Dan tuvo la tentación de parar unas veinte veces durante la persecución de Irina Spasky por la rue de Rivoli (él se preguntaba si el nombre de la calle significaría «Calle del Ravioli», pero creía que Amy se reiría de él si se lo preguntaba). Hubiera querido detenerse para ir a ver la pirámide de cristal del Louvre, que le parecía genial, o a los malabaristas que jugaban con fuego en el Jardin des Tuileries. También quiso parar cuando pasaron ante un señor que vendía crème glacée (Dan estaba bastante seguro de que eso era helado). Aunque principalmente, quería parar porque le dolían los pies.
—¿No tiene pensado tomarse un respiro?
Amy no parecía estar cansándose lo más mínimo.
—¿No te parece raro que nos hayamos cruzado con Irina Spasky entre los diez millones de personas que hay en París?
—¡Tal vez los otros 9,99 millones no lleven bufandas de color rojo brillante!
—Iba caminando por una de las calles más importantes, es como si quisiera que la vieran.
—¿Crees que es una trampa? —preguntó Dan—. ¿Cómo sabe entonces que la hemos encontrado? No ha mirado hacia atrás ni una sola vez. No sabe que estamos aquí.
Pero mientras decía aquello, empezó a recordar cómo actuaban los detectives de la tele, cómo podían saber si alguien los perseguía sin necesidad de mirar o cómo cruzarse «accidentalmente» en el camino de una víctima y engatusarla para tenderle una trampa. ¿Habría estado ella esperándolos en el aeropuerto? ¿Los habría visto entrar en la limusina con Jonah y se habría apresurado para llegar a la ciudad antes que ellos?
—Mira —dijo Amy—, ¡está girando!
Irina cruzó la avenida y desapareció bajando unos peldaños.
—Va a coger el metro —dijo Amy.
Perdieron algún tiempo intentando averiguar cómo usar las monedas de euro en las máquinas expendedoras de tickets, pero cuando bajaron la escalera Irina aún estaba allí, en uno de los andenes, con el viejo almanaque debajo del brazo. El tren acababa de entrar. Dan estaba seguro de que Irina saldría de él en el último momento, antes de arrancar, así que esperaron a que las puertas del tren estuvieran a punto de cerrarse, pero Irina no salió. Amy y Dan entraron también y el tren se puso en marcha.
Cambiaron de trenes dos veces en un período de tiempo muy corto. A pesar de que Irina llevaba un chal rojo brillante, era fácil perderla de vista.
—No lo entiendo —dijo Amy—, ahora se mueve más rápido, como si estuviese intentando perdernos.
Dan seguía soñando con la crème glacée. Lo último que había comido había sido la lasaña del avión y ya hacía bastante rato de eso, así que empezaban a sonarle las tripas.
Finalmente, después de haber cogido el tercer tren, Irina salió al andén. Amy agarró a Dan del brazo y señaló un letrero en la pared de la estación.
—Passy —dijo ella.
—¿Y qué?
—Éste es el barrio donde vivía Benjamin Franklin.
—¡Pues venga, vamos! —dijo el muchacho—. Caperucita Roja se nos está escapando.
Passy no parecía tan atestado de gente como las Tuileries. Las calles estaban cercadas de edificios de cuatro plantas y había tiendas de flores por todas partes, como si todos los días fuesen el día de la madre; había tulipanes, claveles, rosas y todo lo que pudiera hacer a Dan estornudar. En la distancia, la torre Eiffel se erigía sobre las nubes negras, pero Dan estaba más interesado en la comida. Olía a chocolate, pan recién horneado, queso fundido… pero no podía detenerse a comprar nada de eso.
Irina caminaba como si su vestido estuviese ardiendo, así que ellos tenían que correr para no perderla de vista. Amy tropezó con un cubo de flores y un parisino le echó la bronca.
—¡Lo siento! —gritó Amy mientras seguía corriendo.
Se adentraron en una calle arbolada con mansiones que parecían bastante antiguas. Un poco más arriba, había una furgoneta violeta mal aparcada en la que había dibujos de globos y caras de payasos y un cartel en el que se leía «crème glacée». Dan barajó la posibilidad de comprar rapidito un helado de cereza y vainilla y seguir corriendo, pero cuando se acercaron, pudo ver que la furgoneta estaba cerrada. El parabrisas estaba cubierto desde dentro con un parasol plateado. «Es una conspiración —pensó Dan—; la ciudad de París al completo está intentando matarme de hambre».
