LOS ESCOMBROS
«En la sociedad, la que se doblega primero es la razón. Los más sabios son gobernados a menudo por el más loco o el más estrafalario: estudiamos su punto flaco, su humor, sus caprichos, nos acomodamos a ello; evitamos el enfrentamiento, todo el mundo cede ante él; el menor signo de serenidad que aparece en su rostro le comporta elogios: se le tiene en cuenta que no siempre es insoportable. Es temido, cuidado, obedecido, a veces amado».
Les Caractères, LA BRUYÈRE
El tercer día, una lluvia abundante limitó el incendio sin extinguirlo; las hogueras se avivaban de nuevo bajo los escombros. El emperador subía a menudo a la terraza del palacio Petrovski, con una mano bajo el chaleco para comprimir su estómago dolorido. Meditaba frente al desastre. Había renunciado a hacer marchar a su ejército sobre San Petersburgo, a lo largo de trescientas leguas de camino accidentado que discurría entre ciénagas y que un puñado de campesinos podían convertir en un infierno. En cuanto podía, Sebastián se sumaba al entorno inmediato del emperador. Había cambiado. El incendio había intensificado su egoísmo; en las catástrofes cada uno se ocupa de sí mismo, su desaparición no hubiera apenado a nadie, hasta el barón Fain, al que tenía por un protector, le habría dejado asarse en Moscú. No tenía amigos. ¿Los demás comisionados? Demasiado memos, demasiado ignorantes. ¿El señor Beyle? Apenas le conocía, pero le parecía fascinante la idea de evocar la historia antigua rodeados de la devastación moderna. En esa época en que la muerte parecía a la orden del día, la gente tenía la lágrima fácil; un discurso académico, un alegato hacía sollozar hasta a los más duros; el mismo Napoleón confesaba haber llorado leyendo Les Epreuves du sentiment del grandilocuente Baculard d’Arnaud. En contra de la moda, Sebastián había decidido mantener los ojos secos. Se había jurado que ya nunca más volvería a sacar el pañuelo leyendo La Nouvelle Héloïse; había decidido quedarse con la vertiente más desengañada de Rousseau: «Entro con secreto horror en el vasto desierto del mundo…».
Sebastián cultivó a partir de entonces un celo fingido; quería que su majestad reparara en él; él, el chupatintas, el criado asimilado al mobiliario. «¿Que me falta enjundia?», se decía. «Muy bien, pues vamos a sacarle partido». Se aplicaba fríamente al oficio de cortesano, en el que esperaba alcanzar un puesto más elevado, una renta, es decir, un título, tierras, su palco en los principales teatros parisinos, en definitiva, la seguridad y el amor que provocan el oro y el renombre entre las damas.
A veces salía de palacio. Después del aguacero los campamentos de la planicie chapoteaban en el barro y regresaba siempre con las botas enlodadas, pero había vuelto a ver a D’Herbigny su vecino de Normandía. Según costumbre de los ejércitos, se subastaban los enseres de los soldados desaparecidos, para sus esposas, para sus hijos, para su regimiento si eran solteros. Como los soldados aún no habían cobrado su sueldo, zanjaban los tratos con un trueque de lo más anárquico. D’Herbigny pregonaba a voz en grito los objetos que el sargento Martinon llevaba colgados de su silla, no gran cosa, una petaca de tabaco de vejiga de cerdo, una hachuela para cortar pollos, un saco de trigo que utilizaba como capote en el vivaque.
—¡Y una escudilla de hierro colado! —pregonaba el capitán blandiendo el objeto—. ¿Quién quiere esta escudilla casi nueva?
—De acuerdo —dijo un buen hombre rechoncho que llevaba un traje azul.
—¿Un barril de cerveza?
—Eso no vale tanto. Un saco de guisantes por todo el lote.
Nadie hizo una oferta mejor. El intercambio pareció honesto y el comprador fue en busca de su moneda de cambio.
—¿Quién es? —le preguntó Sebastián al capitán.
—¿No conocéis a Poissonnard? Un tipo astuto que se ha hecho rico.
—¿Y eso?
—Acumulando, revendiendo, ¡está muy bien colocado, el tunante!
Poissonnard trabajaba en la intendencia de la administración general; era uno de los seis controladores del servicio de víveres que se encargaban de la carne, y jamás dudaba en servirse abundantemente. De los almacenes aledaños al Kremlin, que seguían quemando, había retirado a tiempo sacos de centeno, de avellanas, de guisantes, barriles de cerveza y de vino de Málaga, azúcar, café, velas. De todo ello había obtenido su diezmo, que exhibía sin pudor alguno. Sebastián le cedió uno de sus chalecos a cambio de un largo sable ruso con el que pensaba recordar e inventar aventuras después. No había olvidado la compañía de madame Aurore pero intentaba ahuyentar de su mente la imagen de Ornella; su recuerdo le enternecía o le inquietaba, y eso no se correspondía con el nuevo personaje que pensaba interpretar en la corte; aunque Napoleón prefería los militares a los civiles, el secretario no paraba de darle vueltas a los medios para seducirle y no hallaba la fórmula evidente, clara, que pudiera valerle sus favores.
Antes de que se hubiera terminado la semana, y dado que el viento de equinoccio ya no reanimaba las brasas, pudieron adentrarse de nuevo en la ciudad destruida. En los escombros de Moscú todo era gris y negro. Negra la humareda que se había estancado sobre la ciudad, negros los estridentes cuervos que planeaban en nubes espesas, negros los árboles calcinados que tendían sus ramas como brazos, negros los peristilos rotos, las chimeneas de ladrillo que se asomaban aquí y allá como torres sobre las ruinas de catorce mil casas, gris la ceniza que cubría el suelo, las paredes derrumbadas, los muebles destrozados, los restos de las carretas y los objetos esparcidos sobre los cascotes; grises los lobos llegados en jaurías a despedazar las osamentas de los humanos y las bestias.
La Guardia Imperial, envuelta en un tufo penetrante a quemado, tuvo el siniestro honor de ser la primera en descubrir ese paisaje inhumano; la banda de música a la cabeza, y los pífanos, y los tambores, y las campanillas que un africano triste y larguirucho agitaba en su manga, resonaban, anacrónicos; sus notas apenas disimulaban los aullidos de las bestias salvajes y los gritos de las rapaces. Cada diez metros, un granadero se separaba de la tropa y se apostaba al borde del camino que el emperador iba a emprender hacia un Kremlin salvado por sus murallas. El general Saint-Sulpice cabalgaba ante sus cuatro escuadrones de caprichosos uniformes y diezmados por la disentería; inclinaba la cabeza y combaba los hombros, abrumado por la fatalidad. D’Herbigny miraba de soslayo el caballo negro de su general, un jumento turco con la cola trenzada con cintas fijadas por un alfiler dorado. Después de la toma de Zaragoza habían dejado de impresionarle las ruinas.
La infantería de la guardia iba a acuartelarse en la ciudadela, pero ¿y las demás? Los oficiales superiores de la caballería tenían que reunirse con el mariscal Bessières, que les ordenó instalarse en una ala del Kremlin; los escuadrones tendrían que espabilarse, y D’Herbigny deambulaba entre los cascotes con más de un centenar de dragones.
Pasaban junto a casas sin techo, sin puertas ni ventanas; el primer palacio habitable ya había sido ocupado por la caballería ligera y mostachuda del capitán Coti. Tendrían que avanzar a través de ese decorado desierto; a lo lejos se veían edificios que aún se mantenían en pie, con las paredes chamuscadas y sus estatuas desmoronadas en bloques extraños, una cabeza, una mano de mármol, el pliegue de una túnica pulverizada. Los moscovitas que se habían ocultado empezaban a salir de los sótanos, surgían de los escombros; recogían las planchas de hierro retorcidas para hacerse cabañas, cavaban la tierra de sus antiguos huertos con las uñas y hurgaban en busca de alguna raíz marchita. Se cubrían el cuerpo con jirones y tenían la tez plomiza y el gesto temeroso. Se arrodillaban en grupo para rezar murmurando junto a los postes de los que colgaban incendiarios olvidados por el fuego, se abrazaban con devoción a las piernas cubiertas de sucios andrajos, salmodiando a veces cánticos de una melancolía insoportable, creyendo que los ejecutados iban a resucitar al tercer día. Otros rusos se sumergían cerca de las barcas hundidas con sus cargamentos de grano; trepaban luego a la orilla a cuatro patas, chorreando, resbalando en el lodo, con sus sacos mojados de trigo fermentado. Pues sí, pensaba el capitán, tendría que ir pensando él también en alimentar a sus bribones.
Justo en ese momento los caballeros se cruzaron con un equipo de aprovisionamiento capitaneado por el controlador Poissonnard. Sobre las plataformas de los carromatos, tirados por pencos de labor uncidos a cruces anchas como troncos de roble, se desmembraban caballos, gatos, perros macilentos, cisnes de plumas desgreñadas, las cornejas que condimentarían.
—¿Adónde llevas toda esa carroña, viejo tramposo? —le espetó el capitán.
—¿Llamas carroña a mi carne? —replicó Poissonnard—. Ya te gustaría que la cociera para ti, ¡caballero forajido! Sobre un buen fuego las larvas desaparecen.
—¿Y tú te reservas los mejores trozos?
