Capítulo 5

A Amy le hubiera encantado haber vivido en aquella biblioteca secreta. Pero, en cambio, casi no sale viva de allí.

Ella fue la primera en bajar por el pasadizo y cuando vio todos los libros se quedó boquiabierta. Las entanterías no tenían fin. Solía pensar que la biblioteca pública de la plaza Copley era la mejor del mundo, pero aquélla la superaba con creces. Tenía un aire más de biblioteca: los estantes eran de madera oscura, y los libros, que eran bastante antiguos, tenían cubiertas de cuero y letras doradas en el lomo; parecía que habían sido muy utilizados durante siglos. Había también una alfombra oriental cubriendo el suelo y varios sillones acolchados por toda la habitación; uno podía tirarse en cualquier lado y empezar a leer. Las grandes mesas estaban totalmente cubiertas de mapas y folios. Contra una de las paredes, se extendía una hilera de archivadores de madera de roble sobre los que había un ordenador enorme con tres pantallas, como los que usan en la NASA. De los techos abovedados colgaban grandes lámparas de cristal que proporcionaban luz en abundancia, ya que la habitación, obviamente, estaba bajo tierra, dado que el pasadizo por el que habían descendido era bastante largo y no tenía ventanas.

—Este lugar es increíble —exclamó Amy mientras se adelantaba corriendo en la biblioteca.

—Libros, ¡qué bien! —exclamó Dan irónicamente.

El chico se acercó al ordenador, que se había quedado colgado en la pantalla de la contraseña. Intentó abrir los cajones de los archivadores, pero estaban todos cerrados con llave.

El tío Alistair cogió con mucho cuidado un libro rojo de uno de los estantes.

—Está en latín. Campaña del César en la Galia, está escrito en papel vitela. Parece obra de un escriba del año 1500, más o menos.

—Debe de valer una fortuna —señaló Amy.

De repente, el interés de Dan despertó.

—¿Creéis que podríamos venderlos por Internet, por ejemplo?

—Cállate, Dan, estos libros no tienen precio —dijo la muchacha mientras pasaba los dedos por encima de los lomos—. Machiavelo, Melville, Milton. Están ordenados alfabéticamente según el autor. ¡Hay que buscar la sección de la letra S!

Lo hicieron, pero fue una decepción total. Había diez estantes llenos de libros que iban desde la primera obra de Shakespeare hasta la recopilación de las letras de Bruce Springsteen, pero ninguno de los autores se llamaba Richard.

—Algo así como… —murmuró Amy. El nombre Richard S. unido a la palabra Resolution le resultaba familiar, le parecía que estaban relacionados, pero no sabía cómo. Le daba mucha rabia cuando no era capaz de recordar algo, pero leía tantos libros que a veces se le entremezclaban dentro de la cabeza.

Después, echó un vistazo al pasillo y, al final de la estantería, acurrucado en una caja que estaba sobre una mesita, encontró a un viejo amigo.

Saladin —exclamó la muchacha.

El gato abrió sus ojos verdes y maulló sin mostrar demasiada sorpresa, como si dijese: «Ah, sois vosotros, ¿me habéis traído algo de atún?».

Amy y Dan corrieron hacia él. Saladin tenía el pelaje más bonito que Amy había visto: plateado con lunares, como un leopardo gris en miniatura. Bueno, en realidad no tan pequeño, porque era un gato bastante grande, tenía unas garras enormes y una cola larga a rayas.

Saladin, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó la niña mientras le acariciaba el lomo. El gato cerró los ojos y empezó a ronronear. Amy sabía que sólo era un gato, pero estaba tan emocionada de verlo que casi se echó a llorar. Era como si parte de Grace estuviese aún viva.

—Oye, Saladin, ¿sobre qué te has sentado? —preguntó Dan.

—Prrrr —maulló el gato quejándose cuando el muchacho lo levantó. Debajo de él había una caja de caoba pulida con las iniciales G. C. grabadas en color dorado sobre la tapa.

A Amy se le paró el corazón por un segundo.

—¡Es el joyero de Grace!

La niña lo abrió y allí estaban todas las joyas de su abuela, las que ella había adorado tanto desde que era pequeña. Grace solía dejarle jugar con todo: una pulsera de perlas, un anillo de diamantes, unos pendientes de esmeraldas. Amy no comprendió hasta mucho después que eran joyas auténticas y que valían miles de dólares.

Parpadeó dejando caer las lágrimas de sus ojos. Ahora que había encontrado a Saladin y al joyero sí que se sentía en el lugar más secreto de Grace. Añoraba tanto a su abuela que le dolía. Después, sacó del joyero una pieza que le parecía especialmente familiar.

