BERÉSINA
«Este año, a un grupo de patos salvajes se les quedaron las patas congeladas y soldadas a la superficie de un estanque; ahora una gran águila traza vueltas y más vueltas sobre los pájaros pegados al hielo picoteándoles las cabezas».
Entre chien et loup, JIM HARRISON
En la chabola destartalada de los suburbios de Smoliensk ya no quedaban tablones ni vigas para mantener el fuego necesario para la supervivencia, había que marcharse de allí, caminar, encontrar un mejor refugio, comida. El doctor Fournereau, Ornella, la banda de desgraciados recogía sus pertenencias cuando uno de ellos, que había empujado la empalizada para observar los alrededores, entró raudo y agarró a Fournereau por su amplio abrigo de piel de oso negro: «¡Mira, mira! ¡Las puertas!»[3].
El doctor se enfundó los guantes. Una turba de hombres y mujeres subían de todas partes hacia las puertas abiertas de par en par de la ciudad; si no fuera porque se hundían a cada zancada, el doctor y su grupo hubieran sacado fuerzas de flaqueza para tomarle la delantera al gentío. El aire frío cortaba y penetraba hasta los huesos. Agarrados los unos a los otros, plantaban los pies en la nieve de forma mecánica, con el cerebro alerta, instintivo, como los cazadores. El emperador acababa de marcharse con su guardia en dirección a Minsk, el estado mayor preparaba el equipaje y los criados vendían el burdeos de la bodega imperial a veinte francos la botella. Ningún oficial sabía o quería poner orden a aquel caos. Los soldados, los vagabundos, los refugiados no obedecían más que a sus barrigas. Asaltaban los almacenes donde los comisarios de aprovisionamiento se habían parapetado esperando órdenes hipotéticas.
El temporal de nieve había ocultado las pilas de cadáveres, llenando con montículos blancos la calle que subía hacia la ciudadela. A mitad del recorrido, Fournereau y los suyos se mezclaron con la chusma enfurecida que arremetía contra los postigos macizos del almacén principal. Desde una ventana del primer piso, el controlador Poissonnard les arengaba:
—¡Esperad! ¡Habrá para todo el mundo!
—¿A qué estamos esperando?
—¡Tenemos que organizar las raciones!
—¡Ya nos organizaremos nosotros mismos! ¡Abre!
—Esperad…
—¡Cállate, cochinillo, o acabarás en la cazuela!
Una calesa de cuyos caballos se había incautado la artillería se abrió camino, guiada por zapadores y, empujada por la muchedumbre, se estampó contra la puerta; una hoja empezó a crujir y cincuenta manos acabaron de arrancarla. Las astillas de la madera salían despedidas en un intento por ensanchar la entrada. Sin palabras, con el vigor de un torrente, la plebe penetró en el interior del edificio y se repartió por sus dependencias. Fournereau sujetaba a Ornella por el brazo, le seguía su banda. Se dejaron llevar por el gentío hasta las salas atestadas de cajas que un gran ulano con tricornio abría con una hacha. Sostenidas por brazos en alto, las canastas iban pasando por encima de las cabezas. Los primeros pillaron judías, sacos de harina, arroz. Los siguientes se abalanzaron hacia la escalera. En el primer piso, los avitualladores habían atrancado la puerta con la ayuda de barras, que no resistieron la poderosa arremetida. Los asaltantes descubrieron una nueva reserva. Poissonnard se disponía a huir. Se había asegurado una escalera apostada en el exterior de una de las ventanas, dos de sus acólitos ya habían escapado de ese modo; unos furgones les recogían en la parte trasera del edificio. Fournereau agarró al controlador por los faldones de su uniforme azul en el momento en que alzaba la pierna para salir por la ventana.
—¿Qué llevas en tus carruajes?
—¡Servicio de su majestad! —respondió Poissonnard con voz ronca.
—¿Dónde está la carne?
—¡Los rebaños nunca llegaron!
El doctor se inclinó. Sosteniendo al controlador por la garganta, le tenía medio estrangulado. Abajo le esperaban sus colegas del servicio de abastos; los cocheros de los furgones, sentados en sus banquetas con las riendas en la mano, aguardaban la señal de partida. Poissonnard gemía:
—Dejadme ir, yo no os seré de ninguna utilidad.
—Ninguna, es verdad. ¡Ve a reunirte con esos acaparadores!
Con un movimiento, Fournereau desequilibró a Poissonnard, que se tambaleó en el pretil y cayó gritando; se estrelló sobre la capota de lona de un coche. Los cocheros fustigaron a los caballos y los furgones desaparecieron por el cruce de las calles cubiertas de nieve. En el almacén, el pillaje sistemático no se había interrumpido, todo estaba desapareciendo en el fondo de los bolsillos, sacos, alforjas y gorros, incluso se llevaban la madera de las cajas en previsión del siguiente vivaque. Fournereau se inclinó sobre Ornella. La actriz estaba llenando su hatillo de legumbres.
—Hoy todavía no vamos a irnos al paraíso —le dijo.
—Pues mañana será —le respondió ella con una sonrisa ausente. Oyeron un cañonazo a lo lejos. Seguro que alguno de los ejércitos de Kutuzov estaba atacando la retaguardia.
Los equipos seguían la ruta trazada por el emperador y su guardia, veinticinco leguas de llanura antes de Krasnoia, un pequeño pueblo donde el cuerpo del ejército de Davout, de Eugenio y de Ney, que iban saliendo de Smoliensk por unidades, iba a reunirse con ellos. La berlina de los secretarios y los furgones de su gabinete habían pasado la noche a cubierto, bajo los abedules de un bosque, rodeados de vivaques encendidos por los tiradores de la Joven Guardia que estaban a las órdenes de un capitán fornido y malhablado que, sin embargo, cuidaba a sus hombres. Se llamaba Vautrin. Antes del alba, despertaba a los que se dormían a bastonazos; tumbados en la nieve, con los capotes tiesos por el hielo. «¡En pie! ¡En pie! ¡Si os dormís ahora ya no os despertaréis más!». Se sentaban, se iban levantando uno a uno, cegados por el humo de las hogueras que los suboficiales habían estado cuidando toda la noche echándoles ramas para alimentarlas. «¡En pie! ¡Mala peste se lleve al estúpido que duerme demasiado!». Sus berridos reverberaban en el silencio. Sebastián abrió un ojo en la parte trasera de la berlina que compartía desde Moscú con Fain y la familia del librero, que roncaba boquiabierto. «¡En pie! ¡En pie!», repetía Vautrin pegándole una buena somanta a uno de sus hombres. El oficial caló su bastón en la nieve, zarandeó al dormido y les chilló a los rezagados del 2.o batallón: «¡En pie! ¡En pie! ¡Si no vais a acabar como vuestro camarada Lepel!». Sebastián dejó a sus compañeros de viaje y se acercó a las hogueras. Los soldados de la guardia eran los únicos que llevaban uniformes más o menos a juego, capotes grises, aunque desflecados, chacos con barboquejos bajo el mentón; a pesar de que llevaban pieles cubriéndoles las orejas y harapos envolviéndoles las polainas, mantenían cierto porte.
Con la punta de la bayoneta, el capitán Vautrin le presentó al secretario un pedazo de carne asada que este tomó con los guantes y se apresuro a masticar. Le costó trabajo tragárselo, ya ni preguntaba qué era, una carne negruzca y fibrosa, pero qué más daba, no habría dudado en hacerse caníbal si no había otra solución para mantenerse vivo hasta París.
Los tiradores volvían a recoger sus fusiles de los montones, uno de ellos se colgó un tambor en bandolera y empezó a repicar. Sebastián recuperó su puesto en la banqueta de la berlina. Notó una animación parecida en los coches de la comitiva. El día se levantaba lechoso, pero a veinte grados bajo cero ya no nevaba. Contemplando la grupa de sus dos caballos antes de fustigarlos, reparó en que el de la izquierda sangraba, una sangre negra coagulada en cuajarones y costras. Saltó de su asiento gesticulando: durante la noche, algún despabilado había cortado un par de buenos bistés de los cuartos traseros del animal al que las bajas temperaturas habían vuelto insensible.
—Señor barón…
—¿Salimos ya? —farfulló el barón Fain desde debajo de las mantas, con los ojos entrecerrados.
—No será fácil, con un solo caballo.
—Pero ¿qué decís, señor Fain?
—Venid a ver.
—¡Ay, señor, qué horror me vais a enseñar ahora!
—¿Qué pasa? —se inquietó el librero asomando la cabeza.
—Ya os enteraréis —murmuró el barón, que acompañaba a Sebastián a ver el caballo mutilado.
El cochero del furgón de las cartas y los archivos se había aproximado y sacudía la cabeza:
—¡Uf, qué mal aspecto tiene esto! ¡Qué mal aspecto!…
—Guardaos vuestros comentarios —dijo el barón, exasperado por aquel peligroso contratiempo.
—¿Qué vamos a hacer?
—En primer lugar, señor Roque, sacad a ese pobre animal del varal.
—Nos quedaremos sólo con uno, y no podrá tirar de la berlina a pesar de la avena que se comió en Smoliensk.
—¡Desde luego! —comentó el cochero—. Para un coche de estas dimensiones harían falta cuatro animales.
El barón reflexionó. El 2.o batallón de tiradores se había puesto en marcha tras los tambores y su bandera, de la que sólo se veía el águila por encima de los chacos.
—Voy a montar el segundo caballo —decidió el barón—. No le pondremos mucha carga. Vos, señor Roque, nos seguiréis con los furgones, en la banqueta del cochero.
—¿Y los Sautet?
—Que vayan andando como todo el mundo. Después de todo, el doctor Larrey recomienda caminar para evitar la obesidad. Explicádselo.
El caballo que habían despedazado en vivo se había desplomado sobre la nieve, sacudido por espasmos; por las ventanas de las narices le salía un vaho que no tardaba en convertirse en hielo, al igual que la lágrima que Sebastián creyó ver en el rabillo de su ojo redondo. El barón escogió lo imprescindible y lo metió en un morral. Cuando estuvo listo, se montó en el caballo bueno, sin silla ni estribos, y rodeo el cuello del animal con sus brazos, con la nariz hundida en la crin. Presionó los flancos de su montura con las rodillas y trotó tras el batallón diciéndole a su escribiente:
—Ya encontraré alguna silla por el camino, a nadie se le ocurrirá cargar innecesariamente con una.
—¿Me seguís? —preguntó el cochero a Sebastián.
—Sí, pero debo avisar a nuestros pasajeros…
—Apresuraos, no hay tiempo que perder.
