Después de pasar la aduana del aeropuerto Charles de Gaulle, Amy se sintió como si acabase de perder una pelea contra un tornado.
Había tenido que aguantar ocho horas de avión encajada entre Dan y Nella. Los dos ponían el volumen demasiado alto: Dan había visto películas y Nella había escuchado música y hojeado libros de cocina francesa con fotos a todo color de caracoles e hígados de oca. Mientras tanto, Amy había intentado ocupar su pequeño espacio leyendo sus propios libros. Se había comprado otros seis nuevos en Filadelfia, pero sólo había conseguido leer una biografía de Franklin y dos guías de París. Para ella, eso era terrible. Le dolían todos los músculos del cuerpo y su pelo parecía un nido de ratas. La ropa le olía a lasaña de avión, porque Dan se la había tirado encima en medio del vuelo. Lo peor de todo era que no había conseguido dormir nada, porque cuanto más leía, más forma cogía la idea que tenía en la cabeza sobre Franklin y París, y ésta la asustaba.
Estaba segura de que los pillarían en la cola de la aduana, cuando el oficial les preguntase por sus padres, pero, muy tímidamente, explicó la mentira que ella y Dan habían acordado: que sus padres llegarían más tarde en otro vuelo. La presencia de Nella pareció tranquilizar al oficial, especialmente cuando ella le empezó a responder las preguntas en francés. El oficial asintió, selló sus pasaportes y los dejó pasar.
—¡Nella! —exclamó Dan—. ¿Hablas francés?
—Claro, mi madre era profesora de francés. Era algo así como… francesa.
—Creía que tu familia provenía de Italia.
—Sólo mi padre. Yo crecí trilingüe.
—Qué pasada —dijo Amy, muy celosa, pues siempre había querido hablar otras lenguas, pero no era capaz de aprenderlas. Ni siquiera conseguía recordar los colores y los números que había aprendido en italiano cuando estaba en la guardería.
—No es nada del otro mundo —les aseguró Nella—; una vez que hablas dos idiomas, aprender otros dos, tres o cuatro es muy fácil.
Amy no estaba segura de que la niñera hablase en serio, pero siguieron su camino por la aduana. Recogieron sus maletas, cambiaron sus dólares por euros en una casa de cambio y fueron avanzando poco a poco hacia la explanada principal.
La muchacha se sintió completamente perdida al ver todas las señales en francés. La luz de la mañana atravesaba las ventanas, aunque a ella le parecía que era medianoche. En la explanada, la multitud era cada vez mayor; la gente disparaba los flashes de sus cámaras y gritaba preguntas a alguien a quien Amy no alcanzaba a ver.
—¡Oh, paparazzi! —dijo Nella—, ¡tal vez sea alguien como Kanye West!
—¡Espera! —ordenó Amy, pero Nella no le hizo el menor caso. Atravesaron la muchedumbre con muchos excusez-moi, y cuando Amy vio de quién se trataba, se paró en seco.
—Jonah Wizard.
La joven estrella caminaba entre la multitud firmando autógrafos, mientras su padre iba detrás de él como un guardaespaldas. Jonah llevaba pantalones anchos, una chaqueta de cuero por encima de una camiseta blanca sin mangas y su habitual montón de chatarra de plata. Tenía buen aspecto, estaba despejado y relajado, como si su vuelo hubiera ido mucho mejor que el de Amy.
—Le Wizard!
Los periodistas lo bombardeaban a preguntas. Para sorpresa de Amy, Jonah les respondía en francés.
Había tanta gente que la joven deseaba poder atravesar las paredes para esconderse, pero Jonah parecía tranquilo. Ofreció a la multitud una sonrisa brillante y dijo algo que les hizo reír; después, recorrió las caras con la mirada y sus ojos se cruzaron con los de Amy.
—¡Anda! ¡Mis espías!
Ella se quedó petrificada de la vergüenza. Jonah empezó a caminar hacia ellos y todo el mundo se volvió para ver a quién se refería.
—Esto debe de ser una broma —dijo Nella—; ¿conocéis a Jonah Wizard?
