Un torrente de energía desesperada llenó el cuerpo de Amy, igual que le había sucedido cuando había sacado a Dan del hueco del tren. Ella no había llegado tan lejos para negociar con un idiota engreído como Jonah Wizard. Se imaginó la voz de Grace diciéndole llena de confianza: «Harás que me sienta orgullosa, Amy».
La joven alzó la mano.
—Aléjate, Jonah, o… ¡o lo tiro contra el suelo!
Él se rió.
—No serías capaz. —Pero sin embargo parecía nervioso.
—¡Una secuencia increíble! —dijo el padre de Jonah—. Sigue así, hijo. ¡Buen trabajo!
—¡Y apaga esa cámara! —gritó Amy.
Dan y Nella la miraban asombrados, pero a ella no le importaba. Como tampoco le importaba lo valioso que pudiese ser el frasco. La familia Cahill ya la había traicionado demasiadas veces. Estaba tan enfadada que realmente quería lanzar el cilindro de cristal contra el suelo.
Por lo visto, Jonah se dio cuenta.
—Está bien, prima. Tranquilízate. Aquí todos somos amigos, ¿de acuerdo?
—¡La cámara! —Amy dio un paso adelante amenazándolo.
Jonah se estremeció.
—Papá, apaga la cámara.
—Pero hijo…
—¡Hazlo!
El padre de Jonah, de muy mala gana, dejó de filmar.
—Muy bien, Amy —Jonah mostró su deslumbrante sonrisa—, ya nos vamos entendiendo, ¿verdad? Sabes que ésa es la segunda pista. Si la destruyes, la competición habrá finalizado y nadie conseguirá nada. ¿Es eso lo que quieres?
—Échate atrás —le ordenó ella—, en la esquina, al lado de Jane.
Jonah arrugó la frente.
—¿Quién?
—En el mural. Ponte al lado de la mujer de amarillo: tu tatara-tatara-tatara-tatarabuela.
Jonah no tenía ni idea de a quién se refería, pero se puso donde ella le había dicho y su padre lo siguió.
Dan silbó.
—Buen trabajo, hermana.
—Sube la escalera —le respondió ella—. Y tú también, Nella. ¡Daos prisa!
En cuanto llegaron arriba, Amy subió, pero sabía que Jonah y su padre no esperarían demasiado antes de salir tras ellos.
—¡Increíble! —Dan saltaba arriba y abajo completamente emocionado—. ¿Podemos encerrarlos ahí abajo?
—Escucha, Dan —dijo ella—, por lo que decía la inscripción «como vos cargáis esto», creo que el líquido de este frasco es inerte.
—¿Qué es «nerte»?
—¡Inerte! Algo así como inactivo. Necesita energía que lo catalice. Franklin sabía de química. Cuando habla de «cargar»…
Dan sonrió.
—¡Pues claro!
—Es peligroso.
—No tenemos elección.
—¿De qué estáis…? —Nella miró hacia la calle—. Oh, vaya. ¡Mirad!
Una furgoneta de helados violeta se dirigía hacia ellos. El conductor, Eisenhower Holt, dio un volantazo y el vehículo se detuvo delante del portal.
—¡Entrad en la iglesia! —dijo Amy—. ¡Rápido!
Echaron a correr hasta llegar al santuario y cuando abrieron la puerta lo primero que encontraron fue un traje de color cereza.
—Hola, queridos niños.
El tío Alistair les mostró una sonrisa. Con sus ojos morados parecía un oso panda. A su lado estaba Irina Spasky.
A Amy se le subió el corazón a la garganta.
—¿Tú… tú y ella?
—Bueno —dijo el anciano—, yo os salvé la vida en las catacumbas. Os dije que las alianzas eran importantes. Sólo hago amigos donde puedo. Os sugiero que entreguéis el frasco; odiaría que Irina tuviese que utilizar sus persuasivas técnicas.
Irina dobló los dedos de una mano y debajo de cada una de las uñas asomó una diminuta aguja.
