Capítulo 16

Amy odiaba las multitudes, pero la idea de sumergirse en medio de siete millones de muertos no la incomodaba.

Nella, Dan y ella bajaron apresuradamente por una escalera metálica y llegaron a un pasillo de piedra caliza con tubos de metal en lo alto de las paredes que iluminaban el espacio con una tenue luz eléctrica. El aire estaba templado y olía a moho y a piedra húmeda.

—Sólo hay una salida, chicos —dijo Nella nerviosa—; si nos quedamos aquí atrapados…

—El túnel debería ramificarse pronto —dijo Amy tratando de parecer más segura de lo que realmente estaba.

Los muros de piedra estaban llenos de inscripciones. Algunas parecían recientes y otras antiguas. Una de ellas estaba grabada en una losa de mármol justo encima de sus cabezas.

—«Atrás, mortales —tradujo Nella—. Éste es el reino de los muertos».

—Menudos ánimos —masculló Dan.

Continuaron caminando. El suelo era de gravilla fina. Amy seguía pensando en el tío Alistair. ¿Sería verdad que sabía cosas de sus padres o sólo estaba manipulándolos? Intentó dejar de pensar en ello.

—¿Dónde están los huesos? —preguntó Dan. Después giraron en una esquina, entraron en una gran habitación, y entonces exclamó—: ¡Oh!

Era el lugar más espeluznante que Amy había visto nunca. Contra la pared, se apilaban huesos humanos como si de leña se tratase; se elevaban desde el suelo hasta por encima de la cabeza de la joven. Los restos eran amarillos y marrones; principalmente eran huesos de piernas, pero también había calaveras aquí y allá como si fuesen remiendos de una colcha. Encima de cada pila de huesos había una hilera de cráneos.

Amy caminaba en silencio, sobrecogida. La siguiente habitación era igual a la primera: una pared tras otra de restos putrefactos. La tenue luz eléctrica proyectaba espeluznantes sombras sobre los muertos, haciendo que los vacíos huecos de los ojos pareciesen aún más aterradores.

—¡Qué asco! —dijo Nella—. Hay miles de huesos.

—Millones —corrigió Amy—, ésta es sólo una pequeña parte.

—¿Desenterraron a toda esta gente? —preguntó Dan—. ¿Quién querría un trabajo así?

Amy no tenía respuesta a esa pregunta, pero le sorprendía ver cómo los obreros habían hecho diseños con las calaveras en las pilas de fémures: diagonales, líneas…; había incluso algunos en los que al unir los puntos aparecía una figura. De una forma extraña y horrible, resultaba incluso bonito.

En la tercera habitación descubrieron un altar de piedra con las velas apagadas.

—Necesitamos encontrar la sección más antigua —dijo Amy—, estos huesos son demasiado recientes. Mirad la placa, son de 1804.

Ella iba a la cabeza del grupo. Los huecos sin ojos de los muertos parecían mirarlos fijamente cuando pasaban por delante.

—Éstos son geniales —dijo Dan—, tal vez podría…

—No, Dan —dijo Amy—, no puedes coleccionar huesos humanos.

—Oh…

Nella murmuraba algo que parecía un rezo en italiano.

—¿Por qué querría Benjamin Franklin venir aquí abajo?

—Él era científico. —Amy continuó caminando y leyendo las fechas de las placas de latón—. Le gustaban los proyectos de obras públicas. Esto le debió de fascinar.

—Millones de personas muertas… —dijo Nella—. Realmente fascinante.

Bajaron por un pasillo estrecho y se encontraron con una puerta metálica. Amy sacudió las barras y la puerta chirrió al abrirse como si no la hubiesen abierto en cientos de años.

—¿Estás segura de que tenemos que bajar por aquí? —preguntó Nella.

Amy asintió. Las fechas iban disminuyendo, acercándose a la que buscaban. Por otro lado, no había tubos metálicos en el techo de esa zona, con lo cual no habría luz eléctrica.

