patrióticos.
A principios del mes de diciembre, a pesar del frío intenso, Napoleón estaba de un humor esplendido. Recibía informaciones alentadoras. Catorce correos sucesivos, que hasta ese momento habían estado bloqueados, le ofrecieron una panorámica del clima que se respiraba en Francia; Malet y sus cómplices habían sido fusilados ante la indiferencia de sus conciudadanos y, a falta de noticias confirmadas, los parisinos minimizaban los desastres del ejército. Por Bassano, su gobernador, supo que los almacenes de Vilna estaban llenos a reventar de víveres y de provisiones a sólo dos días de marcha de distancia, y que los ejércitos rusos se aproximaban pero los aliados austríacos también. Lo único que enturbiaba su calma era la carencia de aquella caballería ligera polaca que llevaba semanas reclamándole a Bassano y que este se demoraba en constituir por falta de medios.
En la sala sombría del cuartel general, el primer mayordomo Constant encendía ramitas resinosas que hincaba en un bloque de madera a modo de candelabro; había que repetir la operación cada cinco minutos pero, al parecer, así era como se iluminaban en Lituania. La luz proyectaba un reflejo rojizo en las gafas redondas de Davout, en el oro de los cordones de Murat, en la peluca de Bessières, sobre Lefebvre, en las espesas patillas y la cabellera pelirroja de Ney, el morro torcido de Berthier, la silueta alta y flaca de Mortier y la calvicie incipiente del príncipe Eugenio.
—Estamos avanzando hacia nuestros refuerzos —decía el emperador— y los rusos se alejan de los suyos. La situación mejora a nuestro favor. Berthier, ¿habéis mandado ya a uno de vuestros edecanes a París?
—Montesquiou partió como habíamos convenido.
—¿Cuándo exactamente?
—Hace dos días.
—Pues ha llegado el momento de que yo me marche también.
El emperador explicaba a sus mariscales que sería más útil en las Tullerías que en el ejército, para levar nuevos contingentes, para oponerse a las artimañas de una Europa sediciosa. En Vilna, los hombres debían descansar, reponerse, comer hasta hartarse y comprarse ropa decente. Era posible, e incluso deseable, concederles una semana de reposo. Explicó a continuación que Montesquiou se había llevado el vigésimo nono boletín, que iba a ser publicado en París; en él describía prácticamente la realidad. Tenía que regresar para poder paliar la desazón que sin duda provocaría, tranquilizar a sus súbditos con su presencia. Le pidió al barón Fain que se leyera y este pidió a su empleado que así lo hiciera. Sebastián empezó a leer el texto que había contribuido a redactar y del que conservaba una copia en una cartera del secretariado: «Hasta el 6 de noviembre el tiempo fue perfecto, y los movimientos del ejército se ejecutaron con el mayor éxito. El frío empezó el 7; a partir de ese momento, cada noche perdimos varios centenares de caballos que morían en el vivaque». Seguían detalles acerca de la estrategia de los rusos, la caída de los termómetros, la pérdida total de la caballería y de los vehículos. El emperador acusaba al invierno. Despreciaba a los cosacos en términos muy ásperos. El boletín fatal terminaba, como el precedente, con consideraciones acerca de su buena salud. El tono no disimulaba la derrota, e iba a producir un fuerte impacto en Francia. Los mariscales se mostraron de acuerdo al respecto.
—¿Cuándo partimos, Sire? —le preguntó Berthier.
—Parto esta noche, pero sin vos. Dado su rango, el rey de Nápoles me sustituirá y quedaréis a su disposición. El ejército necesita a su teniente coronel.
—El ejército…
Berthier y Murat habían palidecido. El primero echaba de menos su millón y medio de rentas, sus tierras de Grosbois, su palacete parisino del que no podía disfrutar jamás; el segundo no pensaba más que en recuperar el control de su reino que había dejado en regencia en manos de Carolina, que debía de estar abusando de ello y rogando cada mañana que él no regresara jamás de aquella desafortunada expedición. Napoleón salió tras haber dictado sus disposiciones. Murat gruñó:
—¿Tengo que quedarme al mando de un ejército que ya no existe?
—Obedece —le dijo Davout—. Tú eres rey, como yo soy príncipe.
—¡De eso nada! ¡Nápoles es una realidad, no como tu principado de fantasía, tu título vacío!
—¡Tú sí que estás vacío!
—¡Bernadotte llevaba razón!
—Es un traidor.
—¡Pues reina en Suecia!
—¡Porque le eligió la Dieta de Estocolmo!
—¡Tengo que pensar en mi pueblo!
—¡Tú no piensas más que en tu trono!
—¡Sí!
—¡Estamos aquí para obedecer!
—¿A quién?
—¡Al emperador que te ha coronado!
—¡La tal corona está en mi cabeza!
—¡Ingrato!
—Hemos soportado ya lo peor —dijo Lefebvre para apaciguar la disputa—. En Vilna estaremos a salvo.
—¿A salvo? ¿Durante cuánto tiempo? —suspiraba un Berthier muy abatido.
Constant y sus criados concluían los equipajes; Sebastián ayudaba al mameluco Roustan a colocar sesenta mil francos de oro en un compartimiento del neceser de su majestad, con doble fondo, dentro de una chocolatera de plata dorada. Roustan lo cerró todo con llave. El escudero mayor pagaría con esa suma los gastos del viaje en los albergues a los que ya se había mandado emisarios. Caulaincourt, precisamente, activaba los preparativos de la marcha, prevista para la noche. Un pelotón de cazadores de la guardia a caballo, con abrigos verde oscuro, y gorras de osezno negro, partirían en cabeza para cubrir la ruta; se habían avistado algunos cosacos. Luego, un trineo transportaría a un conde polaco, ordenanza del emperador que haría las veces de intérprete, y un montero. Durante el día Caulaincourt había ido a la ciudad a comprar unos caballitos lituanos que completaran el enganche de los tres vehículos. Napoleón viajaría en el cupé junto con Caulaincourt; Sebastián y Roustan ya estaban cargando en él las provisiones. El emperador se subió al coche, envuelto en ropas de lana, se instaló, abrió un saco de piel de oso y se metió dentro de él, ya tenía gotitas heladas en las pestañas y bajo la nariz. «¡Vámonos, señor duque!», le dijo a Caulaincourt. Roustan se sentó en la banqueta del lacayo. Sebastián iba a bajarse cuando el gran escudero mayor le invitó a permanecer en el coche:
—Dado que ya estáis aquí, señor secretario, quedaos.
—¿Viajo con su majestad?
—Si necesita dictar una carta os tendremos a mano.
—No he avisado al barón Fain, y…
—Y no pasa nada. Dentro de unas horas nos seguirá en el tercer coche, en compañía del señor Constant y del doctor Yvan.
Hablaban, la temperatura era baja y su respiración se condensaba y subía hasta la imperial, que se iba cubriendo de una escarcha dura. Antes incluso de que el cupé emprendiera su camino a mitad de su conversación a media voz, Napoleón se había sumido en un sueño pesado. El reflejo de la luna en la nieve iluminaba la ruta pero Sebastián sólo veía su resplandor lechoso a través del vaho de los cristales. El emperador seguía durmiendo, a Caulaincourt le castañeteaban los dientes, Sebastián reflexionaba acerca de los extraños avatares de su fortuna; no tardó en quedarse dormido también.
El oficial de ordenanza que precedía al cupé en trineo despertó a todo el mundo en el pueblo siguiente. La víspera por la noche, los cosacos habían atacado pero una descarga de fusilería les había puesto pies en polvorosa, ahora estaban acampados al oeste de la ruta que conducía a Vilna.
—¿Qué hora es? —preguntó el emperador.
