A Dan le entusiasmó la idea de que la segunda pista hubiese salido de la iglesia a salvo en sus pantalones.
—Entonces, en realidad, nos hemos salvado gracias a mí —decidió él.
—De eso nada —replicó Amy—, fui yo la que se subió al tejado en medio de una tormenta.
—Sí, pero la pista estaba en mis pantalones.
Amy puso los ojos en blanco.
—Tienes razón, Dan. Tú eres el verdadero héroe.
Nella forzó una sonrisa.
—Si queréis saber mi opinión, los dos lo habéis hecho muy bien.
Estaban sentados los tres juntos en una cafetería en los Campos Elíseos, observando a los peatones y disfrutando de más pains au chocolat. Era la mañana después de la tormenta y el cielo estaba azul. Ya habían hecho las maletas y habían abandonado la Maison des Gardons. A pesar de todo lo que había sucedido, Dan se sentía afortunado.
Aún tenía algunas dudas sobre todo lo que les había sucedido. En particular, no le gustaba nada el hecho de que Ian y Natalie se hubieran salido con la suya. Odiaba que lo hubieran atado y deseaba vengarse de Ian, pero podría haber sido peor. Al menos no se habían perdido para siempre en las catacumbas ni les habían dado con una caja de helados en toda la cara.
—Aún siento curiosidad por el contenido del frasco, de todas formas —dijo él.
Amy jugueteaba con su pelo, pensativa.
—Sea lo que sea, se supone que le dará una ventaja al equipo que lo posea a la hora de averiguar la verdad… es decir, con el tesoro final de la competición. Dado que Natalie e Ian tienen el frasco… bueno, tengo el presentimiento de que no tardaremos mucho en averiguar para qué sirve.
—Si esos Lucian lo inventaron —añadió Nella, masticando su croissant—, tal vez sea algún veneno especial. Parece que adoran los venenos.
—Es posible —dijo Dan, aunque la respuesta no lo convencía.
Seguía sin gustarle la idea de que Benjamin Franklin estuviese emparentado con Ian y Natalie. Había empezado a sentir cierta admiración por Franklin, por lo de los informes de pedos y lo del rayo y todo eso. Pero ahora no estaba seguro de si el viejo Ben era de los buenos o de los malos.
—Pero ¿qué tiene que ver el veneno con la música?
Amy sacó el pergamino de su mochila y lo extendió sobre la mesa. Dan ya lo había estudiado una docena de veces y sabía que era una copia exacta de la canción que habían visto grabada en el pedestal de piedra de la habitación secreta, pero no entendía por qué era importante. Su hermana ya había estado investigando en el ordenador antes de que él se despertase. Por alguna extraña razón, no le gustaba Internet, decía que los libros eran mejores, así que Dan sabía que ella debía de estar realmente desesperada por encontrar información.
—Lo encontré en la red —dijo Amy.
—¿Cómo? —preguntó Dan.
—Busqué con las palabras «Benjamin Franklin» y «música» y fue lo primero que apareció. Se trata de un adagio para armónica.
—El instrumento de Benjamin Franklin —recordó Dan—, aquella cosa con los platillos de cristal y el agua.
—Sí, pero tengo el presentimiento de que esto es algo más que una simple banda sonora.
Amy se incorporó en la silla. Los ojos le brillaban, como si guardase un secreto.
—Hemos encontrado la canción y la hemos descargado. Escucha.
Nella le entregó su iPod.
—No es mi tipo de música, pero bueno.
Dan la escuchó. Tuvo la sensación de estar empezando a levitar. La música le pareció tan familiar y bonita que sintió deseos de flotar sobrevolando París, pero también lo confundió. Normalmente no tenía problemas para recordar las cosas, pero en esos momentos no recordaba dónde había escuchado esta canción anteriormente.
—Conozco esta canción…
—Papá solía ponerla —dijo Amy—, en su estudio, mientras trabajaba. La ponía todo el tiempo.
Dan quería recordar lo que Amy estaba contando. Quería escuchar la canción una y otra vez hasta poder ver a su padre en el estudio. Pero Nella le quitó el iPod.
—Lo siento, enano, aún tienes… barro en las orejas.
—Las notas son un código —explicó Amy—, toda la canción codifica algún tipo de mensaje.
—Y nuestros padres lo sabían —respondió Dan sorprendido—. Pero ¿qué quiere decir?
—No lo sé —admitió Amy—, pero Dan, ¿recuerdas que el señor McIntyre dijo que las treinta y nueve pistas son piezas de un puzle?
—Sí.
—Anoche, cuando descubriste el mensaje del frasco, empecé a preguntarme… ¿por qué la primera pista no lo era?
Amy volvió a sacar el papel de color crema por el que habían pagado dos millones de dólares. Los garabatos de las notas de Dan estaban en la parte de atrás. Delante estaba la primera pista:
Nella frunció el ceño.
