Lavanda

Jim Taylor había llegado a la conclusión de que Alistair Mackinnon era asunto suyo, tanto como si hubiera invertido dinero en él. Por mucho que el hombre le desagradara, no pudo evitar preocuparse cuando Frederick le perdió el rastro. Y cuando-Frederick le argumentó que era imposible seguir la pista de un hombre capaz de desvanecerse como el humo o de escabullirse por el ojo de una cerradura, Jim le dijo que estaba perdiendo facultades, porque ni siquiera sabía cuidar de su reloj. Pronto perdería hasta los pantalones.

De manera que decidió ir por su cuenta en busca de Mackinnon. Visitó una por una todas las casas de Oakley Street, en Chelsea, donde Mackinnon dijo que vivía, pero no consiguió nada. Luego habló con el director del teatro de variedades donde lo había rescatado, pero nadie conocía el paradero de Mackinnon; se dirigió también a otros teatros por si el mago trabajaba con otro nombre, pero tampoco tuvo suerte.

A pesar de todo, Jim no se rindió. En su corta y arrastrada vida, había ido reuniendo una asombrosa cantidad de amistades teatrales, deportivas, criminales o semicriminales —y hasta un par de ellas totalmente respetables— a las que le unían una red de favores prestados o debidos —un soplo sobre a qué caballo apostar, un préstamo de media corona, un disimulado aviso de que el poli de la esquina estaba mirando… ese tipo de cosas—, de modo que Jim se dijo que no había casi nada que no pudiera averiguar si se lo proponía.

Así pues, la misma tarde en que Sally visitó a Axel Bellmann, Jim se encontraba frente a la barra de un dudoso pub de Deptford junto a un sospechoso hombrecillo con una bufanda blanca que pegó un respingo cuando Jim le palmeó el hombro.

—¡Hola, Dippy! —dijo Jim—. ¿Cómo te va, amigo?

—¿Eh? Oh, eres tú, Jim. ¿Qué tal?

Dippy Lumsden miró furtivamente a su alrededor, algo habitual en un ladronzuelo profesional como él.

—Mira, Dippy —dijo Jim—. Estoy buscando a un tipo. Es un tal Mackinnon, un mago. Un tipejo escocés. Lleva un par de años actuando en toda suerte de teatros; puede que lo hayas visto.

Dippy hizo un gesto de asentimiento.

—Lo he visto. Y también sé dónde encontrarlo.

—¿Eh? ¿Dónde?

El ladronzuelo adoptó una expresión astuta y frotó el índice contra el pulgar en un gesto muy expresivo.

—¿Cuánto vale eso? —preguntó.

—Felspar —respondió Jim—. Eso todavía me lo debes, ¿te acuerdas?

Felspar era un caballo que les había permitido ganar una apuesta de veinte contra uno y les había reportado una bonita suma a los dos. Jim le había dado el soplo, gracias a un jockey que conocía.

Dippy asintió con aire filosófico.

—Es justo —dijo—. Mackinnon se aloja en Lambeth, en un sucio cuchitril llamado Allen’s Yard. Lo lleva una gorda irlandesa, Mrs. Mooney. Ayer por la noche lo vi. Le reconocí porque lo vi actuar una noche en el Gatti’s Music-Hall. ¿Para qué lo buscas?

—Me ha birlado un reloj. Pero no es de tu gremio, Dippy. No debes preocuparte por él; no te hace la competencia.

—Oh. Ah. Estupendo, amigo. Pero recuerda que hoy no me has visto. Y yo no lo he visto nunca a él. He de cuidarme las espaldas.

—Desde luego, Dippy —dijo Jim—. ¿Quieres otra cerveza?

Dippy negó con la cabeza. No podía permanecer demasiado tiempo en un bar, dijo, por motivos profesionales. Apuró lo que quedaba de su cerveza y se marchó. Y tras charlar un par de minutos con el camarero de la barra, Jim siguió su ejemplo.