—Las dos de la madrugada, Sire. ¿Queréis que esperemos a que amanezca? ¿Queréis que el comandante de la guarnición mande a una patrulla en reconocimiento?
—No, eso nos delataría.
—En esta ocasión los rusos se nos están adelantando por la izquierda.
—¿Qué tropas hay en ese puesto?
—Polacos, alemanes, tres escuadrones de lanceros…
—¿Tendré escolta?
—Lanceros, Sire.
—¿Están listos?
—Sí.
—Disponed la escolta alrededor del coche, nos vamos en el acto.
—¿En noche cerrada?
—Siempre hay que contar con la buena suerte, sin ella no se llega nunca a nada.
El emperador sacó sus pistolas por la ventana y le dijo a su intérprete:
—Conde, si creéis que estoy en peligro cierto, matadme, no permitáis jamás que me hagan prisionero.
El trineo, el cupé y una escolta de un centenar de lanceros polacos partieron en seguida en dirección a Vilna. A lo lejos, a la izquierda de la ruta, se distinguían las hogueras de los cosacos, pero, con aquel frío, no se aventurarían a atacar en mitad de la noche. ¿Cómo podían saber que Napoleón estaba escapando hacia el Nieman? Los únicos sonidos que se oían provenían de los caballos que caían, aniquilados por el hielo. Habían partido cien, al alba no quedaban más que treinta y seis. El termómetro marcaba veintiocho grados bajo cero.
Por seguridad, el emperador deseaba viajar de incógnito. Se negó a entrar en Vilna, donde los habitantes, en caso de reconocerle, no podrían evitar hablar, y el rumor de esos parloteos llegaría sin duda a oídos rusos. Consintió sin embargo en detenerse una hora en una modesta casa de los alrededores. Roustan aprovechó para afeitarse y Bassano, el gobernador, a quien Caulaincourt había advertido, acudió a recibir instrucciones. Sebastián recibió una enérgica bofetada porque la tinta se había helado y no podía pasar a limpio las órdenes que había anotado a lápiz.
Reanudaron la marcha por la noche, con caballeros napolitanos acantonados en Vilna, desde donde Caulaincourt había preparado los relevos de posta y las etapas, comprado caballos frescos y botas forradas para los viajeros que acompañaban a su majestad. Tan impaciente estaba por llegar a Francia que Napoleón no sentía deseos de dormir, y Sebastián escuchó la larga conversación que mantuvo en el coche con su escudero mayor.
—En Vilna —dijo el emperador—, al ejército no le faltará de nada, Bassano me lo ha asegurado. Los austríacos mantendrán a los cosacos a distancia, y los polacos no permitirán jamás que los rusos pasen el Nieman. En Varsovia, como en Viena, desconfían del zar.
—Desconfían sobre todo de vos, Sire.
—¡Eso no puede ser verdad!
—Vos habéis impuesto un régimen militar a Europa, la población está descontenta…
Caulaincourt recibió un bofetón en la mejilla.
—¡Pero qué necio sois! Nuestras leyes son justas, administramos Bélgica o Alemania igual que Francia. Me limito a hacer lo que considero útil, señor duque. A mí también me gusta la paz, pero los ingleses me han empujado a guerras incesantes.
—El bloqueo de sus mercancías empobrece a los pueblos, Sire…
—¡Estúpido! Hay que pensar a largo plazo, dejar de contemplar únicamente los beneficios inmediatos y plantearse lo que es de interés general. ¡Esos ingleses! Si los austríacos, los alemanes y los rusos quieren vender sus productos, piden permiso a Londres, esa es la verdad. De una parte Europa, de la otra las manufacturas inglesas, cuya flota está en todas partes, controlan el Adriático, Malta, Gibraltar, El Cabo, reinan en los circuitos comerciales, ejercen un monopolio nocivo. ¿El bloqueo? ¡Pero si lo que habría que hacer es reforzarlo! Hay que poner a Inglaterra de rodillas y entonces, pensad un poco, entonces será cuando una Europa federada conocerá la prosperidad, la industria podrá desarrollarse, las naciones se respaldarán, tendrán la misma moneda, la libra se hundirá.
—¿Los reveses de esta campaña nos permitirán imponer nuestros puntos de vista a los otros países?
—Si me hubiera quedado menos tiempo en Moscú, habría ganado. El invierno nos ha vencido, y no esos lamentables generales rusos.
—En España…
—¿Sois de la opinión de que hubiera debido terminar antes con lo de España? No es seguro. El ejército inglés se movilizó allí. De lo contrario, ¿dónde atacarme? ¿En Bélgica? ¿En Bretaña? Los españoles también acabarán comprendiéndolo, ¡pero es que no ven que hemos cambiado de época! Las colonias de América, demasiado alejadas de Madrid, demasiado cerca de los Estados Unidos, se independizarán una tras otra, como Paraguay, como México, y eran el fundamento de la potencia de España… Ya veréis.
A las cinco de la madrugada, siempre precedido por el trineo, el cupé del emperador se detuvo en Kovno frente a una especie de hospedería regentada por un italiano. Había nevado copiosamente, pero abrieron una vía entre el camino y la entrada con la ayuda de una pala. Había leños ardiendo en una chimenea alta. Tres pinches iban dando vueltas a tres espetones de pollos asados. Los caballeros napolitanos de la escolta, que habían tenido la fortuna de no morir helados, exponían al fuego sus manos blancas. No parecía que fuera a poder contarse con ellos para el resto del viaje, y Caulaincourt le explicó en vano a su capitán los peligros de calentar los dedos congelados a un calor demasiado vivo. El hospedero le ofreció su mejor mesa a su majestad; Sebastián, el mameluco, el intérprete y el montero se sentaron un poco más apartados pero iban a degustar la misma comida caliente, el pan crujiente y todo ello servido sobre manteles cuya existencia habían olvidado después de tantas semanas. Oían el siseo de los goterones de grasa de las aves al caer al fuego. Escuchaban a Caulaincourt informándose del estado de los caminos con el hospedero; dado el espesor de la nieve y el hielo, ¿no habría algún modo de procurarse trineos?
—Sé que el señor senador tiene uno —dijo el hospedero.
—¿Qué senador?
—Un senador polaco, el señor de Kovno.
—Los polacos son amigos nuestros.
—Pero me consta que no lo venderá.
—Tal vez se lo replantee ante diez mil francos.
—Ese trineo es un recuerdo personal.
El senador Wybicki, con motivo del matrimonio de su hija, había mandado construir una berlina ligera montada sobre patines. Le tenía gran apego, el hospedero tenía razón. El intérprete fue a visitar a su compatriota, quien de entrada se negó y luego, al saber que su muy mejorado trineo serviría al emperador, aceptó entusiasmado, se negó a recibir recompensa alguna por él pero pidió como un favor poder conocer al emperador, lo que le fue concedido aquella misma noche. La entrevista consistió en un ejercicio de adulación mutua; su majestad habló de su amor por Polonia, el senador le rindió pleitesía. El montero aprovechó para ir enganchando. Los viajeros se llevaban las pellizas, las armas, poco equipaje para poco espacio, de todos modos las provisiones se habían helado y el frío había quebrado las botellas de chambertin. El intérprete se sentó frente al emperador y Caulaincourt, junto a Sebastián; Roustan y el montero tenían que seguirles en un trineo más pequeño. Partieron hacia el puente, cruzaron el Nieman, frontera del gran ducado de Varsovia, en un solo vehículo poco cómodo pero rápido, sin escolta. Nadie abría la boca. Ante el río, pensaban todos lo mismo. Al principio de la campaña, la víspera de adentrarse en suelo ruso, Napoleón quiso conocer personalmente el vado. Es el 23 de junio. Se encasqueta el gorro de seda negra de un militar de caballería ligera polaco, trota así camuflado cuando una liebre se precipita entre los cascos de Friedland, su caballo; su majestad cae de bruces entre los trigales y se incorpora, lívido, antes de que acudan en su ayuda. Caulaincourt está presente. Berthier también. Lo explican. Muchos repiten lo sucedido y ven en ese accidente un mal augurio. Seis meses después, en diciembre, al cruzar el Nieman en sentido contrario, curiosamente, el emperador sonreía.