—¿Alguien tiene una linterna?

—Yo —dijo Nella—, en mi llavero.

Sacó las llaves y se las dio a Amy. La lucecita era muy pequeña y se encendía al apretar un botón. No era demasiado, pero era mejor que nada. Los chicos continuaron su camino y después de cien metros entraron en una pequeña habitación que tenía otra salida.

Amy dirigió la linterna hacia una vieja placa rodeada de calaveras.

—¡1785! Éstos tienen que ser los primeros huesos que se trajeron aquí.

La pared a la que estaban mirando se encontraba en bastante mal estado. Los huesos eran marrones y quebradizos y algunos estaban desperdigados por el suelo. Las calaveras de la parte de arriba se habían aplastado, aunque las que se hallaban empotradas en la pared parecían intactas. El diseño no era nada apasionante: estaban apiladas formando cuadrados.

—Buscad bien —dijo Amy—, tiene que estar por aquí.

Dan introdujo las manos en algunos de los huecos de la pared de huesos, Nella palpó la parte superior de la losa y Amy miró en las cavidades de los ojos de los cráneos con la linterna, pero no encontró nada.

—No hay nada que hacer —dijo ella al final—; si aquí había algo, otro equipo debe de haberlo encontrado.

Dan se rascó la cabeza y después rascó la frente de una calavera.

—¿Por qué estarán numeradas?

Amy no se sentía de humor para sus juegos.

—¿De qué números hablas?

—Éstos que tienen en la frente. —Dan tocó uno de los cráneos—. Este tipo era el número tres. ¿Jugaban en un equipo de fútbol o algo así?

Amy se aproximó al conjunto de huesos. Dan tenía razón. El número estaba medio borrado, pero había sido grabado en la frente de la calavera con un cuchillo o algo punzante y estaba escrito con números romanos.

Ella examinó la calavera de debajo. Tenía el número XIX. El conjunto de cráneos numerados formaba un cuadrado.

—¡Mirad en todas! ¡Rápido!

No les llevó mucho tiempo. Había dieciséis calaveras en medio de la pila de huesos, distribuidas en cuatro filas y cuatro columnas. Tres de ellas no tenían números, pero todas las demás sí. Éste era su aspecto:

A Amy le recorrió un escalofrío por la espalda.

—«Se coordina en una caja». Una caja mágica.

—¿Qué? —dijo Dan—. ¿Una qué mágica?

—Dan, ¿puedes memorizar estos números y sus posiciones?

—Ya lo he hecho.

—Tenemos que salir de aquí y encontrar un mapa. Ésta es la pista: bueno, la pista para la pista de verdad, lo que Franklin escondía.

—Un momento —dijo Nella—; ¿Franklin grabó números en calaveras? ¿Por qué?

—Es una caja mágica —dijo Amy—; Franklin solía jugar con los números cuando se aburría. Como cuando formaba parte de la asamblea de Filadelfia y no quería escuchar los discursos aburridísimos, creaba cajas mágicas, problemas de números para sí mismo. Él tenía que rellenar los huecos con números de manera que las sumas coincidiesen, tanto en las filas como en las columnas.

Nelly frunció el ceño.

—¿Estás diciendo que Benjamin Franklin inventó los sudokus?

—Bueno, más o menos. Y éstos…

—Son coordenadas —explicó Dan—. Los números que faltan muestran el emplazamiento de la siguiente pista.

El eco de unas palmadas recorrió la habitación.

—Bravo.

Amy se dio la vuelta. En la entrada de la habitación estaban Ian y Natalie Kabra.

—Te dije que lo conseguirían —le recriminó Ian a su hermana.

—Eso parece —confirmó Natalie.

