Dan Cahill creía que tenía la hermana mayor más irritante del planeta, incluso desde antes de que ella les prendiese fuego a dos millones de dólares.
Todo empezó cuando asistieron al funeral de su abuela. En el fondo, Dan estaba entusiasmado porque esperaba poder calcar la lápida cuando todos se hubiesen ido. Suponía que a ella, que había sido una abuela estupenda, no le importaría. Él adoraba coleccionar cosas; coleccionaba cromos de béisbol, autógrafos de fugitivos, armas de la guerra civil, monedas raras y todas las escayolas que le habían puesto desde la guardería (doce en total). En esos momentos, lo que más le gustaba coleccionar eran calcos al carboncillo de lápidas. Tenía algunos increíbles en casa. Su favorito decía:
PRUELLA GOODE
1891 – 1929
HE MUERTO. HAGAMOS UNA FIESTA
Pensaba que si incluía un calco de la lápida de Grace en su colección, tal vez no la echaría tanto en falta. En fin, durante todo el viaje desde Boston hasta el funeral en el condado de Worcester, su tía abuela Beatrice había conducido como una lunática de la lentitud. Iba a cuarenta por hora en la autopista y cambiaba constantemente de carril. No era extraño que los otros coches pitaran, dieran volantazos, chocaran contra los guardarraíles y cosas así. La tía Beatrice iba aferrada al volante con sus dedos enjoyados. Se había maquillado su cara arrugada con colorete y lápiz de labios rojo brillante, y eso hacía que su pelo azul pareciese más azul todavía. Dan se preguntaba si, gracias a ella, los demás conductores tendrían pesadillas con payasos viejos.
—¡Amy! —dijo la tía Beatrice enfadada, mientras otro todoterreno derrapaba por el carril de salida de la autopista porque ella acababa de metérsele delante—. ¡Deja de leer en el coche! ¡No es seguro!
—Pero, tía Beatrice…
—Jovencita, ¡cierra ese libro!
Amy lo cerró. Como era de esperar, ella nunca replicaba a los adultos. Amy tenía el pelo largo, de un tono marrón rojizo, a diferencia de Dan, cuyo pelo era de un rubio oscuro. Esto le servía a Dan para fingir que su hermana era una impostora alienígena, aunque para su desgracia, los dos tenían los mismos ojos: «verdes como el jade», solía decir su abuela.
Amy era tres años mayor y quince centímetros más alta que Dan, algo que ella siempre se encargaba de recordarle, como si fuera tan importante tener catorce años. Normalmente iba con vaqueros y alguna camiseta vieja porque no le gustaba llamar la atención, aunque ese día llevaba un vestido negro y parecía la novia de un vampiro. Dan esperaba que aquel vestido fuese tan incómodo como el estúpido traje y corbata que vestía él. La tía Beatrice puso el grito en el cielo cuando el chico había tanteado la posibilidad de asistir al funeral con su disfraz de ninja. A Grace no le hubiera importado con tal de que él se sintiese cómodo y letal, que era precisamente como se sentía cuando fingía ser un ninja; pero por supuesto, tía Beatrice no podía entenderlo. A veces le costaba creer que ella y Grace fuesen hermanas.
—Recordadme que despida a vuestra niñera en cuanto lleguemos a Boston —refunfuñó Beatrice—. Os mima demasiado.
—Nella es buena —protestó Dan.
—¡Sí, claro! ¡Esa Nella casi te deja incendiar el edificio de al lado!
—¡Exacto!
Cada dos semanas, Beatrice despedía a la niñera y contrataba a una nueva. Lo único bueno era que Beatrice no vivía con ellos bajo el mismo techo, sino al otro lado de la ciudad, en un edificio en el que no se admitían niños, así que a veces tardaba unos días en enterarse de las últimas hazañas de Dan.
Nella había durado más tiempo. A Dan le gustaba porque hacía unos gofres increíbles y normalmente escuchaba música a un volumen ensordecedor. Ni siquiera oyó los cohetes de agua de Dan cuando salieron disparados y bombardearon el edificio del otro lado del callejón. Dan iba a extrañar a Nella cuando la despidiesen.