D’Herbigny y Paulin, con las barbas blancas, harapientos como mendigos, remontaban las callejuelas oscuras y angostas de Vilna. Un poco antes, en el arrabal de la Ciudad Vieja de los cien campanarios, habían pasado junto a algunas tabernas sin detenerse; esos serían los primeros establecimientos que el ejército de pordioseros que se extendía a lo largo de kilómetros tomaría al asalto, y Paulin, muerto de hambre y sed, protestaba.
—Allá arriba —le había dicho el capitán— hay tiendas, cafés, habitantes que nos recibirán.
—¿Y cómo van a recibirnos? ¿A garrotazos?
—¡Razonas como un mosquito!
—¿Creéis que con la pinta y la mugre que llevamos nos van a albergar en alguna parte?
—Tal vez por nuestra pinta no, pero con los collares de perlas que llevo alrededor de las botas, sí, ¡compraremos ropas que nos den un aspecto más decente!
—Que el cielo os oiga, señor.
—¡Deja el cielo tranquilo, santurrón! ¿Conoces a algún hostelero que se niegue a hospedar a un oficial que le paga?
—Pues un hostelero que sea un poco bandolero.
—Todavía conservo mi sable.
—La fuerza y la victoria ya no están de nuestro lado, señor.
—¡Cállate!
El aliento de sus palabras había formado una escarcha en sus bigotes y mentones peludos; la realidad no se prestaba en absoluto al optimismo. El capitán y su criado estaban solos en aquel naufragio. La noticia de la partida del emperador, pronto conocida, aumentó el desorden, incluso en el corazón de la guardia, entre los dragones, entre los granaderos. Nadie obedecía más que a si mismo. Los alemanes, los croatas, los españoles, los italianos salían en desbandada. Carroñeros sin paliativos se convertían en cosacos para asustar a sus antiguos compañeros y desvalijarlos. En la llanura, cuerpos y más cuerpos congelados, aunque con uniformes impecables, los de los doce mil reclutas de Vilna que habían acudido a reforzar al ejército de Moscú; no habían soportado el hielo del vivaque, sin transición tras la tibieza de los cuarteles.
D’Herbigny y Paulin veían los postigos de las casas cerrarse a su paso. El capitán lo consideraba normal.
—Los paisanos siempre temen a los soldados.
—Señor, ¡ahí, en la plazoleta, hay unos caballeros napolitanos!
—Pues bien, borrico, ya ves, nos instalaremos con ellos…
—Diríase que se marchan…
—Se marchan, ah, sí, se marchan todos.
Detrás de ellos había un hombre muy alto al que su gorra peluda de los granaderos todavía hacía parecer más alto. Llevaba un redingote de piel de cordero, botas gruesas y nuevas; su voz estentórea, un poco en falsete pero muy potente, atravesaba la piel que le cubría el rostro hasta los ojos.
—Explicaos —le dijo el capitán.
—Huyen como ratas, todos, el gobernador, la intendencia, el Tesoro, hasta el rey de Nápoles. Deberíamos hacer como ellos… Pero conozco vuestra voz, tengo buena memoria para los acentos. Sois el teniente D’Herbigny.
—Capitán.
—Teníais un casco precioso con turbante de pantera.
—De foca. ¿Y vos quién sois?
—¿Es que no me oís? ¡Tengo dicción teatral, señores!
—Creo que lo adivino —dijo el capitán, pasmado al reconocer el énfasis del gran Vialatoux.
—¡Ay, sí! —prosiguió el cómico—. ¡Cómo me gustaba su casco! Con algunos retoques hubiera sido perfecto para el papel de Britannicus.
—¡No era un juguete!
—No, pero sí una maravillosa pieza de vestuario teatral.
—Por cierto, no se os ve muy verosímil en el papel de soldado derrotado. Vais demasiado bien trajeado.
—Es una larga historia, capitán.
—¿No podríais contárnosla en una taberna bien calentita? —le propuso Paulin, temblando de frío.
—Sé de un lugar mejor incluso.
Se metieron por una callejuela que serpenteaba entre casas cerradas y la pared de una mezquita y fueron a dar a una glorieta. Un tendero estaba colgando aves en su escaparate. Vialatoux llamó a la puerta de un palacio de grandes piedras oscuras, un criado abrió y a poco se desmaya al tomar al capitán y a Paulin por muertos vivientes acabados de salir de sus tumbas. El hombre entendía el francés, Vialatoux le tranquilizó:
—Son allegados al general Brantôme, a pesar de su lamentable apariencia.
El criado se persignó. Con un tono autoritario muy bien impostado, Vialatoux añadió:
—Cuando la señora condesa regrese de misa, prevenidla de que me ocuparé personalmente de los amigos del general.
El criado bajó la cabeza, preocupado por las alfombras que las asquerosas botas de aquellos dos andrajosos estaban echando a perder.
Estos, conducidos por el actor, subieron al primer piso, donde, en una silla dorada, un granadero montaba guardia en el rellano eructando: había comido y bebido demasiado. «Buena señal», pensó Paulin, salivando con anticipación. En la vasta habitación, cerca de una estufa de azulejos, había platos y fuentes dispuestas sobre una mesa. La ventana estaba abierta de par en par; ante ella, una figura de forma humana cubierta con una sábana permanecía sentada, una mano se asomaba sobre el brazo de una butaca, una mano cerúlea, con una manga azul bordada de oro.
—Os presento a nuestro general Brantôme —anunció Vialatoux.
—Nunca había oído hablar de él.
—Nosotros tampoco.
—¿De dónde ha salido?
—Bien había que darle un nombre —refunfuñó un caporal tumbado en un sofá para digerir todo lo que se había zampado.
—¿De dónde viene lo de Brantôme?
—De un pueblo cercano a Périgueux, mi padre es el molinero.
—¿Está muerto? —preguntó Paulin.
—Extremadamente muerto —confirmó Vialatoux—. Le dejamos cerca de la ventana para que no se descongele demasiado rápido.
—¿De qué va esta representación?
—Sentaos a la mesa, capitán, terminad los restos y os lo cuento.
Paulin no había esperado la invitación, ya estaba royendo una carcasa de pollo con fruición; D’Herbigny apuró las garrafas. De pie en el centro de la estancia, con un puño apoyado en la cadera, y la otra mano dispuesta a orquestar su relato, el gran Vialatoux adoptaba la pose del narrador:
—La compañía de la guardia en la que me colé, gracias a un uniforme que yo consideraría prestado, prestado sí, por un sargento que ya no lo necesitaba, marchaba en cabeza de las tropas. En esos momentos de pánico, me aceptaron sin preguntarme nada. En definitiva, a una hora de Vilna, cuando pasábamos junto a los carruajes abandonados, vimos a unos lacayos saqueando uno de los vehículos. Nos acercamos y ahuyentamos a los canallas, que se marchan en un trineo con su hurto. ¿Y qué vemos en el interior de la berlina? A un general. Está blanco, tieso. Le miramos debajo de la nariz, y nada. Se ha muerto así, sentado en la banqueta. Intentamos desnudarle para quitarle el uniforme, un uniforme de general es útil en cualquier situación, dicen que los polacos los reciben bien. Pero está demasiado tieso. Imposible recuperar el uniforme. Los caballos que estaban enganchados a la berlina parecían robustos, es un misterio que nadie los robara o se los comiera. Así que nos vamos con el muerto y somos de los primeros en llegar a Vilna, antes de la manada de los civiles y los desertores, justo después de la intendencia. Buscamos un palacio, lo encontramos en la parte vieja de la ciudad y pedimos asilo para un pobre general. Nos recibe una condesa polaca que se emociona cuando le cuento: «El general Brantôme está muy enfermo pero come por diez». La treta funciona. Sacamos al general del coche, le transportamos sobre los brazos cruzados a modo de silla, su aspecto asusta a la condesa, sus condecoraciones la tranquilizan, lo colocamos en esta habitación. Los criados nos traen baúles llenos de ropa, botas, agua con la que lavarnos la cara, navajas de afeitar, jabón, y sobre todo esta comida tan excelente. Nos atiborramos, salgo del palacio para comprar un trineo y huir cuanto antes hacia el Nieman y resulta que me encuentro con vos.
