Capítulo segundo

EL FUEGO

Con sus recias manos apoyadas en una almena bizantina del camino de ronda del Kremlin, el viejo mariscal Lefebvre contemplaba las llamaradas azules que se izaban, a los lejos, por encima del depósito de alcohol. Estaba furioso: «Pero ¿en qué demonios estarán pensando estos zapadores? ¡Verter el agua del río sobre una barraca no es tan complicado!». Respiró hondo y les dijo a los oficiales de su alrededor: «¿Qué me van a contar a mí de incendios y de catástrofes?». Lefebvre empezaba a repetirse contando mil veces sus antiguas hazañas. El buen hombre iba a enfrascarse de nuevo en alguna narración archiconocida por sus íntimos cuando, arrugando su nariz de tubérculo, reparó en Sebastián.

—¿Aún estáis ahí?

—A la espera de su permiso, señor duque…

—¿Otra vez con lo de los comediantes? ¿Es que no veis que estoy ocupado supervisando a esos chinches de uniforme que no saben ni sofocar unas cuantas llamaradas en el Moscova?

—Sí, señor duque, pero es que…

—Mirad, muchacho, vos ocupaos de copiar a pluma las notas del señor barón de Fain y adornar con buen gusto las frases de su majestad; cada uno que se encargue de sus cosas. Aparte de a los sirvientes del emperador, está fuera de discusión que yo tenga que alojar a tus civiles. ¿Entendido?

—Sí, señor duque, pero…

—¡Pues no es insistente el zagal! —gruñó el mariscal cruzando los brazos.

—¿Me permitís al menos tomar prestada una calesa para llevarles a su barrio?

—Haced lo que os plazca, señor secretario, ¡pero no quiero ver a ese hatajo de espantajos por mis dependencias! ¿Queréis que mi infantería os escolte?

—Gracias, señor duque.

Cuando Sebastián se marchó, el mariscal se encogió de hombros y suspiró.

—Estos burgueses son todos iguales, no se enteran de nada. ¡Y esos de allá abajo, incapaces de apagar un fuego insignificante! ¿De dónde han salido? De mi tierra no, eso seguro, a un campesino de allá le basta con un vaso de agua para apagar toda una granja en llamas.

Hijo de un molinero de Rouffach, de donde había conservado el acento, mando de una lavandera de la que se reían los verdaderos nobles de la corte, el primero sin embargo al que Napoleón había concedido un ducado imaginario, Lefebvre recordaba con orgullo y a la menor ocasión sus humildes orígenes aunque, en ese caso, pensaban sus oficiales, incluso con un cubo su campesino ideal no tendría nada que hacer: el fuego se extendía irremisiblemente al otro lado de la ciudad.

A las diez de la noche, una calesa militar descubierta, provista de faros que iluminaban sobre todo las grupas de los caballos, salió del Kremlin rumbo a la parte noroeste de la ciudad. En su interior viajaba, apretujada, toda la compañía de madame Aurore; el gran Vialatoux había accedido a quitarse el casco de centurión y una de las grebas de Juana de Arco se asomaba por la puerta. Sebastián se había colocado junto al postillón, el intendente Bausset le había autorizado a escoltar a sus protegidos y se volvía constantemente en su asiento para vislumbrar en la oscuridad la silueta de mademoiselle Ornella. La omnipresencia de madame Aurore, que conocía el camino de memoria y guiaba al cochero con sus voces, entorpecía su contemplación furtiva; de pie en mitad de la calesa, a pesar del traqueteo, indicaba los atajos por los que podían llegar a la casa que le habían alquilado a un comerciante italiano.

—A la derecha, por ahí bordeamos el bazar…

El coche se dirigió hacia donde indicaba la directora.

—Sería más corto por el bazar —prosiguió la charlatana— pero las trampillas de acceso a los sótanos se abren en mitad de la calle y, además, mirad qué atropello de gente…

El coche doblaba callejuelas estrechas, mansiones de ladrillo de una sola planta rodeadas de pórticos. Libres por fin de sus oficiales, los soldados se servían, disputaban por un tonel de miel o por un chal con hilos de plata. Era la parte china de la ciudad. Los comerciantes de Lan Chu almacenaban ahí productos de toda Asia. Procedían de más allá del río Amur, donde ya no se sabe dónde acaba Rusia y dónde empieza China. Abandonaban la ruta de la seda a la altura del mar Caspio, sus caravanas remontaban el Volga y el Don para vender la seda blanca de Bukara en Moscú, platos de cobre labrados, sacos de especias, pastillas de jabón, bloques de sal veteados de color rosa. En los escaparates se amontonaban las madejas entre las que asomaban los faroles de los ladrones de la guardia. Sus uniformes desaparecían bajo los terciopelos de seda de colores crudos, se cambiaban los chacos por las gorras tártaras con orejeras, birlaban preciosos objetos de marfil de morsa; los tejidos de Hissar a rayas violeta o amarillas les servían de capas. Salían en grupo de los barrios, irreconocibles, y la calesa se abría camino con dificultades; tenía que avanzar al paso. El recorrido parecía interminable pero Sebastián estaba encantado, porque eso prolongaba la presencia de mademoiselle Ornella, quien se le antojaba el compendio de todas las virtudes del cielo y de la tierra, cuando una explosión les sacudió. A su izquierda, una tienda del bazar se estaba quemando. Hombres sin rostro corrían en todas direcciones, gritando. El postillón azotó los caballos, alargaron el trote en medio del desorden, esquivando ahora un granadero, ahora un soldado ligero que se precipitaban fuera del barrio chino; uno de ellos se subió al estribo y se colgó de la calesa.

—¡Ha explotado cuando hemos reventado la puerta de un tenderete!

Llevaba una pieza de seda envuelta alrededor del cuello y se había puesto un traje de piel de lobo, y amenazaba:

—¡Vamos a morir quemados en esta ciudad inmunda!

—¡Callaos! —dijo Sebastián con una autoridad que no se conocía—. Asustaréis a las damas.

—Las damas no son las únicas que están muertas de miedo. Si pudiera volar como un pájaro, ¡me piraba de aquí ahora mismo!

—La otra parte de la ciudad también está en llamas —dijo madame Aurore, cerca de la Inclusa—. Debe de ser en la Solenka.

—¿La qué? —preguntó Sebastián.

—La calle de los vendedores de pescado en salazón, señor Sebastián.

Mademoiselle Ornella acababa de dirigirle la palabra. Ya sólo pensaba en la dulzura cantarina de su voz, había olvidado los múltiples incendios que ya no tenían nada de accidental.

El capitán D’Herbigny se había reservado los aposentos del conde Kahtzin, de un mobiliario somero aunque bienvenido y, a la luz de las palmatorias, disfrutaba de un cuadro de ninfas en el baño que la marabunta había respetado. Hubiera preferido mujeres de verdad a esas imágenes regordetas, poco del gusto de la época pero, insomne, con una pizca de imaginación y la ayuda de sus recuerdos, animaba el cuadro y situaba a jóvenes doncellas rusas en él. Paulin había descubierto una vajilla blasonada, pero poca cosa para llenar los platos, fruta seca y una confitura oscura demasiado azucarada. El capitán tendió la copa y el criado le sirvió vino de abedul con el que se llenó de un trago la boca:

—Esto no se parece en nada a nuestro terruño —comentó con la mirada perdida en las bacantes.

Se había cambiado el uniforme de dragón, el chaleco y la camisa por una pelliza de satén marrón forrada de piel de zorro, y comisqueaba la confitura a cucharadas. Mientras tanto, Paulin le arreglaba la cama, extendiendo manteles a guisa de sábanas. Delante del palacete, los molosos encadenados seguían ladrando.

—Debería haberles aplastado la cabeza a esos chillones. ¡Paulin, vete a ver!

El criado abrió la ventana y se asomó; le anunció a su señor que unos civiles muy raros estaban hablando con los centinelas.

—¡Baja a ver qué pasa! ¡Y rápido!

El capitán se colmó el vaso y se contempló en el espejo que colgaba delante de la mesa. Esa noche se gustaba, vestido de ese modo ridículo, a la moscovita, sin casco y con una copa en la mano. «¡A mi salud!», dijo saludándose. Ese decorado, esas enormes estancias desnudas le recordaban su infancia cerca de Ruán, en el castillo D’Herbigny, que en realidad era una granja imponente, en el centro de la propiedad que explotaba su padre. Los versos bullían bajo aquel techo, los huéspedes que se les arrimaban se comían las provisiones, porque siempre había alguien, vecinos, un sacerdote de la familia, otros nobles arrumados. En invierno, se apretujaban ante la única chimenea que se mantenía encendida. D’Herbigny se alistó muy pronto a la Guardia Nacional y aprendió sobre la marcha el oficio de armas; a partir de entonces ya sólo sirvió para matar, salir a la carga al toque de trompeta y recoger medallas. Se había cruzado tan a menudo con la muerte que le parecía que, para él, toda compensación era poca. Un día, ensartó con su sable la barriga de un alfeñique que le había dirigido una mirada insolente. Otro día, en la puerta de entrada a la ciudad, había apaleado a un aduanero por pretender cobrarle un impuesto para entrar en París. Y aquella pelea, en Vaugirard, entre los dragones y los cazadores que se aporreaban en medio de las casetas; se complacía evocándola cuando llegó Paulin.

—Señor, señor…

—¡Al grano, animal!

—Unos cómicos ambulantes, que nos piden asilo.

—En mi palacio no hay lugar para bohemios.

—Son franceses, señor, vivían en el chalé verde de enfrente que nuestros caballeros han destrozado.

—Pues que duerman en el suelo, dicen que es excelente para la espalda. A esos hay que mantenerlos a raya.

—Había pensado que…

—¿Te pago yo por pensar, alcornoque?

—Hay algunas muchachas…

—¿Bonitas?

—Dos o tres.

—Tráemelas para que escoja —se retorció el bigote—. A menos que me quede con todo el lote.

El capitán se roció con una colonia encontrada en el tocador de la condesa cuando el lote, según su expresión, apareció en la habitación conducido por madame Aurore, estruendosa, que empujaba a un dragón e iba pegándole manotazos en los riñones. En la otra mano enarbolaba el chal y le espetó al capitán:

—¿Sois vos el oficial de estos golfos?

D’Herbigny abrió la boca pero no le dio tiempo a replicar a la actriz, que prosiguió en el mismo tono:

—¿Podríais explicarme qué hace mi chal enroscado en la cintura de este? —Y golpeó con más fuerza el estómago del vapuleado dragón.

—¡Yo sí! ¡Son vuestros hombres los que han saqueado la casa donde llevamos viviendo dos meses! Exijo que…

—¡Vos no exigís nada porque no tenéis nada que exigir! —le espetó el capitán levantándose de la butaca—. ¡Toda la ciudad es nuestra! Pero, bueno, ¿qué diantre estás haciendo tú?

El gran Vialatoux había dejado su casco de centurión sobre una consola y se estaba probando el del capitán, demasiado grande para su cráneo.

—No toques mis cosas —gritó D’Herbigny.

—¿Y no os da vergüenza lo que habéis hecho con las nuestras? —dijo madame Aurore, a quien aquel tipo de fanfarrón no impresionaba en absoluto.

