Capítulo 6

Dan siempre había querido subirse a un coche de policía, pero no en aquellas condiciones.

Aún le dolía el pecho a causa del humo. Se sentó en el asiento de atrás con Saladin en su regazo e intentó no resollar, pero en lugar de respirar aire le parecía que era arena.

—Si hubieras traído tu inhalador… —lo regañó Amy.

Pero él odiaba el inhalador, le hacía sentirse como Darth Cahill o algo así. Además, hacía un montón de tiempo que no le daban ataques y él no sabía que se iba a ver atrapado en un estúpido incendio.

El muchacho no se podía creer que la mansión hubiese desaparecido. Esa misma mañana se había despertado con la certeza de que él y su hermana heredarían la casa, y sin embargo ahora ya no quedaba ni rastro de ella; se había convertido en una montaña de escombros.

Los detectives de la policía no tenían mucha información. «Parece que se trata de un incendio provocado», dijeron, pues se había extendido muy rápido para tratarse de un accidente. También les informaron de que William McIntyre se pondría bien. Sorprendentemente, nadie más había salido herido. Dan comentó a los policías que Alistair Oh se había marchado con mucha prisa, pensaba que tal vez fuese una buena idea involucrar a aquel extraño viejo en el suceso, pero no mencionó nada sobre las treinta y nueve pistas, la biblioteca secreta o el hombre de los prismáticos.

—¿Quién era el hombre de negro? —susurró Amy, como si estuviese pensando lo mismo que él. Tenía el joyero de Grace sobre sus piernas y jugueteaba con su pelo como solía hacer siempre que estaba nerviosa.

—No lo sé. ¿Alistair? —respondió Dan.

—Él no podía estar en dos sitios al mismo tiempo.

—¿El señor Holt?

—No es tan mayor y está mucho más cachas.

—¿La tía Beatrice con ropa de hombre?

Personalmente, a Dan le gustaba esa idea, porque Beatrice tenía el factor «maligno» totalmente a su favor. Después de todo, los había dejado en la mansión sin pensárselo siquiera dos veces. Pero Amy puso los ojos en blanco.

—No era nadie que conozcamos, Dan, estoy casi segura, pero nos estaba mirando, como si quisiera saber si habíamos conseguido salir. Creo que provocó el incendio para acabar con nosotros.

—Miau —maulló Saladin.

—Yo estoy de acuerdo con el gato —confirmó Dan—. Después de ese hombre de negro y del tío Alistair, propongo establecer una nueva «resolution». Tenemos que evitar a los hombres viejos.

—Tenemos que tener más cuidado con todo el mundo. —Amy bajó el tono de voz aún más—. Dan, mamá estaba relacionada con las treinta y nueve pistas. Esa letra…

—Ya, pero eso es imposible. ¡La competición acaba de empezar!

—Era la letra de mamá, estoy segura. Ella escribió: «Seguir a Franklin, primera pista. Laberinto de Huesos». Tenemos que averiguar qué quiere decir eso. ¡Éste es justo el tipo de misterio que mamá habría adorado!

Dan sabía que no debería molestarle, pero odiaba que Amy recordase más cosas que él sobre sus padres. Él nunca habría reconocido la letra de su madre, ni tenía la menor idea de qué tipo de persona había sido.

—Hemos perdido el libro —se quejó Dan—; parece que ya hemos fallado, ¿no?

Amy repasó con su dedo la letra que había en la tapa del joyero de Grace.

—Puede que no. Tengo una idea, pero vamos a necesitar a un adulto. Alistair tenía razón en eso: no podremos viajar sin un adulto.

—¿Viajar? ¿Adónde vamos? —preguntó Dan.

Amy miró al policía, se acercó a Dan y le susurró:

—Primero, necesitamos encontrar a alguien que nos acompañe. Rápido. La tía Beatrice avisará a servicios sociales. Tenemos que ir a casa, coger nuestras cosas y marcharnos. Si la policía se entera de que nos han desposeído, nos llevarán a una casa de acogida o algo así y nunca podremos encontrar las treinta y nueve pistas.

Dan no había pensado en eso. No sabía mucho sobre casas de acogida, pero se imaginaba que no quería vivir en una. ¿Le dejarían llevar su colección a una casa de acogida? Probablemente no.

