CAMINA O SUCUMBE
El 19 de octubre lucía un sol espléndido. El ejército estaba deseoso de abandonar Moscú. En formación de columnas imperfectas, uniformes andrajosos bajo pieles de zorro siberiano y sedosos pañuelos de cuello, los regimientos diezmados de Davout partieron en primer lugar enfilando la vieja ruta de Kaluga. «Estamos bajando hacia las ricas provincias del sur», repetían los soldados; y así lo creían. Al hilo de las horas se iba preparando el éxodo masivo. Los quince mil transportes disponibles en la ciudad habían sido requisados y se atribuían según el rango. Eran los coches nuevos de los generales, las berlinas cargadas de equipajes voluminosos; eran las calesas y los furgones de la administración, carretillas rusas atestadas de provisiones, las carretas del botín, carretillas de joyas, tablas sobre ruedas en las que se montaban a horcajadas, caballos enanos enganchados con cuerdas a carricoches, pencos agotados que tiraban de cañones o de arcones, todo ello en un ambiente de desorden y tumulto, gritos de los criados, insultos en veinte lenguas, cascabeles de los caballos de tiro, chasquido de látigos. Millares de civiles se sumaban a la manada, mujeres y niños llorosos, ricos extranjeros, campesinos a pie, negociantes europeos sin casa y sin negocio, aventureras que se prostituían siguiendo a las tropas. A las puertas de Moscú, los gendarmes controlaban a los heridos, que los médicos castrenses habían repartido según distintas categorías; sólo se llevaban a los menos graves y los no contagiosos cuya curación se estimaba en el plazo de ocho días. A los demás los apretujaron en el Hospicio, condenados a los parásitos, la disentería, la gangrena y los rusos.
Sebastián y el barón Fain compartían su berlina de servicio con el librero Sautet. Mucho espacio ocupaba el personaje, con su barriga y su familia, una dama con moño que resoplaba en su pañuelo, una chica larguirucha y un perro negro y revoltoso. Les habían confiado un tirador con una sola pierna, sus muletas, su macuto, y un teniente que se había quedado sin sitio donde viajar al que había conseguido encajar sobre unos fardos de guisantes. El equipaje ocupaba el maletero hasta los topes, sujeto con unas correas, y el postillón había tenido que aceptar a un tercer herido en el banco, un húsar febril envuelto con un abrigo de piel de lobo. Apretujado contra el cristal al que le daba el sol, el librero se secaba la frente perlada de sudor y comentaba con voz taciturna:
—Al menos no pasaremos frío.
—Llegaremos a Smoliensk antes del invierno —le respondió el barón Fain.
—Eso espero…
—Su majestad lo ha previsto todo.
—¡Eso espero!
—Veinte días de marcha, nada más, por la ruta del sur.
—Si no hiela demasiado…
—Según la estadística, consultada sobre los veinte años pasados, puedo certificarle que el termómetro, en noviembre, no baja jamás por debajo de los seis grados.
—Eso espero.
—¡Oh! ¡Deje ya de dudar!
—Dudo si se me antoja, señor barón. Pero ¿a qué estamos esperando para partir?
—Al emperador.
—El ejército se ha puesto en marcha a las cinco de la mañana, y con él una caravana de civiles. ¡Nosotros nos quedamos aquí, criando moho! —Contempló su reloj de bolsillo—. ¡Ya es casi mediodía!
—Olvidáis que tenéis suerte.
—No sé por qué, estoy arruinado.
—Pero vivo.
—Gracias.
—Mire, señor Sautet, estáis con vuestra familia en la comitiva de la casa del emperador que granaderos de Badén protegerán a lo largo de todo el recorrido. Detrás de nosotros, tras el coche de las cartas y los papeles de mi gabinete, siguen nuestros furgones de provisiones, pan, vino, ropa blanca, la plata. Los demás se van sin casi nada, consideraos afortunado. De todos modos, si preferís quedaros en Moscú…
—¡No, por Dios! ¡Yo también soy francés, y los rusos no deben de tenernos mucho cariño! ¡Qué desastre!
—¡Dejad de lloriquear de una vez, si no queréis que os apee a la fuerza!
Todavía no habían salido y ya se estaban peleando. Sebastián se enfurruñó en su rincón. El librero no se equivocaba: sin aquella expedición, Moscú seguiría siendo la amable capital que recibía a gentes del mundo entero. Por lo menos él viajaba con poco equipaje, el sable que le había comprado a Poissonnard, sus libros, algo de ropa interior y un puñado de diamantes que había hallado sin dueño en el cajón de un tocador, en el Kremlin. En ese momento pasó el emperador en su berlina, sentado junto a Murat, que llevaba el uniforme rojo de los lanceros polacos. Por fin se iban.
Desde lo alto de la última colina, a lomos de su caballo de cosaco, más robusto que el anterior y herrado para el hielo, D’Herbigny contemplaba Moscú con amargura, las cúpulas con sus cruces mutiladas, las torres, los tejados chamuscados, los minaretes, erguidos sobre un campo de cenizas. El convento de Seminov quemaba junto a la barrera de Kaluga; había que sacrificar los víveres que se habían almacenado allí para no entregárselos al enemigo, puesto que ellos estaban provistos y, en pocos días, podrían volver a abastecerse en el sur. Una multitud inverosímil se expandía por la llanura; una tribu confusa, numerosa, bárbara en su diversidad, se desplegaba lentamente, arrastrando los frutos de sus pillajes, seguían saliendo de la ciudad y desbordaban la ruta a lo largo de varios kilómetros. Entre las corrientes de esa marea ruidosa, el capitán distinguía los uniformes marrones de los caballeros portugueses; flanqueaban a una columna de presos rusos, burgueses, campesinos, tal vez espías, pocos soldados: dado el caso, podrían utilizarlos como moneda de cambio o como escudo. También veía la comitiva imperial atrapada entre la muchedumbre, la berlina verde del emperador, los cincuenta vehículos de su cohorte, los regimientos bien alineados de la Vieja Guardia en uniforme de gala; de los sacos y las correas de sus cartucheras, los granaderos habían colgado frascos de aguardiente, panes blancos horneados en el Kremlin, e iban cantando.
Más cerca, en la pendiente, las ruedas de los carros demasiado cargados se hundían en la arena, las mujeres de los oficiales sustituían a los cocheros y adoptaban su lenguaje. Los artilleros se apuntalaban para ayudar a sus famélicos caballos a subir los cañones hasta la cima de la cuesta. Por enésima vez, las carretas de los dragones se habían atascado. Resbalaban, perdían tiempo, cada incidente particular contribuía a retrasar a todo el conjunto.
El caballero Bonet se aproximó al capitán. Desde que este le había nombrado sargento en sustitución del pobre Martinon (y dado que el teniente Berton se había volatilizado), esperaba poder tomar iniciativas.
—Mi capitán, ¿no podríamos aligerar el equipaje?
—¡Idiota redomado! Bien contento estarás al recibir tu parte cuando lleguemos a Francia.
Bonet reflexionó, abombó el pecho para resaltar el hermoso chaleco de seda que se había hecho con una tela china y luego, como si se le hubiera ocurrido súbitamente, propuso:
—¿El té de la primera carreta? Llevamos un cargamento entero…
—Es mi té, Bonet. Lo venderé a buen precio y, además, no pesa tanto. No vamos a tirar nuestras provisiones, ¿no te parece? Ni descargar y volver a cargarlo todo al primer contratiempo.
—¿Las cajas de quinina?
—Nos serán útiles.
—¿Los cuadros?
—Van enrollados y no pesan nada. ¡Estas cosas valdrán una fortuna en París! ¿Acaso quieres también que nos deshagamos de las monedas de oro y toda la preciosa quincallería que hemos sacado de las iglesias?
—Los heridos… —dijo el criado Paulin con aire distraído, mirando a su pollino, que mordisqueaba un matorral de hojas secas.
—¿Los heridos?
—Transportamos a un montón, eso es cierto —dijo el sargento.
—Y no iríamos tan cargados, señor.
—¡Yo no calibro a los hombres por su peso! —contestó el capitán, enrojeciendo—. Nos necesitan.
—Podríamos cargarlos en otras carretas.
—¡Pero si van hasta los topes, y más aún!
—Con que los civiles se aprieten un poco más…
—¡Bajad a los heridos! —ordenó el capitán.
Dos dragones se suben al carro para ayudar a los gimientes infantes, encajados entre cajas del botín, a apearse; les cogen por debajo de los brazos, se los pasan a sus camaradas que se han quedado abajo y que los van colocando en el suelo. Mientras los jinetes intentan imponerles este exceso de carga a los civiles, unos hombres desmontan unas planchas fijadas a los flancos de las carretas, las colocan delante de las ruedas atrapadas en la arena; algunos empujan, otros tiran de unos cabos, hay quienes azotan a las mulas con el cuero de sus cinturones. No muy lejos, grupos de soldados y mercaderes con redingotes hacen lo propio para desatascar los coches hundidos. Vuelca un furgón, una biblioteca de libros de lomo dorado se esparce por el suelo y un oficial gritón los protege de los cascos de los caballos y las ruedas. Cuando la primera carreta de los dragones avanza de nuevo al ritmo exasperante de las mulas, el capitán se inquieta por los heridos.
—¿Habéis conseguido colocarlos?
—Claro, mi capitán.
—Mejor así.
Era mentira, D’Herbigny no se llamaba a engaño pero fingía creer a sus hombres. Tenían que avanzar. Superarían la travesía de las colinas, la arena blanda, pero les esperaba una estepa pedregosa, gargantas estrechas por las que a aquella horda le resultaría complicado pasar.
