Capítulo primero

MOSCÚ, 1812

El capitán D’Herbigny se sentía ridículo. Envuelto en un gabán claro cuyo alzacuello flotaba sobre sus hombros, parecía un dragón de la guardia con el casco coronado con piel de foca, crin negra sobre la cimera de cuero, aunque montado a horcajadas sobre un caballo enano que había comprado en Lituania, ese gallardo militar debía ajustar las riendas, demasiado cortas, para que las suelas de las botas no rozaran el suelo, mientras tenía que llevar las rodillas levantadas. Gruñía: «Pero ¿a qué me parezco? ¡Pardiez! ¿Qué facha debo tener?». El capitán echaba de menos a su yegua y su mano derecha. La flecha envenenada de un caballero bachkir le había atravesado la mano durante una escaramuza; el cirujano se la había cortado y le había taponado el flujo de sangre con una hilaza de abedul porque no tenían algodón hilado, y se la habían vendado con papel de los archivos a falta de tela. En cuanto a su yegua, se había hinchado a fuerza de comer centeno verde empapado por la lluvia; a la pobre le habían cogido temblores, apenas se tenía en pie; cuando finalmente tropezó y se cayó en una torrentera, D’Herbigny se resignó a abatirla pegándole un tiro en la oreja (que a él le había hecho saltar las lágrimas).

Su criado Paulin, cojeaba ligeramente tras él, remiendos de cuero en el uniforme negro, el sombrero aplastado, un saco de tela en bandolera lleno del grano que iba recogiendo; atado a un bramante, arrastraba a un jumento cargado con un portamantas. Nuestros dos hombres no eran los únicos que despotricaban de su mala suerte. La nueva ruta de Smoliensk, por la que avanzaban al paso, bordeada de una doble hilera de árboles gigantes que parecían sauces, discurría por entre llanuras de arena. Era tan ancha que diez calesas podían rodar de frente, pero ese lunes de septiembre, gris y frío, la niebla se levantaba sobre el atasco de equipajes que seguían a la guardia y al ejército de Davout. Millares de furgones, coches a espuertas para transportar los trastos, carretas de ambulancias, los carricoches de los albañiles, los zapateros, los sastres; llevaban molinos manuales, fraguas, utensilios; las láminas de unas guadañas, con sus empuñaduras de madera, sobresalían de un fardo. Los más extenuados, minados por la fiebre, se dejaban llevar, sentados sobre los arcones que portaban enganchados los caballos más flacos. Una caterva de perros de pelo ralo se perseguían a mordiscos. Soldados de todos los ejércitos escoltaban el tropel. Íbamos hacia Moscú. Llevábamos tres meses de marcha.

Sí, recordaba el capitán, en junio todo aquello tenía buena pinta, cuando atravesaron el Nieman y violaron el territorio de los rusos. El desfile de tropas sobre los puentes flotantes había durado tres días. Imagínense, centenares de cañones, más de cinco mil guerreros en pie de guerra, tres cuartas partes de ellos franceses, con la infantería y sus capotes grises que flanqueaban a los ilirios, los croatas, los voluntarios españoles, los italianos del príncipe Eugenio. Tanta fuerza, tanto orden, tantos hombres, tantos colores: a los portugueses se les distinguía por las plumas naranja que encumbraban sus chacos, a los carabineros de Weimar por sus plumas amarillas; allá los gabanes verdes de los soldados de Wurtemberg, el rojo y oro de los húsares de Silesia, el blanco de la caballería ligera de los austríacos y los acorazados sajones, los trajes blanco y amarillo de los cazadores bávaros. Una vez llegados a la orilla enemiga, la banda de la guardia la había emprendido con Le Nouvel Air de Roland: «Adonde van estos valientes caballeros, el honor y la esperanza de Francia…».

En cuanto cruzaron el río, empezaron las desgracias. Hubo que avanzar por un desierto bajo un sol de justicia, adentrarse en bosques de abetos negros, soportar el frío que llegó de pronto tras una tormenta infernal; muchos vehículos quedaron atrapados en el barro. En menos de una semana los regimientos se habían distanciado de los convoys de las provisiones, pesados carruajes de los que tiraban lentamente los bueyes. Las provisiones empezaron a constituir un problema grave. Cuando la avanzadilla llegaba a un pueblo, se encontraba con que no había nada. ¿Las cosechas? Quemadas. ¿Los rebaños? Requisados. ¿Los molinos? Destruidos. ¿Los graneros? Saqueados. ¿Las casas? Vacías. Cinco años antes, cuando Napoleón había llevado la guerra a Polonia, D’Herbigny ya había visto a los campesinos desertando de sus granjas para refugiarse en el corazón de los bosques con sus animales y sus provisiones; unos escondían las patatas bajo el enlosado, otros enterraban la harina, el arroz, la panceta ahumada bajo los abetos, colgaban cajas llenas de carne curada en las copas de los árboles. Y el capitán tenía la sensación de que iban a enfrentarse de nuevo con eso, y peor aún.

Los caballos roían la madera de los comederos, pacían los rastrojos de los jergones, la hierba mojada: murieron diez mil animales antes incluso de que hubieran podido avistar la sombra de un ruso. Reinaba la hambruna. Los soldados se llenaban el estómago con unas gachas de centeno frías, se comían las bayas del enebro, se pegaban para beber el agua de los cenagales, porque los campesinos habían echado carroña o estiércol a los pozos. Hubo muchos casos de disentería, la mitad de los bávaros murieron de tifus antes de entrar en combate. Los cadáveres de los hombres y de los caballos se pudrían en los caminos, el aire infestado que se respiraba provocaba náuseas. D’Herbigny se lamentaba pese a saberse un privilegiado: los oficiales habían requisado víveres destinados a otros cuerpos del ejército para dárselos a la Guardia Imperial, lo que había provocado riñas y no pocos rencores hacia los privilegiados.

Mientras hacían camino, el capitán iba mordiendo una manzana verde que había birlado del bolsillo de un muerto. Con la boca llena, llamó a su criado:

—¡Paulin!

—¿Señor? —respondió el otro con un hilo de voz.

—¡Por todos los diablos! ¿Qué pasa que no avanzamos?

—No lo sé, señor.

—¡Tú nunca sabes nada!

—El tiempo que tarde en ensillar el asno y corro a informarme…

—¿Encima pretendes que tire de un pollino? ¡Pero si aquí no hay más asno que tú! Ya voy yo mismo.

Oyeron blasfemar a los de delante. El capitán tiró el corazón de la manzana, que se disputaron los chuchos que les seguían, y luego, con la mano derecha y un gesto de nobleza, dirigió su minúscula montura hacia el atasco.

El carruaje entoldado de una cantina, volcado en mitad del camino, era lo que impedía el paso. Un pollo superviviente, atado por las patas al armazón, perdía las plumas en sus intentos por soltarse; una pandilla de proscritos mugrientos le echaba el ojo con mirada golosa. La cantinera y el conductor se lamentaban. Uno de los caballos de tiro se había desplomado de pronto; los tiradores, con sus uniformes harapientos, habían dejado sus armas en el suelo para ayudar a desengancharlo del varal.

D’Herbigny se aproximó. Estaban desmantelando el armazón pero, a pesar de su número y sus esfuerzos, no lograban desplazarlo hacia el arcén.

—Necesitaríamos dos percherones bien robustos —decía el cochero.

—No los tenemos —respondió un tirador.

—Bastaría con una cuerda fuerte —terció D’Herbigny con tono tajante.

—¿Y luego, mi capitán? El animal seguirá pesando lo mismo.

—¡Diantre, no! Le atáis por las cuartillas y formáis grupos de diez para tirar de él.

—No somos más fuertes que los caballos —respondió un joven sargento de semblante pálido.