—Todo se puede negociar, capitán, todo…
El controlador instaló su carnicería en la iglesia de San Vladimiro. Le indicó, por los alrededores, el convento de la Natividad que las llamas se habían limitado a acariciar; a algunos centenares de metros se distinguían sus campanarios agrietados pero en pie, la cúpula verde gris de la capilla, el muro sobre el que una hiedra se había convertido en hojas de antracita. Los dragones se dirigieron hacia allá al trote ligero. El portal carbonizado estaba suelto, con un empujón se soltaría de sus goznes. En el interior, un pozo construido con piedras grandes y hierros oxidados había sido cavado en el centro de un patio herboso rodeado de galerías porticadas; bajo ese pórtico de columnas redondas corría una bandada de monjas de hábito marrón.
—¡Bonet —se rio el capitán—, atrápame a esos ángeles del cielo, ya que no puedes prescindir de tu sotana!
Agachando la cabeza para no golpear el arco con el cráneo, Bonet condujo su montura hacia la galería y pilló a una de las fugitivas por la manga. Sus compañeras se dispersaron piando por las salas del piso inferior para reaparecer, en racimos de rostros, entre los barrotes que cubrían las ventanas. La monja a la que Bonet llevó ante su capitán se había ensuciado las mejillas con hollín para afearse y ahuyentar a los hombres, una idea de la superiora, vieja arisca con el mentón pegado a la nariz; a esa la retenían otros dragones que habían entrado en el patio a pie; escupía en el suelo con desprecio, vociferaba palabras incomprensibles y maldecía a los extranjeros.
—¡Chantelouve! ¡Durtal! —ordenaba D’Herbigny—. ¡Sacad agua de estos pozos y lavadles esas caras tan bonitas!
Atrapar a las religiosas jóvenes, quitarles los velos y lavarles las caritas se convirtió en un juego sin malicia; a algunas las había excitado esa aventura inédita y las delataba el rubor de sus mejillas. Se oyó el sonido del cubo al llegar al agua del fondo del pozo, pero los caballeros Durtal y Chantelouve podían arriarlo a duras penas, la cuerda se tensaba y amenazaba con romperse, tiraban de ella, congestionados, con los tacones de las botas clavados en el suelo.
—¿No sabéis ni arriar un cubo? —gritaba el capitán.
—¡Ah, de acuerdo, ahora lo entiendo! —exclamó el dragón Durtal asomándose por encima del brocal.
D’Herbigny se apeó del caballo y se inclinó también. Al fondo del pozo, el cubo se había enredado con un cuerpo del que sólo veían la espalda; un soldado francés al que habían arrojado al agujero.
—Por el color del uniforme, mi capitán —dijo Chantelouve con aire experto—, yo diría que es un camarada de artillería…
En fila india por los pasillos del Kremlin, criados tocados con pelucas de tirabuzones, guantes y medias blancos, acarreaban cubos de agua humeante que vertían balanceándose ligeramente por el peso. Estaban llenando de nuevo la bañera en la que el emperador llevaba más de una hora en remojo, gritando que el agua no estaba nunca lo bastante caliente, pero Constant sudaba frotándole la espalda con un cepillo duro, la vasta sala se cargaba de vapor, no se veía nada a cuatro pasos y el artesonado chorreaba gotitas. Los doctores Yvan y Mestivier, que prescribían baños calientes a su majestad para aliviar sus crisis de vejiga, no entendían cómo no se asaba, y se enjugaban la frente con pañuelos ya mojados que escurrían acto seguido sobre el parquet. Berthier escogió un mal momento para intervenir; entró sofocándose en la habitación convertida en un hammam egipcio, se secó el rostro reluciente con el dorso de la manga bordada, se acercó a la bañera y, de entrada, recibió un insulto:
—¿Qué catástrofe vendrá a anunciarnos este aguafiestas?
El emperador roció al teniente coronal con un chorro de agua caliente que empapó de arriba abajo su impecable uniforme.
—Tenemos al mensajero, Sire…
—¿Qué mensajero?
—El hombre que puede llevar vuestro correo al zar en persona.
—¿Quién?
—Un oficial ruso. Se llama…
Berthier se caló las gafas empañadas, que limpió con el dedo, para leer el nombre que llevaba garabateado en un papel.
—Se llama Yakovlev. Le hemos sacado del hospital militar, donde ha tenido la suerte de no asarse como tantos heridos.
—¿Y dónde está ese Jacob?
—En el salón de columnas, Sire, esperando.
—Pues que espere.
—Es el hermano de un ministro del zar en Cassel…
—Id a hacerle compañía, estará encantado con vuestra fina conversación. Esa agua caliente ¿llega o no llega? ¿Os he dicho que paréis de frotarme, señor Constant? ¡Venga! ¡Más fuerte! ¡Como si fuera un caballo!
El emperador se entrevistó por la tarde con el emisario elegido por Berthier; apestaba a colonia, refunfuñaba, con las manos cruzadas a la espalda bajo los faldones recogidos de su uniforme de coronel. Yakovlev se levantó, apoyándose en un bastón; su bigote hirsuto cortado a cepillo le ocultaba los labios; con su pantalón de color pardo y su chaleco blanco, tenía un porte medio de soldado medio de civil bastante curioso. Napoleón empezó con palabras conciliadoras y compungidas antes de arremeter contra Rostopchín y los ingleses, cuya influencia nefasta denunció:
—Que Alejandro pida negociar y yo firmaré la paz en Moscú como otrora hice en Viena y en Berlín. No he venido a quedarme. No debería estar aquí. ¡Y no estaría aquí si no me hubieran forzado a quedarme! ¡Es culpa de los ingleses! Los ingleses le han asestado un golpe a Rusia que la tendrá sangrando durante mucho tiempo. ¿Acaso es patriotismo todas esas ciudades en llamas? ¡Rabia, eso es lo que es! ¿Y Moscú? ¡La fiebre de ese Rostopchin os costará más cara que diez batallas! ¿A qué viene este incendio? Yo estoy en el Kremlin, ¿no? Si Alejandro hubiera pronunciado una sola palabra, yo habría declarado Moscú ciudad neutral. ¡Ah, cómo he esperado, he deseado esa palabra! Ya veis dónde hemos llegado. ¡Qué de sangre!
—Majestad —respondió Yakovlev, quien intuía que el monólogo había terminado—, tal vez deberíais ser vos, el vencedor, el que hablara de paz…
El emperador reflexiona, se pasea por la habitación, se vuelve de golpe hacia el ruso:
—¿Tenéis los medios de llegar hasta el zar?
—Sí.
—Si le escribo, ¿le haríais llegar mi misiva?
—Sí.
—¿Llegará a él?
—Sí.
—¿Estáis seguro?
—Respondo de ello.
Quedaba dar con los términos adecuados para redactar la carta. No podía ser airada, y mucho menos suplicante. ¿Cómo llegar a Alejandro? ¿Cómo hacerle ceder? ¿Cómo conmoverle? Napoleón salió solo a la terraza, desde donde dominaba la ciudad hecha añicos. Con la ayuda de los gemelos veía resplandecer en la noche el brillo de las iglesias anexas a los escasos palacios que aún se tenían en pie y que utilizaban como casernas; los vivaques en los patios de los palacios, los vivaques en la planicie, puntos de luz, ecos de canciones de taberna. Se fue a acostar, se despertó en plena noche, convocó a los secretarios y, deambulando arriba y abajo del gran salón, masculló su misiva al zar. Los secretarios anotaban los fragmentos que conseguían retener, sofocaban sus bostezos.
—Mi hermano —decía el emperador muy bajito—, no, eso es demasiado familiar… Mi señor hermano, eso sí, mi señor hermano… quiero que me demostréis que, en el fondo de vuestro corazón, me seguís teniendo aprecio… En Tilsit me dijisteis: «Seré vuestro segundo contra Inglaterra»… ¡Mentira! Eso no lo pongáis… En Erfurt os ofrecí Moldavia y Valaquia, que limitan con el Danubio… Mi señor hermano diré a continuación que el hermano de uno de sus ministros… un ministro de Vuestra Majestad… Escribid Vuestra Majestad… Le he citado ante mí, le he hablado, me ha prometido… no… le he recomendado que diera a conocer mis sentimientos al zar… Insistid en lo de sentimientos… Luego tenemos que lamentar el incendio de Moscú, condenarlo, ¡hacer que las culpas recaigan sobre ese cerdo de Rostopchín! ¿Los incendiarios? ¡Fusilados! Añadid que no le he declarado la guerra por placer… que yo esperaba una palabra suya… ¡Una palabra! Una palabra o una batalla. Una sola palabra y me hubiera quedado en Smoliensk, habría reunido mis tropas allá, concentrado los víveres en Danzig, los rebaños. Una palabra y hubiera organizado Lituania. Ya tenía Polonia…
Cuando Sebastián retomó las notas medio esbozadas del barón Fain, para completarlas con las suyas y luego pasar el texto a pluma, añadió algunos detalles de cifras (Hemos detenido a cuatrocientos incendiarios en el acto, o Las tres cuartas partes de las casas han ardido); se permitió colar una reflexión del emperador oída durante la jornada, a propósito de Rostopchín y que, a su parecer, le daba mayor énfasis al mensaje (Dicha conducta es atroz e insensata). El barón releyó la carta en cuanto Sebastián terminó de escribirla, pareció satisfecho, la sometió a la firma maquinal de Napoleón. Sebastián se sentía especialmente orgulloso de su conclusión: Le he hecho la guerra a Vuestra Majestad sin animosidad: una breve nota Vuestra, antes o después de la primera batalla, hubiera detenido mi marcha. Esperaba felicitaciones, pero no recibió ninguna.