Amy se volvió para salir corriendo, pero puso una cara de sorpresa. Algo se dirigía hacia ella a toda velocidad: un cubo grande y blanco.
—¡Agachaos! —gritó.
Nella, Dan y ella estaban ya en el suelo cuando el cajón de helados pasó por encima de sus cabezas. Debía de estar congelado, porque chocó contra Alistair e Irina como si fuese un bloque de cemento y los dejó inconscientes.
—¡Venganza! —gritó Eisenhower Holt, sacando más munición congelada del maletero de su furgoneta.
Arnold, el pit bull, ladró entusiasmado. La familia Holt al completo subía hacia la iglesia, cada uno con un cajón de crème glacée.
—Amy… —dijo Dan nervioso—, ¿estás…?
No terminó de hablar, pero ella ya sabía qué le estaba preguntando. La última vez que se encontró con los Holt, le había entrado el pánico. Esta vez no podía permitírselo. Ese mural de los Cahill que había visto en el cuarto secreto había potenciado su fuerza de voluntad.
—Nella, sal de aquí —le ordenó—. No han venido a por ti. Ve a llamar a la policía.
—Pero…
—Es lo mejor que puedes hacer para ayudarnos. ¡Vete!
Amy no esperó a que respondiera. Ella y Dan salieron disparados al interior de la iglesia y, saltando por encima de Alistair e Irina, corrieron hacia el fondo del santuario.
Amy no tuvo tiempo de admirar la iglesia, pero sintió que acababa de zambullirse en la Edad Media. Las columnas de piedra gris se alzaban hasta el techo abovedado. Filas interminables de bancos de madera miraban hacia el altar, y las vidrieras de colores destellaban en la tenue luz de las velas. Sus pasos producían un eco en el suelo de piedra.
—¡Ahí! —gritó Dan.
A su izquierda había una puerta abierta tras la que una escalera empinada se dirigía hacia arriba. Amy echó el pestillo detrás de sí, aunque sabía que eso no los detendría durante mucho tiempo.
Subieron la escalera y Dan empezó a respirar con dificultad. Amy puso el brazo alrededor de los hombros de su hermano y lo ayudó a caminar.
Y subieron más y más alto. Ella no se había dado cuenta de que la torre del campanario era tan alta. Finalmente, encontró una trampilla y la abrió de un golpe. La lluvia la golpeó en la cara. Treparon al campanario, que estaba abierto a la tormenta por todos los lados y, en él, hacia un lado, había una campana de bronce del tamaño de un armario. Parecía que hacía años que nadie la tocaba.
—¡Ayúdame! —gritó ella, que apenas podía mover la campana. Juntos se las arreglaron para arrastrarla y situarla encima de la trampilla.
—Eso… debería… distraerlos —dijo Dan con dificultad—… un… ratito.
Amy se despegó de la torre para adentrarse en la oscuridad, bajo la lluvia. El cementerio estaba imposiblemente lejos. Los coches de la calle parecían de juguete, como aquellos con los que solía jugar Dan de pequeño. Amy caminó a tientas a lo largo de la pared de piedra en el exterior de la ventana y se agarró con fuerza a una fría barra metálica. En el lateral de la torre había un conjunto de travesaños diminutos que subían al campanario, unos dos metros más arriba. Si se cayese…
—Quédate aquí —le ordenó a Dan.
—¡No! Amy, tú no puedes…
—Tengo que hacerlo. Toma, coge esto —le dijo mientras le daba el papel que envolvía el frasco—. Mantenlo seco y escondido.
Dan lo guardó en el bolsillo de su pantalón.
—Amy…
Parecía aterrorizado. Amy se dio cuenta más que nunca de lo solos que estaban en el mundo. Sólo se tenían el uno al otro.
Ella le apretó el hombro y le dijo:
—Voy a volver, Dan. No te preocupes.
¡BUM!
La campana resonó cuando alguien muy fuerte golpeó la trampilla desde abajo.