La casa de Mrs. Mooney era un lugar destartalado y apestoso que se caía a pedazos. Lo único que impedía que el edificio se derrumbara era que en Allen’s Yard no había espacio libre donde derrumbarse. A la escasa luz que llegaba de la calle y de las mal iluminadas ventanas, se apreciaba que el suelo del patio ostentaba el mismo nivel de limpieza que una cloaca. Pero esto no parecía preocupar a la niña pelirroja que jugaba descalza en la entrada. Su entretenimiento consistía en enseñar modales a su muñeca a base de tortazos y en asar un pedazo de arenque sobre un humeante quinqué.

—¿Está Mrs. Mooney? —preguntó Jim.

La niña miró a Jim y le dedicó una mueca burlona. Jim se sintió tentado de prodigarle el mismo tratamiento que ella le dedicaba a la muñeca.

—Te he preguntado si Mrs. Mooney está en casa, cara de rata.

Eso despertó el interés de la mocosa.

—¿Has perdido tu organillo? —le preguntó—. ¿Dónde has dejado tu chaquetita roja y tu lata para el dinero?

Jim hizo un esfuerzo por contenerse.

—Escucha, pequeño reptil, si no vas a buscarla ahora mismo, te daré una tunda que te dejará fuera de combate hasta las Navidades.

La chiquilla se quitó de la boca un trozo de pescado y chilló:

—¡Tía Mary!

Se metió de nuevo el pedazo de arenque en la boca y se quedó mirando con desprecio a Jim, que daba saltitos por el patio en busca de un lugar seco donde poner los pies.

—¿Te diviertes con el bailecito? —le preguntó.

Jim gruñó. Estaba a punto de darle un guantazo cuando una inmensa mujerona salió de la casa y se quedó en el umbral, obstruyendo el paso de la escasa luz que salía del interior. De su cuerpo emanaba un potente olor a ginebra.

—¿Quién es? —preguntó.

—Estoy buscando a Mr. Mackinnon —dijo Jim.

—No he oído ese nombre en mi vida.

—Es escocés. Un tipo delgado de ojos oscuros. Me han dicho que se instaló aquí hace un par de días. Es mago.

—¿Y para qué lo busca?

—¿Está o no?

Aturdida por la bebida, la mujer tuvo un momento de duda.

—No está, y además no recibe a nadie.

—Bien, pues cuando vuelva, dígale que ha estado aquí Jim Taylor. ¿Se acordará?

—Ya le he dicho que no está.

—No, claro que no. Ya me lo ha dicho. Pero si un día aparece por aquí, dígale que he venido. ¿De acuerdo?

La mujer volvió a pensar, haciendo un esfuerzo, y desapareció en el interior de la casa.

—Vaca borracha —comentó la niña.

—A ver si cuidas tus modales —dijo Jim—. Debería darte vergüenza hablar con esa falta de respeto de tus mayores.

La cría se quitó de nuevo el pescado de la boca y se quedó mirando fijamente a Jim. Acto seguido, de su boca brotó una inacabable sarta de insultos y reniegos, los más sucios, injuriosos, originales y variopintos que Jim había oído jamás. Fue un discurso de dos minutos y medio, sin un solo vituperio repetido. Jim, su cara, sus modales, su forma de vestir, su cerebro y sus antepasados sufrieron desfavorables comparaciones con partes de su cuerpo, o del cuerpo de otros, con partes del cuerpo de animales, con el olor a pescado podrido, con las tripas, con las flatulencias intestinales y otras lindezas igualmente desagradables. Jim se quedó admirado, lo que no le ocurría a menudo.

Metió la mano en el bolsillo.

—Toma —y le entregó a la niña una moneda de seis peniques—. Eres una artista, no cabe duda. Nunca había visto un talento como el tuyo.

Cuando la cría tomó la moneda, Jim aprovechó para darle un coscorrón que casi la tira al suelo.

—Tienes que aprender a ser más rápida, mejorar tu juego de piernas. Hasta luego.

La chiquilla le dijo a dónde podía irse y qué podía hacer allí, y luego le gritó:

—Tu amigo se te ha escapado. Acaba de marcharse, porque ella le ha avisado de que estabas aquí. ¡Eeeehhh! ¿Quién es el lento ahora?