—Es familiar nuestro —se quejó Dan—, bastante lejano.
Parecía que Nella fuera a desmayarse en cualquier momento. De repente, Jonah estaba justo delante de ellos, le dio la mano a Amy y un par de palmaditas en la espalda a Dan, y firmó la camiseta de Nella. Los cámaras empezaron a sacar fotos de todos.
«No me miréis —quería gritar Amy—, estoy cubierta de lasaña», pero no le salió la voz. Intentó caminar hacia atrás para salirse de en medio, pero tenía las piernas paralizadas.
—¡Jonah! —lo apremió su padre—, tenemos que irnos.
—Sí, vamos. —Jonah le guiñó un ojo a Amy—. Ven con nosotros, prima. Tenemos cosas de que hablar.
El padre de Jonah empezó a protestar, pero éste puso el brazo sobre los hombros de Amy y la dirigió a través de la terminal. Detrás de ellos iban Dan, Nella y un montón de paparazzi que no dejaban de disparar los flashes de sus cámaras. Amy estaba segura de que en cualquier momento se iba a morir de la vergüenza, pero, antes de que se diese cuenta, ya habían salido del aeropuerto. El día era caluroso, pero nubes de tormenta se acumulaban en el horizonte. En la carretera, una limusina negra los estaba esperando.
—No… no deberíamos —empezó a decir Amy, recordando el consejo del señor McIntyre: «No os fiéis de nadie».
—¿Me tomas el pelo? —dijo Nella—. ¿Vas a rechazar un viaje en limusina con Jonah Wizard? ¡Ni hablar!
La muchacha entró rápidamente en el vehículo. Unos minutos más tarde, estaban ya en l’autoroute de l’Est en dirección al corazón de París.
—Tíos, adoro esta ciudad —dijo Jonah.
Según la disposición de los asientos de la limusina, Jonah y su padre se encontraban sentados en un lado, y al otro lado, frente a ellos, estaban Amy, Dan y Nella. El padre de Jonah tomaba notas con su teléfono móvil y de vez en cuando levantaba la cabeza y miraba a Amy con el ceño fruncido, como si no pudiese creer que ella aún estuviese allí.
Fuera, iban pasando hileras de edificios de piedra dorada, con sus ventanas rebosantes de maceteros con flores. Los cafés estaban llenos de gente, con todas las sillas mirando hacia la calle como si estuviesen esperando el paso de un desfile. El aire olía a café y a pan recién horneado. El cielo nublado iluminaba todo de un modo extraño: como si la ciudad no fuese real.
—¿Sabíais que mis niveles de audiencia aquí son mucho mejores que en Estados Unidos? —preguntó Jonah.
—Dieciocho puntos más altos —añadió su padre.
—Y mi nuevo álbum, Gangsta Life, es el número tres en la lista de éxitos francesa.
—El número dos —corrigió su padre— y sigue subiendo.
—Increíble, adoro tu álbum —confesó Nella.
—Gracias —respondió Jonah—; ahora cállate.
Nella se quedó como si le hubieran dado un bofetón.
—¡Eh! —exclamó Dan—, ¡eso no está bien!
—¿Qué? —respondió Jonah—, ella no es una Cahill. No hablo con ella.
Amy estaba tan sorprendida que no podía articular palabra, pero Jonah siguió presumiendo:
—Como os decía, soy el amo de esta ciudad. Mi galería de arte abrió la semana pasada en rue de la Paix. Mis acuarelas se venden por seis mil euros la pieza. Hasta estoy preparando un libro infantil que pronto saldrá a la venta.
Su padre sacó rápidamente un ejemplar y se lo enseñó.
Dan entrecerró los ojos para leer la portada.
—¿Le… Li’l Gangsta Livre Instantané?
—Significa «Libro despegable del pequeño Gángster» —explicó Jonah orgulloso.
La joven estrella extendió los brazos mientras explicaba:
—¿Entendéis lo que digo? Soy más famoso que —sonrió con astucia— Benjamin Franklin.