—Eso os condujo hasta Franklin, ¿no? ¿No era ésa la respuesta?
—Es sólo una parte —respondió Amy—. Además, debería ser también la primera pieza del puzle. Es una pista de algo. Se me ocurrió anoche cuando hablaste de los anagramas, Dan.
Él negó con la cabeza.
—No lo entiendo.
Su hermana sacó un bolígrafo y escribió la palabra «RESOLUTION».
—Me preguntaste por qué esta palabra formaba parte de la pista y yo no lo he entendido hasta ahora. Se supone que tenemos que adivinar la letra pequeña. —Le pasó el papel y el bolígrafo a Dan—. Resuelve el anagrama.
Él miró fijamente las letras. De repente, sintió que lo habían conectado a una de las baterías de Franklin. Las letras se reorganizaron en su mente.
Cogió el bolígrafo y escribió: IRON SOLUTE.
—No me lo puedo creer —dijo Nella—. O sea que al final, ¿todo está relacionado con el iron solute?
—Es la primera pieza del puzle —respondió Amy—. Se trata de un ingrediente, un componente o algo así.
—¿De qué? —preguntó Dan.
Amy apretó los labios.
—El soluto de hierro puede ser utilizado en química, para trabajar el metal o incluso en las imprentas. No hay manera de saberlo, todavía. Siempre que Franklin hablaba de iron solute, simplemente escribía «1 medida».
—¡Tenemos que averiguarlo!
—Lo haremos —prometió Amy—. En cuanto a la partitura…
Extendió sus manos sobre el papel.
—También es un ingrediente —adivinó Nella.
—Eso creo —respondió Amy—, así es como se pueden distinguir las pistas principales, porque incluyen un ingrediente. Sólo que de momento aún no sabemos cómo descifrar ésta.
—Pero ¿cómo vamos a averiguarlo? —protestó Dan.
—De la misma manera que lo hicimos con Franklin. Tenemos que averiguar cosas sobre la persona que la escribió. Fue compuesta por…
Amy se detuvo repentinamente.
Una figura familiar bajaba por la calle: un hombre delgado y medio calvo que vestía un traje gris y llevaba una maleta.
—¡Señor McIntyre! —gritó Dan.
—Oh, están aquí, niños —sonrió el viejo abogado—. ¿Puedo sentarme?
Amy dobló rápidamente las dos pistas y las guardó. El señor McIntyre se sentó con ellos y pidió un café. Insistió en invitarlos al desayuno, lo que a Dan le pareció de fábula. El señor McIntyre parecía nervioso, tenía los ojos inyectados en sangre y, además, de vez en cuando miraba a los Champs Élysées como si tuviese miedo de que lo estuviesen vigilando.
—Oí lo que pasó la otra noche —dijo—. Lo siento mucho.
—No es para tanto —respondió Dan.
—En realidad, estoy seguro de que conseguirán recuperarlo todo. Pero ¿es verdad? ¿Es cierto que los Kabra les robaron la segunda pista delante de sus narices?
Dan se enfadó de nuevo. Le hubiera gustado presumir sobre la partitura que habían encontrado y sobre lo del soluto de hierro, pero Amy lo interrumpió.
—Es totalmente cierto —respondió ella—, no tenemos ni idea de qué hacer ahora.
—¡Ay! —suspiró el señor McIntyre—, me temo que no pueden volver a casa. Los servicios sociales aún están en alerta. Su tía ha contratado a un detective privado para que los encuentre. Además, no pueden quedarse aquí; París es una ciudad demasiado cara.
Sus ojos se fijaron en el collar de Amy.
—Muchacha, tengo amigos en la ciudad. Entiendo que ésta sería una medida desesperada, pero tal vez pudiera acordar un precio para vender el…
—No, gracias —respondió Amy—. Estaremos bien.
—Como usted quiera. —El señor McIntyre dio a entender, por su tono de voz, que no creía lo que Amy decía—. Bueno, si hay algo que pueda hacer por ustedes, si necesitan consejo…
—Muchas gracias, señor McIntyre —dijo Dan—, pero ya nos las arreglaremos.
El abogado miró a los niños detenidamente.
—Muy bien, muy bien. Me temo que hay una cosa más que debo preguntarles.
Estiró el brazo para alcanzar su maleta y Dan vio marcas de arañazos en sus manos.
—¡Vaya! ¿Qué le ha pasado?
El anciano hizo un gesto de dolor.
—Pues, bueno…
Dejó caer la maleta sobre la mesa y en su interior se oyó un:
—¡Miau!
—¡Saladin! —gritaron Amy y Dan al unísono.
El joven abrió la maleta y el enorme gato plateado salió de un salto, indignado.