La misión era delicada. Sebastián detestaba ese papel de mensajero de mal agüero que le había tocado. Quería endurecerse, y le era fácil en el entorno de su majestad, pero en el caso que se le planteaba, ¿cómo explicarle al librero que iban a abandonarle ahí, en ese bosque, lejos de la ciudad? Afortunadamente habían confiado su último herido, el teniente febril, a los médicos de Smoliensk. Abrió la puerta de golpe.
—¿Nos vamos ya o no? —preguntó el librero.
—A partir de ahora, cada uno viajará por sus medios…
—Pero ¿qué diantre estáis diciendo, joven?
—No tenemos caballos para tirar del coche.
—Y eso significa…
—Que recojáis lo que os parezca útil.
—¿Y seguimos a pie?
—Eso me temo, señor Sautet.
—¡Más lo temo yo! ¡A mi edad! ¿Se les ha ocurrido siquiera? ¿Y mi esposa? ¿Y mi hija?
Las dos mujeres, acobardadas, se mordían los labios. En un rapto de valentía, el librero le pidió a Sebastián que se llevara a su hija en el furgón de las cartas.
—¿Y vos?
—Mélanie y yo nos quedaremos en el coche.
—Sed razonable, señor Sautet.
—¿Invocáis vos la razón en circunstancias como las presentes? Vamos, sólo hay una ruta. Alguna calesa nos recogerá. En este lamentable cortejo van antiguos habitantes de Moscú a los que conozco.
—De acuerdo —dijo Sebastián—. Señorita…
Ayudó a la señorita Sautet a apoyarse en el estribo resbaladizo, la tomó en brazos para evitar que se cayera y la dispuso como pudo entre los informes y los pergaminos que ocupaban el espacio del furgón. El perro Dimitri ladraba. Sautet se asomó por la portezuela blandiendo un libro:
—Señor secretario, se os ha caído este tomo del morral, sería una pena que lo perdierais.
—Gracias, señor, gracias.
Sebastián cogió el libro, La tranquilidad del alma, de Séneca, del que el librero, como burla o fanfarronería, le recitó un fragmento:
—«Cuando consideramos de antemano que todo lo que puede ocurrir debe ocurrir, amortiguamos el impacto de la desgracia». Pero cuidad de Emilie…
—Prometido, señor Sautet.
El furgón se marchó. Sebastián, cuando pasaron junto a la berlina inmovilizada, vio en su interior al librero y su esposa abrazados. Bajó la mirada. Los ladridos se prolongaron. El perro negro brincaba junto al furgón. El secretario se inclinó, tendió la mano, levantó a la bestia por la piel del cuello y se la posó en las rodillas, bajo la manta de lobo. El cochero levantó los ojos al cielo.
La realidad atormentaba a Sebastián Roque. Nadie le había preparado para un mundo tan cruel. Se repetía a sí mismo que los furgones atestados del secretariado no podían acoger al librero y a su esposa y que ya había vulnerado el reglamento embarcando a su hija entre los montones de cartas y documentos administrativos (¿se lo reprocharían?). ¿Qué sería de los Sautet? No se detendría ninguna berlina a salvarles; el librero le había dado ese argumento para descargar la conciencia del joven, era un argumento elegante, valiente, pero falso. Morirían de hambre y de frío, suponiendo que los campesinos no los masacraran antes. Sebastián se despreciaba e inventaba mil excusas mientras acariciaba al perro Dimitri, que le procuraba un poco de calor.
—Estamos llegando —dijo el cochero.
—¿Adónde?
—A Krasnoia, sin duda.
Con el látigo señaló la lontananza, allá donde un fárrago de casuchas parecían hundirse bajo el peso de la nieve espesa. La hilera ininterrumpida de regimientos y berlinas se encaminaba hacia allá. Y, por doquier, caballos reventados, cuerpos petrificados en el arcén que les miraban con lasitud, como mojones. Todavía no habían llegado. La ruta trazaba un declive por un desfiladero de paredes de hielo. A la entrada de un puente estrecho se agolpaban coches y furgones. Uno de los cajones del Tesoro se cayó y vertió una lluvia de monedas de oro. Unos soldados postrados se detenían junto al torrente. Sebastián quiso ir a ver. El cochero, obligado a detenerse, le amonestó: «Sois demasiado curioso, señor». Cuando Sebastián apartó la manta, el perro negro saltó sobre la nieve.
Allá abajo, las monedas de oro habían caído sobre un rebaño de bueyes. Centenares de bestias se habían congelado con los ojos abiertos, y no se veía más que un amontonamiento de cuernos y hocicos rígidos, repartidos por el hielo. Los primeros se habían salido de la ruta, tal vez cegados por una tormenta, sus congéneres los habían seguido en tropel y acabaron todos en el fondo del barranco; incapaces de remontarlo, debieron de bramar durante mucho rato, herirse, luchar entre ellos. El hielo los había congelado en posturas horrorosas o grotescas.
Algunos soldados soltaron cabos de cuerda por los que se deslizaron para examinar a los bueyes salpicados de oro. Caminaban sobre la superficie del hielo, se agarraban a los cuernos como si fueran empuñaduras. Un gigante abatió una hacha de zapador sobre una de las bestias, pero el hierro no hizo mella en el cuero, de tan duro como estaba. El perro Dimitri, entre las piernas de Sebastián, ladraba a buen recaudo contra los bueyes muertos que le asustaban. Se acercó demasiado a la pendiente y resbaló varios metros. Sebastián quiso rescatarlo, se agarró a unas rocas salientes y cogió el perro contra su pecho; unas manos se tendieron en su ayuda. Entre los hombres de la Guardia Imperial todavía subsistía un ápice de fraternidad.
Y los furgones cruzaron el puente.
Entraron de noche en Krasnoia, iluminada por las hogueras. Los cocheros desengancharon los caballos ante los edificios destartalados del cuartel general y Sebastián quiso comprobar cómo había soportado el viaje su pasajera. No se movía, estaba acurrucada entre los cartones y los papelotes. Le dio palmaditas en las manos y las mejillas, pero no consiguió que la sangre fluyera bajo aquella piel transparente.
—Llevadla a los médicos, señor Roque.
El barón Fain, informado de la llegada de los furgones, no pareció sorprendido al descubrir en ellos a la señorita Sautet. Incluso le propuso a su empleado que podía llevarla él consigo al hospital de la guardia donde visitaba el doctor Larrey.
—No os molestéis, señor barón.
—¡Oh, sí! La nieve resbala mucho, ¿y si os caéis intentando transportar a la chica? ¿Y si os dañáis una mano? Yo necesito esa mano que sujeta la pluma…
El hospital era un granero lleno hasta los topes de heridos y de granaderos paralizados por el frío a los que enfermeros y voluntarios friccionaban hasta agotarse. Sebastián reconoció a madame Aurore de espaldas; se afanaba por quitarle las botas a un sargento tumbado pero, como este tenía los pies helados, le arrancaba a tiras la piel pegada al cuero. Catherine, la comediante pelirroja, circulaba entre las hileras de heridos con una damajuana de aguardiente. Después de confiarle la hija del librero a un aprendiz de cirujano, Sebastián se acercó a hablar con madame Aurore, que vendaba al sargento con trozos de una camisa. Le preguntó por Ornella pero la directora no sabía nada de ella. La chica se había unido a un grupo de vagabundos. Cuando tuvieron que abandonar el carricoche, los miembros de la compañía se habían dispersado; ella y Catherine hallaron amparo entre los artilleros, viajaron montadas a horcajadas sobre la cureña de un cañón.
Esa noche, unos soldados desertores habían robado el caballo cosaco del capitán D’Herbigny; se encontró con la brida cercenada. Bien había que dormir, aunque los ladronzuelos se aprovecharan de ello. ¿Cuántos había ya que no se separaban jamás de su equipo de soldado y que se relevaban para vigilar a los caballos? Jinete reducido a la condición de infante, el capitán vivía ese infortunio como una vergüenza. Cuando descubrió el robo, no tuvo tiempo de buscar al animal por toda la ciudad: el emperador convocaba en la plaza principal de Krasnoia a las divisiones de su guardia que estuvieran en condiciones de sostener una arma. Allí estaban, golpeando el suelo con los pies para calentárselos, granaderos, dragones sin montura, tiradores, con los sombreros y las barbas llenos de nieve. Los rusos estaban intentando aislar a Napoleón de sus regimientos. El 1.er cuerpo de Davout, tan malparado, tan diezmado, había tenido que enfrentarse a un ejército diez veces más numeroso pero, afortunadamente, mal dirigido. Los generales del zar todavía temían a Napoleón, hasta en la derrota bastaba con pronunciar su nombre para que se pusieran a temblar. Informado de ello, este decidió ponerse personalmente al mando de sus tropas de élite en el combate, contando con hacer recular al enemigo con su sola presencia y liberar a las unidades hostigadas que tenían que reunirse con ellos. Llegó a pie, vestido a la manera polaca, con una pelliza verde guarnecida con galones de oro, botas forradas, un gorro de piel de marta con los bordes de zorro que se ataba con unas cintas, y un bastón de abedul en la mano. Pronunció un discurso cuyas frases se repetían de hilera en hilera. D’Herbigny sólo retuvo una frase que le dejó electrizado: «Ya he pasado mucho tiempo haciendo de emperador, ha llegado el momento de volver a ejercer como general».
Los granaderos de la Vieja Guardia se colocaron en cuadro alrededor de su majestad. Precedidos por la banda de música, tres mil soldados y jinetes iban a salir de la ciudad. En los umbrales de las puertas, el personal de la administración y los domésticos se preguntaban angustiados si aquellas tropas ordenadas iban a regresar, si no caerían todos en manos rusas que los exterminarían. Paulin se contaba entre ellos. El capitán no volvió la cabeza para mirarle, les marcaba el paso a sus dragones y temblaba de frío o de excitación, quién sabe.
Con los labios ateridos sobre sus pífanos, los músicos tocan Dónde estaremos mejor que en el seno de nuestra familia, cuya ironía no agrada al emperador, que prefiere aires más marciales, más apropiados a su situación y, poco después, las divisiones surgen del camino encajonado que les ha protegido. Los veteranos descubren al ejército ruso sobre una colina, contra un bosque de abetos. Se burlan de ellos. Marchan al paso, trazando una línea recta sobre la nieve, para reunirse con los soldados de Davout que rodean a los cosacos y les envuelven como una nube. Las águilas que despliegan sus alas en las banderas tricolor, la música, las célebres gorras de la Guardia Imperial que han visto en tantas batallas, intimidan a los rusos. La caballería cosaca se repliega en desorden sin atreverse a atacar. D’Herbigny despliega a sus hombres a modo de escudo sobre el flanco de los granaderos. Observa a su emperador, muy seguro de sí mismo, invencible como siempre. El enemigo evita el contacto. En ese momento su artillería, dispuesta sobre las crestas de la montaña, entra en acción.
