Amy estaba de acuerdo en apresurarse para llegar cuanto antes a la Île St-Louis, pero su estómago pensaba otra cosa. Al pasar junto a una boulangerie, que debía de ser una panadería, a juzgar por el delicioso olor, ella y Dan intercambiaron miradas.
—Sólo una parada —dijeron los dos al unísono.
Unos minutos más tarde estaban sentados en el muelle del río, compartiendo la mejor comida que habían probado en sus vidas. Era sólo una rodaja de pan, pero Amy nunca había probado nada tan bueno.
—¿Ves eso? —Amy señaló a lo alto de una iglesia cercana, que tenía una barra metálica encima del campanario—. Es un pararrayos.
—Ah… —dijo Dan con la boca llena.
—Los franceses fueron los primeros en probar las teorías de Franklin sobre los pararrayos. Muchos de los edificios antiguos aún conservan los modelos originales de Franklin.
—¡Mmm! —exclamó Dan entusiasmado, pero Amy no estaba segura de si lo decía por la historia o por el pan.
El sol estaba a punto de ser ocultado por unas nubes negras. Retumbaban truenos en la distancia, pero los parisinos no parecían demasiado preocupados; había gente corriendo y patinando en la ribera del río. Un barco cargado de turistas recorría el Sena.
Amy intentó utilizar el teléfono de los Starling para llamar a Nella, pero no daba señal. Parecía que no tenía cobertura en Francia.
Aún tenía los nervios a flor de piel por la huida de la base secreta de los Lucian. A pesar de la seguridad, le parecía que habían entrado y salido con demasiada facilidad y no estaba segura de por qué. Tampoco le gustaban las cosas que Dan se había llevado: la batería de Franklin y aquella extraña esfera metálica. De todas formas, sabía que discutir con él no serviría de nada, pues cuando se le metía algo en la cabeza, no había quien pudiera convencerlo.
Se preguntaba cómo se las habría apañado Irina para quitarle el libro al tío Alistair y por qué estaría interesada en la Île St-Louis. Tenía la sensación de que se trataba de una trampa, pero era la única opción que tenían, o al menos, la única opción en la que quería pensar. La nota de su madre en el Almanaque del pobre Richard, lo del Laberinto de Huesos, todavía le daba escalofríos.
Intentaba imaginarse qué harían su madre y Grace en su lugar. Serían más valientes. Sabrían qué hacer. Su madre también había buscado esas pistas alguna vez, ahora lo tenía claro. Grace quería que Amy también aceptase el reto, pero ¿y si ella no estaba capacitada?
Hasta el momento le parecía que lo había hecho bastante mal. Cuando tenía que haber dicho cuatro cosas, no había sido capaz. Los otros equipos probablemente pensaban de ella que era una perdedora tartamuda.
Si no fuese por Dan, estaría perdida. Con sólo pensarlo, se le hacía un nudo en la garganta.
Habían terminado el pan y Amy sabía que tenían que irse. Miró fijamente al cielo que se oscurecía e intentó recordar detalles que había leído en sus guías de París.
—No hay líneas de metro a Île St-Louis —dijo—, tendremos que caminar.
—Venga, ¡vamos! —respondió Dan poniéndose en pie de un salto.
Amy no podía creer lo rápido que su hermano había recuperado el ánimo. Unos minutos antes se quejaba de que le dolían los pies y de que la mochila le pesaba. Ahora, un pedazo de pan más tarde, estaba como nuevo. A Amy le habría gustado ser así; ya que aunque no fuera a contárselo a su hermano, aún sentía que necesitaba dormir un siglo entero.
Era noche cerrada cuando llegaron al Pont Louis-Philippe. El viejo puente de piedra estaba cercado de farolas que se reflejaban en el agua. En el lado opuesto del río se erguía un grupo de mansiones rodeadas de árboles: la Île St-Louis. Hacia el norte había una isla más grande, con una catedral enorme que por las noches estaba iluminada con una luz amarilla.
—Aquella de allí es la Île de la Cité —explicó Amy mientras cruzaban el puente, más que nada para tranquilizarse a sí misma—, y aquélla es la catedral de Notre Dame.
—Genial —dijo Dan—, ¿crees que podremos ver al Jorobado?