Amy odiaba que, incluso bajo tierra en una habitación llena de huesos, Natalie se las arreglara para mantener su sofisticado aspecto. Vestía un traje de una pieza muy ceñido y de color negro que le cubría todo el cuerpo, así que parecía una niña de once años vestida como una mujer de veintitrés. Llevaba el pelo suelto, por encima de los hombros. La única parte del conjunto que no combinaba era la diminuta cerbatana de plata que sostenía en la mano.

—Parece que, después de todo, no importa demasiado que Irina nos haya fallado.

—¡Así que fuisteis vosotros! —dijo Dan—. Convencisteis a Irina para que nos tendiese una trampa en la Île St-Louis. ¡Casi nos enterráis vivos en cemento!

—Fue una pena que no saliera bien —respondió Natalie—, habríais sido un bonito felpudo de bienvenida para el mausoleo.

—Pero… ¿por qué? —tartamudeó Amy.

Ian sonrió.

—Para eliminaros de la competición, por supuesto. Y para conseguir tiempo extra para encontrar este lugar. Teníamos que asegurarnos de que nuestra querida y astuta prima Irina no nos había enviado al lugar equivocado. Debería haberme fijado en la caja mágica antes. Gracias por vuestra ayuda, Amy. Ahora, si salís de en medio, copiaremos esos números y nos iremos.

Amy, preocupada, respiró hondo.

—No.

Ian se burló de ella.

—¿No es mona, Natalie? Se comporta como si tuviera elección.

—Sí —respondió su hermana mientras arrugaba la nariz—, muy mona.

Amy se puso colorada. Los Kabra siempre la hacían sentirse muy incómoda y estúpida, pero ella no podía dejarles ver la pista. Arrancó un fémur de la pared.

—Un solo movimiento y destrozaré las calaveras. Nunca conseguiréis los números.

La amenaza no sonó muy convincente ni siquiera para ella, pero Ian palideció.

—A ver, Amy, no seas estúpida. Ya sabemos que te pones muy nerviosa, pero no te haremos daño.

—De ninguna manera —confirmó Natalie, apuntando con la cerbatana a la cara de Amy—. Creo que el veneno número seis es el más adecuado. No es letal, pero dormiréis muy, muy, muy profundamente. Estoy segura de que alguien os encontrará aquí, algún día.

Una sombra apareció detrás de los Kabra. De repente, el tío Alistair entró corriendo en la habitación y chocó contra Natalie, que cayó al suelo. Su cerbatana salió despedida e Ian se abalanzó para cogerla.

—¡Corred! —dijo Alistair.

Amy no discutió. Ella, Nella y Dan echaron a correr hacia la otra salida, en la oscuridad, adentrándose en las catacumbas.

Corrieron tanto que a ellos les pareció que habían pasado horas. No tenían nada más que la pequeña linterna para guiarse. Corrieron por un pasillo que al final resultó estar bloqueado por un montón de escombros, así que deshicieron el camino andado y siguieron por otro túnel hasta donde pudieron llegar, pues éste estaba inundado con una especie de agua amarilla y turbia. En poco tiempo, Amy se desorientó y no tenía ni idea de qué dirección estaban siguiendo.

—Alistair dijo que aquí había policías —masculló ella—. Ojalá nos encontrara uno.

Pero no vieron ninguno. La luz de la pequeña linterna empezó a perder intensidad.

—No —dijo Amy—. ¡No, no, no!

Siguieron hacia adelante, quince metros, treinta metros y la luz se apagó por completo.

Amy encontró la mano de Dan y la apretó fuerte.

—Todo irá bien, chicos —dijo Nella, pero su voz temblaba—. No podemos quedarnos aquí perdidos para siempre.

Amy no veía por qué no. Las catacumbas se extendían a lo largo de varios kilómetros y algunas zonas no aparecían en los mapas. No había ninguna razón para que alguien fuera a buscarlos.

—Podríamos gritar pidiendo ayuda —propuso Dan.

—No servirá de nada —dijo Amy con pesimismo—. Lo siento, chicos, yo no quería que esto acabase así.