—Vale, pero ¿cómo conseguimos a un adulto? ¿Lo alquilamos? —preguntó él.

Amy se hizo una trenza.

—Necesitamos a alguien que nos deje hacer lo que queramos y que no haga muchas preguntas. Alguien lo suficientemente mayor como para que parezca que vamos acompañados, pero que no sea tan estricto como para intentar pararnos. Alguien maleable.

—¿«Maleable» quiere decir que podamos manejarle?

—Miau —respondió Saladin, como si aquello le pareciera bien, siempre y cuando a él le diesen pescado fresco.

El coche de policía entró en la calle Melrose y se paró delante de un edificio de piedra marrón de aspecto ruinoso, donde estaba su apartamento.

—¿Es ésta la dirección? —preguntó la agente. Hablaba como si estuviera aburrida y molesta.

—Sí —respondió Amy—. Quiero decir, sí, señora.

—¿Estáis seguros de que hay alguien en casa? ¿Vuestro tutor o quien sea?

—Nella Rossi —respondió Dan—, es nuestra niñer…

Dan abrió los ojos como platos. Miró a Amy y se dio cuenta de que ella estaba pensando lo mismo, era tan obvio que hasta un Holt podría haberlo visto.

—¡Nella! —exclamaron al unísono.

Salieron del coche de policía con su gato y el joyero y echaron a correr hacia los escalones de la entrada.

Nella estaba justo donde Dan se imaginaba que estaría: tirada en el sofá con los cascos puestos, moviendo la cabeza al ritmo de cualquier música rara que estuviera escuchando y aporreando las teclas de su móvil para escribir mensajes.

A su lado había una pila de libros de cocina. El de arriba de todo se titulaba Cocina mandarina exótica. Dan soltó a Saladin para que éste pudiera explorar el apartamento. Después se fijó en la tarrina vacía de helado de cereza, su helado de cereza, encima de la mesita de café.

—¡Eh! —protestó Dan—, ¡era mío!

Por supuesto, Nella no le había oído. La joven continuó disfrutando de su música y escribiendo mensajes en su móvil hasta que Amy y Dan se pusieron justo delante de ella.

Nella frunció el ceño como si le fastidiara tener que ponerse a trabajar y se sacó un auricular.

—¿Ya estáis de vuelta? ¿Qué… os ha pasado? Venís muy sucios.

—Tenemos que hablar —anunció Amy.

Nella parpadeó. El movimiento de los ojos hacía un efecto muy chulo porque se pintaba con sombra de ojos de purpurina azul. Tenía un aro de plata nuevo en la nariz con la forma de una serpiente. Dan se preguntaba por qué querría ella una serpiente enroscada dentro de su fosa nasal.

—¿De qué tenemos que hablar, enanos?

Amy tenía aspecto de querer golpearla con el joyero. Dan sabía que su hermana odiaba que Nella la llamase enana, pero aun así Amy se dirigió a ella educadamente.

—Tene… tenemos que hablar de trabajo, de un nuevo trabajo de niñera con el que ganarás mucho dinero.

Nella se sacó el otro auricular. Habían conseguido que les prestase atención. Había tres palabras que siempre funcionaban con ella: hombres, comida y dinero.

La niñera se puso en pie. Llevaba una camiseta rajada con el dibujo de la bandera británica, unos vaqueros gastados y zapatos rosa de plástico. Su pelo parecía un montón de paja seca, la mitad era moreno y la otra mitad rubio.

Se cruzó de brazos y miró a Amy.

—Está bien, os escucho. ¿Qué tipo de trabajo?

Dan tenía miedo de que a Amy no le salieran las palabras, pero parecía estar controlando sus nervios bastante bien. Nella no era tan intimidante como muchas de las otras niñeras que habían tenido.

—Eh… se trata de un viaje —respondió Amy—; serás nuestra acompañante.

Nella frunció el ceño.

—¿Por qué no ha venido vuestra tía a hablarme de esto?

—Es que se ha roto el cuello —dijo Dan de buenas a primeras.

Amy lo miró como diciendo: «¡Cállate!».

—¿Se ha roto el cuello?