En la celda de la superiora, que había requisado para su propio uso, D’Herbigny se levantó con la espalda dolorida. Desnudo de cintura para arriba, con calzón de cuero, se frotó los riñones; aquella cama de madera era condenadamente dura, a pesar del montón de cojines que le había comprado a una cantinera que debía su comercio al pillaje del bazar. «Me estoy anquilosando», dijo abriendo la ventana. Se estremeció. El aire era húmedo y fresco. Allá abajo, en el patio, los caballos lamían ruidosamente el agua del Moscova, que se acarreaba en grandes barricas hasta el abrevadero. Dos dragones calentaban una sopa, con el caldero colgado de unas vigas sobre un brasero.
—¿De qué es?
—De coles, mi capitán.
—¡Otra vez!
Proteston, se dirigió al oratorio adosado en el que Paulin había dispuesto su jergón de paja. Ayudado por una joven religiosa con la mirada baja, trataba el uniforme del capitán de lo que habían dado en llamar la moscovita, una invasión de piojos en la ropa. Vestida con una camisola de tela gruesa, el pelo castaño cortado muy corto, largas pestañas y párpados entrecerrados, los gestos lentos, la hermana había vuelto los pantalones del revés y los golpeaba con una piedra; Paulin, con la ayuda de un encendedor de mecha, flambeaba las costuras para exterminar las larvas supervivientes.
—Ya casi estamos, señor.
—Esta chica es encantadora. ¡Me estaba preguntando si debería quedarme en tu lugar!
—Lo que tiene es buena suerte, señor. Las del teniente Berton no reciben el mismo trato, se lo aseguro.
Habían encerrado a la superiora arisca y a las monjas más marchitas en su capilla; los caballeros se habían repartido el resto para que les lavaran la ropa y les repasaran las mudas. La víspera, el teniente Berton había organizado un baile; D’Herbigny había oído carcajadas y canciones salaces hasta bien avanzada la noche. Berton había disfrazado a las monjas de marquesas, las había emborrachado, obligado a bailar, y se había reído de sus discretas lágrimas, de sus caritas y de su torpeza. ¡Bah!, se decía el capitán, al fin y al cabo las chicas no habían caído en manos de un regimiento de Wurtemberg; esos brutos sí las hubieran arremangado de cualquier manera.
—Ya está listo, señor —dijo Paulin inspeccionando por última vez el uniforme despiojado.
—Pues lárgate sin demora a casa del ladrón y tráenos un estofado en condiciones.
El ladrón era el apodo del controlador Poissonnard, que le reservaba los mejores trozos de su carnicería a cambio de los iconos del convento, cuya plata fundía en lingotes.
—Os visto y me voy corriendo, señor.
—No te necesito. Me ayudará la chica: mira qué manos, no tiene dedos de campesina, debe de ser la hija de un aristócrata confiada al convento. ¿Cómo se llama?
—No hablo ruso, señor —dijo Paulin con aire mohíno.
El criado soltó un suspiro prolongado, fue a abastecerse al armario de los iconos que estaba en una habitación anexa, bajó a la planta baja, oyó unos gemidos femeninos al pasar ante la celda del teniente Berton, cruzó el refectorio convertido en cuadras y partió hacia San Vladimiro tirando de su asno.
La iglesia estaba impregnada de un olor insípido, denso y nauseabundo. Sujetos de los andamios por unos ganchos, los miembros de las bestias se descomponían al aire; la sangre goteaba y formaba charcos pegajosos, corría en regueros, se coagulaba sobre las losas. Paulin había amarrado su asno en el porche y caminaba por el centro de la nave inundada por el zumbido de las moscas verdes; se tapaba la nariz, pero la atmósfera fétida le llenaba la boca y tenía que carraspear y escupir a menudo. ¿Cómo soportaba Poissonnard vivir en un sitio como aquel? Pues perfectamente. La idea de las ganancias le estimulaba, respiraba mejor allí que a dos mil metros de altura sin expectativas de mejorar su fortuna. Con los mofletes violáceos pero rasurados con esmero, había instalado su despacho en un confesionario; la puerta arrancada, colocada sobre dos toneles, le servía de mesa; los informes estaban apilados sobre los reclinatorios de los penitentes.
—Buenos días, querido Paulin —le dijo un Poissonnard untuoso.
—Señor controlador, ¿qué me ofrece hoy a cambio de esta obra de arte?
Le tendió el icono con el fondo de plata.
—Veamos, veamos —dijo el timador ajustándose las gafas sobre una nariz escarlata.
Contempló el icono con ojo experto, lo estimó en trescientos gramos de plata rascándolo con la uña, reflexionó y luego llevó a Paulin, siempre mareado, hacia la sacristía donde había dispuesto un reservado y una vivienda. Pasaron junto a un centenar de gatos desollados que se amontonaban en una capilla. Los matarifes se llevaban las cabezas en cestos; iban a reunirse, al fondo de una cripta, con un montón de huesos, hocicos babosos, pezuñas. No podían arrojarlos fuera, ni siquiera enterrándolos, porque los desperdicios hubieran atraído a los lobos.
Paulin evitó mirar a un grupo de obreros de la intendencia; sus dedos rojizos separaban costillas que crujían, arrojaban cosas blandas a cubetas llenas de mondongo. Otros, subidos a unas escaleras de mano, colgaban una sarta de cornejas muertas a unas cuerdas tendidas entre los pilares. ¿Recuperaría alguna vez su función esa iglesia?, se preguntaba el criado. Las piedras tienen memoria, repetía el anciano sacerdote que le había enseñado el alfabeto. En Ruán aún se veían los agujeros en las columnas de Saint-Ouen: en tiempos de la Revolución, los azules habían fijado allí las forjas para fundir balas; la reja de cobre del coro terminó convertida en un cañón. Y aquello no era en absoluto lo mismo. La sangre teñiría las piedras y las baldosas de San Vladimiro.
—He separado el mejor para nuestro querido capitán —dijo el controlador sacando de una caja un hígado de asno con reflejos oliváceos que envolvió con un periódico ruso.
—¿Sólo eso?
—Pues sí, señor Paulin, sólo eso, pero es muy tierno.
—Mire a ver, señor Poissonnard.
—¡Una garrafa de vino de Madeira, venga! No creerá que se encuentra buey después de ocho días de pillaje, ¿no? ¡Nuestros regimientos han arramblado con todo!
Hasta las legumbres secas se estaban agotando. Había cuadrillas que salían todas las mañanas a merodear por la zona y cada vez había que adentrarse más en la campiña y soportar la hostilidad de los campesinos. La carne fresca escaseaba y Poissonnard se aprovechaba de ello.
—Que el capitán D’Herbigny intente hacerse con un rebaño —bromeaba.
—Se lo diré —respondió Paulin, quien tuvo un movimiento de rechazo y palpitaciones delante del altar mayor. Los infieles de la intendencia habían clavado en él un lobo.
Poissonnard sonrió:
—Los lobos no se andan con remilgos. ¡La Virgen, cómo les gusta mi carne! Yo diría que incluso demasiado. De hecho, decidles a los gendarmes que guardan los accesos que os acompañen. Os lleváis un pedazo de carne tan excelente que no me extrañaría que las bestias quisieran atacaros.
Transcurría el tiempo, el zar no contestaba, las tropas de Kutuzov habían desaparecido rumbo al sur, tal como presentía Berthier. El Gran Ejército se disponía a pasar el invierno en Moscú. El emperador multiplicaba las medidas en ese sentido; escribió a Maret, duque de Bassano, que había permanecido en Lituania, para que le proporcionara catorce mil caballos, contaba reclutar nuevos regimientos, organizaba desfiles, pedía a su librero parisino que le consiguiera las novelas de moda; el Kremlin se fortificaba, como los conventos. Caulaincourt había reforzado el servicio de correos; el correo llegaba cada mañana de París cargado de vino y de paquetes. Las estafetas tardaban quince días en recorrer la distancia que separaba ambas capitales, el servicio funcionaba con puntualidad gracias a los relevos. Corrió un rumor: iban a llegar refuerzos con ropas de invierno y podrían tirar los andrajos rusos al Volga. Luego se sucedieron precipitadamente los incidentes. Descubrieron los cadáveres de soldados asesinados. Los cosacos que Murat pretendía engatusar, se pusieron agresivos. Un día sorprendieron unas cajas de artillería llegadas de Smoliensk y las quemaron; tres días más tarde, en la misma ruta, hirieron o mataron a los dragones de la guardia. Al día siguiente atacaron de nuevo a un escuadrón y se apoderaron de los dos cofres de correo que iban hacia Francia.
Sebastián contemplaba las primeras nieves; grandes copos que caían lentamente y se deshacían al contacto con los tejados. En el patio, los soldados se habían fabricado unas chabolas con los cuadros descolgados de las paredes de palacio. Un edecán del estado mayor entró en el despacho de los secretarios, cinturón de seda dorada, pantalón rojo, muy elegante con su uniforme a la húngara:
—Para su majestad, el texto del 22o boletín.
—Señor Roque —dijo el barón Fain—, en lugar de mirar caer la nieve, leed y llevádselo al emperador.
Y se sumergió de nuevo en la redacción de una orden de nombramiento, un nuevo general al que enviaban a Portugal.
—Señor barón…
—Que lo llevéis, os he dicho.
—Hay un problema.
—¿Cuál? —preguntó el barón levantando la nariz de su copia.