D’Herbigny se atusó el mostacho, se rascó la nariz aguileña, poderosa y grande. Se disponía a dirigir la operación cuando un inmenso clamor se lo impidió. Venía de allá abajo, hacia el horizonte, del recodo del camino. El clamor persistía, se instalaba, intenso y sostenido. La horda demorada por el accidente de la cantina se paralizo Todas las caras se volvieron hacia el estrépito. No parecía un ruido de guerra, sino un canto surgido de millares de gargantas. Los gritos crecían en intensidad a medida que se aproximaban, propalándose a lo largo de la columna, rodaban, se repetían, se multiplicaban, se concretaban.

—¿Qué gritan esos bribones? —le preguntó el capitán al de al lado.

—Yo lo sé, señor —dijo Paulin, que se había reunido con su capitán entre el gentío.

—Pues dilo, imbécil.

—Gritan «¡Moscú! ¡Moscú!».

En la curva del monótono camino, los primeros batallones habían desembocado en el monte de la Salvación, donde descubrieron el perfil de Moscú desde lo alto. Era una visión de Oriente al final de una llanura desoladora. Entre los soldados, a una ruidosa alegría le sucedió un silencio pasmado; contemplaban aquella ciudad enorme que bañaban los meandros de un río gris. Tras enrojecer sus almenas de sillería el sol iluminó los bulbos dorados que remataban multitud de campanarios. Contaban las cúpulas azules consteladas de oro, los minaretes, las torres puntiagudas, las terrazas de los palacios; los cúmulos de tejados rojo cereza y verdes los dejaban boquiabiertos; las manchas vivas de los naranjales, el revoltijo de los solares, la geometría de los huertos o de los jardines, los retazos de agua brillantes como placas de metal. Contra las murallas almenadas, por la parte de fuera, se sucedían los arrabales, pueblos rodeados de un simple muro de tierra. Muchos se imaginaban ya en Asia. Los granaderos, que habían soportado la campaña en Egipto, temían que fuera un espejismo y que, como un recuerdo espeluznante, fueran a surgir los bárbaros de Ibrahim Bey con las cotas de malla bajo el albornoz y copetes de seda negra en sus lanzas de bambú. La mayoría, los menos veteranos, presentían una recompensa, caucasianas de rubios cabellos, comida y bebida en abundancia, dormir entre sábanas…

—¡Qué espectáculo! ¿Eh, Paulin? —dijo el capitán D’Herbigny cuando coronó la cumbre de la colina—. Es incluso más imponente que Ruán vista desde Sainte-Catherine.

—Pues es verdad, señor —asintió el criado, que prefería Ruán, su campanario y el Sena.

Para su desgracia, era sirviente fiel por naturaleza. Seguía a su capitán. Este le concedía, a modo de sueldo, los robos habituales que se permitían los soldados en la guerra y, como estas se sucedían, Paulin iba completando sus ahorros; quería comprarse un taller de sastre, el oficio de su padre. Cuando el capitán resultaba herido, se compadecía de él frotándose las manos: cerca de las ambulancias se cobijaba uno mejor, aunque nunca por mucho tiempo, D’Herbigny tenía buena salud; por muy manco que fuera y aunque llevara una bala en la pantorrilla, se restablecía deprisa y conservaba la moral y el ánimo, pues su devoción por el emperador tenía tintes de religión.

—De todas formas —rezongaba el criado—, no sé para qué aventurarse tan lejos…

—Es por los ingleses.

—¿Hemos venido a Moscú a luchar contra los ingleses?

—¡Te lo he contado ya mil veces!

El capitán iniciaba de nuevo su lección:

—Los rusos llevan un siglo negociando con los ingleses, y estos quieren nuestra perdición.

El capitán se exaltaba: los rusos esperaban el dinero de Londres para mejorar sus navíos, dominar el Báltico y el mar Negro, los ingleses se aprovechaban de eso. ¡Demonios!, y empujaban al zar contra Napoleón. Querían que se levantara aquel bloqueo infernal que les impedía distribuir sus productos por el continente y les arrumaba. En cuanto al zar, no ve con buenos ojos que Napoleón extienda tanto sus conquistas. El Imperio está llegando a sus fronteras, los ingleses le muestran el peligro, el cede, provoca el incidente y aquí nos tienes, a las puertas de Moscú.

¿Cesará todo esto alguna vez? Paulin pensaba en la tienda que le gustaría poner, en las telas londinenses que le gustaría cortar.

Un escuadrón de lanceros polacos rodó cuesta abajo rugiendo órdenes que no era preciso traducir; manejando sus astas guarnecidas con gallardetes multicolor, se abrían paso a través de la masa de curiosos para alcanzar una especie de terraplén. Al reconocer los abrigos blancos y los anchos chacos de fieltro negro de la escolta imperial, los regimientos instalados en la colina izaron sus tocados en la punta de las bayonetas, y saludaron con una ovación enloquecida la llegada de su majestad; D’Herbigny se unió al griterío, a todo pulmón. Napoleón avanzaba al trote, con el brazo izquierdo oscilando en el vacío, un bicornio de castor encasquetado en la frente, seguido de su estado mayor en uniforme de gala, plumas, adornos, largos cinturones de flecos, botas sin una mota de polvo y alazanes bien alimentados.

Los clamores se duplicaron cuando el grupo se detuvo al borde de la colma para estudiar Moscú. Durante un breve instante, los ojos azules del emperador se iluminaron. Resumió la situación en tres palabras:

—Ya era hora.

—¡Oh, sí, Sire! —murmuró el escudero mayor Caulaincourt, saltando de su caballo para ayudar a Napoleón a apearse del suyo, Tauris, un animal persa de pelaje plateado que agitaba sus crines blancas, regalo del zar en la época en que ambos soberanos se estimaban, el ruso con curiosidad y el corso con orgullo.

Desde primera fila, detrás de la línea de lanceros, D’Herbigny fijaba la mirada en su héroe; las manos a la espalda, la fisonomía terrosa, abotargada, el emperador parecía cuadrado, igual de ancho que de alto, por las largas mangas con escotadura de su redingote gris, que podía ponerse sobre el uniforme de coronel sin quitarse las charreteras. Napoleón estornudó, aspiró por la nariz, se la sonó y se sacó del bolsillo los gemelos de los que no se separaba, pues empezaba a fallarle la vista. Algunos generales y los mamelucos habían desmontado ya, y le rodearon. Mapa en mano, Caulaincourt detallaba Moscú; mostraba la ciudadela del Kremlin dispuesta en triángulo sobre un promontorio, sus murallas bizantinas flanqueadas de torretas a orillas del río. Señalaba las cinco murallas que limitaban los barrios, citaba el nombre de las iglesias, apuntaba los depósitos y almacenes.

El ejército en pleno empezaba a impacientarse.

Todo el mundo aguantaba la respiración para no perturbar un silencio que se había hecho inquietante. Nada, no se oía nada, apenas el viento, ni un pájaro, ni un ladrido, ningún eco de voces ni de pasos, ni el taconeo de unos zuecos, las ruedas de los carromatos no rechinaban sobre el pavimento de Moscú, no se percibía ninguno de los zumbidos habituales de una ciudad considerable. El teniente coronel Berthier escrutaba a través del anteojo las murallas, los cruces de las calles desiertas, las orillas del Moscova donde estaban amarrados los pontones.

Sire —dijo—. Es como si no hubiera nadie.

—¿Han huido vuestros buenos amigos? —gruñó Napoleón a Caulaincourt, al que trataba con desprecio desde que regresara de su embajada en San Petersburgo, ya que ese aristócrata de la vieja escuela apreciaba al zar.

—Las tropas de Kutuzov se han apostado al otro lado —respondió el caballerizo mayor con tono sombrío y el sombrero bajo el brazo.