La tía Beatrice siguió conduciendo y refunfuñando sobre niños mimados. Amy volvió a escondidas a su enorme libro. Los dos últimos días, desde que se enteraron de la muerte de Grace, Amy había estado leyendo mucho más de lo normal. Dan sabía que era su manera de evadirse, pero no podía evitar sentirse algo resentido porque aquella actitud también lo dejaba de lado a él.
—¿Qué estás leyendo ahora? —preguntó—. ¿Pomos de la Europa medieval? ¿Toallas de baño a través de la historia?
Amy le puso mala cara, más de lo habitual.
—No es asunto tuyo, bobo.
—No puedes llamarle bobo a un señor de los ninjas. Has deshonrado a la familia, tendrás que hacerte el haraquiri.
Amy puso los ojos en blanco.
Después de algunos kilómetros más, la ciudad dio paso a tierras de cultivo. Aquello empezaba a parecerse a los campos de Grace y, aunque Dan se había prometido a sí mismo no emocionarse, ya se sentía triste. Grace había sido genial, los había tratado como a personas de verdad, no como a niños. Por eso había insistido en que la llamasen Grace a secas; ni abuela, ni abuelita ni yaya ni nada así de tonto. Había sido una de las pocas personas que se habían preocupado por ellos. Ahora estaba muerta y tenían que asistir al funeral junto a un montón de familiares que nunca se habían portado bien con los dos…
El cementerio familiar se encontraba al pie mismo de la colina donde se alzaba la mansión; de ahí que Dan considerara estúpido haber alquilado un coche fúnebre para llevar a Grace unos cien metros más allá del camino de entrada. Les hubiera bastado con ponerle al ataúd unas ruedas como las de las maletas y habría funcionado perfectamente.
Sobre la colina, la presencia de nubes de tormenta veraniega y el sonido de los truenos dotaban a la mansión familiar de una apariencia oscura y sombría, como el castillo de un noble. Dan adoraba esa casa con sus miles de habitaciones, chimeneas y vidrieras de colores en las ventanas, pero el cementerio familiar le gustaba aún más. Una docena de lápidas en ruinas se esparcían por el verde prado rodeado de árboles, justo al lado de un pequeño riachuelo. Algunas lápidas eran tan viejas que las letras grabadas en ellas se habían borrado. Grace solía llevarlos a él y a Amy al prado cuando la visitaban los fines de semana; Grace y Amy pasaban la tarde sentadas en una manta de picnic leyendo y hablando, mientras que Dan exploraba las tumbas, los bosques y el riachuelo.
«Déjalo ya —se dijo Dan a sí mismo—; te estás poniendo sentimental».
—Demasiada gente —murmuró Amy mientras andaban por el camino de entrada.
—No irás a perder el control, ¿verdad?
Amy jugueteaba con el cuello de su vestido.
—No estoy perdiendo el control… Sólo estoy…
—Lo sé, odias las multitudes —interrumpió Dan—. Pero supongo que ya imaginabas que habría un montón de gente, vienen todos los años.
Por lo que Dan recordaba, cada invierno Grace invitaba a parientes de todas las partes del mundo a pasar una semana de vacaciones con ella. La mansión se llenaba de Cahill chinos, británicos, sudafricanos y venezolanos. La mayoría de ellos ni siquiera llevaban el apellido Cahill, pero Grace le había asegurado que todos eran parientes. Solía explicarle que eran primos, primos segundos y primos lejanos, hasta que a Dan le empezaba a doler la cabeza. Amy normalmente se escondía en la biblioteca con el gato.
—Ya lo imaginaba —respondió Amy—. Pero… ¿has visto cuántos son?
Ella estaba en lo cierto, unas cuatrocientas personas se amontonaban alrededor de la tumba.
—Sólo quieren su fortuna —afirmó Dan.
—¡Dan!
—¿Qué? Es la verdad.
Acababan de unirse a la procesión cuando de repente Dan se vio boca abajo con las piernas en alto.
—¡Eh! —gritó.
—Mirad, chicos —dijo una niña—. ¡Hemos atrapado una rata!
