Capítulo 9

Dan decidió que las explosiones eran geniales, pero sólo cuando él no estaba cerca.

Durante todo el camino hasta el Independence Hall, Amy se aferró a la jaula de Saladin como si fuese su salvavidas. Nella les gritó por ser tan imprudentes. Dan oía tan mal que le parecía como si ella estuviera en el fondo de una pecera.

—¡No me lo puedo creer! —dijo Nella—. ¿Una bomba de verdad? ¡Pensé que estabais de broma!

Amy se secó las lágrimas.

—Los Starling… Ellos…

—Tal vez estén bien —dijo Dan, pero hasta a él le sonaba poco convincente. No habían esperado a que llegase la policía. Se habían puesto tan histéricos que se habían marchado sin pensárselo dos veces, así que el muchacho no tenía ni idea de qué les había pasado a los trillizos. No le pareció buena señal haber encontrado el teléfono de Sinead junto a un montón de escombros que habían caído del techo.

Nella dio un volantazo y tomaron la calle Seis.

—Chicos, esto es muy serio. Alguien ha intentado mataros. No puedo ser vuestra niñera si…

—Cuidadora —le corrigió Dan.

—¡Lo que sea!

Paró el coche enfrente del Independence Hall. El sol empezaba a ponerse y, a la luz de la tarde, el lugar se veía exactamente igual que en los vídeos de la escuela: un edificio de ladrillo de dos plantas con una torre del reloj blanca, rodeado de árboles y flores. Allí en medio se alzaba la estatua de un revolucionario. Al compararlo con los enormes edificios de alrededor, el monumento no parecía tan impresionante, pero Dan creía que, en su día, probablemente fuese el edificio más grande de la ciudad. Podía imaginarse a Franklin y a todos sus amigos de pelucas empolvadas y sombreros de tres picos reuniéndose en la escalinata para hablar de la Declaración de Independencia, o de la Constitución, o tal vez de la última propuesta de Benjamin para estudiar los pedos. El escenario le hizo pensar en los exámenes de historia, que eran casi tan horribles como las explosiones en un museo.

—Está bien, chicos —dijo Nella—, se acabó el trato. Sea lo que sea en lo que os habéis metido, es demasiado peligroso para un par de niños. Así que voy a llevaros de nuevo con vuestra tía.

—¡Ni hablar! —exclamó el chico—. Nella, no puedes hacer eso. Ella nos…

Se detuvo, pero Nella lo miró fijamente con sus ojos pintados de purpurina azul.

—¿Ella qué?

Dan miró a Amy buscando ayuda, pero ella tenía los ojos fijos en la ventana; aún no había salido del shock.

—Nada —respondió Dan—. Nella, esto es importante. Por favor, espera.

Nella estaba que echaba chispas.

—Tengo unas seis canciones más en mi lista de reproducción, ¿vale? Cuando la última canción acabe, si no estáis de vuelta en el coche y dispuestos a explicármelo todo con pelos y señales, te aseguro que llamaré a Beatrice.

—¡De acuerdo! —prometió el joven.

El muchacho intentó empujar a Amy fuera del coche, pero ella debía de seguir en estado de shock, porque se aferró a la jaula de Saladin.

—¿Qué haces? —preguntó Dan—. Déjalo aquí.

—No —respondió Amy, tratando de cubrir la jaula con una manta—. Tenemos que llevarlo.

El chico no entendía por qué, pero decidió no discutir. Se apresuraron por el camino de entrada y, cuando ya estaban subiendo la escalinata, Dan se dio cuenta de que a aquellas horas de la noche el lugar estaba cerrado.

—¿Cómo vamos a entrar?

—¡Niños! —los llamó una voz—. ¡Estoy aquí!

William McIntyre estaba apoyado en el edificio, medio escondido detrás de un rosal. Amy corrió hacia él y abrazó al viejo abogado, que parecía avergonzado. Tenía el brazo izquierdo vendado y un corte bajo su ojo derecho, pero aparte de eso, lucía muy buen aspecto para un hombre que acababa de salir del hospital.

—Me alegra saber que están a salvo —dijo—. Oí lo del Instituto Franklin en las noticias. Supongo que estaban allí, ¿no?

—Ha sido horrible —dijo Amy.

La joven le explicó al señor McIntyre toda su historia: desde lo que había pasado en la biblioteca secreta de la mansión de Grace hasta lo del hombre de negro en el museo y la desaparición de los Starling tras la explosión.

El señor McIntyre frunció el ceño.