Al final de la manzana, Irina cruzó la calle, atravesó un portal de hierro forjado y caminó hasta un gran edificio de mármol con aspecto de embajada o algo parecido. Dan se escondió detrás de un poste del portal y vio cómo Irina marcaba un código y entraba en la casa.
—Mira allí —dijo Amy.
En el centro del portal había una placa con letras doradas que decía:
—¡El escudo Lucian! —exclamó Dan—. Pero si esto es el instituto de… eh, lo que eso sea.
—Creo que es algo así como una escuela para embajadores —explicó Amy—. ¿No te das cuenta? Eso es sólo una tapadera. ¿Recuerdas lo que dijo Jonah? París es una fortaleza Lucian.
A Dan se le iluminaron los ojos.
—¡Ésta debe de ser su base secreta!
Amy asintió.
—La cuestión es: ¿qué hacemos ahora?
—¡Entrar! —respondió Dan.
—Muy bien, pero no tenemos el código de seguridad.
—5910. Le vi introducirlo.
Amy miró fijamente a su hermano.
—¿Cómo has podido…? Déjalo, es igual. Vamos, pero con cuidado, probablemente tengan cámaras de seguridad y perros guardianes y esas cosas.
Los hermanos cruzaron el portal y subieron los peldaños de la entrada principal. Dan introdujo el código y las puertas se abrieron fácilmente, no sonó ninguna alarma ni ladró ningún perro.
—Qué extraño —masculló él. Pero ya era tarde para pensárselo dos veces, así que entraron en el cuartel de los Lucian.
El vestíbulo de la entrada era más grande que todo su apartamento. El suelo era de mármol pulido y del techo colgaba una lámpara de araña. Enfrente de ellos había unas puertas negras y a la izquierda, una escalera de caracol que iba a dar a un balcón interior.
—Mira. —Dan señaló encima de las puertas. Una cámara de vigilancia se movía grabando toda la estancia. Todavía no los estaba enfocando, pero no tardaría en llegar a ellos.
Entonces, oyeron voces que venían de detrás de las puertas dobles. Alguien se dirigía hacia ellos.
—¡Rápido! —Dan subió por la escalera y Amy parecía querer discutir, pero no había tiempo, así que siguió a su hermano.
Dan sintió que se le iba a salir el corazón del pecho. Él siempre había pensado que podría ser divertido jugar a los ladrones y colarse en la casa de alguien, pero ahora que estaba haciéndolo de verdad, le sudaban las manos. Se preguntaba si los franceses aún metían a los ladrones en mazmorras infestadas de ratas como había visto en un musical al que Grace los había llevado.
Entraron sigilosamente en la antesala de la segunda planta.
—No lo entiendo —susurró Dan—, Irina debe de ser una Lucian, como Benjamin Franklin. ¿Quiere eso decir que Franklin era uno de los malos?
—Tal vez no sea así de simple —respondió Amy—. Mira.
A lo largo de las paredes había varios cuadros con retratos: Napoleón Bonaparte, Isaac Newton, Winston Churchill y otras personas a las que Dan no reconocía.
—Otros Lucian famosos —se imaginó Amy—; no es que fueran buenos o malos, pero está claro que eran personas importantes.
—Y nosotros acabamos de invadir su casa.
Pasaron por delante de una hilera de puertas enormes de madera de roble, todas ellas cerradas. En una ponía «Logistique», en la otra «Cartographie» y en la última «Arsenal».
—¡Genial!
—¡Dan, no! —suspiró Amy, pero no le dio tiempo a cerrarle el paso. El muchacho abrió la puerta del arsenal y entró en la sala.
Ligeramente tarde, pensó que tal vez no sería una buena idea entrar en una habitación llena de armas si ya hubiera alguien allí. Por suerte, no había nadie. El arsenal era una habitación de unos tres metros cuadrados llena de objetos impresionantes: cajas repletas de balas de cañón, estanterías llenas de cuchillos, espadas, bastones estoque, escudos y paraguas. Dan no tenía muy claro qué hacían allí aquellos paraguas, pero se imaginaba que tendrían alguna otra utilidad aparte de proteger de la lluvia.