Dan no veía bien desde aquella postura, pero podía distinguir a las hermanas Holt, Madison y Reagan, que lo sujetaban por los tobillos, una a cada lado. Las gemelas llevaban el mismo chándal violeta, trenzas rubias y sonrisas asimétricas. Tenían sólo once años, como Dan, pero eran capaces de sujetarlo sin ningún problema. Dan vio otros chándales idénticos detrás de ellas: allí estaban el resto de la familia Holt y su pit bull, Arnold, que corría y ladraba entre sus piernas.
—Lancémoslo al arroyo —sugirió Madison.
—¡Yo quiero arrojarlo a los matorrales! —respondió Reagan—. ¡Nunca hacemos lo que yo quiero!
Su hermano mayor, Hamilton, se reía como un idiota. A su lado, su padre, Eisenhower Holt y su madre, Mary-Todd, sonreían burlonamente como si fuese muy divertido.
—Ya está bien, chicas —se impuso el padre—. No podemos ir arrojando gente en un funeral. ¡Éste es un acontecimiento alegre!
—¡Amy! —gritó Dan—. ¿Podrías echar una manita por aquí, por favor?
Amy se había quedado pálida y tartamudeaba.
—Sol-sol-soltad…
Dan suspiró exasperado.
—Está intentando decir que me soltéis.
Madison y Reagan lo soltaron y Dan cayó de cabeza.
—¡Ay! —exclamó.
—Ma-Ma-Madison —protestó Amy.
—¿S-s-sí? —dijo Madison imitándola—. Me parece que todos esos libros están convirtiendo tu cerebro en puré, friki.
Si hubiese sido cualquier otra persona, Dan le habría devuelto el golpe, pero él sabía que con los Holt tenía que andarse con ojo. Incluso Madison y Reagan, las más pequeñas de la familia, podrían aplastarlo. La familia al completo estaba muy en forma, tenían las manos rollizas y el cuello fuerte, y sus caras se parecían a las de los luchadores de «Pressing Catch». Hasta la madre tenía pinta de afeitarse y fumar puros.
—Imbéciles, espero que le hayáis echado un último vistazo a la casa —señaló Madison—. No os invitarán nunca más ahora que la bruja ha muerto.
—¡Guau! —ladró Arnold.
Dan miró alrededor por si veía a Beatrice, pero como siempre, no estaba cerca de ellos, se había separado para charlar con los otros viejos.
—Grace no era una bruja —la defendió Dan—. ¡Y seremos nosotros quienes heredaremos este lugar!
El hermano mayor, Hamilton, se mofó:
—Sí, seguro. —Su pelo estaba peinado hacia el medio y tenía forma de aleta de tiburón—. Espera a que lean el testamento, enano, ¡te echaré de aquí yo mismo!
—Está bien, equipo —dijo el padre—. Ya basta. ¡A formar!
La familia se alineó y todos empezaron a correr hacia la tumba; iban tropezando los unos con los otros por el camino porque Arnold intentaba morderles los talones.
—¿Está bien tu cabeza? —preguntó Amy, que se sentía culpable.
Dan asintió. Estaba algo enfadado porque su hermana no lo había ayudado, pero no valía la pena quejarse por eso porque a ella siempre se le trababa la lengua cuando estaba delante de otras personas.
—Tía, odio a los Holt.
—Tenemos problemas peores. —Amy señaló hacia la tumba y a Dan se le encogió el corazón.
—Los Cobras —musitó.
Ian y Natalie Kabra estaban junto al ataúd de Grace y parecían unos perfectos angelitos mientras hablaban con el pastor. Los dos llevaban el mismo traje de luto a juego con su sedoso pelo moreno y su piel color canela. Podrían haber sido niños supermodelos.
—No intentarán nada durante el funeral —dijo Dan con esperanza—. Sólo están aquí por el dinero, como los demás, pero no lo van a conseguir.
Amy frunció el ceño.
—Dan… ¿de verdad crees eso que has dicho, que vamos a heredar la mansión?
—¡Por supuesto! Ya sabes que Grace nos quería más a nosotros, que éramos los que pasábamos más tiempo a su lado.
Amy miró a Dan con expresión de que lo consideraba demasiado joven para que pudiera entenderlo, y a Dan no le gustó nada.
—Vamos —dijo ella—. Más vale que acabemos con esto cuanto antes.
Caminaron juntos hacia la multitud.