Al anochecer, empezó a caer una lluvia fina y fría, y la multitud se instaló como pudo en la llanura. El emperador se refugió en los aposentos nobles de un espantoso castillo de piedra en compañía de las gentes de su casa. El barón Fain y Sebastián dejaron a Sautet en la berlina.
—¿Vamos a pasar la noche en este carruaje? —protestaba el librero.
—Apretaos bien para daros calor.
—¿Qué comeremos?
—Vuestras provisiones.
—¡Pero nos habíais prometido que no nos faltaría de nada!
—¿No tenéis provisiones?
—Algunas, sí, bien lo sabéis.
—¿Pues de qué os quejáis?
—De estos, ¡que no dejan de gemir y nos impiden descansar!
Se refería a los heridos, el tirador y el oficial holandés que se retorcían sobre los sacos de guisantes. El librero insistía:
—¡Venga! ¡Que no es sitio lo que falta en un castillo!
—¿En el palacio del emperador? Ahí no se aceptan civiles.
—¿Eso, un palacio?
—Sabed, señor Sautet —le respondió el barón irritado—, que llamamos así al lugar donde se aloja su majestad, sea una cabaña, una tienda o un albergue.
Cuando Sebastián y el barón hubieron partido, el librero hurgó en sus alforjas; sacó un salchichón ahumado, una botella y galletas. Las galletas habían soportado mal el traqueteo del camino y se habían desmigajado. La familia lo compartió sin palabra. Un granadero golpeó el cristal de la ventana y Sautet le abrió. Una brisa fría les hizo estremecer. El soldado llevaba una marmita que hizo felices a los viajeros.
—¡Ah, mira, si hasta se ocupan de nosotros!
—¿Lleváis heridos? —preguntó el granadero.
—Dos dentro de la berlina.
Otro granadero llenó dos escudillas de un líquido humeante y claro con la ayuda de un cacillo y se las tendió a Sautet.
—Yo se las daré —dijo este último—. ¡Uf, cómo quema esto!
Le dio una escudilla a su mujer, acercó los labios a la otra y se tomó su contenido a grandes sorbos.
—¡Eh! ¡Que es para los heridos! —repitió el granadero.
El perro ladró, lo que llamó la atención de los granaderos.
—¡Silencio, Dimitri! —dijo madame Sautet riñendo al perro.
—¿Qué pasa con nuestro perro? ¿Por qué lo miran así?
—Parece apetecible —dijo uno de los granaderos cerrando la puertecilla de un golpe para ir a servirles la sopa a los demás heridos.
El librero se tomó otro trago con una mueca:
—¡Inmundo!
—Sin duda, querido —terció su esposa—, pero está caliente.
—No me refería a esta pócima, madame Sautet. ¿Es que no habéis oído el comentario de este zangolotino acerca de Dimitri? ¡Apetecible!
Se terminó su bol. Ella tomó algunos sorbos y le pasó el cuenco a su hija, quien respiró sus vapores rancios. Era una sopa de cebada de sabor desagradable que los heridos no llegaron a probar. Como no teman sal, los marmitones del regimiento le ponían pólvora. Al hervir en la marmita, el carbón y el azufre descompuestos subían a la superficie; los marmitones quitaban la espuma con un cucharón; el salitre que quedaba bastaba para sazonarla, pero dejaba un regusto desagradable en la garganta y retortijones en la barriga. Cuando, poco después, regresó Sebastián en busca de unas pieles que iban en los coches del secretariado, se encontró a Sautet en el patio, en cuclillas, con los calzones a la altura de las rodillas; aliviaba sus intestinos al amparo de un tejadillo.
—¡Con lo felices que éramos en Moscú! —se lamentó el librero, sorprendido por el secretario en aquella postura.
—En Kaluga —dijo Sebastián iluminando al buen hombre con su linterna— tendremos rebaños, huertos, graneros llenos.
—¡A este ritmo, amigo mío, no nos falta nada para llegar hasta allá!
—¿Qué nos puede ocurrir estando cerca de su majestad?
—¡Para empezar, una buena diarrea! —murmuró el señor Sautet.
Se incorporó subiéndose los calzones, se colocó los tirantes, y, contemplando al hombre de muy cerca, le echó en pleno rostro un aliento apestado por la sopa.
—Admiro vuestra confianza, pero yo conozco la región. Conozco los angostos desfiladeros por los que habrá que pasar, y las ciénagas de la Nara que tendremos que atravesar. Pero ¿cómo, Dios mío, con toda esta gente y tanto desorden?
Sebastián no sabía qué responderle, se dio la vuelta, ilumino el carruaje de los equipajes, del montón de paquetes y pieles sacó una pelliza de carnero de astracán que pensaba ponerse bajo el redingote. Allá arriba, a los secretarios sólo se les había concedido una sala helada en cuyas ventanas no había cristales; la escasa madera seca quedaba reservada para el emperador y las cantinas de la guardia.
A la mañana siguiente prosiguieron camino. El barón Fain y su empleado estornudaban y se sonaban cuando ocuparon sus plazas en la berlina, junto al librero y su familia. Estos tenían mala cara y dormitaban bajo pieles de cordero. Uno de los heridos deliraba. Ese día no prestaron asistencia a los accidentes que ocurrieron en los desfiladeros, la caravana del emperador tenía prioridad y los soldados organizados le abrían paso entre los civiles, a los que apartaban para precederlos; detrás de ellos, a muchos de los carruajes se les rompieron las ruedas y se despeñaron por el precipicio con sus pasajeros. Se empezaba a ver fugitivos, demasiado cargados, que se iban deshaciendo de un exceso de botín e iban dejando un rastro de sacos de perlas, iconos, armas, rollos de tela que los siguientes pisoteaban con indiferencia.
La travesía de las ciénagas duró toda una jornada, el día siguiente, envueltos en una niebla húmeda. Los batidores habían balizado el paso de las tropas, los coches se disponían en fila sobre un camino inestable, en ciertos lugares esponjoso, hollado por los arcones y los zuecos. Objetos cubiertos de lodo, indistintos, flotaban en la superficie del barrizal. Asomaba la cabeza de un caballo; el animal ya no tenía fuerzas para relinchar antes de ser engullido. El menor desvío parecía fatal y la mayoría de los viajeros se había apeado de los pesados carruajes. Damas elegantes, con vestidos largos, avanzaban horrorizadas tomando mil precauciones en los guijarrales y entre los charcos. Una de ellas llevaba un niño en brazos. Los palafreneros guiaban a pie sus caballos de tiro. Los comediantes de madame Aurore marchaban ante su carricoche con toldo en cuya loneta habían pintado con letras blancas: «Compañía teatral de su majestad imperial». Ornella y Catherine habían forrado sus sombreros con tafetán encerado para protegerse de la lluvia; marchaban en cabeza, levantándose los bajos de las faldas, se torcían los tobillos, se sostenían la una en la otra para no resbalarse por los lados del camino. El gran Vialatoux no tenía ya coraje para declamar, pero se lamentaba a cada paso de su reumatismo; madame Aurore lo sermoneaba.
Delante de ellos, en los confines de la niebla, una calesa volcó y se hundió. Los alemanes que la ocupaban se desgañitaban para que alguien les tirara una cuerda y los izara de nuevo hasta el camino. Un tipo alto y larguirucho sacó una pieza de tela de su carro y uno de los alemanes la cogió por el extremo; cuando su salvador tiró de ella para subirles hasta tierra firme, la tela crujió, se rasgó y el hombre se cayó. «¡Qué tontería arrojarles una tela!», dijo un cochero. «¿Tú tienes una cuerda? ¿No? ¡Pues se hace con lo que se tiene!». Los caballos enganchados al pértigo se debatían por liberarse, el barro se los tragó en un instante, junto con el equipaje, con un espantoso ruido de succión. Hubo otras escenas de esa índole, ante las cuales se sentía uno impotente.
Dejaron los pantanos atrás poco antes de que anocheciera. Los comediantes se desplomaron sobre una tierra mojada por la niebla. Para calentarse, los supervivientes arrancaron los bancos y las banquetas de sus carruajes e hicieron con ellos una hoguera junto a la que se apretujaban todos. Madame Aurore les imitó y añadió la madera de sus maletas, de las que sacó el vestuario. Dos rezagados del ejército pudieron sentarse junto al fuego a cambio de provisiones. Ya no tenían ni regimiento, ni armas, sólo unos abrigos peludos que les daban aspecto de osos. Uno de esos osos cogió a Ornella por el hombro y la aproximó al fuego para verla mejor.
—Así que tú haces teatro…
—Está escrito en nuestra carreta…
—¿No fuiste tú la que te quitaste los pingos en Moscú? Eso no se olvida, ¿eh?
—¿No podrías repetirlo para nosotros solos? —dijo su compadre.
—¡Dejadla en paz! —gritó madame Aurore.
—¿Te silbaron?
El gran Vialatoux y el joven galán, acurrucados en sus pieles, no chistaban. Madame Aurore se plantó ante ellos:
—¡Echad a estos piojosos de aquí!
—El reúma me bloquea las piernas —se lamentó Vialatoux.
—No piden nada malo —añadió el joven galán.
La directora, furiosa, cogió la cacerola que colgaba sobre el fuego y vertió su contenido hirviente sobre las piernas del soldado, que se levantó de un salto, gritando:
—¡Me estás tocando las narices, vieja loca!
—¡Nuestras habichuelas! —gemía Vialatoux.
Una gigantesca explosión les impidió llegar a las manos. El suelo había temblado. Sobrecogidos, se volvieron instintivamente en dirección a Moscú. El mariscal Mortier, rezagado con la Joven Guardia, acababa de prender las mechas de yesca de los toneles de pólvora que minaban el Kremlin.