—¿Creéis que es preciso aludir a los incidentes de la ruta de Smoliensk?
—¡Claro que no!
—¿Lo puedo tachar?
—Naturalmente.
—Y también que…
—¿Qué más?
—Al texto le faltan detalles positivos.
—Si encontráis algo positivo que se pueda escribir, añadidlo con fiorituras.
—Necesito vuestra aprobación.
El barón cogió la hoja y Sebastián, de pie junto a él, le hizo algunas sugerencias:
—Tras Los incendios se han extinguido ya del todo podríamos añadir: Descubrimos a diario almacenes de azúcar, de pieles y telas…
—Pero no de carne.
—No, pero esto se va a publicar en El Instructor; así que conviene dar un mensaje tranquilizador. Ved, aquí también, después de La mayor parte del ejército está acantonado en Moscú…
—¿Qué es lo que tengo que ver, señor Roque?
—Con el mismo ánimo positivo, yo añadiría: donde se recupera del cansancio.
—Añadidlo, añadidlo.
—Este joven tiene razón.
Era el emperador. Había entrado sin hacer ruido y les escuchaba. El secretario y su escribiente se levantaron.
—Desconfíe de este muchacho, Fain, tiene ideas propias. ¿Dónde está Méneval?
—En la cama con fiebre, Sire.
—Este muchacho, ¿cómo se llama?
—Sebastián Roque, Sire. Le empleo como primer escribiente porque tiene una escritura muy bien perfilada.
—Tal vez le podríamos utilizar en Carnavalet. ¿Qué os parece, Fain?
—De letras sabe, eso sí…
En el palacete Carnavalet, los servicios de la censura modificaban los textos de las obras que recibían autorización para representarse. Como Pisístrato, en Atenas, se hacían reescribir los cantos de Homero; funcionarios ilustrados cortaban, en Athalie, las alusiones lejanas pero descorteses para su majestad; edulcoraban los clásicos para la tranquilidad del Imperio y situaban las comedias demasiado modernas en tiempos de los asirios.
Sebastián enrojeció de felicidad, se agarraba una mano con la otra para que no le temblaran. Napoleón le interrogaba:
—¿Os gusta el teatro?
—En París, Sire, iba al teatro siempre que me lo permitía mi servicio en el Ministerio de Guerra.
—¿Seríais capaz de revisar una tragedia?
—Sí, Sire.
—¿De dar con las situaciones y las palabras de doble sentido en los textos de los clásicos en las que el público vería alusiones al Imperio y a mi persona?
—Sí, Sire.
—Si se os presentara una obra sobre Carlos VI, ¿cómo reaccionaríais?
—Mal, Sire. Muy mal.
—Explicaos.
—En ese caso, Sire, no hay enmienda posible, el tema en sí es lo perjudicial.
—Seguid.
—No hay que mostrar en escena a un rey loco.
—¡Bravísimo! ¿Y sabríais darle visos de antigüedad a obras demasiado recientes?
—Ya lo creo, Sire, conozco los autores griegos y latinos.
—Fain, cuando regresemos a París presentad vuestro empleado al barón de Pommereul, necesita ayuda. ¡No pongáis esa cara! Ya encontraréis otro secretario capaz de copiar vuestras notas.
El emperador tenía la costumbre de expresar su satisfacción tirándole a uno de la oreja hasta dejársela escarlata o bien asestándole un bofetón con todas sus fuerzas. Sebastián tuvo el honor de recibir los cinco dedos imperiales en la mejilla, lo que equivalía a una condecoración.
—¡Durtal! ¡De exploración!
El dragón inició la travesía de una pasarela estrecha y larga que se extendía sobre un barranco; lo hizo a pie, lentamente, sosteniendo la brida de su caballo apenas con el índice y el pulgar, según la consigna, para que si el animal tropezaba y se caía no le arrastrara con él. Los demás le miraban. D’Herbigny se había llevado a una treintena de hombres hacia el sur, hacia la campiña que había tras el desierto de arena amarilla. El comentario del controlador Poissonnard le había escocido, se había jurado que iba a capturar un rebaño. Habían partido de Moscú antes del alba, bajo la lluvia, con las botas rellenas de paja porque había habido heladas durante la noche. Llevaban cuatro horas de marcha y ya no llovía, pero el viento soplaba en ráfagas bruscas y sus abrigos húmedos flotaban tras ellos y las crines de los caballos ondeaban. Al otro lado se veían casas de madera de abeto cubiertas de musgo. Un penacho de humo se elevaba sobre los tejados de tablas. Aquellos campesinos encendían fuego, no habían huido y tenían provisiones, forraje, tal vez incluso reses.
—¡Durtal!
La pasarela había cedido cuando el dragón estaba a la mitad de su recorrido: el soldado, la montura y las tablillas de la pasarela se estrellaron al fondo del barranco pedregoso. D’Herbigny apartó la mirada. Durtal había dejado de gritar. Les quedaba la opción de rodear el barranco, que parecía hundirse antes del horizonte, e ir a parar junto a las cabañas, a cubierto en el bosque, si bien este no era demasiado denso. Avanzaban en fila contra el viento, no se arriesgaron a cruzar la segunda pasarela que sospecharon frágil o saboteada y hallaron un paso practicable a última hora de la mañana. En el instante en que trepaban por la otra ladera, escucharon el grito de guerra de los cosacos: ¡Hurra!, y vieron una cuadrilla con gorras planas, lanzas y picas prestas para ensartarlos, que cargaban al galope. El capitán creyó estar de nuevo en Egipto; la caballería árabe procedía del mismo modo cuando les hostigaba, surgían de pronto, arremetían contra ellos, se dispersaban, regresaban por otro lado.
—¡A tierra! ¡En posición!
Los dragones se sabían la maniobra. Se protegieron detrás de sus caballos, se echaron el fusil al hombro. Los cosacos se abalanzaron contra ellos; cuando estuvieron a sólo diez metros de distancia el capitán ordenó fuego. Cuando se hubo desvanecido el humo de los disparos, pudieron contemplar las piezas que se habían cobrado: dos caballos y tres hombres; el tercer caballo pacía las hierbas secas del borde del barranco. El resto de los cosacos había vuelto grupas y se perdían ya por el bosque. Los dragones cargaban de nuevo sus armas.
—¿Heridos?
—Ni uno, mi capitán.
—Hemos tenido suerte.
—Menos Durtal.
—Sí, Bonet, ¡salvo Durtal!
D’Herbigny había tenido la intención de pernoctar en el caserío que había visto hacía un rato, pero ya no cabía pensar en meterse en aquel bosque peligroso, ni en acampar. A su pesar, dio la orden de replegarse, y todos apresuraron el paso de sus caballos extenuados. El capitán volvía con las manos vacías aunque con el consuelo de haber recuperado un animal resistente y botas de piel de oso forradas. A él le estaban pequeñas; se las regalaría a Anissia, la monja de pelo corto, su protegida, cuyo nombre se había aprendido.
Bajo una lluvia torrencial, los merodeadores regresaron antes de la noche al convento de la Natividad. El agua salpicaba desde los tejados, goteaba de los sobradillos sin canales; D’Herbigny franqueó corriendo aquella catarata para ponerse por fin a resguardo. Ya en el interior, se quitó el abrigo empapado, la gran gorra llena de agua que le mojó la cara. En el centro de la habitación de techo abovedado que se utilizaba hasta hacía poco como locutorio, los dragones reñían ante una montaña de sacos.
—¿Qué ocurre?
—Nos ha llegado la paga, mi capitán.
—¿Y no estáis contentos, hatajo de crápulas?
—Pues…
El capitán cogió un saco, lo abrió y sacó un puñado de monedas amarillas.
—¿Son de cobre?
—No tienen más valor que su peso.
—¿Preferiríais falsos pagarés?
Como se habían encontrado buenas cantidades de monedas de cobre en los sótanos de los tribunales, los regimientos habían cobrado el sueldo. A la Guardia Imperial le habían tocado aquellos sacos de veinticinco rublos. El capitán estornudó.
—Primero me secaré y luego veremos.
Dejó a los caballeros con su decepción y subió a sus dependencias. Paulin estaba sentado en un taburete, en la celda del capitán, junto a la cama en la que dormía la novicia.
—Anissia, Aniciushka…
—No se ha levantado en todo el día, señor.
—¿Está enferma?
—No lo sé.
—¿No has llamado al señor Larrey?
—No son esas mis atribuciones, señor.
—¡Cretino!
—Además, el señor Larrey es cirujano, ¿qué podría amputarle a la pequeña?
D’Herbigny no escuchó la frase que murmuró su criado y se arrodilló junto a Anissia. Se parecía a una virgen que había robado de una iglesia española porque la había encontrado conmovedora; luego había vendido el cuadro para pagarse una comilona.
