Dan pensó que Nella iba a matarlos. Nunca antes había visto su cara tan colorada.
—¿Que habéis hecho qué?
Caminaba de un lado a otro en su diminuta habitación de hotel.
—Dos horas, dijisteis. Dos horas. Yo esperando en la puerta del hotel eternamente y vosotros sin venir. No me llamasteis. ¡Pensé que estabais muertos!
Ella agitó su iPod para enfatizar su enfado y los auriculares, que estaban sueltos, bailaron con él.
—El teléfono no funcionaba —dijo Amy, avergonzada.
—Nos desviaron de nuestro objetivo —añadió Dan—, estaba la granada de conmoción, el camión de cemento y la batería. Y una rebanada de pan.
Dan estaba bastante seguro de no haberse dejado ningún detalle, pero Nella parecía no haber entendido nada.
—Empezad por el principio —les pidió—, y no me mintáis.
Tal vez fuese porque estaba demasiado cansado para mentir, pero Dan le contó toda la historia, incluso le habló de las treinta y nueve pistas. Amy se encargó de explicar los detalles que su hermano se iba dejando atrás.
—Así que casi acaban con vosotros —dijo Nella con un hilo de voz—, esos estúpidos iban a verter cemento sobre vuestras cabezas.
—Tal vez un poquito —dijo Dan.
—¿Qué decía la inscripción? —preguntó Nella.
Dan no sabía nada de francés, pero había memorizado automáticamente las palabras de la losa de mármol, así que se las repitió a la niñera.
—«Aquí yacen Amy y Dan Cahill —tradujo ella—, que metieron sus narices en los asuntos de las personas equivocadas».
—¡Fue culpa de Irina Spasky! —dijo Dan—. Ella nos incitó a ir allí. Lo había planeado todo.
—Y no podremos pagarte —se lamentó Amy—, no tenemos dinero para el vuelo de vuelta. Lo siento mucho, Nella.
Nella se quedó inmóvil. La purpurina de sus ojos ese día era roja, lo que la hacía parecer aún más enfadada. Tenía los brazos cruzados por encima de su camiseta, en la que había una fotografía de un punk rockero gritando. En general, daba bastante miedo. Al final, agarró a Amy y a Dan y les dio un fuerte abrazo.
Se agachó para poder mirarlos a los ojos.
—Tengo algo de dinero en mi cuenta. No hay problema.
Dan estaba confundido.
—Entonces, ¿no vas a matarnos?
—Voy a ayudaros, tonto. —Nella meneó los hombros del muchacho gentilmente—. Con mis niños no se mete nadie.
—Con tus chicos —corrigió Dan.
—¡Lo que sea! Y ahora a dormir. Mañana tenemos que repartir unas cuantas palizas.
Maison des Gardons en realidad no quería decir «casa de los jardines». Por lo visto, gardons significa «cucarachas». Dan lo descubrió porque Nella se lo explicó y también porque se pasó toda la noche escuchando algo que se arrastraba por el suelo. Le hubiera gustado que Saladin estuviese allí. El gato se lo habría pasado en grande jugando a ser un depredador de la selva.
Por la mañana, medio dormidos, se dieron una ducha y se cambiaron de ropa. Nella volvió de la cafetería de la esquina con un café para ella, chocolate caliente para Dan y Amy y pains au chocolat para todos. Dan decidió que ningún país en el que se comiese chocolate para desayunar podía ser tan malo.
—Bueno —dijo—, ¿podré conseguir algunas granadas más hoy?
—¡No! —dijo Amy—. Fue una suerte que la granada fuese sólo de conmoción. Podrías haber hecho volar por los aires a toda la familia Holt.
—¿Y eso habría sido algo malo porque…?
—Vale, chicos, cortad el rollo —dijo Nella—, lo importante es que estáis a salvo.
Amy cogió su croissant. Esa mañana estaba pálida y su pelo estaba totalmente enmarañado.
—Dan, siento lo que pasó anoche. Me entró el pánico y casi consigo que nos maten.
Él casi había olvidado esa parte. En aquel momento le había molestado bastante, pero era difícil seguir enfadado cuando su hermana se rebajaba de aquella forma y le pedía disculpas. Además, aquello que había hecho con la batería era genial y compensaba el momento en que había perdido los papeles.
—No te preocupes —respondió él.
—Pero ¿y si pasa otra vez…?
