Amy Cahill creía que tenía el hermano pequeño más irritante del planeta, incluso desde antes de que él casi consiguiese que la matara.
Todo empezó cuando el señor McIntyre leyó el testamento de su abuela y les enseñó el vídeo. Amy estaba sentada, en estado de shock: en sus manos tenía una papeleta verde por valor de un millón de dólares. ¿Un reto? ¿Un secreto peligroso? ¿Qué estaba pasando? Miraba fijamente a la pantalla blanca del proyector. No podía creer que su abuela hubiera hecho algo así. A juzgar por el aspecto de Grace, lo más probable era que el vídeo se hubiese grabado unos meses antes. Verla así en la pantalla, a Amy le dolió en el alma. ¿Cómo podía Grace haber planeado algo tan grande sin haberlos avisado?
Amy nunca había esperado heredar mucho, a ella le bastaba con algo que le recordase a Grace, tal vez una de sus preciosas joyas. Pero aquello… Se sentía completamente perdida. No la ayudaba ver a Dan saltar de un lado a otro como si necesitara con urgencia ir al lavabo.
—¡Un millón de dólares! —exclamó él—. Podría comprarme un cromo de cuando el gran jugador de béisbol Mickey Mantle era novato y otro de Babe Ruth de 1914.
Su corbata estaba torcida, como su sonrisa. Tenía una cicatriz debajo de un ojo desde que, a los siete años, dirigiendo un asalto armado, se cayó sobre su AK-47, su fusil de juguete; así de diablillo era de pequeño. Sin embargo, lo que más le fastidiaba a Amy era lo cómodo que se le veía, que no le molestasen todas esas personas.
Ella odiaba las multitudes. Tenía la sensación de que todo el mundo estaba mirándola, esperando a que hiciese el ridículo. Algunas veces, en sus pesadillas, soñaba que caía en un agujero profundo y que todas las personas que conocía la observaban desde fuera, riéndose. Ella intentaba trepar para salir, pero nunca lo conseguía.
En esos momentos, sólo quería ir a la biblioteca de Grace, encerrarse y acurrucarse con un libro; quería encontrar a Saladin, el mau egipcio de su abuela, y abrazarlo. Pero ella había muerto y el pobre gato… ¿quién sabía dónde estaría ahora? Lloró al recordar la última vez que había visto a la anciana.
«Me enorgulleceré de ti, Amy», había dicho Grace. Habían estado sentadas en su gran cama con dosel, con Saladin ronroneando a su lado. La mujer le había enseñado un mapa de África dibujado a mano y le había contado historias de las aventuras que había vivido cuando era una joven exploradora. Grace se veía delgada y débil, pero el fuego de sus ojos ardía con más fuerza que nunca y la luz del sol se reflejaba en su pelo tiñéndolo de plata. «He vivido muchas aventuras, querida, pero las tuyas brillarán por encima de todas ellas».
Amy quería llorar. ¿Cómo podía Grace pensar que ella iba a vivir grandes aventuras? Pero si le costaba una barbaridad reunir el valor suficiente para ir al colegio todas las mañanas.
—Podría comprarme una espada ninja —seguía farfullando Dan—, o un sable de la guerra civil.
—¡Cállate, Dan! —lo reprendió Amy—. Esto es serio.
—Pero el dinero…
—Lo sé —respondió ella—. Pero si cogiésemos el dinero, tendríamos que guardarlo para la universidad y esas cosas, ya conoces a la tía Beatrice.
Dan frunció el ceño como si lo hubiera olvidado. Sabía muy bien que la tía Beatrice sólo los cuidaba por Grace. Amy siempre había deseado que su abuela los hubiese adoptado cuando sus padres murieron, pero por algún motivo que nunca les explicó, no lo había hecho, sino que había persuadido a Beatrice para que ejerciese de tutora.
Durante los últimos siete años Dan y Amy habían estado a merced de la tía Beatrice, viviendo en un apartamento diminuto con una serie de niñeras. Beatrice lo pagaba todo, que no era mucho. Amy y Dan tenían lo suficiente para comer y cada seis meses recibían algo de ropa nueva, pero eso era todo: no les hacía regalos de cumpleaños, ni les daba recompensas de ningún tipo ni siquiera una paga. Iban a una escuela pública y Amy nunca tenía dinero para comprar libros, de ahí que recurriera habitualmente a la biblioteca municipal o, a veces, se pasara por la tienda de libros de segunda mano en Boylston, donde ya la conocían. Dan ganaba algo de dinero vendiendo parte de su colección de cromos, pero no mucho.