Fuera de alcance, los cañones rusos concentran su fuego sobre la columna, blanco fácil y lento sobre el que intentan ajustarse. La metralla y las balas de los cañones abren brechas en la masa compacta de los batallones. Cuando este cae, con las rodillas rotas o sin cabeza, el de atrás ocupa su lugar para cerrar filas y no ofrecer más que un muro. Pasan sobre los cadáveres sin ni una mirada, ni un gesto, ni una palabra de consuelo, sin alma, con los oídos sordos a sus gritos, a sus súplicas, a sus maldiciones. El sargento Bonet se mantiene a la derecha del capitán y de pronto se doblega, se retuerce, con la barriga llena de esquirlas de obús, cae de hinojos, se sostiene los intestinos con ambas manos y se hunde en la nieve rogándole a D’Herbigny:
—¡Capitán, mi capitán! ¡El tiro de gracia!
—No podemos detenernos, Bonet, ¡no podemos! ¿Lo entiendes?
—¡No!
Bonet se queja, sus amigos hollan la nieve enrojecida con sus pies envueltos en harapos; otros suceden a los dragones y pasan a su vez, inhumanos, mecánicos. Los veteranos avanzan, avanzan hacia Davout, que resiste, y dejan tras de sí a sus camaradas de vivaque, oyen un disparo cuando uno de los heridos consigue llevarse el cañón de su pistola a la sien y, con mano febril, aprieta el gatillo. Avanzan. Y, aunque evitan bajar los ojos y mirar a los moribundos, guardarán durante mucho tiempo en su memoria sus oraciones y sus insultos; a menos que no se reúnan con ellos en cosa de minutos o de una hora. Marchan hacia su tumba, aunque en compañía del emperador.
El general Saint-Sulpice había recibido una esquirla de metralla en la pantorrilla y otra en la nalga. Lívido, reprimiendo el dolor, en Krasnoia se lo llevaban en parihuelas hacia las calesas de la enfermería y él delegaba el mando en sus subordinados.
—D’Herbigny os confío el resto de nuestra brigada.
—¿No me creéis capaz, mi general, de escoltar al emperador?
—Sí os creo capaz.
—¿Creéis que mi homólogo Pucheu es más competente?
—Él tiene las dos manos.
Habiendo cruzado las líneas rusas y conseguido llegar a los restos del ejército de Davout, su majestad ordenó a los oficiales que habían conservado los caballos que formaran un escuadrón inviolable destinado a su protección. Los generales servirían en él como lugartenientes, los coroneles como ayudantes y se crearía una nueva jerarquía de títulos poco pomposos pero con mucho prestigio dada la función que debía desempeñar. D’Herbigny había salido ileso del asalto y se ofreció a cuidar el jumento turco de su general, flaco aunque nervioso mientras aquel se recuperaba; le hubiera gustado sacar pecho junto al emperador a lomos de un buen caballo, pero Saint-Sulpice prefirió a Pucheu para eso, y aquel matamoros se llevaría toda la gloria en su lugar. D’Herbigny insistió:
—¡No necesito dos manos para liarme a sablazos!
—No lo dudo, pero Pucheu tiene menos ascendiente que vos sobre mis barbianes.
—Obedezco pues.
—Nuestro oficio no siempre es brillante, capitán.
—Lo sé.
—Mantened la disciplina.
—Lo intentaré.
—No lo intentéis, conseguidlo.
—Adiós, mi general.
—Hasta la vista, capitán. En París os conseguiré un ascenso.
—París está lejos.
D’Herbigny iba a incorporarse a la infantería en cumplimiento de sus deberes. Sus hojas de servicio no le valían de nada. Habían barrido de un plumazo Abukir, San Juan de Acre, Eylau, Wagram, todo barrido. Pucheu ponía el pie en el estribo montándose en el jumento negro de su general mientras le decía:
—¡Te confío a mis valientes! ¡Si los sumas a los tuyos, tendrás casi medio escuadrón de cazadores furtivos!
—Voy a mantener a raya a tus bribones aunque sólo tenga una mano.
—¡Ah, sí! Yo tengo las dos manos, pero ¿las conservaré durante mucho tiempo?
—¡Vaya con Dios[4]!
El capitán había escuchado tantas veces esa expresión en Zaragoza que a veces le venía a la mente en los momentos difíciles; curiosamente la traducía por ¡Vete al diablo! Pucheu se marchó al trote ligero a reunirse con el escuadrón del emperador, unos sesenta oficiales de todos los grados y regimientos, cubiertos con capas y bicornios con plumas, y gorras de piel. El emperador se disponía a tomar la ruta hacia la aldea de Orcha, a través de una zona de pantanos y una serie de puentes de madera. El príncipe Eugenio estaba ya controlando el paso de los vagabundos y los civiles con sus italianos. Davout se quedaría en Krasnoia para esperar al mariscal Ney, de quien no tenían ninguna noticia. Todavía se oían los cañones. En fila, de espaldas a la hondonada, los lanceros rojos y los portugueses de Mortier retrasaban el avance de Kutuzov. D’Herbigny les envidiaba estar en la masacre. ¿Por qué las balas siempre lo evitaban? ¿Por qué seguir luchando y obedeciendo? Se imaginaba corriendo tras Mortier, duque de Treviso, un gran tipo, no muy listo aunque fiel, con una testa protuberante sobre un cuerpo desmesurado, como él, y ofreciéndose a los cañones rusos. Por primera vez en su vida, el capitán se planteaba preguntas. Tenía la cabeza hecha un lío.
Pensativo, empujó la puerta de una de las barracas de sus dragones. Estaban cansados, discutían. Los más animosos formaban filas. Las imágenes desfilaban, el capitán veía el rostro de Anissia, la novicia a la que había enterrado en Moscú, sus ojos implorantes, su dulce sonrisa, la pequeña cruz de oro que desde entonces él llevaba colgada del cuello; luego hayedos, prados normandos, valles que se extendían hasta el horizonte, vacas, jarras de leche espumosa, el mercado de Ruán, los hostales, su casa, en aquella campiña a la que Paulin se refería estremeciéndose. ¿Dónde se había quedado ese? «¡Paulin!». Los dragones no le habían visto. ¡Ese estúpido no sabría salir de esa solo! «¡Paulin!». Echaba de menos a su criado, aunque en aquel destino no le pudiera ser de ninguna utilidad. Ya no necesitaba que le lustraran las botas. ¡Botas lustradas! ¿Quién se acordaba de eso? D’Herbigny se ajustó los collares de perlas que sostenían los jirones que llevaba atados a las piernas. De pie, daba golpes a las perlas más díscolas para colocarlas en su sitio. El trompeta estalló en una risa histérica, D’Herbigny le cogió el instrumento, sopló en él a pleno pulmón y le salió una retahíla de gallos.
En Orcha, a orillas de un Dnieper crecido y rápido que arrastraba bloques de hielo, el tiempo mejoró. Con el brusco deshielo, la nieve se fundía y se transformaba, en las calles, en un barro negro, líquido, espeso, en el que se hundían hasta las tibias. Los equipajes eran engullidos por esa cloaca, los fugitivos chapoteaban en ella, invadían la ciudad, demasiado pequeña para albergar a esa masa que se apretujaba en las isbas. Las más de las veces no tenían espacio ni para tumbarse, los más exhaustos dormían acuclillados, pegados los unos a los otros, envueltos en un nauseabundo olor a moho, mugre y animal salvaje. Desamparados, habían regresado al estado de bestias. Sólo los granaderos de guardia indicaban que el emperador había tomado posesión de sus cuarteles en un grupo de casitas de leños mal cortados. Cerca de ahí, los zapadores habían desmantelado una cabaña para colocar pasarelas entre los coches y las puertas, a fin de que no se ensuciaran las botas, el equipaje y los archivos de su majestad. Los criados acarreaban las cajas. Sebastián supervisaba el traslado cuando unos gendarmes embarrados aparecieron con una especie de comerciante ruso, muy rubio, muy bigotudo, con el pelo largo bajo el sombrero en forma de campana. Los soldados de guardia cruzaron sus bayonetas.
—Soy el capitán Konopka —dijo el supuesto comerciante—. Vengo de Lituania, traigo un mensaje que debo comunicar al emperador de parte del duque de Bassano que gobierna Vilna.
—¿No eres ruso?
—¡Polaco!
—Voy a anunciarte a su majestad —dijo Sebastián.
Entró en una habitación ahumada por la estufa. Con cara larga, en su butaca de viaje, Napoleón escuchaba como su teniente coronel le enumeraba sus efectivos y sus pérdidas.
—No contamos más que con ocho mil combatientes, Sire. Recientemente hemos perdido a veintisiete generales, cuarenta mil hombres han sido hechos prisioneros, sesenta mil han muerto. Hemos tenido que dejar unos quinientos cañones por el camino…
—¿Nuestras reservas?
—Oudinot sigue en Lituania.
—Que se una a nosotros. ¿Cuántos hombres?
—Cinco mil.
—¿Y Víctor?
—Quince mil.
—Que se una también a nosotros. ¿Davout?
—Ha abandonado Krasnoia esta misma mañana.
—¿Con Ney?
—No, Sire.
—¿Quién le ha dado la orden a ese mamarracho?
—Yo mismo.
—¡Tenía que esperar a Ney!
—Marcha sobre Orcha quemando los puentes tras él.
—¿Significa eso que Ney está perdido?
Berthier no le respondió y el emperador reparó en Sebastián, que estaba de pie en el umbral de la puerta.
—¿Qué quiere ese ganso que se retuerce las manos?
—Sire —dijo Sebastián, al que Napoleón contemplaba con mirada furibunda— ha llegado un oficial polaco, viene de Lituania.
—¡Pues que pase, zoquete!
—Sire —dijo el capitán Konopka al entrar, con el sombrero en la mano—, un ejército ruso avanza hacia Vilna.
—¿Y el duque de Bassano?
—Está preocupado y me ha mandado a avisaros.
—¡Pues que los contenga!
—¿Podrá?
—¡Debe hacerlo!
—La situación es peligrosa, he tenido que disfrazarme para cruzar las líneas enemigas.
—¿Esos bárbaros están por todas partes?
—Por todas partes.
—¿Qué distancia nos separa de Vilna y el Nieman?
—Ciento veinte leguas de desierto.
—¿Por dónde hay que ir?
—El deshielo obliga a cruzar los puentes.
—¿Hay que cruzar el Dnieper aquí?