—Tenemos mano con el emperador —añadió Vialatoux—, a través de uno de sus secretarios particulares. Nos ha traído hasta aquí en persona.

—Un muchacho más amable que vos —dijo una pelirroja acostumbrada a los papeles de criadita pizpireta, cuyo tono zumbón acentuaba.

El capitán se dulcificó al contemplar el rostro de esa joven que preveía fácil.

—Bueno… Hay que entender también a los soldados. Además, entre compatriotas todo puede arreglarse, ¿verdad? Aquí tenemos sitio de sobra. ¡Paulin! Aloja a nuestros nuevos amigos. A vos, señoritas, os ofrezco mi habitación, que es la de un conde.

—¿Con vos dentro? —bromeó mademoiselle Ornella, que se sabía escogida.

—En fin, eso ya lo veremos…

D’Herbigny recuperó su casco y Paulin precedió al resto de la compañía por las escaleras, iluminándoles el trayecto; las dos escogidas se sentaron al borde de la enorme cama y se susurraban palabras que las hacían sacudirse de la risa. El capitán permaneció de pie en mitad de la sala; para interrumpir ese concierto de burlas, les preguntó sus nombres.

—Jeanne —dijo mademoiselle Ornella, quien se llamaba Jeanne Meaudre fuera de escena—. Ella se llama Catherine.

—¿Catherine? Eso rima con coquine[1], ¿me equivoco?

Las dos muchachas se reventaron de risa.

—¿Y Jeanne? ¿Con qué rima Jeanne?

—Veamos, veamos…

Molesto por la pregunta, el capitán frunció el ceño para subrayar que reflexionaba, incapaz de hallar en el acto otra rima que no fuera ni âne ni banane[2].

—¡Oh! —dijo la pelirroja Catherine—. Vuestra mano derecha.

—¿Qué le pasa a mi mano derecha?

Levantó su muñón embutido en tiras de cuero y un retal de camisa.

—Mi mano derecha se quedó en algún lugar de Rusia, queridas mías, aunque a menudo me da la sensación de que me siento los dedos.

Como sus dos invitadas dejaron de cloquear y le escuchaban con un nuevo interés, el capitán narró su amputación; para enfatizar su gallardía y cautivarlas asustándolas un poco, explicó como el doctor Larrey cirujano exclusivo de la guardia, le había aplicado larvas de mosca sobre la herida aún abierta porque había descubierto que estas, que proliferaban en colonias, impedían la gangrena. Luego les enumeró sus heridas, asociadas a acciones valientes que citaba desordenadamente a medida que se entusiasmaba con su relato.

—En Wagram, me quemé cuando la artillería incendió la cosecha. En Pratzen tuve a un caballo destripado por un obús aplastándome durante horas. Casi me traga una turbera en Polonia. Perseguido por los ingleses, casi me ahogo en un torrente, cerca de Benavente; en Zaragoza, me reventaron el cráneo con la culata de un fusil y, al día siguiente, una casa minada se hundió sobre mi cabeza. Muchas veces me he creído muerto, he visto la sangre derramándose por la boca de una gárgola del convento de San Francisco y, mirad aquí, un tiro que me pegaron en la nalga… ¡Ahí es nada!

Las chicas se habían quedado dormidas durante la enumeración, arrebujadas una contra la otra.

—¡Ah, niñas mías, esto es demasiado fácil! —murmuró el capitán, que se había despechugado para mostrar sus cicatrices gloriosas y rosáceas, y se acercó a las muchachas y escuchó su doble respiración regular.

Cercenó con el cuchillo los cordones de los borceguíes de madame Ornella, que no se despertó, siguió haciéndole saltar los botones, cordoncillos y lazos del corpiño cuando un estruendo le interrumpió. Corrió hacia la puerta, ciego de ira, la abrió de sopetón y se tropezó con Paulin, sofocado, al que seguían unos dragones que sostenían unas teas.

—¡Paulin! ¡He ordenado que me dejéis en paz! ¿Qué pasa ahora? ¿Te fastidian nuestros saltimbanquis? ¡Pues que se vayan al infierno!

—No, ellos no molestan, señor…

—¿Entonces?

—Deberíais venir a ver, mi capitán —le dijo uno de los dragones.

—Es grave —añadió Paulin para decidir a su señor, quien miró de soslayo a las durmientes, que roncaban ligeramente, antes de entornar la puerta y dejarse conducir por los intrusos hasta la otra escalera, en la parte trasera del palacete Kalitzin; Paulin le mostró unas manchas aceitosas en los peldaños.

—Esto huele a alcanfor, o sea, olía a alcanfor; ahora vuestra colonia tapa el olor…

—¿Alcanfor?

—Es aceite de quemar, señor, mirad…

El reguero reluciente seguía y, un poco más allá, empapaba una mecha; la mecha salía a la calle adyacente por una ventana baja de la que alguien había roto el doble cristal de, juraba el capitán, un disparo.

—Alguien tenía la intención de prender esta mecha y asarnos a todos, señor.

¿Alguien? ¡El mayordomo, claro! Ese ruso, ¿dónde se ha metido ese ruso? Buscadle por todas partes y traédmelo para que le descerraje un tiro en el cerebro.

Una mano brusca le estaba triturando el hombro; Sebastián abrió los ojos y vio una manga rameada y escuchó la voz del barón Fain: «Está muy bien soñar con los angelitos, señor Roque, pero en pie, su majestad no tardará en llegar». Sebastián recordó que se había dormido en el Kremlin, un instante antes aún sonreía en sueños, ya que imaginaba que estaba en Ruán con mademoiselle Ornella; a través de una ventana de la casa paterna, en la rué Saint-Romain, le enseñaba la flecha gótica de Saint-Maclou y luego uncía la carreta descubierta para llevarla de paseo al parque… Se levantó del sofá, se abotonó maquinalmente el chaleco, recuperó su redingote negro y su sombrero de escarapela de encima del escritorio y los sostuvo en la mano. Luego, con los ojos enarenados, se reunió con el barón, que estaba acodado en una ventana. Un día cubierto, enturbiado por el matiz cobrizo de los incendios que no habían sabido sofocar, iluminaba los campamentos de la guardia. Las sombras de los soldados se movían por los patios, alrededor de los vivaques humeantes, la mayoría tumbados, envueltos en mantas; algunos, en cuclillas, encendían sus largas pipas con las ascuas que separaban de las cenizas; se distinguían otros que titubeaban en busca de su fusil o de una manta de montura y, por doquier, tiradas de cualquier modo, las botellas vacías explicaban su estado.

El barón Fain se dio la vuelta y cogió a Sebastián:

—Mostradme nuestras instalaciones.

—Por aquí, señor barón, está la habitación de su majestad, nuestros escritorios podrían disponerse en este salón.

En una noche habían acondicionado de nuevo los aposentos y sus dependencias. En la cama de Napoleón, los criados habían puesto gualdrapas de color lila; el retrato del rey de Roma, su hijo, pintado por Gérard, que habían recibido de París una semana antes, había sustituido al del zar. El barón Fain se detuvo ante la tela. En su cuna, el heredero de la dinastía Bonaparte jugaba con un cetro como si se tratara de un sonajero. La víspera de Borodinó, que el emperador prefería denominar Moscova en sus boletines, para subrayar que habían luchado a las puertas de la ciudad santa, la pintura había estado expuesta sobre una silla, ante la tienda imperial; y el ejército le había rendido homenaje antes de la batalla.

—Cuando él reine, señor Roque, nosotros ya no estaremos aquí para verlo.

—Si es que reina, señor barón.

—¿Dudáis de ello?

—Estamos tan acostumbrados a lo inverosímil que nuestras previsiones no pueden ir más allá de ocho días…

—Vigilad esos sentimientos, muchacho.

—Estamos consagrados al Imperio pero el Imperio tiene que protegernos. Jean-Jacques decía…

—¡Dejad en paz a vuestro Rousseau! Sus ideas ya no son las del emperador, ¡y en época de Robespierre vos erais un chaval! En cuanto a vuestros autores de la Antigüedad, cuyas obras lleváis de acá para allá en vuestro petate, vivían una época menos enloquecida que esta. Si deseáis vivir mejor y enriqueceros, más os valdría callar, señor Roque.

La agitación se multiplicaba a su alrededor, anunciando al emperador; corrían rumores acerca del estado de su humor: había dormido mal, bebido demasiado. Constant se había pasado la noche quemando madera de áloe y vinagre para sanear la habitación, un habitáculo donde era imposible respirar; por la mañana, el traje que no se había quitado estaba infestado de parásitos… Entre charlas, los sirvientes iban colocando escritorios recogidos al azar y asientos, papel, lápices bien afilados, plumas de cuervo, tinteros que alineaban según un ceremonial idéntico cada día, cuando las campanas se respondieron de un patio a otro: Napoleón recorría sin una mirada las columnas de granaderos comatosos. Ascendió lentamente la escalera monumental, entre el teniente coronel y Caulaincourt, seguido de sus edecanes. Desmintiendo las previsiones pesimistas de su entorno, sus aposentos moscovitas le complacieron; que hubiera llegado hasta allí sin ver una alma, aparte de su ejército, no parecía haberle afectado. Al contemplar el largo cilindro de la torre de Iván, coronado por una cúpula que sostenía una cruz gigante, se sintió locuaz: «Tomad nota de que hay que volver a pintar de dorado la cúpula de los Inválidos», le dijo a Berthier y luego, al resto de los presentes: «¡Aquí estamos por fin! ¡Este es el lugar donde firmaré la paz!». Pensó: «Carlos XII también quiso firmar la paz en Moscú con Pedro el Grande». Se volvió hacia la iglesia que albergaba las tumbas de los zares, satisfecho, y no rechistó cuando le informaron de que se habían llevado los tesoros del arsenal, las coronas del reino de Kazan, de Siberia o de Astracán que le hubiera gustado lucir, los diamantes, las esmeraldas, las hachas de plata de los escuderos que le habría encantado ver empaquetadas con su equipaje.

En un rincón del salón lleno de oficiales y de administradores de uniforme, escuchaba los informes que se le presentaban con las manos cruzadas a la espalda. Supo que, dos noches antes, el gobernador Rostopchin había mandado llevarse de allí un centenar de bombas incendiarias. El viento propagaba el fuego y no disponían del agua suficiente.

—¡Buscad pozos, desviad el río, sacad el agua de los lagos! —ordenó el emperador—. Vengo del Hospicio, que he visitado con el doctor Larrey, y ¿qué había en el patio principal? ¡Un depósito de reserva que distribuye el agua del río por todo el edificio! ¿Qué más?

—No hay comerciantes extranjeros, Sire, sabemos que un químico holandés, o inglés…

—¡Ingles, para colmo de mis males!

—Ingles, pues, Smidt o Schmitt, que preparaba un globo incendiario…

—¡Tonterías!

—A bordo debía llevar una tripulación de cincuenta personas que teman que lanzar proyectiles sobre la tienda de su majestad…

—¡Más tontería aún!

—Un italiano, dentista en Moscú, nos ha indicado el lugar donde se halla el tal Smidt, a seis verstas de la ciudad.

—Bueno, pues id a ver. ¿Más cosas?

