Capítulo 1

Cinco minutos antes de morir, Grace Cahill cambió su testamento.

Su abogado le llevó la última versión, el secreto mejor guardado durante siete años. Sin embargo, William McIntyre no tenía la certeza de que ella estuviera tan loca como para firmarlo.

—Señora —preguntó—. ¿Está segura?

Grace observaba por la ventana los prados de su finca iluminados por el sol, y su gato, Saladin, estaba acurrucado a su lado, como llevaba haciendo desde que ella enfermara, pero su presencia no era suficiente para consolarla ese día. Estaba a punto de poner en marcha una serie de acontecimientos que podrían causar el fin de la civilización.

—Sí, William. —Cada suspiro era doloroso—. Lo estoy.

William rompió el sello de la carpeta de cuero marrón. Era un hombre alto y hosco, y su nariz era puntiaguda como la aguja de un reloj de sol, por lo que siempre hacía sombra en uno de los lados de su cara. Había sido consejero y confidente de Grace y habían compartido muchos secretos a lo largo de los años, pero ninguno tan peligroso como aquél.

Le tendió el documento para que lo revisara. Un ataque de tos sacudió su cuerpo y Saladin maulló preocupado. Cuando dejó de toser, William la ayudó a coger el bolígrafo. Ella bosquejó su débil firma en el papel.

—Son tan jóvenes —se lamentó William—. Si sus padres hubieran…

—Pero no lo hicieron —replicó Grace en un tono amargo— y ahora los niños ya son lo suficientemente mayores. Son nuestra única oportunidad.

—Si no les sale bien…

—Entonces habrán sido quinientos años de trabajo para nada —añadió Grace—. Todo se destruirá: la familia, el mundo… todo.

William asintió con seriedad y cogió la carpeta que ella sujetaba en sus manos.

Grace se recostó mientras acariciaba el pelaje plateado de Saladin. La vista desde la ventana la entristeció. Era un día demasiado bello para morir. Quería ir de picnic con los niños por última vez, quería ser joven y fuerte y viajar de nuevo por el mundo, pero la vista le fallaba y respiraba con dificultad. Agarró con fuerza su collar de jade; era un amuleto de la suerte que había encontrado en China hacía años y que la había ayudado a librarse de la muerte en muchas ocasiones, a salvarse por los pelos; ahora el amuleto ya no podría seguir ayudándola.

Había trabajado mucho para preparar todo para ese día; aun así, había tantas cosas por hacer… tantas cosas que aún no les había contado a los niños.

—Tendrá que bastar —susurró.

Y así, Grace Cahill cerró los ojos por última vez.

Cuando William comprobó que Grace se había ido, se acercó a la ventana y cerró las cortinas. Prefería la oscuridad, pues parecía más apropiada para el tema que le ocupaba.

La puerta se abrió tras él. El gato de Grace bufó y se metió debajo de la cama. William no se volvió. Su mirada permanecía fija en la firma de Grace Cahill, en su nuevo testamento, que acababa de convertirse en el documento más importante de la historia de la familia Cahill.

—¿Y bien? —dijo una voz brusca.

William se volvió. Había un hombre en la puerta, con la cara oscurecida por las sombras y un traje negro como el betún.

—Es la hora —señaló William—. Asegúrate de que no sospechan nada.

William no estaba muy seguro, pero le pareció que el hombre de negro sonreía.

—No te preocupes —prometió el hombre—, no les daremos ni una pista.