—Llamé al Hospital Universitario Jefferson. Los Starling sobrevivirán, pero están muy heridos. Necesitarán meses para recuperarse, lo que los elimina de la competición, me temo.

—Fue el hombre de negro —dijo Dan—. Esa trampa iba dirigida a nosotros.

Al señor McIntyre le dio un tic en un ojo. Se sacó los anteojos y los limpió con su corbata; su nariz hacía una sombra en un lado de su cara.

—Esta explosión… Según la descripción que me han dado ustedes, yo diría que se trataba de un detonador sónico, un instrumento muy sofisticado, diseñado para impactar y causar daño en un lugar localizado. El que lo hizo sabía lo que hacía.

—¿Desde cuándo sabe tanto de explosivos? —preguntó Dan.

El anciano lo miró detenidamente y el joven tuvo el repentino presentimiento de que William no siempre había sido abogado. Había visto muchas cosas en su vida, cosas muy peligrosas.

—Dan, ha de ir con cuidado. Esta explosión casi supone el fin de la competición para usted. Yo esperaba poder mantenerme al margen, sin tomar partido a favor de ningún equipo, pero cuando la mansión de su abuela se incendió… bueno, me di cuenta de en qué aprieto les había metido.

—¿Por eso nos envió el lector de negro fluorescente?

El señor McIntyre asintió.

—Me preocupa que los otros equipos se centren tanto en eliminarles a ustedes en particular. Parecen estar empeñados en dejarles fuera de combate.

—¡Pero no lo han conseguido! —exclamó Dan—. Tenemos la segunda pista y nadie más la tiene, ¿verdad?

—Dan, lo que ha encontrado es simplemente una guía hacia la segunda pista. No me malinterprete, es una buena guía y me alegro de que el lector de negro fluorescente les haya sido útil. Es más, se trata de la única guía. Los otros equipos tal vez encuentren diferentes caminos que los lleven a la siguiente pista o, si creen que ustedes están en posesión de información útil, tal vez simplemente les sigan y les roben la información, tal como intentaron hacer los Starling.

Dan quería patear la pared. Cada vez que tenían un respiro, algo malo pasaba, o se enteraban de que no estaban tan cerca de la siguiente pista como se pensaban.

—Entonces, ¿cómo sabremos que hemos encontrado la segunda pista, la de verdad? ¿Es que tendrá escrito en letras grandes «pista número dos»?

—Lo sabrán —respondió el señor McIntyre—; será más… sustancial. Una pieza esencial en el puzle.

—Genial —protestó el muchacho—, ya lo tengo todo más claro.

—Pero ¿y si Nella tiene razón? —preguntó Amy con voz temblorosa—. ¿Y si esto es demasiado peligroso para un par de niños?

—No digas eso —gritó el chico.

Amy lo miró. A Dan le pareció que los ojos de su hermana eran como el cristal roto, tenían ese brillo y ese aspecto frágil.

—Dan, casi morimos —sollozó la joven—; los Starling están en el hospital y es tan sólo el segundo día de la competición. ¿Cuánto tiempo crees que podremos aguantar así?

El joven sintió que la garganta se le secaba. Amy tenía razón. Pero ¿podían abandonarlo todo de esa manera? Se imaginó volviendo con Beatrice y disculpándose. Podría reclamar su colección, volver a la escuela y tener una vida normal en la que la gente no intentara atraparlo entre las llamas o hacerlo salir volando a cada rato.

El señor McIntyre debió de intuir los pensamientos de Dan, porque la cara del anciano palideció.

—Niños, ésa no es una opción.

—Sólo… sólo somos niños —tartamudeó Amy—. No puede esperar que…

—Querida, ya es muy tarde para eso.

Parecía que el señor McIntyre sintiese pánico… terror al pensar en la idea de que dejasen la competición. Dan no entendía por qué. El hombre suspiró profundamente. Parecía que trataba de calmar sus nervios.

—Niños, no pueden volverse atrás. Su tía Beatrice estaba furiosa cuando desaparecieron. Ha estado hablando de contratar a un detective que los encuentre.

—¡A ella no le importa lo que pueda pasarnos! —exclamó Dan.

—Aunque eso sea verdad, mientras no les entregue a los servicios sociales, se meterá en problemas si les pasa algo. Si regresan a Boston, serán enviados a casas de acogida, hasta es posible que no puedan permanecer juntos. Ya no pueden regresar a su antigua vida.

—¿Usted no podría ayudarnos? —preguntó Amy—. Al fin y al cabo usted es abogado.