A Dan el funeral le pasó volando: el pastor dijo algo sobre cenizas, bajaron el ataúd al agujero excavado en la tierra y cada uno de los asistentes echó una palada de tierra. A Dan le pareció que los que iban de luto habían disfrutado mucho de aquella parte, especialmente Ian y Natalie.
Reconoció a unos cuantos parientes más: Alistair Oh, aquel tipo viejo, el coreano del bastón con un pomo de diamantes que siempre insistía en que lo llamasen tío; Irina Spasky, una señora rusa que tenía un tic en un ojo y a la que todo el mundo llamaba Spasmo a sus espaldas por ese motivo; los trillizos Starling: Ned, Ted y Sinead, que parecían estudiantes clonados de un colegio elitista de Beverly Hills. Incluso ese niño de la televisión estaba allí: Jonah Wizard, que se quedó a un lado sacándose una foto con un grupo de chicas. Había toda una fila de personas que esperaban para hablar con él. Iba vestido exactamente igual que en la tele, con muchas cadenas de plata y pulseras, vaqueros deshilachados y una camiseta sin mangas negra (lo que era algo estúpido, ya que él no era nada musculoso). Detrás de él había un tipo afroamericano, mayor que él, que estaba concentrado en su móvil, probablemente sería su padre. Dan había oído que Jonah Wizard estaba emparentado con los Cahill, pero nunca antes lo había visto en persona. Se preguntaba si debería conseguir un autógrafo para su colección.
Tras la ceremonia, un hombre que vestía un traje gris pizarra subió a la tarima. A Dan le resultó familiar; tenía una nariz larga y puntiaguda y estaba algo calvo; le recordaba a un buitre.
—Les doy las gracias a todos por haber venido —dijo solemnemente—. Soy William McIntyre, abogado y testamentario de la señora Cahill.
—¿Testamentario? —le susurró Dan a su hermana—. ¿Él lo hereda todo? ¡Por eso la mató!
—No, idiota —le respondió Amy—. Quiere decir que él es quien se encarga de su testamento.
—Si miran en el interior del programa que les hemos entregado —continuó diciendo William McIntyre—, algunos de ustedes encontrarán una tarjeta de invitación dorada.
Un murmullo entusiasmado irrumpió en la celebración mientras cientos de personas hojeaban sus programas. La mayoría de ellos empezaron a blasfemar y a protestar acto seguido al no encontrar nada. Dan rasgó su programa y halló en su interior una tarjeta con el borde dorado en la que decía:
—¡Lo sabía! —exclamó Dan.
—Les aseguro que las invitaciones no han sido repartidas al azar —dijo el señor McIntyre alzando la voz sobre la multitud—. Quería pedir disculpas a aquellos que han sido excluidos; no era intención de Grace Cahill faltarles al respeto. De entre todos los miembros del clan de los Cahill, sólo unos pocos han sido escogidos como los más prometedores.
La multitud empezó a vociferar y a discutir. Finalmente, Dan no pudo aguantar más y gritó:
—¿Más prometedores para qué?
—En tu caso, Dan —murmuró Ian Kabra por detrás de él—, para ser un perfecto idiota americano.
Su hermana, Natalie, se reía tontamente. Sostenía en la mano una invitación y parecía muy satisfecha consigo misma.
Antes de que Dan pudiera sacudir a Ian donde más duele, el hombre del traje gris respondió a su pregunta:
—Para ser los beneficiarios del testamento de Grace Cahill. Así pues, por favor, aquellos que estén en posesión de una invitación han de reunirse en el Gran vestíbulo.
Los que tenían invitación se dirigieron apresurados hacia la casa como si alguien hubiese gritado: «¡Comida gratis!».
Natalie Kabra le guiñó un ojo a Dan.
—Ciao, primo, nos vamos a recoger nuestra fortuna. —Ella y su hermano avanzaron por el camino.
—Olvídalos —señaló Amy—. Tal vez tengas razón, Dan, quizá heredemos algo.
Sin embargo, Dan frunció el ceño. Si esa invitación era tan genial, ¿por qué tenía el abogado un aspecto tan desalentador? ¿Y por qué Grace había incluido a los Kabra?