Amy guardó el frasco en su bolsillo y sacó una pierna por la ventana, en la oscuridad total.
Apenas podía colgarse, la lluvia le caía en los ojos y ella no se atrevía a mirar abajo. Se concentró en el siguiente peldaño de la escalera y, poco a poco, consiguió llegar al sesgado techo de tejas.
Finalmente, logró ascender hasta la parte más alta. Un viejo pararrayos de hierro apuntaba hacia el cielo. En su misma base había un pequeño anillo metálico como un diminuto aro de baloncesto, y justo debajo de éste había una toma de tierra, tal como Franklin había recomendado en sus experimentos iniciales. Amy ató el cable alrededor de su muñeca y después sacó el frasco, que era tan resbaladizo que casi se le cayó. Con mucho cuidado, lo colocó en el anillo de hierro, en el que encajaba perfectamente. Después volvió a bajar del tejado. «Por favor», pensó mientras se agarraba con firmeza a los peldaños.
No tuvo que esperar mucho tiempo. El vello de la nuca se le erizó y la muchacha percibió un olor parecido al del papel de aluminio quemándose y después: ¡CRAC!
El cielo explotó y empezaron a caer chispas a su alrededor, haciendo que las tejas mojadas silbasen. Mareada, perdió el equilibrio y resbaló por la pendiente. Se agarró frenéticamente a un peldaño con tanta fuerza que se lastimó una muñeca, pero pudo sujetarse y empezó a trepar de nuevo hacia arriba.
El frasco metálico brillaba. El líquido verde que contenía ya no era turbio y denso, sino más bien una luz verde y pura, atrapada en el cristal. Con cuidado, Amy lo tocó, pero no sintió nada, ni siquiera estaba caliente. Volvió a recoger el frasco y lo guardó en su bolsillo.
«Como vos cargáis esto, yo os cargo a vos».
La parte más complicada aún no había llegado. Tenía que conseguir salir sana y salva de allí y tratar de averiguar para qué servía lo que acababa de crear.
—¡Dan! ¡Lo he conseguido! —dijo cuando llegó de nuevo a la torre.
Pero su sonrisa no duró mucho. Dan estaba tumbado en el suelo, atado y amordazado. De pie, encima de él, estaba Ian Kabra con sus pantalones negros de combate.
—Hola, prima. —Ian le mostró una jeringa de plástico—. Vamos a hacer un intercambio.
—¡Mmm! —Dan forcejeó tratando de decir algo—, ¡mmm!
—¡Deja… déjalo en paz! —tartamudeó Amy. Estaba segura de que se había puesto muy colorada. Se odió al darse cuenta de que estaba tartamudeando de nuevo. ¿Por qué tenía Ian Kabra ese efecto sobre ella?
La campana de bronce volvió a sonar, los Holt aún estaban arremetiendo contra la trampilla, tratando de abrirla.
—Sólo tendrás unos segundos antes de que suban —le advirtió Ian—; además, tu hermano necesita este antídoto. Dame el frasco de Franklin. Es un intercambio justo.
—¡Mmm! —Dan movió la cabeza frenéticamente, pero Amy no podía arriesgarse a perderlo. Nada valía tanto, ni siquiera una pista o un tesoro. Nada.
Le entregó el frasco verde luminoso. Ian lo cogió y ella le arrebató el antídoto de las manos. Se arrodilló junto a Dan y empezó a desatar la mordaza que tenía en la boca. Ian se rió entre dientes.
—Me gusta hacer negocios con vosotros, prima.
—Nunca… nunca conseguirás salir de la torre. Estás atrapado aquí arriba igual que…
Entonces pensó en algo. ¿Cómo se las había arreglado Ian para llegar hasta allí arriba? Se dio cuenta de que llevaba correas alrededor del pecho, una especie de arnés. A su lado había un atado de palos metálicos y seda negra.
—Ésta es otra de las cosas que Franklin adoraba. —Ian levantó su atado y empezó a desabrochar la seda negra del marco metálico—. Las cometas. Sobrevoló el río Charles con una de ellas, ¿lo sabías?