—¡Esto no se ha acabado! —exclamó Dan—. Podríamos seguir una de las paredes hasta que encontremos otra salida. Podríamos…

—Silencio —dijo Amy.

—Sólo digo que…

—¡En serio, Dan! ¡No hagas ruido! ¡Creo que he oído algo!

El túnel estaba en silencio, sólo se oía un goteo de agua distante. Entonces Amy lo escuchó de nuevo: un ruido sordo muy débil que venía de enfrente.

—¿Un tren? —preguntó Nella.

A Amy se le levantó el ánimo.

—Debemos de estar cerca de una estación de metro. ¡Vamos!

Echó a correr hacia adelante con los brazos estirados. Se estremeció cuando tocó una pared de huesos, pero siguió el pasillo cuando éste giró hacia la derecha. Gradualmente, aquel sonido sordo se fue haciendo más alto. Amy caminó hacia la izquierda, palpando las paredes, y sus manos tocaron un metal.

—¡Una puerta! —gritó la muchacha—. Dan, hay algún mecanismo de cierre aquí. Ven. Intenta averiguar cómo funciona.

—¿Dónde?

Ella lo buscó en la oscuridad y guió sus manos hacia la cerradura. En cuestión de segundos, la trampilla se abrió y la luz eléctrica les cegaba los ojos.

A Amy le llevó un rato comprender qué estaba viendo. La portezuela era más una ventana que una puerta: una abertura cuadrada a unos noventa centímetros del suelo lo suficientemente grande como para saltar fuera si trepaban hasta allí arriba. Las vías del tren estaban al nivel de sus ojos, los laterales de la vía eran metálicos y estaban intercalados con piezas de madera. Algo marrón y peludo estaba sentado encima de la gravilla. Amy saltó sorprendida:

—¡Una rata!

El roedor, poco impresionado, la miró y después se marchó corriendo.

—Eso es el hueco de las vías de un tren —dijo Dan—, podemos salir y…

La luz se volvió más luminosa y el túnel comenzó a retumbar. Amy se cayó hacia atrás y se tapó las orejas con las manos tratando de protegerse del sonido, que era como una manada de dinosaurios. Un tren pasó volando sobre sus ruedas metálicas, que se veían borrosas por la rapidez que llevaba, aspirando todo el aire del túnel y tirando de su ropa y pelo hacia la trampilla. De repente, tal como había llegado, se fue.

Cuando la muchacha estuvo segura de que le saldría la voz, dijo:

—¡No podemos salir ahí! ¡Nos aplastará!

—Mira —dijo Dan—, hay una escalera de servicio un par de metros más allá. Salimos a los raíles, corremos hacia la escalera y trepamos hasta el andén. ¡Es muy fácil!

—¡Eso no es fácil! ¿Y si viene otro tren?

—Podemos tomar nota de los horarios —sugirió Nella—, tengo un reloj en mi móvil.

La niñera sacó el teléfono de su bolsillo, pero antes de que apretase ningún botón otro tren pasó delante de ellos. La purpurina de los ojos de Nella le daba un aspecto fantasmagórico en la tenue luz.

—Han sido menos de cinco minutos, las vías deben de ser para trenes de alta velocidad. Tendremos que darnos prisa.

—¡Muy bien! —dijo Dan mientras trepaba a la trampilla.

—¡Dan! —gritó Amy.

Él, de cuclillas, se dio la vuelta.

—¡Venga, vamos!

Amy, confundida, dejó que Nella le diese un empujón y, con la ayuda de Dan, la joven salió del túnel.

—Ahora ayúdame con Nella —dijo Dan—, pero ten cuidado con el tercer raíl.

Amy se quedó de piedra. A menos de un metro de distancia estaba el rail eléctrico, de color negro, que alimentaba los trenes. La muchacha conocía el funcionamiento de los trenes lo suficientemente bien como para entender que tocarlo sería peor que tocar mil baterías de Franklin. Amy ayudó a Nella a subir, sin embargo la trampilla era algo pequeña para ella y eso les hizo perder tiempo. Las vías siseaban y crujían bajo sus pies.