—No es nada serio —añadió Dan—; sólo se lo ha roto un poquito, aunque va a tener que quedarse en el hospital unos días, así que ha pensado que nosotros estaríamos mejor si nos íbamos de viaje. Lo hemos hablado con nuestro tío Alistair, y él nos ha dicho que teníamos que ir con un adulto.

Por lo menos esa última parte era verdad. Dan no sabía adónde iba a llegar con aquello, pero siguió adelante. Creía que aunque sólo consiguiese confundir a Nella, ella no sospecharía que mentían.

—Es por ese juego que nuestra familia está organizando —explicó el muchacho—, una especie de búsqueda del tesoro. Visitamos un montón de sitios para divertirnos.

—¿Qué tipo de sitios? —preguntó Nella.

—Sitios de todo tipo. —Dan recordó el mapa de la biblioteca con todas aquellas chinchetas—. Eso forma parte de la diversión: de momento no sabemos qué sitios, podrían estar en cualquier parte del mundo.

—Y todo eso… ¿gratis?

Amy asintió, como si estuviera preparando el terreno para que Dan pudiese seguir con su método.

—Sí, ¡podría durar meses!, viajaríamos a lugares exóticos donde hay mucha… comida. Comida y hombres. Y además no tendrías que estar con nosotros todo el tiempo, sólo para hacer las cosas de adulto como comprar billetes de avión, reservar hoteles y esas cosas. Tendrías mucho tiempo libre.

«Sí, por favor», pensó Dan. Nella le caía bien, pero lo último que quería era tenerla persiguiéndolos por todas partes.

—¿Cómo tenéis pensado pagar todo eso? —preguntó Nella con desconfianza.

Amy abrió el joyero y lo puso encima de la mesa. La pulsera de perlas, el anillo de diamantes y los pendientes de esmeraldas resplandecieron.

Nella se quedó boquiabierta.

—Madre mía… ¿habéis robado eso?

—¡No! —respondió la niña—, era de nuestra abuela. Ella quería que hiciésemos este viaje, lo dijo en su testamento.

Dan estaba impresionado, eso tampoco era exactamente una mentira.

Nella miraba las joyas fijamente. Después cogió su teléfono y marcó un número.

Dan se puso nervioso. Empezó a imaginarse a los servicios sociales, fueran lo que fueran, llevando a cabo una redada. Unos tipos que seguramente irían vestidos con batas blancas y redes los atrapaban y los llevaban a una casa de acogida.

—Hola —dijo Nella respondiendo al teléfono—. Mira, papá, tengo un trabajo nuevo con los Cahill.

Hubo un silencio.

—Sí, está muy bien pagado. No podré preparar la cena como había prometido.

Nella cogió el anillo de diamantes, pero Amy se lo arrancó de las manos.

—¿Cuánto tiempo? Nos vamos de viaje, así que unas cuantas semanas. Tal vez… ¿meses?

Se apartó el teléfono de la oreja. Al otro lado de la línea su padre hablaba muy rápido y a gritos en italiano.

—¡Papá! —exclamó Nella—. Ma certo che no. Pero el próximo semestre no empieza hasta dentro de un mes y, de todas formas, todas las asignaturas son muy aburridas. Podría asistir a más clases en primavera y…

Otro estallido de italiano furioso.

—Bueno, si me hubieses dejado estudiar cocina en lugar de obligarme a estudiar una carrera corriente…

Los gritos de su padre sonaban tan altos como una explosión nuclear.

¿Cosa dici, papá? —gritó Nella—. Scusa, no te oigo bien, te llamo luego cuando tenga cobertura. ¡Te quiero!

Colgó el teléfono.

—Le parece bien —anunció—. Contad conmigo, enanos.

Amy había obligado a Dan a llevar una sola maleta de ropa. Pero a él no le interesaba la ropa. Echó un vistazo a su habitación, mientras decidía si llevarse alguna de sus colecciones.

Su habitación estaba llena de objetos de colección por todas partes. En una pared estaban los calcos de lápidas. Los descartó, porque tendría que enrollarlos o doblarlos para poderlos meter en la maleta y de ese modo se estropearían. Su armario estaba lleno de cajitas de plástico en las que guardaba las colecciones de cromos y de monedas, pero no se veía capaz de escoger cuáles llevarse de entre tantas. Debajo de la cama guardaba unos cajones llenos de antiguas armas de la guerra civil, los yesos de su brazo, sus fotos autografiadas de gente famosa y un montón de cosas más.