—Eh, si dejamos que Irina nos haga caer de nuevo en una trampa es que somos más estúpidos que los Holt.
Amy no parecía sentirse mejor.
—Lo que no entiendo es lo del hombre de negro. ¿Por qué estaba allí anoche? Y si los Holt fueron los que provocaron el incendio en la mansión de Grace y pusieron la bomba en el museo…
—Entonces, ¿qué hacía el hombre de negro en los dos lugares? —terminó Dan—, ¿y por qué tiene Irina una foto de él?
Esperaba que Amy diese una de sus respuestas tipo «yo-hice-un-trabajo-sobre-eso-el-año-pasado», pero ella se limitó a fruncir el ceño.
—Chicos, tal vez deberíais concentraros en nuestro siguiente destino.
Amy respiró profundamente.
—Creo que ya sé adónde ir. Dan, ¿puedo usar tu portátil?
Él la miró fijamente, pues a Amy no le gustaban los ordenadores. Pero al final se lo prestó y Amy empezó a investigar por Internet.
En pocos segundos, la joven hizo una mueca y giró el portátil para que ellos pudieran mirar. La fotografía mostraba un montón de huesos en una oscura habitación de piedra.
—Hace ya tiempo que lo sospechaba —dijo Amy—, pero esperaba estar equivocada porque es arriesgado. El Laberinto de Huesos. Eso es lo que la nota de mamá decía en el Almanaque del pobre Richard. Tenemos que explorar las catacumbas.
—¿Catacumba viene de catástrofe?
A Dan le pareció una pregunta bastante razonable, pero Amy lo miró con cara de «mira que eres tonto».
—Algunas forman redes de túneles —dijo Nella—. Sí, recuerdo haber oído algo así. Y están llenas de huesos, ¿verdad?
—Yo quiero una habitación decorada con huesos —dijo Dan—. ¿De dónde vienen?
—De los cementerios —explicó Amy—. En el siglo XVIII, los cementerios empezaban a estar demasiado llenos, así que decidieron desenterrar montones de cadáveres viejos, coger todos esos huesos, y llevarlos a las catacumbas. La cuestión es que… mira las fechas. ¿Ves cuándo empezaron a trasladar huesos a las catacumbas?
Dan miró la pantalla, pero no entendía de qué estaba hablando su hermana.
—¿El día de mi cumpleaños?
—No, tonto. El año: en 1785. No lo declararon abierto oficialmente hasta el año siguiente, pero empezaron a planificar el proyecto y a trasladar allí los huesos ya en el año 1785, que es también el último año que Benjamin Franklin estuvo en París.
—Vaya, quieres decir…
—Que él escondió algo ahí abajo.
Hubo un silencio tan grande que Dan podía oír a las cucarachas que se movían dentro del armario.
—Entonces —intervino Nella—, tenemos que ir bajo tierra, al Laberinto de Huesos, y encontrar… lo que sea que estemos buscando.
Amy asintió.
—Aunque hay que tener en cuenta que las catacumbas son enormes y que no sabemos por dónde buscar. Lo único que se me ocurre es que existe una entrada pública. Aquí dice que está en la estación de metro Denfert-Rochereau, en el arrondissement número 14.
—Pero si ésa es la única entrada pública —dijo Dan—, es bastante posible que los otros equipos se dirijan también allí. Han estado robándose mutuamente el almanaque, tarde o temprano entenderán lo del Laberinto de Huesos, si no lo han hecho ya.
—A mí me parece bien —Nella se sacudió el chocolate y las migas de la camiseta—, reunámonos con vuestra familia.
La mochila de Dan era mucho más ligera ese día, pero antes de marcharse se aseguró de que la foto de sus padres estuviera aún a salvo en el bolsillo lateral. Su madre y su padre estaban en el mismo lugar donde los había dejado, en la funda de plástico del álbum de fotos, sonriendo en lo alto de su montaña como si no les importase lo más mínimo compartir su espacio con una batería de Franklin y una granada.
Dan se preguntaba si estarían orgullosos de él por haber conseguido salir de ese hoyo la noche anterior o si se mostrarían tan protectores como Amy: «Casi consigues que te maten, bla, bla, bla». Seguro que ellos lo hubieran entendido. Probablemente habrían vivido montones de aventuras. Tal vez su casa tuviese también un arsenal, antes de haberse quemado.