—Al parecer, los nobles rusos quieren acabar con la guerra, dice un coronel polaco. En cuanto a Rostopchin y Kutuzov, se detestan.

—¡Pues han escogido un buen momento para ello!

—Unos presos rusos lo afirman, Sire, pero no tenemos certeza de ello.

—¡Berthier! ¡Aguafiestas! ¡Os digo que Alejandro firmará la paz!

—¿Y si no?

—Nuestros barrios están asegurados. Cuando se extingan los incendios, invernaremos en esta capital, rodeados de enemigos, como un barco atrapado entre el hielo, y esperaremos a que vuelva el buen tiempo para reanudar la guerra. En la retaguardia, en Polonia y Lituania, hemos dejado una guarnición de más de ciento cincuenta mil hombres que nos abastecerán, garantizarán la conexión con París; este invierno reclutaremos nuevos contingentes de refuerzo y luego marcharemos sobre San Petersburgo.

Napoleón cerró los ojos, y añadió:

—O hacia la India.

Los testigos sintieron que un escalofrío les recorría la espalda; se vieron algunos a los que se les abrió la boca de asombro, pero nadie oso suspirar.

En la parte trasera del palacete Kahtzin no había una calle, como había creído D’Herbigny, sino un patio cerrado por muros muy altos, con cuadras sin paja ni caballos, y cocheras vacías. El capitán se personó allá tras el descubrimiento de aquella mecha, que colgaba por un agujero de una ventana baja; contaba poder apresar al incendiario allí mismo, hacerle hablar, matarle. Sus jinetes habían registrado todas las dependencias del palacete, decían, pero el mayordomo se había esfumado. Debía de haber escondrijos, pasadizos secretos en las paredes del edificio, como en París hubo, en la época del Tribunal Fouquier-Tinville, tabiques dobles tras los cuales los aristócratas y sus espías conseguían escapar del Terror. A punta de día ya estaba D’Herbigny, resguardado en las caballerizas, prosiguiendo con su discreta supervisión. Con el cuerpo destemplado por una noche agitada y vigilante, se sentó en un mojón, junto al portal. No se había quitado la pelliza roja forrada de piel de zorro. De pronto, vio salir del palacete, muy tranquilos, a un cura con sotana y el rostro oculto en una mantilla de mujer y a otro, más corpulento, en quien creyó reconocer al famoso mayordomo con su peluca empolvada y su librea. Empuñó una de las pistolas que llevaba colgadas del cinto. Los grandullones se paseaban como si no ocurriera nada y se iban pasando una botella de la que bebían a morro por turnos. Uno de ellos iba a coger su chisquero para prender la mecha que serpenteaba en el suelo. No. Pasaron ante la mecha sin prestarle atención, sin bajar siquiera la nariz, hicieron la ronda y regresaron, charlando y pegándose sus buenos tragos. El capitán podía ser manco, pero tenía una vista excelente; bajo la sotana vio unas botas con espuelas. ¿Quién era pues aquel tipo disfrazado? ¿Un oficial del zar camuflado como sacerdote? Levantó la pistola, avanzó por el patio y, para no abatir a su enemigo por la espalda, le gritó con voz firme:

—¡Muéstrate!

El mayordomo se dio la vuelta. Era el sargento Martinon, y tenía una expresión estúpida en la mirada. El capitán golpeó el suelo con el tacón.

—¡Pedazo de majadero! ¡Podría haberte matado!

—¿A mí también? —preguntó el falso sacerdote quitándose la mantilla.

—¡A ti también, Bonet!

—Mi capitán, como podéis ver, hemos encontrado la ropa de nuestro ruso.

—Y además un guardarropa completo —añadió el dragón Bonet agitando los pliegues de su sotana.

—¿Y el mayordomo?

—No hay nada que temer —dijo Martinon—. Ha dormido en el salón del segundo con la compañía de comediantes, por eso no le encontrábamos.

—¡Quitaos esos oropeles y seguidme, inútiles! ¿Qué os creéis que es esto, un baile de disfraces?

El capitán enfundó su pistola para coger el frasco de aguardiente, que apuró de un solo y largo trago. Luego, los tres caballeros subieron la escalera de honor casi corriendo pero, justo en el primer rellano, el capitán les detuvo en seco con un ademán; en un sofá que habían colocado en lo alto de los peldaños dormía un coracero ruso balbuceando frases inaudibles.

—No hay peligro, mi capitán, no es más ruso que nosotros y está borracho.

—¡Maillard! —rugió el capitán levantando al durmiente como si fuera un saco de grano.

Maillard no se despertó cuando D’Herbigny le quitó la túnica blanca forrada de negro, ni cuando le dejó caer sobre las baldosas. Furioso, el capitán despidió a sus dragones, que seguían vestidos de criado y de sacerdote; en el piso superior, abrió la puerta de doble vano de una patada; descubrió el dormitorio de los comediantes. Todos se habían improvisado camas con los muebles de otras habitaciones. Madame Aurore, la directora, había tenido derecho al canapé más mullido, mientras que los demás se las habían arreglado con butacas y cortinajes. Se despertaron a la vez y chillando; entre ellos, un alto personaje de cráneo rasurado, ataviado con una túnica de tela sin cuello, que se había incorporado sobre un codo, recibió la peluca y el uniforme de coracero en plena cara:

—¡Levántate! —gritó el capitán—. ¡Y confiesa!

—¿Confesar qué, señor oficial?

—¡Que no eres más mayordomo que yo mismo!

—Hace quince años que estoy al servicio del conde Kahtzin.

—¡Falso! ¡Llevas el corte de pelo de los soldados del zar!

—Para que me entre mejor la peluca.

—¡Embustero! ¿Y ese uniforme?

—Es del hijo mayor del señor conde.

—Este valiente no se ha separado de nosotros ni un momento —intervino madame Aurore, con ánimo de calmar a D’Herbigny, cuya tez empezaba a tener el color de las amapolas.

—¡Pues sí que es una buena coartada! ¡Espera el momento de asarnos a todos!

—Por todos los santos del paraíso, eso no es verdad —decía el ruso persignándose.

—¡Levántate!

—¿Sería conveniente un poco de calma por la mañana? —espetó el gran Vialatoux, asomando de debajo de una cortina.

—¡Silencio! ¡Sé mucho de asuntos de guerra y tengo buena nariz!

—Vuestra nariz es larga, si señor, pero no se condena a nadie con el olfato —dijo el joven galán que había pasado la noche sobre un tapiz oriental, junto a su armadura.

Finalmente, el ruso aceptó levantarse. No miraba a su acusador sino a la puerta; entreabrió los labios, sin duda para hablar; el capitán aprovechó para hundirle el cañón de su arma en el gaznate. Disparó. En el preciso instante en que el mayordomo se derrumbaba vomitando un flujo de sangre, oyeron la alarma de fuego: del rellano procedía una humareda gris, espesa, rampante.

—¡Coged todo lo que podáis y salgamos de aquí!

—Deberíamos haber cortado la mecha, mi capitán…

—¡Podríais haber pensado vos en eso, Martinon!

—No me habíais dado la orden.

Madame Aurore y sus comediantes, con los dragones disfrazados, uno de los cuales se había arremangado la sotana sujetándola con el cinturón, se precipitaron hacia la escalera, presas del pánico; ya no se veían ni los peldaños.

—¡Vos también! —le dijo el capitán al joven galán, que estaba de cuatro patas en el salón, con la nariz hundida en la humareda espesa que avanzaba a ras de suelo.

—El hombre que acabáis de asesinar…

—¡Ejecutar!

—Pues que al caerse ha aplastado nuestra armadura de Juana de Arco.

—¡Si os apetece chamuscaros como Juana de Arco, es asunto vuestro!

—No, no, ya voy.

Se reunieron con los demás a mitad de la escalera; el humo les llegaba ya a la cintura y el gran Vialatoux estuvo a punto de perder el equilibrio.

—¡Agarraos al pasamanos!

—He tropezado con algo blando.

D’Herbigny se inclinó, palpó a ciegas en el humo y con la punta de los dedos notó la calidez de un cuerpo; lo levantó. Era Maillard, asfixiado y ebrio a partes iguales, pesado, al que cogió por el cuello y arrastró hasta abajo. Bajaron sofocándose en una nube que les escocía los ojos, se protegían la boca y la nariz con sus propios trajes, un pañuelo, un chal. Paulin había salido de la habitación del conde, cargado con el petate, y empujando ante él a Catherine y a Ornella, envueltas en manteles; se frotaban los ojos y se ahogaban de tanto toser. «¡Rápido!», le decía D’Herbigny a su compañía, que descendía la escalera asfixiándose, sin tiempo siquiera para sentir miedo; en la planta baja, vio las llamas deslizándose por debajo de una puerta que crujía con la combustión. «¡Rápido! ¡Rápido!», repetía y se precipitaron todos al portal del vestíbulo pero, en la escalinata, les amenazaban las fauces de los molosos encadenados. Surgido de pronto de la parte trasera del palacete, el fuego estaba alcanzando ya los cortinajes. El capitán soltó a Maillard sobre las losas y mató a uno de los perros con su segunda pistola; por desgracia, no disponía de tiempo para recargarla ni tenía con qué. En cuanto a Martmon y a Bonet, aquellos imbéciles habían extraviado sus armas al disfrazarse. Paulin, arrodillado junto a Maillard, constató:

—Este está muerto, señor.

—¡Pues ya no criará piojos, el condenado idiota!

Entonces el capitán cogió de nuevo el cadáver por el brazo y se lo ofreció al otro moloso, que hundió en él sus colmillos como si fuera un cuarto de vacuno.

—¡Aprovechad para huir! —les ordenó D’Herbigny a los fugitivos, que corrieron hasta la avenida donde los caballeros del pelotón se esforzaban por sujetar a los caballos, aterrorizados por los incendios, que se multiplicaban.

Sebastián permanecía con el lápiz en el aire. Los secretarios no sabían jamás si el emperador quería dictar una sola carta o vanas a la vez, por lo que estaban preparados para tomar notas, a lápiz, ya que la elocución rápida y atropellada de su majestad no les permitía componer a pluma, al momento, frases enteras y correctamente moldeadas. El barón Fain, según su colega Méneval, había inventado una especie de código: consistía en cazar al vuelo las palabras clave y luego reconstruir un texto coherente gracias a estos recordatorios; después se copiaba de nuevo a tinta puliendo las fórmulas y añadiendo las cortesías de rigor. Al principio, Sebastián le temía al ejercicio y a la posibilidad de traicionar el pensamiento de Napoleón, pero Fain lo había tranquilizado: «Su majestad no relee jamás lo que ya ha firmado». Ese día, los secretarios esperaban, pues, de cara a la pared, sentados en sus pupitres, lo que complicaba el dictado ya que en esa posición resultaba imposible descifrar las palabras que no entendían en los labios del monarca. Él, con las manos a la espalda, caminaría arriba y abajo, farfullaría, lanzaría invectivas o refunfuñaría. Quería enviar un mensaje al zar para proponerle la paz: los secretarios habían sido informados de ello para facilitar sus improvisaciones finales; había que dar con una palabra que fuera majestuosa, cordial y conciliadora, eso en cuanto al tono. Pero ¿y el fondo? Aguardaban cuando el teniente coronel entró en el salón sin anunciarse, con los granaderos de la Vieja Guardia vistiendo largos abrigos grises que conducían a un bigotudo cubierto con una piel de oso.