Un granadero con un abrigo de piel de zorro abrió un baúl y dejó ropa limpia sobre la cama. Vialatoux se brindó a afeitarles a los dos y les rogó que, por lo que más quisieran, se quitaran aquellos andrajos.
—¿Interpretáis todos los papeles? ¿Hasta el de barbero?
—Todos los papeles, capitán —dijo Vialatoux pavoneándose—. Dicen que los actores no tienen carácter, porque, al interpretarlos todos, pierden el que la naturaleza les ha dado, que se vuelven falsos, igual que el médico, el cirujano o el matarife se vuelven duros. Yo considero que han tomado la causa por el efecto, y que lo que los hace apropiados para interpretar todos los personajes es, precisamente, que ellos no son nadie.
—¿Y eso qué significa? —preguntó el capitán quitándose la camisa, donde pululaban regimientos de piojos.
—Que soy quien quiero ser en cuanto me pongo unas ropas. Subrayo con mayor énfasis la justicia de estas observaciones dado que pertenecen al señor Diderot.
—No sé quién es ese bufón.
En la calle se estaba organizando un alboroto. La glorieta se llenaba de una muchedumbre ruidosa que arremetía contra puertas y postigos. Los supervivientes estaban asediando la ciudad, habían desvalijado los almacenes, los sótanos, saqueado los cafés, los depósitos, se habían bebido el vino de las hospederías. El bullicio no les impidió oír un cañonazo al este de Vilna. Los ejércitos de Kutuzov atacaban.
—¡Venga, deprisa! —rugió Vialatoux—. ¡Zumbando! ¡Todos al coche del general!
Vialatoux le arrojó las ropas al capitán, quien las compartió con su criado. Los otros envolvieron al general en su sábana y lo levantaron. «Todavía puede sernos útil», decía Vialatoux, excelente en su papel de director. Añadió: «El buen hombre…».
—Gracias, general —le dijo Vialatoux al cadáver—, pero vuestro periplo se detiene aquí.
—Gracias por las botas y las pieles —continuó D’Herbigny—, os las debemos.
—Justo cuando tenemos una buena berlina, la abandonamos —gemía Paulin.
—¿Tienes una solución mejor, palurdo?
Aquel 10 de diciembre los fugitivos abandonaron centenares de vehículos en la parte baja de la cuesta de Ponary, escarpada, resbaladiza, cuya cima estaba envuelta en niebla. Escalaban la pendiente por las laderas, a cuatro patas, agarrándose a los arbustos y a los salientes de las rocas. Los invitados del general muerto hicieron lo propio. Antes de bajarse de la berlina, se pusieron más abrigos sobre sus abrigos forrados y luego contemplaron por última vez al supuesto general Brantôme, su rostro impávido, sus ojos fijos, vidriosos, los bordados irrisorios de su cuello y sus mangas.
—Da lo mismo —se lamentaba el capitán—, pero me hubiera gustado saber cómo se llamaba.
—Tal vez no fuera general —aventuró Paulin.
—Tenéis razón —prosiguió Vialatoux—, el hábito hace al monje, lo he dicho siempre. Fijaos en mí, con este gorro de pelo y las hombreras, hasta parezco valiente.
—Quizá fuera un civil disfrazado para huir mejor.
—Al menos el uniforme es verdadero.
—¿Cuántas horas tenéis la intención de disertar?
—Ya vamos, señor.
—Pasad vos primero, capitán, a partir de ahora sois el militar de mayor rango…
En cuanto estuvieron fuera de la berlina no abrieron más la boca. Hacía un frío tremendo, no había forma de trepar por la cuesta, no había cómo sujetarse sobre aquel espejo, ni los trineos les servían de nada. El capitán y su equipo avanzaban por entre vehículos abandonados, encabalgados los unos sobre los otros. Unos hombres sacaban unos barriles de los tres carros del Tesoro inmovilizados. Entre varios soldados levantaban los barriles y los estrellaban contra el hielo una vez, diez veces, hasta que los reventaban y liberaban su carga de luises de oro. Luego se precipitaban todos a recoger las monedas y se las metían bajo la ropa, en los macutos, en los sombreros. Paulin y los granaderos, bien vestidos por cortesía de la condesa de Vilna, miraban al capitán. Se entendieron sin mediar palabra y se sumaron todos a una a la barahúnda, se subieron a uno de los carros, volcaron un barril sobre el hielo, lo cogieron entre siete, lo levantaron, lo dejaron caer, y así varias veces; por fin los listones de madera se rompieron y los luises se esparcieron sobre la nieve. Eran muchos practicando este ejercicio, pero había oro para todos. Paulin le pegó un codazo en la espalda al capitán; con la mirada le indicó que unos cosacos avanzaban a toda prisa hacia los ladronzuelos.
Absortos en el pillaje, que los oficiales intentaban limitar para salvar una parte del tesoro, los soldados abrían los barriles, sacaban los luises a manos llenas; la mayoría no prestó ninguna atención a los jinetes cosacos, seguían afanados sin levantar la cabeza. El capitán, en un acto reflejo, quiso desenvainar el sable pero fue inútil porque el hielo había pegado la hoja a su vaina de cuero. ¡Perecer sin defenderse, inmovilizado contra un barril de oro, qué absurdo! Hubieran podido coger el otro camino, más largo aunque menos accidentado, pensaba el capitán, bien valía la jornada de más que suponía, y sin embargo habían optado por seguir al grueso del cortejo, deseosos de llegar a Kovno y al Nieman por el camino más corto. Ahora tendrían que seguir la ruta andando, si es que conseguían huir. Los cosacos no se movían, ante el obstáculo de los vehículos amontonados. No tenían intención de cargar en medio de aquel caos. Hincaron sus lanzas en la nieve y se apearon al puntó de sus sillas. Ahí están. Se asoman por entre las calesas y furgones, pasan por encima o por debajo, rodean, atraviesan, llegan a los carros del Tesoro. D’Herbigny se encuentra cara a cara con un cosaco enorme. Lleva un gorro de piel blanca echada hacia atrás, a la manera chechena, un sable largo y curvado que no saca de su vaina. El capitán busca un listón de barril con que parar los golpes, ya que el otro blande una hachuela. Les separa un barril. El ruso abate la hachuela y hiende la tapa. Lo que les interesa a los cosacos no son los soldados sino el oro, sólo el oro, meten los brazos en los barriles abiertos y sacan las monedas a puñados, ni se molestan en recoger los luises que se les caen en la nieve, vuelcan los barriles hacia ellos y se sirven. Empiezan a caer copos de nieve como para confundir a vencedores y vencidos. El capitán no había visto jamás a un cosaco de tan cerca pero había llegado el momento de largarse. ¿Quién les asegura que cuando esos bribones estén saciados no les dé por matarlos o capturarlos? El cosaco corpulento del gorro blanco levanta los brazos al cielo, abre las manos y suelta una lluvia de monedas. De su garganta brota el estruendo de su risa.