Al día siguiente seguía lloviendo. Enviado por su maestro al Kremlin, a la enfermería especial de la guardia, Paulin, a lomos de su asno, sostenía, a guisa de paraguas, una sombrilla pequinesa que había recogido en el bazar. Como no llevaba escarapela en el sombrero, los centinelas le habían prohibido el acceso a la ciudadela; no hubo forma de convencerles, ni con la carta dictada por D’Herbigny y firmada con su mano izquierda. Regresaba al convento lentamente; le iba a tocar soportar una vez más la cólera del capitán, aunque estaba acostumbrado. Se le ocurrió llegarse a un hospital militar que se hallaba a orillas del Moskova, donde se cruzó con médicos desbordados que corrían por salas de altas ventanas, entre hileras de cincuenta camas. Delante de él se llevaron a un muerto amortajado en su sábana ante las miradas furtivas de los moribundos. Paulin se marchó sin haber podido acercarse ni a un enfermero. Deambulando entre las ruinas, vio una muchedumbre de moscovitas en la calle de Nicolskaia, donde habían improvisado un mercado de monedas. Quedaban algunos edificios oficiales en pie. Algunos soldados, detrás de unas tablas, cambiaban sus monedas de cobre. Por diez, luego por cincuenta kopeks, luego un rublo de plata (la demanda de moneda de cambio hacía subir los precios), aquellas pobres gentes se llevaban un saco de calderilla. Había mujeres, chavales, ancianos con la ropa hecha jirones que mostraban un renovado vigor en aquel bullicio. Los infantes de la guardia intentaban mantener el orden empuñando sus sables. Otros disparaban sus fusiles al aire. La avalancha era demasiado fuerte. Los rusos se pisoteaban, se daban puñetazos, codazos en las costillas, se abrían paso hasta el mostrador de los cambistas a empujones. Un mujik corpulento le arrebató a una mujer el saco que había conseguido, ella le arañó, agresión a la que él respondió asestándole un rodillazo en la barriga, ella se agarró a su túnica mugrienta, él la golpeó con el saco para que soltara la presa, ella se cayó sin dejar de insultarle, los siguientes la pisotearon impertérritos. Los soldados se habían replegado en el interior del edificio y arrojaban los sacos por las ventanas abiertas, con lo que agravaban el jaleo y su brutalidad. Un muchacho con esclavina, que llevaba un sombrero de lona encerada, consiguió sacar a la desgraciada del tumulto. Bajo la esclavina, Paulin reconoció el uniforme azul tejón con bocamangas de terciopelo carmesí: aquel chico pertenecía a los servicios sanitarios. Le llamo. Había tal griterío que su voz no le llegaba; condujo al asno hasta la altura del muchacho.
—¿Sois médico?
—Sí y no.
—¿Enfermero?
—Auxiliar de un oficial sanitario.
—Mi capitán os necesita.
—Si es para un oficial…
—Es para evitar que me caiga una reprimenda.
—Sé algo de polvos y ungüentos y puedo practicar una sangría…
—¡Magnífico!
El auxiliar tenía aspecto de bobo aunque también de buena persona y, dado que el color de su uniforme indicaba su función, al capitán le bastaría con eso. Y, efectivamente, bastó. El muchacho se quitó la esclavina y el sombrero, se inclinó sobre la muchacha, sacó un espejito de sus alforjas y se lo colocó delante de la boca.
D’Herbigny le observó, con el ceño fruncido; le gustaban los resultados rápidos.
—Me parece… —empezó el muchacho.
—¡Certidumbres, no opiniones!
—Pues creo que está muerta, es decir, que parece muerta, mire la respiración, no hay vaho en mi espejo.
—¡Cuando duermo no dejo vaho en los espejos! ¡Lo que afirma es imposible! Además, ¿de qué habría muerto según su experta opinión?
—Podríamos llevarla ante el oficial de sanidad.
—¡Como la levante le retuerzo el pescuezo!
—Si me retuerce el pescuezo tendremos dos muertos.
El bobo no carecía de lógica. Se inclinó una vez más sobre el camastro cubierto con pieles, observó el blanco del ojo, el tono de la tez:
—Se diría que ha sido envenenada.
—¿No has estado vigilándola todo el rato? —le preguntó el capitán a Paulin.
—Sí, salvo cuando le he preparado el almuerzo.
—¿Qué le has dado?
—Un trozo de hígado de asno.
—¡Insensato! ¡Esa carne estaba medio podrida!
—No teníamos otra cosa…
—Todo veneno tiene su antídoto —añadió el bobo.
—Adminístrale tu poción —susurró el capitán con la voz quebrada.
—¡Ah!, para eso necesitaríamos un pope, ellos sí saben de estas cosas, saben el secreto de las hierbas, recitan las oraciones que sanan, disponen de iconos beneficiosos, me lo ha contado mi oficial sanitario.
D’Herbigny estaba dispuesto a creer que los muertos podían resucitar, que la magia era eficaz, que el humo de incienso disolvía los males. El emperador autorizaba el culto para congraciarse con la población rusa que había permanecido en Moscú. Los popes oficiaban de nuevo. Cuando el capitán bajó a ordenar a sus hombres que fueran a por uno de aquellos sacerdotes en alguna iglesia no ocupada por la tropa, se enteró de que todas las monjas habían muerto envenenadas. No era el hígado de asno lo que había matado a Anissia.
A lo largo de los interminables pasillos del Kremlin había ordenanzas montando guardia frente a cada puerta. «Montando guardia» era sin duda una exageración. Aquellos granaderos con pelliza habían cambiado sus cinturones por chales de cachemira, sus gorras de pelo por casquetes kalmuks de formas inverosímiles; los menos borrachos se apoyaban en la pared, los demás, sentados, metían largas cucharas de madera en botes de cristal mate, comían confituras exóticas que les daban sed y bebían y bebían un aguardiente fortísimo. Sus armas estaban tiradas entre frascos y botellas vacías. Sebastián ya no prestaba atención a ese espectáculo cotidiano. Cuando se dirigía hacia el comedor del servicio, se encontró con unos rusos de paisano, con sus brazales, cintas blancas y rojas anudadas; se estaba intentando un simulacro de organización, el emperador había restablecido un poder municipal y distribuido los cargos entre los comerciantes y los burgueses que se habían negado a marcharse con Rostopchin.
Edecanes, oficiales, médicos o habilitados se encontraban a la hora de las comidas en una inmensa sala de paredes forradas de terciopelo rojo; un pilar central sostenía los arcos que dividían la sala en cuatro.
—¡Señor secretario!
Henri Beyle, sentado ante un plato humeante, le hizo una señal a Sebastián para que se acercara.
—Os he guardado sitio a mi lado.
—¿Qué estáis comiendo?
—Una pepitoria.
—¿De qué?
—Diría que es conejo…
—Debe de ser gato.
—Con las especias y un buen vaso de vino de Málaga no está mal.
Sebastián se sirvió unas judías pero rechazó la pepitoria. Los dos hombres discutieron los méritos de las Cartas a mi hijo de Chesterfield, libro sustraído de una biblioteca de Moscú; luego conversaron acerca de la pintura italiana, cuya historia confesó estar escribiendo Beyle. No se pusieron de acuerdo sobre el Canaletto.
—Ya sé por qué le gusta el Canaletto, señor secretario. Sus paisajes venecianos parecen decorados teatrales, además, cuando era joven pintó decorados, balaustradas, perspectivas magníficas junto con su padre y su hermano. Sin embargo, el resultado de su trabajo sobre tela me parece un tanto envarado.
—¡Señor Beyle! ¿Envarado? Pero si es de una perfección…
—¿Sí?
Sebastián se había callado de repente, la mirada fija en un grupo de recién llegados conducidos por Bausset, el prefecto de palacio.
—Parece que os fascinan esos civiles.
—Les conozco un poco…
—¿Qué están haciendo entre nosotros?
—Son una compañía de comediantes franceses. Estaban actuando en Moscú.
—¡Ah, las muchachas! No está mal, my dear. A vos que os gusta tanto el teatro, incluso en los cuadros del Canaletto, seguro que ya debéis de haber probado suerte.
—¡Oh, señor Beyle, ya quisiera yo la vuestra!
—¡Gracias! La he tenido a menudo pero dentro de unos días tengo que marcharme a Smoliensk para organizar un abastecimiento de reserva. Y luego debo ir a Danzig. No me apetece nada.
—Os envidio. ¿A qué demorarse en Moscú?
—Mis dolores de muelas me atacan de improviso, sobre todo por la noche, duermo mal, tengo fiebre…
—¡Y un apetito prodigioso! —exclamó Sebastián riéndose, sin saber muy bien si aquellas risas eran debidas a su amigo Beyle o a la reaparición de la compañía sana y salva.
Cuando terminaron la comida, se levantaron juntos de la mesa. Los comediantes se habían instalado en una mesa cercana a la puerta de salida, pero Sebastián fingió indiferencia e hizo como que no les veía.
—¡Señor Sebastián!
Ornella le había llamado, no podía seguir disimulando.
—¡Qué callado os lo teníais! —le susurró su amigo al oído—. Os dejo y, en esta ocasión, soy yo quien os envidia.
Sebastián contuvo la respiración, se dio la vuelta, fingió sorpresa, se acercó, cogió una silla y se sentó entre ellos sonriendo. Tuvo que escuchar a madame Aurore desgranándole el relato de sus desgracias, el pillaje de su chalé, cómo habían escapado del incendio, luego la sed, cómo el rey de Nápoles les había salvado por casualidad, cómo les había alojado en su cuartel general del palacete Razunonski. Sebastián observaba a mademoiselle Ornella con un aire falsamente distraído. Ella llevaba la cabellera oscura y rizada suelta, cayéndole sobre los hombros de su vestido de satén. Cuando ella contó a su vez, reparó en que ceceaba un poco, y ello no hizo sino añadirle encanto.
—El rey de Nápoles, señor Sebastián, adora el teatro. Se comporta como si estuviera en escena.
—Tiene trajes tejidos con hilo de oro —prosiguió la pelirroja Catherine— y pendientes de diamantes, un furgón entero para sus perfumes y sus pomadas, otro para su guardarropa…
El gran Vialatoux, ataviado con un uniforme napolitano, no resistió mucho rato y les quitó la palabra a sus compañeros para entregarse a una imitación de Murat.