Lanzando una maldición, Jim corrió hacia la casa. Dentro, la única luz provenía de una vela sobre una mesa desvencijada; Jim se apresuró a cogerla y, protegiendo la llama con la mano, subió como un rayo por las estrechas escaleras. El olor que allí se respiraba era imposible de describir, incluso para la niña del patio. ¿Cómo podía aguantarlo un tipo tan fino como Mackinnon?

Aquello era un tenebroso laberinto. Muchos rostros observaban a Jim en la semioscuridad —caras grises y apergaminadas, sucias, embrutecidas—; unas puertas colgaban peligrosamente de los goznes, otras habían desaparecido, y en su lugar colgaban pedazos de arpillera que dejaban entrever familias enteras de seis, siete u ocho personas o más, que comían, dormían o estaban hundidas en la apatía, tal vez muertas.

Pero de Mackinnon no había ni rastro. Aquella horrible mujer estaba sentada en el rellano, incapaz de moverse, abrazada a la botella como si se tratara de una muñeca. Jim pasó por delante de ella para llegar a la última habitación, pero la encontró vacía.

La mujer soltó una risa asmática.

—¿A dónde ha ido? —preguntó Jim.

—Se ha marchado —dijo ella, y resolló con más fuerza.

Jim tuvo deseos de atizarle una patada, pero se limitó a callarse y a salir de la casa.

Al llegar al patio, se detuvo. Había apagado la vela, y todo estaba a oscuras. La niña había desaparecido, no se oía un alma, y Jim sintió escalofríos.

En el patio había alguien más. Aunque no podía ver ni oír a nadie, estaba convencido de ello. Sus sentidos se agudizaron. Maldiciendo su propia estupidez, se quedó inmóvil y metió sigilosamente la mano en un bolsillo para extraer el puño de bronce que siempre llevaba consigo.

Entonces una mano se posó suavemente en su brazo y una voz femenina dijo:

—Espere…

Jim no se atrevía a mover un dedo. El corazón le saltaba encabritado en el pecho. El patío estaba envuelto en la oscuridad, y fuera sólo se vislumbraba el pálido destello mojado de un muro de ladrillos empapado de agua.

—Es usted un amigo —dijo la voz—. Él ha mencionado su nombre. Venga conmigo.

Parecía un sueño. Una figura encapotada y cubierta con un chal se deslizó a su lado y le hizo una seña. Y automáticamente, como si fuera un sueño, Jim la siguió.

En un aseado cuartito cerca de allí, la mujer frotó una cerilla para encender una vela, y al agacharse el chal le cubrió el rostro. Luego murmuró:

—Por favor… —al tiempo que se quitaba el chal y se descubría la cara.

Jim se quedó sorprendido, pero de inmediato comprendió; la mujer tenía la mitad del rostro cubierta por una enorme mancha de nacimiento de color púrpura; sus bonitos ojos despedían calidez, pero también reflejaban la cara que Jim había puesto al ver la mancha. Se sintió muy avergonzado.

—Lo siento —dijo—. ¿Quién es usted?

—Por favor… siéntese. He oído que hablaba de él con Mrs. Mooney. No he podido evitarlo…

Jim se sentó frente a la mesa, cubierta por un mantel de lino con un delicado bordado. Todo lo que veía a su alrededor era bonito, aunque un poco anticuado, y en el ambiente flotaba un suave olor a lavanda. También ella era de suaves modales, y su acento, educado y musical, no parecía de los barrios bajos de Londres, pensó Jim, sino más bien del noroeste de Inglaterra, tal vez de Newcastle o de Durham. La mujer se sentó también a la mesa, frente a Jim.

—Estoy enamorada de él, Mr. Taylor —dijo con los ojos bajos.

—Oh, claro. Ahora lo entiendo.