—¿Ese supersticioso de Kutuzov se niega a batallar? ¡Pues no lo desangramos bien cerca de Borodinó!

Los oficiales del estado mayor se miraron sin rechistar. En Borodinó habían perdido demasiados hombres en un espantoso cuerpo a cuerpo, y cuarenta y ocho generales, entre los cuales se contaba el hermano de Caulaincourt. Este último hundió el mentón en el nudo de su corbata: tenía la tez lisa, la nariz recta, el pelo oscuro y muy corto y llevaba patillas anchas; duque de Vicenza, si bien poseía la prestancia de un maestresala, no tenía su servilismo; al contrario que la mayoría de duques y mariscales, nunca había ocultado que desaprobaba aquella invasión. Desde el principio, desde el Nieman, se lo repetía en vano al emperador: el zar Alejandro no cedería jamás a sus amenazas. Los hechos le habían dado la razón. Las ciudades ardían, y ellos sólo se apoderaban de las ruinas. De vez en cuando, una partida de cosacos emprendía una ofensiva; aparecían como un torbellino, atacaban un escuadrón a traición y desaparecían. A menudo, por la noche, se distinguía a algunos rusos por sus vivaques, se preparaban, montaban guardias nocturnas, pero al alba habían abandonado sus posiciones. Se libraron combates breves y sangrientos, pero no como en Austerlitz, no como en Friedland, como en Wagram. En Smoliensk, el enemigo había resistido el tiempo de matar a veinte mil hombres e incendiar la ciudad; cerca de Borodinó, algunos días antes, habían dejado noventa mil hombres muertos y heridos de ambos bandos sobre el campo desfondado por los obuses. Los rusos habían podido retirarse hacia Moscú, donde, a simple vista, no parecía que se hubieran quedado. Al cabo de una media hora de inmovilidad, Napoleón se dirigió hacia Berthier:

—Dad la orden.

Los artilleros azul cielo de la Vieja Guardia esperaban la señal para encender la mecha; fueron los que lanzaron el cañonazo que desencadenó la avalancha. Había que reagrupar las tropas dispersas. Los jinetes montaron, los escuadrones formaron, la infantería se agrupó en batallones y los tambores redoblaban. Revitalizado por la cercanía de su emperador, D’Herbigny no concebía de ningún modo quedarse a la cola con el equipaje.

—¡Voy con ellos! —le dijo a su criado—. Nos vemos esta noche en el campamento de la guardia.

Paulin compuso una expresión asustada pero el capitán añadió, para tranquilizarle, una frase que aún le atemorizó más:

—¡Todavía me queda la mano izquierda para ensartar a esos cerdos mongoles!

Fustigó a la especie de pony en el que iba montado y se perdió en el movimiento de las tropas.

Apenas se acababa de reunir con la brigada del general Saint-Sulpice a la que pertenecía cuando, de todas partes, de los flancos de la colina, oficiales vueltos a medias hacia sus hombres, levantaban sus sables desnudos. Gritando, los caballeros se lanzaron entonces al galope por la pendiente; los cañones, los arcones les seguían a toda velocidad levantando nubes de arena; los soldados ligeros y los granaderos bajaban hacia la ciudad a todo correr. Aullaban todos a pleno pulmón, los ejes chirriaban. Eran cien mil los que descendían y no veían nada: la tempestad de polvo velaba el sol. La jauría encegada se detuvo ante las barreras de los suburbios. Había jóvenes que caían de rodillas de tanto como habían corrido, y jadeaban, llenos de arena amarilla de la cabeza a las polainas. El capitán D’Herbigny escupía en el suelo como los demás; su caballo se sacudía las largas crines para quitarse el polvo.

Exaltados tras los diez minutos de la cabalgada, los soldados volvían a inquietarse. Los rusos seguían sin aparecer. De pie, firme en sus botas, el capitán se estiro; con la mano buena se quitó el gabán y lo dobló de cualquier manera detrás de su silla. Por un lado veía como los regimientos se instalaban en la llanura hasta hacerse invisibles, del otro observaba cómo los últimos ulanos de Murat franqueaban la puerta de Moscú entre dos obeliscos de cuarenta pies de alto.

En el suburbio que habían ocupado los dragones, chozas bajas con los muros de barro se apretujaban contra las isbas de abeto. La calle que conducía al río y al puente era tan ancha como la carretera de Smoliensk que ella prolongaba, una vía polvorienta que no alegraba ni una humilde brizna de hierba, solo, de vez en cuando, algún zarzal gris. El capitán verificó su pistola; por si acaso, se la puso en el cinto, como un pirata. Se había encontrado con los jinetes del cuarto escuadrón a los que conocía por sus nombres, y de los que envidiaba los caballos, esqueléticos pero de buena planta. Contemplaba codicioso el rocinante del dragón Guyonnet cuando este abrió unos ojos como platos:

—¿Qué es ese jaleo?

—¿Cómo?

—Ahí en el puente, mi capitán…

D’Herbigny se dio la vuelta. Allá abajo, en la orilla derecha del Moscova, un energúmeno agitaba un tridente. Era un viejo envuelto en una piel de cordero; tenía el pelo largo y grasiento, la barba blanca le rozaba el pecho y caía hasta su cintura. Seguido de Guyonnet, el capitán se aproxima. El viejo mujik gesticula y amenaza con ensartar a quien se proponga entrar en la ciudad. D’Herbigny da unos pasos más. El vagabundo sostiene el bieldo con ambas manos y arremete contra él, que se aparta. Arrastrado por su carga, el anciano se precipita al vacío. El capitán aprovecha para pegarle una patada y lo arroja al agua: la corriente es fuerte, se lo lleva y lo ahoga.

—¿Lo veis, Guyonnet? —dice el capitán—. Se puede luchar con una sola mano y una certera patada en el culo.

Al volverse hacia el dragón, D’Herbigny ve al emperador, los labios prietos, los hombros cargados; no se ha perdido ni un detalle de la escena; un mameluco con turbante sostiene su caballo persa por la brida.

Como ya estaba en el umbral de la ciudad, D’Herbigny recibió la misión de recorrerla en busca de moscovitas o, en su defecto, información. Tomó el mando de una treintena de jinetes de la Guardia Imperial que escogió entre los que montaban pequeños caballos salvajes, para no sentirse inferior a lomos de su modelo reducido. De nuevo importante, el capitán se adentró en Moscú a la cabeza de su columna, por el puente de piedra que cruzaba el Moscova, un río que había imaginado más ancho, más profundo, menos impetuoso. La patrulla se encontró en las calles de verdad, estrechas pero pavimentadas con los cantos rodados del río, piedras de Lidia, madréporas y amonites de distintos tamaños en los que los animales enganchaban las pezuñas. Pasaron junto a fuentes, invernaderos acristalados, casas de madera pintadas de verde, amarillo, rosa, con barandillas y fachadas trabajadas como encajes. Luego la calle se ensanchó y cambio la decoración. Marcharon a lo largo de edificios de piedra blanca, palacios de sillería, jardines frondosos por donde serpenteaban las alamedas, invadidas de flores salvajes, rocas de formas extravagantes, miradores y arroyos. Los pasos de los caballos eran lo único que resonaba en las calles de esa ciudad rica y muerta que impresionaba a los dragones. Estaban nerviosos. Se preguntaban de dónde les vendría la desagradable sorpresa, el disparo de un tirador emboscado, los obuses rusos apostados en el ángulo de una avenida. Naturalmente, la imponente caballería de Murat ya había pasado por allí, aunque les quedaba la duda, la idea confusa de una trampa. El capitán creyó percibir la silueta de un hombre ante la escalinata de un palacio; pero sólo era una estatua de bronce que sostenía un candelabro con veinte velas apagadas. Bordearon entonces un lago rodeado de señoriales villas; cada una tenía su embarcadero y canoas de colores vivos arrimadas a los huertos. Más adelante, en el atrio de una iglesia colosal coronada con una cúpula de pizarra, levantaron la miada, alertados por un grito y el roce de unas alas: en lo alto, una ave rapaz había quedado enganchada en las cadenas doradas que sostenían las pequeñas campanas; cuanto más se debatía, más se enredaba en ellas.