Ese mismo día, el emperador estaba en Varsovia. Había decidido ocupar una planta de techo bajo, al fondo del patio del Hotel de Inglaterra de la calle de los Sauces. Con el nombre de Rayneval, se hacía pasar por el secretario de su escudero mayor. Los postigos estaban entornados. Una criada polaca intentaba encender el fuego con una madera verde que no prendía. La sala principal estaba tan mal caldeada que Napoleón no se había quitado la hopalanda y caminaba de un lado para otro para desentumecerse las piernas.
—¡Caulaincourt!
—Sire —dijo Sebastián entrando.
—¡No os he llamado! ¿Dónde está Caulaincourt?
—El señor duque de Vicenza se ha marchado a nuestra embajada a buscar al señor De Pradt.
—¡Ese gazmoño de De Pradt! ¡Le voy a arrancar las orejas a ese incapaz! ¿Embajador? ¿Qué dices?
A Sebastián le intrigaba ese monarca al que frecuentaba en su intimidad. No conseguía dilucidar lo que ocultaba ese carácter terrible. ¿Era insensible o energético? ¿No abusarían de él si se mostrara demasiado benévolo? En la última posta antes de Varsovia, Sebastián había asistido a una escena privada que dejaba la sinceridad del emperador fuera de toda duda. Como en el Hotel de Inglaterra, una joven criada encendía el fuego para hacer sopa y café, en las dependencias del jefe de posta, mientras cambiaban los caballos del trineo. El emperador, arrellanado en el diván, se compadeció de la muchacha mal vestida y le ordenó a Caulaincourt que le ofreciera un puñado de monedas para que se comprara ropa de más abrigo y en el trineo, durante el trayecto, le abrió tímidamente su corazón. Sebastián acababa de transcribir esas frases de memoria, en la sala adjunta: «Pues sí, Caulaincourt, pese a lo que dicen, yo tengo entrañas y corazón, pero un corazón de soberano. Si las lágrimas de una duquesa me dejan de mármol, los males del pueblo me afligen. Cuando instauremos la paz, cuando Inglaterra se doblegue, me ocuparé de Francia. Viajaremos por el país durante cuatro meses al año, visitaremos las chozas y las fábricas, veré con mis propios ojos el estado de las rutas, los canales, las industrias, las granjas, me invitaré a casa de mis súbditos para escucharles. Todo está por hacer, pero se vivirá con desahogo en todas partes si reino al menos durante diez años más, y entonces me bendecirán tanto como ahora me odian…».
El abate De Pradt llegó a la estancia con su boquita fruncida, una frente alta y despejada, poco mentón.
—¡Ah, Sire! ¡Me habéis tenido muy inquieto pero me tranquiliza ver que os hallo en perfecta salud!
—Guardaos los cumplidos, De Pradt. Los que me habían elogiado vuestras virtudes eran unos asnos.
Caulaincourt empujó a Sebastián hacia la sala contigua, dejando al emperador con su cólera y al embajador con su bochorno. Luego el escudero mayor le dictó correo para Bassano, al que creía aún en Vilna, pero Sebastián no perdió detalle de la andanada de insultos que llegaba del salón. Cuanto más se justificaba el abate, más aullaba el emperador.
—¡Caulaincourt!
El escudero mayor dejó a Sebastián y su correo y regresó al instante arrojando una cartulina sobre la mesa del secretario, que leyó en ella: «¡Libradme de este bellaco!». Al otro lado de la puerta, proseguía la disputa:
—Sin dinero —decía el abate— me es imposible reclutar a nadie en el gran ducado.
—Nosotros luchamos por los polacos y ellos, ¿qué hacen a cambio?
—No tienen ni un escudo, Sire.
—¿Prefieren convertirse en rusos?
—O prusianos, Sire…
Para liberar al emperador, Caulaincourt le anunció que se le estaba enfriando la comida. Poco después, se cerró la puerta del apartamento. El abate se había marchado. El emperador cenó entre improperios y recriminaciones dirigidas al inútil de su embajador en Varsovia. Se aseguró de que hubiera llegado el trineo de Roustan y pregunto a Caulaincourt acerca de la ruta que debían tomar. Este se había llevado un mapa de la embajada y, con el dedo, iba señalando las etapas:
—Vamos hacia Kutno.
—Decidme, ¿en esta zona no está el castillo de la condesa Walewska?
—Efectivamente, Sire.
—¿Tendríamos que dar un rodeo para llegar hasta allá?
—No penséis siquiera en ello, Sire, tenemos que llegar cuanto antes a las Tullerías, además, ¿quién nos dice que la condesa no está en París?
—Olvidémoslo. Ardo en deseos de ver a la emperatriz y al rey de Roma. Tenéis razón.
El emperador se había resignado fácilmente; los argumentos de Caulaincourt eran convincentes. Con todo, le hubiera gustado saludar a su amante y abrazar al hijo que había tenido con ella. Caulaincourt siguió con sus explicaciones:
—A continuación, antes de Dresde, cruzaremos Silesia.
—¿En Prusia? ¿No tenemos otro remedio?
—No, pero es una distancia corta.
—¿Y si nos detienen los prusianos?
—Eso seria muy mala suerte, Sire.
—¿Qué nos harían? ¿Nos exigirían un tributo?
—O peor.
—¿Nos matarían?
—Aún peor.
—¿Nos entregarían a los ingleses?
—¿Por qué no, Sire?
Ante esa idea el emperador, en lugar de estremecerse, fue presa de una risa violenta que le sacudió los hombros.
—¡Ja, ja, ja, Caulaincourt! Imagino la pinta que tendríais en Londres, dentro de una jaula de hierro. ¡Os untarían con miel y os entregarían a las moscas, ja, ja, ja!
Partieron de nuevo en aquel trineo rojo cuyos cristales mal ajustados dejaban pasar una corriente de aire glacial. Sin embargo, Sebastián sentía que había regresado completamente a tierras civilizadas. Tenía la barriga llena, había podido asearse y cambiarse de ropa; ahora, sobre todo, intentaba no dormirse para guardar en su memoria las palabras del emperador:
—Antes de tres meses, tendré a quinientos mil hombres en armas.
—Los malintencionados, Sire, dirán que lo que habrá serán quinientas mil viudas…
—Dejadles que hablen, señor duque. Si los europeos comprendieran que lo hago por su bien no necesitaría ejército. ¿Acaso creéis que la guerra me divierte? ¿Que no me merezco un descanso? En cuanto a los soberanos, están limitados. ¡En fin, me parece que he demostrado ya con creces que quiero cerrarles la puerta a las revoluciones! Están en deuda conmigo por haber frenado el torrente del espíritu revolucionario que amenazaba sus tronos. Yo detesto la Revolución.
—¿Porque en ella se mató a un rey?
—El famoso 13 vendimiario, Caulaincourt, yo vacilé. Lo recuerdo muy bien, salía del teatro Feydeau, había asistido a un melodrama, Le Bon Fils; las alarmas sonaban en París. Estaba dispuesto a echar yo mismo a la Convención de las Tullerías, pero ¿con qué hombres contaba? Un ejército de petimetres, de estudiantes y camarerillos rodeados de chuanes. En las secciones realistas ¡llevaban sus fusiles como paraguas! Y luego se puso a llover, el chaparrón dispersó a los amotinados, que se resguardaron en un convento para seguir discutiendo… Así que esa noche opté por el Directorio a regañadientes; el Directorio, ese nido de granujas movidos únicamente por el interés. Secundé a Barras para utilizar su poder y asentar el mío.
—¿Habríais servido a la monarquía?
—¿Queréis que os diga quién mató en realidad al rey? Los emigrados, los cortesanos, la nobleza. En circunstancias como esas uno no se exilia. Si hubieran creado una verdadera resistencia sobre el suelo de la nación, yo les habría apoyado.