—Me llamo Isabel Meredith —explicó ella—. Cuando Mackinnon vino…, cuando abandonó la casa de lady Harborough la otra noche, no sabía qué hacer, y vino a verme porque una vez me… porque yo le ayudé en una ocasión. Le he dado algo de dinero. No es mucho lo que tengo, como puede ver. Trabajo como costurera. Que él, un hombre de su talento, se vea obligado a esconderse… Pero corre peligro, Mr. Taylor, corre un grave peligro. Él… ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Para empezar, podría contarme la verdad, maldición. Podría venir a Burton Street —él sabe la dirección— y hablar conmigo y con mi socio Frederick Garland. Si está en peligro, es lo mejor que puede hacer. Pero tiene que ser sincero.

La mujer trazó con la uña una figura sobre el mantel.

—Mire, es un hombre muy nervioso, muy imaginativo —dijo—. Es un artista, y naturalmente sus sentimientos están más a flor de piel que los nuestros, son más intensos.

Jim no respondió. El único artista que conocía era Webster Garland, un tipo realmente duro. Lo que le hacía especial era su tenacidad y su maravillosa capacidad para captar la belleza, y no una mente confusa y voluble.

—Está bien —dijo por fin—. Mire, si se tratara de otro individuo, no me importaría, pero estamos investigando algo, no sobre Mackinnon, sino otra cosa, y él está implicado de alguna forma. Aquí hay fraude, oscuras maniobras financieras, disparates espiritistas y todo tipo de maldades…, tal vez cosas peores. ¿Por qué está metido en esto? Y, por otra parte, ¿cómo se conocieron ustedes?

—Nos conocimos en Newcastle —dijo ella—. Entonces él estaba empezando. Se mostró simpático conmigo, y me contó que Mackinnon no era su verdadero nombre, pero que utilizaba un alias para que su padre no lo mandara detener.

—¿Cómo?

—Eso es lo que me dijo.

—Entonces, ¿quién es su padre?

—No me lo quiso decir. Alguien importante. Había un asunto de una herencia —un tesoro de familia o algo así— a la que él había renunciado por su arte. Sin embargo, su padre temía que un mago deshonrara a la familia.

—Mmmm —dijo Jim, que no se creía una palabra—. ¿Y qué me dice del tal Bellmann? ¿Qué tiene que ver en esto?

Isabel Meredith apartó la mirada.

—Creo —murmuró— que puede tratarse de un asesinato.

—Siga.

—Él no me dijo nada directamente. Pero a partir de ciertas señales y alusiones… deduje que se trataba de algo así.

Isabel Meredith abrió un cajón, del que sacó una libretita. Dentro tenía un amarillento recorte de periódico sin fecha.

El recorte acababa aquí. Jim alzó los ojos con expresión frustrada.

—¿Qué fecha tenía esto? —preguntó.

—No lo sé. Se le cayó del bolsillo del abrigo y yo lo recogí. Cuando vio que lo tenía en la mano, se puso pálido. Dijo que este recorte le había provocado extrañas visiones… ¿Por qué, Mr. Taylor? ¿Tiene algún significado para usted?

Jim recordó las palabras que Nellie Budd pronunció en Streatham, en aquella penumbra: «Él sigue ahí, en un ataúd de hielo». Por supuesto, todo estaba relacionado, pensó. El cadáver en el hielo, la pelea de la visión de Mackinnon, la sangre en la nieve…

—¿Conoce a una mujer llamada Nellie Budd? —preguntó.

—No —dijo ella asombrada—. ¿Quién es?

—Es una médium, o como se llame. No tiene nada que ver con Mackinnon, salvo que este recorte enlaza con algo que ella dijo. ¿Puedo quedármelo?

La mujer dudaba, y Jim comprendió que le costaba separarse de un objeto que había pertenecido a Mackinnon.

—No se preocupe —le dijo—, lo copio y se lo devuelvo. ¿No le contó nada más?

La mujer negó con la cabeza, y Jim se puso a copiar el recorte en su libreta.

—Lo cierto es que no sé qué hacer, Mr. Taylor —dijo ella—. Le quiero mucho y daría cualquier cosa por ayudarle…, cualquier cosa. Todo lo que le concierne a él tiene mucho valor para mí. ¡Quisiera ganar lo suficiente como para mantenerle! Pensar que ha estado en esa horrible casa de Mrs. Mooney, obligado a esconderse, ¡un artista como él! Oh, lo siento. Supongo que suena ridículo; una mujer con… Yo nunca podría aspirar a… Lo siento. No debería haber hablado así, pero estoy muy sola y no hablo con nadie.