Amy llevaba siete años guardándole rencor a Grace por no haberlos criado ella misma, pero sólo de lunes a viernes, porque cuando llegaba el fin de semana era totalmente incapaz de enfadarse con ella. Cuando entraban en la mansión se convertían en el centro de atención de la anciana, que los trataba como si fuesen las personas más importantes del mundo. Cuando Amy reunió el valor para preguntarle por qué no podían vivir con ella todo el tiempo, Grace sonrió con tristeza. «Hay buenas razones, querida. Algún día lo entenderás».
Ahora que Grace se había ido, Amy no sabía qué iba a pasar con tía Beatrice, pero tenía claro que tendrían algo más de dinero. Eso significaba que serían más independientes, y que tal vez podrían mudarse a un apartamento más grande. Podrían comprar libros cuando quisieran e incluso ir a la universidad. Amy daría lo que fuera por ir a Harvard; quería estudiar Historia y Arqueología. A su madre le habría encantado que lo hiciera, o al menos a ella le gustaba creerlo.
La muchacha sabía muy poco acerca de sus padres. Ni siquiera conocía por qué ella y Dan llevaban el apellido de soltera de su madre, Cahill, cuando el apellido de su padre era Trent. Amy se lo había preguntado a Grace en una ocasión, pero la anciana sólo sonrió. «Así lo prefirieron ellos», dijo, pero el testarudo orgullo de su voz hizo que la niña se preguntase si no habría sido en realidad idea de su abuela que ellos llevasen el apellido Cahill.
Amy no recordaba bien la cara de su madre, ni nada relacionado con sus padres antes de la terrible noche en que murieron, y hacía un esfuerzo por evitar pensar en ello.
—Vale —dijo Dan lentamente—, yo gastaré mi millón en mi colección y tú puedes gastar el tuyo en la universidad. Y todos tan contentos.
La niña estaba desconsolada. Había gente discutiendo por toda la habitación. Los Holt tenían aspecto de estar dirigiendo un combate; Sinead Starling sujetaba a sus hermanos Ned y Ted, separándolos para que no se estrangulasen mutuamente; Irina Spasky hablaba en un ruso acelerado con el niño del programa de la tele, Jonah Wizard, y con el padre de éste, pero por el modo en que ellos la miraban, estaba claro que no la entendían. En el Gran vestíbulo retumbaban voces enfurecidas que peleaban por la herencia. Era como si estuviesen despedazando a Grace poco a poco. No parecía importarles absolutamente nada que acabara de morir.
Amy oyó una voz a su espalda.
—Tú rechazarás el desafío, por supuesto.
Era Ian Kabra. Su irritante hermana Natalie estaba a su lado. A pesar de lo que pensaba sobre Ian, Amy sintió un cosquilleo en el estómago porque él era muy guapo. Tenía una preciosa piel oscura, ojos color ámbar y una sonrisa perfecta. Tenía la misma edad que Amy, catorce años, pero se vestía como un adulto, con traje y corbata de seda, e incluso olía bien, como a romero. Amy se odiaba a sí misma por fijarse en estas cosas.
—Me entristecería mucho si te pasara algo —susurró Ian—. Y el dinero os hace tanta falta.
Natalie se cubrió la boca con las manos fingiendo sorpresa. Parecía una muñeca a escala natural con su vestido de satén y su hermoso pelo negro cayéndole sobre el hombro.
—¡Es verdad, Ian! Son pobres, siempre lo olvido. Es tan raro que seamos parientes, ¿no crees?
Amy notó que se ruborizaba, y hubiera querido defenderse con una respuesta punzante, pero no fue capaz de pronunciar una sola palabra.
—¿Ah, sí? —respondió Dan—. A lo mejor es que no lo somos. Vosotros debéis de ser alienígenas mutantes, porque los niños de verdad no se visten como banqueros ni vuelan de un lado a otro en el avión privado de papá.
Ian sonrió.
—Querido primo, me has malinterpretado. Nos alegramos mucho por vosotros. Lo que queremos es que cojáis el dinero, que disfrutéis de una vida maravillosa y que nunca más volváis a pensar en nosotros.
—Gra-Gra-Grace —consiguió decir Amy, y odió que su voz no quisiese cooperar—, Gra-Grace querría…
—¿Querría que arriesgaseis vuestras vidas? —interrumpió Ian—. ¿Cómo lo sabes? ¿Os había dicho algo sobre esta competición que había planeado?
Ni Amy ni Dan respondieron.
—Ya veo —afirmó Ian—. Debe de ser terrible… Creer como creíais que erais los favoritos de Grace y descubrir que os escondía tantas cosas. Tal vez no erais tan importantes para la vieja como pensabais, ¿no?