—Luego les acogisteis en vuestra corte…
—Tenía el deber de intentar reunirles de nuevo. Hay que confundir todas las opiniones y servirse de los hombres más opuestos. Eso prueba que el gobierno es fuerte.
—¿Cuántos de ellos os seguirán siendo fieles en la adversidad?
—Bien sabéis que siento poca estima por los hombres, pero ¿diríais que me equivoco, señor duque? No me hago ilusiones respecto a su conducta. Ninguna. Mientras yo siga alimentando sus ambiciones y sus arcas, se inclinarán ante mí.
El emperador y sus compañeros de viaje desconfiaban de posibles emboscadas pero a lo largo de los cinco días que siguieron, los únicos contratiempos que conocieron fueron mecánicos y las contrariedades debidas a la lentitud de los jefes de posta. En Dresde, habían tenido que abandonar el trineo rojo que se caía a pedazos y aceptar un vehículo montado sobre patines que les ofreció el rey de Sajonia, al que despertaron a las cuatro de la mañana y acudió en silla de manos sin advertir a nadie. Cuando escaseó la nieve, ese nuevo trineo fue sustituido a su vez por una calesa del correo, luego por un landó, precisamente el que ahora estaba esperando caballos de refresco en una posta, entre Erfurt y Frankfurt, donde nadie parecía tener prisa. Napoleón permanecía sentado en el landó.
—¡Caulaincourt, es exasperante! ¿Enganchan ya esos caballos o qué?
—Ya los he pedido, Sire —dijo el escudero mayor.
—¿Y qué os ha dicho el bruto del jefe de posta?
—Me ha dicho: «En seguida, en seguida».
—¿No tiene caballos en la cuadra?
—Afirma que no. Estamos esperando caballos requisados.
—¡Tenemos que salir antes de que anochezca!
—Sería preferible, Sire. La ruta empeora, allá por los bosques.
—Ayudadme a bajar, duque imbécil, me estoy congelando.
El emperador se dirigió a la casa del jefe de posta, furioso por el retraso. Una vez dentro, se apaciguó. En el salón, una mujer tocaba una sonata al clavecín. Ella no hablaba una palabra de francés, Napoleón ni una palabra de alemán. Al emperador le pareció encantadora y tocaba con una ligereza inesperada en un lugar como aquel.
—¡Caulaincourt!
—Sire? —dijo el escudero mayor que llegó corriendo.
—Vos que habláis su lengua, ¡pedidles café y espabilad a estos blandengues!
Caulaincourt se encontró a Sebastián y al intérprete en mitad del patio rodeado de los edificios de las habitaciones, las cocheras y las cuadras.
—Señor duque —le dijo Sebastián, febril—, han cerrado el portal grande como si quisieran retenernos.
—¿Sugerís que pueden haber reconocido a su majestad?
—¿A qué demorarnos si no?
—¿Y si han avisado a los partisanos alemanes y nos están preparando una emboscada en los desfiladeros de antes de Frankfurt?
—A menos que tengan la costumbre de desvalijar a los viajeros…
—He hablado con uno de los postillones —dijo el intérprete—. Hace más de treinta y seis horas que no se detiene nadie aquí.
—Pues, en buena lógica, deberían tener caballos disponibles.
Caulaincourt dio instrucciones. El conde polaco iría al pueblo en busca de un escuadrón de los gendarmes franceses que guardaban las postas en el país. Que confiara una de las pistolas de su majestad al señor Roque y se lanzara sobre uno de los caballos desenganchados: el pueblo no estaba lejos, no tendría dificultades para llegar aunque montara un caballo cansado. ¿Dónde estaba el montero? Agotado, roncaba sobre la banqueta del landó. Sebastián le despertó para que, junto con Roustan, mantuvieran abierto el portal grande.
—Las cuadras están de ese lado, señor duque —dijo Sebastián con la pistola apuntando al suelo.
Dentro, percibieron murmullos y ruido de cascos. Caulaincourt golpeó con el puño y dijo en alemán:
—Mach auf! ¡Abridme!
Llamado a engaño por el acento y la firmeza del tono y creyendo que se trata de uno de sus compadres de posta, se asoma un postillón. Sebastián y el escudero mayor le empujan y entran en la cuadra. Diez caballos perfectamente descansados se encuentran ante sus abrevaderos.
—¡Malditos mentirosos! —dice Caulaincourt, indignado, ordenándole a un postillón que enganche en ese mismo instante cuatro caballos al landó.
Al ruido del altercado, los demás postillones salen de sus cubiles. Les amenazan. Un energúmeno se une a ellos, coloradote y cejijunto. Sebastián no entiende ni palabra de las imprecaciones que, como blasfemias, escupe el gigante al rostro de Caulaincourt. Es el jefe de posta. Levanta su látigo y azota el aire. Sebastián, que se ha aproximado, recibe la correa en plena cara. Tiene un tajo rojo en la mejilla. Caulaincourt coge al hombre por el cuello de su redingote y lo aplasta contra la pared. Los caballos patalean, nerviosos. Sebastián, con la mejilla ensangrentada, amenaza con la pistola, que empuña con mano temblorosa, a los postillones que gruñen. Caulaincourt suelta al jefe de posta, saca su espada y le coloca la punta en la garganta. Este aúlla las órdenes y enganchan inmediatamente los caballos al landó.
El emperador sale en ese instante del brazo de la intérprete de clavecín, azorada:
—Caulaincourt, decidle a madame, en su lengua, que merecería tocar en las Tulle rías.
—¿Puedo añadir: sin su mando?
—¿Es la mujer de ese zafio malintencionado?
—Eso me temo, Sire.
—¡Qué pena! ¡Vámonos!
El montero azota los caballos, Roustan se sube al vehículo en marcha y reemprenden el camino cuando el conde polaco regresa con los gendarmes.
—¡Conde, seguidnos con vuestros gendarmes! —gritó el escudero mayor por la portezuela. Añadió para el emperador—: Me huelo un golpe bajo.
—No lo veáis todo negro, Caulaincourt.
—¿No habéis visto algo intrigante en todos esos manejos? ¿A qué venía mentirnos?
—Tal vez —avanzó Sebastián— no querían reventar sus caballos en una ruta tan mala.
—¿Y si el muchacho tuviera razón?
El emperador quiso tirarle de la oreja a Sebastián y, buscándosela bajo las pieles con las que se cubría el rostro, sus dedos tocaron un líquido pegajoso, retiró la mano.
—¿Qué es esto?
—Una herida al servicio de vuestra majestad.
—El señor Roque ha recibido un golpe en la posta.
—Bien, bien…
El emperador se limpió los dedos en los cojines del landó, con una mueca de asco, y luego se quedo enfurruñado en un rincón. Sebastián observó su perfil iluminado por la luz del crepúsculo, sus rasgos finos en su rostro carnoso. Napoleón murmuraba: «Intrigas, intrigas…», y esas palabras le remitieron a su obsesión dinástica, a la conspiración de Malet, a cuanto esta le había revelado de la actitud de sus dignatarios.
—¡Malet! ¿Cuántos, en París, van a lisonjearme para que olvide sus villanías, y cuántos pensaban más en una nueva revolución que en una regencia? ¿Veis a todos esos mariscales que rodean a la emperatriz? ¿Creéis que es para asistirla? No, no, en absoluto, lo que quieren es asfixiarla. Imagino sus presiones, su avidez. Si yo muriera, todo regresaría a la nada. No tienen las cualidades requeridas, les reconcomen los celos.
—Vos mismo habéis exacerbado los celos que se tienen, Sire.