Jim copiaba la nota, aliviado de no tener que mirar a la mujer a la cara. No sabía qué decir. La veía tan emocionada y vulnerable… Se puso a acariciar el bordado del mantel con el dedo, mientras pensaba a toda velocidad.

—¿Esto es lo que hace usted? —preguntó.

Ella asintió con un gesto.

—Puedo conseguirle un buen precio por este tipo de trabajos. No tiene por qué vivir en un cuartucho como éste, ganando cuatro peniques. Ya sé lo que estará pensando… Lo hace para pasar desapercibida, ¿no? Apuesto a que sólo sale de noche.

—Es cierto. Pero…

—Escuche, Miss Meredith. Lo que me ha enseñado esta noche me será de gran ayuda. Ignoro si Mackinnon piensa volver por aquí. Yo supongo que ha puesto pies en polvorosa para salir de este apestoso agujero, y dudo que lo vuelva a ver. No —añadió, cuando ella hizo ademán de protestar—, todavía no he acabado. Le daré una tarjeta de las nuestras, y le escribiré en el reverso otra dirección, la de una joven, Miss Lockhart. Es soda nuestra, y buena persona. Si necesita ayuda, vaya a verla. Y si vuelve a ver a Mackinnon, dígale que venga a vemos. ¿De acuerdo? O avíseme usted misma. Después de todo, es por su bien, por el bien de este mier… mentecato. Cuanto antes aclaremos este asunto, antes podrá volver a los escenarios, y todos respiraremos tranquilos.

Mientras salía de Lambeth, Jim se puso a silbar de contento porque había hecho progresos. De repente pensó en la mujer que había conocido, en su vida solitaria, en su amor imposible y desesperado, y paró de silbar. Estaba familiarizado con la vileza, y hasta el asesinato le parecía algo claro y comprensible. Pero el amor era un misterio para él.

De vuelta a Burton Street, se detuvo en la tienda en penumbra porque oyó gritos en el interior. Era Sally, y a juzgar por lo que se oía, no estaba precisamente contenta con Fred.

Abrió la puerta y entró. Webster estaba sentado junto a la chimenea, inmerso en la lectura de los folletines de Jim, fumando su pipa, con un vaso de whisky apoyado en el brazo de la butaca y los pies sobre el guardafuegos. Echado en el suelo a su lado, ocupando una gran parte de la habitación, Chaka destrozaba un hueso. Frederick y Sally estaban de pie, uno a cada lado de la mesa; se gritaban y parecían a punto de perder los nervios.

—Buenas noches —dijo Jim, pero nadie le prestó atención. Sacó una botella de cerveza de la despensa y se sentó frente a Webster—. Ya he encontrado a Mackinnon —siguió, mientras se servía la cerveza—. Y sé lo que pretende. También he descubierto lo que quería decir Nellie Budd. Apuesto a que es mucho más de lo que habéis descubierto vosotros, papanatas. Nadie me escucha, ¿no? Supongo que estoy hablando solo. Pues vale.

Bebió un buen trago de su jarra de cerveza y miró la cubierta del folletín de terror que estaba leyendo Webster.

—El tesoro está debajo de la Roca del Esqueleto —dijo en voz alta. Webster alzó la vista—. La banda de Clancy lo puso allí después de atracar el banco. «Dick el tocho» se disfraza y se hace pasar por uno de la banda. Ned el tuerto, el nuevo ladrón, es en realidad él. Aunque se supone que el lector no debe saberlo.

Furioso, Webster arrojó al suelo la revista.

—¿Por qué me lo has contado? —preguntó—. Lo has estropeado todo.

—Tenía que hacerte reaccionar. ¿Qué les ocurre a esos dos?

Webster dirigió una vaga mirada en dirección a Frederick y Sally.

—No lo sé. No escuchaba; estaba disfrutando con «Dick el tocho». ¿Se están peleando o qué?