—¡Berthier, me aburrís! —dijo el emperador.

Sire, os lo suplico.

—Os escucho —concedió el emperador dejándose caer sobre una butaca cuyo brazo estropeó a golpes de cortaplumas.

—Mire lo que le hemos pillado a este tunante.

—¿Un manguito? ¿Un bocel?

—Una salchicha de pólvora, Sire. Este bruto pretendía incendiar las vigas de palacio.

Meditabundo, Napoleón toqueteaba aquella especie de objeto de tela recosida; lo abrió con su cortaplumas como para sacarle las tripas a un pescado y el polvo negro se esparció por el suelo. El prisionero se reía quedamente.

—¿Os convencéis ahora, Sire?

—¿De que este ruso quería pegarle fuego al palacio? Si, claro, Berthier, pero ¿de qué se ne el endemoniado?

—Porque sir, en su lengua, significa «queso» —explicó Caulaincourt, que se había unido al grupo en compañía del mariscal Lefebvre.

—¡Muy divertido! —Y dirigiéndose a Lefebvre preguntó—: ¿Le habéis interrogado, señor duque?

—Naturalmente.

—¿Y?

—No dice nada.

—Pero, ved —dijo el teniente coronel—, debajo de la piel de oso lleva el uniforme azul de los oficiales cosacos.

—Es un atentado aislado.

—No, Sire, un crimen premeditado.

—Una trampa —añadió Caulaincourt.

—¿Órdenes? —le preguntó Lefebvre.

—¿Mis órdenes? ¡Adivinadlas! É davvero cretino!

Lefebvre hizo un gesto a los granaderos.

—¡Fusilad al incendiario!

—Seguro que no ha actuado solo —insistió el teniente coronel.

—Enviad patrullas, que fusilen a quien sea preciso, que los cuelguen, que exterminen a los sospechosos, ¿habéis oído?

El emperador se levantó y pegó la frente al cristal de una ventana. El barrio chino empezaba a arder de nuevo, aunque los focos se habían prendido en lugares distintos. Los incendios resplandecían en los arrabales lejanos, hacia el este, y se levantaba el viento, que empujaba las llamas hacia las murallas.

Desde el Kremlin, el emperador no veía las hogueras que se encendían más allá del bazar y que ocultaban las enormes iglesias, pero los cristales del palacete Kahtzin habían explotado y las violentas llamas salían por las ventanas y tiznaban la fachada; los cortinajes, los visillos y los toldos se descolgaban y salían volando. Las vigas se partieron y el techo se hundió con un estrépito, como aspirado por el interior de la casa. El dogo superviviente, sujeto por la cadena, había soltado el cadáver de Maillard casi intacto para ladrarle a la muerte; cuando el fuego bajara por la escalinata, iba a ser pasto de las llamas.

D’Herbigny marchaba en cabeza, cerca de madame Aurore, por el centro de la avenida afortunadamente amplia; los dragones tiraban de las bridas de sus caballos, que llevaban los ojos vendados para que aquella luz tan cruda no se los hiriera, nerviosos sin embargo por aquel calor sofocante y la mezcla de olores de madera calcinada, alquitrán y un humo espeso. Seguían los comediantes, que no se distinguían en nada de los soldados, que llevaban ropas igual de ridículas. Mademoiselle Ornella cojeaba ligeramente, con los pies descalzos sobre los adoquines calientes; llevaba sus borceguíes con los cordones cortados en la mano e iba del brazo de su amiga Catherine Hugonnet, medio desnudas ambas, con el torso envuelto en manteles finos y bordados: maldecían a aquel cerdo de oficial que había aprovechado su primer sueño para destripar, descoser, reventarles la ropa; le contemplaban, a la cabeza de la comitiva; se hacía el gallito pero sus oficiales iban cubiertos de pieles y baratijas como si fueran a cantar una ópera. En fin, se decían, al menos estamos vivas, despojadas de todo pero vivas. Habían contemplado desoladas cómo las llamas destruían su chalé verde pero, por aquella zona, las casas de madera estaban intactas y, al final de la avenida, una especie de catedral de cúpulas azules se erigía en una plaza intacta. Estaban a punto de entrar en la plaza cuando los caballos de los dragones se negaron a dar un paso más. Junto a un bosquecillo, una carnada de perros grandes y silenciosos escrutaba escondida en la vegetación; tenían el pecho robusto y el pelaje gris. Se detuvieron y se escuchó la voz del capitán.

—¿Qué les pasa a estos rocinantes? Lo mismo le temen al fuego que a los perros…

Al escuchar esa voz, los perros en cuestión abandonaron su bosquecillo y miraron al grupo paralizado. Tenían los ojos rasgados y verdes, y la cabeza chata.

—No son perros, mi capitán —dijo el dragón Bonet—, son lobos.

—Muchos lobos habrás visto tú…

—Pues sí, los vi de muy cerca en el Jura y uno se comió a una mujer de mi pueblo e hirió a un montón de gente. Son peligrosos y les gusta la guerra, cuantos más muertos, carroña y serpientes hay, más lobos.

Nadie había interrumpido al jinete. No se movían. Observaban a las fieras. ¿Iban a atacarles? Los hombres que aún llevaban sus sables los empuñaron. No les hicieron falta. Ante el porche de la gran iglesia pasaban húsares rojos a caballo; llevaban a dos mujiks atados. Demasiados hombres, demasiados riesgos; los lobos huyeron. Los húsares llevaron a sus prisioneros hasta el bosquecillo. D’Herbigny les llamó; un teniente se avanzó al trote ligero y preguntó:

—¿Habláis francés?

—¡Capitán D’Herbigny, de los dragones de la guardia!

—Disculpad, capitán, pero no hubiera podido imaginar que…

—¡Lo sé, lo sé!

—Los uniformes del señor están en este portamantas —dijo Paulin señalándole el equipaje que acarreaba el asno.

—Acabamos de escapar de milagro de un incendio —dijo madame Aurore.

—No os quedéis a la intemperie, cobijaos en la iglesia, sus piedras son sólidas y no hay edificios de madera en los alrededores, no hay peligro de que se incendie.

—¿De verdad creéis, teniente, que voy a permanecer de brazos cruzados?

—Esta zona, mi capitán, está infestada de presidiarios borrachos que propagan el fuego con objetos como este…

Le arrojó a D’Herbigny una lanza que este observó de cerca.

—Lo prenden con lanzas untadas de alquitrán —prosiguió el húsar, y luego volvió de nuevo junto a sus compañeros.

Iban a colgar a los dos supuestos incendiarios. Cuando hubieron dejado el bosquecillo atrás, antes de refugiarse en la iglesia, D’Herbigny y su compañía repararon en una decena de cuerpos colgados; el almuerzo de los lobos. Ornella bajó la vista y no volvió a alzarla hasta que estuvieron dentro del templo, donde tuvo la sensación de penetrar en otro mundo: en las naves laterales, entre los pilares, delante del coro, brillaban centenares de cirios colocados en voluminosas luminarias. ¿Qué manos las habrían encendido? No se lo preguntó. Se apretujó contra su amiga. Le hubiera gustado dormirse y despertar a mil leguas de Moscú, entre los bastidores de un teatro parisino. Conocía a Catherine desde hacía tiempo, habían actuado en mil ocasiones sobre las mismas tablas, debutando con papeles insignificantes, una aparición, una réplica, aunque en Monsieur Vautour junto al celebérrimo Brunet; madame Aurore se había fijado en ellas, en la morena por su porte y en la pelirroja por su descaro. Las había contratado y desde ese día aparecieron en la escena de los Delassements, en el faubourg del Temple, hasta que Napoleón decidió cerrar los teatros para acabar con la competencia a las ocho salas que él subvencionaba. Tuvieron que abandonar Francia para seguir trabajando, hacer giras en el extranjero, actuar ante expatriados o europeos cultivados que comprendían su lengua. La compañía ambulante de Aurore Barsay había escuchado los aplausos del público de Viena, San Petersburgo, en Moscú hacía dos meses, un Moscú amenazado ahora por el incendio y los soldados; estaban sin público, sin un rublo, sin equipaje, sin vestuario.

—¡Oh, Catherine! —decía Ornella—. Estoy harta…

—Yo también.

—¡Voy a buscar comida! —anunció D’Herbigny—. Instalaos en esta capilla lateral. Martinon, tú sígueme. Y vosotros, amarrad los caballos a los balaustres de los altares.

—¿A los qué?

—¡Aquí, ignorante! ¡A estas cosas de madera dorada!

El capitán se guardó para sí el fastidio y las dudas. Manco, cosido por todas partes, recuperó todo el ímpetu al asir la empuñadura de su sable. A veces se apoderaba de él el deseo paradójico de una vida apacible, campestre; o bien se imaginaba posadero, dado que le gustaba la gente, el vino y los capones asados, dorados, tiernos, jugosos. Ahuyentó la imagen inconveniente del ave, esa tarde de septiembre, en un Moscú por el que campaban los lobos, los presidiarios y el fuego. Merodeó con sus caballeros harapientos, con el estómago vacío, tras haberse puesto una de sus casacas verdes y haberse abotonado un calzón de tela gris; su casco se había quedado entre las ruinas del palacete Kahtzin, aplastado, fundido.

En lo esencial, el barrio lo formaban entre algunas iglesias, casitas de techos pintados como chalés suizos, con un piso y un jardincito en la parte delantera cerrado por una valla baja: le extrañaría mucho que no encontraran nada que echarse a la boca. Se disponían a saquear una por una todas las casas. Uno de los dragones iba a reventar la cerradura de una puerta enarbolando su fusil cuando unos lanceros aparecieron al galope por la calle. Uno de ellos redujo la marcha para gritarle a D’Herbigny:

—¡Desconfiad de las puertas! ¡Han llenado sus casuchas de trampas!

El dragón se quedó con el fusil en el aire, boquiabierto.

—¿Lo has oído, borrico? Por la ventana.

Arrancaron un postigo, rompieron un cristal; el capitán pasó por la ventana, inspeccionó la sala: un banco, un taburete… Dio algunos pasos. Su bota aplastó unas ramitas. Bajó los ojos. Los antiguos moradores habían amontonado delante de la puerta haces de leña y troncos; vio la batería de un fusil atada a la cerradura: si hubieran reventado la puerta, el estirón hubiera accionado el mecanismo y el disparo habría prendido fuego a aquel montón de madera seca. El sargento Martinon asomó la nariz por la ventana.

—Mi capitán, hurgando con el sable en la tierra del jardín hemos encontrado un cofre.

Los caballeros desenterraron el cofre, que se abrió sin esfuerzo. Contenía una vajilla. Siguieron con sus pesquisas en otras habitaciones. Con gestos de una extremada prudencia, hundían sus sables en la tierra, removían el suelo, visitaban los sótanos, encontraron un obús dentro de una estufa y muchas puertas con trampa. Emplearon todo el día y sólo encontraron una barrica de aguardiente, raíces y un esturión ahumado.