—Nos dijo —Vialatoux carraspeó—: «En mi palacio de Nápoles, mandaba que interpretaran para mí solo los papeles de Taima y yo los declamaba, el Cid, Tancredo…».
—Entonces ¿por qué habéis regresado al Kremlin? —le cortó Sebastián.
El emperador exigía que Moscú recuperara la vida que había perdido. Iba a mandar que trajeran cantantes de ópera, músicos de fama y, dado que tenía comediantes a mano, les había pedido que interpretaran su repertorio para distraer al ejército.
—¿Qué vais a interpretar?
—Le jeu de l’amour et du hasard, señor Sebastián.
—Iré a aplaudiros, os imagino bien en el papel de Silvia, y a vuestra amiga en el de la criadita.
—Y luego también haremos El Cid —dijo el joven galán— y Las bodas de Fígaro…
El prefecto Bausset les había ofrecido un teatro de verdad, aunque sin arañas de cristal, que habían acabado en el palacete Posniakov. Tenían tres días para proveerse de un vestuario, pero la administración había reunido en la iglesia de Iván, en el Kremlin, todo tipo de telas, tapices, terciopelos, galones de oro con los que se podían envolver, o confeccionar vestidos. Así que habían ido a palacio a escoger. Sebastián tuvo que regresar a sus deberes en el despacho; cuando se hubo marchado, Ornella y Catherine se rieron recitando un pasaje de Marivaux que, en opinión de ambas, venía muy a cuento:
—«A fe mía que es fatuo el gentilhombre, he reparado en ello» —dijo Ornella interpretando a Silvia.
—«¡Oh, se equivoca al serlo: pero no hay duda de que es hermoso!» —respondió Catherine haciendo de Lisette.
El gran Vialatoux, con la nariz metida en un plato grabado con el escudo de armas del zar, se tragaba glotón su pepitoria de gato; repitió tres veces.
Un destacamento de dragones abría paso a la comitiva de carretas en las que se amontonaban los cuerpos de las religiosas amortajadas con distintas telas. Parecían sombras, hasta tal punto la niebla espesa, fría, enturbiaba las primeras madrugadas de octubre. El capitán D’Herbigny las llevaba al cementerio. No había querido mezclar a Anissia con el resto de las hermanas, la había envuelto en seda india y la llevaba abrazada contra su pecho, sobre el cuello de su caballo. Estaba igual de lívido que la novicia, la tristeza surcaba con nuevas arrugas su rostro curtido. ¿De dónde había salido el veneno? ¿Quién lo había procurado o administrado? ¿Cómo? A aquellas mujeres su religión les prohibía el suicidio así que, ¿cómo había ocurrido? Habían detectado la presencia de cosacos en Moscú; vagaban por la ciudad informándose, vigilando, seguros de encontrar cómplices. El veneno no era una arma que les fuera propia, no parecía cosa suya, aparte de que no hubieran podido entrar en el convento y menos aún adentrarse hasta la antigua celda de la superiora. D’Herbigny no comprendía nada. ¿No había explicación? Tanto peor. Debía ceñirse a los hechos. Él, que tantas veces había matado con sus propias manos, sufría ahora la brutal desaparición de aquella joven rusa de la que no sabía nada. Había pensado llevársela a Normandía, al fin y al cabo algún día se marcharían de aquella ciudad inmunda. Le habría enseñado francés, la habría tratado como a su hija, eso es, como a su propia hija; ella le habría visto envejecer en paz. Estaban llegando al cementerio. Los fuegos prendían resplandores rojizos en la niebla que empezaba a disiparse. Unos cuantos moscovitas pobres, sin alojamiento, se habían refugiado entre las tumbas, se fabricaban cabañas, encendían débiles fogatas para asar raíces, calentarse, ahuyentar a los lobos y los perros errantes a los que el hambre había convertido en bestias feroces.
En silencio, los caballeros se dispusieron a cavar una gran fosa. El capitán colocó a Anissia sobre una lápida cubierta de musgo. Cuando hubieron terminado la fosa, un proceso que pareció durar una eternidad, vaciaron en ella las carretas; y aplanaron después la tierra con la ayuda de las palas. D’Herbigny se había sentado junto al cuerpo de Anissia. Despejó su rostro cerúleo, le desabrochó la cruz de oro que llevaba colgada al cuello y se la guardó en la mano. Ya no oía las paletadas de tierra, sus caballeros habían terminado de colmar la fosa; esperaban de pie, en silencio. El capitán contempló largamente el suelo encenagado, luego levantó la cabeza.
—Bonet, con la ayuda de dos hombres, levantad eso.
Y señaló una tumba de mármol blanco.
—Ya está ocupada, mi capitán.
—¿No querrás que arroje a Aniciushka a una fosa, no? Ahí estará mejor. El invierno es muy frío en este maldito país, no hay nada como un buen panteón.
Bonet obedeció pensando que su oficial había perdido el juicio. Fueron cavando hasta que las palas chocaron con los ataúdes.
—Está bien —dijo el capitán.
Él mismo llevó a Anissia en brazos. Bonet le ayudó a colocarla suavemente en el hoyo. D’Herbigny volvió a colocar la tierra con el pie, mandó que pusieran de nuevo la lápida.
—Alguno de vosotros se acordará de una oración, ¿no?
Ajustó las cinchas de su silla y montó en el caballo.
Por la noche, un ujier encendió dos velas en el escritorio del emperador. «¡No para nunca de trabajar!», se sorprendían los soldados cuando levantaban la nariz hacia la ventana iluminada. En realidad, se pasaba buena parte del día durmiendo o tumbado en el sofá, hojeando sus volúmenes de Plutarco, releyendo el Carlos XII de Voltaire, un librito de piel con el lomo dorado, lo cerraba de un golpe y suspiraba: «Carlos quería desafiar las estaciones…». Cerraba los ojos, dormitaba. ¿En qué pensaba? Las noticias eran desfavorables; una coalición de rusos y suecos acababa de forzar a Gouvion-Saint-Cyr a evacuar la ciudad de Polotsk, la espera se prolongaba, el zar no se pronunciaba. Caulaincourt se había negado a ir a San Petersburgo a mendigar una paz en la que no había creído jamás. Lauriston, más obediente, había conseguido encontrar a Kutuzov y le había arrancado un armisticio verbal; ¿mantendría su palabra? El emperador dudaba, distribuía órdenes imposibles: «¡Comprad veinte mil caballos, recolectad dos meses de forraje!». ¿A quién había que comprarle los caballos? ¿Dónde cosechar el forraje? Un día le confió al conde Daru, el intendente general, su deseo de atacar a Kutuzov.
—Demasiado tarde —dijo el conde—. Ya le ha dado tiempo a reorganizar su ejército.
—¿Y a nosotros no?
—No.
—¿Qué vamos a hacer entonces?
—Atrincherarnos en Moscú para pasar el invierno, no tenemos otra solución.
—Pero ¿y los caballos?
—A los que no podamos alimentar, me encargaré de que los pongan en salazón.
—¿Y los hombres?
—Vivirán en los sótanos.
—¿Y después?
—Vuestros refuerzos llegarán en cuanto se funda la nieve.
—¿Qué pensarán en París? ¿Qué va a ser de Europa sin mí?
Daru bajó la cabeza y guardó silencio, pero el emperador parecía dispuesto a seguir su consejo. Los trabajos de instalación se aceleraron, los obreros derribaban mezquitas para despejar las murallas, los artilleros fijaron treinta bocas de fuego en lo alto de las torres del Kremlin, otros vaciaron los estanques para recuperar cinco mil balas que, se decía, los rusos habían arrojado a ellos; reclamaron cirujanos a París. Una noche, a eso de las dos de la madrugada, Napoleón dictó a sus secretarios sus consignas para Berthier. Tenía la mente clara, el verbo fácil, caminaba de un extremo al otro de la habitación, con las manos a la espalda de su bata de muletón blanco. Exigía del teniente coronel que hubiera para sus hombres tres meses de patatas, seis meses de choucroute, aguardiente y luego, como si tuviera una imagen muy clara de un plano preciso de la ciudad y sus efectivos: «Los depósitos en los que vamos a almacenar estas provisiones serán para el l.er cuerpo, el convento de la 13.a ligera; para el 4.o cuerpo, las cárceles de la ruta de San Petersburgo; para el 3.er cuerpo, el convento que está junto a los polvorines; para la artillería y la caballería de la guardia, el Kremlin… Hay que escoger tres conventos más que estén en las rutas que salen de Moscú, y situar allí puestos atrincherados…».
El emperador conocía el terreno pero seguía negándose a creer que su ejército carecía de víveres. Qué importaba. Al día siguiente, el tiempo fue apacible y recuperó el entusiasmo y almorzó con Duroc y el príncipe Eugenio.
—¿Berthier?
—Está en sus aposentos, Sire —le respondió Duroc.
—¿No tiene hambre?
—Esta mañana le habéis pegado un buen tirón de orejas: «¡No sólo sois un inútil sino que, además, me perjudicáis!».
—¿Cómo es posible que sea incapaz de encontrar choucroute en el país de las coles? ¿Ya no soporta las broncas, esa vieja loca? ¡Una vieja loca, eso es lo que es! ¡No es casualidad que se haya quedado con los apartamentos de la zarina!