En ese momento, Frederick dio un puñetazo sobre la mesa.

—Si tuvieras el sentido común de…

—No me hables de sentido común —lo interrumpió Sally, con una mueca de disgusto—. Te dije que no te entrometieras en mi trabajo. Si quieres que trabajemos juntos en un caso…

—¿Queréis cerrar el pico, vosotros dos? —dijo Jim, alzando la voz—. Nunca he oído un jaleo semejante. Sentaos aquí un momento y os contaré noticias frescas.

La hostilidad entre ellos era tan viva que parecían brotar chispas. Les costó un momento decidirse, pero finalmente Frederick le acercó a Sally una silla y tomó asiento en un taburete.

—¿Y bien? —preguntó Sally, después de sentarse.

Jim les relató su encuentro con Isabel Meredith y les leyó en voz alta el texto que había copiado del recorte de periódico.

—En mi opinión —dijo—, Mackinnon le está haciendo chantaje a Bellmann. Vio este recorte de periódico, mezcló la información con el asunto de los estados de trance y le fue con el cuento a Bellmann; y como es natural, Bellmann no se lo tragó. Es así de sencillo. ¿Qué os parece?

—¿Y qué relación existe entre Nellie Budd y Mackinnon? —preguntó Frederick.

—Por todos los demonios, y yo qué sé —dijo Jim—. Puede que los dos pertenezcan al mismo club de magos y espiritistas. O puede que ella forme parte de las artimañas de Bellmann.

—¿Y qué hay de ese asunto de la herencia? Ella te dijo que el padre de Mackinnon era alguien importante, ¿no? —preguntó Sally.

—Exacto.

—Puede que sea verdad. Tal vez Mackinnon es el heredero de algo que Bellmann desea tener.

—Siempre que ese dato sea cierto —dijo Frederick—. Pero por lo menos hemos adelantado algo. ¿Te pareció que Miss Meredith decía la verdad?

—Oh, sí —dijo Jim—. Para empezar, fue ella quien se me acercó. Si quisiera ocultar algo, no tenía por qué haberme llamado. Su única preocupación es proteger a Mackinnon… y estoy convencido de que para eso mentiría, si fuera necesario. Pero juraría que a mí me dijo la verdad.

—Mmmm. —Frederick se rascó la barbilla—. ¿Hacemos las paces, Lockhart?

—De acuerdo —dijo ella a regañadientes—. Pero en cuanto descubras algo, quiero que me avises. Si hubiese sabido que Bellmann iba detrás de Mackinnon, habría tenido una baza más cuando fui a su despacho.

—De todas formas, en mi opinión fue una tontería que te presentaras en su despacho —dijo Frederick—. Entraste allí como un elefante en una cacharrería…

—Nadie te ha preguntado tu opinión —le interrumpió Sally bruscamente—. Ya me has…

—¡Basta ya! —gritó Jim—. ¿Os apetece un poco de queso y encurtidos? ¿Quiere un poco, Mr. Webster? ¿Está bueno tu hueso, chucho?

Jim le acarició las orejas a Chaka, que se puso a golpear el suelo con la cola. Frederick fue a buscar una hogaza de pan y un poco de queso mientras Sally despejaba la mesa, y en unos minutos estaban todos sentados y comiendo. Cuando acabaron, depositaron los platos sucios sobre el banco de madera que había a sus espaldas y Jim sacó sus cartas para jugar una partida de whist por parejas: Sally y Fred contra Webster y Jim. Pronto se estaban riendo como en los viejos tiempos, antes de que Sally se marchara a Cambridge, cuando acababan de hacerse socios, antes de que empezaran las peleas entre Sally y Fred. «Viéndolos ahora —pensó Jim—, se diría que están enamorados, y no que son víctimas de una obsesión tan desgraciada como la de Isabel Meredith. Así debería ser el amor: alegre, apasionado y burlón, un juego inteligente y también un poco peligroso». Sally y Fred eran iguales… en inteligencia y osadía. Si trabajaban juntos, podían conseguir cualquier cosa que se propusieran. ¿Por qué tenían que pelearse?