—Parece el águila de la brigada —se atrevió a decir un dragón.

—Hay que matarla para poderla soltar —dijo otro levantando su fusil.

—¡Silencio! —replico el capitán con voz airada—. ¡Y tú, maldito cretino, baja el arma!

—Escuchad…

Aguzaron el oído, distinguieron el sonido vago de unos pasos; quienes fueran debían caminar en cuadrilla; todo resonaba en esas calles sin vida. El capitán dispuso a sus jinetes sin montura al amparo de un jardín frondoso, donde se echaron las armas al hombro. La procesión desembocó en el cruce.

—Van de paisano…

—No están armados.

—¿Quién habla ruso? —preguntó el capitán—. ¿Nadie? ¡Pues venga, vamos!

Salieron en tropel de detrás de los montículos, con los fusiles apuntando a los civiles, una veintena, de apariencia inofensiva, que les hacían gestos y aceleraban el paso. Uno de ellos, rechoncho, calvo y con patillas canosas enmarcándole las mejillas, les dijo con voz meliflua:

—¡No disparen! ¡No somos rusos! ¡No disparen!

Los dos grupos se reunieron en mitad del atrio.

—¿Qué están haciendo aquí?

—Estos señores son franceses como yo —dijo el gordo—. Estos son alemanes, este italiano.

Señalaba a sus compañeros de redingotes oscuros, bajos, con zapatos de cordones y con cadenas de relojes colgando de los chalecos como guirnaldas.

—Trabajamos en Moscú, señor oficial. Yo soy Sautet, el señor Riss es mi socio.

El socio se quitó el sombrero de nutria para saludar. Tenía el cráneo igual de liso que su colega, semejante también en la gordura, la cara rojiza y el traje. Sautet proseguía, ceremonioso:

—Dirigimos la mayor empresa de librería francesa de todo el Imperio, señor oficial. Este es el señor Mouton, impresor, el señor Schnitzler, reputado comerciante de pieles…

D’Herbigny interrumpió las presentaciones para interrogar al charlatán. ¿Dónde demonios se habían metido los habitantes? ¿Podía llevar a los boyardos hasta su emperador? ¿Y el ejército de Kutuzov? El ejército había cruzado Moscú sin detenerse; se habían visto oficiales llorando de rabia. Esa misma mañana, antes del amanecer, el gobernador Rostopchin había organizado el éxodo de la población, una curiosa mezcla de civiles, encabezados por sus iconos, que entonaban cánticos y se lamentaban abrazándose a las cruces. Había habido escenas horripilantes que Sautet sugirió pero no se atrevió a contar:

—El señor Mouton les va a contar lo que le ha pasado.

—Estoy vivo de milagro —empezó a narrar este último, tembloroso—. Con el pretexto de que yo había hecho afirmaciones injuriosas sobre el zar, los policías me han llevado a rastras ante el conde Rostopchin. No era el único. También estaba un joven moscovita cuyo padre conozco, un comerciante, y a él también le acusaban de haber traducido una proclama del emperador Napoleón; en realidad, me consta que lo único que había traducido eran extractos del Correspondant d’Hambourg que contiene, entre otras cosas, la famosa proclama que yo mismo he leído, al fin y al cabo soy impresor y…

—Ya lo sabemos…

—Pues que este chico era el hijo de un notable, por más que fuera miembro de esa secta de iluminados alemanes cuyo nombre he olvidado…

—¡Al grano! —se impacientó D’Herbigny.

—Entregaron al muchacho a la multitud, sedienta de sangre, señor, todavía se me pone la piel de gallina al recordarlo, y lo descuartizaron, sí, lo despedazaron vivo como a un conejo, los exaltados ataron su cadáver a una cuerda para pasearlo por la ciudad. Sólo se ha encontrado una mano con tres dedos.

—¿Y vos?

—¿Yo? Estaba aterrorizado, imaginaos, pensaba que ese hatajo de locos me iban a destrozar pero no, no, no, sólo me cayó un sermón del conde Rostopchin. Quería que les contara todo esto a vuestras mercedes para que sepan cómo las gastan los patriotas en Rusia con los traidores y los infieles.

—Pues ya lo habéis hecho —concluyó el capitán, a quien hacía tiempo que los relatos de las atrocidades habían dejado de impresionarle.

Prefería informarse acerca de los recursos de la ciudad, de sus gentes:

—¿Dónde están los dignatarios?

—Se han ido.

—¿El gobernador Rostopchin?

—Se ha marchado con ellos.

—¿El ejército de Kutuzov?

—Ya está lejos de aquí, ya os lo hemos dicho.

—¿Cuántos extranjeros se han quedado?

No lo sabían. La mayoría habían sido evacuados en barco hacia Nizhni Nóvgorod pero, antes de partir él, Rostopchin había abierto las puertas de los manicomios y las cárceles, presidiarios que debían recorrer la ciudad y degollar a los franceses en cuanto estos entraran en la ciudad; los últimos habitantes se encerraban en sus sótanos.

—¿Los almacenes de grano?

—Vacíos o agotados.

—¿Cómo es posible? ¿No hay reservas?

—Antes del invierno, Moscú se abastece por el río pero este año se interrumpió el tráfico por mor de la guerra. Tal vez puedan encontrar cereal descascarillado de cebada o de avena.

—¿Harina?

—Los rusos la utilizaron para hacer pan y galletas —dijo Sautet—. Hace al menos dos semanas que unos carros se lo llevaron para el avituallamiento de las tropas.

—Vi con mis propios ojos cómo tiraban el grano de las chalanas al Moscova, señor oficial —continuó el socio.

Entre las torretas aflautadas de la iglesia, la rapaz estrangulada por las cadenas se balanceaba como un ahorcado.

Cuando le informan de la evacuación de Moscú y de que, con este abandono, Rostopchin le ha robado su acostumbrado triunfo, Napoleón está consternado, palidece, gesticula febril e incoherente, se cambia el pañuelo de bolsillo varias veces, se pone y se quita los guantes tironeando de los dedos. Lo sacuden tics nerviosos; se rasca la mejilla, va de acá para allá, frenético, le pega una patada a una piedra. Pide que le acerquen su caballo con un ademán, un mameluco le ayuda a subirse a la silla, le coloca los pies en los estribos, luego el emperador cruza el puente y caracolea sobre la ribera, solo ante la puerta de Dorogomilov, que no franquea. Tiene que aguardar a que las tropas asedien la endemoniada ciudad de Moscú y la dividan en zonas para su segundad. El emperador regresa bruscamente a la orilla izquierda del Moscova con renovada energía, que dicta su ira:

—¡Berthier!

—Estoy frente a vos, Sire —le responde el teniente coronel arrastrando las palabras.

—Despliegue los regimientos alrededor de la ciudad. El príncipe Eugenio al norte, el príncipe Poniatowski en los suburbios del sur, Davout detrás del virrey. Mortier gobernará la provincia, Durosnel tendrá el mando de la ciudad, Lefebvre que organice la policía en el Kremlin.

Los correos partieron acto seguido en todas las direcciones a comunicar esas consignas, justo cuando la caravana de los equipajes llegaba al suburbio y el capitán D’Herbigny se reunía de nuevo con su criado:

—Esta noche, Paulin, ¡dormiremos en casa del zar!

—Bien, señor.