Los dos comensales se esforzaban por sonreír, pero el emperador reía hasta saltársele las lágrimas. Se secó los ojos con un extremo del mantel, recuperó la seriedad, se llevó una cucharada de habas a la boca y cambió inmediatamente de tema:
—¿Cuál es la muerte más bella?
—¡Cargando contra los cosacos! —exclamó con entusiasmo el príncipe Eugenio, que blandía una chuleta sosteniéndola por el hueso.
—Es la que nos espera —añadió Duroc.
—A mí me gustaría que un cañonazo se me llevara por delante durante la batalla, pero moriré en mi lecho, como un estúpido.
A continuación, evocaron las grandes muertes de la Antigüedad, los envenenados, los que habían muerto de risa, los que se suicidaron aguantando la respiración, los apuñalados. Su majestad tendía a buscarse antepasados en Plutarco: se estremeció al narrar la muerte de Sila, aquel general sin fortuna, sin rango, sin tierras que, apoyado en su ejército, vivió para gobernar Roma y dominar el mundo. Como Napoleón, tenía que sostener un imperio inmenso; como Napoleón, regentaba las vidas privadas, multiplicaba las leyes, acuñó monedas con su efigie. Su esposa Cecilia pertenecía a la aristocracia, como la emperatriz María Luisa. El paralelismo impresionaba al emperador, pero el fin de Sila no lo quería para sí a ningún precio.
—¿Me veis a mí degenerando como él? ¿Me veis rodeado de actrices y de flautistas, bebiendo, atiborrándome de comida, con legiones de piojos saliéndome de las carnes hasta hacerlas estallar? ¡Bah!
—El relato de Plutarco es muy exagerado, Sire —dijo el príncipe Eugenio.
—Mi destino se parece tanto al suyo…
—O al de Alejandro Magno —terció Duroc, que conocía las inclinaciones del emperador y sus sueños.
—¡Ah, la India!
Después de su desafortunada campaña en Egipto, Napoleón soñaba con llegar al Ganges, como hiciera Alejandro. Ahí también encontraba coincidencias. El macedonio había marchado hacia Oriente con algunos millares de bárbaros, caballeros escitas o iraníes, infantes persas, ilirios de los Balcanes, tracios, dudosos mercenarios griegos, cada uno de ellos con su dialecto, como en el Gran Ejército. Comparaba a los agrianos portadores de jabalinas con los lanceros polacos, a los bandidos búlgaros con el batallón español, a los cretenses y sus arcos de cuerno de macho cabrío con su regimiento de la Prusia oriental…
—Podríamos marchar sobre la India —prosiguió, con la mirada perdida en el techo.
—¿De verdad barajáis esa posibilidad, Sire? —se inquietó Duroc. ¿Cuánto tiempo tardarían las cartas en llegar a París?
—¿Cuántos meses tardaríamos en llegar hasta allá? —preguntó Eugenio.
—He consultado los mapas. Desde Astracán, se cruza el Caspio y se llega a Astrabad en diez días. De ahí, tardamos un mes y medio hasta el Indo…
La sala de espectáculos montada en una ala del palacete Posniakov parecía un verdadero teatro a la italiana, con dos hileras de palcos dispuestos en semicírculo, el patio de butacas, el foso para la orquesta. Las arañas de cristal del Kremlin colgaban sobre la escena sin decorado; la compañía iba a actuar sobre un fondo de tapices; disponían de muy pocos muebles como accesorios. Una hilera de lamparillas les servía de candilejas. Los músicos de la guardia, subidos en unas sillas, se preparaban para improvisar fragmentos escogidos para subrayar los efectos o afianzar los arreglos; en honor de la verdad hay que decir que no estaban acostumbrados a interpretar aquel estilo de música pero aquello los mantenía ocupados entre desfile y desfile. Los oficiales y el personal civil llenaban los palcos, los soldados se sentaban en el patio de butacas o se quedaban en pie, apoyados en las columnas. Los tambores redoblaron para hacerse oír por encima de la barahúnda y el gran Vialatoux avanzó por la escena vestido de marqués y con la cara empolvada de talco; a un gesto suyo, se hizo el silencio y empezó a declamar:
Tenéis a los franceses tras vuestros pasos
Alejandro daos por vencido;
Esto no es un juego de niños.
Os lo haremos pasar mal
Por haber cometido perjurio
A San Petersburgo iremos
Pisándoos los talones
Con Napoleón, con Napoleón.
Una ovación le impidió continuar. Extendió los brazos, se inclinó lo más abajo posible, jubiloso por su triunfo pero, al juzgar que los aplausos disminuían, se incorporó:
—Señores, ¡la compañía de comediantes franceses de madame Aurore Barsay tiene el honor, esta tarde, de presentarles Le Jeu de l’amour et du hasard del señor Marivaux!
Los músicos emprendieron una marcha imperial y luego, a la luz de centenares de velas, la comedia se inició al son de los clarinetes. Mademoiselle Ornella salió de entre bastidores en el papel de Silvia, esplendida, con una falda de terciopelo con galones, el corpiño cortado de una casulla, los hombros al aire y la cabeza erguida, con portes de una coquetería un tanto forzada:
—Pero, una vez más, ¿por qué os entrometéis, por qué afirmáis mis sentimientos?
—Es que creí que, en esta ocasión, vuestros sentimientos se parecerían a los de todo el mundo.
La pelirroja Catherine le daba la réplica en su papel de criadita pizpireta, con un delantal hecho de una sobrepelliz, los brazos en jarras y los pies metidos en unas chinelas.
Los espectadores de los palcos parecían muy embebidos por el texto; los del patio de butacas no entendían ni jota, pero no apartaban la mirada: aquella Silvia, tan impertinente, llevaba un escote fascinante. Cuando cambiaban de escena, los personajes se iban detrás de un biombo chino con incrustaciones de pájaros de nácar. Silvia desaparecía por un extremo, por el otro surgía Vialatoux incorporando a Orgón o a Dorante, ya que los hombres interpretaban varios papeles con un simple cambio de sombrero o de capa, lo que desorientaba severamente al patio de butacas. El dragón Bonet se sentía perdido. Le pidió a Paulin, al fondo de la sala, que le contara la obra.
—Muy fácil —le dijo Paulin—, la señora ocupa el lugar de su criada para probar la sinceridad del prometido que le habían destinado pero él, por su parte, se cambia los papeles con su criado.
—¿Y qué cambia eso? La criada, por más que se vista de marquesa, sigue hablando como una criada.
—Es por el efecto cómico.
—Pues a mí no me da risa.
La sala empezó a gritar y a patalear entonces, porque a Ornella, disfrazada de criadita, se le acababa de romper la blusa por la espalda:
—¡Bravo!
—¡La blusa! ¡La blusa! —coreaban al compás los granaderos.
—¡Seguro que estás mejor sin ella, pichoncita!
Muy digna, Ornella siguió con su texto, como si no hubiera pasado nada. Imperturbable también, Vialatoux en su papel de Dorante, recitaba:
—Partiré de incógnito y dejaré una nota informando de todo a monsieur Orgón.
Ornella, aparte, dirigiéndose al público:
—¡Partir! No es eso en lo que estoy pensando.
—¿No aprobáis mi idea?
—Pues… no mucho —seguía Ornella en la piel de Silvia, mostrándoles la espalda a los patanes que daban palmas y la jaleaban.
—¡Quédate así! —aullaba un gendarme de élite.
—¡Rásgatela un poco más!
La última escena del último acto se termino con un gran jaleo y Ornella no salió a saludar con la compañía. Entre bastidores, Ornella se deshizo en lágrimas en brazos de madame Aurore.
—Venga —le decía la directora—, ¡como si fuera la primera vez!
—Me da vergüenza.
—Sal a saludar, te están reclamando. ¿No les oyes?
—Sí, si…
Madame Aurore la empujó hacia la escena. En cuanto apareció, se duplicaron los aplausos. Al contemplar a aquel público burlón y subido de tono, reparo en un joven pálido, sentado en un palco de enfrente de la escena, que le sonreía. Era Sebastián Roque.
Como el tiempo parecía algo más benigno, el emperador aprovechaba para inspeccionar los trabajos que había ordenado. El barón Fain le había concedido entonces media jornada libre a su empleado; y este la había aprovechado para correr raudo al teatro. Tranquilizada, enardecida por su presencia, Ornella avanzó hacia las candilejas, desgarró de un tirón su blusa, y saludó a derecha e izquierda. Junto con los vítores, chacos, gorras de piel y sombreros tártaros volaron hasta la altura de los palcos. La comediante provocaba a los zafios, se combaba, se mostraba; Vialatoux salió a escena y le colocó su capa sobre los hombros, la envolvió en ella y se la llevó seguido de una lluvia de abucheos.
—¿Estás loca? ¿Y si se hubieran subido al escenario?
—Sus oficiales habrían intervenido.
—¿Bromeas?
Inconsciente del nesgo que había corrido, Ornella imaginaba que Sebastián no habría permitido jamás que aquellos zoquetes se le acercaran y le pusieran las zarpas encima. Magnificaba el poder del subsecretario del emperador. El pobre no tenía talla como para dominar a una guarnición de hombres excitados.