—Dan —lo llamó Amy—, ¡sal del baño y vamos!
—¡Ya voy! —gritó él, mirando a sus padres una vez más—. Gracias por la nota sobre el Laberinto de Huesos, mamá. ¡No te decepcionaré!
Volvió a guardar la foto en su mochila y se unió a Amy y a Nella.
Dos minutos después de haber dejado la estación de metro de Denfert-Rochereau, tropezaron con el tío Alistair. Era difícil que pasase desapercibido con el traje color cereza y el pañuelo amarillo canario que vestía, mientras balanceaba su bastón de puño de diamantes con una mano. El anciano se dirigió hacia ellos, sonriendo con los brazos abiertos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Dan notó que tenía un ojo morado.
—¡Mis queridos niños!
Nella le golpeó en la cabeza con su mochila.
—¡Ay! —El tío Alistair se encogió y tapó su ojo bueno con la mano.
—¡Nella! —dijo Amy.
—¡Lo siento! —dijo Nella entre dientes—, me había parecido que era uno de los malos.
—Es que lo es —confirmó Dan.
—No, no. —Alistair trató de sonreír, pero todo lo que podía hacer era poner una mueca de dolor y parpadear.
Dan se imaginó que su otro ojo se iba poner negro también por culpa de ese golpetazo. La mochila de Nella no era nada ligera.
—¡Niños, por favor, debéis creerme! ¡No soy vuestro enemigo!
—¡Nos robaste el libro —exclamó Dan— y nos dejaste allí cuando podríamos haber muerto!
—Lo admito, chicos. Creí haberos perdido en el incendio, a mí me costó muchísimo trabajo salir. Afortunadamente, encontré una palanca que abría la puerta. Os llamé, pero debíais de haber encontrado otra salida y sí, tenía el almanaque, es que no podía dejarlo atrás. Admito que me entró el pánico cuando salí. Tenía miedo de que nuestros enemigos estuviesen aún cerca o de verme atrapado entre las terribles llamas, así que huí. Perdonadme.
A juzgar por el gesto de la cara de Amy, su enfado había disminuido, pero Dan no creía una sola palabra de lo que el anciano decía.
—¡Está mintiendo! —exclamó Dan—. ¡«No os fiéis de nadie»! ¿Recuerdas?
—¿Le golpeo de nuevo? —preguntó Nella.
El tío Alistair se estremeció.
—Por favor, escuchad. El acceso a las catacumbas está justo ahí. —Señaló un edificio muy sencillo y con fachada negra al otro lado de la calle. En la puerta de entrada había unas letras negras que decían: «Entrée des Catacombes».
Aquél parecía un barrio normal: había casas, apartamentos y peatones de camino al trabajo. Era difícil creer que un laberinto de personas muertas se hallaba justo debajo.
—Tengo que hablar con vosotros antes de que entréis ahí —insistió Alistair—, sólo os pido diez minutos. Corréis peligro de muerte.
—Peligro de muerte —masculló Dan—. ¿Es una broma de mal gusto o algo así?
—Dan… —Amy puso la mano en el brazo de su hermano—, tal vez deberíamos escucharle, son sólo diez minutos. ¿Qué perdemos?
A Dan se le ocurrieron muchas cosas que podía perder, pero Alistair sonrió.
—Gracias, querida. Hay una cafetería justo ahí; ¿vamos?
Como era Alistair el que pagaba, Dan pidió algo de comer: un bocadillo de pavo y queso con patatas y un vaso grande de coca-cola, que por alguna razón le sirvieron sin hielo. Nella habló en francés con el camarero durante un buen rato y eligió algo exótico del menú gourmet. El camarero parecía impresionado por su elección, pero cuando trajeron el plato Dan no tenía ni idea de qué era. Parecían pegotes de plastilina con mantequilla de ajo.
Con una voz triste, el tío Alistair les explicó cómo los Holt le habían tendido una emboscada en el exterior del aeropuerto Charles de Gaulle y le habían cogido el Almanaque del pobre Richard.
—Esos bárbaros me golpearon en la cara y luego me rompieron una costilla. La verdad es que me estoy haciendo muy viejo para estas cosas —dijo el anciano mientras se tocaba los moratones de los ojos.
—Pero… ¿por qué están todos matándose los unos a los otros por ese dichoso libro? —preguntó Amy—. ¿No hay otras formas de encontrar la pista? Como el mensaje invisible que nosotros encontramos en Filadelfia en…
—¡Amy! —gritó Dan—, ¡eso es un secreto!