—¡Vaya! —exclamó Alistair—. Ése era su collar favorito, ¿verdad?

Él tenía razón. Amy no había visto nunca a su abuela sin ese collar: doce cuadrados cuidadosamente esculpidos en jade y un medallón verde con un dragón en el centro. Grace lo llamaba su amuleto de la suerte.

Amy tocó el dragón. Se preguntaba por qué habrían enterrado a la anciana sin su collar. Le parecía muy extraño.

—¡Mira esto! —dijo Dan.

La niña encontró a su hermano en una esquina, con Saladin en los brazos; observaba un mapa gigante colgado en la pared que estaba lleno de chinchetas de diferentes colores: rojo, azul, amarillo, verde y blanco. Parecía que todas las ciudades importantes del mundo tenían al menos una. En algunas zonas había sólo chinchetas rojas, en otras eran verdes y azules y en otras había varios colores.

—¡Ha estado practicando el vudú con el mundo! —señaló Dan.

—No seas idiota —respondió Amy—. Deben de ser marcadores; seguro que señalan lugares donde hay algo.

—¿Como qué?

Amy se encogió de hombros. El mapa le parecía escalofriante.

—¿Tal vez algo sobre los Cahill? —preguntó mirando a Alistair.

Él frunció el ceño.

—No lo sé, muchacha, pero es curioso.

El anciano respondió sin mirarla a los ojos, así que Amy sintió que él escondía algo.

—Mira Europa y el este de Estados Unidos —dijo Dan.

Esas áreas estaban cubiertas de chinchetas de todos los colores y a la niña le costaba leer los nombres de las ciudades que había debajo. Si esas chinchetas representaban a los Cahill, entonces parecía que su origen estaba en alguna parte de Europa y que después se habían esparcido por el mundo, colonizando intensamente Norteamérica.

Después pensó: «Europa. Las colonias. Norteamérica». El nombre Richard S. volvía a taladrarle la cabeza, tratando de buscar la forma de salir. Un nombre del siglo XVIII, alguien que había escrito resoluciones…

—¡Eh! ¿Adónde vas? —preguntó Dan mientras Saladin se escapaba de su regazo.

—La letra F —exclamó ella.

—¿F de qué, de fracaso?

Llegó a la F y lo encontró inmediatamente: era un libro pequeñito, tan estropeado que se caía a trozos. La cubierta estaba decorada con letra de imprenta de la época colonial de color rojo y blanco. El título estaba algo borrado, pero aún se podía leer: Almanaque del pobre Richard del año 1739, de Richard Saunders.

—¡Por supuesto! —asintió el tío Alistair—. Muy bien, muchacha, lo has hecho muy bien.

Aunque no era propio de ella, Amy se ruborizó del orgullo.

—Un momento —dijo Dan—, si esto fue escrito por Richard Saunders, ¿qué está haciendo en la letra F?

—Richard Saunders era un seudónimo —explicó el tío Alistair.

Dan frunció el ceño.

—¿Un pie falso?

Amy sintió el impulso de estrangularlo, pero Alistair le respondió con paciencia.

—No, chico, eso que tú dices es un seudópodo. Un seudónimo es un nombre falso, un sobrenombre, un disfraz para el autor. Este libro fue escrito por una persona muy famosa.

—Benjamin Franklin —anunció Amy—. El año pasado hice un trabajo sobre él.

La muchacha abrió el libro. Estaba escrito en letras mayúsculas y la puntuación era escasa, así que era complicado de leer, pero había tablas, ilustraciones y columnas de números.

—Ésta es la publicación más famosa de Franklin. El Pobre Richard es un personaje creado por él. Utilizó muchos otros seudónimos. Cuando escribía se hacía pasar por diferentes personas.

—Así que estamos emparentados con un tipo que tenía múltiples personalidades —afirmó Dan—. Genial, ¿no hay almanaques de deportes?

—Pues claro que no —respondió Amy—, está dirigido a los granjeros. Es como un anuario de artículos y consejos útiles. Franklin incluyó todas sus citas famosas en él, como «A quien madruga, Dios le ayuda».

—Ya veo, ya.

—Y «Piedra que rueda no hace montón».

—¿Qué les importaba a los granjeros si las piedras hacían montón o no?

Amy estuvo a punto de darle con el libro, a ver si así se le apretaban un poco más los tornillos de la cabeza, pero logró mantener la calma.

—Dan, lo importante es que se hizo muy famoso con esto y que ganó un montón de dinero.

—Vale, vale…

El chico sacó el papel de la primera pista, lo leyó y frunció el ceño.