—Sí, Sire.
—¿Y luego?
—Hay otro puente sobre un afluente del Dnieper en Borisov.
—¿Cuánto se tarda hasta allá?
—Aproximadamente una semana.
—¿Pueden adelantársenos los rusos?
—Tal vez, Sire, pero es la única salida.
—¿Es ancho vuestro río?
—No mucho, unas cuarenta toesas.
—¿Su nombre?
—Berésina.
Dos granaderos de la guardia salían del convento que ocupaba la intendencia. Acarreando un gran fardo, subían hacia su acantonamiento con provisiones para el batallón, dieron un rodeo para no pasar por el centro, demasiado poblado, donde los hambrientos les asaltarían a pesar de que iban armados, cuando vieron a una joven harapienta y cubierta de barro apoyada de espaldas en la madera de una chabola. Les provocaba. Tenía el pelo negro, largo, despeinado, y algo angelical en el rostro y lúbrico en la pose: Ornella estaba componiendo un personaje canalla para ellos. Los granaderos se detuvieron ante ella, murmurando entre sí:
—¿Tú crees que habla francés?
—Puede que sí, puede que no. ¿Qué más da?
—Para lo que la queremos, tienes razón.
—Soy parisina y tengo hambre —dijo Ornella estudiándoles.
—Eso se discute —dijo un granadero.
—Eso se paga —replicó ella.
—¿Qué nos das a cambio de unas galletas?
—¡No os decepcionaré! —exclamó ella desapareciendo en el interior de la choza.
Los granaderos vacilaban.
—Ve tú primero, eres el sargento.
—No les quites ojo a nuestras raciones.
—No temas —le respondió el otro amartillando su pistola.
El sargento entró, pues, muy excitado en una habitación en penumbra.
—¿Dónde estás?
—Avanza.
El sargento avanzó a tientas.
—¡Ajá, ya te tengo!
Notaba el tacto de la cabellera de Ornella entre sus dedos.
—¡Yo también te tengo!
Ella le cogió por las muñecas mientras el doctor Fournereau, desde atrás, le degollaba con su escalpelo y ademán preciso, sin hacer ruido. Se pusieron de acuerdo hablando en voz muy baja.
—El que vigila el saco de galletas —le dijo Ornella— va armado.
—Llámale…
—No vendrá, espera a su camarada.
—Impaciéntale, interpreta bien tu papel, gime para que te oiga.
Ornella empezó a gemir; encendió una de las velas que se había llevado del carricoche.
—Tú, el comicastro —le dijo el doctor a Vialatoux—, eres casi igual de alto que este soldado idiota, ponte su gorra y su redingote. Se está haciendo de noche…
—Creo que entiendo mi personaje —murmuró el gran Vialatoux con tono profesional.
Los demás se desplegaron en la penumbra, desnudaron al granadero. Vialatoux se puso su redingote y adoptando la postura, se caló la gorra, se envolvió la cara en una bufanda de piel y luego lamentó que no hubiera un poco más de luz y un espejo para poder ajustarse el atavío. Fournereau le susurró que estaba perfecto. Tras unos cuantos chillidos exagerados, al último grito de Ornella empujó al comediante hacia el exterior.
—¡Eh, sargento, cómo gemía la mendiga! —lisonjeó el otro granadero, pero justo cuando le estaba tendiendo el petate, dudó y levantó la pistola.
—¿De dónde sale toda esa sangre que llevas en el redingote?
Vialatoux le respondió por señas que no era nada.
—¿Te has vuelto mudo? ¿Quién eres? ¿Y el sargento, dónde está el sargento?
De un salto, Vialatoux se abalanzó sobre él y le retorció la mano, el disparo fue a dar al suelo. Fournereau y dos o tres de los otros salieron al instante de la cabaña El granadero cayó al suelo, Fournereau le inmovilizó, le hundió la cara en el lodo y la mantuvo ahí el tiempo necesario para asfixiarle. Una vez finalizada su tarea, regresó a la chabola, donde se estaban repartiendo las galletas y el pan de centeno.
—No os lo comáis todo, pensad en mañana —dijo el doctor arrastrando el cuerpo del segundo brigadier hacia el interior de la cabaña.
De cualquier modo, por los suelos, se habían arrojado sobre los panes, los devoraban, se atiborraban, se asfixiaban con la boca llena, Fournereau se había sumado a ellos. De pronto, se interrumpen. Un vivo resplandor ilumina la entrada de su refugio. Recogen los restos, salen. Unos carruajes están quemando en mitad de la calle. Algunos artilleros tiran de los caballos por la brida, otros rompen los cristales de una berlina, prenden fuego a otra más. Fournereau y su grupo se acercan, quizás haya ropas que puedan aprovechar.
—Toma —le dice un soldado a Vialatoux.
Le tiende una antorcha. El comediante ha conservado su gorra de granadero y helo aquí enrolado. ¿Por qué no? Al menos a la guardia la alimentan. Aprovecha para participar en esa zarabanda de incendiarios que se complacen en destruir la mitad de los equipajes: corren, se ríen, rompen cosas, les prenden fuego, y Vialatoux con ellos El emperador ha dado ejemplo quemando una parte de su equipaje en una hoguera: quiere que los caballos sean para los pocos cañones y arcones que han conseguido llegar hasta allí, no para vehículos inútiles que entorpecen su marcha.
Peatones y carreteros cruzan el Dnieper por los dos puentes que Davout va a quemar. Lo lamentaba por el mariscal Ney pero había que apresurarse hacia Borisov; los rusos podían llegar en gran número y cortar la vía de regreso. Oudinot y Víctor habían recibido la orden de mantenerse junto al Berésina con sus ejércitos de reserva equipados de invierno. Por una ruta cenagosa, jalonada por hileras de abedules, la comitiva atravesó el sombrío bosque de Minsk. Sebastián y el barón Fain se habían hecho un hueco en el furgón del secretariado destruyendo archivos a brazadas en Orcha.
—Señor Roque —dijo el barón—, os castañetean los dientes.
—Me castañetean los dientes.
—¡Moveos! Y caminemos un rato para desentumecernos o acabaremos como la pequeña Sautet.
—Les había prometido a sus padres…
—¿Acaso sois médico? No, ¿verdad?
—No me quito de la cabeza la imagen de ese hospital, con esos montones de paja, ese muladar en el que se amontonaban los enfermos, los amputados…
—Ya tendréis tiempo de poneros sentimental en las Tullerías. ¡Andando! Salid de ese furgón.
—Lo he comprendido perfectamente cuando el perro ha huido aullando.
—¿Naturalista, ahora? ¿Estudiáis el comportamiento de los perros?
—Todo se desmorona a nuestro alrededor, señor barón.
—¡Sí, sí, lo que vos queráis! Pero mientras sigáis afeitándoos la barba cada mañana, nos queda esperanza. ¡Venga! Hasta su majestad camina para no quedar transido de frío.
Chapoteaban en la nieve fundida. Ante ellos, efectivamente, el emperador caminaba sosteniéndose del brazo de su escudero mayor. Se apoyaban en unos bastones. Luego iban Berthier y el estado mayor tiritando, la cantina, trozos de buey y de cordero en salazón que el cocinero Masquelet transportaba en unos carros junto con sus pinches; el equipaje se había reducido al mínimo. A medida que iban pasando las horas, iban llegando correos que informaban al emperador de los acontecimientos más recientes. Una contrariedad tras otra. Había caído Minsk, con sus almacenes bien abastecidos; el puente de Borisov, el único paso, había pasado a manos cosacas; los regimientos de Oudinot habían conseguido ahuyentarles, pero el puente estaba seriamente dañado y tres ejércitos rusos se cerraban como unas tenazas alrededor del Berésina.
—Si volviera a hacer frío —le dijo el emperador a Caulaincourt— podríamos cruzar ese río a pie.
—¿Es posible que el Berésina se hiele de nuevo en un par de días?
—¡Berthier! —gritó el emperador sin volverse.
—Sire? —dijo el teniente coronel intentando mantenerse en equilibrio en aquel suelo irregular y resbaladizo.
—Mande orden a Oudinot de que prevea otro paso, un vado, puentes flotantes…
En la adversidad, el emperador hacía gala de una calma perfecta; que las circunstancias imposibilitaran sus planes no parecía inmutarle lo más mínimo, se limitaba a interrogar a Caulaincourt de vez en cuando:
—¿El mariscal Ney?
—No sabemos nada de él, Sire.
—Está perdido, completamente perdido…
El emperador seguía su ruta, cabizbajo, más triste que asustado por su suerte. Le habían informado de cuál era el estado de ánimo de la tropa. Davout se había rebelado contra esa campaña diabólica, hasta los granaderos habían expresado intenciones sediciosas; cuando Napoleón quiso calentarse junto al fuego de un vivaque, Caulaincourt le disuadió.
Un lancero llegó al galope y pasó junto a los coches y los caminantes salpicándoles. Venía de Orcha. En cuanto vio al emperador, corrió hacia él. Sebastián vio como este último cogía a Caulaincourt por el brazo y le sacudía, radiante.
—Al parecer no son malas noticias —dijo el barón Fain.
—Tal vez hemos capturado a Kutuzov…
—¿Y por qué no al zar, ya puestos?
Los veteranos, los primeros en ser informados, levantaron sus fusiles y gritaron: «¡Viva el emperador!», como cuando pasaba revista a las tropas. El eco se fue aproximando:
—¡El mariscal Ney ha llegado a Orcha!
—¡Está vivo!
—Está armado, y cuenta con un montón de hombres, ¡ha conseguido cruzar varios ejércitos rusos!
Era un símbolo. Podían lograrlo. Esa salvación inesperada insuflaba energía a soldados al borde de la rebelión; los que apenas un momento antes arrojaban sus fusiles y hablaban de capitular, berreaban unos «¡Viva el emperador!», capaces de aterrorizar a mil cosacos. Durante el camino, bajo los árboles, se contaban episodios de la epopeya del mariscal Ney.
—Le llovía la metralla de todas partes —decía un escribiente—, hizo encender hogueras en cuanto anocheció y los rusos creyeron entonces que al alba atacaría desde ese punto…
—Pero si tú no estabas —se burlaba un maestresala.
—¡Me lo ha contado uno que sí estaba!
—Dejadle continuar —intervino Sebastián, bebiendo a morro un trago de aguardiente.
—Pues resulta que, cuando se hizo noche cerrada, se marchó sin la artillería ni los equipajes, reculó y cogió veredas y atajos. Apenas eran cien hombres y cruzaron los ríos andando, uno a uno, porque el hielo era muy frágil…
Hasta Borisov, ese fue el único tema de conversación. Y consiguió que olvidaran los peligros y creyeran en los milagros.