«Ay, mi gallardo, cuando veas las praderas normandas, te volverás loco de contento…». El capitán hablaba con su caballo. Le acariciaba el cuello, enternecido, y lo observaba mientras comisqueaba un manojo de heno. Al sexto día, la lluvia torrencial que complicara su avance había cesado, y los hombres habían recuperado la esperanza. A campo traviesa, habían llegado a la nueva ruta de Kaluga, bordeando bosques, dejándose caer por pendientes suaves, habían encontrado forraje, coles, cebollas para mejorar sus sopas. Habían dejado atrás Borovsk, la ciudad de las avellanas, y se hallaban en una llanura sembrada de bosquecillos. Todo parecía apacible. D’Herbigny veía al emperador sentado a la mesa al borde del camino, en compañía de Berthier y el rey de Nápoles. En su cantina sobre ruedas, el cocinero Masquelet les había preparado unas lentejas con tocino. Hasta el momento, ni rastro de los rusos ni de los cosacos. Hasta el momento, porque justo entonces aparecieron dos cosacos con sus altos sombreros turcomanos a los que los húsares arrastraban por las correas y llevaban a presencia del emperador.
El capitán permanecía inmóvil. Intentaba comprender el cara a cara por los gestos de unos y otros. El emperador, con una servilleta anudada en torno al cuello, recibía las explicaciones de los húsares. El rey de Nápoles, apático desde la pérdida de su caballería, seguía comiéndose las lentejas con cuchara. ¿De dónde salían aquellos cosacos aislados? ¿Cómo les habían apresado? ¿Había más? ¿Cuántos y dónde? Eso significaba, cuando menos, que los rusos sabían de los movimientos del ejército hacia Kaluga. Entonces se oyó retumbar un cañón. Los mamelucos acercaron los caballos. El emperador se montó a horcajadas en el suyo, luego Caulaincourt, luego Berthier, con cierta dificultad, e iban a salir corriendo hacia el combate cuando llegó un jinete a toda velocidad, un italiano del príncipe Eugenio. Se detuvo ante el emperador, departieron. Napoleón descabalgó y se acercó al puesto donde debía pasar la noche, una simple cabaña.
D’Herbigny se informó: dos batallones de vanguardia habían tomado posiciones en un pueblecito; construido sobre una escarpadura, dominaba y cubría la ruta que debía seguir el ejército. Los rusos, muy superiores en número, habían atacado. Había un oficial inglés entre ellos. ¿Les daría tiempo a llegar al sur?, se preguntaba el capitán. ¿Podrían resistir la ofensiva de unas tropas que habían tenido tiempo de fortalecerse? Unas velas iluminaban las ventanas de la cabaña Su majestad recibía un correo tras otro. Nadie dormía. Con las manos expuestas al fuego de los vivaques, granaderos y jinetes esperaban órdenes. Durante toda la noche se estuvo oyendo el galope de los caballos en la llanura.
Poco antes del alba, unas sombras se agitan en la cabaña A la luz de las ventanas, el capitán distingue las siluetas de los turbantes de los mamelucos rematados con una medialuna de cobre, los palafreneros tiran de los caballos ensillados que presentan al gran escudero.
El emperador se recorta en el marco de la puerta, se pone su bicornio, envía a un oficial de su comitiva hacia el vivaque de los dragones.
—Capitán, reúna a un pelotón para escoltar a su majestad.
—¿Habéis oído, hatajo de bribones? —grita D’Herbigny.
Los caballeros montan de un salto; cerca de la cabaña, el capitán oye al emperador discutiendo acaloradamente.
—Todavía es de noche, Sire —le dice Berthier.
—¡Ya lo veo, imbécil!
—En los puestos avanzados no veréis nada.
—Cuando lleguemos ya se habrá hecho de día.
—Esperemos…
—¡No! ¿Dónde está Kutuzov? ¡Tengo que enterarme por mis propios medios!
Italianos de la guardia del príncipe Eugenio desmontan en ese preciso instante y proporcionan detalles.
—Sire, el virrey resiste.
—¿Ha conservado el pueblo?
—Lo ha tomado y vuelto a tomar siete veces.
—¿Y los ejércitos rusos?
—Se diría que se están replegando.
—¿Cómo lo sabéis?
—Por los campamentos enemigos. Sólo quedan cosacos y milicias de campesinos.
El cielo se ilumina. La pequeña tropa parte envuelta en una semipenumbra. Apenas ha recorrido unos centenares de metros cuando se escuchan gritos. Los cosacos se abalanzan sobre los conductores y las cantineras; otros espolean sus caballos, se arremolinan entre las piezas de artillería del campo vecino; una tercera partida rodea la escolta del emperador, esta se dispone a cargar, los agresores bajan las lanzas. Napoleón desenvaina su espada con empuñadura de oro en forma de búho. Los generales que le rodean se colocan ante él empuñando también sus espadas. D’Herbigny y sus dragones se precipitan contra los asaltantes a los que apenas distinguen en el pánico de esa madrugada. Se enfrentan, el choque de los sables contra la madera de las picas, los caballos que se encabritan. Chocan, se evitan, se protegen, gritan, golpean. D’Herbigny ve a su espalda a un jinete con redingote verde que blande una lanza, el capitán se vuelve y le clava la espada bajo la clavícula. Escuadrones de cazadores y de lanceros polacos llegan por fin a socorrerles, los últimos cosacos vuelven grupas, los soldados del emperador los persiguen. Unos granaderos ayudan al doctor Yvan a colocar a los heridos sobre la hierba. D’Herbigny repara en que están transportando al hombre que ha ensartado.
—Este no parece muy tártaro —les dice a los improvisados camilleros.
—Este no, claro.
—¿Quién es?
—Un edecán de nuestro teniente coronel. Se le ha partido la espada en dos dentro de la barriga de uno de estos malditos, y le ha cogido la lanza para poder seguir luchando.
Estaba tan contento de haberle salvado la vida a su emperador, que el capitán se dijo que, en la oscuridad, cualquiera puede equivocarse.
Hacia las seis de la tarde, el consejo de guerra se reunió en una granja. Con los codos sobre la mesa y las sienes apoyadas en los puños, sin haberse quitado siquiera el redingote y el sombrero, Napoleón recorría sus mapas extendidos sobre la mesa con mirada sombría. Murat se había tumbado en un banco apoyado en un tabique; había dejado su bonete de plumas cerca de la palmatoria. Los otros mariscales esperan de pie a que el emperador se decida sobre la ruta a tomar. Este había pasado la jornada reconociendo el pueblo donde sus batallones habían combatido con las bayonetas, pero ya no era un pueblo sino más bien una chamicera, ninguna casa se había resistido a los cañones rusos, ni tampoco los bosques que las rodeaban hasta la cima. Los cadáveres alineados indicaban aproximadamente el antiguo trazado de las calles; sólo la iglesia conservaba todavía su forma, allá abajo, cerca del puente que cruzaba el río. El príncipe Eugenio le había mostrado el lugar donde tres balas habían acabado con la vida del general Delzons. El emperador dijo por fin:
—Kutuzov ha retirado sus ejércitos, sus equipos le ralentizan, ha perdido millares de hombres, es el momento de hundirle.
—Tal vez, Sire, se limita a cambiar de posición…
—Si le atacamos ahora, nos abriremos paso hacia la ruta del sur.
—¿Con qué tropas, Sire?
—¡Tenemos suficientes! ¡He visto los muertos de Kutuzov! ¿Entendéis? ¡Los he visto! La mayoría jóvenes exhaustos con sus casacas grises, con sólo dos meses en el servicio y que no saben luchar. ¿Su infantería? Los únicos que son soldados de verdad son los de primera línea, detrás van esos jóvenes, mujiks, campesinos armados con picas, milicianos reclutados en la capital…
—Sire, acabamos de perder al menos dos mil hombres y ¿cuántos heridos van a ir produciéndose en esa persecución? Vámonos a Smoliensk antes de que lleguen los fríos severos.
—El tiempo es magnífico —zanjó el emperador— y seguirá así al menos una semana, y para entonces ya estaremos a cubierto.
—¿En Kaluga?
—Allí descansaremos, nos abasteceremos, conseguiremos refuerzos…
—El invierno puede echársenos encima de un día para otro, Sire.
—¡Os he dicho que son ocho días!
—Apresurémonos —propuso Murat—. Con una semana de marcha forzada estaremos en Smoliensk.
—¡De marcha forzada! —ironizó Davout—. ¿A través de una campiña devastada y con el vientre vacío? Porque, naturalmente, el rey de Nápoles nos propone esta ruta.
—¡Es la más corta!
—¿Y vos? ¿Qué proponéis vos? —le dijo secamente el emperador a Davout.
—Por aquí, hacia Yujnov, por la vía de en medio —respondió el mariscal, con las antiparras en la punta de la nariz y la nariz pegada al mapa.
—¡Una pérdida de tiempo! —exclamó Murat.
—En esa región, al menos, no se ha librado ninguna batalla, ahí encontraremos las provisiones que empiezan a escasear.
—¡Basta de gritos! —intervino Napoleón barriendo los mapas con su manga—. Aquí el que escoge soy yo.
—Esperamos vuestras instrucciones, Sire.
—¡Mañana!
Se marchaban con esa indecisión cuando el emperador retuvo al teniente coronel.
—Berthier, ¿vos qué opináis?
—Ya no estamos en condiciones de librar una batalla.
—¡Pero tengo razón, yo lo sé! ¡Kutuzov! ¡Basta con que le empujemos para que caiga!
—Un movimiento rápido, Sire, significaría que abandonamos a los heridos y a los civiles…
—¡Los civiles! ¡Vaya plaga!