Un intenso viento del este soplaba a rachas y empujaba el fuego hacia el Kremlin. Una lluvia de carbonilla cubría los patios. Remolinos de humo envolvían las cimas de los campanarios. El espectáculo hacía enfebrecer a Sebastián; tumbado en el sofá del salón en el que no dormía, se esforzaba por ahuyentar atroces visiones de Ornella envuelta en llamas, su cabellera como una antorcha, y ella corriendo, pero no, madame Aurore conocía Moscú, sus recovecos, sus atajos, sus trampas, ella no permitiría que el fuego les rodeara. Era de noche pero no necesitaba vela alguna a causa del incendio. Se levantó, se quemó la mano al tocar el cristal ardiente de la ventana y salió a la terraza. La mitad de la ciudad se estaba consumiendo. Respiraba cenizas, asfalto, azufre, escuchó la explosión de los tejados de hierro, de las tiendas del bazar, regresó sudoroso al salón, recuperó el aliento. Su majestad dormía. La carta al zar había quedado aplazada. Napoleón se había acostado temprano, quería recuperarse de la noche espantosa que había pesado en el hospedaje inmundo de Dorogomilov, y nadie quería responsabilizarse de avisarle. ¿Cómo rogarle que abandonara la ciudad? Berthier, Lefebvre, Caulaincourt y otros oficiales engalanados mantenían un conciliábulo al respecto al otro extremo del salón. El mariscal de palacio, Duroc, se prestó por fin a ello, pues en general recibía menos insultos que sus compañeros. No obstante, se oyeron gritos del otro lado de la puerta de la habitación imperial. ¿Cómo convencer al monarca de que abandonara el Kremlin amenazado y evacuara las tropas de Moscú al campo de los alrededores, dado que no conseguían atajar el fuego? ¿Cómo iba a reaccionar? Se temían que mal. Berthier, como siempre, se roía las uñas, Caulaincourt no le quitaba ojo a la puerta, Lefebvre al techo, cuando regresó el emisario y les anunció que los criados iban a vestir al emperador.

Ahí estaba, huraño y malhumorado; Constant caminaba tras él, ayudándole a ponerse el redingote. Se acercó a las ventanas, gesticuló ante el brasero.

—¡Salvajes! ¡Salvajes como sus ancestros! ¡Escitas todos!

Sire, hay que marcharse de Moscú cuanto antes.

—¡Berthier, idos al infierno!

—Ya estamos en él.

Napoleón encogió los hombros con desdén y luego se llevó el catalejo de campaña a los ojos. Allá abajo, envueltos en un resplandor anaranjado, los cañoneros intentan sofocar las pavesas que caen del cielo; la estopa de los cajones de artillería, abandonada por descuido en un patio, prende fuego; los hombres la pisan; existe el riesgo de que exploten los cuatrocientos cajones de municiones. En lo alto, de pie sobre los tejados de hierro del Kremlin, los soldados de la guardia barren las cenizas calientes que arrastra el viento. Se ve a otros en las ventanas del Senado, arrojan los archivos al vacío para no alimentar el fuego en el interior del edificio, y los papeles revolotean, a veces se inflaman, se consumen en el aire. Nuevos incendios arden ya al oeste de la ciudad, luego más cerca, en las cuadras del palacio y en una de las torres del Arsenal. Se escucha el toque a rebato. Los cristales se vienen abajo, el viento del este cobra aún mayor intensidad.

—Vamos a ver —dice el emperador cogiendo a Caulaincourt del brazo.

Con la ayuda de un trapo para no quemarse los dedos, el mameluco Roustan abre un balcón. El aire le abrasa la garganta. Envuelta en una nube de cenizas, la comitiva abandona los aposentos imperiales por la escalinata de la fachada. Unos se atan un pañuelo sobre la nariz y la boca, otros se suben los faldones del abrigo hasta la cabeza. Granaderos con capotes grises, bayoneta en ristre, flanquean a Napoleón y a su cortejo. Sebastián se cala el sombrero de ala ancha, se levanta el cuello y ajusta el paso. Avanzan con determinación, se sacuden porque las ascuas les agujerean la ropa al entrar en contacto con ella. La crin de una gorra empieza a arder, el granadero se la quita y la sacude contra los peldaños. En la explanada, los palafreneros y los monteros enganchan las numerosas calesas de la intendencia; recién salidos de las cuadras, cuyo techo se puede hundir de un momento a otro, los caballos menos mansos relinchan o se encabritan, rechazan los arneses, baten el suelo con sus cascos. Se van ultimando los preparativos de la partida, todo el mundo se organiza en medio de la confusión. Gritos, empujones, agitación; comisarios en traje negro cargan vino, tabaco, estatuillas y violines en sus vehículos. Un coronel sin resuello llega a todo correr y se planta ante el emperador:

—Al norte de la ciudad se ha derrumbado un trozo de muralla.

—¡Sire, hay que cruzar el Moscova cuanto antes!

—Por el portal principal —añadió Berthier.

En cuanto abren los batientes del portal, una barrera de fuego acota la plaza monumental. Las calles estrechas que conducen al río, por la derecha, están cubiertas de una bóveda de llamas. Las fachadas de las casas se derrumban y complican el paso.

—Por ahí, Sire, parece que el incendio es más débil y sólo hay que cruzar una barrera de fuego.

Sire, dejad que os envolvamos en nuestros abrigos y os llevemos en volandas.

—Regresemos —dice el emperador, con una calma sobrecogedora.

Lleva el redingote chamuscado por varios sitios.

Al sumarse al cortejo, Sebastián estaba convencido de que estaría entre los primeros en salir de Moscú, antes de que el incendio se apoderara de todo el Kremlin, y ahora estaba cruzando de nuevo la explanada en sentido contrario, con el rostro tiznado por el humo. Se detuvo al pie de la interminable escalinata que el emperador estaba enfilando hasta la terraza. Al joven le flaqueaban las piernas, pero no sentía nada más. Alrededor, los civiles de la administración, los comisarios, el personal de palacio seguía llenando sus carruajes, incluso en las capotas, con las mercancías que habían sustraído en las bodegas, sobre todo botellas. Sacudiéndose las brasas que llovían sin cesar de su redingote, Sebastián pasó junto a la hilera de calesas y berlinas cargadas hasta los topes. El barón Fain se tapaba la nariz con un pañuelo, pero Sebastián le reconoció por el uniforme.

—¡Señor barón!

La puerta del carruaje estaba cerrada y el otro no le oyó, dormitaba entre una diosa de mármol blanco, alfombras y sacos. Sebastián golpeó la ventanilla, la puerta se abrió y Fain le reprendió.

—¿Qué diablos hacéis aquí, señor Roque?

—Estaba con su majestad…

—¡Y ya no estáis con él! ¿Estabais de guardia esta noche?

—Sí…

—¡Desertor! ¿A quién le va a dictar su correo, si le viene en gana? ¡Id a reuniros con él! No, esperad. ¿Qué ha decidido el emperador?

—Ha regresado a sus aposentos acompañado del teniente coronel, no sé nada más.

—¡Marchaos! —dijo el barón cerrando la portezuela con un gesto brusco y nada habitual en él.

Como muchos soldados a los que les encanta obedecer para no tener que pensar, D’Herbigny era un hombre simple de placeres animales y gustos comunes: la inactividad lo minaba. Ni hablar de descansar; machacar de nuevo sus sempiternos recuerdos le agriaría la vida, necesitaba moverse. Añadamos también que no soportaba a madame Aurore y sus saltimbanquis, aquellos intrigantes, aquellos comicastros; la irritación había aumentado cuando la actriz había juzgado miserables las provisiones que había encontrado, tratándole de inútil sin decirlo; al final le había pasado a regañadientes su parte de esturión, un bocado, para que se callara. A continuación se había encaramado a la cima del campanario de la iglesia donde se habían refugiado. Desde ahí estudió la situación. Se estaba haciendo de día, pero apenas se notaba. Cebada incesantemente por fuegos infernales, la humareda se amazacotaba en una nube opaca y negra que cubría la ciudad. Columnas de llamas se alzaban como tornados. El capitán distinguía apenas las murallas del Kremlin, en su promontorio, despuntando por encima de los barrios devastados. El incendio no había alcanzado aún el extremo norte; siguiendo la orilla del río D’Herbigny pensó que podrían llegar a la ciudadela, donde encontrarían al resto de la brigada. Reunió a su decena de caballeros poco presentables, y reprendió de nuevo al sargento Martinon por su librea de criado. Sacaron sus caballos de la iglesia; el sonido de los cascos sobre las losas no perturbó el sueño de los comediantes, a los que el cansancio había abatido en la capilla.

Los caballeros avanzaban rumbo al norte, agredidos por las vaharadas de aire ardiente, bordeando incendios que no querían sino devorarlo todo. Después de franquear un arco de piedra rematado con un saledizo de pizarra verde, pasaron por una calle de casas de madera y desembocaron en un terreno baldío. Perros hambrientos, de costillas protuberantes, hurgaban entre un montón de cadáveres, mujiks con las manos atadas y los ojos vendados, fusilados contra un murete y abandonados de cualquier manera allí mismo. Molestas por la interrupción de los jinetes, las bestias ladraban, con el pelo del espinazo erizado, las fauces sangrantes y jirones de carne humana colgándoles de la mandíbula; uno de ellos arremetió contra el caballo del capitán quien, con su mano buena, le asestó golpes con su sable que no consiguieron que el asaltante retrocediera, quería hincar los colmillos. D’Herbigny temía por su montura, bajó a destripar al perro pero llegaron los demás en manada, recibidos con una descarga de fusiles. Los primeros perros, destrozados, entretuvieron a los siguientes, que lamieron su sangre con avidez. Los dragones aprovecharon para degollarlos con el sable o aplastarlos con la culata de sus fusiles, y luego continuaron sin reparar siquiera en los cadáveres rusos mutilados por los colmillos. Un poco más adelante, se cruzaron con otros incendiarios colgados de unos postes; uno de ellos llevaba el uniforme de los cosacos regulares y un bigote recortado; lo habían cosido a balazos y nadie se había molestado en cerrarle los ojos.

—¡Señooooor!

D’Herbigny detuvo su caballo refunfuñando. Detrás de él, Paulin azotaba la grupa de su pollino inmóvil. El capitán tomó aire, esbozó una mueca de fastidio y deshizo el camino andado. El asno se negaba a poner una pata delante de la otra y resistía bajo los golpes.

—¡No me abandonéis en estas calles hostiles, señor!

—¡Lo que no quiero abandonar son mis uniformes! A ti cualquiera puede desvalijarte.

—Sólo nos hemos cruzado con muertos…

—Pues tus muertos se mueven —replicó el capitán.

En una callejuela de isbas dispuestas al bies acababa de ver dos o tres sombras furtivas con fardos a la espalda. Olvidó a su sirviente y se perdió por esa calle contrahecha. No había nadie. O sí, las sombras se escabullían por un corralillo. Enfiló su caballo en esa dirección y les cerró el paso a tres moscovitas en una escalera exterior. El hombre llevaba pantalones bombachos bajo un largo abrigo ajustado a la cintura; las dos mujeres llevaban mandil y pañuelos anudados bajo el mentón. Al verle, dejaron caer sus cargas. Con la punta del sable, el capitán rasgó la tela de uno de los paquetes, del que salieron rodando distintos productos: un saco de harina, una col, un jamón que le hizo salivar. Un grupo de dragones acudió a socorrerle, con los ojos prendados del jamón.