—Igual más tarde. —Amy había decidido no contarle a su hermano que el Jorobado de Notre Dame era sólo el personaje de un libro—. En cuanto a esta isla más pequeña a la que vamos, la Île St-Louis, las guías de París que he leído no hablan demasiado de ella. Básicamente sólo hay casas y tiendas y cosas así. No entiendo qué estará buscando ahí Irina.
—¿No hay nada que tenga relación con Benjamin Franklin?
Amy negó con la cabeza.
—Solían llamarla la Isla de las Vacas, porque sólo ellas vivían allí. Después se convirtió en un barrio.
—Vacas, ¡qué emocionante! —exclamó Dan.
Después de todo lo que ya habían visto de París, la Île St-Louis les parecía una ciudad fantasma. Las estrechas calles estaban cercadas de elegantes y antiguos edificios de cinco plantas con tejados negros a dos aguas. La mayor parte de las ventanas estaban a oscuras y muchas de las tiendas ya habían cerrado. Las farolas proyectaban extrañas sombras de las ramas de los árboles, que parecían sombras de monstruos sobre las paredes. Amy era ya lo suficientemente mayor como para no creer en monstruos, pero aun así las sombras le inquietaban.
Una pareja de ancianos cruzó la calle delante de ellos. Amy se preguntaba si era cosa de su imaginación o si realmente la habían mirado de forma sospechosa antes de desaparecer en un callejón. En la manzana siguiente, un hombre con una boina que paseaba a un perro labrador les mostró una sonrisa al cruzarse con ellos, pero a Amy su expresión, como si escondiera un secreto, le recordó a Ian Kabra.
«Te estás volviendo un poco paranoica», se dijo a sí misma. ¿O sería posible que otras personas estuviesen buscando las pistas, personas que ni siquiera formaban parte de alguno de los siete equipos? Miró a Dan, pero decidió no comentarle nada al respecto… al menos de momento. La competición era ya lo suficientemente sobrecogedora.
Después de otros cien metros, encontraron la rue des Jardins. Era más estrecha que las otras calles a su alrededor y tenía edificios de piedra medio derruidos que debían de llevar siglos ahí.
Amy contó los números de los edificios y se paró de repente.
—Dan, ¿estás seguro de que era rue des Jardins, 23?
—Sí, ¿por qué?
Amy señaló un solar en el que no se levantaba ningún edificio. En su lugar, cercado con una valla de hierro oxidada, se encontraba un diminuto cementerio. Al fondo del mismo, había un mausoleo de mármol. Al frente, una docena de lápidas erosionadas se inclinaban en todas direcciones como si fuesen dientes torcidos.
El cementerio estaba escondido entre edificios altos: el que estaba a la derecha tenía un cartel que decía Musée; el de la izquierda debió de haber sido una tienda en sus días, pero ahora las ventanas estaban pintadas de negro y la puerta estaba bloqueada con tablones. La única luz que había venía del tenue resplandor naranja del cielo de la ciudad, que hacía que el lugar pareciese aún más tenebroso.
—Esto no me gusta —dijo Amy—, no puede haber ninguna conexión con Franklin aquí.
—¿Cómo lo sabes? Si ni siquiera hemos echado un vistazo. Además… ¡esas lápidas son geniales! —respondió Dan.
—No, Dan. No puedes calcarlas con carboncillo.
—Oh… —Él entró en el cementerio y Amy tuvo que seguirlo.
Las tumbas no les dijeron nada. Años atrás, probablemente habían tenido inscripciones, pero tras varios siglos éstas habían desaparecido totalmente. El pulso de Amy iba a cien por hora. Algo no iba bien. Se rompió la cabeza tratando de averiguar por qué ese lugar podría haber sido importante para Ben Franklin, pero no se le ocurrió ninguna razón.
Cautelosamente, llegó al mausoleo. Siempre había odiado las tumbas que se encontraban fuera de la tierra, pues le parecían casas de muñecas, pero para gente muerta.
Las puertas de hierro estaban abiertas y Amy no sabía si debía acercarse. Desde donde se encontraba, a tres metros de distancia, podía ver viejas placas de piedra con nombres por las paredes, nada demasiado especial a excepción de una losa que había en el suelo enfrente de la entrada. Para empezar, Amy se dio cuenta de que la inscripción era mucho más reciente que el resto del cementerio. Parecía recién grabada:
—¡Vaya! ¿Qué harán ahí nuestros nombres…?