—Ahora ya tenemos a Richard S., ¿cómo nos ayuda esto a encontrar el tesoro? ¿Y qué significa «RESOLUTION»?

Resolution en inglés significa «propósito». Se sabe que Franklin se escribía resolutions a sí mismo —explicó Amy—, una especie de reglas a seguir para convertirse en una mejor persona.

—¿Cómo los buenos propósitos de Año Nuevo?

—Más o menos, pero él las escribía durante todo el año, no sólo en Año Nuevo.

—Entonces, ¿esto es una parte del Almanaque del pobre Richard?

Amy estaba perdiendo la paciencia.

—No —dijo inquieta—, sus propósitos están en otro libro, en su autobiografía, creo. Tal vez esta palabra esté ahí sólo para ayudarnos a relacionar todo esto con Benjamin Franklin. No estoy segura…

La joven pasó una página del Almanaque del pobre Richard y vio unas notas garabateadas en el margen. Las caligrafías eran distintas, así que varias personas habían anotado cosas allí. Amy suspiró exaltada, había reconocido la letra de una de las líneas; era muy elegante y estaba escrita con tinta violeta al final de la página. Había visto esa letra en viejas cartas, tesoros que Grace le había enseñado de vez en cuando. La nota decía: «Seguir a Franklin, primera pista. Laberinto de Huesos».

—¡Mamá escribió aquí! —gritó—, ¡siempre escribía en violeta!

—¿Qué? ¡Déjame ver! —respondió Dan.

—¿Puedo? —preguntó Alistair.

Amy quería quedarse con el libro para siempre, quería devorar cada palabra que su madre había escrito en él. Aunque, de mala gana, se lo entregó a Alistair.

—Pero devuélvemelo en seguida —insistió.

—¡Eso no es justo! —protestó Dan.

Alistair se puso las gafas y examinó unas cuantas páginas.

—Interesante. Varias generaciones han estado en posesión de este libro. Estas notas las escribió Grace; éstas, mi padre, Gordon Oh, y éstas, James Cahill, el padre de Grace. ¿Sabíais que ellos dos eran hermanos? Aunque la madre de Gordon, mi abuela, era coreana.

—Eso es estupendo —dijo Dan impaciente—, pero ¿por qué investigaba nuestra madre a Benjamin Franklin?

Alistair arqueó las cejas.

—Benjamin Franklin era un Cahill, obviamente. No me sorprende, dado que él era un inventor como yo, después de todo. Me imagino que la mayor parte de los libros de esta biblioteca fueron escritos por miembros de nuestra familia, tanto si sabían que formaban parte de ella como si no.

Amy estaba aturdida. Todos esos famosos escritores… ¿eran Cahill? Entonces, cuando se sentaba en una biblioteca y se perdía entre libros, ¿leía las palabras de sus antepasados? Le costaba creer que los Cahill fuesen tan poderosos, pero el señor McIntyre les había asegurado que su familia había sido esencial para la civilización humana. Por primera vez, empezaba a comprender qué había querido decir con eso. Sintió que el mundo que ella conocía se estaba desmoronando bajo sus pies.

¿Cómo podía haberse enterado su madre de lo que ponía en la primera pista, años antes de que la competición diera comienzo? ¿Por qué habría escogido escribir en aquel libro? ¿A qué se refería con lo de «el Laberinto de Huesos»? Tenía demasiadas preguntas.

Mientras tanto, Dan saltaba de un lado a otro de una forma tan molesta como era habitual en él.

—¿Soy pariente de Benjamin Franklin? ¿Estás de broma?

—¿Por qué no juegas con la cometa un día de tormenta, Dan? A ver si así te electrocutas —sugirió Amy.

—Venga, niños —dijo Alistair—, tenemos mucho que hacer para andar discutiendo. Hay que leer todas estas notas y…

—Esperad. —Amy sintió que el cuerpo se le tensaba, un olor a fósforo inundaba el ambiente—. ¿Hay alguien fumando?

El tío Alistair y Dan miraron a su alrededor confundidos.

Entonces Amy lo vio: un humo blanco, cada vez más denso, se dispersaba hacia abajo en una neblina mortal.

—¡Fuego! —gritó Dan—. ¡Subamos por la escalera!

Pero Amy se había quedado petrificada: le tenía un miedo atroz al fuego, pues le traía malos recuerdos. Muy malos recuerdos.

—¡Vamos! —Dan agarró su mano y tiró de ella.

¡Saladin!, ¡tenemos que encontrarlo! —exclamó Amy. No podía dejar que le ocurriese algo al gato.

—¡No hay tiempo! —insistió el tío Alistair—. Tenemos que salir de aquí.