—Dividid todo esto en dos y dadles la mitad a estas gentes, no tienen pinta de presos forzados y se mueren de miedo. —Y dirigiéndose al moscovita preguntó—: ¿El río? ¿Es en esa dirección?

Vier?

—El Kremlin, ¿lo entiendes?

Kreml! Kreml! —repetía el hombre señalando en una dirección.

—¡Auxilio!

D’Herbigny vio como el jumento se llevaba a su criado a todo correr hacia donde le había indicado el moscovita. Paulin se sujetaba el sombrero con una mano y chillaba como un desquiciado; los demás dragones le seguían al trote corto, muertos de risa.

—¿Qué le pasa a este burro?

—Le he rozado el pelo con el pedernal, mi capitán —dijo el caballero Bonet.

—¡A vuestros caballos los dos! —les ordenó D’Herbigny a los dragones que habían partido el jamón y que repartían los trozos en los distintos macutos.

Paulin imponía una marcha rauda; el capitán tuvo que adelantarle para poder reducir al borrico. Al poco tiempo, el grupo fue a dar a una avenida. A su izquierda oían el rugido del incendio. El viento viraba hacia el sudoeste, soplaba a través de los cristales rotos de una mansión de ladrillo, lo que abrió una vía de aire que avivó las llamas, que surgieron de los respiraderos y luego de todas las aberturas. Estaban al norte de la ciudad china. El asno de Paulin se detuvo en seco.

—¡Estoy harto de tu pollino! —gritó el capitán—. ¡No es bueno para nada!

—¿Longanizas? —sugirió Martinon.

—¡A ti te escucharé cuando vistas como es debido!

Pero vieron un grupo de presidiarios que circulaban en las lindes del bazar, bajo el mando de un policía de Rostopchin que no ocultaba su uniforme y llevaba una antorcha. D’Herbigny se lanzó sobre él mientras que sus jinetes tiraban sobre los mujiks como si fueran estorninos, a bulto. El capitán y el policía se enfrentaron. Hábil con el sable, incluso con la mano izquierda, el capitán atacó de lado y rebanó la muñeca del incendiario a la altura de la manga roja de su traje. Sin prestar atención a la sangre que manaba a borbotones, el ruso recogía la antorcha con su otra mano cuando el sable le atravesó la garganta.

Las rachas de viento arrastraban por los aires ramas de abeto en llamas, teas que estallaban como proyectiles. El fuego se aproximaba por el extremo de aquella calle del barrio oriental, lo devoraba todo, echaba de las tiendas a los soldados, envueltos en telas turcas o persas, con los brazos cargados de una captura heteróclita, botas forradas, pieles, sacos de té o de azúcar, quincalla, y a moscovitas surgidos de los sótanos, bandidos o mujiks borrachos que se comportaban como los primeros. Esas bandas silenciosas arrojaban muebles, piezas de seda o de muselina de Oriente en plena calle. Algunos dudaban, soltaban un saco de café para quedarse con un espejo con el marco de madera labrada. Los más afortunados habían conseguido hacerse con una carreta; eran los ulanos de un regimiento del Vístula y hostigaban con sus fustas a los rusos que habían uncido como si fueran bestias de carga: «¡En Varsovia masacraron a toda mi familia!», bramaba un teniente.

Los dragones habían dejado sus caballos en la avenida al cuidado de Paulin, descompuesto, que protestaba, y capitaneados por D’Herbigny, enfilaron una de las callejuelas porticadas del bazar. «¡Cuidado!», gritó el capitán protegiéndose tras un puesto de carne. Se había hundido el techo y el hierro fundido discurría en burbujeantes riachuelos. «¡Por aquí, por aquí!». Cambiaron de ruta, tuvieron que trepar por una barricada de muebles lacados. La cubierta barnizada de un tejado cayó a algunos metros con un crujido, se resguardaron bajo los pórticos, en cuyos pilares se abrían las puertas de las tiendas, y quisieron ignorar que las vigas caían con el fuego crepitando aún en ellas; demasiado ocupados en amasar sus tesoros, no notaban las hebillas al rojo vivo de sus botas, rompían cajas, levantaban las trampillas de los sótanos.

Un muchacho con los cordones amarillos de los húsares saliendo de un tricornio, embutido en una especie de camisón de color grosella como el de los kalmuks, iba subiendo botellas de una bodega y las amontonaba en una caja con ruedas. Los dragones la rodearon.

—Déjanos que te ayudemos a transportar todo esto —le dijo el capitán poniendo una mano pesada sobre la caja.

—Escoge las que quieras —dijo el húsar—. Todos estos sótanos están llenos de vino.

—Nos gustan más tus botellas.

A diez pasos, las llamas salían por una reja que comunicaba con el sótano. En esas bodegas no había sólo alcohol, también resina, aceite, vitriolo; D’Herbigny no tenía intención alguna de demorarse. El húsar se resistía, invocó la ayuda de sus compadres. Un rostro grotesco se asomó por la trampilla envuelto en el humo, en la cabeza un lazo de cachemira. Martinon le asestó un taconazo en plena cara y lo mandó escaleras abajo; el sargento corrió hacia el sótano y se oyeron gritos y ruido de cristales rotos. Martinon volvió a subir casi al instante con los gestos lentos y bruscos de un autómata. Le habían ensartado el cuerpo en una espada, la punta asomaba por el estómago, que goteaba vino y sangre; esbozó una sonrisa bobalicona y se desplomó.

El huracán de llamas se aproximaba.

Rodeado de sus oficiales, el emperador abandonó el Kremlin alrededor del mediodía. Berthier había dado con el argumento correcto: «Si la caballería de Kutuzov aprovecha el incendio, atacará el cuerpo del ejército que está acampado en el llano; ¿cómo podréis intervenir desde aquí?». Napoleón salió por una poterna que se abría sobre la orilla del Moscova; cruzó un puente que los zapadores rociaban con cubos desde la víspera: enfrente, el suburbio ardía y las maderas al rojo, arrastradas del otro lado del río, caían sin cesar sobre la pasarela de planchas. Caulaincourt se había encargado de los caballos. Habían ordenado la evacuación de todas las dependencias, sólo permanecería un batallón en la ciudadela, que debería esforzarse por mantener controlado el fuego con medios rudimentarios. Sebastián erraba de un patio a otro, con el macuto al hombro. Hileras de carruajes esperaban en una avenida que discurría por la parte trasera del Kremlin. Nadie atendía ya las órdenes contradictorias, pero todo el mundo se preguntaba por dónde escapar. La mayoría de los cocheros estaban borrachos y seguían empinando el codo, los caballos hollaban el suelo. Sebastián intentaba montarse en alguna de las berlinas cargadas hasta los topes de equipaje, objetos amontonados y administradores sudorosos de rasgos demudados; pero no le querían.

—¡Siga su camino!

—¡Pero si no cabe ni una aguja!

Un postillón se negó a permitir que el muchacho se encaramara en su banco. Crispado, Sebastián le preguntó a un palafrenero:

—¿Y ahora a qué espera?

—A que el viento gire hacia donde nos conviene.

—¿Y luego?

—Pues avanzaremos sobre cenizas, ¡diantre! ¿No es mejor así?

—Esa avenida de allá está despejada.

—Pero por ahí nos alejamos.

—¿De dónde nos alejamos, por Dios?

Sebastián no insistió, deprimido por esos razonamientos de beodo. Maldecía su bella caligrafía que le había llevado a Moscú, echaba de menos el ministerio parisino, tan apacible, donde se hacia la guerra con las plumas. No le veía salida alguna a su situación, y odiaba al mundo entero. «Nací en el peor momento —se decía—, ¡qué desgracia! ¿Por qué? Pero ¿por qué estoy aquí? ¡Me importan un comino los rusos! ¡Qué insignificante y débil soy! ¡Una marioneta! ¿Cuántos cretinos envidian mi empleo con el barón Fain? ¡Pues se lo cedería gustoso! ¿Por qué acepté y cómo podría rechazarlo ahora? ¿Acaso me falta coraje? ¡Pues sí, no soy lo bastante valiente, soy demasiado soñador, me refugio en mi cabeza, apenas existo! ¡Ah, si fuera inglés, a estas horas estaría paseando tranquilamente por las calles de Londres, zarparía en un barco a comprar algodón a América! ¡Demonio de época! ¿Y mademoiselle Ornella, cuya imagen me turba y me paraliza? ¡Al diablo! ¡Soy un zoquete! ¿Me ha prestado ella alguna atención? Ornella se burla de estas cosas, las actrices no se atan a nadie, eso es bien sabido, y aquí estoy yo, reconcomido por la angustia, sin poder esperar nada de ella, sumando esa desgracia a la que ya tengo. ¿Y si pensara en mi pellejo? ¡Idiota!».

Había pronunciado la última palabra en voz alta y un cochero le oyó.

—¿Puedo saber por qué soy idiota, señoritingo?

Sebastián no respondió y recorrió de nuevo la hilera de carruajes; estaba furioso, temblaba de rabia pero era el único; a su alrededor, se resignaba todo un pueblo de civiles con escarapelas, como si las llamas, a una orden del emperador, fueran a replegarse sobre sí mismas antes de lamerles las botas a todos. Un furgón se atrevió a enfilar una calle de la que sólo quemaba un lado; apenas se metió en ella y ardió como una tea. Las calles vecinas estaban bloqueadas por los muebles.

—¿No te quieren con ellos?

Unos gendarmes habían instalado un vivaque al pie de las murallas. Estaban flambeando un ponche en una vasija de plata.

—Es ron de Jamaica y azúcar —le dijo un gendarme a Sebastián—. ¿No te apetece incinerarte un poco por dentro antes de incinerarte por fuera? Te dará arrestos para aguantar.

Sebastián soltó su macuto, se agachó, aceptó el cucharón de plata con un baño de oro que le tendió el gendarme socarrón, lo sumergió en el ron y lo tomó a sorbos. El líquido picaba en la lengua, en la garganta, se abría paso hacia el interior de su cuerpo. Al segundo cucharón olvidó la humareda negra y la carbonilla que le caía sobre el sombrero y los hombros. Al tercero le halló valor estético al bello espectáculo del incendio. Al cuarto, se levanto con dificultad, les dio las gracias a los gendarmes desplomados junto al ponche; le sonrieron con expresión beatífica, entrecerrando sus ojos enrojecidos. Arrastró su equipaje por el suelo como se tira de un animal atado, andaba a zancadas pero no en línea recta, se tambaleaba, conseguía mantener sin embargo el equilibrio. Las calesas de la intendencia obstruían toda la avenida. Un hombretón se secaba la frente con un pañuelo; se peleaba con un compañero que iba en un carro cargado de harina, vino y violines. Era el señor Beyle, uno de los comisarios de abastos; se conocían vagamente porque una noche discutieron acerca de Rousseau, que ambos interpretaban a partir de notables diferencias. Sebastián se detuvo, sosteniéndose apenas sobre sus piernas, con la mirada nublada.