Cuando atravesó la entrada principal de la mansión, Dan observó el blasón de piedra que había sobre la puerta, una enorme C rodeada de pequeños motivos: un dragón, un oso, un lobo y dos serpientes entrelazadas en una espada. El blasón siempre le había fascinado, incluso a pesar de desconocer su significado. Todos aquellos animales parecían mirarlo detenidamente, como si estuviesen a punto de atacarle. Entró en la mansión con los demás mientras se preguntaba el motivo de que los animales parecieran tan enfadados.
El Gran vestíbulo era tan grande como una cancha de baloncesto, y estaba repleto de armaduras, espadas a lo largo y ancho de las paredes, y ventanas enormes que podrían ser atravesadas por Batman en cualquier momento.
William McIntyre, que a su lado tenía una mesa y, detrás, la pantalla de un proyector, avanzó al frente mientras los demás se acomodaban en las filas de asientos. Había unas cuarenta personas en total, incluyendo a los Holt, a los Kabra y a la tía Beatrice, que parecía muy disgustada por tener que estar allí, aunque tal vez sólo estuviera disgustada porque todos los otros habían sido invitados a la lectura del testamento de su hermana.
El señor McIntyre alzó la mano pidiendo silencio, sacó un documento de una carpeta marrón de cuero, se ajustó las gafas y empezó a leer:
—«Yo, Grace Cahill, en mi entera facultad y voluntariamente, divido aquí la totalidad de mis bienes entre aquellos que acepten el desafío y los que no».
—¿Qué? —interrumpió Eisenhower Holt—. ¿Qué desafío?
—A eso voy, caballero. —McIntyre carraspeó y prosiguió—: «Habéis sido seleccionados como los más prometedores para afrontar con éxito la mayor y más arriesgada tarea de todos los tiempos: una búsqueda de vital importancia para la familia Cahill y para el mundo».
Cuarenta personas empezaron a hablar al mismo tiempo, planteando sus dudas y exigiendo respuestas.
—¿«Arriesgada tarea»? —dijo la prima Ingrid alzando la voz—. ¿A qué se refiere?
—¡Pensaba que esto iba sobre dinero! —exclamó el tío José—. Pero ¿quién se ha creído que somos? Somos los Cahill, ¡no unos aventureros!
Dan observó que Ian y Natalie intercambiaban miradas cargadas de significado y que Irina Spasky susurraba algo en el oído de Alistair Oh, pero la mayoría de los espectadores parecían sentirse tan confusos como Dan.
—Damas y caballeros, por favor —intervino el señor McIntyre—. Si dirigen su atención a la pantalla, es posible que la señora Cahill pueda explicárselo todo mejor que yo.
A Dan le dio un vuelco el corazón. ¿De qué hablaba el señor McIntyre? Entonces, el proyector del techo cobró vida y el alboroto en la habitación se fue calmando a medida que la imagen de Grace se hacía más visible en la pantalla.
Estaba sentada en la cama con Saladin en su regazo. Llevaba una bata negra, como si estuviera de luto en su propio funeral, pero su aspecto parecía más saludable que cuando Dan la había visto por última vez: tenía la piel rosada y su rostro y manos no se veían tan delgados. El vídeo debía de haber sido grabado hacía meses, antes de que el cáncer empeorara. A Dan se le hizo un nudo en la garganta; tenía unas ganas locas de gritarle: «Grace, ¡soy yo, Dan!». Pero… era tan sólo una imagen. Dan miró a Amy y vio que una lágrima se le escurría por nariz.
—«Camaradas Cahill —anunció Grace—, si estáis viendo esto significa que estoy muerta y que he decidido firmar mi testamento alternativo. Sin duda sé que estaréis discutiendo entre vosotros y haciendo pasar un mal trago al pobre señor McIntyre a causa de esta competición que he puesto en marcha —Grace sonrió forzadamente a la cámara—. Siempre fuisteis una pandilla de testarudos. Esta vez, para variar, cerrad la boca y escuchad».
—¡Eh, un momento! —protestó Eisenhower Holt, pero su mujer le hizo callar.
—«Os lo aseguro —continuó Grace—, esta competición no es ningún truco. Es un asunto de vida o muerte. La mayoría de vosotros sabéis que pertenecéis a la familia Cahill, pero muchos tal vez no os deis cuenta de lo importante que es nuestra familia. Os diré que, en la civilización humana, los Cahill hemos causado un impacto mayor que ninguna otra familia a lo largo de la historia».