—Está bien, chico —dijo Alistair—, tenéis razón, por supuesto, Amy. Hay varias maneras de llegar a la siguiente pista. Por ejemplo, yo encontré un mensaje codificado en un famoso retrato de… Bueno, miradlo vosotros mismos.
El tío Alistair buscó en los bolsillos de su abrigo y sacó un papel que estaba doblado. Lo abrió y todos pudieron ver que se trataba de la copia a color de un cuadro en el que salía Benjamin Franklin, ya de mayor, vestido con una especie de túnica de color rojo en medio de una tormenta eléctrica, lo que parecía bastante tonto. Un conjunto de ángeles con cuerpo de bebé revoloteaban a su alrededor: dos en sus pies, trabajando con baterías, y tres detrás de él, sujetando una cometa con una llave en la cuerda. Los relámpagos pasaban por la llave hasta su mano alzada, pero a Ben no parecía molestarle aquello. Su largo pelo gris estaba erizado y tieso, así que tal vez ya estuviera habituado a recibir descargas eléctricas.
—No fue así ni por asomo —dijo Dan—, con los ángeles y todo eso.
—No, Dan —confirmó Alistair—. Esto es simbólico. El pintor, Benjamin West, tenía la intención de describir a Franklin como un héroe por haber conseguido atraer los rayos del cielo. Pero hay mucho más simbolismo del que cualquiera hubiera descubierto; eso sí, está tan bien escondido que sólo un Cahill podría descubrirlo. Mirad la rodilla de Franklin.
Dan no alcanzaba a ver nada más que una rodilla, pero Amy exclamó:
—¡La forma que hace la tela!
Dan parpadeó, y entonces entendió a qué se refería. Una parte de la rodilla de Franklin estaba pintada en un tono rojizo más claro, pero no era una simple mancha. Era una silueta que él había visto en muchas ocasiones anteriormente.
—Vaya —dijo él—, el escudo de los Lucian.
Nella entrecerró los ojos.
—¿Eso? Se parece a una de las mujeres que salen en los calendarios de los talleres de coches.
—No, son dos serpientes alrededor de una espada —dijo Amy—; créeme, si hubieses visto el escudo Lucian, tú también lo reconocerías.
—Hay más —dijo Alistair—; mirad el papel que sujeta Franklin. Dadle la vuelta. Está ahí, tapado con la pintura blanca, es casi imposible de leer.
Dan nunca se habría dado cuenta si Alistair no lo hubiera mencionado, pero cuando miró más de cerca, pudo ver la marca de las palabras desaparecidas en el documento que Franklin tenía en las manos.
—París —leyó el muchacho en voz alta—, 1785.
—Exacto, mi querido niño: un cuadro de Franklin con una llave, un blasón de la familia Cahill y las palabras «París, 1785». Una pista significativa.
—Yo nunca habría encontrado esto —dijo Amy, sorprendida.
Alistair se encogió de hombros.
—Muchacha, tal y como tú decías, hay muchos indicios que nos indican el camino hacia la segunda pista. Lamentablemente, los Cahill nos dedicamos a pelear entre nosotros, a robar información y a impedirles a los demás avanzar. —El anciano cambió de postura e hizo un gesto de dolor—. Mi costilla rota y mis ojos morados son prueba de ello.
—Pero ¿quién se encargó de esconder todas estas señales? —preguntó Amy—. ¿El propio Franklin?
Alistair dio un sorbo a su café.
—No lo sé, muchacha, pero en mi opinión se trata de una mezcolanza, un esfuerzo colectivo de muchos Cahill a lo largo de los siglos. Nuestra querida Grace parece haber sido la que reunió todas estas guías, aunque no sé ni cómo ni por qué. Sea lo que sea el tesoro final, las más grandes mentes Cahill han hecho enormes esfuerzos para mantenerlo oculto. Aunque algunos, como Benjamin Franklin, intentan dirigirnos hacia él. Supongo que sólo obtendremos la respuesta cuando encontremos el tesoro.
—¿Nosotros? —dijo Dan.
—Aún creo que necesitamos aliarnos —añadió Alistair.
—De eso nada —dijo Nella moviendo la cabeza de un lado para otro—, no confiéis en este hombre, niños, es un completo blandengue.