—Les hemos concedido nuestra protección. En cuanto a los heridos, tenemos que llevarlos con nosotros pues, de lo contrario, los soldados que nos quedan perderán la fe en vuestra majestad.
—Que Davout mande la caballería para explorar su famosa ruta, pero vos, Berthier, ¿por qué solución os inclináis?
—Vámonos cuanto antes a Smoliensk.
—¿Por esa ruta saqueada?
—Es, en efecto, la más corta.
—Llame al doctor Yvan, que venga cuanto antes.
El emperador recogió los mapas que había tirado, sus planos de Rusia, Turquía, del Asia Central, de las Indias. Las circunstancias estaban haciendo trizas sus sueños. Ponderaba los argumentos de cada uno. ¿Encerrarse en Smoliensk y pasar allí el invierno? Dudaba cuando el doctor Yvan entró en la granja.
—Yvan, viejo matasanos, preparadme lo que ya sabéis.
—¿Esta noche?
El emperador reclamaba el veneno que Cabanis había inventado para Condorcet y del que Corvisart, su médico parisino, había recuperado la fórmula: opio, belladona, eléboro… Llevaría esa mezcla en un saquito, bajo el chaleco de lana. Aquella mañana, si un jefe cosaco lo hubiera identificado, se lo habría tomado. ¿Y después qué? ¿Le enviarían en un ataúd a San Petersburgo? Ese tipo de incidentes podía producirse en cualquier momento; se negaba a caer vivo en manos de los rusos.
Y el convoy volvió sobre sus pasos hacia el norte para enfilar de nuevo la ruta que habían emprendido en sentido contrario a principios de otoño. Soplaba un viento cada vez más frío e iban abrigados como buenamente podían. D’Herbigny llevaba su pelliza forrada de zorro bajo el abrigo; Paulin había encontrado una capelina roja bordeada de armiño, sobre cuya capucha se había calado el sombrero, lo que le daba cierto porte de prelado. Cabalgaban al paso bajo los abetos y los abedules.
—Señor —dijo el criado colocando su asno junto al caballo de su amo—, señor, tengo la sensación de que estamos dando vueltas en círculo.
—¡Déjame en paz! ¿Te crees más listo que el emperador?
—Intento saber qué estamos haciendo, señor.
—Él tiene sus razones.
—Llevamos diez días de marcha y sólo debemos de estar a doce o trece leguas de Moscú.
—¿Qué sabrás tú?
—Reconozco el paisaje…
La ruta desembocaba en un río que había que vadear sumergidos en una agua helada. La artillería estaba en ello, las ruedas de los cañones resbalaban en el lecho lodoso, impedían el paso a los demás; los soldados, con el agua hasta las rodillas, ayudaban a sus animales a llevar al ribazo las cureñas llenas de barro; pese a su duro esfuerzo, muchas de las piezas tuvieron que dejarlas a merced de la corriente. D’Herbigny también reconoció el lugar: se aproximaban a Borodinó. Veía los árboles truncados, retorcidos, ajusticiados por los obuses, los agujeros en las colinas, la campiña levantada. Veía la línea de los cerros rebajada allí donde los rusos habían construido sus reductos, empalizadas caídas, parapetos volcados sobre los cadáveres o los moribundos en cráteres como fosas comunes. El trigo verde había brotado, pero apenas disimulaba las señales de la batalla. Los dragones apartaban con el pie un casco, una coraza, la caja de un tambor, y los ruidos metálicos sonaban en el aire frío. El capitán decidió ir andando para evitar que su caballo diera un mal paso y, al posar el pie en el suelo le pareció estar pisando ramitas: eran huesos. La lluvia había desenterrado miles de cuerpos que servían de pasto a los cuervos; las aves planeaban graznando y seguían la trayectoria del cortejo. Allá en lo alto, dominando uno de los reductos, unos esqueletos saludaban el paso de los supervivientes. Uno de ellos, clavado con una lanza a un abedul, cubierto con un andrajo de capote gris, todavía llevaba las botas y el casco de crin sobre su calavera de muerto.
Todo el mundo estaba impaciente por dejar ese tramo atrás.
Caminaban con la mirada fija en el suelo.
Al capitán le parecía estar oyendo el toque de diana, y rememoró el paisaje de antes de aquella batalla que el emperador le había evitado a la guardia. Aquella mañana ellos tenían el sol de cara. Lo recordaba muy bien: la humareda, las explosiones, los asaltos devastadores de los coraceros a través de las vaguadas, las balas de cañón que caían en torno a Napoleón y que él, enfermo, repelía con el pie como si fueran balones para seguir los movimientos de las tropas con el catalejo. Se oyen unos disparos, el capitán se sobresalta. Bonet y los caballeros habían abatido a unos cuervos; corrieron a cobrarlos entre la carroña que el frío empezaba a congelar.
—¡No son de nadie, capitán!
—¡Hay que pensar en la sopa, capitán!
Balanceaban las aves negras y cebadas sosteniéndolas por las patas.
—¿Os vais a comer a esos devoradores de podredumbre?
—Si nos llenan la panza…
—¡Eh!
—¿Qué pasa, Bonet? ¿Los pájaros de vuestra sopa están picoteando las entrañas de uno de vuestros antiguos camaradas?
—Venga a ver, mi capitán…
La columna siguió avanzando pero el capitán se apartó un instante para considerar el descubrimiento de su sargento. Una forma humana imprecisa se retorcía sin piernas entre los tallos de trigo, cubierta de una costra de sangre y tierra. Los dragones reculaban ante el monstruo.
—No está muerto —dijo Bonet.
—Ha salido de la barriga abierta del cadáver de este caballo —dijo el caballero Chantelouve—. Ahí dentro debe de haberse mantenido caliente y comido las entrañas, tal vez haya bebido el agua de la lluvia.
—¡Imposible! —dijo el capitán, velando su horror tras una voz ronca.
—Ya lo creo, está abriendo los ojos…
Sobre una ladera, protegida por un bosque de abedules muy tupido, la abadía de Kolotskoi tenía algo de fortaleza con sus murallas grises con almenas, sus torres, sus sobrios campanarios; en los intervalos de una larga barrera de planchas y estacas, los cañones apuntaban al valle por el que trascurría el Moscova. El cortejo imperial pernoctó ahí una noche, en los carruajes, puesto que las salas estaban llenas de heridos, cerca de veinte mil hombres desde la horrible batalla; también habían guardado allí las armas. A partir de medianoche empezó una tempestad de nieve. En la berlina de los secretarios, el barón Fin y sus pasajeros desaparecieron bajo un alud de abrigos y pieles. Sebastián se felicitaba por haber tenido la idea de comprarle a una cantinera, a cambio de dos diamantes, unas botas de terciopelo forradas de franela. A la mañana siguiente había dejado de nevar, pero estaba todo cubierto. Contra la cortinilla escarchada, que no cesaba de sacudir, el librero Sautet seguía despotricando.
—¡Estoy seguro, pero seguro, de que en ese claustro encontraríamos algo a lo que hincarle el diente!
—Tomad un poco más de vino blanco —le dijo el barón Fain sin abrir los ojos.
—¿Emborracharme en presencia de mi hija? ¡Ah, no! ¿Qué ejemplo sería ese?
—Pues comed guisantes.
—¿Crudos?
—Comeos a vuestro perro.
—¿Os habéis vuelto loco?
—Voy a ver —propuso Sebastián.
—No, no —prosiguió el librero, tengo frío, me siento anquilosado, ¡estoy empezando a disgustarme!
—Dejadlo, señor Roque —dijo el barón—, la furia calentará a nuestro amigo.
—¡Yo no soy amigo vuestro!
El librero aventuró un pie en el exterior, resbaló, se hundió en la nieve chillando:
—¡Mi pierna! ¡Mi pierna! ¡Estoy herido! ¡Tengo derecho a la sopa caliente de los heridos!
Sebastián se apeó para ayudar al gordo, pero este no lograba tenerse en pie, y resbalaba al menor paso que daba.
—¡Mi pierna, os digo!
—Al mundo le importa un comino vuestra pierna.
—Pero… ¿dónde están los caballos?
La víspera, después de tapar a los heridos que llevaban tumbados en el techo con una lona, el postillón se había envuelto en un saco de tela. Se sacudió la nieve del abrigo y del saco, tomó un trago de aguardiente y respondió:
—En el establo, comiendo.
—¡Bravo! ¡Los caballos comen! ¿Y nosotros?
—¿Queréis comer paja?
En realidad, el forraje era de trigo verde segado por la guarnición de la abadía. Habían completado la pitanza con los jergones de los agonizantes a los que, de todos modos, no les quedaba mucha vida que soportar. Los caballos volvieron a sus varales, y los vehículos de la casa de su majestad se unieron al convoy. Los cazadores wurtemburgueses habían amontonado nuevos heridos sobre los imperiales, en los armones, en cualquier hueco que hallaban, amarrándolos a veces con cuerdas si estaban demasiado débiles como para agarrarse a la capota o a las cinchas.
Los primeros coches trazaban la ruta de los siguientes pero, a excepción de los caballos cuyos cascos el previsor Caulaincourt había ordenado herrar para el hielo, la mayoría de los animales resbalaban en los pliegues de terreno congelado; muchos caían, agotados, y había que abandonarlos. Con la nariz pegada al cristal, impasible ya a fuerza de costumbre, Sebastián contemplaba a los zapadores amoratados por el frío junto a los que pasaba la berlina; estaban destripando a un jumento cuyas narices aún humeaban, se lo comían a dentelladas, la sangre les corría por el mentón y los pingajos. Una banda de tiradores saqueaba unas calesas presas en un hoyo; arrojaban a la nieve candelabros, ropas de baile, porcelanas finas, se cargaban de licores. Uno de esos carruajes estaba en llamas y fantasmas macilentos y barbudos la rodeaban, asando allí carnes dudosas ensartadas en sus sables. En ese momento, Sebastián vio que un cuerpo caía del techo de la berlina, uno de los heridos a los que habían cargado en la abadía, mal asegurado, y al que las sacudidas del camino habían desequilibrado. El joven abrió la portezuela y le gritó al postillón:
—¡Deteneos! ¡Hemos perdido a un herido!