Durante la semana que siguió, Sebastián no tuvo ocasión de volver al teatro. Se arrepentía de no haber ido a felicitar a mademoiselle Ornella, por la que seguía sintiéndose atraído a pesar de su curioso modo de comportarse; pero le había arrastrado la muchedumbre exaltada y se encontró de pronto en la calle, camino del Kremlin, en una calesa llena de oficiales. La nieve cayó durante tres días pero no cuajó en las calles; Napoleón aprovechó para despachar asuntos del Imperio desde sus aposentos. Mostraba una energía inaudita, le dolía menos el estómago, abrumaba a sus secretarios con trabajo, no los dejaba respirar, les dictaba cartas para sus ministros parisinos o para el duque de Bassano quien, gobernando Lituania, aseguraba los enlaces con Austria y Prusia: «Que traigan bueyes de Grodno a Smoliensk, y uniformes». Cambio el destino de un regimiento de Wurtemberg, modificó el reglamento de la Comédie-Française, reguló las modalidades de un primer convoy de heridos que se alejaban de Moscú en vehículos particulares, se enterneció al escribirle a la emperatriz: «Espero que tu pequeño rey te haga feliz». Todo ello expresado con precipitación, a retazos, varias cartas para vanos secretarios que tenían que adivinar el tono en el que dirigirse a los destinatarios. Asimismo, ordenó que fundieran la plata de las iglesias del Kremlin para remitir los lingotes al Tesoro del ejército, recibía, escuchaba poco, mandaba mucho. En cuanto el tiempo mejoró, mandó a los zapadores de su guardia que escalaran la cúpula de la torre de Iván; quería llevarse como trofeo la gran cruz de hierro dorado que la coronaba. Sebastián, desde su ventana, había asistido a la peligrosa operación. Los zapadores rodearon la cruz de cadenas, y tiraron, tiraron, la cruz vaciló, basculó y se cayó, arrastrando una parte de la base, que se rompió en tres pedazos; la tierra tembló con el impacto. Fue la única distracción de Sebastián. Extenuado, anotaba, copiaba y recopiaba con su pluma ágil, dormía poco y soñaba menos aún, comía a toda prisa junto a su escritorio. Llevaba un mes viviendo en Moscú.
El 18 de octubre, el emperador pasaba revista de la infantería del mariscal Ney en uno de los patios cuando llegó una estafeta de Murat, se apeó de un salto del caballo y corrió a anunciarle, jadeante:
—Sire, en la llanura…
—¿Qué pasa en la llanura?
—Millares de rusos han atacado el 2.o regimiento de caballería.
—¿Y el armisticio?
—Ayer capturaron a los palafreneros del rey de Nápoles.
—¿Y qué ocurrió?
—El rey escribió al comandante de los puestos avanzados del enemigo para reclamarlos.
—¿En qué términos?
—Enérgicos.
—Precisad.
—Si no le devolvían a los palafreneros, se rompería la tregua.
—¿Y qué ocurrió?
—Que se rompió la tregua.
—¿Y no hubo ningún aviso? ¡Tengo que estar en todas partes!
—Los rusos estaban ocultos en un bosque.
—¿Y qué pasó?
—Aprovecharon el momento en que nuestros hombres forrajeaban para asaltarnos.
—¿Cómo respondimos?
—Mal, Sire, muy mal.
—¡Detalles!
—La artillería del general Sebastiani ha sido destruida.
—¿Prisioneros?
—Sin duda más de dos mil.
—¿Muertos?
—Demasiados.
—¿Y Murat? ¿Dónde está Murat?
—Murat está atacando.
Murat galopaba sobre un suelo endurecido por la escarcha, se guiaba por el ruido sordo de los combates, sus largos tirabuzones se agitaban al viento, un sol pálido iluminaba sus pendientes de diamantes, las trenzas de oro de su dolman, los agremanes de la pelliza que llevaba cruzada sobre el pecho. Dirigía una brigada de carabineros. El cobre de sus corazas y de sus cascos con crines de felpilla escarlata brillaba, y en la bruma difusa en la que se fundían sus uniformes blancos no se veían más que esos destellos de color. Surgieron con los sables en alto por la retaguardia de sus enemigos, aullando. Los rusos habían trazado un movimiento circular para bloquearle la ruta a Moscú a Sebastiani; no esperaban ese violento ataque por la retaguardia. Los primeros se encontraron con el acero de los sables antes de poder darse la vuelta, los demás huyeron. «¡Fuego contra la chusma!», gritó Murat. Sus caballeros dejaron los sables colgando de su empuñadura, se echaron las carabinas al hombro y abatieron a los fugitivos más próximos con una descarga bien orquestada, antes de iniciar la persecución.
Murat no se detuvo a reflexionar. Se lanzó. Capaz de emprender con su caballería agotada el asalto de murallas y fortines, era el hombre de los golpes de mano y del espectáculo. Sus subordinados le conocían, en Borodmo habían tardado en transmitir sus órdenes a los escuadrones para que se diera cuenta de sus errores y cambiara de opinión; esa lentitud deliberada había salvado a un buen número de hombres. Un verdadero estratega, mal visto por el emperador, Davout, se enfrentaba a él y le odiaba; le acusaba de conducir a sus tropas a la muerte, sin resultados, y de haber perdido la caballería para adjudicarse méritos. No obstante, el emperador le daba la razón a Murat, su impulsivo cuñado cuyos desórdenes y fogosidad le complacían. Los rusos le admiraban, le temían, le veían a caballo, ligero como un cosaco, corriendo delante de las balas y las cargas de cañones, siempre a salvo, mágico, impulsivo. Ese comerciante de especias de Saint-Ceré se tenía por un rey como los de verdad, quería olvidar que las coronas que había repartido Napoleón no eran más que juguetes y que sus reinos eran subprefecturas de un Imperio más amplio. Murat había codiciado el trono de Westfalia, el de Polonia, el de Suiza y el de España pero no, había que atarle corto, y cuando recibió el de Nápoles cayó enfermo. La rubísima Carolina Bonaparte, su esposa, en la que no confiaba y que se dedicaba a intrigar en su alcoba de satén blanco, también consideraba que esa corona era demasiado pequeña para su cabeza pero, a fin de cuentas, los napolitanos los adoraban. Napoleón había reclamado a Murat en Rusia y le había prometido cien mil caballeros para impresionarle; el rey no había sabido negarse. Aunque, por otra parte, ¿podía? Cuando cabalgaba, con sus uniformes de comedia, era cuando se sentía vivo.
Espoleados por sus carabineros, los coraceros rusos atravesaban un río levantando chorros de agua. Murat se detuvo ante la orilla como ante una frontera. A su izquierda se oía el cañón y se veían humaredas sobre Vinkovo, donde acampaba su vanguardia. Condujo a su brigada hasta allá, vio a cosacos asiáticos con ropas multicolor, una muchedumbre sembrada de lanzas. Murat se precipita, el choque es violento. Una pica le rasga la pelliza, la atrapa al vuelo, tira del tártaro de gorra puntiaguda, guía su caballo con las rodillas, ensarta, corta, balancea, pasa. Multiplica las cargas antes de que el enemigo recule hacia el bosque o el río, y encuentra un campamento abandonado, medio consumido, cañones inutilizables, equipos calcinados, cadáveres, moribundos, heridos a los que hay que evacuar en carretas de cuatro ruedas; una pierna rota, un hombro dislocado. Sebastiani ha sobrevivido. Murat no osa acusarle, pese a que se pasa el día en pantuflas leyendo a los poetas italianos. Las negligencias de su general son también las suyas, debería haber ordenado la formación de patrullas, evitar la sorpresa. Hace una semana que sabe que los popes están reclutando milicias de campesinos, que los ejércitos rusos están sitiando Moscú a distancia. Nada queda de su caballería. Ya no existe.
Ese mismo día, se presentaron unos suboficiales en el convento de la Natividad. Transportaban sus enormes registros en un faetón. Uno de ellos se bajó, se sacudió la manga de su redingote y preguntó a los dragones que hacían guardia en el portal:
—¿Qué brigada?
—Saint-Sulpice, 4.o escuadrón.
—¿Cuántos hombres válidos?
—Un centenar.
—¿En cifras concretas?
—No lo sé. Ochenta y ocho, o siete, o seis.
—¿Caballos de silla?
—Noventa.
—Eso nos da cuatro de más.
—Sois vos quien lo dice. Verificad, al menos.
—No tenemos tiempo.
El segundo suboficial, desde su banco, había abierto uno de los registros y seguía los renglones con el dedo; anotó algo a lápiz. El capitán D’Herbigny había oído el rechinar de las ruedas del carro, y salió a informarse.
—Estamos elaborando un censo —dijo el primer suboficial.
—Nos llevamos los caballos que no os sirven —dijo el segundo.
—¡Pero me servirán!
—A la artillería le hacen falta.
—¡Estos caballos no tiran de los arcones!
—Pues tirarán sin duda, capitán —insistió el primer suboficial.
—¿Tenéis furgones?
—No.
—¿Calesas, cabriolés, birlochos?
—Tampoco, sólo carretas de impedimenta.
—¡Ah, carretas! Hay que declararlas —dijo el primero.
—Y numerarlas —añadió el segundo.
—¿Por qué diantre?
—Todo vehículo que no esté numerado será confiscado por orden del emperador.
—¿Para qué hay que numerar esas carretas destartaladas?
—Para asignaros heridos.
—¡Yo no soy una ambulancia!
—Se procederá a quemar cualquier vehículo que circule sin heridos a bordo.
—Explicaos de una vez, ¡si no queréis que os corte las orejas en punta!
—Nos vamos, capitán —dijo el primer suboficial.
—Mañana mismo abandonamos Moscú —precisó el segundo cerrando su registro.