Esa afirmación ofendió a Amy. La muchacha se había pasado varias horas leyendo sobre Benjamin Franklin y estaba más convencida que nunca de que él había sido la persona más increíble sobre la faz de la tierra. El simple hecho de estar emparentada con él la hacía sentirse muy orgullosa. Así que cuando escuchó a esa estrella de la tele idiota y engreída comparándose con él… se enfadó tanto que se olvidó de su timidez.
—¡Benjamin Franklin era mucho más importante que tú, Jonah! Es el estadounidense más famoso que ha visitado París. Cuando él vino aquí, la gente llevaba una foto suya al cuello.
—¿Cómo ésta? —Jonah les enseñó un collar conmemorativo con una foto suya.
—¡Y llevaban ropa como la suya!
—Ah, la línea de moda Jonah Wizard está teniendo bastante éxito en los Champs-Élysées.
Amy apretó los dientes.
—El rey Luis XVI puso una imagen de Franklin en un orinal.
Jonah miró a su padre.
—¿Tenemos orinales de recuerdo?
—No —dijo su padre mientras sacaba el teléfono de su bolsillo—, ahora mismo llamo.
Jonah asintió.
—¿Veis, tíos? Soy lo más grande desde Franklin; por eso soy la persona más indicada para descubrir sus secretos.
—Se te han subido tanto los humos —masculló Dan— que cualquier día saldrás volando como un globo.
Jonah lo ignoró.
—Mira, Amy, tú eres una chica lista. Sabes que la familia tiene varias ramas, ¿verdad? Hay Cahill buenos y Cahill malos. Yo soy…
—¡Jonah! —exclamó el padre del muchacho, tapando el móvil con la mano—. Creí que ya lo habíamos discutido.
—Tranquilo, papá. Sólo iba a decir que yo utilizo mis talentos para crear arte. Sea lo que sea este tesoro, yo lo utilizaré para hacer este mundo más bello. No soy como esos Lucian, tíos. ¡Son unos despiadados!
Amy no podía dejar de pensar, de atar cabos.
—Pero… Benjamin Franklin era un Lucian, nosotros vimos el escudo de las serpientes…
—Vale, una vez un Lucian hizo algo bueno.
Jonah movió el brazo en señal de desdén.
—Pero ahora yo soy el bueno. Tienes que entenderlo, Amy.
Dan resopló indignado.
—¿Eres bueno porque haces libros desplegables sobre gángsters?
—¡Exacto! Chicos, ¿creéis que fue fácil para mí crecer siendo rico y famoso en Beverly Hills? —Jonah se quedó callado, pensativo—. En realidad, eso fue fácil. La cuestión es que trabajo duro para mantenerlo todo en pie. La fama es algo que hay que mantener vivo, ¿verdad, papá?
—Así es, hijo.
—Yo ya tengo álbumes, salgo por la tele, tengo mi línea de moda y mis libros… ¿cómo puedo seguir avanzando, entonces? Os diré cómo: tengo que ganar esta competición. Si gano, ¡habré dado un paso inteligente en mi carrera! Podemos trabajar juntos, os daré un porcentaje de los beneficios.
—El tío Alistair también se ofreció a ayudarnos y la cosa no salió bien —refunfuñó Amy.
—¿Alistair Oh? —respondió Jonah—. Ese viejo idiota seguro que os contó que es el inventor de los burritos para microondas, ¿verdad? Pero seguro que no os comentó que perdió su fortuna en malas inversiones. Está prácticamente arruinado, chica. Debería haberse quedado con el millón de dólares, pero tiene la loca idea de que las treinta y nueve pistas van a restablecer su reputación. No le hagáis caso, uníos a mí y podremos derrotar a todos los demás. Podremos darles una lección a esos dos traidores, Ian y Natalie. Tenéis que ir con cuidado por aquí, Amy. París es una fortaleza de los Lucian, ya sabes. Lo ha sido durante siglos.
—Jonah —dijo su padre—, no deberías relacionarte con esta gente, no son famosos. Van a hacer que los índices de audiencia caigan en picado.