—Ya les estoy ayudando demasiado. Lo único que puedo ofrecerles es algo de información de vez en cuando.

—¿Qué tipo de información?

El señor McIntyre bajó la voz.

—Uno de los competidores, Jonah Wizard, se está preparando para cruzar el Atlántico. Me temo que pronto se encontrarán con él. Él y su padre han hecho reservas en primera clase esta mañana en Nueva York.

—¿Adónde van? —preguntó el chico.

—Si piensan un poco en la información que acaban de encontrar, lo averiguarán.

—Sí —respondió Amy—, yo ya lo tengo. Nosotros llegaremos allí antes.

Dan no sabía a qué se refería su hermana, pero se alegró al verla enfadada de nuevo. No le gustaba hacerle pasar por un mal momento cuando estaba llorando.

El señor McIntyre suspiró aliviado.

—Entonces, ¿siguen en la competición? ¿No se van a rendir?

Los dos hermanos se miraron y sellaron un acuerdo silencioso.

—Por ahora seguimos adelante —respondió Amy—, pero, señor McIntyre, ¿por qué nos está ayudando? No estará ayudando también a los otros equipos, ¿verdad?

El viejo abogado parecía dudar.

—Ustedes han dicho que, en el Instituto Franklin, advirtieron a los Starling de que estaban en peligro.

—Por supuesto que lo hicimos —confirmó Amy.

—Ellos no habrían hecho lo mismo por ustedes.

—Tal vez, pero a nosotros nos pareció que debíamos hacerlo.

—Interesante… —Dirigió la vista a la calle—. No puedo decir nada más. Debo…

—Por favor —rogó la joven—, necesito pedirle un último favor.

Ella destapó la jaula de Saladin y, de repente, Dan entendió por qué lo había llevado.

—¡Amy, no!

—Tenemos que hacerlo, Dan —insistió ella—. No es seguro para él.

El chico recordó el momento en el que había tenido que arrastrar al pobre gato por el conducto de ventilación en medio del incendio, y cuando lo habían tenido que llevar metido en su jaula durante el viaje en tren. ¿Qué habría pasado si Saladin hubiese estado con ellos durante la explosión del museo? Si el pobre animal se hubiese lastimado, Dan no podría perdonárselo.

—Está bien —dijo suspirando.

—¿Es ése el gato de la señora Grace? —El señor McIntyre hizo un gesto de sorpresa—. ¿Cómo lo han…?

—Escapó del incendio con nosotros —explicó Amy—, queríamos quedárnoslo, pero… no podemos llevarlo al lugar al que vamos. No sería justo arrastrarlo con nosotros. ¿Podría hacernos el favor de encargarse de él?

—Mrrrp —maulló Saladin y miró a Dan como diciendo: «No estarás hablando en serio».

El señor McIntyre mostraba más o menos la misma expresión en su cara.

—Pues no lo sé, querida. Yo no soy, bueno, no soy una persona de animales. Una vez tuve un perro, Oliver, pero…

—Por favor —dijo Amy—, pertenecía a nuestra abuela. Necesito saber que estará a salvo.

El viejo abogado parecía querer escapar, pero sin embargo suspiró profundamente.

—Está bien, me encargaré de él, pero sólo durante una pequeña temporada.

—¡Gracias! —La joven le entregó la jaula con el gato dentro—. Sólo come pescado, el atún es su favorito.

El señor McIntyre parpadeó.

—¿Atún? Bueno… Veré qué puedo hacer.

—Mrrrp —maulló Saladin, que probablemente quería decir algo como «No puedo creer que me estéis dejando con un viejo que no sabe que me gusta el atún».

—Niños, deberían irse —les aconsejó el señor McIntyre—. Su niñera se estará impacientando. Recuerden lo que les dije: ¡no se fíen de nadie!

Tras decir aquello, William McIntyre se dirigió calle abajo, manteniendo la jaula de Saladin alejada de su cuerpo como si se tratase de una caja de material radiactivo.

De camino al coche, Amy dijo:

—Nos vamos a París.

Dan estaba pensando en Saladin y los oídos aún le retumbaban por la explosión del museo, así que no estaba seguro de haber entendido bien a su hermana.

—¿Te refieres a París… en Francia?

Amy sacó el teléfono de Sinead Starling. La foto de la carta de Benjamin Franklin seguía en la pantalla. Las letras amarillas y borrosas del mensaje brillaban en contraste con la luz violeta.