—Cerrad esa puerta, señor Roque —dijo el barón Fain—. ¿Acaso tenéis demasiado calor?
—De acuerdo, señor barón.
Miró de soslayo al resto de los pasajeros. Ya no se oían los estertores del teniente ni del que tenía sólo una pierna, ya no bebían nada, no comían nada: ¿estaban vivos todavía? La madre y la hija Sautet, ateridas, se apretaban la una contra la otra; el librero apretaba al perro contra su pecho, y el perro jadeaba. El barón Fain se había envuelto la cabeza en un chal de lana. Ya casi no les quedaban provisiones pero seguían confiados: en el entorno de su majestad no se morirían de hambre, cuando se detuvieran en alguna parte las cantinas les proveerían. De vez en cuanto una explosión hacía trastabillar la berlina; los artilleros prendían fuego a los arcones que no podían seguir acarreando para que, al menos esa pólvora, no la pudiera aprovechar el enemigo. Una explosión más fuerte, más cercana, rompió uno de los cristales, junto a los heridos echados sobre los sacos de guisantes. Sebastián amontonó el equipaje contra el cristal roto, para cortar la corriente de aire helado. Entonces se dio cuenta de que el carruaje se había detenido y de que el holandés que sólo tenía una pierna había muerto.
En esa ocasión bajó el barón Fain a informarse del nuevo contratiempo. Sebastián le siguió tras haberle emulado colocándose un chal de cachemira alrededor de las orejas y la nariz. Fuera los ojos les escocían, las manos se les ponían lívidas en las articulaciones y debían aferrarse a la berlina con sus dedos entumecidos para no resbalar sobre las placas de hielo. El postillón yacía al borde del camino, sobre un montón de nieve blanda: al explotar, el arcón había arrojado al aire esquirlas de madera con la fuerza de un proyectil; una de ellas le había abierto el cráneo. Vieron vehículos con los cristales rotos cuyos ocupantes intentaban cubrir con cualquier cosa. Calesas, furgones que querían adelantar a esos accidentados que les demoraban, aventurándose a tramos donde la nieve era más espesa e inestable, volcando a veces. El barón se había agachado junto al postillón para constatar su muerte. Sebastián se ofreció a sustituirle.
—¿Sabéis conducir estos artefactos?
—En Ruán solía conducir el faetón de mi padre.
—Por mí encantado pero no viajamos en un faetón, afortunadamente tenemos dos caballos con crampones sobre los cascos.
—¿Tenemos otra elección, señor barón?
—Sacadnos de aquí, y reunámonos cuanto antes con la comitiva de su majestad, de la que ya nos hemos distanciado bastante.
—De acuerdo, pero debo informaros de que uno de nuestros heridos está tan muerto como el postillón.
—Yo lo saco, vos ocupaos de conducir.
Fain volvió a subirse a la berlina mientras su empleado despojaba de sus ropas de abrigo al postillón y se las ponía; le quitó también los guantes de piel, recogió el látigo, se encaramó al banco y tomó las riendas. Apenas se había subido al carruaje cuando ya unos vagabundos acababan de desnudar al postillón y al de una sola pierna (al que el barón había arrojado a la nieve). No corrían ningún peligro de extraviar el camino, bastaba con seguir el rastro de cuerpos desnudos, congelados, hombres y mujeres tirados sobre el hielo, los carruajes quemados, los caballos descuartizados que teñían la nieve de rosa.
El frío y la monotonía entumecían al cochero improvisado. Sebastián se contentaba con dejar que los caballos siguieran a los furgones sin acelerar la marcha, sin pretender reunirse con el resto de los vehículos de la casa del emperador cuyo rastro se había perdido hacía ya rato, muy por delante de ellos. Demasiados cadáveres, demasiada carroña, ¿cómo apiadarse de ellos? Cuando algún herido caía de un carruaje, él dejaba que la berlina le pasara por encima, había que ganar tiempo como fuera, recuperar su lugar en el convoy a cualquier precio. Muchos eran los desgraciados que morían bajo cien ruedas, eso hacía que los carruajes se tambalearan y cayeran otros heridos que, a su vez, eran aplastados con indiferencia. Sebastián había llegado a envidiar la suerte de aquellos bribones lisiados que por fin se liberaban, y partían, en paz, a mil leguas de aquella llanura sin fin. A ratos evocaba episodios felices de su vida cuando, junto con algunos afortunados, compartía el desván del ministerio de la Guerra en el palacete d’Estrées. Se pasaba los días copiando inventarios, notas, despachos, en una oficina del servicio de reclutamiento, inclinado sobre una de las mesas dispuestas alrededor de la estufa. Por la mañana, limpiaba el suelo con agua para recoger el polvo, se entretenía con el cortaplumas afilando su útil de escribir, o bien se daba una vuelta por la caseta del conserje, donde habían instalado una cantina; a partir de las once los pasillos apestaban a las longanizas asadas que les llevaban a sus mesas de trabajo, entre cartas o informes… Tenía hambre. Habría matado para poder tomarse uno de aquellos nauseabundos caldos de caballo. Soñaría con ellos cuando se detuvieran, cuando la noche les obligara a estacionarse en cualquier parte, sin fuego, envueltos en sus mantas, con aquel perro negro al que imaginaba asado como una pierna de cordero.
Empezaron a caer lentos copos de nieve, que luego cayeron más deprisa, más tupidos, hasta que no tardó en desatarse una tormenta. Sebastián bajó la cabeza para que no le cegaran. Confiaba en los animales, que avanzaban contra el viento, y por fin llegó la noche y se detuvieron. El cochero improvisado se apeó precipitadamente de su banqueta y se hundió hasta los muslos en la nieve. El silencio era total. Golpeó el cristal embarrado.
—Señor barón, creo que nos hemos extraviado.
—¿No habéis seguido la ruta?
—No hay ruta.
El barón Fain encendió una lámpara y se reunió con su empleado. Cuando la tempestad amainó, iluminó un grupo de isbas, una especie de granja, casas bajas de troncos de abeto. El caserío parecía deshabitado, pero desconfiaron; los campesinos rusos atacaban a los aislados, a los que masacraban con sus horcas.
—Id al coche a por vuestro sable, señor Roque.
—Por mí encantado, pero nunca aprendí a utilizarlo.
—Frente al peligro aprende uno rápido.
Cuando se dio la vuelta en la oscuridad, Sebastián husmeó un olor a humo y advirtió de ello al barón. Efectivamente, alguien estaba haciendo fuego en la última isba. No se atrevieron a avanzar. De pronto, el barón notó un contacto metálico contra la sien. La nieve crujía a su alrededor, unos hombres los rodeaban empuñando sus pistolas.
—Adiós, señor barón.
—Adiós, hijo mío…
—Parlare le francé?
Eran soldados del ejército italiano que se habían perdido en la tormenta. En realidad no eran tan temibles; tenían armas pero no municiones. Sebastián respiró. Ni siquiera había sentido miedo. En la isba, los italianos le sacaban partido a una estufa de leños. Encerraron a los caballos en el granero y arrancaron una parte del tejado para improvisar un techo para los pesebres. Las mujeres se tumbaron cerca del hogar, sobre un banco largo que le daba la vuelta a la sala, contra los muros de madera por donde las chinches circulaban a su anchas. Frente a ellas habían instalado al teniente herido al que le castañeteaban los dientes de frío, de fiebre o de ambas cosas. Como no había chimenea, la habitación estaba llena de humo y les irritaba la garganta. Los italianos habían saqueado avena en un pueblo y la habían molido y reducido a harina con grandes piedras y amasado con nieve fundida; ponían esas bolas de pasta sobre las brasas y luego limpiaban la ceniza que se quedaba pegada al pan. Era insípido, medio crudo o quemado, pero Sebastián le hincó un diente voraz. No fue el único. Se durmieron soñando con la campiña verde y soleada, con festines, con placeres inverosímiles.
El perro de los Sautet se había quedado en la berlina. Al alba, sus ladridos despertaron a todo el mundo. Todo el mundo es demasiado decir, los italianos habían desaparecido. Sebastián tuvo un presentimiento.
—¡Los caballos!
Los italianos habían abierto un sendero hasta la berlina. Se habían llevado el sable ruso, los sacos de guisantes, las pieles, el vino; los ladridos les habían impedido llevarse los caballos. Se habían precipitado cuesta abajo a través de la nieve hacia un lago helado, en la linde de un bosquecillo.
Poco después, mientras sostenía un espejuelo de viaje ante el barón Fain, quien se afeitaba el mentón, Sebastián decidió que dejaría que la barba le creciera a su aire. Se lo comentó al barón, quien le respondió con aire indiferente:
—¿No os preocupa desagradar a su majestad?