—No deberíamos estar aquí —dijo Amy entre dientes.
—¡Mira! ¿No te parece raro?
El muchacho cogió una caja de madera del tamaño de una caja de zapatos que estaba llena de tubos de cristal con cables de cobre que entraban y salían de ellos.
—Es una de las baterías de Franklin, como la del museo.
Amy arrugó las cejas.
—¿Qué estará haciendo en un arsenal?
—No tengo ni idea, pero me la llevo. —A pesar de las quejas de Amy, Dan metió la batería en su mochila, que estaba casi vacía. Lo único que guardaba en ella era la fotografía de sus padres, que había decidido llevar consigo para que le trajera buena suerte.
Un huevo de espuma de poliestireno captó su atención. Lo abrió y en su interior encontró un único orbe de plata con pequeñas luces rojas que parpadeaban.
—¡Esto también me gusta! —Lo metió en su mochila.
—¡Dan, no!
—¿Y por qué no? ¡Ellos no lo echarán en falta y nosotros necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir!
—Podría ser peligroso.
—Eso espero. —Dan estaba admirando las estrellas ninja y valoraba la posibilidad de llevarse también algunas, cuando se oyó el golpe de una puerta en el vestíbulo.
—Es mejor saber qué está haciendo —dijo un hombre—, si está equivocada…
Una mujer respondió en francés. Las dos voces se desvanecieron por el pasillo.
—Vamos —insistió Amy—, ahora.
Asomaron la cabeza para asegurarse de que la antesala estaba despejada; después salieron del arsenal y siguieron caminando por el edificio. Al final de la estancia había un balcón interior de forma circular. Lo que Dan vio debajo le recordó a un centro de comando militar. Había ordenadores a lo largo de las paredes y en el medio de la habitación, una mesa de conferencias que tenía el aspecto de una enorme televisión de pantalla plana. Irina Spasky estaba sola, apoyada encima de ella. A su alrededor había pilas de papeles y carpetas. Estaba introduciendo comandos en la superficie de la mesa, encogiendo y agrandando imágenes. Estudiaba el mapa de la ciudad captado vía satélite.
Dan no se atrevió a hablar, pero cruzó miradas con Amy. «Quiero uno de ésos», pensó. La expresión de Amy fue tajante: «Cállate».
Se agacharon detrás de la barandilla del balcón y observaron cómo Irina aumentaba el tamaño del mapa en diferentes localidades. Después, abrió el Almanaque del pobre Richard y, tras realizar algunas comprobaciones, sacó una libreta y tomó algunas notas. A continuación, agarró el cuaderno y el libro y se apresuró a salir de la habitación, en dirección a la entrada principal.
—¡Venga, Amy! —Dan se sentó a horcajadas en la barandilla.
—¡Vas a romperte las piernas!
—Cuélgate del borde y déjate caer. Yo lo he hecho desde el tejado de la escuela un millón de veces. Es muy fácil.
Él lo hizo y, en realidad, sí que resultó fácil. Un segundo más tarde, los dos estaban en la mesa de conferencias, contemplando la imagen que aún parpadeaba en la pantalla: un icono blanco mostraba el objetivo en un punto determinado de la ciudad de París. La dirección brillaba con letras rojas: Rue des Jardins, 23.
Dan señaló una marca azul que rodeaba el objetivo.
—Esto es agua, o sea que el lugar al que se dirige debe de estar en una isla.
—Île St-Louis —dijo Amy—, está en el río Sena, justo en el centro de París. ¿Puedes memorizar esa dirección?
—Ya lo he hecho. —Dan se dio cuenta de otra cosa: había una fotografía encima de los archivos de Irina Spasky. La cogió y al ver quién aparecía en ella, le dio un vuelco el estómago.
—Es él.
Dan le enseñó la foto a Amy. Había en ella un hombre viejo con el pelo gris y un traje negro cruzando la calle. La foto estaba borrosa, pero se veía que se trataba de París por los edificios amarillos y las señales en francés.