—¿Y vos me lo decís, mi pobre duque? ¡Pobre amigo mío! ¡Si supierais los nombres de los que me han reclamado vuestra perdición! ¿Y sabéis por qué? Porque vuestra nobleza, marqués del Antiguo Régimen, data de varios siglos, y se mueren de envidia. Duque de Vicenza no está mal, ¿verdad?, pero marqués de Caulaincourt no os gusta. ¡Hatajo de envidiosos! No tendrán jamás el porte ni la elegancia de los verdaderos nobles, ¡dentro de diez años serán igual de patanes! Yo remo para sus hijos.
Detrás de ellos, a mucha distancia, los restos de lo que fue un ejército imponente, apenas unos miles de pordioseros, se acercaban al Nieman. En la chabola, a la que le habían quitado parte del techo, como de costumbre, para alimentar el fuego, una decena de aquellos salvajes se adormilaban alrededor de las cenizas.
—Señor —balbuceó Paulin entre sus labios agrietados—, señor, se está haciendo de día.
—¡Déjame en paz! Todavía es noche cerrada y lo único que nos protege son estas brasas.
—No, señor…
El gran Vialatoux pasó una mano ante los ojos abiertos del capitán. Se volvió hacia Paulin sin decir nada. D’Herbigny tenía la córnea quemada por el frío y el resplandor de la nieve. Le levantaron entre los dos.
—Venid.
—¡Pero si no veo nada!
—Es por el hielo, señor, para que se despeguen vuestros párpados.
—¡Pero si tengo los ojos abiertos!
—Tiene que fundirse el hielo de vuestros ojos. Poneos esta venda —le dijo Vialatoux rasgando uno de los trajes que se habían llevado, además de las botas y los guantes, de casa de la condesa de Vilna.
—¿Y cómo voy a caminar con esta venda sobre los ojos, otra tapándome la boca y una tercera en las orejas?
—Apoyaos en mi hombro, señor, yo os guiaré.
—¿Y dónde está tu hombro?
Paulin cogió su cayado de abeto, Vialatoux cargó con los sacos. Como cada mañana, se cruzaron con los muertos de aquella noche, dispuestos alrededor de sus vivaques húmedos, con la piel negra de hollín. Uno de ellos se había quedado helado de pie, acarreando unas ramas para el fuego; ya no tenía dedos y daba la extraña sensación de que sonreía pero, como repetía a menudo el capitán, morir de frío no era tan horroroso, se queda uno dormido y ya está. En la llanura, unas sombras avanzaban en la misma dirección, titubeaban cómo borrachos, perdían el equilibrio, caían de bruces, no volvían a levantarse. Otros sangraban abundantemente por la nariz y la sangre se les congelaba en las barbas. Volaban partículas de hielo. Un cuervo se desplomó como una piedra y quedó aplastado en el suelo. Se partió el tronco de un árbol, agrietado por el frío. Los pies descalzos de un grupo de soldados sonaban como pezuñas en el suelo, se les desprendía la piel de las piernas, se les veían los huesos, pero ellos no sentían nada. No se oía ni un ruido, el aire estaba mudo, la naturaleza, inerte.
La mano del capitán perdió de pronto el hombro de su criado; tropezó con un cuerpo tumbado y cayó cuan largo era sobre la nieve, intentó incorporarse, balanceó el brazo de izquierda a derecha, palpó el cuerpo sobre el que acababa de caerse, el de Paulin, que farfullaba débilmente:
—Dejadme…
—¿Y quién va a guiarme, eh?
—El señor Vialatoux…
—¡No! ¡Te pago para que me sirvas!
—Hace mucho tiempo que no me pagáis, señor…
—¿Y las monedas del Tesoro que te embutiste en los calzones, desagradecido?
—Dejadme, me estoy quedando dormido…
—¿No quieres volver a ver Ruán, borrico?
—Váyase…
—¡Tus maneras me parecen detestables!
El vaho de sus alientos se condensaba en las pieles de oso que protegían sus bocas, ya no podían hablar, pero el capitán cogió a Paulin por los brazos y lo puso de pie a la fuerza. Vialatoux les susurró para animarles:
—Por fin un pueblo, o una ciudad, en fin, casas.
Se unieron a las bandas que convergían en Kovno. Vialatoux se puso en cabeza, Paulin apoyó una mano en su hombro y el capitán hizo lo propio con Paulin, como los ciegos que caminan uno tras otro sosteniéndose entre sí. Llegaron así sin saberlo al umbral de la hospedería donde se había alojado su majestad antes de cruzar el Nieman. Los trineos estaban atados a unas argollas empotradas en la pared. Vialatoux dirigió a sus compañeros vacilantes hacia la puerta, que abrió. Se encontró con el hospedero italiano, quien le negó la entrada. El calor de la sala le dio nuevos ánimos y, levantando la piel con la que se cubría la boca, el comediante soltó con voz altiva:
—Es un oficial inválido y su criado a los que estoy guiando a través de este desierto.
—¿Qué me lo prueba?
—Tenemos oro.
—Eso cambia la cosa.
Vialatoux arrojó un puñado de monedas al suelo. Los pinches se precipitaron a recogerlas, el hospedero las contó disculpándose.
—No puedo albergar a todo el mundo.
—¿Y ese?
El gran Vialatoux señaló a un enfermo, perdido bajo un montón de mantas al fondo de la sala, un hombre de rostro demacrado, lívido, al que una criada daba una escudilla de caldo a beber. Otros hombres, que parecían gozar de mejor salud a pesar del lamentable estado que reflejaban sus rasgos, estaban sentados junto a él.
—Es el general Saint-Sulpice, le hirieron y le estamos conduciendo de vuelta a casa —dijo uno de los hombres.
—¿Saint-Sulpice? —rugió el capitán—. ¡Llevadme junto a él!
Lanzó su brazo hacia el vacío, buscando un apoyo, y Vialatoux lo guio. Bajo sus abrigos y sus mantas, el general todavía llevaba puesto su uniforme bordado que le servía de pasaporte; los cosacos no se atreverían a matar ni a desvalijar a los oficiales superiores, capturarles salía más a cuenta que robarles.
—Mi general —dijo el capitán en posición de firmes.
—¿Quién es? —dijo el herido.
—Capitán D’Herbigny, 4.o escuadrón, a vuestras órdenes.
—Herbigny…
—Vos me confiasteis la brigada.
—¿Dónde está?
—¡Aquí, mi general!
—No os comprendo…
—¡La brigada soy yo! —dijo el capitán golpeándose el pecho.
Mientras tanto, Vialatoux se estaba informando. ¿Era fácil cruzar el Nieman? Sí, se había helado de nuevo. ¿Podían quedarse antes unos días en Kovno? No sería prudente; estando tan cerca del ducado de Varsovia, la última ciudad que los rusos atacarían. Por otra parte, según contaban, sólo estaban a dos o tres leguas de distancia. ¿Un trineo? No quedaba ninguno. ¿Los de fuera? Eran los del general y su comitiva. ¿No tendrían tres plazas de sobra? Lo sentían, pero no.
—Capitán —dijo desde el otro extremo de la sala uno de los hombres de la escolta de Saint-Sulpice—, capitán, se os ha caído algo…
—¿A mí?
—Esperad, os diré qué es…
El hombre se agachó y profirió un grito como si hubiera tocado un objeto diabólico. Los demás se callaron.
—¿Qué habéis encontrado? —gritaba el capitán—. No veo nada, me he sumido en una noche eterna.
—Es que…
—¡Hablad! ¡Os lo ordeno!
—Vuestra nariz —dijo Paulin con la voz quebrada.
—¿Mí nariz asusta a estos granujas?
—¡Oh, no!
—Entonces ¿qué pasa con ella?
—Que se ha congelado.
—¿Y?
—Pues que se os ha caído, capitán.