—¡Ah! —exclamó monsieur Beyle al verle—. ¡Un hombre que sabe leer! Os envía la Providencia, señor secretario. ¡A poco me toca viajar con estos chimpancés disfrazados! —Tomó a Sebastián del brazo—. Mire lo que he pillado en la biblioteca de esa hermosa casa blanca, you see? Una obra de Chesterfield y las Facéties de Voltaire. Sí, de acuerdo, he descabalado unas Obras Completas pero, qué queréis que os diga, mejor están en mi bolsillo que como pasto de las llamas. ¿Tenéis vehículo?

—No…

—Yo tampoco. Mis criados lo llenaron de equipaje y me vi obligado a invitar a ese aburrido de Bonnaire. ¿Sabéis quién es?

—No…

—Auditor del Consejo de Estado, ¡y un pelmazo!

—No me hallo en muy buen estado para charlar…

—Comprendo, comprendo. Estamos en compañía de patanes. Este incendio es un espectáculo grandioso y bello, pero habría que estar solo para poder disfrutar de él. ¡Qué pena compartirlo con gentes que despreciarían el Coliseo y la bahía de Nápoles! Además…

—¿Sí, señor Beyle?

—Tengo un dolor de muelas insoportable.

Se sostenía una mejilla con la mano. Sebastián se alejó sin una palabra, en dirección a ninguna parte, pero más lejos, envuelto en las brumas del ponche. Algunos administradores intentaban hacerse un sitio en las berlinas atestadas y había peleas, codazos, insultos; colegas del mismo despacho se escupían las verdades a la cara. El miedo les tenía con los nervios de punta. Estaban tardando demasiado. A la luz de las llamas que devoraban Moscú, los caballeros bordeaban la columna de los coches, otros partían en exploración para abrirle paso al convoy. Sentado sobre el macuto, con el mentón apoyado en los puños, Sebastián Roque bajó los párpados; el ponche no le había alterado la memoria y recordó las palabras de su querido Séneca: «Hay que tomarse siempre las cosas a la ligera y soportarlas con buen humor; es más humano reírse de la vida que llorar por ella». «¡Cuán humano soy!», se dijo, sacudido por el hipo. El hipo se transformó en risa, la risa en carcajada; los pasajeros de las berlinas contemplaban a aquel joven presa de la hilaridad. «El pobre muchacho se ha vuelto loco», suspiró un cochero. «No me extraña», le replicó un pasajero acodado en la portezuela.

Un escozor sobresaltó a Sebastián. La manga se le había incendiado. Se levantó de un salto, sacudiendo el brazo. ¿Cuánto tiempo había estado durmiendo, reclinado sobre su petate? Los carruajes se habían marchado, nadie se había preocupado por él, estaba solo en el bulevar; tenía un dolor de cabeza horroroso y la nuca tensa. Oyó un martilleo pero no, eran los cascos de los caballos y las ruedas de madera que retumbaban sobre el pavimento. Creyó adivinar el perfil de unos jinetes en la humareda. El resplandor del incendio destacaba sus extravagantes tocados. El que cabalgaba en cabeza, un barbián imponente, portaba un enorme birrete de piel; los demás llevaban gorros tártaros, gorras de cosacos regulares, cascos de cobre amarillo. A medida que se aproximaban se distinguían mejor sus ridículas indumentarias. ¿Serían rusos, con aquellas botas de bordes arremangados? ¿Un destacamento que se había acercado a rematar el desastre? El primero tenía la nariz larga, bigotes claros a la gala, llevaba el uniforme verde de la guardia; le seguía un sacerdote con sotana y hombres con largas túnicas bordadas y cimitarras colgadas del cinto. Arrastraban una caja con ruedas. Sus pequeños caballos de largas crines acarreaban el botín. El abigarrado grupo se detuvo ante Sebastián, quien se levantó, convencido de que iban a matarle. «¡Y pensar que me da igual! Debe de ser el ponche, o el cansancio…». Dos caballeros se susurraban algo al oído, y su jefe le dijo en francés:

—No se quede ahí, señor Roque, o acabará asado como un chuletón de buey.

—¿Sabéis mi nombre?

—Ruán, las hilaturas…

—¿Sois de Normandía?

—Herbigny… ¿no le dice nada? Herbigny, por la zona de Canteleu, un poco antes de Croisset.

—Sí, recuerdo el castillo, con los tilos, el prado que traza una suave pendiente hacia el Sena…

—Así me llamo, y esa es mi casa desde que murió mi padre, que había conocido al vuestro.

—¡Entonces sois D’Herbigny!

—¡Paulin! Mete las pertenencias del señor Roque en mi portamantas y tú, Bonet, cédele tu jaca. Tú seguirás a pie, ¡así aprenderás a jugar a los curas!

—Puedo ir andando —dijo Sebastián.

—Él también. ¿Nos ponemos manos a la obra, Bonet? —Y dirigiéndose a Sebastián añadió—: Tengo que castigar a este golfo; me avergüenza con esa sotana.

—Tenemos el caballo de Martinon —dijo el dragón Bonet.

—¿No te parece que ya va bastante cargado con las telas y las provisiones? Además, ¡es una orden, voto a bríos!

Siguieron recorriendo al paso las calles desiertas, aceleraron para rodear el incendio y llegar al campo. Al ruido del fuego, al hundimiento de los tejados se sumaban los aullidos de los dogos, amarrados según la costumbre moscovita a las puertas de cincuenta palacios; olvidados, quemaban como todo lo demás. Sebastián vio algunos bajo un peristilo. Exasperadas por el calor, las bestias tiraban de sus cadenas ardientes, pero el hierro no cedía, el fuego las rodeaba, las tenía prisioneras, se agitaban si cesar en todas direcciones para no quemarse la parte de las patas que estaba en contacto con el suelo; las vigas que caían a su alrededor les salpicaban de ascuas, se les chamuscaba el pelo y se desgañitaban una última vez antes de asarse vivas.

A partir de ahí, los jinetes siguieron la orilla del Moscova, pasaban junto a puentes calcinados; los pilares se desprendían y humeaban y chisporroteaban al caer en el agua. Enfilaron un puente de piedra cuyos arcos habían resistido el incendio del arrabal. El río arrastraba leños chamuscados. El resplandor del fuego les iluminaba el camino. En la llanura, dos hogueras mucho más domésticas señalaban los vivaques de los cuerpos del ejército de Davout.

Le dieron la espalda a la ciudad tórrida y avanzaron en dirección a Petrovski, donde se había replegado el emperador. Dado que el camino era estrecho (debía de hacer menos de tres metros de ancho), una berlina que estaba estacionada justo en el centro y lo ocupaba todo les impidió el paso. El capitán desmontó, gruñón, con la intención de sacudir al postillón, amodorrado por el vino. Rodeó la berlina. Una calesa descubierta había volcado en el arcén; los ocupantes de ambos vehículos intentaban colocarla de nuevo sobre las ruedas con gritos y exclamaciones.

—Llegáis justo a tiempo —gritó uno de los pasajeros, rojo como un tomate, empapado de sudor y con el chaleco desabrochado y las mangas arremangadas, que se secaba la frente con unas enaguas de encaje.

—¿Hay heridos? —preguntó el capitán.

—Sólo algunos chichones y harina que se ha derramado.

Le señalaron los sacos reventados en la cuneta.

—Ya sé que este maldito camino es difícil, aunque si el cochero no hubiera bebido tanto… ¡No será por falta de iluminación!

Y le temblaba el mentón al contemplar Moscú. Una música estridente, surgida de algún lugar, les hacia rechinar los dientes; el hombre se desesperaba.

—¡Es Bonnaire! ¡Cree que sabe tocar el violín!

—¿Señor Beyle? —preguntó Sebastián.

—¡Ah! ¿Sois vos, señor secretario? ¡Bonnaire, sí, Bonnaire, el niño mimado más idiota y más miedica que conozco! ¡Eh, vosotros, impedidle que destroce a Cimarosa! ¡Porque eso es lo que pretende tocar, Cimarosa, señor secretario, con un violín desafinado que, ha robado hace un rato!

A un signo del capitán, el dragón Bonet se fue directo hacia el violinista que estaba masacrando el Matrimonio secreto de Cimarosa. Le quitó el instrumento de las manos:

—¡Confiscado!

—¡Dejadme en paz! —protestó Bonnaire—. ¿Con qué derecho?

—¡Con el de nuestros oídos! ¡A estos señores no le gusta el ruido que hacéis!

—¿Ruido? ¡Groseros! —se exclamaba Bonnaire golpeando al dragón con su arco.

Bonet se protegía de los golpes sosteniendo el violín en alto como una raqueta y una de sus cuerdas se rompió con un crujido seco que azotó la mejilla de Bonnaire, quien empezó a chillar, luego a resoplar, con lágrimas en los ojos, y corrió a encerrarse en una berlina para poder enfurruñarse con mayor comodidad.

Bonet arrojó el violín hacia la llanura; regresó junto a sus compañeros y les ayudó a enderezar la calesa. Pese al refuerzo, tardaron un buen rato en volver a colocar el vehículo sobre sus ruedas. Luego, extenuados, caminaron juntos sin hablar. Eran las once de la noche. Al alejarse de la ciudad, vieron la luna brillar por encima de la nube de humo. Los vivaques proliferaban en la meseta, se estaban acercando a Petrovski. Las tropas eran cada vez más numerosas. Hacinadas en mitad de los campos, no tardaron en constituir una vasta extensión alrededor de una columna de sofás y de pianos supervivientes de los palacios, como un obelisco irrisorio. Imposible avanzar por entre aquella masa de soldados en reposo. D’Herbigny y los demás tuvieron que apearse de los vehículos ante los acantonamientos italianos del príncipe Eugenio que rodeaban el castillo. Los dragones partieron, dijeron que en busca de su brigada, aunque en realidad buscaron un buen lugar donde zamparse el jamón y dormir la mona. Sebastián había recuperado su petate y le había devuelto el caballo a Bonet; cuando desmontó, la bota se le hundió en un lodo espeso, y comprendió por qué los soldados habían distribuido paja sobre el suelo húmedo y frío, colocado planchas de madera sobre la paja y cubierto dichas planchas con pieles y telas. Alimentaban los fuegos con los marcos de las ventanas, puertas con picaportes dorados, pomos de caoba; se pavoneaban en butacas tapizadas, sostenían platos de plata sobre sus rodillas, pero removían con los dedos una pasta negra cocida entre cenizas, la amasaban en bolitas que se tragaban sin masticar y le hincaban el diente con dificultad a pedazos de caballo sanguinolentos y mal asados. A Sebastián le entraron arcadas.

—¿No tiene hambre, señor secretario? —se burlaba Henri Beyle.

—Esta gente me quita el apetito.

—Tengo higos, pescado crudo y un vino blanco bastante detestable que tomé a cuenta de la bodega de un club inglés. Ya sé que, para un encargado de abastos, es bastante penoso, pero podemos compartirlo si le apetece, y dejemos dormir a Bonnaire, ¡por compasión!