A Amy le escocían los ojos y apenas podía respirar. Buscaba a Saladin, pero el felino había desaparecido. Finalmente, Dan la arrastró por la escalera e intentó empujar la estantería con su hombro para abrir la entrada, pero ésta no se movía.

—Una palanca. Tiene que haber una palanca —dijo Dan tosiendo.

El chico solía ser bueno con todo lo relacionado con la mecánica, pero a pesar de que tantearon todas las paredes, no encontraron nada. El humo se hacía cada vez más espeso. Amy se apoyó en la pared y gritó.

—¡Au! ¡La superficie se está calentando! El fuego viene del otro lado. ¡No podemos abrirla!

—¡Hemos de conseguirlo! —insistió Dan, pero ahora le tocaba a Amy arrastrarlo escalera abajo. El humo era tan denso que apenas podían verse el uno al otro.

—¡Pégate al suelo todo lo que puedas! —dijo Amy. Los dos hermanos gatearon por la biblioteca, buscando desesperadamente otra salida. La muchacha no tenía ni idea de cómo había desaparecido el tío Alistair. Los estantes de libros empezaban a arder; papel viejo y seco, el combustible perfecto.

Amy se apoyó en una mesa para levantarse y vio el joyero. «No llevar objetos valiosos». Ella sabía que ésa era una de las primeras reglas para salir viva de un incendio, pero de todas formas, lo cogió y siguió su camino.

Cada vez hacía más calor y había más ceniza en el aire. Era como respirar vapores venenosos. Amy no podía gatear muy rápido porque llevaba el estúpido vestido del funeral. Escuchó a Dan tosiendo y resollando detrás de ella. Su hermano era asmático, y aunque hacía varios meses que no sufría ningún ataque, aquel humo podía matarlo si no lo hacía el calor.

«Piensa», se ordenó a sí misma. Si ella fuese Grace, nunca habría construido una habitación secreta con una sola salida. Amy cayó al suelo, tosiendo y asfixiándose, y entonces reparó en la alfombra oriental: un desfile de dragones tejidos en la seda.

Dragones… como el del collar de Grace. Además, todos volaban en la misma dirección, como si estuviesen indicando el camino. Era una idea alocada, pero era todo lo que tenía.

—¡Sígueme! —dijo la muchacha.

Dan respiraba con demasiada dificultad como para responder. Amy siguió gateando, de vez en cuando miraba hacia atrás para comprobar que su hermano seguía ahí. Los dragones los condujeron entre dos estanterías en llamas, hasta un conducto de ventilación, frente al cual terminaba la alfombra. No era muy grande, sólo medio metro cuadrado, pero quizá fuese suficiente. Amy le dio una patada a la tapa del conducto, pero hasta el tercer intento no consiguió sacarla. El túnel era de piedra y estaba en una pendiente que subía hacia el exterior.

—¡Vamos, Dan!

Lo empujó hacia dentro y se sorprendió al ver que el niño tenía a Saladin en sus brazos; de algún modo se había tropezado con él, aunque el gato no parecía muy contento. El felino no paraba de arañarle y de bufarle, pero Dan lo tenía bien sujeto. Amy siguió detrás de su hermano, respirando entrecortadamente. Le escocían los ojos como si alguien le hubiese echado arena en ellos. Subieron por el conducto y, después de un rato que se les hizo eterno, Dan se detuvo.

—¿Qué haces? —preguntó Amy. El calor ya no era tan pesado, pero el humo seguía amenazándolos.

—¡Bloqueado! —dijo Dan casi sin voz.

—¡Empuja!

En una oscuridad total, ella gateó hasta donde estaba su hermano y entre los dos empujaron una piedra suave y plana que estaba bloqueando su camino. Tenía que abrirse. Tenía que hacerlo.

Finalmente, se movió. La luz del sol que les daba en la cara no los dejaba ver. Salieron en busca de aire fresco y se desplomaron sobre el césped. Saladin se liberó y, con un maullido indignado, corrió a meterse entre los árboles. Estaban en el cementerio, a menos de quince metros de la reciente tumba de Grace. La piedra que acababan de levantar era la losa de una de las tumbas.

—¿Estás bien, Dan?

La cara de Dan estaba cubierta de hollín, le salía vapor del pelo y su ropa se veía incluso más negra que antes. Respiraba con grandes esfuerzos y sus brazos sangraban a causa de los incontables arañazos que le había hecho el gato.

—Creo que acabo de poner punto final a mi colección de lápidas —dijo con un hilo de voz.

Una nube de humo salía del túnel, que parecía una chimenea, pero eso no era nada comparado con lo que Amy vio en lo alto de la colina. A la joven se le hizo un nudo en la garganta.