La Vieja Guardia se aproximaba. El mariscal Lefebvre, duque de Danzig, la banda y los granaderos marchaban hacia las murallas. Los cazadores avanzaban en formación según sus rangos. El convoy de la casa del emperador llegó a su vez por la nueva ruta de Smoliensk, una larga comitiva de arcones uncidos a ocho caballos, calesas, un rebaño de animales de carga, una hilera de asnos del Piamonte cada uno de los cuales transportaba dos barriles de chambertin, cantinas rodantes que precedían a los maestresalas y a los cocineros a lomos de unos mulos.

—¡Paulin! —dijo el capitán—. A ese le conocemos, es de Ruán.

—¿A quién, señor?

—A ese mequetrefe que está gordo como un capón, el que se baja de la berlina de los secretarios.

—Parece el hijo de Roque…

—Es él, estoy casi seguro. Pensaba que estaba de pasante en casa de un procurador de la rue du Gros-Horloge.

—Llevamos tanto tiempo sin ir por Ruan… —se lamentó el criado.

La caballería de la Vieja Guardia estaba enfilando el camino de Moscú, D’Herbigny no tuvo tiempo de convertir su impresión en certidumbre. Sebastián Roque salía efectivamente de la berlina de los secretarios, detrás de los barones Méneval y Fain, que no abandonaban jamás sus uniformes bordados de nuevos relatores del Consejo. Tenía veinte años, los ojos color malva, un sombrero negro de ala ancha y escarapela, un amplio redingote igual de negro sobre el que se superponían distintos cuellos. En Ruán, su padre era propietario de una fábrica de hilados de algodón, pero con el bloqueo marítimo de los ingleses no conseguían sacar los productos del país; al igual que los demás industriales de la zona, había tenido que reducir su producción a la mitad. Dado que, en casa de su padre, Sebastián carecía de futuro inmediato, se había ido a trabajar a casa del maestro Molin, un procurador. Se habría conformado encantado con esa vida apacible hasta el aburrimiento, ya que no tenía ambición ninguna: era un joven mal cortado a la medida de su siglo, sin pasión por lo militar, se sabía poco dotado para la guerra; prefería una monótona vida civil pero con las dos piernas, los dos brazos, no echaba de menos que le explotara un obús en la barriga. En el país ya sólo quedaban viudas, tullidos y chiquillos; las batallas devoraban a los hombres. Sebastián consideraba que el mundo era un caos del que había que protegerse. Había evitado alistarse con tenaz perseverancia. Gracias a las gestiones de un primo, conserje del ministerio de la Guerra, en París, le hicieron supernumerario y luego escribiente titular del general Clarke, poco estimado, que dirigía la administración central, lejos de las hostilidades. Sebastián apreciaba a ese general de pelo rizado, cabeza redonda colocada sobre un cuello largo y desproporcionado que le preservaba de entrar en combate. Durante un año vivió en una rutina irresponsable y regalada, hasta el día de la primavera anterior, un miércoles, lo recordaba perfectamente, en que su bella caligrafía le jugó una mala pasada. Uno de los asistentes del barón Fain, secretario del emperador, se había puesto enfermo. Había que sustituirlo urgentemente. Reunieron a los escribientes del ministerio, les dictaron un texto, recogieron las copias. Escogieron a Sebastián Roque por la elegancia de su letra. Y así fue como, aun queriendo evitarlo, se hallaba entonces en la guerra… Estaba contemplando el brillo de las cúpulas de Moscú cuando una voz le llamo:

—¡Señor Roque! ¡No es momento de quedarse encandilado!

El barón Fain le cogió del brazo y le hizo subir a una calesa descubierta. Se apretujo entre un lúgubre maestresala y el cocinero Masquelet. Su majestad dictaba sus disposiciones, pasaría la noche en el suburbio, pero despachaba a los sirvientes de su casa para que prepararan su hospedaje en el Kremlin. Así que el barón Fain envió a su escribiente con el encargo de que organizara un secretariado lo más cerca posible de los aposentos del emperador, al alcance de su voz. Así fue como vanas calesas se fueron llenando de sirvientes. Un destacamento de la gendarmería de élite avanzaba ante ellos, abriéndoles camino.

La columnata del palacete Kahtzin imitaba un templo griego, igual que el Club Inglés del bulevar Stratsnoi. Ante la puerta noble ladraban dos molosos con collares de púas metálicas; tiraban de las cadenas que los amarraban a argollas empotradas a la pared, babeaban, mostraban los colmillos y lanzaban miradas amarillas y maléficas. D’Herbigny, con el brazo estirado, apuntaba a la cabeza del primero con su pistola cuando una de las hojas de la puerta se abrió a un mayordomo con peluca; llevaba librea y sostenía un látigo:

—¡No, no! ¡No los mate!

—¿Hablas francés? —se sorprendió el capitán.

—Como la buena sociedad.

—¡Déjanos entrar y sujeta a tus fieras!

—Les esperaba.

—¿Bromeas?

—Las circunstancias no se prestan a ello.

Hizo restañar su tira de cuero. Los dogos adoptaron la pose de dos esfinges, aunque seguían gruñendo en sordina. D’Herbigny, Paulin y un grupo de dragones entraron recelosos en un vestíbulo embaldosado, detrás del mayordomo: su señor, el conde Kahtzin, se había marchado aquella mañana con su familia y sus criados tras haberle confiado la tarea de poner la casa en manos de un oficial para evitar que la saquearan. Lo mismo cabía decir del resto de las grandes mansiones abandonadas, que sus propietarios esperaban recuperar sin daños en cuanto ambos emperadores se hubieran puesto de acuerdo. Parecía evidente que la presencia de los franceses y sus aliados no iba a eternizarse en la ciudad.

—He aquí, señor general, el motivo por el cual quedo a vuestro servicio —dijo el mayordomo.

El capitán sacó pecho igual que las aves yerguen el esternón, sin corregir el halago, sin sospechar siquiera el deje de ironía en esa frase alambicada. Le bastó un vistazo a los rectángulos claros y desiguales que colgaban sobre la tapicería para saber que se habían llevado los cuadros así como, sin duda, los objetos más preciados. No había gran cosa que pillar en esa entrada, a no ser una lámpara de araña más engorrosa que otra cosa y algunos tapices. Los soldados de caballería, en penumbra, aguardaban el permiso para inspeccionar el despacho, y las bodegas, porque tenían el gaznate seco como el esparto, cuando se oyeron los ladridos de los perros y unas carcajadas. El capitán salió a la columnata, con el mayordomo pisándole los talones. Unos cazadores estaban fastidiando a los molosos a distancia, con una botella colgada de la punta de una pica; las bestias se estrangulaban con las cadenas, buscaban qué morder y, como sólo encontraban cristal, lo quebraban a mordiscos y la sangre les goteaba por las fauces, enloquecían, levantaban las patas.

—¡Detenga a esos idiotas! —le gritó D’Herbigny a un sargento de caballería con la cara picada de viruela.

—¡Están borrachos como cubas, mi capitán!

Y D’Herbigny gritaba asestando golpes planos con su sable sobre los cazadores partidos de risa, para que se largaran, pero estaban muy borrachos y uno de ellos, sin parar de reírse, se cayó de espaldas. El mayordomo intentó calmar a los dogos con su látigo, toda aquella agitación y las heridas del morro los excitaban; la avenida se iba llenando de tropas de la guardia en busca de alcohol, carne fresca, botín, muchachas que no hallaban en ninguna parte. Un primer tambor en uniforme de gala dirigía a sus músicos, que transportaban unas butacas. El aguardiente discurría como un riachuelo desde la puerta de un almacén desfondado; un pelotón de gendarmes, con sus gorras de visera, sacaban los toneles, que llevaban rodando hasta una carretilla. Otro, al que se le veía el talabarte amarillo bajo el vello de oso de una pelliza robada, sostenía un jamón entre los brazos, un florero enorme, dos candelabros de plata y un bote de fruta confitada; mal sujeto, el frasco se le escapa de las manos, resbala, se cae, se hace añicos en el suelo, el soldado resbala sobre la fruta confitada, se desploma como un saco; los granaderos se abalanzan sobre el jamón y huyen perseguidos por sus insultos. El capitán no podía intervenir para interrumpir esa caótica mudanza. Él mismo tenía ganas de tomar parte. Como sonreía ante esa idea, el mayordomo, ansioso, le preguntó:

—Vais a proteger nuestro palacete, ¿verdad?

