Mientras tanto, en el interior de la furgoneta de los helados, los Holt se estrangulaban los unos a los otros.
Madison estaba subida en la espalda de Hamilton, golpeándole en la cabeza con una caja de helados. Su madre, Mary-Todd, intentaba separarlos. Reagan y Arnold, el pit bull, jugaban al tira y afloja con una caja de pasteles. Eisenhower, el ya harto líder de la familia, gritó:
—¡Alto! Compañía, ¡formen filas!
Hamilton y Madison se separaron para obedecer a su padre y tiraron todos los helados. Mary-Todd se sacudió el polvo de la ropa, fulminó a sus hijos con una mirada y formó. Reagan presentó armas con la caja de pasteles. Arnold se tumbó boca arriba y se hizo el muerto.
—¡Así me gusta! —gruñó Eisenhower—. ¡No voy a consentir que los miembros de esta familia se maten entre sí por culpa de unos dulces!
—Pero papá… —protestó Reagan.
—¡Silencio! Dije que sólo os daría un helado después de cumplir la misión, y la misión no estará cumplida hasta que se me informe de lo sucedido.
Madison saludó.
—Papá, pido permiso para informar.
—Concedido.
—El micrófono espía ha funcionado.
—Excelente. ¿Los mocosos se han hecho con el libro?
Madison se movió incómoda.
—No dispongo de esa información, señor. Pero sé que se dirigen a la rue des Jardins, 23, en Île St-Louis.
—¿Crees que esta vez el número será el correcto?
Madison se puso roja como un tomate.
—¡Eso no fue culpa mía!
—¡Nos caímos en el Sena con el coche alquilado!
—Oh, porque tus ideas son siempre geniales, ¿verdad, Hammy? Como esa estúpida explosión en el museo que eliminó al equipo equivocado o incendiar la mansión de Grace.
—¡Dejad de chillar! —gritó Mary-Todd—. Niños, no podemos seguir discutiendo los unos con los otros. No es bueno para la moral del equipo.
—Vuestra madre tiene razón —dijo Eisenhower—. El incendio de la mansión y la bomba del museo no fueron buenas ideas. Deberíamos haber acabado con los mocosos Cahill con nuestras propias manos.
Arnold ladró entusiasmado e intentó morderle la nariz.
Reagan frunció el ceño. Movía los pies como si se sintiera incómoda.
—Pero, eh… papá…
—¿Algún problema, Reagan?
—Bueno, la explosión… podría haberlos matado, ¿verdad?
Madison puso los ojos en blanco.
—Ya estamos otra vez con lo mismo. ¡Te estás ablandando, Reagan!
Reagan se puso roja como un tomate.
—¡De eso nada!
—¡De eso todo!
—¡Silencio! —gruñó Eisenhower—. Ahora atendedme todos. Vamos a tener que tomar medidas drásticas para ganar esta competición. ¡No puedo permitir que nadie se ablande! ¿Entendido?
Fulminó a Reagan con la mirada, y ella se la devolvió desanimada desde el suelo.
—Sí, señor.
—Sabemos que Dan y Amy eran los favoritos de Grace —prosiguió Eisenhower—. El señor McIntyre probablemente les esté ofreciendo información privilegiada. Ahora nos han vencido en la fortaleza Lucian cuando intentábamos espiar, ¡lo que también fue mala idea! ¿Vamos a tolerar más malas ideas?
—¡No, señor! —gritaron los niños.
—Creen que no somos inteligentes —continuó el padre de la familia—, piensan que sólo sabemos flexionar nuestros músculos. ¡Se van a enterar de que podemos hacer mucho más que eso!
Eisenhower flexionó sus músculos.
—¡Trabajo en equipo! —gritó Mary-Todd—. ¿De acuerdo, niños?
—¡Sí, señor! ¡Trabajo en equipo!
—¡Arf! —ladró Arnold.
—Ahora —continuó Eisenhower—, tenemos que conseguir ese libro. Tendremos que asumir que lo tienen esos mocosos, o que al menos saben dónde está. Tenemos que ir a la Île St-Louis ¡sin meter la furgoneta de helados en el río! ¿Quién está conmigo?
Los niños y Mary-Todd aplaudieron. Después se acordaron del helado y volvieron a estrangularse mutuamente.
Eisenhower refunfuñó y decidió dejar que se peleasen un rato. Tal vez eso los ayudase a fortalecer su personalidad.
Durante toda su vida, la gente se había reído de Eisenhower a sus espaldas. Se rieron cuando fracasó en la escuela militar. Se rieron cuando suspendió el examen de entrada al FBI. Se rieron incluso cuando trabajaba como guardia de seguridad y, persiguiendo a un ladrón, tuvo un accidente con su arma y acabó con un dardo en el trasero. Un simple fallo. Podría haberle pasado a cualquiera.
Cuando ganase la competición, se convertiría en el Cahill más importante de todos los tiempos. Nadie se reiría de él nunca más.
Dio unos cuantos puñetazos a la caja registradora de la furgoneta. Esos Cahill empezaban a sacarlo de sus casillas. Se parecían demasiado a sus padres, Arthur y Hope. Él tenía que arreglar las cuentas con los Cahill.
En poco tiempo, Amy y Dan podrían pagar por ellos.