Era mediodía. Embutido en su hopalanda verde, el emperador parecía más obeso. Con las piernas separadas y los ojos pegados a los gemelos, avistaba un montículo blanco tras el cual se escondía la ciudad de Borisov. Se habían oído gritos procedentes de esa parte y el teniente coronel había mandado a unos lanceros en misión de reconocimiento. Regresan. Trepan hasta la cima de un cerro nevado y agitan sus banderas. El emperador respira. La señal le confirma que los cuerpos 2.o y 9.o del ejército, llegados de Lituania, mantienen sus posiciones. Se monta en su berlina y la comitiva vuelve a ponerse en marcha. Un paisaje escarchado desfila al otro lado del cristal, troncos desnudos, ramaje de abetos, las ramas de los matorrales, finas, transparentes, afiladas como cristales. Napoleón está dispuesto a todo, incluso a dar el pistoletazo; se siente capaz de abandonar su último equipaje y sus coches para intentar una incursión en los campos a la cabeza de su guardia. El Berésina se aproxima, sólo les queda cruzarlo. Se juega la vida y su Imperio, pero no piensa dejarles trofeo alguno a sus enemigos. La víspera, organizó una ceremonia inolvidable; desde Arcole sabe que los hombres necesitan imágenes fuertes, que estimulen sus emociones e intensifiquen su adhesión. Los abanderados de todos los regimientos aniquilados estaban presentes en la llanura. Una gran hoguera de carretas fundía la nieve. Uno tras otro, se iban acercando arrojando a ella las águilas. Besaban el emblema antes de contemplar cómo las llamas lo deformaban, lo licuaban; muchos lloraban. Un tamborilero redoblaba con su instrumento, un oficial saludaba, con el sable en alto. Más tarde, el emperador le había confiado a Caulaincourt que prefería comer con los dedos antes que dejarles a los rusos ni que fuera un solo tenedor con su escudo de armas, y había repartido entre los empleados de su casa el recipiente y los cubiertos que cada uno utilizaba en las comidas de la cantina imperial.
El carruaje de Napoleón había alcanzado ya las primeras casas de Borisov. Unos hombres vigorosos, limpios, sin barbas ni piojos, con capotes nuevos y chacos con penachos de plumas, acogían consternados a los miserables del ejército de Moscú. Les sobrecogía ver el penoso estado en que llegaban. Ciegos, con los ojos quemados por la blancura de la nieve y las humaredas irritantes de los vivaques, se sostenían apoyándose unos en otros. Los heridos cojeaban, su fusil a modo de muleta. Con los brazos en cabestrillo, los dedos congelados, sin orejas, parecían un batallón de lisiados, el ejército de las larvas. Los soldados de Oudinot se salían de la formación para socorrer a sus hermanos, darles ropas, comida; en la confusión, los supervivientes se arrojaban sobre la comida ofrecida, ávidos como perros de caza, derrumbados sobre la nieve blanda. El emperador sólo había visto a los miembros de su guardia, y ahora empezaba a darse cuenta del lamentable estado en que se hallaban las tropas que traía al oeste. Entró en la fortificación, donde ya habían instalado su mobiliario de campaña. Se tumbó en un catre, no consultó los mapas dispuestos sobre la mesa. Constant le encendió la lamparilla.
—¿Berthier? —preguntó el emperador—. Berthier, ¿cómo vamos a salir de esta?
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, ni se molestaba en secárselas con la manga. Murat golpeaba el suelo con los pies para calentarse, respondió en lugar del teniente coronel:
—Con una escolta de polacos, pues ellos conocen la región, remontaremos el Berésina más al norte. En cinco días estaréis en Vilna.
—Pero ¿y el ejército?
—Llevará a cabo maniobras de distracción, mantendrá ocupados a los rusos.
El emperador sacudió la cabeza. Rechazaba esa propuesta.
—Sire —intervino Berthier—, habéis sugerido montones de veces que en París le seríais más útil al ejército que acompañándole.
—¡No antes de que haya cruzado ese maldito río!
—Aquí es imposible. La otra orilla es un hervidero de cosacos. Kutuzov está informado, las crestas de la montaña van a cubrirse de cañones. Por más que reparemos el puente, no servirá de nada, tardaríamos días en cruzar todos al otro lado.
—¡Os había pedido que buscarais vados!
—Se os ha obedecido, Sire.
—¿Dónde? Enseñádmelo.
Berthier le explicó que los polacos de Víctor habían atrapado el caballo de un campesino. El animal estaba mojado hasta el vientre, lo que significaba que había cruzado el río por alguna parte. Encontraron al campesino, quien les había mostrado el vado.
—Es más arriba, frente a este pueblo —dijo Berthier.
Clavó un alfiler en el mapa.
—Haced lo que sea preciso, demoled el pueblo tablón a tablón, acaparad material para construir al menos dos puentes, que los pontoneros y los zapadores se pongan mañana a la obra, donde haya menos profundidad.
El estado mayor iba a retirarse cuando Napoleón quiso precisar:
—Finjamos instalarnos definitivamente en Borisov, que los espías rusos imaginen que queremos reparar este puente.
En una sola ocasión se inclinó Napoleón sobre el mapa y deletreó el nombre de la famosa ciudad: Studenka.
—Señor Constant, ¡mi Voltaire!
El ayuda de cámara estaba encendiendo fuego en la estufa. Sacó el volumen de una caja oblonga, de caoba, donde se guardaban los libros de su majestad por orden en compartimentos. El emperador lo hojeó, se detuvo en un capítulo y lo releyó. Carlos XII había franqueado el Berésina en Studenka. Él no había tenido más noticias de Suecia que Napoleón de Francia, su ejército se estaba desintegrando. Una vez más, el emperador confrontaba esas dos situaciones parecidas a un siglo de distancia. Voltaire había escrito sobre el sueco lo que habría podido escribir acerca del Gran Ejército: «Los jinetes ya no tenían botas, la infantería iba sin zapatos, y casi sin uniforme. Se habían visto obligados a fabricarse calzado con la piel de las bestias, como buenamente podían; a menudo les faltaba el pan. Tuvieron que arrojar casi todos los cañones a los pantanos y los ríos, a falta de caballos para transportarlos…». El emperador cerró el libro con un breve gesto, como si el contacto, a la larga, pudiera lanzarle un maleficio. Deslizó una mano bajo su chaleco para cerciorarse de que el saquito de veneno del doctor Yvan seguía atado a su cordón.
El cuartel general y la guardia se instalaron en el castillo de un tal príncipe Radziwill, a una legua del Berésina. Las granjas de la zona contenían forraje, bueyes, buenas provisiones de legumbres secas. Granaderos armados protegían ese tesoro que se reservaban; impedían el acceso a las granjas. Los demás regimientos, la marea de vagabundos y civiles tendrían que espabilarse, sin duda podrían pedirles abrigos y harina a los intendentes de Oudinot y de Víctor, bien abastecidos por los depósitos de Lituania. Así le interceptaron el paso a un pequeño barbudo de ojos hundidos, ataviado con un sombrero rojo y un cuello de armiño; se había separado de la comitiva de civiles y, habiendo avistado una bandera de la guardia en el portal, no había dudado en dirigirse hacia allá.
—¡Vete de aquí, este no es lugar para ti!
—Los dragones de la guardia…
—¿Pretendes decirnos que, con esos mofletes, perteneces a la caballería?
—Yo no he dicho eso, sólo quería saber si la guardia estaba acuartelada en este castillo.
—La guardia sí, pero sólo la guardia.
—Entonces tenéis que dejarme entrar.
—¡Largo de aquí, te hemos dicho!
—Soy el criado del capitán D’Herbigny.
—Ese capitán no tiene el gusto.
—¡Pero comprobadlo!
El caporal que comandaba a los centinelas se encogió de hombros pero se dirigió a uno de los granaderos:
—Vete a comprobar si existe un tal capitán Derini.
—¡D’Herbigny! Brigada del general Saint-Sulpice.
—Si nos has contado un embuste, muchacho, vas a recibir tu merecido.
—Pero si no lo es, os arriesgáis a que el capitán os mida las costillas.
El granadero regresó acompañado de un hombretón con gorro turcomano que Paulin no reconoció al momento. La buena suerte había querido que fuera el caballero Chantelouve; confirmó el cargo del doméstico y Paulin se reunió con su amo. Este último acampaba con la brigada en uno de los establos, sobre paja fresca. Paulin soltó su petate; y el capitán le gritó como de costumbre:
—¿Dónde te habías metido?
—No sabía dónde estabais, señor. Tuve que huir de Krasnoia con los refugiados.
—¡Chantelouve!
—¿Capitán?
—Dale un plato de lentejas a este idiota.
En esa brigada, reconvertida por número en escuadrón, los pocos dragones que habían conservado su montura la almohazaban con devoción. Paulin se atracaba y el capitán se tumbó sobre la paja sin cerrar los ojos.
Se levantó poco después al son de los tambores. En la llanura iluminada por la luna, los oficiales del estado mayor se apresuraban de granja en granja para avisar a la guardia. Un coronel con abrigo enfocó con su linterna la nariz del capitán D’Herbigny, quien recibió la orden de reagruparse para salir hacia Studenka a reforzar el 2.o cuerpo de Oudinot.
—¿Mañana al amanecer?
—Ahora mismo.
—¿En plena noche?
—Seguiréis el convoy del equipaje pesado.
No se trataba de comprender las órdenes, ni su urgencia, sino de ejecutarlas. D’Herbigny zarandeó a sus dragones; se reunieron todos ante el castillo, donde los carruajes, enganchados ya a los caballos, aguardaban para partir. Volvía a hacer frío. Un batallón de tiradores aguardaba inmóvil, apenas se oía el ruido sordo que hacía de vez en cuando algún soldado de infantería mal abrigado cuando su cuerpo, tieso y helado, caía sobre la nieve. Paulin temblaba y refunfuñaba: «¡Ya veis, señor, os encuentro después de días lamentables y noches horrorosas y debo separarme de nuevo de vos!». El capitán tomó a su ayuda de cámara por la muñeca y lo llevó de un furgón a otro, pero nadie le aceptaba a bordo de ningún carruaje. En ese momento, administradores y secretarios bajaron por una escalinata para subirse a las calesas cubiertas. Sebastián formaba parte de la expedición nocturna; cuando pasaba bajo el farol de mano de uno de los carros, el capitán le vio y le llamó, arregló el asunto y, en esa ocasión, Paulin tuvo su asiento. Apretujado entre los escribientes, se durmió antes de que emprendieran el viaje. Farfullaba en sueños, y divirtió a los demás pasajeros repitiendo en tono imperioso: «Cochero, ¡a Ruán!».