—Cuando Franklin era ya muy mayor —explicó Amy—, fue embajador de Estados Unidos en París. Trabajaba en un tratado de paz para poner fin a la Guerra de Independencia. Tenía una casa en un lugar llamado Passy y los franceses lo admiraban como si fuera una estrella de rock.

—¿En Francia tratan a los viejos gordos como si fuesen estrellas de rock?

—Ya te dije que Franklin era conocido a nivel mundial. Era un filósofo y le gustaban las fiestas y todo tipo de… cosas francesas. De todas formas, el mensaje decía que se marchaba de París, ¿verdad? La carta tenía fecha del año 1785, y estoy prácticamente segura de que ése es el año en que volvió a América. Así que estaba dejando algo atrás en París.

—Algo que separó su clan —añadió el muchacho—. O al menos eso es lo que decía el mensaje, ¿no? ¿Crees que se refería a las ramas de los Cahill?

—Puede ser. —Amy jugueteaba con su pelo—. Dan, lo que decía antes… En realidad no quiero abandonar la competición. Es que tengo miedo.

El chico asintió. No quería admitirlo, pero el hombre de negro y la explosión lo habían asustado también a él.

—No te preocupes. Ahora tenemos que seguir con esto, ¿de acuerdo?

—No tenemos elección —confirmó la muchacha.

Antes de que tomasen la curva, la puerta del Toyota se abrió repentinamente. Nella salió del coche y empezó a caminar hacia ellos; uno de los auriculares todavía colgaba de su oreja. Sujetaba su teléfono móvil como si fuera a tirárselo.

—¿Sabéis qué? —dijo la niñera—. Acabo de recibir un mensaje de voz de los servicios sociales de Boston.

Amy suspiró preocupada.

—¿Qué les has dicho?

—Aún nada. Estoy esperando vuestra genial explicación.

—Nella, por favor —suplicó Dan—, necesitamos tu ayuda.

—¡Os están buscando! —chilló la niñera—. Vuestra tía ni siquiera sabe que estáis aquí, ¿verdad? ¿Sabéis en qué lío podría meterme?

—Deshazte del teléfono —sugirió el chico.

—¿Qué? —Sonaba como si le hubieran dicho que quemase dinero, algo que Amy ya había hecho esa misma semana.

—Actúa como si no hubieses recibido el mensaje —le rogó—, sólo durante unos días. Por favor, Nella, necesitamos ir a París y nos hace falta viajar con un adulto.

—Si os paráis a pensar que… ¿Has dicho París?

Dan se dio cuenta del modo de convencerla. Puso una cara triste y suspiró.

—Sí, íbamos a comprarte un billete de avión a París, además de pagarte el sueldo, una habitación de hotel gratis y comidas en los mejores restaurantes y todo. Pero en fin…

—Nella, esto durará sólo un par de días más —continuó Amy—, ¡por favor! No te hemos mentido en lo de la búsqueda del tesoro. Es muy importante para nuestra familia y te prometemos que tendremos mucho cuidado. Cuando lleguemos a París, podrás hacer lo que creas más conveniente. Nosotros juraremos que no fue culpa tuya, pero si volvemos ahora a Boston, nos llevarán a una familia de acogida y fracasaremos en la búsqueda del tesoro. ¡Incluso es posible que nuestras vidas corran peligro!

—Y tú no verías París —añadió Dan.

Él no estaba seguro de qué argumento había sido más efectivo, pero Nella se metió el teléfono en el bolsillo. Se arrodilló para poder mirarlos a los ojos.

—Un último viaje —dijo—. Esto podría causarme muchos problemas, chicos. Quiero que me lo prometáis: París y después os llevo a casa. ¿Trato hecho?

Dan pensó que ellos no tenían ninguna casa a la que regresar, pero cruzó los dedos detrás de la espalda y dijo:

—Trato hecho.

—Trato hecho —confirmó Amy.

—Tal vez me arrepienta de esto —masculló la niñera—, pero prefiero arrepentirme en París.

Se dirigió al coche y se sentó en el asiento del conductor.

Dan miró a su hermana.

—En cuanto al dinero, creo que aún tenemos lo suficiente para tres viajes de ida. Podemos permitirnos viajar a París y pagar un hotel y comida y esas cosas durante una semana más o menos, pero no sé si tendremos suficiente dinero para volver. Como se entere Nella…

—Ya nos preocuparemos de eso cuando estemos allí —respondió Amy.

La joven salió corriendo hacia el coche, sacando ya su pasaporte del bolsillo trasero del pantalón.