Los rezagados, caballeros sin montura con las botas atadas con harapos, los zapadores, los húsares desaliñados como espantapájaros, llevaban barbas pobladas a las que se pegaban los copos de nieve. Por la noche, robaban los caballos que montaban con la idea de devorarlos más tarde. Si se rompía una rueda de un carruaje, lo quemaban y se colocaban en círculo bajo las bacas y las lonas; la nieve depositaba su peso sobre esas tiendas improvisadas. Madame Aurore tenía una cacerola. Se convirtió en un objeto precioso. Al despertar, recién salida de su tienda, buscó un caballo en condiciones y reparó en varios que estaban amarrados en un bosquecillo. Sus propietarios no la vieron aproximarse porque estaban de espaldas, de cara al fuego de su vivaque. Madame Aurore coge su cortaplumas, lo hinca entre las costillas de uno de los animales, despacio, le hace un corte, y recoge la sangre con su recipiente de hierro colado. En las últimas brasas del furgón destrozado que les ha calentado esa noche, cuece la sangre y ofrece un par de cucharadas de esa morcilla improvisada a cada uno. Antes de salir rumbo al oeste junto con la muchedumbre de estafadores y civiles, tres artilleros se detienen ante la cocinera. Uno de ellos se presenta como suboficial y entreabre su pelliza para mostrar algo parecido a un uniforme.
—¿Es suyo ese caballo que está enganchado a la carreta?
—Sí —responde madame Aurore.
—Pues ya no.
—¡Ladrón!
—Lo necesitamos para el cañón.
—¡Ya no necesitáis ningún cañón!
—Acaban de desangrarnos un caballo, no tengo otra elección.
—¿Y cómo seguiremos si nos lo quitáis?
—A pie, como nosotros.
El suboficial les hizo un gesto a sus acompañantes. Todavía llevaban los chacos en la cabeza. Desengancharon al animal y se lo llevaron tirando de la brida. Se oyó un alarido del gran Vialatoux, y luego le oyeron quejarse y suplicar. Madame Aurore, sin soltar su cacerola, avanzó hacia el coche hundiendo sus botas en el espesor de la nieve. Con esos soldados porfiados no servía de nada protestar, quería decírselo al joven galán que, enfurecido, retenía al animal por la cola; pero antes de que la directora consiguiera hacer razonar al comediante, el suboficial le pegó un tiro en la cabeza. El pobre imbécil se desplomó al instante, y su cerebro fue derramándose sobre el suelo.
«¡Como los prisioneros rusos!», dijo el artillero, lo que divirtió a sus compañeros. Vialatoux lloraba, sentado contra el varal inútil.
—¡En pie! —ordenó la directora.
—No esperaréis que tiremos nosotros del coche…
—Nos llevaremos lo que podamos y seguiremos al convoy.
—¿Y con él qué hacemos, se lo dejamos a los cuervos? —preguntó Vialatoux señalando el cuerpo de su antiguo colega.
Desde el carricoche, Ornella y Catherine habían asistido al asesinato y a la pérdida del caballo, pero ya no les quedaban lágrimas, pensamientos m emociones; obedecieron a madame Aurore, envolvieron en pieles, a guisa de hatillos, lo que juzgaron indispensable y no demasiado pesado, sobre todo ropas que escogieron sobre el suelo del carro; vestidos, vestuario teatral no, pero sí gorras, chales y velas. Emprendieron la marcha andando, siguiendo de cerca a un grupo de tiradores que avanzaban probando a cada paso la nieve con la culata de sus fusiles para no hundirse en ninguna torrentera. A su izquierda vieron un soldado muerto, con la mandíbula abierta y los colmillos hundidos en el muslo de un caballo tumbado que aún palpitaba. Más adelante, alrededor de un vivaque casi extinguido, vieron a unos soldados sentados, extrañamente inmóviles, se habían congelado; Vialatoux se acercó a ellos para examinar el contenido de sus alforjas, encontró una patata, se la metió discretamente en el bolsillo y se prometió comisquearla más tarde en secreto. El cielo era gris perla, los abetos negros, y el sol de una blancura cegadora. En una ladera, entre sombras, se dibujaban las lanzas y los altos gorros de astracán de los cosacos del mar Negro que amenazaban en la distancia.
El barón Fain se alegraba de haber invitado a la familia Sautet a bordo del vehículo oficial. El librero conocía la región y pudo explicarles cómo avanzar hacia el cuartel imperial entre aquella inmensidad sin la ayuda de una brújula. El gordo consultó los troncos de los árboles, el lado en el que la corteza estaba quemada por el hielo, indicaba el norte. Esa habilidad consiguió que se le perdonaran sus humores rezongones, y gracias a él consiguieron llegar sin excesiva dificultad al castillo en ruinas en el que acampaba su majestad. Napoleón esperaba el reagrupamiento de su ejército y noticias de París, a apenas unas jornadas de Smoliensk, de sus almacenes bien surtidos en los que todos soñaban para mantener alta la moral. Además, acababa de llegar un convoy de víveres de aquella ciudad de la retaguardia del mariscal Ney. La noticia había corrido.
Convertidos en leña, los únicos muebles del castillo, un billar y una lira, ardían en el hogar. En privado, el emperador no ocultaba su cólera. Sebastián sabía que las malas noticias eclipsaban las buenas. Los correos que llegaban le daban qué pensar. No sólo las tropas de reserva, que se habían quedado atrás, cedían ante los rusos y reculaban, no sólo el príncipe Eugenio acababa de perder su artillería atravesando un vado, sino que, además, se enteró de que en París habían intentado restaurar la república.
Dos semanas antes, el general Malet se había fugado del sanatorio donde estaba internado. Provisto de documentación falsa, había liberado a sus cómplices: cercaron el edificio de la policía y el del estado mayor propagando un rumor: «¡Napoleón ha muerto!». Al ministro de la Policía, Savary le habían detenido en su dormitorio, en camisón. Luego, los conjurados reclamaron del prefecto de París una sala en el ayuntamiento donde establecer su gobierno provisional. Casi lo consiguieron; la guarnición de la capital había estado en un tris de ceder. El emperador no daba crédito, leyó y volvió a leer varias veces el mensaje, anonadado: «Creyeron que había muerto y perdieron la cabeza, pensaba. Malet, un reincidente, ¡un loco! ¿Quién es ese? Tres desconocidos pueden propagar el bulo que les apetezca, sin que nadie lo verifique, ¿y hacerse con el gobierno? ¿Y si hubieran intentado restaurar a los borbones? ¿Quién pensó en prestarle juramento al rey de Roma? ¿De quién es la idea de una dinastía imperial? Otrora se gritaba “El rey ha muerto, ¡viva el rey!”. Pero esta vez nada. Ya ves lo que pasa cuando te ausentas durante demasiado tiempo. Todo descansa en mi persona. Únicamente en mi persona. ¿Es que no me va a sobrevivir ninguna de mis obras?». Esperaba la llegada de otras estafetas, se mostraba irascible con Caulaincourt y Berthier. Sebastián y el barón no se atrevían a alejarse de sus pupitres de viaje, aunque el emperador no les dictaba ni una línea. Daba golpecitos en el respaldo de su butaca, se llenaba la nariz de tabaco, se resistía a dormir.
Un frío intenso se sumó desde la mañana a la niebla helada. No había tiempo que perder, tenían que llegar a Smoliensk cuanto antes y recuperar fuerzas.
—¡Mis botas! —reclamó el emperador.
A esa señal, criados, secretarios y oficiales empezaron a moverse a toda prisa en las corrientes de aire de los salones sin cristales. Sebastián y el barón dejaron la tarea de recoger los materiales en manos del resto de los escribientes. El emperador no se había movido de su butaca. Un maestresala le sirvió su taza de café de moka y el mameluco Roustan acudió corriendo con sus botas agrietadas bajo el betún. Se arrodilló ante Napoleón, quien le presentó una pierna, deslizó la primera bota y recibió una violenta patada en el pecho; el mameluco cayó de espalda, con la respiración entrecortada.
—¡Así es como se me sirve! —exclamó enfurecido el emperador—. ¿Es que no te has dado cuenta, cretino, de que me estás poniendo la bota izquierda en el pie derecho? Eres como esos cobardes de París, ¡que se han dejado engañar por un demente huido de un manicomio!
La conjura fracasada de Malet seguía obsesionándole. ¿Qué diría Europa de esa aventura grotesca? ¿Cómo iba a servirse de ella? En adelante, el Imperio quedaba a merced de un puñado de activistas. Napoleón sufría por todo ello.
A la salida de un bosque, la ruta seguía la corriente del Dnieper, hollada por el paso de mil carros y de los cañones envueltos en sacos. El escuadrón que conducía D’Herbigny se reducía a una decena de caballeros montados; los demás iban andando, sus caballos no habían resistido el hambre y la sed, los hombres se habían resignado a consumir su carne nervada antes de que se pusiera dura. Con una piel de cordero sobre las orejas, bajo su imponente gorra, el capitán respiraba el aire frío; el vapor de su aliento se tornaba hielo sobre su bigote galo y el desorden de la barba que le cubría las mejillas. La niebla no se había levantado hasta el mediodía, para ser reemplazada por un viento feroz. Avanzaban a ciegas, cuidando de no perderse.
Paulin se detuvo en un recodo, a lomos de un asno muy flaco.
—Ssseñor —le dijo al capitán.
—¡Si tienes que decirme algo, apártate al menos la esclavina! ¡Pareces una momia de El Cairo!
—Señor —insistió el criado obedeciendo—, uno no nota cuando se le congela la nariz, hasta que se cae, vos también deberíais…
—¿Te has detenido a darme consejos?
—No, señor, pero ¿conseguiremos cruzar? Anochece tan pronto…
Después de la curva del camino, la ruta helada iba a dar a un puente que atravesaba el río y seguía luego, igual de empinada, por el otro lado. Los granaderos, con los dedos soldados a sus fusiles, controlaban el acceso al puente para regular el flujo, pero ¿qué podían hacer ellos? Los caballos con las herraduras gastadas derrapaban hasta el río y no conseguían ponerse en pie, y relinchaban a pleno pulmón, los pesados carruajes se desplomaban sobre ellos, rompían la débil capa de hielo, se hundían en el agua gris, los hombres gritaban, se atropellaban, otros se deslizaban por la pendiente o utilizaban los cadáveres como peldaños de una escalera, algunas veces caían rodando con sus equipajes, que se abrían; los siguientes se enganchaban las polainas en los samovares, los brazaletes, las asas de las teteras.