—No habrás…
—Exactamente. Eso es lo que he hecho. —Señaló la cúpula brillante de la iglesia que presidía lo alto de la colina—: He planeado hasta aquí desde el Sacré-Coeur y ahora voy marcharme planeando de nuevo.
—Eres un ladrón —dijo Amy.
Ian enganchó el arnés a la enorme cometa.
—No soy un ladrón, Amy. Soy un Lucian, igual que Benjamin Franklin. Haya lo que haya en este frasco, pertenece a los Lucian. ¡Creo que el viejo Ben apreciaría la ironía de todo esto!
Así, Ian saltó del campanario. El viento le favorecía. La cometa debía de estar especialmente diseñada para soportar el peso de una persona, porque Ian planeó suavemente sobre el cementerio y la valla y aterrizó justo en el camino de salida.
En algún lugar, en medio de la tormenta, resonaban las sirenas de la policía. Se volvió a oír la campana; la familia Holt seguía embistiendo contra la trampilla.
—¡Mmm!
—¡Dan! —Amy se había olvidado completamente de él. La muchacha le sacó la mordaza.
—¡Ay! —se quejó él.
—Estate quieto. Tengo el antídoto.
—¡Era un farol! —protestó Dan—. Intenté decírtelo. ¡No me dio nada! No estoy envenenado.
—¿Estás seguro?
—Al cien por cien. Eso que te ha dado no sirve para nada. O tal vez sea veneno.
Enfadada consigo misma por ser tan estúpida, Amy tiró la jeringa al suelo, desató a Dan y lo ayudó a levantarse.
La campana de bronce se tambaleó una vez más y se movió del lugar en el que estaba. La trampilla se abrió de repente y Eisenhower Holt subió al campanario.
—Llegas tarde —le informó Dan—, se lo ha llevado Ian.
Señaló a la calle. Un taxi en el que iba Natalie Kabra se paró delante de la iglesia, Ian se subió a él y después se alejó por las calles de Montmartre.
El señor Holt gruñó.
—¡Vosotros dos pagaréis por esto! ¡Vosotros…!
Las sirenas se oían cada vez más alto. El primer coche de policía apareció de detrás de una esquina, con sus luces destellando.
—¡Papá! —se oyó la voz de Reagan desde abajo, en la escalera—, ¿qué está pasando?
Un segundo coche de policía apareció a toda velocidad, dirigiéndose hacia la iglesia.
—Nos vamos —decidió Eisenhower—. Pelotón, ¡media vuelta!
Miró por última vez a Dan y a Amy.
—La próxima vez…
Dejó la amenaza en el aire y se marchó; Amy y Dan se quedaron solos en la torre.
Amy miró hacia la lluvia y vio al tío Alistair cojeando calle abajo con un helado pegado en la parte de atrás de su traje de color cereza. Irina Spasky se tambaleaba delante de la iglesia y cuando vio a la policía, echó a correr.
—Arrêtez! —gritó un policía y dos de los hombres empezaron a seguirla. Nella estaba en la entrada del edificio con unos cuantos oficiales más. Gritaba frenéticamente en francés y señalaba la iglesia.
A pesar del caos, Amy se sentía extrañamente calmada. Su hermano estaba vivo. Habían sobrevivido a aquella noche. Había hecho exactamente lo que tenía que hacer. Su cara mostraba una sonrisa.
—¿Por qué estás tan contenta? —protestó Dan—. Acabamos de perder la segunda pista de verdad. ¡Hemos fracasado!
—No —dijo Amy—. No hemos fracasado.
Dan la miró fijamente.
—¿Ese rayo te ha chamuscado el cerebro o algo?
—Dan, el frasco no era la pista —respondió ella—, era tan sólo… bueno, no estoy segura de qué era exactamente. Un regalo de Benjamin Franklin. Algo para ayudar en la búsqueda. La verdadera pista es el papel que te has guardado en el bolsillo.