Los hombres de Oudinot, convertidos en carpinteros, desmontaban las isbas de Studenka y llevaban los tablones hasta la orilla del río. Con vigas y puertas, D’Herbigny y sus dragones estaban construyendo dos balsas. Cuatrocientos tiradores iban a tomar posiciones en la otra orilla donde, entre bosques claros, habían avistado a rusos con sus sombreros redondos con una cruz amarilla en la parte de delante. Había que proteger la construcción de los puentes. Los jinetes se lanzaban al agua salpicando, el capitán los contemplaba nadar de través, arrastrados por la corriente; apartaban con sus lanzas los bloques de hielo que chocaban contra sus monturas y les lastimaban los flancos. Durante la maniobra, algunos cayeron de la silla y desaparecieron, sobre todo hacia la mitad del río, más profundo, donde los animales no hacían pie. Dos terceras partes consiguieron llegar a la orilla contraria, los cascos se hundían en el limo.
Cuando las balsas estuvieron listas, gracias a las cuerdas proporcionadas por un oficial del cuerpo de ingenieros, fueron colocadas en el agua y los tiradores de Oudinot se subieron a ellas. Se sentaron sobre las vigas, la navegación prometía ser inestable. D’Herbigny se subió a la primera con tres de sus dragones. Fueron cruzando así, por grupos, con el temor constante a que un bloque de hielo más grande o con más potencia les hiciera volcar. Ya están a merced de la corriente. Reman con las culatas de sus fusiles, pero la embarcación se desvía igual; D’Herbigny y unos tiradores, con las bayonetas metidas en el agua, van alejando los bloques de hielo que la corriente arrastra hacia ellos. Uno de esos bloques, a la deriva, se mete bajo la plancha de la balsa y la zarandea, la hace girar como sobre un eje. Los hombres se tumban boca abajo, se sujetan a los nudos de los cordajes, reciben los embates del agua en la cara, aguantan, chocan con los ribazos, intentan sujetarse en ella, mandan cabos a los jinetes que ya han cruzado, que los recogen y tiran de ellos. La segunda plataforma toca tierra río abajo. No ha habido muertos y con unos remeros, las maltratadas embarcaciones parten ya hacia Studenka. El capitán se inquieta.
—¡Los carruajes y los cañones no avanzarán jamás a través de esta ciénaga!
—Habrá que prolongar los puentes —le contesta un suboficial.
—Nos faltará madera.
—¿Y el bosque? Podemos cortar ramas y ponerlas sobre el barro para que las ruedas no se hundan en él.
Se oyen disparos. Las balas llueven a su alrededor, y se pierden en el barro. El capitán levanta la cabeza, distingue a dos rusos al amparo de un bosquecillo. Jura y perjura, maldice, aparta a uno de los lanceros que habían bajado a ayudarles en el desembarque, coge su caballo, lo monta sin poder meter los pies en los estribos por culpa de los harapos que lleva en las botas; hostiga al animal hacia el bosquecillo. Dos rusos corren ante él, no les ha dado tiempo a recargar las armas. Se aproxima a uno, lo agarra por el correaje, lo levanta por el brazo, lo arrastra como a un fardo y se lo lleva, exhausto pero orgulloso de su presa, que se desploma en el limo.
—¡Este cerdo sabe cosas que al emperador le encantará escuchar!
El emperador precisamente acaba de llegar a la orilla izquierda, que se va llenando de gente. Cabalga junto al mariscal Oudinot, duque de Reggio, tosco pero codicioso, treinta veces herido y treinta veces remendado. D’Herbigny vio los cañones de las tropas de refresco recién llegadas de Lituania, que remontaban un promontorio para garantizar la seguridad de Studenka. Distinguió la silueta larguirucha del general Eblé, a quien había seguido como artillero durante el sitio de Almeida; alto, de facciones marcadas y pelo gris que revoloteaba bajo el bicornio. A la cabeza de sus pontoneros iba la fragua de campaña, las carretillas de carbón, los arcones de herramientas y clavos recogidos en Smoliensk. Y sin embargo, falto de caballos, había tenido que quemar sus embarcaciones, lo que le impidió montar un puente flotante aunque, de todos modos, ¿hubiera podido? Se estaba levantando viento, y soplaba fuerte. En la orilla derecha, el capitán echaba pestes de no estar más que como espectador, le habría gustado ser útil, acudir a todas partes, multiplicarse. Los rusos acampaban en las cimas, surgidos de las ciénagas, y encendían fogatas. Enfrente, los zapadores y los polacos aumentaban los efectivos de los pontoneros; iban fijando las plataformas. D’Herbigny oía mazazos y el chirriar de las sierras. Al final resultó que había muchos bosques alrededor de Studenka. Eblé mandó que colocaran la primera pasarela sobre el lodo; esta se hundió bajo la mirada impaciente de Napoleón al que una ráfaga estuvo a punto de desarzonar. El capitán cruzó de nuevo el río para entregar a su prisionero atado. La travesía se efectuó en las mismas condiciones de peligro, con sólo tres remeros, los dragones. El viento contrariaba la corriente, formaba remolinos, la balsa se tambaleaba, los bloques de hielo seguían chocando contra ella, los cordajes se tensaban. Estuvieron varias veces a punto de volcar. El ruso aprovechó para arrastrarse sobre el vientre. Mientras el capitán desviaba el hielo y los demás intentaban mantener la balsa a flote, el prisionero se dejó caer en el agua oscura. D’Herbigny quiso agarrarlo con su única mano.
—¡Soltadle, os arrastrará!
—¡El sinvergüenza!
—¡Controlaos!
Atrapada en la corriente, la balsa fue lanzada a la orilla izquierda con un choque brutal que dejó inconsciente al capitán. Sus dragones depositaron su pesado cuerpo sobre la nieve. Uno de ellos empezó a darle cachetes para reanimarle, y funcionó, pero provocó sus protestas:
—¿Sois vos el que me abofetea, Chantelouve?
—Me veo forzado a ello, señor.
—¿Acaso queréis que os rete a un duelo?
Aturdido aún, D’Herbigny comprendió lo absurdo de su comentario y zanjó la cuestión con un «Dejémoslo…» y se incorporó. Era de noche y las nubes tapaban la luna. No veía nada pero caminaba orientándose por los ruidos del improvisado taller. El emperador había prohibido que se encendieran fuegos para no indicarles a los rusos la gran concentración de gentes que había en Studenka. Los pontoneros trabajaban a la luz lejana de las hogueras enemigas. Avanzaban metro a metro en la construcción de las pasarelas. Repetidamente, la subida de las aguas provocada por el deshielo inundaba el vado recién construido. A menudo tenían que desnudarse y meterse en el agua hasta los hombros para clavar las estacas en la tierra esponjosa y atar y clavetear las planchas. Algunos salían a la superficie sangrando, con la espalda destrozada por las aristas del hielo.
Apretados unos contra otros para darse calor sobre las banquetas, los cojines y el suelo de la calesa cubierta, Sebastián y los empleados del secretariado sólo habían dormido a ratos, desvelados por el fragor del río, las órdenes, el sonido de los martillos y las mazas, por un calambre. Habían conseguido adormilarse cuando un canto insólito les sacó a todos de su sueño:
—¡Kikirikí! ¡Kikirikí!
—¿Ya hemos llegado? —preguntó Paulin, que no se acordaba de donde estaba.
—¿Llegado adónde? —le dijo un escribiente.
—¡Kikirikí!
—¿Es un gallo?
—Eso parece, señor Paulin.
—¿Su majestad posee un corral itinerante?
—No, su carne se transporta en salazón. Y un gallo salado no canta.
—¡Kikirikí!
Afuera, los soldados reían a mandíbula batiente. Rodeaban la pretendida ave, un criado de librea verde con galones dorados y peluca empolvada; pegaba saltos, acuclillado, y profería kikirikís muy convincentes. Sebastián preguntó en qué consistía el juego. Un caporal le respondió, entre carcajadas:
—Cree que es un gallo. Se ha vuelto loco.
—Vamos a desplumarle —dijo otro, muerto de risa.
A Sebastián no le pareció gracioso en absoluto. Esa última semana había empezado a reparar en los casos de delirio, pero se traducían en formas menos cómicas, un grito, un discurso incoherente, imprecaciones; la persona en cuestión se tiraba de cabeza a la nieve, se negaba a moverse, y moría congelada. El perfecto Bausset, al que la gota no le había dado ni un instante de paz, intervino para que se llevaran al histérico a la caravana de los enfermeros, y luego ordenó a los maestresalas que le llevaran cien botellas de chambertin a su majestad. Habían terminado el primer puente, el emperador deseaba distribuir personalmente su vino a los trabajadores, que temblaban de frío y que partían en ese momento a construir un segundo puente cien metros más arriba.
Los cocheros engancharon sus vehículos, igual que los artilleros sus cañones. Los vagabundos asomaban por la ruta de Borisov, advertidos por el rumor de que el cuerpo de ingenieros estaba instalando puentes; una afluencia de vehículos, de caballos, de andrajosos iba invadiendo la llanura sin poder acceder al puente cuyo paso bloqueaban los granaderos. Un clamor de indignación contestó a esa prohibición, como si la supervivencia dependiera de poder cruzar ese Berésina cuyos múltiples brazos encerraban islotes fangosos. Berthier, Murat, Ney se esforzaban por hacer formar las tropas. Oudinot alineaba a sus regimientos correctamente uniformados. Los vehículos de la casa imperial se alejaron hacia el emplazamiento del segundo puente; ya habían instalado las pasarelas de acceso.
Sebastián no quiso quedarse en la calesa, necesitaba moverse, se aproximó de nuevo al taller del que el emperador no se alejaba, de pie sobre el extremo de un tablón que acababan de colocar, codo con codo con el general Eblé, que coordinaba los trabajos. A bordo de las balsas, los pontoneros clavaban con clavos las viguetas; como la noche anterior, se desnudaban para sumergirse, fijar las estacas en el vado, o trepar bajo los caballetes, ágiles como acróbatas, con los clavos entre los labios y el martillo colgado de una cinta alrededor del cuello. La temperatura estaba bajando. Los bloques de hielo no paraban de desplazarse en la superficie del agua, de arremolinarse, de golpear la madera o los cuerpos. Un pontonero lanzó un grito, un bloque de hielo lo aplastaba contra un madero, abrió la boca, echó la cabeza para atrás y se hundió. Sus compañeros no acudieron a socorrerle, no tenían tiempo, el puente por el que tenía que pasar la artillería debía estar afianzado y terminado antes de la noche.