—Las carretas no saldrán intactas del puente, mi capitán.
—Tienes razón, Bonet.
—Y hasta nuestras últimas monturas…
—Abandonamos las carretas —ordenó D’Herbigny—. Llegaremos al puente por la nieve de la orilla, más tupida, tirando de los caballos por la brida.
Unos civiles industriosos consiguieron deslizar sus vehículos hasta el puente por un sistema de cordajes atados a los abedules, pero las carretas se hubieran desarmado con esa maniobra y los dragones las descargaban; se repartían monedas de oro, las piedras preciosas desengastadas de los iconos; el vino se había congelado, rompieron las botellas y siguieron su camino chupeteando cubitos de vino de Madeira o de Tokay. Los que iban llegando detrás, muy necesitados, acababan de repartirse el contenido de las carretas. D’Herbigny, suspirando, había atado los paquetes de té a su silla y sobre lomos de las mulas, felices de no tener que seguir tirando de la carga completa. Consiguieron reagruparse a la entrada del puente y cruzarlo entre la desbandada.
—¿Está tronando? —preguntó Paulin.
El capitán aún no había tenido tiempo de contestarle cuando una bala de cañón impactó a pocos metros de ellos. A lo lejos, los cosacos les apuntaban con sus cañones ligeros montados sobre trineos, agitaban sus látigos, aullaban como lobos. Otra bala cayó en el río. Fue la señal que desató la avalancha.
—¡Calma! —gritaba el capitán, con autoridad incierta—. ¡No correremos menos riesgo en la otra orilla!
El puente de madera se tambaleaba bajo las ruedas y los zuecos. De no haber habido parapeto, muchos se hubieran precipitado a las aguas del Dnieper. En la otra orilla, D’Herbigny se dio cuenta de que había arrastrado unos collares de perlas con sus botas. La subida parecía más delicada que el descenso. Las herraduras lisas de los caballos no tenían ninguna adherencia sobre el hielo, sólo las mulas y las monturas con crampones llegaban sin patinar; hasta el pollino de Paulin se cayó y, tras una decena de metros difíciles, se fue barranco abajo con el maletín de grupa, para desesperación del criado.
—¡No pongas esa cara! —le dijo el capitán.
—Yo tenía la responsabilidad de sus uniformes.
—Tampoco los hubiera llevado todos, ¿no? Cuando estemos en Francia…
—¿Volveremos a Ruán, señor?
—Naturalmente.
Paulin miró hacia atrás por encima de su hombro. Cerca del puente atestado; una dama se había echado hacia atrás su capucha de marta cibelina; de rodillas, estaba hundiendo el cuchillo en el vientre del asno y hundía la cabeza, en él para morderle el hígado, zarandeada violentamente por un burgués con pelliza forrada que exigía su parte. Llovían balas de cañón. Cuando llegó a tierra firme, después de esa maldita cuesta, D’Herbigny envolvió sus botas empapadas por la nieve con andrajos que sujetó con los collares de perlas. Luego recuperó el mando de su descabalgado escuadrón, salvo cuatro caballeros que se habían montado a las mulas. El sargento Bonet los abroncaba: si seguían ateniéndose a la jerarquía, le tocaba una mula en virtud de su grado, pero la disciplina flaqueaba y Bonet protestaba en vano.
Los fugitivos tenían los ojos fatigados por el viento glacial, la reverberación de la luz les cegaba, pero un buen día de noviembre, a mediodía, reconocieron los campanarios de Smoliensk asomándose por entre las montañas que limitaban el horizonte. Significaban la salvación, un techo, un fuego, ropas con que cambiarse los harapos comidos por los piojos que llevaban. Los más extenuados se descubrían una energía inaudita según se aproximaban a las murallas. Sin embargo, la caravana de vagabundos se había encontrado con las puertas de la ciudad cerradas, y había grupos que montaban sus tiendas en los bastiones y las fosas llenas de nieve.
D’Herbigny hostigó a su caballo cosaco. Centinelas con capotes grises prohibían el paso a la ciudad e interrogaban en tono monocorde a cualquiera que tuviera la pretensión de entrar en ella:
—¿Quién sois?
—¡D’Herbigny! François Saturnin d’Herbigny, capitán de los dragones de la Guardia Imperial.
—¿Y dónde está vuestro escuadrón?
—¡Aquí!
Con un amplio gesto de su brazo, el capitán mostró la treintena de caballeros desmontados que le quedaban, vestidos con prendas variopintas, blancos de escarcha, con las guedejas largas, las barbas enmarañadas y los rostros ennegrecidos por el humo de los vivaques y la mugre.
—¿Esto es un escuadrón?
—El 4.o escuadrón, brigada Saint-Sulpice. Los que faltan yacen en la nieve o en la panza de algún lobo.
—¿Quién me lo prueba?
Los hombres se habían alineado como para un desfile, deseosos de mostrar una apariencia más marcial e impresionar a aquellos soldados zopencos. A una orden del capitán, se presentaron en posición de firmes.
—¡Sargento Bonet!
—¡Caballero Martinet!
—¡Caballero Perron!
—¡Caballero Chantelouve!
—Está bien, está bien —dijo uno de los centinelas, caporal de cazadores.
A través del portal entornado, consiguieron entrar a paso de marcha en Smoliensk, a pesar de los sabañones y los harapos que les dificultaban el andar. Incendiada parcialmente por los rusos durante el mes de agosto, la ciudad de Smoliensk no había sido reconstruida por las tropas de ocupación. Los dragones dejaron de fingir. Sin testigos, sin centinelas a los que convencer, perdieron su porte militar ante el espectáculo de las calles. Las casas carecían de tejado, sólo se cruzaban con caballos reventados, consumidos hasta los huesos, había montones de cuerpos en descomposición que apestaban a pesar del rigor del frío. Tendido al pie de un muro, un español chiflado se estaba royendo los puños, otro se acercaba a ellos a cuatro patas sin fuerzas ni para mendigar. Cerca de la ciudadela, los enfermeros estaban llevando a sus heridos a un sobrio caserón. Los pacientes estaban bañados en sudor, sacaban unas lenguas negras y secas y les iban dando nieve a beber. Un enfermero, a instancias de D’Herbigny, informó a este de que el tifus hacía estragos, el emperador había llegado la víspera y el reparto de comida se había iniciado ya, empezando por la guardia. «Pues qué oportuno, se regocijó, precisamente somos de la guardia. ¿Dónde están los depósitos?». El sanitario le señaló un almacén y añadió que los oficiales encargados de los víveres exigían la entrega de un recibo sellado y firmado por la administración militar a cambio de las raciones. Así fue como, ya en la ciudadela, el capitán se tropezó con el controlador Poissonnard, encargado de los suministros: por lo menos no tendría que demostrarle cuáles eran su grado y su unidad. Se plantó ante el controlador, siempre igual de orondo y saludable; embutido en sus pieles, su voz atronaba detrás de su escritorio.
—¡Fírmame un recibo, viejo granuja! —le dijo el capitán.
—¿Sois oficial? ¿De qué regimiento?
—¿Cómo? ¿No me reconoces?
—Pues ahora mismo no sé…
—¡D’Herbigny, cerdo ladrón!
—Esperad… ¡Ah, sí, tal vez…!
—¿Cómo que tal vez?
—Con esa barba no sé… Aunque la nariz sí, sigue siendo igual de larga.
—¡Despabílate, queremos ir a por nuestras raciones!
—¿Cuántos hombres tenéis bajo vuestras órdenes?
—Veintinueve.
—¡Uf! En Moscú teníais un centenar.
—¡Venga!
—¿Y caballos?
—Sólo uno, el mío, y cuatro mulas.
—La avena está reservada para los caballos.
Poissonnard rellenó el formulario con su letra aplicada, firmó, secó la tinta, le puso el sello y le tendió la hoja:
—Unos convoyes alemanes nos han abastecido de harina, legumbres, hasta tenemos buey.
Imaginándose ya ante un chuletón de buey, el capitán condujo a los restos de su escuadrón al depósito. Un empleado, también bien vestido y bien alimentado, sacó las raciones de varias cajas: guisantes, harina de centeno, tres trozos de buey, botellas de vino tinto que se repartieron sin más demora. En la calle, de vuelta a la ciudadela y confortados con la idea de su futura comida, la primera de verdad desde hacía semanas, los dragones se tropezaron con una banda de andrajosos de mejillas hundidas, armados con bayonetas y bastones llenos de clavos.
Los dos grupos, inmóviles, se escudriñaban con ojos salvajes. Unos querían salvar sus raciones, los otros querían comer. Los caballos muertos estaban tan helados que no habían podido despedazarlos. Los que otrora habían sido aliados en el combate, se convertían en bestias feroces por un pequeño saco de harina. Los dragones de la primera fila desenvainaron sus sables; sus compañeros, detrás de ellos, cargaron sus fusiles. Se observaban. Cuando el capitán armaba su revólver, Paulin le sugirió:
—Señor, tenemos varias chuletas de buey, ¿y si sacrificáramos alguna?
—¿Sacrificar parte de nuestras raciones? ¡Jamás! Pero ¿es que te parece que nos sobra?
—Esos tipos flacos no tienen nada que perder.
—Nosotros sí.
—Son peligrosos.
—Si lo que quieren es hacerse matar, allá ellos.