—Algún tipo de mensaje… —Amy deseaba desesperadamente poder leer francés. Se prometió a sí misma que si algún día volvía al hotel, le pediría a Nella que le diera clases.
—Entramos, ¿verdad?
—¡No, es una trampa!
Pero él dio un paso al frente y el suelo se derrumbó. La losa de mármol se cayó en la nada, llevándose a Dan con ella.
—¡Dan!
Corrió hasta el borde del agujero, pero el suelo no había terminado de desplomarse. Las piedras y la tierra se hundieron bajo sus pies como si de papel mojado se tratase y Amy también desapareció en la oscuridad.
Al principio, estaba demasiado mareada como para pensar. Tosía bastante, pues tenía los pulmones llenos de polvo. Estaba sentada sobre algo blando y caliente…
—¡Dan! —Llena de pánico y con dificultad, se bajó de él y le movió los brazos, pero estaba demasiado oscuro como para ver nada.
—Dan, por favor, ¡dime que estás vivo!
—Ah…
—¿Te encuentras bien?
—Mi hermana acaba de sentarse encima de mí con su culo huesudo. ¿Cómo voy a estar bien?
Amy suspiró aliviada. Si se metía con ella es que debía de estar bien. La joven se levantó tambaleándose. Bajo sus pies había piedras y tierra. Mirando hacia arriba, pudo ver la boca del irregular hoyo al que habían caído; estaban en algo así como un sumidero.
—El suelo estaba hueco —farfulló ella—, la tierra aquí es de piedra caliza. Hay muchas cuevas y túneles debajo de París. Creo que nos hemos caído en uno de ellos accidentalmente.
—¿Accidentalmente? —dijo Dan—. ¡Irina nos atrajo hacia aquí a propósito!
Amy sabía que probablemente su hermano llevaba razón, pero no quería pensar en eso… ni en lo que podría pasar a continuación. Tenían que salir de allí. Palpó las paredes del hoyo, pero sólo era eso, un hoyo. No había ningún túnel ni salida aparte del hueco encima de ellos, y la caída había sido de unos tres metros. Era un milagro que no se hubiesen roto ningún hueso.
De repente, una luz la cegó desde arriba.
—Muy bien —dijo una voz de hombre.
—¡Arf! —ladró un perro.
Cuando los ojos de Amy se acostumbraron a la luz, consiguió distinguir cinco figuras en chándal violeta que les sonreían y un pit bull muy nervioso.
—¡Los Holt! —exclamó Dan—. ¡Habéis ayudado a Irina a tendernos una trampa!
—Asúmelo, enano —gritó Madison—, nosotros no os hemos tendido ninguna trampa.
—Exacto —dijo Reagan—, sois vosotros solitos los que habéis caído en ella.
Ella y Madison chocaron las palmas y se echaron a reír.
Las manos de Amy empezaron a temblar. Aquello era exactamente como en sus pesadillas… Atrapada en un hoyo con un montón de gente mirándola desde fuera y riéndose de ella. Pero esta vez era real.
—Así que —dijo Eisenhower Holt—, ¿era esto lo que estabais buscando, mocosos? ¿Este Laberinto de Huesos?
Amy notó que su corazón empezaba a agitarse.
—¿Qué… qué quieres decir?
—¡Venga! Todos sabemos lo del Laberinto de Huesos. Hemos leído el almanaque.
—¿Vosotros tenéis el libro? Pero Irina…
—Nos lo robó a nosotros —gruñó Eisenhower—. Después de que nosotros se lo robáramos al tipo coreano. Íbamos a entrar a su cuartel general para recuperarlo, pero vosotros llegasteis antes de que pudiésemos programar un asalto. Ahora vosotros tenéis el libro, y como habéis venido aquí, deducimos que sabéis algo.
—Pero ¡nosotros no tenemos el libro! —dijo Amy—, ni siquiera tuvimos la oportunidad de…
—Anda, venga… —dijo Hamilton; su grasiento pelo rubio relucía en la noche—, estaba justo ahí, en la página cincuenta y dos: «BF: Laberinto de Huesos, se coordina en la caja». Era la letra de tu madre, papá la reconoció.
A Amy le temblaba todo el cuerpo. Odiaba que aquello le pasase, pero no podía evitarlo. Los Holt habían leído más que ella, habían encontrado otro mensaje de su madre: «Laberinto de Huesos, se coordina en la caja». Había entendido la parte del Laberinto de Huesos, o al menos eso se temía… pero ¿qué era «se coordina en la caja»?