—¿Supongo que te refieres a mi acantonamiento?

—Eso quería decir, vuestro alojamiento y el de vuestros caballeros.

—De acuerdo, pero primero quiero visitar todos sus rincones. —Y se dirigió al sargento de caballería—: ¡Martinon! Coloca centinelas en las puertas de esta casa.

—Eso no va a ser fácil.

Y señaló a los dragones que ya se habían diseminado por el vecindario; algunos se pasaban mesas, butacas y frascos por las ventanas de un chalé de madera de abeto enjalbegado de verde pálido.

—¿Qué pasa ahora? —rezongó el capitán, con el sable colgado de su correa en la mano izquierda.

Espectros de largas cabelleras y frondosas barbas, con las piernas envueltas en harapos, llegaban en ese momento a la avenida, enarbolando horcas. D’Herbigny se dirigió al mayordomo, que se retorcía nerviosamente los dedos:

—¿Y esos quiénes son, según vos?

—Pues…

—¿Presidiarios? ¿Locos?

—Ambas cosas.

Por las calles de Moscú, Sebastián Roque se había cruzado con grupos parecidos que los gendarmes disolvían a culatazos pero, cuando pasaban por una calle más estrecha, un mujik con el mentón cubierto de pelos negros, los ojos furibundos asomando entre guedejas largas, se acercó a la calesa en la que él iba sentado y le agarró el brazo con fuerza. Masquelet y los pasajeros intentaron que soltara su presa a lo bruto, golpeándole la cabeza, pero los gendarmes tuvieron que abatirle a palos. Cayo de espaldas, tenía sangre en el pelo, se levantó, y se dio de bruces contra los caballos, a los que el cochero atizo; los caballos le derribaron de nuevo y rodó bajo la calesa, se oyó un bramido, un crujir de huesos, el carruaje se tambaleó. Amontonados en el suelo, enjambres de vagabundos ponderaban el espectáculo sin que en sus rostros se leyera nada más que embrutecimiento. Su aspecto salvaje daba escalofríos pero, junto con la libertad, habían descubierto reservas considerables de aguardiente, que les había dejado lacios. Ninguno de ellos hizo el menor gesto de moverse cuando su congénere aplastado se retorció en el suelo. Sebastián estaba blanco como la cera, tenía frío y calor a la vez, bajó la mirada, le castañeteaban los dientes y se frotaba el brazo dolorido.

—Un verdadero caníbal, su agresor —bromeaba el cocinero—. ¡Si le dejamos se lo come!

—No son humanos, son osos —consideró el maestresala con gesto experto, con el dedo levantado en el aire.

Lo que al resto de los sirvientes les parecía una banalidad, aterrorizaba al joven. Cuando el barón Fain le confiaba alguna misión para la que debía alejarse del entorno imperial, desconfiaba de todo y de todos. El peligro rondaba los ejércitos. ¿Desaparecer joven? ¿Cuál era esa gloria de la que no se disfrutaba? La ópera, sí, era una maravilla, y si él hubiera tenido buena voz… ¡Diantre! Sebastián quería conocer una tras otra todas las estaciones de su vida, en la juventud veía un invierno, esperaba la primavera, cuando las energías se despliegan con la edad. El heroísmo no le atraía lo más mínimo. Además, ¿dónde estaban los héroes? Los oficiales no codiciaban más que su propio ascenso; no habían ido a Rusia voluntariamente, muchos habían aceptado el uniforme para poder comer. En Francia, el trigo empezaba a escasear, a los indigentes se les repartía arroz hervido, que no saciaba a nadie. Los robos se multiplicaban. Los obreros desempleados se morían de hambre. En Ruán, ya no había más que pan de harina de guisantes y, en París, el emperador dispensaba sumas extravagantes para mantener el precio de dieciséis perras chicas las cuatro libras para evitar las revueltas; los intrigantes especulaban con el grano, acentuaban la hambruna para enriquecerse. Los más optimistas habían pensado que la guerra sería un asunto rápido, que el Gran Ejército entraría en San Petersburgo en julio, pero no había sido así, y los hombres agotados que habían llegado a desear la derrota y que se terminara todo de una vez, se desquitaron al llegar a Moscú.

El cortejo de los empleados cruzó por fin la puerta semigótica de la fortaleza, rodeados de un tropel de militares cargados de muebles con los que estaban empezando a instalarse. En el interior de las murallas rojas, el Kremlin presentaba un conjunto de estilos monumentales, catedrales con minaretes y campanarios esféricos, monasterios, palacios, casernas, un arsenal donde acababan de descubrir cuarenta mil fusiles ingleses, austríacos y rusos, un centenar de cañones, lanzas, sables, armaduras medievales, trofeos arrebatados no hacía tanto a los turcos y a los persas cuyos soldados se estaban colocando junto a los vivaques de la gran explanada.

El prefecto Bausset, con los brazos en jarras, y una cara pálida como si se la hubiera empolvado, había precedido a su personal por la escalinata de piedra que ocupaba la fachada del palacio: «Los caballeros del servicio particular de su majestad, que me sigan». Trepó por esa escalera a la veneciana hasta una amplia terraza que dominaba Moscú. Los aposentos de los zares abrían a ella sus ventanales sin postigos ni visillos. Sebastián Roque, el cocinero Masquelet, sirvientes, tapiceros, penetraron en la futura morada del emperador como si fueran de visita, con el sombrero en la mano. Cruzaron un interminable salón cuyas columnas y trípodes lo dividían en dos antes de llegar al dormitorio, un largo rectángulo con ventanas abiertas sobre el Moscova, molduras desdoradas, un baldaquín, cuadros italianos y franceses de siglos pasados. Los leños estaban preparados en las chimeneas. Los péndulos funcionaban.

—Señores, los sirvientes se instalarán en la habitación anexa, aquí, a la derecha. El tabique es muy delgado, su majestad no tendrá ni que levantar la voz para llamarles.

—¿Y los secretarios? —preguntó Sebastián.

—Pueden instalarse en el salón contiguo, aunque los únicos apartamentos amueblados son los de los zares, cada uno tendrá que espabilarse.

Ese estribillo les sonaba muy familiar, dormían a menudo en el suelo, a la intemperie o en las escaleras, en las alcobas, en granjas, en cualquier parte, vestidos, dispuestos a responder raudos en cuanto se les solicitara.

—¿Las cocinas?

—Creo que están en el sótano.

—El emperador detesta que se le sirva la cena fría —protestó el cocinero—. Si tengo que subir tres pisos y recorrer tres galerías de pasillos, ¡me va a estampar la pepitoria en la cara!

—Ya encontraréis una solución, señor Masquelet; el zar Alejandro tampoco come platos fríos.

Y todo el mundo tuvo que ponerse manos a la obra. Sebastián quería procurarse una mesa, Masquelet un horno; uno muy listo apareció con unas pieles de lobo que le había comprado a un brigadier, y con las que se improvisó un lecho sobre el parquet; un sirviente a las órdenes de Bausset descolgaba los retratos del zar y su familia, que molestarían al emperador. En la terraza, un grupito silencioso recorría con la mirada la ciudad y las estatuas de mármol blanco del palacio Pascov, adosado a las murallas.