—Bueno, Ian —corrigió Natalie—, tal vez Grace ya sabía que ellos no podrían superar el reto. Suena bastante peligroso —añadió dirigiendo una sonrisa a Amy—, y no nos gustaría veros sufrir una muerte dolorosa, ¿verdad, Ian?
Los Kabra desaparecieron entre la multitud.
—¿«Verdad, Ian»? —se burló Dan—. ¡Vaya par de idiotas!
Una parte de Amy quería perseguir a los Kabra y golpearlos con una silla, pero la otra parte prefería esconderse bajo tierra. Le hubiera encantado darles su merecido, pero había sido incapaz de hablar.
—Aceptarán el desafío —susurró.
—¡Claro! —dijo Dan—. ¿Qué son otros dos millones de dólares para los Kabra? Se pueden permitir sacrificarlos.
—Nos estaban amenazando. No quieren que lo intentemos.
—Tal vez sean ellos quienes sufran una muerte dolorosa —dijo Dan pensativo—. Me pregunto en qué consistirá el tesoro.
—¿Y qué más da? —respondió Amy con amargura—. Nosotros no podemos ir en su búsqueda, apenas tenemos dinero para el billete de autobús.
Sin embargo, también ella sentía curiosidad. Grace había viajado por todo el mundo. ¿Sería el tesoro una tumba egipcia perdida… o el oro de un pirata? La abuela Grace había dicho en su mensaje que el tesoro los convertiría en los seres humanos más importantes del planeta. ¿Qué podría conseguir eso? ¿Y por qué había exactamente treinta y nueve pistas?
No podía evitarlo, adoraba los misterios. Cuando era más pequeña, solía fingir que su madre aún estaba viva y que viajaban juntas a excavaciones arqueológicas. A veces Grace las acompañaba y, las tres solas y tan felices, exploraban el mundo; pero eran sólo tonterías en su imaginación.
—Qué pena —refunfuñó Dan—. Me encantaría poder borrarles la sonrisa de la cara…
En ese mismo momento, tía Beatrice los agarró del brazo. Tenía la cara crispada de la ira y el aliento le olía a naftalina.
—¡Vosotros dos no haréis ninguna locura! ¡Tengo toda la intención de llevarme mi millón de dólares y vosotros vais a hacer lo mismo! No os preocupéis, lo pondré en una cuenta de ahorros hasta que alcancéis la mayoría de edad, sólo gastaré los intereses que os pague el banco. A cambio, os permitiré que sigáis siendo mis pupilos.
Amy se atragantó de la rabia.
—¿Cómo… que tú vas a permitirnos que seamos tus pupilos? ¿Qué vas a permitirnos que te demos nuestros dos millones de dólares?
Cuando acabó de hablar, no podía creer que hubiera sido capaz de hacerlo. Normalmente tenía un miedo horrible a tía Beatrice. Incluso Dan parecía estar impresionado.
—¡Ojo con lo que dices, señorita! —le advirtió Beatrice—. Haced lo más sensato o si no, ¡veréis!
—¿Qué es lo que veremos? —preguntó Dan con aparente inocencia.
Beatrice se puso roja de ira.
—¡Si no hacéis lo que os digo, pequeños sabelotodo, veréis cómo os desposeeré de todo y os entregaré a los servicios sociales! ¡Seréis unos huérfanos arruinados y me aseguraré de que ningún Cahill os ayude! Este asunto es completamente absurdo. Cogeréis el dinero y os olvidaréis completamente de la estúpida idea de mi hermana de encontrar el…
Se detuvo bruscamente.
—¿Encontrar el qué? —preguntó Dan.
—No importa —respondió Beatrice. Amy se sorprendió al darse cuenta de que la tía Beatrice estaba asustada—. Pero tenedlo claro: ¡o hacéis lo correcto o nunca más tendréis mi apoyo!
Beatrice se alejó. Amy se quedó mirando a su hermano, pero antes de que pudiese decirle nada, el señor McIntyre hizo sonar una campanita. Poco a poco, las riñas y discusiones se fueron calmando en el Gran vestíbulo y todos volvieron a ocupar sus asientos.
—Ha llegado la hora —anunció el señor McIntyre—. Debo anunciarles que una vez tomada la decisión, no hay vuelta atrás. No se podrá cambiar de idea.
—Vamos a ver, William —replicó Alistair Oh—. Esto es totalmente injusto, sabemos muy poco sobre el desafío. ¿Cómo vamos a decidir si la apuesta vale la pena o no?
El señor McIntyre frunció los labios.