—Tú encárgate de los orinales, papá. Yo me encargaré de esto —respondió la celebridad mientras le mostraba a Amy una sonrisa que hubiera encandilado a cualquiera—. Vamos, chica. Los dos sabemos que la siguiente pista está relacionada con Benjamin Franklin, podríamos ayudarnos mutuamente.
Lo que más le molestaba a Amy no era que Jonah fuese un idiota arrogante, sino que su oferta le parecía bastante tentadora. La idea de darles una lección a Natalie y a Ian era difícil de resistir. Incluso así… la joven recordaba la forma en que el muchacho le había hablado a Nella y lo majo que había sido con ellos en el aeropuerto, obviamente fingiendo para las cámaras; ellos tan sólo habían sido el decorado de su escenario.
—¿Por qué quieres hacer un trato con nosotros? —preguntó vacilante—. ¿Qué nos hace tan especiales?
—¡Nada! —dijo Jonah riéndose—. ¿No es asombroso? Formáis parte del clan de los Cahill, pero no tenéis talento. Sin embargo, aunque yo me escabulla sigilosamente tratando de seguir una pista, tendré a todos los medios de comunicación siguiéndome, sacándome fotos y solicitando entrevistas. No puedo hacer nada en secreto. Vosotros, en cambio, sois tan poco importantes que podéis ir a lugares a los que yo no podría llegar, porque no le importáis a nadie.
—Muchas gracias —refunfuñó Dan.
—¿He dicho algo malo? —Jonah parecía desconcertado—. Ah, si es cuestión de dinero, eso no será un problema, yo lo tengo en abundancia. Incluso podría colaros en el rodaje de mi serie «¿Quién quiere ser un gángster?». Nadie os hará una oferta mejor.
—¡No, gracias! —respondieron Amy y Dan al unísono.
—Venga, chicos. Pensáoslo al menos, ¿sí? ¿Dónde está vuestro hotel? Os llevo.
Amy estaba a punto de inventarse una excusa cuando echó un vistazo por la ventana. Lo que vio le heló la sangre. Era imposible. ¿Qué estaba haciendo «ella» ahí? Además, llevaba consigo el…
—Aquí —dijo Amy—. Pare, por favor.
Así lo hizo el conductor.
Jonah miró por la ventana y frunció el ceño. Habían aparcado delante de un hotel cutre que se llamaba Maison des Gardons. El toldo estaba hecho unos andrajos y el recepcionista tenía aspecto de borrachuzo.
—¿Aquí? —dijo Jonah—. Parece que no os gustan demasiado las comodidades. Yo me alojo en el Ritz; si cambiáis de opinión, ya sabéis dónde encontrarme.
Amy empujó a Dan y a Nella fuera del coche, el conductor los ayudó a sacar las maletas y la limusina de los Wizard siguió su camino.
—¡Menudo idiota! —exclamó Nella—, por la tele no es así.
Dan miró el edificio del hotel.
—No me digas que nos vamos a alojar aquí de verdad.
—Tenía que hacerle parar el coche —dijo Amy—. Nella, reserva unas habitaciones para esta noche.
—¿Aquí? —protestó la niñera—, pero…
—La palabra «gardon» significa «jardín», ¿no? ¡Pues no puede estar tan mal!
—Eso no quiere decir…
—¡Hazlo y ya está!
Amy se sentía extraña siendo tan mandona, pero no tenía tiempo para discutir.
—Te veremos aquí en… no sé, un par de horas.
—¿Por qué? —preguntó Dan—. ¿Adónde vamos?
—Acabo de ver a una vieja amiga —respondió Amy—. ¡Vámonos!
Lo arrastró calle abajo, esperando que no fuese demasiado tarde. Aliviada, encontró lo que buscaba.
—¡Ahí! —señaló la muchacha—. La de rojo.
Un poco más abajo, una mujer con un chal rojo caminaba apresuradamente. Llevaba algo debajo del brazo: algo delgado, cuadrado, blanco y rojo.
Dan abrió los ojos como platos.
—¿No es…?
—Irina Spasky —dijo Amy—, y lleva consigo nuestro Almanaque del pobre Richard. ¡Sigue a la rusa!