—¡Estoy bien! —dijo Nella, sacudiéndose la ropa—. Vamos hacia la escalera.

Dan empezó a seguirlas, pero al intentar levantarse se tambaleó, como si se hubiese enganchado en algo.

—¿Dan? —lo llamó Amy.

—Es mi mochila —explicó el muchacho—, está atrapada…

Tiró desesperadamente de ella. De alguna manera, una de las asas se había enganchado alrededor del raíl y éste se había movido, trabándola.

—¡Déjala! —chilló Amy.

Nella ya estaba en la escalera, instándolos para que se apresurasen. Los pasajeros del andén también se dieron cuenta de su presencia y empezaron a dar la alarma y a gritar en francés.

Dan se sacó la mochila, pero aún seguía atrapada en el raíl. Tiró de ella e intentó abrirla, pero no estaba teniendo suerte.

—¡Ya viene! —chilló Nella.

Amy podía sentir las vías vibrando debajo de sus pies.

—¡Dan! —suplicó Amy—. ¡Déjala, no la necesitamos!

—Puedo sacarla, sólo un segundo más.

—¡No, Dan! ¡Es tan sólo una mochila!

—¡No consigo abrirla!

Al final del túnel se veía una luz. Nella estaba justo al lado de ellos en la plataforma, estirando la mano para ayudarlos a salir. Muchos de los pasajeros estaban haciendo lo mismo, suplicándoles que se agarrasen.

—¡Amy! —gritó Nella—. ¡Tú primero!

Ella no quería subir, pero tal vez si Dan la veía hacerlo, entraría en razón. La joven agarró la mano de Nella, que tiró con todas sus fuerzas para sacarla de allí. Inmediatamente, Amy se dio la vuelta y estiró el brazo para ayudar a su hermano.

—¡Dan, por favor! —lo llamó—. ¡Ahora!

La cabecera del tren iluminó el túnel y el viento lo recorrió de arriba abajo. El suelo temblaba.

Dan volvió a tirar de la mochila, pero no conseguía moverla. Miró hacia el tren y Amy pudo ver que estaba llorando, aunque ella no entendía por qué.

—¡Dan, DAME LA MANO!

Ella se inclinó todo lo que pudo hacia él. El tren se aproximaba a ellos a toda velocidad. Con un grito de angustia, Dan agarró la mano y ella tiró con más fuerza de la que creía tener, tanta, que él salió despedido, cayendo encima de ella. El tren pasó a toda velocidad. Cuando al fin se hizo el silencio, todos los pasajeros del andén empezaron a montar un número, regañándolos en francés mientras Nella explicaba lo que había sucedido y se disculpaba. A Amy no le importaba lo que dijeran. Abrazó a su hermano, que estaba llorando como no lo había hecho desde que era pequeño.

Ella miró en el hueco de las vías, pero la mochila había desaparecido, el tren se la había llevado por delante con toda su fuerza. Se quedaron sentados durante un buen rato; Dan temblaba y se secaba las lágrimas. En ese momento, los pasajeros ya habían perdido el interés en ellos, se iban marchando o subían en otros trenes y desaparecían. La policía no acudió. Al rato, tan sólo Nella, Amy y Dan seguían sentados en una esquina del andén como una familia sin techo.

—Dan —dijo Amy con dulzura—, ¿qué había en la mochila? ¿Qué guardabas en ella?

El muchacho gimoteó y después se limpió la nariz.

—Nada.

Era la peor mentira que Amy había oído en su vida. Normalmente, ella podía saber en qué pensaba su hermano sólo con mirarlo a la cara, pero ahora Dan le escondía sus pensamientos y ella sólo alcanzaba a ver que estaba muy triste.

—Olvídalo —dijo él—. No tenemos tiempo.