—Me temo que no nos hemos llevado demasiado bien —dijo el señor McIntyre mientras se frotaba las manos llenas de cicatrices—; a él no le hizo mucha gracia que lo dejasen ustedes conmigo. Él y yo… bueno, él dejó claro que prefería volver con ustedes. La verdad es que fue algo complicado pasar la aduana con él, no me importa decirlo, pero realmente sentí que no tenía opción. Espero que sean capaces de perdonarme.
Dan no podía evitar sonreír. No se había dado cuenta de lo mucho que había extrañado al viejo gato. De alguna manera, tenerlo allí equilibraba la desilusión de haber perdido el frasco. Incluso lo ayudó a sobreponerse un poco a la pérdida de la fotografía de sus padres. Con Saladin alrededor, sentía que su familia estaba al completo. Por primera vez en varios días, pensó que quizá, sólo quizá, Grace aún estuviese cuidando de ellos.
—Va a tener que venir con nosotros. Él puede ser nuestro gato de ataque.
Saladin lo miró como diciendo «Muchacho, dame algo de atún y luego ya veremos».
Dan esperaba que Amy le llevase la contraria, pero ella sonreía tanto como él.
—Tienes razón, Dan. ¡Muchas gracias, señor McIntyre!
—Sí, eh… por supuesto. Ahora si me disculpan, niños. Les deseo una buena caza.
Dejó un billete de cincuenta euros sobre la mesa y se apresuró a abandonar la cafetería, mirando aún a su alrededor como si temiese una emboscada.
El camarero trajo algo de leche en un platillo y un poco de pescado fresco para Saladin. En la cafetería no pareció extrañarle a nadie que alguien estuviese desayunando con un mau egipcio.
—No le contaste al señor McIntyre nada sobre la partitura —dijo Nella—; creía que él era vuestro amigo.
—Él nos dijo que no confiáramos en nadie —respondió Amy.
—Sí —añadió Dan—, ¡y eso lo incluye también a él!
Nella cruzó los brazos.
—¿Eso me incluye a mí también, enano? ¿Qué hay de nuestro trato?
Dan se quedó helado. Se había olvidado completamente de que Nella había prometido acompañarlos sólo en el primer viaje. Se le cayó el alma a los pies. Ya se había acostumbrado a ella y no estaba seguro de qué haría si no continuaba con ellos.
—Yo… yo confío en ti, Nella —respondió—. No quiero que te marches.
Nella sorbió su café.
—Está claro que vosotros no vais a volver a Boston por ahora y, por lo visto, si yo vuelvo allí, voy a tener problemas gordos.
Dan tampoco había pensado en eso. Amy miraba fijamente su desayuno con aire de culpabilidad.
Nella se puso los auriculares y vio a dos estudiantes universitarios caminando calle abajo.
—Este trabajo no ha sido tan malo, después de todo… Es decir, a pesar de tener que trabajar con dos niños pesados. Tal vez podamos llegar a un nuevo acuerdo.
Dan se movió incómodo.
—¿Un nuevo acuerdo?
—El día que encontréis vuestro tesoro —explicó Nella—, me pagaréis todo lo que me debéis. De momento, puedo trabajar gratis. Enanos, si creéis que os voy a dejar viajar alrededor del mundo y divertiros sin mí, estáis locos.
Amy se abrazó con fuerza a Nella y Dan le mostró una gran sonrisa.
—Nella, eres la mejor —dijo él.
—¡Eso ya lo sé! —respondió la niñera—. Venga, Amy, que vas a arruinar mi reputación.
—Lo siento —se disculpó la muchacha aún sonriendo. Luego se volvió a sentar y sacó la partitura—. Bueno, ¿de qué estábamos hablando…?
—¡Ah! Del compositor —respondió Dan.
Amy señaló el final del folio.
—Mira.
En la esquina de la derecha, bajo la última stanza, había tres letras garabateadas en tinta negra:
W. A. M.
—WAM —leyó Dan—. ¿Eso no era un grupo de música?
—¡No, idiota! Ésas son las iniciales de alguien. Ya te dije que algunas personas famosas compusieron música para la armónica de Benjamin Franklin; este tipo fue uno de ellos. Franklin debió de conocer a este compositor cuando ya era mayor. Creo que los dos debían de ser Cahill. Probablemente compartiesen secretos. De todas formas, ya lo he investigado. Ésta es la última pieza que este compositor escribió para música de cámara. Su nombre oficial es KV 617.
—Un título con gancho —murmuró Dan.
—La cuestión es que hay muchas copias de este adagio —dijo Amy— y además está también la versión grabada en la piedra de aquel pedestal. Los otros equipos averiguarán la pista más tarde o más temprano. Tenemos que apurarnos e ir a Viena.
—¡Eh, espera! —dijo Dan—. ¿Viena, en Austria? ¿Por qué ahí?
Amy parpadeó emocionada.
—Porque ahí es donde vivió Wolfgang Amadeus Mozart y donde encontraremos la próxima pista.