Finalmente, cogió su ordenador portátil, que había comprado al profesor de ciencias del colegio por 300 dólares. Tenía que llevárselo, porque gracias a él descubría muchas cosas y ganaba dinero. Sabía exactamente el precio de cada cromo de béisbol con sólo buscar en Internet. Había aprendido a vender sus cromos repetidos en el colegio y en algunas tiendas locales por un poco más de lo que había pagado por ellos. No era mucho dinero, pero podía ganar unos cien dólares al mes si tenía suerte, y solía ser así. Desgraciadamente, se gastaba el dinero en cosas raras en cuanto lo ganaba.

Guardó el ordenador dentro de su macuto negro y después añadió tres camisetas, unos pantalones, ropa interior, un cepillo de dientes, su inhalador y, por último, su pasaporte.

Sus padres les habían hecho los pasaportes justo antes de morir, cuando él tenía cuatro años. Dan no recordaba por qué, dado que nunca los habían usado. Grace había insistido en que los renovasen el año anterior. Ahora se preguntaba por qué sería.

Empujando con fuerza, metió el pasaporte dentro de la mochila, que estaba completamente llena. Ni siquiera una décima parte de sus cosas habría entrado en el macuto.

Hundió la mano debajo del colchón y sacó su álbum de fotos. Era una carpeta grande y blanca que contenía su colección más importante: las fotos de sus padres.

En su interior, sólo había una y tenía los bordes quemados. Era la única fotografía que había sobrevivido al incendio. Sus padres estaban en la cima de una montaña y posaban abrazados con una gran sonrisa. Los dos llevaban anorak, pantalones termales de escalada y un arnés alrededor de la cintura. En lugar de cascos llevaban gorras, así que sus ojos estaban escondidos en la sombra. Su padre, Arthur, era alto y de piel morena, tenía el pelo oscuro, salpicado por las canas, y una bonita sonrisa. Dan se preguntaba si se parecería a él cuando fuese mayor. Su madre se llamaba Hope, un nombre que al muchacho le encantaba, pues significa «esperanza» y sentía que su madre le daba ánimos para no rendirse nunca. Ella tenía el pelo de un color marrón rojizo, como el de Amy, y era algo más joven que Arthur. A Dan le parecía que era muy guapa. La gorra que llevaba su madre era del equipo de béisbol de los Orioles de Baltimore y la de su padre era de los Red Sox. Dan se preguntaba si sería una casualidad o si ésos serían sus equipos favoritos y alguna vez habrían discutido por cuál era el mejor. No lo sabía, ni siquiera sabía si tenían los ojos verdes, como los suyos, ya que las gorras les cubrían el rostro.

Quería coleccionar más fotos de ellos. Quería saber a qué otros sitios habían ido y qué ropa llevaban. Quería ver una foto en la que saliese él con sus padres. Pero no había más fotos que añadir a la colección. Todas las fotos de su antigua casa se habían quemado y Grace había insistido en que no tenía fotografías de ellos, aunque Dan nunca entendió por qué.

Se quedó ensimismado mirando la foto y sintió algo en el estómago, un mal presentimiento. Pensó en el incendio en la mansión de Grace, en el hombre de negro, en el señor McIntyre tirado en el suelo, en la huida del tío Alistair, que conducía como un loco, y en las anotaciones que su madre había hecho en aquel libro de Benjamin Franklin.

¿Por qué era tan importante ese libro? Dan comprendía que las colecciones podían ser muy valiosas, pero no entendía qué podía ser tan valioso como para quemar una casa.

Grace debía de saber lo que hacía cuando estableció aquella competición. Ella no les habría fallado, ni a él ni a su hermana. Eso era lo que Dan se repetía a sí mismo una y otra vez tratando de autoconvencerse.

Alguien llamó a la puerta. Sacó la funda de plástico con la foto del álbum y la metió en su mochila. Estaba cerrando la cremallera cuando la puerta se abrió.

—¿Qué, bobo? —dijo Amy, tratando de no parecer desagradable—, ¿estás listo?