La impaciencia del emperador crecía a medida que disminuía la distancia que le separaba de París y, sobre todo, desde que había cruzado el Rhin en barca y se había encontrado con Montesquiou; ese emisario de Berthier buscaba al teniente coronel, había confirmado que la emperatriz y su hijo estaban perfectamente y que el fatal boletín vigésimo nono se publicaría continuamente en Le Moniteur. Desde entonces, Sebastián tuvo menos declaraciones que consignar. Napoleón se mostraba menos festivo, menos inclinado a la confidencia. Incansable, se refería una vez más a los errores cometidos en su campaña contra los ingleses. Aquella forma de retirarse sin combatir, quemando los víveres y las ciudades, ¿no había sido la política de Wellington en Portugal? ¿No tenía el zar un consejero llegado de Londres, sir Robert Wilson? Y si lo rusos habían desestimado en mil ocasiones la oportunidad de exterminarnos, ¿era por incompetencia o porque querían que Francia fuera lo bastante fuerte como para contrarrestar el poder de los ingleses? Aparte de ese tipo de reflexiones, que no se molestaba en desarrollar, el emperador se enfrascaba en la lectura de la prensa o de novelas frívolas. En Verdún, le pidió a Sebastián que le comprara peladillas y granos de anís en casa de un conocido confitero. En Château-Thierry tomó un baño y se colocó el frac verde de la infantería de los granaderos de su guardia, conservando su gorra y su pelliza, menos para protegerse de un frío que cada vez era más soportable que para que no le identificaran demasiado rápido. Quería sorprender con su repentino regreso. Tras haber roto los ejes de unas cuantas ruedas y cambiado varias veces de vehículo, los viajeros entran en París el 17 de diciembre antes de medianoche, en una silla de posta de enormes ruedas y aspecto triste.
Llegan por la ruta de Meaux. Por más que el coche está cubierto, se tapan la nariz cuando pasan junto al gigantesco vertedero donde se amontonan las inmundicias de la capital. Cerca del lugar maldito donde se alzaba la horca de Montfaucon, cruzan eriales, campos, huertos, granjas cuya silueta adivinan a la luz de los faroles. Tuercen a la izquierda, bajan por la calle del faubourg Saint-Laurent, luego por el de Saint-Martin, llegan a las cuatro hileras de tilos de los grandes bulevares que sustituyen la antigua muralla, se pierden por arterias estrechas, caóticas, poco iluminadas, desiertas a esa hora, despejadas de los puestos que los tenderos instalan durante el día. He aquí el palacio imperial de las Tullerías. El postillón se dirige al porche del pabellón del Reloj. La silla de posta se detiene ante los centinelas que montan guardia en el peristilo de la entrada. El montero abre la portezuela, Caulaincourt se apea primero, se desabrocha el abrigo, muestra los dorados de su uniforme. Se abre paso a aquellos visitantes ataviados con pellizas y gorras de piel. Suenan las doce campanadas de la medianoche.
Caulaincourt, el emperador y Sebastián suben la escalinata de rampa doble que desemboca en el vestíbulo del palacio. Abren una puerta, avanzan a zancadas bajo los arcos de una galería cubierta, en la planta baja; las ventanas se abren a los jardines. Llaman a una segunda puerta al fondo de esa galería. Son los apartamentos de la emperatriz, otrora los de la reina, el lugar donde los del Comité de Salud Pública encajaron los muebles de Versalles y el Trianón para instalar allí una legión de secretarios. Nadie contesta. Caulaincourt tamborilea con los dedos en la puerta. Se escuchan pasos. Un guardia suizo con el pelo cano enmarañado y los ojos empañados entorna el batiente. Va en camisón, igual que su esposa, que se asoma tras él, intrigada; la mujer lleva un candil. En la penumbra, se asusta al ver la pinta y la barba sucia del escudero mayor. Este enseña de nuevo los dorados bordados de su uniforme oculto bajo la pelliza. El suizo no abandona su aire receloso.
—Soy el duque de Vicenza, escudero mayor de su majestad.
En las dependencias contiguas, se oye el frufrú de los bajos de las ropas sobre el parquet, dos doncellas de la emperatriz se suman al insólito grupo. El emperador se quita la gorra de piel, el abrigo polaco. Le reconocen por fin, primero con estupor, con regocijo luego. El suizo tiene lágrimas en los ojos. El emperador aparta a los criados y dice:
—Buenas noches, Caulaincourt. Debéis de estar cansado.
Se cierra la puerta. El escudero mayor y el secretario, ataviados a la manera cosaca, se encuentran en la penumbra de la galería, con sus botas enormes sobre el suelo de madera encerada.
—¿Tenéis adónde ir?
—No, señor duque.
—Seguidme.
Rehacen el camino en sentido contrario, se cruzan con un lacayo con la librea verde de la corte que les pregunta:
—¿Es verdad lo que cuentan?
—¿Qué cuentan?
—Que ha regresado su majestad.
—Veo que los rumores corren.
—¿Entonces es cierto?
—Venid —le dice Caulaincourt al lacayo—. Os necesito.
El escudero mayor instala a Sebastián en el baúl del correo, el lacayo se sienta junto al postillón. Se dirigen a casa del canciller mayor Cambracérès, en la rue Saint-Dominique, en la otra orilla del Sena, para advertirlo del regreso. El coche se dirige al nuevo puente de piedra, frente a las Tullerías, pasa bajo el porche del antiguo palacete de Roquelaure, que Cambracérès compró y restauró y donde le gusta ofrecer cenas suntuosas y tristes. Sobre el portal encuadrado por columnas dóricas, ha mandado que inscribieran su título en letras enormes: Palacete de su alteza serenísima el duque de Parma. El portal se abre a un patio adoquinado, el edificio tiene dos escalinatas simétricas, las ventanas de los salones están iluminadas con luces amarillas. Caulaincourt y Sebastián saltan de la silla de posta, un lacayo de Cambacérès intenta detenerles pero el criado de las Tullerías le explica de qué se trata a su colega. Pasan. En el gran salón, señores con pelucas de otros tiempos, vestidos con satenes y terciopelos, se levantan de sus mesas de whist abriendo mucho los ojos.
—¿Quién ha permitido que estos vagabundos llegaran hasta aquí? —dice uno de ellos llevándose unos quevedos a la nariz.
—Servicio del emperador —afirma Caulaincourt con voz fuerte y clara.
—Pero ¿quién sois vos, en definitiva? —le pregunta un marqués con el chaleco a rayas.
—Anunciadme al señor canciller mayor —le dice Caulaincourt al lacayo de las Tulle rías, qué cruza el vestíbulo de mármol hacia el despacho de Cambacérès, conducido por su colega.
—¡Insensato! —protesta uno de los invitados—. Se equivocan de época, señores. Este palacete albergó a muchos tiñosos, ¡pero fue en tiempos de la Revolución!
—Soy el duque de Vicenza.
—¿Vos?
—¿Con ese aspecto?
—¿Con esa barba piojosa?
—¿Y esa gorra de salvaje?
—El señor canciller mayor espera al señor duque —anuncia el lacayo entrando de nuevo en el salón.
—¿Es verdad? —le pregunta uno de aquellos señores a Sebastián, al que el escudero mayor abandona para ir a informar a Cambacérès y preparar la jornada del día siguiente.
—¿Dónde está el emperador? —pregunta otro.
—¿Le ha ocurrido alguna desgracia?
—Nos tiene preocupados desde ayer por la mañana.
—¡Hemos leído horrorizados el último boletín del Moniteur!
—¿Ya no tenemos ejército?
—¿Por qué está el señor duque en París sin su majestad?
—Pero, hablad, muchacho, ¡hablad!
—¡Libradnos de esta angustia!
—El emperador está en París —dijo Sebastián dejándose caer sobre una butaca dorada.