—No… no sé qué quiere decir —dijo ella—. No tenemos el libro; si nos ayudáis a salir, tal vez podría…
—¡Sí, claro! —se burló Madison—. Ahora mismo os ayudamos, ¿a que sí?
Empezaron a reírse de nuevo. Todo el clan de los Holt se estaba riendo de ella.
—Por favor, parad… —susurró—, no…
—Oh, va a llorar —se mofó Hamilton—; tíos, sois patéticos. No puedo creer que hayáis sobrevivido al incendio y a la bomba.
—¿Qué? —gritó Dan—. ¿Vosotros quemasteis la mansión de Grace? ¿Vosotros pusisteis esa bomba en el museo?
—Para retrasaros un poco —admitió Eisenhower—, pero deberíamos haberos vencido cara a cara. Lo siento.
Dan les lanzó una piedra, pero ésta se pasó entre las piernas de Reagan sin lastimar a nadie.
—¡Idiotas! ¡Sacadnos de aquí!
Reagan frunció el ceño. Pero Madison y Hamilton empezaron a gritarle a Dan, y Arnold empezó a ladrar. Amy sabía que eso no les iba a llevar a ningún lado. Tenían que convencer a los Holt de que los ayudaran a salir, pero ella no conseguía articular ni una palabra. Tan sólo quería acurrucarse y esconderse.
Entonces el suelo tembló y se oyó un ruido parecido al de un enorme motor. Los Holt se volvieron hacia la calle y se quedaron de piedra al ver lo que estaba pasando.
—¡Pequeños embaucadores! —dijo Eisenhower enfurecido mirando hacia ellos—. Esto era una emboscada, ¿verdad?
—¿De qué estás hablando? —preguntó Dan.
—Un camión está bloqueando las puertas —dijo Mary-Todd—, un camión cisterna con cemento.
—Mira, papá —dijo Reagan nerviosa—, tienen palas.
El sentido del peligro de Amy empezó a pitar. Dan se volvió y ella pudo ver que su hermano pensaba lo mismo que ella.
—Van a rellenar el agujero —dijo Dan—, ¿verdad?
Ella asintió con debilidad.
—¡Señor Holt! —Dan empezó a saltar como el perro Arnold, pero no llegaba a lo alto del hoyo.
—Venga, ¡tiene que ayudarnos a salir! ¡Le ayudaremos!
El señor Holt resopló.
—¡Vosotros nos habéis metido en esto! Además, vosotros no podéis pelear, enanos.
—Papá —dijo Reagan—, tal vez deberíamos…
—Cállate —refunfuñó Hamilton—, ¡nosotros nos encargaremos de esto!
—¡Reagan! —gritó Dan—. ¡Venga! ¡Diles que nos ayuden!
Reagan frunció el ceño y fijó la vista en el suelo.
Dan miró a Amy desesperadamente.
—Tienes que hacer algo. ¡Diles que has comprendido lo que decía el libro!
Pero a Amy no le salían las palabras. Amy se sentía como si ya estuviese cubierta de cemento. Su hermano la necesitaba, tenía que decir algo, y sin embargo ella estaba allí quieta, paralizada, sin poder ayudar y odiándose a sí misma por estar tan asustada.
—¡Eh, Amy sabe qué significa la pista y os lo dirá si nos ayudáis a salir!
El señor Holt frunció el ceño. Amy sabía que él no se lo creería. Se quedarían en ese hoyo para siempre, petrificados en el cemento. Pero el señor Holt se sacó la chaqueta del chándal y la introdujo en el hoyo.
—Agárrate a la manga.
En cuestión de segundos, Amy y Dan estaban fuera del agujero. Efectivamente, un camión había bloqueado las puertas del cementerio. Seis matones con monos de trabajo y cascos estaban rodeando la valla y sujetaban las palas como si estuviesen preparados para pelear.
—Muy bien, equipo —dijo el señor Holt con entusiasmo—. Enseñémosles cómo se hace. ¡Al estilo Holt!