—Y tú eres una experta en blandos, ¿verdad, joven niñera?
—¡Cuidadora! —corrigió Nella.
Alistair parecía querer hacer otra broma a sus expensas, pero cuando vio su mochila letal cambió de idea.
—La cuestión es, niños, que nuestros competidores han decidido que vosotros sois el equipo al que hay que vencer.
—¿Por qué nosotros? —preguntó Amy.
Alistair se encogió de hombros.
—Hasta el momento siempre habéis estado a la cabeza de la competición. Habéis escapado de todas las trampas. Siempre fuisteis los favoritos de Grace.
Le brillaban los ojos como a un hambriento cuando mira una hamburguesa.
—Seamos honestos, ¿de acuerdo? Todos creemos que Grace os dio información privilegiada, seguro que lo hizo. Decidme qué es y yo os ayudaré.
Dan apretó los puños al acordarse del vídeo en el que Grace anunció la competición; lo había dejado atónito. Grace debería haberles dado información privilegiada, él también lo creía. Si realmente los quería, no debería haberlos dejado en la oscuridad. Ahora los otros equipos iban a por ellos porque creían que Amy y Dan eran los favoritos de Grace. Aunque, por lo visto, no le habían importado demasiado. Ellos eran tan sólo un equipo más en el juego cruel que ella había organizado. Cuanto más lo pensaba, más traicionado se sentía. Miró el collar de jade alrededor del cuello de Amy; hubiera querido arrancárselo y tirarlo a la basura. Los ojos empezaron a arderle.
—No tenemos ningún tipo de información privilegiada —farfulló.
—Venga, muchacho —dijo Alistair—, estáis en peligro y yo podría protegeros. Podríamos bajar a las catacumbas juntos y buscar entre todos.
—Bajaremos a las catacumbas nosotros solos—dijo Dan.
—Como desees, chico. Pero tenéis que ser conscientes de que las catacumbas son enormes. Hay miles de túneles y muchos de ellos ni siquiera aparecen en los mapas; podríais perderos muy fácilmente ahí. Hay patrullas de policía especiales que vigilan que nadie entre en los lugares no autorizados. Algunos de los túneles están inundados y muchos de ellos se derrumban por el paso del tiempo. Buscar la pista de Franklin en las catacumbas será peligroso e inútil a menos que… —se inclinó hacia ellos y arqueó las cejas—, a menos que vosotros sepáis algo que no me habéis dicho. El almanaque tenía una nota al margen que decía que se coordina en una caja. ¿Por casualidad no sabréis a qué se refiere con la «caja»?
—Aunque lo supiéramos —dijo Dan—, no te lo diríamos.
Amy tocó el collar de jade.
—Lo siento, tío Alistair.
—Entiendo —dijo éste volviendo a su postura original—, admiro vuestro espíritu. Pero… ¿y si yo estuviera dispuesto a intercambiar información? Estoy seguro de que os habéis hecho preguntas sobre esas notas de vuestra madre. Yo conocí a vuestros padres y podría explicaros algunas cosas.
Dan se sentía como si el aire se hubiese convertido en cristal. Tenía miedo de moverse por si acaso se rompía.
—¿Qué cosas?
Alistair sonrió, como si supiese que los había embaucado.
—Sobre el interés de vuestra madre en las pistas, por ejemplo, o sobre la verdadera profesión de vuestro padre.
—Daba clases de matemáticas en la universidad —dijo Amy.
—Mmm.
La sonrisa de Alistair resultaba tan irritante que Dan tuvo la tentación de pedirle a Nella que le golpeara con su mochila otra vez.
—Tal vez os gustaría saber qué ocurrió la noche que ambos murieron.
El bocadillo de queso y pavo se revolvía en el estómago de Dan.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Hace muchos años, vuestra madre… —Alistair dejó de hablar de repente, sus ojos estaban fijados en algo al otro lado de la calle—. Niños, seguiremos hablando luego. Creo que deberíais entrar en las catacumbas solos; yo no entraré todavía, para demostraros que podéis fiaros de mí.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Dan.
Alistair señaló con su bastón. Cien metros más allá, en la calle, Ian y Natalie Kabra empujaban a la multitud, apresurándose para llegar a la entrada de las catacumbas.
—Intentaré distraerlos todo lo que pueda —prometió Alistair—; ¡ahora bajad ahí rápidamente!