Sebastián aceptó la invitación. De la berlina sacaron una caja que utilizaron como asiento, una canasta con las provisiones anunciadas, y empezaron a comisquear, pensativos, frente a la ciudad. Sebastián masticaba la carne viscosa y sosa de un pescado de agua dulce y recordaba a su pesar a Ornella. Ese pensamiento le emponzoñaba el alma, pero ¿cómo deshacerse de él? Le parecía verla de nuevo en los sótanos del Kremlin, en la calesa, y oía: «Es la calle de los vendedores de pescado en salazón, señor Sebastián»… Suspiró, con la boca llena. Le hubiera gustado explicarle a alguien sus inquietudes, pero ¿a quién? ¿A ese tal Henri Beyle? Escupió la raspa del pescado.

—¿En qué piensa, señor secretario?

—En el incendio de Roma —mintió el joven.

—¡Esperemos que el de Moscú no dure nueve días! ¡Cuando pienso que se lo achacaron a Nerón!

—Rostopchin sí ha organizado el de Moscú, señor Beyle.

—Pues eso convertirá a Rostopchin en un descerebrado o en un héroe. Veremos cómo acabará este asunto.

—Los historiadores rusos acusarán a Napoleón, del mismo modo que los latinos acusaron a Nerón.

—¿Suetonio? ¿Tácito? ¿Esa aristocracia que odiaba a un emperador demasiado popular? Si a ello añadimos las calumnias de los cristianos vencedores, tenemos una reputación detestable por los siglos de los siglos.

Los dos funcionarios imperiales tomaban su vino blanco tibio en tazas de porcelana china, y se entretenían comentando la destrucción de Roma mientras contemplaban la de Moscú. Esa noche sentían la necesidad de evadirse en el tiempo para sentir que formaban parte de la Historia.

—¿Es verdad que Nerón no tuvo nada que ver? —preguntó Sebastián.

—Mire… El fuego se inicio al pie del Palatino, en los almacenes donde se guardaba el aceite. El viento soplaba del sur. El incendio, como hoy, se propagó rápidamente por una ciudad integrada por casitas con armazones de madera, apretujadas las unas con las otras. Nerón llegó de Antium, donde pasaba temporadas de reposo, y vio su capital reducida a la nada, los tesoros que habían llevado de todos los rincones del mundo estaban en llamas, su biblioteca, el antiguo templo de la Luna, el santuario que se atribuye a Rómulo, el gran anfiteatro de Statilius Taurus. ¿Qué hizo el emperador? ¿Regocijarse? ¡En absoluto! Organiza la ayuda, se ocupa de los refugiados, construye asilos provisionales, distribuye víveres entre los necesitados, para los demás rebaja el precio del trigo, coloca guardias cerca de las casas destruidas para evitar el pillaje. En un momento dado, extenuado, amargado, coge su lira y entona un canto fúnebre. Y sus enemigos no tardan en sacarle partido a ese gesto: Nerón ha provocado el incendio para componer una canción.

—Aunque es cierto que acusó a los cristianos del fuego…

—Olvidaos de Suetonio y las malas lenguas. El emperador ordenó una investigación y fueron los romanos del pueblo llano los que señalaron a los cristianos. Durante la catástrofe, ¡los cabecillas de la secta se reían de las desgracias de Roma! Los cristianos no fueron perseguidos por su religión sino por su negativa a doblegarse a las leyes, por su mala fe permanente. Las represalias fueron duras pero breves. Se mató a menos cristianos en tiempos de Nerón que bajo el apacible Marco Aurelio…

—¿Y nosotros? ¿Qué dirán de nosotros, señor Beyle?

—Horrores, sin duda, señor secretario. ¿Le apetece otro higo?

A la mañana siguiente Moscú seguía ardiendo. Sebastián Roque se había reincorporado a su puesto en el palacio Petrovski, la barroca residencia de verano de los zares, un castillo de sillería y tejas con torres griegas y murallas tártaras. En el centro de una inmensa sala redonda, bajo una cúpula que la iluminaba, Napoleón había mandado que desplegaran su gran mapa de Rusia manchado de cera y tinta. Mofletudo, despeinado, el barón Bacler d’Albe, jefe de los ingenieros geógrafos, se había puesto a cuatro patas para colocar alfileres de colores que indicaban las posiciones de los dos ejércitos. El emperador reflexionaba acerca de los supuestos movimientos de las tropas contrarias:

—Sólo estamos a quince días de marcha de San Petersburgo —dijo por fin—. Nuestros batidores nos aseguran que hay vía libre.

—Está llegando el invierno —dijo Berthier—, ¿y vamos a avanzar hacia el norte?

El teniente coronel y los oficiales estaban preocupados. El emperador prosiguió:

—El zar se teme esta ofensiva. Ha ordenado que evacuen los archivos y tesoros a Londres.

—Tenemos las informaciones de los cosacos pero ¿qué saben ellos? ¿Y si quieren engañarnos?

—¡Callaos! ¡Los informes de Murat deberían reafirmarnos, hatajo de gallinas! El ejército ruso está bajo de moral, el rey de Nápoles ve como desertan sus soldados, ¡los cosacos están dispuestos a ponerse bajo su mando!

—Los cosacos admiran el coraje del rey de Nápoles, Sire, pero ya sabéis cómo son…

—¡Decídmelo vos!

—Murat se deja convencer porque le adulan.

—Además —prosiguió Duroc—, el rey de Nápoles sólo se tropieza con la retaguardia. ¿Dónde está el ejército de Kutuzov?

—Por aquí, probablemente, más hacia el este.

—No podemos estar seguros de eso, Sire.

—¡Pero sé cómo razona ese tuerto!

—¿Y si hubiera vuelto al sur, a alguna región fértil, a reponer fuerzas?

—¿Adónde?

—Quizás hacia Kaluga.

—¡Mostradme dónde está ese Calígula!

—Kaluga, Sire, debajo de vuestro pie izquierdo…

—¡Suposiciones!

El emperador se puso a cuatro patas como su geógrafo; desplazó los alfileres y comentó:

—Las divisiones del virrey de Italia se dirigen hacia San Petersburgo, por aquí, los otros cuerpos fingirán seguirles pero se limitarán a apoyarles. ¿Comprendéis? La retaguardia se mantendrá en los alrededores de Moscú. En las llanuras, nuestras columnas efectuarán un movimiento circular, como aquí, para integrar a los bávaros de Gouvion-Saint-Cyr y sorprender a los rusos por la espalda…

—¡Bravo, Sire! —exclamó el príncipe Eugenio de Beauharnais, virrey de Italia, de bigote corto y cabellos ralos.

—¡Oh no, Sire, si resulta que Kutuzov está bajando hacia Kaluga, nos va a cortar el camino de vuelta!

—¡Berthier! ¿Quién habla de volver? ¡Yo no puedo recular! ¿Queréis que me desprestigie? ¡Iré a buscar la paz a San Petersburgo!

—Si el zar quisiera negociar no habría destruido Moscú.

—Alejandro me tiene aprecio, ¡él no ha dado la orden de quemar su capital!

Sire —intervino el conde Daru, que gobernaba la intendencia—, a pesar de todo deberíamos retirarnos antes del invierno. Los hombres están al límite.

—¡No son hombres, son soldados!

—Pero los soldados también necesitan alimentarse…

—Cuando esta desgracia de incendio se extinga, visitaremos los sótanos donde encontraremos cuero y pieles para el invierno.

—¿Y víveres?

—¡Tiene que haber! ¡Y si es preciso, mandaremos que nos los traigan de Danzig!

En cuclillas, con ambas manos y la nariz pegadas al mapa, el emperador se acaloraba; creaba una Rusia a su conveniencia, trazaba rutas que cruzaban ciénagas, recogía cosechas imaginarias, lanzaba cargas de caballería, se adjudicaba victorias. Avanzando así hacia San Petersburgo, se dio un coscorrón con su geógrafo, lanzó un grito, le insultó en dialecto corso. Nadie osó sonreír. La suerte de cien mil hombres dependía de una palabra; por una vez, todos sabían que la realidad no iba a doblegarse a un capricho.

El fuego asediaba la iglesia de piedra donde se habían refugiado los comediantes. Los adoquines de la gran plaza aislaban el edificio de las casas que ardían; como no había nada que consumir, el fuego se detuvo antes del atrio, pero el calor sofocante impedía asomar la nariz. Envueltas en sus manteles, Ornella y su amiga Catherine habían intentado dar algunos pasos sobre los peldaños calientes, afuera, antes de entrar de nuevo a toda prisa, empapadas de sudor. Tenían hambre, sí, como el resto de sus compañeros, pero aún tenían más sed y necesitaban agua para remojarse la lengua y la garganta, ya ni salivaban. El capitán D’Herbigny les había ofrecido el tonel de aguardiente como regalo de despedida, pero el alcohol engaña la sed sin aplacarla, y no había forma de llegar al río o al lago que conocía madame Aurore en dirección al oeste, de donde procedía el viento. Habían sorprendido al gran Vialatoux con la cabeza dentro de una pila bautismal, se había bebido el agua salobre a lengüetadas y se retorcía de dolor de barriga sobre las baldosas. Madame Aurore había impedido que su joven galán se comiera los cirios para que no le entrara más sed. Esperaban un milagro, la lluvia, o que el incendio fuera remitiendo a falta de combustible. ¿Aguantarían sin beber? Anhelaban una tormenta, la invocaban, pero a su alrededor no había más que derrumbamientos, el chirrido de las vigas, el crepitar de las llamas, los gritos de los hombres y de las bestias atrapados por el fuego. Un vitral cuyo emplomado se había fundido se hizo añicos al pie de una columna; un cristal azul arañó el hombro de Ornella.

Madame Aurore racionó el aguardiente en cubiletes, medios cubiletes y cuartos de cubilete: había que humedecerse los labios, el espirituoso al menos permitía olvidar la tragedia, o deformarla. ¿Era de noche o de día? Un cielo de carbonilla impedía tanto el paso de los rayos del sol como el resplandor de la luna; sólo el fulgor del fuego, anaranjado y cambiante, iluminaba el rosetón, desplazaba las sombras sobre los tabiques y los iconos de plata labrada. Los cirios se habían extinguido. Los comediantes sobrevivían en una penumbra amarillenta, extenuados y tumbados en el suelo. Acurrucada, con los brazos alrededor de sus rodillas encogidas, Ornella miraba fijamente el retrato en relieve de un santo muy barbudo; el rostro destacaba sobre un fondo incrustado de pedrería; tenía los ojos almendrados, el semblante severo. Le parecía ver cómo se le movían los labios, que iba a decirle algo, una oración, que iba a salir del marco y llevarla con él. Empezó a tener alucinaciones. Creyó estar en el infierno. Las nervaduras de la bóveda se balanceaban como ramas, los pilares se convertían en haces de leña. Incluso vio a un gigante de piel negra, con un tocado de piel clara de osezno, con una túnica dorada y hombreras que aumentaban la anchura de sus hombros. El demonio avanzaba, avanzaba, la levantó sin que ella consiguiera reaccionar y se la llevó con un ruido de pasos determinados y sonoros. Se llamaba Otelo, era el enorme negro que Murat se había traído de Egipto y que le servía de montero de caza. En un paisaje de cenizas y brasas, el rey de Nápoles se erguía en su caballo en medio de la plaza humeante, un muchacho muy bello, el pelo largo y ondulado bajo un sombrero polonés de plumas, abrigo verde con remates de plata, una piel de tigre bajo las nalgas y botas amarillas. Le rodeaban los vélites de su guardia.