Toda la familia echó a correr hacia ellos. El señor Holt cogió la pala del primer matón y la lanzó, con el hombre aún sujeto a ella, contra un lateral del camión. ¡Plas! Las chicas, Madison y Reagan, chocaron contra uno de los matones con tanta fuerza que éste salió volando y se estampó contra la ventana de una floristería. Arnold mordió al tercer matón en la pierna y lo sujetó con sus mandíbulas de acero. Mary-Todd y Hamilton abordaron al cuarto matón contra el vertedor de detrás del camión, y el hombre golpeó una palanca con la cabeza y el cemento empezó a desparramarse por toda la calle.
Lamentablemente, quedaban aún dos matones que corrían en dirección a Dan y a Amy. La joven sintió que el miedo se le acumulaba en la garganta. Reconoció sus caras: eran los guardias de seguridad de la base secreta de los Lucian. Antes de que se le ocurriese ningún plan, Dan abrió la cremallera de su mochila y sacó su esfera de plata.
—¡No, Dan! —dijo Amy—, no puedes…
Pero él lo hizo.
Por mucho que le gustase el béisbol, Dan era el peor lanzador del mundo. La esfera se coló entre los dos hombres que iban a por ellos y explotó a los pies del señor Holt emitiendo un cegador flash amarillo. El ruido tronó como si el tambor más grande del mundo hubiera sido golpeado con un mazo. Amy se quedó atónita. Cuando recuperó los sentidos, vio que toda la familia Holt y los tipos con los que se habían peleado estaban tirados en el suelo, inconscientes. Todos, excepto los dos a quienes Dan había apuntado, que estaban sólo aturdidos, tambaleándose y agitando las cabezas.
Amy miró a Dan horrorizada.
—¿Qué has hecho?
Dan parecía sorprendido.
—Eh, creo que es una granada de conmoción. ¡Como la del museo! Los he dejado K. O.
Los dos matones que estaban aún en pie parpadearon un par de veces y después se concentraron en Dan y en Amy. No parecían contentos.
—¡Corre! —Dan empujó a Amy detrás del mausoleo, pero no había adónde ir, sólo otra valla de hierro y, unos cuantos metros más allá, la parte trasera de un edificio de paredes de ladrillo y de unos diez metros de alto.
Desesperados, treparon por la valla de todos modos. La camiseta de Amy se enganchó con un barrote, pero Dan la consiguió soltar. Juntos palparon la pared de atrás de ese edificio, pero no encontraron ningún camino. No había salida. Estaban atrapados. Si al menos tuvieran una arma… Entonces Amy se dio cuenta de que su cerebro ya no estaba paralizado por el temor. La explosión había hecho que espabilara y había recuperado todos sus sentidos. Sabía lo que necesitaban.
—Dan, ¡la batería de Franklin!
—¿Para qué?
Ella abrió la mochila y sacó la batería. Los dos matones avanzaban con cautela, probablemente preguntándose si Dan tendría más granadas. Amy desenroscó los cables de cobre de la batería y se aseguró de que los extremos estaban pelados.
—Espero que tenga algo de carga.
—¿Qué estás haciendo?
—Franklin solía hacer esto para divertirse —explicó ella—, para asustar a sus amigos. Tal vez haya suficiente…
Los hombres estaban ya en la valla. Uno de ellos murmuró algo en francés, parecía ordenarles que se rindiesen. Amy movió la cabeza negándose.
Los hombres empezaron a trepar y Amy saltó hacia adelante. Puso los cables en la valla y los dos hombres gritaron sorprendidos. Saltaron chispas azules en las barras metálicas, de las manos de los hombres salía humo y cayeron hacia atrás, inconscientes. Amy tiró la batería.
—¡Vamos! —dijo.
En un abrir y cerrar de ojos, volvieron al otro lado de la valla. Salieron corriendo del cementerio, se cruzaron con los inconscientes Holt y con los matones y el camión volcado.
Amy sintió una punzada de remordimiento por dejar a los Holt allí, pero no tenían opción.
No dejaron de correr hasta que llegaron al puente Louis-Philippe. Amy se encogió, tratando de recuperar el aliento. Al menos estaban a salvo, habían sobrevivido a la trampa.
Pero cuando se dio la vuelta, vio algo que la asustó aún más que el cementerio. Entre las sombras que se vislumbraban en el extremo del puente, cien metros más atrás en el camino que acababan de recorrer, había un hombre alto y con el pelo gris que llevaba un abrigo negro.
Y Amy estaba segura de que los estaba observando.