—¿Estás seguro…?

—¡He dicho que lo olvides! Tenemos que descubrir los números de la caja antes que los Kabra, ¿no?

Aunque a ella no le gustase reconocerlo, su hermano tenía razón. Además, algo le decía que si seguían allí mucho más tiempo, la policía acudiría y empezaría a hacer preguntas. Echó un último vistazo al hueco de las vías donde Dan casi había perdido la vida y a la oscura trampilla que iba a dar a las catacumbas. Aún podía sentir el miedo en su cuerpo, pero ahora ya habían llegado demasiado lejos como para abandonar.

—Vámonos, entonces —dijo—. Tenemos que encontrar esa pista.

Fuera, había empezado a llover.

Para cuando encontraron una cafetería, Dan parecía haber vuelto a la normalidad, o al menos habían sellado un acuerdo silencioso de actuar como si todo estuviera bien. Los dos hermanos se sentaron bajo el toldo para secarse mientras Nella iba a pedir la comida. Amy creía que no sería capaz de probar bocado, pero en realidad tenía más hambre de lo que hubiera imaginado. Eran las cinco de la tarde, habían pasado mucho tiempo en las catacumbas.

La joven se estremeció al pensar en Ian, Natalie y la cerbatana envenenada. Esperaba que el tío Alistair estuviese bien. Aún no se fiaba de él, pero no se podía negar que los había ayudado en las catacumbas. Pensaba atemorizada que tal vez el anciano pudiese estar tirado, solo e inconsciente, en el suelo del laberinto.

Mientras comían bocadillos de queso brie y champiñones, Dan dibujó calaveras y números romanos en una servilleta.

—Doce, cinco, catorce —dijo él—. Ésos son los números que faltan.

Amy no se molestó en comprobar las cuentas, ya que su hermano nunca se equivocaba con los problemas numéricos.

—Tal vez sea una dirección y un distrito —dijo.

Nella limpió su teléfono móvil.

—¿No habrá cambiado la dirección en doscientos años?

Amy sintió un nudo en el estómago. Probablemente Nella estuviese en lo cierto. Tal vez el sistema de distritos de París no existiese en los tiempos de Franklin y, además, las direcciones de las calles seguramente habrían cambiado, en cuyo caso la pista de Franklin ya no les sería útil. ¿Los habría enviado Grace a una búsqueda que no podía terminarse?

«¿Y por qué no? —dijo una voz resentida en su interior—. A Grace no le importabais lo suficiente como para contaros lo de la competición. Si Dan hubiese muerto en el hueco de las vías, habría sido culpa de la abuela».

«No», decidió ella. Eso no era verdad. Grace debía de tener sin duda una razón. Los números debían de referirse a otra cosa y a Amy sólo se le ocurría una manera de descubrirlo: hacer lo mismo que siempre hacía cuando se le presentaba un problema sin solución.

—Tenemos que encontrar una biblioteca.

Nella habló en francés con el camarero y él pareció entender lo que buscaban.

Pas de problème —les dijo.

El camarero dibujó un mapa en una servilleta limpia y escribió el nombre de una estación de metro: École Militaire.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Nella—, la biblioteca cierra a las seis.

Media hora más tarde, empapados y oliendo a catacumbas, llegaron a la Biblioteca Americana de París.

—Perfecto —dijo Amy.

El viejo edificio tenía barras de seguridad metálicas de color negro en la entrada, pero estaban abiertas. En el interior, Amy vio pilas de libros y un montón de asientos cómodos para leer.

—¿Por qué habrían de ayudarnos estas personas? —preguntó Dan—; es decir, no tenemos un carnet de la biblioteca ni nada.

Pero Amy estaba ya subiendo la escalera. Por primera vez en varios días, se sentía completamente segura de sí misma. Ése era su mundo y ella sabía qué hacer.