—Sí, sí. Casi.

Su hermana se había duchado y cambiado de ropa, llevaba puestos sus vaqueros y la camiseta verde de siempre. Hizo un gesto de aprobación al ver el macuto completamente lleno y sus colecciones dentro del armario. Dan supo que se había dado cuenta de que no se las iba a llevar.

—Si quieres, podemos llevarnos también una mochila —ofreció ella—, si crees que nos hace falta.

Para ser Amy, estaba siendo bastante considerada. Dan se quedó mirando su armario. De alguna manera sabía que no iba a volver a esa casa.

—Amy, ¿cuánto dinero crees que nos darán por esas joyas?

Ella se llevó la mano al cuello y el chico se dio cuenta de que llevaba puesto el collar de jade de Grace.

—Eh… no lo sé.

Dan entendió en seguida por qué su hermana se sentía culpable. Él no era un experto en tasación de joyas, pero supuso que el collar era una de las piezas más caras del joyero.

Si ella se lo quedaba, no conseguirían mucho dinero.

—Nos van a estafar —le advirtió él—. No tenemos tiempo para hacer las cosas bien y, de todas formas, sólo somos niños. Tendremos que llevarle las joyas a alguien que nos pague en efectivo sin hacer demasiadas preguntas. Lo más probable es que sólo consigamos unos pocos miles de dólares, menos de lo que realmente vale todo eso.

—Necesitaremos transporte para tres personas —dijo Amy, confusa— y hoteles y comida.

Dan respiró hondo.

—Voy a vender mis cromos y monedas. Hay una tienda abajo en la plaza.

—Dan, ¡has dedicado años a esas colecciones!

—Así tendremos el doble de dinero. Aunque me van a timar en la tienda, podré conseguir unos tres mil dólares por todo.

Amy lo miraba como si acabase de llegar del espacio exterior.

—Dan, ese humo debe de haberte afectado el cerebro. ¿Estás seguro?

Por alguna extraña razón, él lo tenía claro. Era más importante encontrar esas pistas que conservar su colección. Quería encontrar a quienquiera que hubiese quemado la casa de Grace. Quería descubrir el secreto de las treinta y nueve pistas. Y sobre todo, quería utilizar de una vez aquel estúpido pasaporte y hacer que sus padres se sintieran orgullosos. Tal vez durante el viaje encontrase más fotos para su álbum.

—Lo estoy —respondió.

Amy hizo entonces algo realmente repugnante: lo abrazó.

—¡Qué asco! —protestó Dan.

La empujó, separándola de él. Amy tenía lágrimas en los ojos, pero sonreía.

—A lo mejor no eres tan burro como parece.

—Bueno, vale ya. Deja de llorar y salgamos de aquí, pero… ¿adónde vamos?

—Esta noche dormiremos en algún hotel de la ciudad —respondió ella—, mañana… Se me ha ocurrido algo sobre Benjamin Franklin.

—Pero ahora ya no tienes el libro.

—No lo necesitamos. La nota de mamá decía «Seguir a Franklin». El primer trabajo de Ben Franklin fue aquí en Boston: cuando era un adolescente trabajaba en la imprenta de su hermano.

—¿Así que vamos a echar un vistazo por la ciudad?

Amy meneó la cabeza.

—Eso es lo que estarán haciendo los demás, seguro. Nosotros iremos al lugar adonde fue después, seguiremos su biografía. Benjamin Franklin no se quedó en Boston. Cuando tenía diecisiete años se escapó de la tienda de su hermano y abrió su propia imprenta en otra ciudad.

—¡Entonces nosotros también escaparemos! ¡Seguiremos a Franklin!

—Exacto —dijo Amy—, sólo espero que nadie más haya pensado en eso aún. Tenemos que comprar tres billetes de tren a Filadelfia.

—Filadelfia —repitió Dan. Todo lo que sabía de Filadelfia era que allí tenían la Campana de la Libertad y los Phillies de Filadelfia, uno de los equipos más antiguos de béisbol.

—Y cuando lleguemos allí, ¿qué tenemos que buscar?

Amy acarició el collar de jade como si la protegiese.

—Estoy pensando en un secreto que podría matarnos.