Sebastián oía al emperador:
—Eblé, refuerce a los obreros con mis zapadores.
—No saben nada de este trabajo, Sire.
—Pues se lo explicáis, hay que apresurarse.
—Pero también es preciso que el puente aguante.
—Si hubierais conservado vuestras barcas, las cosas nos habrían sido mucho más fáciles.
—Vos me pedisteis que las quemara.
—¡Y estos bloques de hielo!
—De haber tenido tiempo, habríamos construido una estacada con los troncos de los árboles…
En la orilla derecha, los lanceros polacos regresaban de la patrulla, y su oficial agitaba las banderolas multicolor de su asta. Cuando recorrió el primer puente al trote ligero, la obra se tambaleó. Bordeó el río y lo remontó hasta el taller donde se hallaba el emperador.
—Sire! Sire! ¡Los rusos!
—¿Avanzan hacia nosotros?
—Han desaparecido.
—Se han largado hacia Borisov —dijo el emperador sonriendo, satisfecho de su astucia y de la mediocridad de los generales enemigos.
—¿Lo entiendes ahora, Chantelouve, entiendes por qué las heridas que nos causan son tan terribles?
D’Herbigny había conservado el fusil de su efímero prisionero; mostraba en la palma de su mano las balas que había sacado de su cartuchera.
—Esto son huevos de paloma, no balas.
—¿Y cuando ya no le quede munición rusa, capitán? —dijo otro caballero.
—¡Cuando ya no me quede más, ya me habrá sido útil! ¡Les habré reventado la cabeza a los cosacos!
—O a los paisanos, capitán, mirad qué caos.
A la entrada del puente, sobre el que estaban desfilando los regimientos de Oudinot, los granaderos se esforzaban por mantener la multitud a distancia. Sus bayonetas no impresionaban a nadie. Los civiles se empujaban entre sus caballos y sus carros, no paraban de llegar y se iban congregando en la llanura.
Los miles de hombres del 2.o cuerpo del ejército aún no habían atravesado el río cuando el otro puente ya estaba terminado. Los vehículos de la casa del emperador esperaban en fila la orden de pasar, la artillería se preparaba. La guardia se agrupaba mientras una división iba formando ante el primer puente; los terrapleneros del cuerpo de ingenieros, bajo los abucheos, cavaban una ancha zanja para contener la oleada de gente. El capitán y su brigada se colocaron tras la Vieja Guardia. Caulaincourt daba instrucciones a los cocheros.
—Circulad lo más despacio que podáis, guardad una distancia entre vosotros, no hay que sobrecargar el puente.
—¡Nos vamos a tirar aquí dos horas!
—Aquí estaremos lo que queda de tarde y la noche.
Una calesa empezó a circular sobre los tablones de abeto. Todo el mundo contenía la respiración, atento a los crujidos de la madera, luego le tocó al turno a una berlina que a su vez pasó sin contratiempo. Caulaincourt permitía que, a ambos lados de los vehículos, avanzara la infantería de la guardia. Al poco tuvieron que encender antorchas y durante mucho rato estuvieron cruzando el Berésina con el aspecto de un cortejo fúnebre. En la llanura, los civiles se habían resignado e iban acampando alrededor de carretas en llamas.
El capitán acercó la antorcha al cristal de una calesa y, al ver a su criado, pareció tranquilizarse. El bueno de Paulin… Después de todo, no les iba tan mal, dentro de unos días descansarían en Vilna, una ciudad próspera donde todos podrían gastar sus monedas y sus lingotes. El ejército ruso que Bassano consideraba amenazador se había alejado. Tenía que reforzar al de Kutuzov. D’Herbigny iba a entrar en el puente cuando el coche que le precedía se desequilibró; se le había metido una rueda entre las planchas. Los pontoneros que controlaban desde las balsas corrieron a afianzar el tablón. El cochero y soldados de infantería levantaron el coche a pulso y lo liberaron.
Por prudencia, los soldados sujetaban los equipajes con la mano, así los enderezaban y prevenían los accidentes. Los coches iban entrando en el puente respetando los intervalos y, sin embargo, a la salida se amontonaban: en la orilla derecha, el hielo se iba formando de nuevo pero a la larga las ruedas hendían el suelo, y los de atrás se enfangaban e impedían el paso a la ruta de los bosques.
La obra resistía mal el exceso de peso que había en uno de sus extremos. Los pontoneros intervenían constantemente para apuntalar un caballete o para reforzar una ensambladura. D’Herbigny avanzaba al paso, evitaba la más mínima mirada a aquellas aguas negras en las que giraban bloques de hielo de buen tamaño. A veces uno de esos bloques chocaba contra un soporte y el tablón temblaba. El capitán había recorrido la mitad del puente cuando, justo delante de él, se inmovilizó una berlina; uno de sus caballos se había desplomado. El cochero y los pasajeros cortaron las cinchas que retenían al animal y lo arrojaron al agua provocando un salpicón de espuma.
El crujido de las vigas empezaba a ser inquietante. El capitán tomó la iniciativa; de portezuela en portezuela, recomendó a los viajeros que, para su seguridad, siguieran la travesía a pie. Estaba a punto de golpear el cristal de la ventanilla de los secretarios, cuyos caballos piafaban peligrosamente, cuando el tablón se hundió; los caballos se engancharon las cuartillas entre los troncos y el vehículo cayó al agua. Decenas de antorchas iluminaron el drama.
—¡Paulin! —gritó el capitán.
Los pontoneros llegaron en balsa a la altura de la calesa; flotaba de través, acuchillada por el hielo, retenida por un caballete que acabaría por arrastrar con ella a la corriente; todo estaba a punto de irse abajo. D’Herbigny le dio su antorcha a alguien; con su sola mano, se colgó del borde para poner un pie sobre la caja del vehículo tumbado. Rompió el cristal con el tacón. Sobre el flanco horizontal de la calesa, el capitán metió el brazo en el interior, empujó el pestillo y abrió la portezuela. Dentro, se agitaron unas sombras, se tendieron unas manos. Los granaderos lanzaban cabos, los pontoneros remaban hacia el lugar del accidente. Fueron salvando a los pasajeros de uno en uno e izándolos sobre el puente. ¿Dónde estaba Paulin? ¿Y el señor Roque? D’Herbigny deslizó el brazo, palpó a ciegas, reclamó una linterna para observar el interior de la calesa. No había nadie.
—¡Señor!
Paulin estaba sentado al borde del río junto al señor Roque y los escribientes; avisados del peligro eventual, habían preferido caminar detrás de la calesa. Sebastián se inclinó:
—Señor D’Herbigny, mirad si veis un macuto de cuero marrón. Llevo ahí mis libros.
El capitán fingió buscar, pero pensó que, por más vecino suyo en Normandía que fuera, ese joven señor Roque tenía la cara muy dura.
Sebastián y el personal imperial tiritaban alrededor de una hoguera, junto a un bosquecillo desde donde dominaban el Berésina. La travesía lenta del ejército no había cesado, columna tras columna, iluminada a partir del alba por un cielo blanco. El puente de los vehículos se había roto más de cien veces y Sebastián, a fin de cuentas, prefería su papel de secretario al trabajo penoso de los pontoneros, siempre dentro del agua helada y sin una queja, que reparaban, remendaban, y de los que dependía la suerte común.
A la cabeza de los puentes, los granaderos se debatían impidiendo que una población considerable y crispada cambiara de orilla aprovechando los raros instantes en que, entre dos batallones, la vía quedaba libre, el ejército tenía prioridad, y lo dejaba sentir. Los generales contenían a la muchedumbre a bastonazos, con los sables planos, a culatazos. Sebastián creyó distinguir a Davout a caballo; estuvo a punto de morir aplastado entre dos vehículos; recogía a sus soldados negros y enjutos, se hundía en la masa de vehículos, caballos, hombres y mujeres encolerizados. Sebastián escudriñaba en el hormigueo de extraviados al otro lado del río esperando ver por casualidad a mademoiselle Ornella, pero ¿qué aspecto debía de tener para entonces? ¿Habría sobrevivido? Algo le decía que debía de estar luchando en ese tropel. Quería cerciorarse. Dio media vuelta, se dirigió hacia una aldehuela de tres casas donde el emperador iba a descansar esa noche. Oyó gritos ahogados, llamadas de socorro. Un tirador caído de bruces se lamentaba. Despistados por la oscuridad de antes del amanecer, sus amigos se habían caído al fondo de los profundos pozos, ocultos por la nieve, que habían cavado los campesinos.
—¿No vais a echarles un cabo?
—Todas las cuerdas se han utilizado para los puentes.
—¿Y vuestro cinturón?
—No consigo llegar hasta mis camaradas.
—¿Y ramas?
—Se rompen.
—No se puede hacer nada…
—Sí, mirad bien dónde ponéis los pies, ¡cuidad de no caeros en uno de esos malditos agujeros!
Unos lanceros, envueltos en gruesas mantas, fumaban en pipa ante un montón de brasas. Habían atado sus monturas a los abetos.
—¿Podríais prestarme un caballo? —les pidió Sebastián.
—¿Para ir adónde?
—Cerca de los puentes.
—¿Y si no volvemos a verlo?
—Prestádmelo a cambio de esto…
Sebastián mostró un diamante que sostenía entre dos dedos. Aquellos diamantes del Kremlin eran sus únicas pertenencias. Los lanceros se atusaron el bigote, dudaban, vacilaban. El oro, la plata, las piedras preciosas, no servían de nada en aquel desierto helado. Unos días antes, Sebastián había visto a un individuo, tumbado en el suelo como un mendigo; intentaba cambiar un lingote por pan, pero la gente pasaba delante de él sin detenerse: un lingote de plata no se come. Uno de los lanceros aceptó. Era teniente y tenía dos caballos. Le cedió a Sebastián el jumento moteado de su criado.
Sebastián cubrió al trote los doscientos metros que lo separaban de la orilla. Se metió en el puente con todas las precauciones, los caballetes se hundían, las planchas de los tablones bajaban a ras de agua y tenían que soportar los embates del hielo. En la orilla izquierda, cubierta de vehículos, la masa de refugiados era tan densa que ya no avanzaba ni un paso. A las berlinas y los carros se les quedaban atrapadas las ruedas, los postillones gritaban, repartían latigazos a su alrededor, la muchedumbre compacta no se movía. Sebastián comprendió lo absurdo de su intento. ¿Qué había ido a hacer allá? Había escapado a un incendio, al frío, al hambre, a morir ahogado, a los cosacos, ¿y regresaba voluntariamente a mezclarse con los civiles que nunca lograrían cruzar el Berésina indemnes? Escrutaba los rostros más cercanos, esperaba reconocer una cabellera negra. El emperador cruzaba a caballo el segundo puente con la Joven Guardia, y los cañones de Oudinot bajaban rodando por la colina desde la que habían barrido los pantanos.