Los bibliotecarios vinieron a ayudarlos como soldados que acuden a una batalla. Amy les dijo que estaba investigando a Benjamin Franklin y en pocos minutos ella, Dan y Nella estaban sentados alrededor de una mesa en una de las salas de conferencias, examinando reproducciones de documentos de Franklin: algunos eran tan raros que, según los bibliotecarios, las únicas copias estaban en París.

—Sí, aquí tenemos una lista de la compra rara —masculló Dan—. ¡Caray!

Estuvo a punto de dejar el papel a un lado cuando Amy lo agarró de la muñeca.

—Dan, nunca se sabe qué es importante. En aquella época no había demasiadas tiendas. Si querías comprar algo, tenías que enviar una orden al mercante para que te trajese lo que pedías. ¿Qué compró Franklin?

Dan suspiró.

—«Por favor, envíeme lo siguiente: tres tratados sobre cómo hacer sidra de Cave; dos de Nelson en el gobierno de niños, 8 volúmenes de Dodsley; 1 medida de Iron Solute; Cartas de un oficial ruso…»

—Para —dijo Amy—. «Iron Solute», ¿dónde he oído eso antes?

—Estaba en la otra lista —dijo Dan sin ninguna duda—, en una de las cartas que vimos en Filadelfia.

Amy frunció el ceño.

—Pero iron solute no es un libro. En esta lista todo lo que pide son libros, menos eso.

—Pues tendremos que averiguar qué significa iron solute —dijo Dan.

—¡Oh, chicos! ¡Me sé la respuesta! —dijo Nella metiéndose en la conversación.

Juntó las manos y cerró los ojos como si estuviese tratando de recordar la respuesta de un examen.

—Creo que significa «soluto de hierro», y es un tipo de disolución química, ¿no? Se utiliza para trabajar el metal, para imprimir y para unas cuantas cosas más.

Amy la miraba fijamente.

—¿Cómo sabías eso?

—Mmm… El semestre pasado hice química. Lo recuerdo porque el profesor explicó cómo se fabrican los equipos de cocina de alta calidad. Franklin probablemente utilizaba soluto de hierro para la tinta cuando tenía la imprenta.

—Eso es genial —masculló Dan—, ¡excepto por el hecho de que resulta totalmente irrelevante! ¿Podemos volver ahora a las coordenadas de la caja mágica?

Amy tenía una extraña sensación, como si se le hubiese olvidado unir dos ideas, así que se puso a buscar entre los papeles hasta que finalmente desdobló un enorme documento amarillento que resultó ser un antiguo mapa de París. Los ojos se le pusieron como platos.

—Aquí está. —Amy, llena de orgullo, puso el dedo encima de un punto del mapa—. Una iglesia: St-Pierre de Montmartre. Ahí es adonde debemos ir.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —preguntó Nella.

—Los números muestran unas coordenadas, ¿ves? —dijo la joven señalando los márgenes—. Éste es un antiguo mapa de topógrafo elaborado por un par de científicos franceses: Compte de Buffon y Thomas-François D’Alibard. Recuerdo haber leído algo sobre ellos. Fueron los primeros en examinar los pararrayos de Franklin. Una vez ellos probaron que éstos funcionaban, el rey Louis XVI les ordenó que dibujasen un mapa para equipar a los edificios más importantes de París. Esta iglesia fue el número catorce y se encuentra en las coordenadas cinco y doce del mapa. Franklin probablemente estaría informado acerca de este proyecto, ya que se sentía muy orgulloso del modo en que los franceses apoyaban sus ideas. Tiene que ser ahí. Os apuesto una tableta de chocolate francés a que encontramos una entrada a las catacumbas en la iglesia.

Dan no parecía convencido del todo. Fuera, la lluvia seguía cayendo con fuerza. Un trueno hizo vibrar las ventanas de la biblioteca.

—¿Y si los Kabra llegan allí antes que nosotros?

—Tenemos que asegurarnos de que eso no suceda —respondió Amy—. ¡Vamos!