—Me ha dicho un granadero que los sótanos están llenos de muebles —le dijo un criado al intendente.

—¿Y a qué esperáis? —repuso Bausset.

—¿Venís? —le preguntó Masquelet a Sebastián—. Seguro que abajo encontráis la mesa que queréis.

A lo largo de los pasillos que recorrieron a buen paso para no perder tiempo, Roque, el cocinero y los lacayos constituidos en expedición reclutaron a unos cuantos granaderos que montaban guardia delante de habitaciones vacías, o jugaban a las cartas sobre un tambor. El más mostachudo había colocado su gorra de piel sobre el cráneo de una diosa de escayola a la que habían apeado de su pedestal, y la manoseaba diciéndole: «¡Mi sueldo para quien me traiga una rusa de verdad!». La presencia de aquellos veteranos armados que habían conocido cien veces el infierno tranquilizaba a Sebastián pero ¿dónde estaban los sótanos? Descendieron una escalinata de honor, se perdieron por salones desiertos, pasillos, abrieron puertas entornadas, preguntaron a otros soldados que no supieron darles razón, acabaron por encontrar otra escalera de piedras gastadas, más estrecha, más vulgar, que conducía a salas desmesuradas, con el techo abovedado como las capillas, tan oscuras que uno de los granaderos fue en busca de antorchas. Le esperaron. Las paredes y el suelo desprendían un olor húmedo. Con la primera antorcha prendieron las demás, y prosiguieron su exploración. En los muros se abrían boquetes oscuros en los que se aventuraban aun a riesgo de extraviar el camino de regreso. El humo de las teas les escocía en los ojos, sus siluetas deformes se proyectaban alargadas sobre los pilares y las bóvedas, lamían los techos; la sombra de Sebastián, con su gabán de cuello vuelto, parecía la de un vampiro (se hubiera asustado de sí mismo de haberse hallado solo en aquel lugar).

—Allá al fondo hay algo —dijo un granadero.

—Cajas…

—Iluminadnos, aunque a cierta distancia —ordenó Masquelet—. Y si fueran municiones, ¿eh? ¡Tú! ¡Ábrenos esto con tu bayoneta!

La tapa de una caja saltó con un ruido de madera quebrada, la abrieron, el cocinero hundió valientemente su mano en ella y sacó un montón de polvo.

—Sostened la antorcha ahí, encima de la palma de mi mano, para que vea qué es esto…

—No hace falta —respondió el granadero—, basta con olerlo.

—Pues yo no huelo nada.

—Entonces es que no tenéis olfato, señor. Es tabaco en polvo, rapé.

—¡Vaya! —exclamó un lacayo aproximándose.

—Tiene razón —convino el cocinero, y se introdujo un poco en la nariz, lo que le provocó un estornudo e hizo vacilar la luz de la antorcha.

Había una montaña de cajas como aquella; para proseguir, Roque y Masquelet tuvieron que dar prisa a los granaderos y lacayos, que se estaban llenando los bolsillos de tabaco. Luego vieron un amontonamiento de fardos y una hilera de toneles; los primeros contenían lana, los segundos anís estrellado, lo que disgustó al cocinero.

—¿Qué voy a hacer yo con eso? Esas especias son para platos de bárbaros. Si espolvoreo los macarrones de su majestad con anís, ¡montará en cólera!

—Pues vuestros muebles están por aquí —intervino un granadero que se había aventurado a una sala anexa.

Las teas iluminaron una pila de cómodas, butacas, armazones de camas; bastaba con servirse del montón. Sebastián distinguió un buró de persiana que le sería muy práctico para tomar el correo del emperador al dictado, pero había que desplazar un armario macizo, y abrirse paso a través de una maraña de arcones y taburetes apilados.

—Estos cojines han criado moho —constató un sirviente con consternación.

—Mejor harías ayudándome —le dijo Sebastián.

—Sostenga la antorcha —terció un granadero—, yo me ocupo de su escritorio.

En el preciso instante en que Sebastián cogía la antorcha y la sostenía con el brazo estirado, un hombre se irguió desde detrás de un bufete de madera de reflejos caoba; la aparición llevaba un casco de centurión romano y una toga echada sobre el hombro. Todo el mundo paró en seco sus pesquisas. Uno de los veteranos sacó la bayoneta que llevaba envainada en el cinto.

—¡Ah, señores! Veo que sois franceses —dijo la aparición—, y ahora distingo además vuestros gloriosos uniformes.

—¿Quién sois? —interrogó Sebastián.

—¿Cómo? ¿Que quién soy? Os disculparé la grosería porque está muy oscuro…

La luz inestable de las antorchas modificaba sus expresiones y las convertía en muecas. Con la mano sobre el corazón, el hombre disfrazado empezó a declamar:

Hasta nuestros días, Atenas y Roma

dudaban de ver aparecer a un hombre

que pudiera igualar sus éxitos.

Ahora son más humildes

al hallar pruebas de lo contrario

en el monarca de los franceses…

La exhibición los había dejado atónitos, pero un granadero, más inculto y poco sensible a los arrullos, frunció el ceño, amenazante:

—¡Responde al señor Roque o te doy una somanta de palos!

El soldado empezó a trepar por encima de los muebles para coger al comicastro, quien continuó:

—¡Se hallan en presencia del grrran Vialatoux, que ha llevado hasta los confines del Imperio a nuestros autores, clásicos y no tan clásicos! ¡Cómico, trágico, cantante, el teatro, en definitiva, todas las artes en una!

Otras formas se levantaron tras él; una voz femenina, autoritaria y aguda, gritó:

—¡Voto a bríos! ¡Viva el emperador!

—Enseñadnos esas caritas —ordenó el cocinero, que odiaba los contratiempos y todavía no había dado con su horno.

Fueron tres, cinco, los que se deslizaron de mueble en mueble hasta el suelo de tierra batida del sótano, un zagal enclenque que sostenía estrechamente apretada contra su pecho una armadura medieval de hierro, el romano exagerado, una mujer de unos cuarenta años o más, bastante jorobada, madame Aurore, la directora de aquella compañía ambulante:

—¡Suerte que no han tardado en llegar! —dijo ella—. ¡No hubiéramos aguantado mucho más en este escondite espantoso! Mire lo que hemos podido salvar, la armadura de Juana de Arco, el casco de Bruto y la toga de César, ¡nada más, nada!

—¿Qué hacen en este palacio? —preguntó Sebastián con los ojos como platos.

—Llevamos una semana ensayando la fantasía histórica compuesta por madame Aurore para el conde Rostopchin —dijo Vialatoux—. Nos habían prestado una sala del Kremlin y los acontecimientos nos sorprendieron en pleno tercer acto.

—¿Y eso?

—Horroroso —prosiguió el chico de la armadura—. Fue una desbandada, todo el mundo era presa del pánico, tuvimos que escondernos aquí, nos hubiera sido imposible llegar a la casa que le hemos alquilado a un comerciante italiano cerca del bazar; estaban todos en la calle, había avalanchas, llantos, lamentos…

—¿Y qué pasó después? —siguió preguntando Sebastián.

—Tuvimos que ocultarnos aquí —explicó el gran Vialatoux subiéndose la toga que le resbalaba sobre el hombro—. Afuera era demasiado peligroso para los franceses.

—¿No vieron venir nada?

—Nada más que nuestro texto —dijo madame Aurore, ofuscada por lo incongruente de la pregunta.

—¿Cómo es posible? —se sorprendió Sebastián.

—Nos basta con el arte, joven —le espetó Vialatoux.

—No vimos más que nuestros respectivos papeles —murmuró una chica que se mantenía un tanto apartada—. Interpretar es muy absorbente, ¿sabéis?