—Cuando las fieras os rodean, señor, lo mejor que se puede hacer es arrojarles algo para que lo devoren, que les entretenga y, mientras se disputan su presa, huir a toda velocidad.
El capitán hurgó en uno de los sacos del que extrajo uno de los trozos de buey cogido por el hueso, atravesó las filas y arrojó la carne por encima de la cabeza de los hambrientos. Paulin tenía razón. Se abalanzaron sobre el pedazo de buey que había caído en la nieve, se empujaban, se clavaban las bayonetas, se molían a palos, caían unos sobre otros. Aprovechando la pelea, el capitán y sus hombres los sortearon y se esfumaron en dirección a la ciudadela para reunirse allí con su brigada, llenarse el estómago, refrescarse el gaznate y formar de nuevo una especie de regimiento cerca del emperador.
La ley de la selva que prevalecía antes de Smoliensk se tornó fraternidad forzada. El mismo interés aglutinaba a los náufragos. Al azar de la marcha, se habían constituido pequeños grupos para mejor combatir el hambre, el frío y a los demás. Esas tribus agrupaban a soldados desarmados (habían preferido el aguardiente a sus fusiles), civiles de todas clases, insensibles, capaces de quitarle las botas a un moribundo antes de que expirara. En el seno de esas minúsculas sociedades, fuera de las cuales estaba uno condenado a corto plazo, se había organizado una supervivencia celosa, malévola. Ornella, en la que había reparado un jefe de banda, compartía la guarida con un extraño grupo en una mansión parcialmente quemada en los suburbios, a orillas del Dnieper. Eran siete u ocho alrededor de una hoguera de tablones, envueltos en mantas, acurrucados como indios. Un corazón de caballo se asaba dentro de un casco. Aquellos hombres hablaban poco y apenas se entendían; si bien el jefe era francés, los demás procedían de Baviera, de Nápoles o de Madrid y se comunicaban por gestos lo más elemental. Un hombretón con la barba erizada, que llevaba una coraza sobre ropas de mujer, cogió el corazón con la punta de su puñal y lo dejó en el suelo para cortarlo. Su vecino, con un gorro de seda negra, se había quitado el chacó y lo utilizaba para guardar en él unas tijeras, una navaja de afeitar, hilo y agujas; con la boca llena, se puso a zurcir el chal con el que se envolvía el torso. Sólo se oía el crujido de los tablones en el fuego, y ocho mandíbulas que masticaban entrañas. Alguien estaba rascando la empalizada que les servía de puerta.
El jefe se levantó, apartando a mademoiselle Ornella, que estaba arrebujada contra él; abrió el maletín, del que no se separaba jamás, y sacó un escalpelo. Era el doctor Fournereau, un hombre de unos cuarenta años, de ojos oscuros y severos; llevaba la barba descuidada y el pelo le llegaba a los hombros. Ejercía una autoridad natural sobre los jóvenes que constituían su banda. Ornella confiaba en ese médico desengañado, ella le había contado su vida, que su madre vendía plumas y ornamentos de moda en el quai des Gesves. «Nos han aplastado a todos», le había dicho él. El Imperio ya no se preocupaba por los cirujanos, las facultades de medicina habían cerrado las aulas, los estudiantes de medicina trepaban por las noches por las verjas de los cementerios para desenterrar cadáveres frescos que diseccionaban en graneros donde se alojaban a decenas; la grasa de los muertos les calentaba durante el invierno. Fournereau sanaba sin medios y sin poder. Dependía de los comisarios de guerra, detestables, que robaban los víveres de los hospitales. Fournereau no podía intervenir jamás durante los combates, tenía que esperar días antes de poder curar a los heridos de una batalla; la prioridad del estado mayor era recuperar las armas y las municiones.
Empuñando el escalpelo a guisa de arma, el médico estaba a la espera. Escuchaba. Alguien rascaba quedamente la madera de la empalizada, luego se escuchó un ladrido.
—¿Un perro?
Una ganga, pensó, la pitanza llega sola a nuestra marmita. Ya habían probado el cuervo cocido bajo la ceniza, tripas de caballo. ¿Por qué no probar el perro asado? Entreabrió la empalizada para dejar paso al animal. Un viento helado lo estremeció. Su fogata de tablones no daba mucha luz. Fournereau no distinguía nada en la noche sin estrellas. La nieve crujía. Adivinó a la bestia entre sus piernas, la tocó, abrió un poco más para dejar entrar una enorme bola de pelo; esta se sacudió la nieve del pelaje. No era un perro. Era un hombre. Aterido bajo las pieles, avanzaba de cuatro patas, temblando. Gemía como un perrito de lanas.
El resto de la banda se aplicaba a masticar junto al fuego alimentado con nuevos tablones. El doctor impidió que el recién llegado se acercara a las llamas, lo que indignó a Ornella.
—Venga, doctor, no le negaréis un poco de calor…
—No.
—Dejadle que entre en calor, os lo ruego.
—Ve a buscar un montón de nieve.
Ella obedeció sin preguntar y llevó un montón de nieve fresca a aquellas ruinas que les protegían del viento.
—¿Has visto sus dedos? —le dijo el doctor—. Están blancos, no sienten nada, se le están congelando. Si expones esas manos al fuego, se tumificarán, se hincharán y no tardará nada en devorarlas la gangrena. Ayúdame a quitarle los andrajos que lleva encima…
Le quitaron el abrigo encostrado de hielo, la gorra, las botas; lo frotaron con nieve. Al friccionarle el rostro, Ornella reconoció a Vialatoux.
—¿Le conoces? —le preguntó Fournereau.
—Es un comediante de mi compañía.
—Sigue frotándole, que la nieve le queme.
El gran Vialatoux, en los huesos, con mechones de barba gris en el mentón y las mejillas, tenía la respiración entrecortada, al borde del ahogo, pero las friegas mejoraban su estado, farfullaba y por fin articuló, en voz baja y con tono monocorde:
Ya no se llama Roma un recinto de murallas
que las proscripciones colman de funerales
esos muros, cuyo destino fue otrora tan bello,
no son sino su cárcel o más bien su tumba.
—¿Delira?
—No creo, doctor.
—¿Entiendes lo que murmura?
—Recita el Sertorius de Corneille, una obra prohibida que soñaba con interpretar algún día.
—Curioso lugar para soñar con el teatro, pero al menos el cerebro le funciona mejor que los dedos. Frota, pequeña, frota, y dile algo, haz que te preste atención.
Mademoiselle Ornella cogió más nieve y frotó los dedos del cómico diciéndole al oído:
No cae sino en manos que conocen su deber,
en fin, yo sé mi objetivo y vos sabéis el vuestro.
El gran Vialatoux abrió los párpados que la proximidad del fuego había despegado y se volvió hacia su antigua compañera sin sorpresa; muy serio, replicó: «Y, sin embargo, señor, servís como cualquier otro…». Fournereau interrumpió la escena para verterle entre los labios agrietados un poco del agua caliente, roja, en la que habían cocido el corazón.
Tras cuatro días en Smoliensk, Napoleón no había salido de la mansión de la plaza nueva donde había decidido alojarse. Estaba intacta y era cómoda. En los sótanos y en las cocinas se acumulaban las provisiones llegadas de París para la casa del emperador. ¿Comprendía este la situación? No parecía afectado por los sinsabores de su ejército. Cuando viajaban, apenas salía de su berlina y comía a su antojo los mismos manjares que en las Tullerías. Su entorno no desmentía su ilusión. Berthier tenía buen aspecto, Daru también, y si el prefecto Bausset renqueaba en sus muletas era a causa de la gota. Caulaincourt mandaba hacer herraduras de tres crampones para los caballos de silla y de tiro, los regimientos se recuperaban, iban a repartirles pieles y carne. Al día siguiente, el emperador partiría de Smoliensk con su guardia. Dado que, por la ruta de Minsk, había que atravesar barrancos y pasar por estrechos desfiladeros, transportarían sólo lo imprescindible en aras de la rapidez. Luego le seguiría el príncipe Eugenio, luego Davout, luego Ney con su retaguardia… Sebastián se presentó; traía el texto del vigésimo octavo boletín: «Tras las inclemencias del 6, perdimos tres mil caballos de tiro y casi cien de nuestros carros resultaron destruidos…». El emperador revisó el texto hasta la última frase: «La salud del emperador nunca ha sido tan buena». Firmó apoyándose en la escribanía que un sirviente dispuso ante él. Luego convocó a Daru, su intendente general, para informarse acerca de la distribución de los víveres.
—La guardia ya ha recibido su ración, Sire.
—Bien, ¿y los demás?
—Todavía no, Sire.
—¿Y por qué demonios no?
—Los almacenes no están lo bastante abastecidos.
—¡Mentiroso!
—Desgraciadamente, Sire, no miento.
—¡Veamos, Daru! Aquí disponemos de quince días de víveres para cien mil hombres.
—Apenas la mitad, Sire, y ya no queda carne.
—¿A cuántos hombres hay que alimentar?
—Menos de cien mil hombres, muchos menos…
—¿La guardia?
—Cinco mil hombres válidos.
—¿La caballería?
—Mil ochocientos hombres a caballo.
—¿Los regimientos?
—Unos treinta mil.
El emperador caminaba de punta a punta de la habitación, le temblaban los labios, se llenó la nariz de tabaco, estampó la tabaquera contra el suelo bramando:
—¡Traedme ahora mismo al criminal encargado de las provisiones!
Napoleón se quedó a solas con el administrador responsable de los almacenes de Smoliensk. Los secretarios, los criados, los granaderos de guardia oyeron durante largo rato los gritos de su majestad, sus amenazas y los sollozos del culpable.