—Si os metéis en ese marasmo, señor, la turba os tragará y quien sabe si podréis regresar.
El oficial que estaba al mando del piquete de granaderos había reparado en la escarapela del sombrero de Sebastián, y quiso advertirle. El joven no necesitaba ese tipo de consejo, constataba la catástrofe, pero una fuerza, o tal vez fuera la mala conciencia, le empujaba.
—Me arriesgaré —dijo.
—Esa es la palabra.
—¡Servicio del emperador!
—Ya me había dado cuenta.
El cordón de guardias se abrió y Sebastián se metió en el caos. Los vehículos atascados impedían el acceso a los puentes. Abatidos, los refugiados se preparaban para acampar una segunda noche en la llanura blanca. Bajo los insultos, Sebastián pasaba junto a aquella gente observándoles desde lo alto de su caballo, pero no, no veía ninguna cabellera negra. Sí, cerca de una berlina, de espaldas, una mujer blandía una antorcha de paja. Sebastián gritó el nombre de Ornella pero la mujer no se volvió. Se fue abriendo camino con el pecho de su caballo y así llegó hasta la berlina que empezaba a arder. La mujer se volvió por fin. No era la actriz. Quiso dar media vuelta antes de la noche. La nieve empezó a caer lentamente sobre las fogatas.
—¡No entiendo a esos rusos!
—Se están concentrando sobre Borisov, Sire.
—Pero es que… ¡podrían habernos cortado el paso! ¿Están ciegos o son idiotas? ¿Qué queda de nuestros ejércitos en Borisov? ¡Una división!
—Tal vez estén maniobrando a nuestra espalda…
Una vibrante explosión le cortó la palabra, seguida de otra, mucho más cercana. Napoleón se ató el gorro, salió de la cabaña, se llevó a su estado mayor a un promontorio poblado de árboles. La nieve se arremolinaba lentamente, pero discernía los puntos rojos de las fogatas que moteaban la llanura. Los refugiados quemaban todo cuanto hallaban a su paso; por descuido, por ignorancia, habían hecho estallar unos cajones de pólvora. Los imprudentes debían de haber quedado descuartizados y muchos más resultaron heridos por las explosiones. El emperador oía el rugido de los miles de seres enloquecidos, aullidos de desesperación que llegaban desde lejos. Otros sonidos, más distantes, más sordos, más regulares, llegaban a través del bosque; un edecán al que Oudinot había enviado a investigar los localizó: un ejército ruso estaba cañoneando al 2.o cuerpo del ejército en la orilla derecha. El emperador hizo sonar la llamada de la guardia, se montó en el caballo y, escoltado por su escuadrón escogido, se fue al ribazo frente al que se estaba librando la batalla. Los sonidos de la guerra lo estimulaban, los prefería a la incertidumbre. Las cosas empezaban a plantearse con franqueza.
El bosque. No eran árboles sino colosos, espaciados, innumerables, entre los que galopaban los coraceros. Los regimientos de Oudinot sufrían el cañoneo, las ramas gigantes, arrancadas por los obuses, llovían sobre sus cabezas aplastando a algunos. Cuando el emperador llegó al cuartel general de Oudinot, bajo el oquedal, el mariscal acababa de ser gravemente herido en la ingle; y los tiradores se lo llevaban hacia la parte trasera de la columna en unas parihuelas.
—¡Que lo sustituya Ney!
—¡Sire, nuestros coraceros han dividido en dos el ejército de Moldavia!
—¡Atacad! ¡Atacad!
—Sire! ¡El mariscal Víctor llega de Borisov!
Una vez confiados los batallones a Ney, Napoleón regresó a la cabaña El mariscal Víctor, duque de Bellune y antiguo general de la Revolución, le esperaba allí, con una manga desgarrada y los mechones de su pelo pegados a la frente y las sienes.
—¿Habéis combatido?
—Contra dos ejércitos rusos, entre Borisov y Studenka, pero he conseguido esquivarles y aquí estoy.
—¿A qué precio?
—Salvando cuatro mil hombres después de dos horas de metralla, aunque…
—¿Aunque qué, señor duque?
—El general Partouneaux…
—¿Ha muerto?
—No, Sire. Se había quedado en Borisov para una maniobra de distracción, tenía que reunirse conmigo en Studenka y se equivocó de ruta en un cruce.
—¿Ese cretino ha permitido que masacraran su división?
—No, Sire, se ha rendido.
—¡Cobarde! ¡Si le faltaba coraje hubiera debido dejar que sus granaderos hicieran su trabajo! ¡Un tambor habría dado la orden de atacar a la carga! ¡Una cantinera habría gritado el «Sálvese quien pueda»!
—Los hombres que me quedan…
—Que crucen el Berésina cuanto antes.
—Lo están cruzando, Sire, a pesar del caos.
—¡Que se espabilen! Los rusos nos van pisando los talones, no tardaran en estar aquí, en cuanto amanezca les veremos aparecer en esas colmas de la orilla izquierda. ¡Berthier! Avise a Eblé, que queme ambos puentes a las siete de la mañana. ¡Caulaincourt! Que se vaya a explorar la ruta de Vilna.
—Ya está hecho, Sire.
—¿Está practicable?
—De momento, sí, pero no es realmente una ruta sino más bien un terraplén entre pantanos, puentes estrechos, pasarelas que cruzan una multitud de arroyuelos. Bastaría con prenderle fuego a una gavilla de juncos para cortarnos el paso.
En mitad de la llanura, separados del resto de sus compañeros por una avalancha, ateridos, cubiertos de nieve, Ornella y el doctor Fournereau treparon a una berlina cuyo cochero azotaba a su tiro como un poseso; los caballos agitaban las crines, se encabritaban en sus arreos, hacían caer a grupos de fugitivos a los que aplastaban con sus cascos. Había dejado de nevar al amanecer y el viento frío duplicaba su fuerza. Encaramados al techo del vehículo, Ornella y el doctor contemplaban los puentes. El de la izquierda acababa de hundirse bajo el peso de los cañones de Victor. Trabados por los cadáveres, los coches caían entre las planchas sueltas. El río bajaba cargado de cuerpos panza arriba, de caballos; algunos baúles flotaban entre los fragmentos de hielo. Frente a una muralla de carros, de equipajes y de muertos, los fugitivos se encaminaban hacia el otro puente. En ese movimiento contradictorio, muchos caían al agua y se hundían en ella, una vivandera desapareció sosteniendo a un bebé en alto, con los brazos tendidos al cielo. Aturdidos, saltaban sobre las placas de hielo que se abrían bajo sus pies, la corriente se los llevaba junto a un remolino de objetos que flotaban sobre la superficie. Un carro cargado de heridos resbaló por el ribazo y desapareció al instante en el limo. A la berlina a la que estaban subidos Ornella y Fournereau se le rompió un eje y aplastó a los vagabundos que no habían podido apartarse. Proyectado contra el armazón de un carricoche, el doctor se dio un golpe en la nuca; sangraba. Ornella pensó: «¡No te sueltes! ¡No te sueltes!». Los dedos se le estaban congelando; resbaló.
Arrastrada por el tropel, había perdido al doctor. Ya lejos, él se vuelve, buscándola, pero la avalancha es demasiado fuerte. Los vagabundos sienten el peligro sin poder detenerlo, apretados unos contra otros, condenados a moverse hacia el puente; avanzan con la energía de un alud, aplastando todos los obstáculos que hallan a su paso. Pisotean los fragmentos calcinados de los arcones que han explotado esa noche, los miembros arrancados, negros de pólvora y sangrantes, torsos cercenados por las ruedas, carne mal identificable, harapos, cascos abollados, una bota quemada por la nieve y sin hebilla. A la entrada del famoso puente se convierten en fieras, la vía se estrecha pero todos quieren pasar a la vez; desertores, malvados como la tina, acribillan con sus bayonetas a quien se opone a su progresión. Ornella ya no toca el suelo, se sostiene entre los hombros, y distingue al doctor sobre los tablones sobrecargados. Ese puente no tiene barandilla, Fournereau se tambalea, se agarra a un tablón de abeto, caído sobre el agua, sacudido por los bloques de hielo; debe gritar cuando la rueda de un carro pasa sobre sus dedos crispados. Los alemanes rezagados de Víctor golpean a los desgraciados con las fustas; una mujer se agarra a la cola de un caballo cuyo jinete cercena de un tajo certero con el sable para liberarse de ella; la muchedumbre le pasa por encima. En la orilla derecha, los soldados de ingeniería esperan la orden de incendiar ante los braseros.
Los cosacos aparecen sobre las colmas y la artillería de Kutuzov se dispone a disparar. Los obuses estallan al azar entre la caravana impotente, el pánico va en aumento. Los más furiosos matan por alcanzar el puente, los heridos se apean de las ambulancias, flota una manga sin brazo. Un retroceso brutal de la masa atropella a un hombre con la cabeza vendada. Ornella se arroja hacia adelante con el rostro deformado por el pánico, con los ojos enloquecidos; se sube a un montón de cadáveres pero cuando pone el pie sobre uno de esos presuntos muertos, que respira, este la coge por el tobillo; volvería atrás si el flujo de refugiados no fuera tan denso. Cae una bala de cañón sobre unos carros, Ornella recula con todos los demás, aprisionada, asfixiada. Sopla el viento. Estallan las balas de cañón. Los puentes se hunden. Cuando los soldados de la orilla derecha les prenden fuego, la elección se vuelve simple: abrasarse o ahogarse. Los más cercanos se precipitan a través de las llamas que se ceban en los equipajes abandonados, los maderos, las carretas desvencijadas, los tablones. Un hombretón con un abrigo blanco se incendia. Los croatas se sujetan a los caballetes, se atreven a pasar por debajo, les caen planchas de madera ardiendo sobre la cabeza. Algunos grupos se arrojan sobre los bloques de hielo, otros nadan algunos metros antes de hundirse en las aguas turbulentas; otros son aplastados entre dos bloques. La riada de gente se lleva a Ornella, tropieza junto a cien personas con los armazones de los vehículos; caen al suelo, se golpean, se asfixian. Ornella se desmaya.
Abrió los ojos cuando notó que le estaban arrancando las pieles; abrió los ojos y vio a su atracador, un asiático de mostacho largo y fino, con un gorro de astracán. El cosaco la alzó cogiéndola del pelo. A su alrededor, aquellos bárbaros les quitaban a los prisioneros las ropas, que iban amontonando sobre sus sillas.