—Se me han establecido límites en cuanto a la información que les puedo facilitar, señor. Usted sabe que la familia Cahill es una gran familia… muy antigua. Cuenta con numerosas ramas. De hecho, hasta el día de hoy algunos de ustedes no eran conscientes de que formaban parte de ella, pero tal y como ha dicho la señora Grace en su vídeo, esta familia ha sido esencial para la civilización humana. Algunos de los personajes más importantes de la historia eran Cahill.
Murmullos ansiosos llenaron la habitación. Amy no paraba de darle vueltas al asunto, ella siempre había sabido de la importancia de los Cahill: muchos de ellos eran ricos y vivían por todo el mundo. Pero… ¿esenciales para la civilización humana? No estaba segura de a qué se refería el señor McIntyre.
—¿Personajes históricos? —preguntó el señor Holt alzando la voz—. ¿Cómo quién?
El señor McIntyre se aclaró la garganta.
—Señor, me resultaría difícil nombrar a un personaje histórico importante de los últimos siglos que no fuera miembro de esta familia.
—Abraham Lincoln —gritó la prima Ingrid—. Eleanor Roosevelt.
—Sí —respondió el señor McIntyre—. Y sí.
Se produjo un silencio de asombro en la habitación.
—El mago Harry Houdini —propuso Madison Holt.
—Los exploradores Lewis y Clark —sugirió Reagan, su hermana.
—Sí, sí y sí —respondió el señor McIntyre.
—¡Venga ya! —gritó el señor Holt—. Eso es imposible.
—Estoy de acuerdo —dijo el tío José—. ¿Nos está tomando el pelo, McIntyre?
—Hablo muy en serio —aseguró el viejo abogado—. Es más, todos los logros del clan Cahill no son nada en comparación con el desafío que se les ha presentado. Ha llegado el momento de que descubran el mayor secreto de los Cahill y de que se conviertan en los miembros más importantes en la historia de esta familia, o de que mueran en el intento.
Amy sintió algo frío y pesado en el estómago, como si se hubiese tragado una bala de cañón. ¿Cómo era posible que estuviese emparentada con todas esas personas famosas? ¿Cómo era posible que Grace hubiera creído que ella, su nieta, podría llegar a ser más importante que ellos? Se puso nerviosa sólo de pensarlo. Era imposible que ella tuviese el valor para enfrentarse a una búsqueda tan peligrosa.
Pero si ella y Dan no aceptaban el reto… Se acordó de la tía Beatrice agarrándolos por el brazo, obligándolos a elegir quedarse con el dinero. Beatrice encontraría el modo de robarles sus dos millones de dólares. Amy no sería capaz de defenderse de ella. Volverían a su sombrío apartamento y nada habría cambiado, salvo que Grace ya no estaría. No habría visitas de fin de semana por las que emocionarse, ni nada que les permitiera recordarla. Amy siempre había creído que no podría haber nada peor que la muerte de sus padres, pero eso era aún peor. Dan y ella estaban completamente solos. Su única escapatoria era esa locura de que formaban parte de una gran familia histórica… y tomar parte en aquella competición misteriosa. A Amy le empezaron a sudar las manos.
—El simple hecho de embarcarse en esta búsqueda —continuó diciendo el señor McIntyre— los llevará hasta el tesoro. Pero sólo uno de ustedes lo conseguirá. Un único individuo —sus ojos parpadeaban observando a Amy— o un único equipo encontrará el tesoro. No puedo decirles nada más. Ni yo mismo sé dónde acabará esta persecución. Únicamente podré ayudarles a iniciar este camino, vigilar su progreso y orientarles en cuestiones mínimas. Bien, ¿quién será el primero en elegir?
La tía Beatrice se puso en pie.
—Esto es ridículo, cualquiera de vosotros que se atreva a participar en este absurdo juego es un idiota. Yo quiero el dinero.
El señor McIntyre asintió con la cabeza.
—Como desee, señora. En cuanto deje esta habitación, los números de su cupón estarán activados y podrá retirar el dinero del Banco Real de Escocia para su disfrute. ¿Quién es el siguiente?
Varias personas más se levantaron y optaron por el dinero: el tío José, la prima Ingrid y una docena de personas a las que Amy no conocía. Todos ellos cogieron su cupón verde y se volvieron millonarios de inmediato.
Después, Ian y Natalie Kabra se pusieron en pie.
—Nosotros aceptamos el reto —anunció Ian—. Trabajaremos en equipo, los dos juntos. Denos la pista.
—Muy bien —dijo el señor McIntyre—. Sus cupones, por favor.
Ian y Natalie se acercaron a la mesa. El señor McIntyre sacó un encendedor de plata y quemó los cupones de un millón de dólares. A cambio, les dio un sobre marrón sellado con cera roja.