—¡Oh, no!

La mansión familiar era un infierno incandescente: las llamas parpadeaban en las ventanas y subían por los lados del edificio. Mientras la muchacha contemplaba el panorama, una torre de piedra se desmoronó. Las preciosas vidrieras se derritieron y el blasón familiar que estaba en la entrada principal, ese viejo escudo de piedra que Amy siempre había adorado, se derrumbó completamente y quedó hecho pedazos por el suelo.

—Amy —la voz de Dan sonaba como si estuviese a punto de romperse en pedazos—, la casa… no podemos dejar que… tenemos que…

Pero no terminó la frase. No había nada que pudiesen hacer. Una parte del tejado se vino abajo arrojando una bola de fuego al cielo. Amy resoplaba con fuerza, estaba tan desesperada como la casa que se estaba desmoronando ante sus ojos.

Entonces, percibió algo que la despertó de su asombro. En el camino de la casa había una figura desplomada en el suelo, un hombre con un traje gris.

—¡Señor McIntyre! —gritó Amy.

Estaba a punto de echar a correr cuando su hermano dijo con voz entrecortada:

—¡Túmbate!

Él no era tan fuerte como ella, pero debía de estar desesperado, porque la detuvo con tanta fuerza que casi le hizo comerse la hierba. Él señaló la calle que bajaba entre las colinas, la única salida de la propiedad.

Unos quinientos metros más allá, medio escondido entre los árboles, un hombre con un traje negro permanecía inmóvil, como observando algo. Amy no sabía cómo Dan había conseguido verlo desde tan lejos. No reconocía la cara del individuo, pero era alto y delgado, tenía el pelo gris y sujetaba unos prismáticos. Amy sintió un escalofrío, se había dado cuenta de que los estaba mirando.

—¿Quién…? —preguntó la joven.

Pero el sonido de la alarma de un coche que estaba siendo desactivada la distrajo.

Un Alistair Oh ahumado y lleno de hollín salió de repente por la entrada principal de la mansión y, cojeando, se dirigió hacia su BMW, sujetando algo contra su pecho. Su aspecto era terrible. Tenía los pantalones rasgados y la cara completamente blanca de ceniza. Amy no tenía ni idea de cómo se las había apañado para salir. Estuvo a punto de llamarlo, pero algo la hizo contenerse. Alistair pasó tambaleándose por delante de William McIntyre sin apenas mirarlo, se subió al coche y salió pitando.

Amy volvió a mirar hacia el bosque, pero el hombre de los prismáticos había desaparecido.

—Quédate aquí —le dijo a Dan.

La muchacha echó a correr en dirección al señor McIntyre. Dan, obviamente, no obedeció y la siguió, tosiendo durante todo el camino. Cuando llegaron junto al señor McIntyre, toda la mansión se acabó de venir abajo. El calor era como un nuevo sol. Amy sabía que no se salvaría nada del incendio, nada excepto el joyero que aún tenía firmemente agarrado.

Dejó el joyero en el suelo y le dio la vuelta al señor McIntyre. Él gimió, lo que significaba que aún vivía. A Amy le hubiera gustado tener su propio móvil, pero la tía Beatrice nunca le había dejado tenerlo. Buscando en los bolsillos del señor McIntyre encontró su teléfono y llamó al número de emergencias.

—Se lo ha llevado —anunció Dan casi sin voz.

—¿Qué?

En realidad, Amy no estaba escuchándolo. Cayó de rodillas al ver cómo el único lugar que le había importado desaparecía entre las llamas. Se imaginó a Grace contándole historias en la biblioteca. Recordaba cómo corría por los pasillos, jugando al pilla pilla cuando ella y su hermano eran pequeños. Recreó en su mente el rincón secreto de la habitación, donde le gustaba leer con Saladin en su regazo. Todo derruido. Le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo y los ojos se le llenaron de lágrimas. Era la segunda vez en su vida que el fuego le arrebataba algo.

—Amy —dijo Dan a punto de echarse a llorar; sin embargo, puso la mano sobre el hombro de su hermana y añadió—: Tienes que escucharme. Se lo ha llevado. Alistair se lo ha llevado.

Amy quería decirle que se callase y que le dejase llorar la pérdida en paz, pero entonces se dio cuenta de lo que trataba de decirle su hermano. Tambaleándose, miró fijamente la carretera, donde los faros traseros del BMW iban desapareciendo detrás de una colina.

Alistair Oh los había engañado. Había robado el Almanaque del pobre Richard con las notas de su madre, la única pista con la que contaban para la búsqueda.