—El hombre de negro está aquí.
Amy palideció.
—Pero ¿por qué…?
Los jóvenes oyeron una voz que se acercaba desde el vestíbulo:
—J’entends des mouvements. Fouillez le bâtiment.
Dan no necesitaba entender el francés para darse cuenta de que tenían problemas. Amy y él corrieron en dirección opuesta, hacia el otro vestíbulo.
—Arrêtez! —gritó un hombre a su espalda. Inmediatamente estallaron las alarmas.
—¡Estupendo! —exclamó Amy.
—¡Por aquí! —Dan dio la vuelta a una esquina. No se atrevía a mirar atrás, pero oía cada vez más cerca los pasos de sus perseguidores, cuyas botas golpeaban con fuerza el suelo de mármol.
—¡Barras! —advirtió la joven.
Las defensas automáticas del edificio debían de haberse activado. Justo delante de ellos, un conjunto de barras metálicas descendía desde el techo, impidiéndoles el paso.
—Amy, ¡deslízate! —gritó Dan.
—¿Qué? —preguntó la muchacha, mirando a los guardias de seguridad que estaban a punto de atraparla. Dan cogió carrerilla y se tiró al suelo como si fuera una ola del mar, deslizándose por debajo de las barras.
—¡Venga!
Amy titubeó. Las barras seguían bajando: estaban a un metro del suelo, cincuenta centímetros, treinta centímetros… Detrás de ella, dos hombres recios, armados con porras, que llevaban trajes negros de guardia de seguridad, estaban ya a pocos pasos de ella.
—¡Amy, ahora!
Ella se agachó y se dispuso a gatear por debajo de las barras. Dan la agarró y tiró de ella justo antes de que éstas alcanzasen el suelo. Los guardias de seguridad intentaron cogerlos a través de los barrotes, pero los dos jóvenes ya habían echado a correr.
Encontraron una puerta abierta y entraron en una sala de estar.
—¡La ventana! —exclamó Dan.
Una cortina de malla metálica bloqueaba su única salida. Ya había cubierto media ventana. No había tiempo para pensar. Dan cogió un busto de Napoleón y lo tiró contra el cristal, rompiéndolo en mil pedazos. El muchacho podía oír los gritos de los guardias a pesar de que las alarmas seguían sonando.
De una patada, retiró los restos de cristal.
—¡Sal! —le dijo a su hermana.
Ella se coló por el hueco que quedaba y su hermano, que salió detrás de la muchacha, se libró por los pelos de que la tela metálica le atrapase el pie izquierdo. Echaron a correr y atravesaron el jardín, treparon por el portal de hierro y siguieron corriendo una vez llegaron a la calle. Se escondieron detrás de la furgoneta violeta de los helados, tratando de recuperar el aliento. Dan miró atrás, pero no los perseguía nadie, al menos de momento.
—Será mejor que no volvamos a hacer eso —dijo Amy.
A Dan la sangre le ardía en las venas. Ahora que ya no estaba en peligro, se daba cuenta de lo bien que se lo había pasado.
—Yo quiero un arsenal y uno de esos ordenadores-mesa. ¡Amy, tenemos que construir nuestro propio cuartel general secreto!
—Oh, claro —respondió su hermana, que aún estaba tratando de recuperar el aliento, y sacó algo de dinero de los bolsillos—: A mí me quedan doscientos cincuenta y tres euros, ¿crees que nos llegará para construir un cuartel general secreto?
A Dan se le cayó el alma a los pies. Ella no tenía por qué ser así de mala, pero tenía razón. Estaban gastándose el dinero bastante rápido. A él tampoco le quedaba mucho más. Le habían dado la mayor parte de lo que tenían a Nella, para los gastos del viaje, y aun así no era mucho. Si tenían que coger algún otro avión después de París… Decidió no pensar en eso. Cada cosa a su tiempo.
—Volvamos al metro —dijo él.
—Sí —respondió Amy—, volvamos junto a Nella; debe de estar preocupada.
Dan disintió.
—No tenemos tiempo. Rue des Jardins, 23. Tenemos que averiguar qué está pasando en esa isla, ¡y tenemos que llegar allí antes que Irina!