Se oyó de nuevo un griterío confuso e Irina Spasky se levantó y gritó:
—¡Silencio! ¡Dejad escuchar!
—«Familia —dijo la imagen de Grace—, os encontráis al borde de nuestro mayor desafío. Cada uno de vosotros tiene el potencial suficiente para alcanzar el éxito. Algunos quizá decidáis formar equipo con otras personas que estén en esta sala para afrontar el desafío, otros tal vez prefiráis hacerlo solos, pero la mayoría, mucho me temo, lo rechazaréis y os iréis con el rabo entre las piernas. Sólo un equipo conseguirá superarlo y cada uno de vosotros deberá sacrificar su parte de la herencia para participar».
Sujetaba un sobre marrón sellado con cera roja. Tenía los ojos brillantes y fríos como el hielo.
—«Si aceptáis, se os proporcionará la primera de treinta y nueve pistas. Estas pistas os conducirán a un secreto que, si conseguís descubrirlo, os convertirá en los seres humanos más poderosos e influyentes del planeta. Entenderéis entonces el destino de la familia Cahill. Ahora os ruego que escuchéis al señor McIntyre, permitidle que os explique las reglas y pensad muy seria y detenidamente antes de tomar una decisión».
Grace miró fijamente a la cámara y Dan ansió que se dirigiera a ellos: «Dan y Amy, os extrañaré más que a nadie, nadie más en esta habitación me importa en realidad». Algo así.
Sin embargo, Grace dijo:
—«Cuento con todos vosotros. Buena suerte y adiós».
La pantalla se fundió en negro. Amy agarró con fuerza la mano de Dan; le temblaban los dedos. A él le pareció que acababan de perder a Grace nuevamente. Entonces, todo el mundo empezó a hablar a la vez.
—¿La familia más importante de la historia? —gritó la prima Ingrid—. ¿Es que está loca?
—¿Testarudos? —se quejó Eisenhower Holt—. ¿Nos ha llamado testarudos?
—¡William! —La voz de Alistair Oh se alzó por encima del resto—. Un momento, aquí hay personas a las que ni siquiera conozco, personas que tal vez no sean miembros de la familia. ¿Cómo vamos a saberlo?
—Caballero, si alguien está en esta habitación, es porque es un Cahill. Si su apellido es Cahill o no, no importa; por las venas de todos los presentes corre sangre Cahill.
—¿Incluso en las de usted, señor McIntyre? —preguntó Natalie Kabra con su sedoso acento británico.
El viejo abogado se ruborizó.
—Señorita, eso no tiene nada que ver. Bueno, si me dejan terminar…
—¿Qué es eso de sacrificar nuestra herencia? —protestó Beatrice—. ¿Dónde está el dinero? ¡Ésta es una de las típicas tonterías de mi hermana!
—Señora —dijo McIntyre—, siempre tiene la posibilidad de rechazar el desafío. De hacerlo, recibiría lo que hay debajo de su silla.
Inmediatamente, las cuarenta personas buscaron debajo de sus sillas. Eisenhower Holt estaba tan ansioso que levantó la silla de Reagan mientras ella aún estaba sentada. Dan encontró un sobre debajo de la suya, pegado con cinta adhesiva. Cuando lo abrió, encontró una papeleta verde con un montón de cifras y las palabras BANCO REAL DE ESCOCIA. Amy también tenía uno, todos en la habitación tenían uno.
—Lo que tienen en sus manos es un cupón bancario —explicó el señor McIntyre—. Sólo será activado en caso de que renuncien a tomar parte en el desafío. Si así lo deciden, cada uno de ustedes podrá salir de esta habitación con un millón de dólares y nunca más tendrá que pensar en Grace Cahill ni en su última voluntad. O… pueden escoger la pista: una sola pista que será su única herencia. Nada de dinero. Ni propiedades. Sólo una pista que podría llevarles al tesoro más importante del mundo y a hacerlos más poderosos de lo que se imaginan… —Los ojos grises de William parecían mirar especialmente a Dan—. Una pista que también podría matarles. Un millón de dólares o la pista. Tienen cinco minutos para decidir.