—Aquí tienen su primera pista. No podrán leerla hasta que se les dé permiso para hacerlo. Ustedes, Ian y Natalie Kabra, serán el Equipo Uno.
—¡Oiga! —protestó el señor Holt—. Todos en nuestra familia aceptamos el desafío ¡y nosotros queremos ser el Equipo Uno!
—¡Somos el número uno! —empezaron a canturrear los niños de la familia Holt, y su pit bull, Arnold, dio un brinco en el aire y empezó a ladrar la cancioncilla.
El señor McIntyre levantó la mano pidiendo silencio.
—Muy bien, señor Holt. Haga entrega de los cupones de su familia, por favor. Ustedes serán el Equipo… bueno, ustedes serán también un equipo.
Hicieron el cambio; cinco millones de dólares en cupones por un sobre con una pista, y los Holt ni se inmutaron. Mientras regresaban a sus asientos, Reagan golpeó a Amy en el hombro.
—Quien algo quiere, algo le cuesta, ¡enclenque!
Después, con gran dificultad, se levantó Alistair Oh.
—Está bien, no soy capaz de resistirme a un buen desafío. Supongo que podréis llamarme Equipo Tres.
A continuación, los trillizos Starling corrieron hacia la mesa, donde dejaron sus cupones y otros tres millones de dólares más desaparecieron entre las llamas.
—Da —afirmó Irina Spasky—. Yo también jugaré. Iré sola.
—Eh tú, espera ahí. —Jonah Wizard caminó lentamente hacia adelante como si fingiera ser un punki de extrarradio, tal como lo había hecho en ¿Quién quiere ser un gángster? Lo que era bastante ridículo, ya que él valía como un billón de dólares y vivía en Beverly Hills—. Esto es pan comido. —Golpeó la mesa con el cupón dejándolo encima—. Pásame la pista, tío.
—Nos gustaría filmar la competición —manifestó su padre.
—No —respondió McIntyre.
—Podríamos hacer un programa de televisión buenísimo —insistió el hombre—. Podría hablar con los estudios para dividir los porcentajes.
—No —reiteró el señor McIntyre—. Esto no es un juego, caballero. Es un asunto de vida o muerte.
El señor McIntyre miró alrededor de la habitación y se centró en Amy.
—¿Alguien más? Ahora es momento de escoger.
Amy se dio cuenta de que ella y Dan eran los últimos en decidirse. La mayoría de los cuarenta invitados habían optado por quedarse el dinero y seis equipos habían aceptado el desafío. Todos eran mayores que ellos, más ricos o parecían tener más probabilidades de alcanzar el éxito que Amy y Dan. La tía Beatrice los fulminó con la mirada, advirtiéndoles de que estaban a punto de perderlo todo. Ian se rió de forma engreída. «Tal vez no erais tan importantes para la vieja como os pensabais, ¿no?» Amy recordó lo que había dicho su insoportable hermana: «Grace ya sabía que ellos no podrían superar el reto».
Amy sintió que se ponía colorada de vergüenza. Quizá los Kabra tuvieran razón, cuando los Holt pusieron boca abajo a su hermano ella no lo había defendido. Cuando los Kabra la insultaron, se quedó ahí parada con la lengua trabada. ¿Cómo podría arreglárselas con una búsqueda peligrosa?
Entonces escuchó una voz en su cabeza: «Harás que me sienta orgullosa, Amy».
De repente se dio cuenta: aquello era sobre lo que Grace le había hablado. Ésa era la aventura a la que Amy tendría que enfrentarse. Si no lo hacía, sería mejor que se escondiera bajo tierra durante el resto de su vida.
Miró a su hermano. A pesar de lo irritante que era, ellos siempre habían sido capaces de comunicarse con una simple mirada. No era telepatía ni nada parecido, pero podía saber qué pensaba su hermano.
«Es un montón de dinero —le dijo Dan—, un montón de cromos de béisbol geniales».
«Mamá y papá habrían querido que lo intentáramos —respondió Amy con la mirada—, es lo que Grace quería que hiciésemos».
«Ya, pero es que Babe Ruth y Mickey Mantle…»
«A Ian y a Natalie no les va a gustar nada —insistió Amy pacientemente—, y la tía Beatrice probablemente se pondrá roja de ira».
Una sonrisa se dibujó en la cara de su hermano: «Supongo que Babe Ruth puede esperar».
Amy tomó su cupón y se dirigieron al escritorio, de donde cogió el encendedor del señor McIntyre.
—Cuente con nosotros —le dijo, y prendió fuego a los dos millones de dólares.