—No, no lo sabía —le respondió Sebastián intentando verla mejor entre las sombras—. Aunque, da igual, ¡estamos en guerra!

—Nosotros estábamos concentrados en la obra de teatro.

Sebastián seguía sosteniendo la antorcha. Iluminó mejor a aquella ingenua cuya voz le atraía. Se quedó sin aliento al examinar de la cabeza a los pies a la comediante. Mademoiselle Ornella era una morena de pelo rizado, ojos almendrados, muy negros, largas pestañas. Sebastián la comparó a aquella actriz que le había entusiasmado en Le Triomphe de Trajan, la inaccesible mademoiselle Bigottini, a la que un mecenas húngaro cubría de ducados. La actriz llevaba una casaca de manga corta sobre una falda de percal a la antigua, y borceguíes de piel acordonados a la altura del tobillo. Como la tea temblaba en manos de Sebastián, y corría el riesgo de prenderle fuego a la madera de un arcón, el granadero se la cogió:

—Señor secretario, ¿queréis o no queréis vuestro escritorio?

—Sí, sí…

El emperador estaba irritable. Su espíritu oscilaba entre el furor y el cansancio. A las seis había mordisqueado sin demasiado apetito las costillas, sentado al aire libre en su butaca de tafilete marrón con los pies en alto sobre un tambor. No decía nada, contemplaba a los lacayos que sacaban su cama de hierro y sus muebles plegables de las fundas de cuero que transportaban los mulos. En el umbral del único hospedaje aceptable, donde iba a pasar la noche, veía como Roustan, su primer mameluco, limpiaba las pistolas con las culatas en forma de cabezas de medusa con las que sólo les disparaba a los cuervos. Estaba anocheciendo, los vivaques se iluminaban bajo las murallas y en toda la llanura. Cuando se hubo tomado su copa de chambertin cortado con agua helada, a Napoleón le sobrevino un ataque de tos seca que lo sacudió en su butaca. El médico Yvan nunca se alejaba mucho de él; cuando la tos se le calmó, le aconsejó reposo inmediato y baños calientes cuando estuviera en el Kremlin. La salud del emperador se deterioraba. La víspera de la batalla, cerca del pueblo de Borodinó, su edecán Lauriston le había aplicado cataplasmas emolientes en el vientre; después de la etapa de Mozhaisk, le había aquejado una afonía persistente y su majestad tuvo que garabatear sus órdenes en trozos de papel que no eran nada fáciles de descifrar. Estaba engordando. Caminaba mucho menos a causa de los edemas de sus piernas. De vez en cuando, deslizaba la mano bajo el chaleco para comprimir los espasmos que le provocaban un dolor entre el estómago y la vesícula que le hacía retorcerse; sufría también al mear, gota a gota, una orina turbia. Su deterioro físico le ponía agresivo. Como Robespierre. Como Marat. Como Rousseau. Como Saint-Just el tuberculoso. Como Esopo, Ricardo III y Scarron, los jorobados.

—Vamos pues, señor Constant —le dijo a su ayuda de cámara—, habrá que obedecer a este maldito charlatán…

El charlatán, que no era otro que el doctor Yvan, le ayudó a levantarse; siguieron a Constant al albergue, subieron una escalera rudimentaria, sin rampa. En el piso superior, el emperador halló su mobiliario de campaña, dos taburetes, una mesa para escribir con un candelabro de varios brazos, la cama con cortinajes de seda verde. Constant le ayudo a desembarazarse del redingote; le subieron la butaca y se hundió en ella dejando caer al suelo su sombrero. Tenía un rostro redondo, liso como el marfil, con los rasgos finos y obstinados de los bustos romanos, y el cabello ralo, con una mecha que caracoleaba sobre su frente despejada. Los despidió a todos con un gesto displicente de la mano. No le gustaban los hombres sino el poder, como a un artista, como a un músico su violín; era un ejercicio de absoluta soledad y desconfianza. ¿Quién le entendía? Tal vez el zar. Alejandro también se rodeaba de aduladores, libertinos, malvados, mercenarios que le colmaban de consejos peligrosos; ingleses y otros inmigrados se mezclaban con esos imprecadores: «La Europa de Napoleón se está quebrando», decían. Y tenían razón. Marmont acababa de dejarse aplastar cerca de Salamanca. La Suecia de Bernadotte, viejo rival, negociaba con los rusos movida por los celos. ¿Con quién podía contar? ¿Con los aliados? ¡Pues buenos eran los aliados! Los prusianos detestaban a Napoleón. Había tenido que fusilar por indisciplina a la mitad del batallón español. Los treinta mil soldados austríacos, que habían intercambiado por unas cuantas provincias, se mantenían voluntariamente alejados de los combates; por lo demás, Rusia y Austria pactaban en secreto. ¡Los aliados! Antiguos enemigos que aguardaban la oportunidad de traicionarle. Los mismos mariscales rezongaban, explicaban que la pretensión de extender sus territorios iba a diluir a Francia, que esa Europa coaccionada era ingobernable. El emperador no creía más que en el destino. Todo estaba escrito. Se sabía invulnerable pero la imagen de Carlos XII le obsesionaba. Leía cada noche los textos de Voltaire que describían la desastrosa aventura de ese joven monarca sueco; un siglo antes, había perdido ejército y trono camino de Moscú. Conoció las mismas batallas indecisas; su artillería y sus carros se habían hundido en los mismos pantanos, el tira y afloja de los dragones de su vanguardia con la retaguardia moscovita le habían debilitado en la misma medida. A él también le consideraron invencible, pero su gloria había terminado camino de Constantinopla en unas parihuelas. ¿Podía volver a ocurrir? No cabía concebir tal cosa. No obstante, había coincidencias que inquietaban a Napoleón. Ese mismo día, al contemplar cómo uno de sus capitanes arrojaba al Moscova a un mujik armado con un tridente, recordó una anécdota que Voltaire había recogido en la primera parte de su Historia de Rusia: un anciano vestido de blanco de la cabeza a los pies, con dos carabinas, había amenazado a Carlos XII. Los suecos lo habían abatido; los campesinos se habían rebelado en las ciénagas de Mazovia; les habían apresado y obligado a atacarse los unos a los otros, pero a continuación el rey se había adentrado en los desiertos persiguiendo a los ejércitos de Pedro el Grande, que reculaban, que lo atraían, que dejaban tras ellos tierra quemada… El emperador se agitó en su butaca, presa de náuseas.

—¡Constant!

El criado, que estaba tumbado al otro lado de la puerta entornada, con una oreja siempre atenta, se alzó de un salto y compuso su aspecto.

Sire?

—¡Constant, hijo mío, qué espantoso olor a cerrado!

—Quemaré un poco de vinagre, Sire.

—¡Es insoportable! El abrigo.

Constant le colocó sobre los hombros un abrigo azul celeste con el cuello bordado en oro, un poco raído, que solía llevar en Italia y que ya sólo utilizaba en los vivaques. Bajó las escaleras peldaño a peldaño, con andares fatigosos y pesados, molestando a los secretarios, oficiales y lacayos que se habían instalado allí para pasar esa noche que preveían corta e incómoda. En el exterior, el emperador se encontró a Berthier y a los generales en animada conversación.

—Fuego, Sire —dijo el teniente coronel señalándole un resplandor que se veía en la ciudad.

—¿Dónde?

—En uno de los brazos del río se han incendiado unas barcazas y luego los muelles de madera, y un depósito de aguardiente —explicó un edecán que acababa de llegar de Moscú.

—Nuestros soldados no saben encender las estufas rusas —se afligió Berthier.

—¡Espabilaos! ¡No quiero que esos coglioni le peguen fuego a la capital de mi hermano Alejandro!