A la mañana siguiente, antes de que Frederick hubiera tenido ocasión de comentarle la relación de Mackinnon con el caso, Sally llegó a la oficina y se encontró con un cliente esperando.
Por lo menos ella creyó que se trataba de un cliente. Era un hombre de aspecto apacible, de baja estatura, con lentes de montura dorada. Dijo llamarse Windlesham, y esperó pacientemente a que Sally ordenara echarse a Chaka y se quitara el abrigo y el sombrero. Entonces hizo una declaración sorprendente.
—Represento a Mr. Axel Bellmann —dijo—. Creo que el nombre no le resulta desconocido.
Sally se sentó despacio. ¿Qué significaba aquello?
—Mr. Bellmann ha sabido que ha estado usted investigando y haciendo preguntas insistentes y poco amistosas acerca de sus asuntos —siguió el hombre—. Él es un hombre muy ocupado, con numerosas responsabilidades e importantes intereses en sus manos. Estos rumores falsos y sin fundamento que usted pretende esparcir, aunque a la postre tienen escasa importancia, no pueden más que resultarle molestos. Mr. Bellmann desea ahorrarle el mal rato de una comunicación con todas las de la ley y el perjuicio que le causaría una acción legal, y me ha enviado para expresarle su disgusto, en la esperanza de que se lo tome usted en serio y abandone el ridículo camino emprendido, el cual, puede estar segura, no le reportará beneficio alguno.
Dicho esto, entrelazó los dedos y le dirigió una afable sonrisa.
Sally notó que se le aceleraba el pulso. Sólo tenía una respuesta en mente.
—¿Se ha aprendido el discurso de memoria, o lo ha elaborado sobre la marcha?
La sonrisa se borró del rostro de Windlesham.
—Puede que no me haya entendido —dijo—. Mr. Bellmann…
—Lo he entendido perfectamente. Mr. Bellmann está asustado y quiere amedrentarme. Bueno, pues no pienso asustarme, Mr. Windlesham. Tengo mis razones para hacer estas averiguaciones, y seguiré con mis pesquisas hasta que esté satisfecha. ¿Y a qué se refiere exactamente cuando habla de acción legal?
El hombre volvió a sonreír.
—Es usted demasiado inteligente para pretender que responda a su pregunta en estos momentos. Cuando yo comunique su respuesta a Mr. Bellmann, él decidirá si utiliza o no esa arma.
—Dígame —dijo Sally—, ¿cuál es en concreto su función en la empresa de Mr. Bellmann?
La pregunta despertó en el hombre un leve interés.
—Soy el secretario personal de Mr. Bellmann —respondió—. ¿Por qué lo pregunta?
—Pura curiosidad. Bien, me ha sido usted de gran ayuda, Mr. Windlesham. Ahora tengo la certeza de que voy por buen camino. Me pregunto qué habrá puesto tan nervioso a Mr. Bellmann. ¿Puede que sea el Ingrid Lindé?
Fue un disparo a ciegas, pero dio en el blanco. Mr. Windlesham dio una boqueada, y en su entrecejo se dibujó un severo ceño.
—Le aconsejo que tenga mucho cuidado —dijo—. Una persona sin experiencia puede cometer graves errores al interpretar hechos sin importancia. En su lugar, Miss Lockhart, me ceñiría a la asesoría financiera, le aseguro que sí. Y permítame decirle —añadió mientras recogía su bastón y su sombrero y se ponía de pie— que, personalmente, siento una gran admiración por su trabajo. Siempre he sentido un vivo interés y una sincera simpatía por la cuestión femenina. Cíñase a lo que sabe hacer, Miss Lockhart. Le deseo mucho éxito. Pero no permita que su imaginación le juegue malas pasadas.
Levantó su bastón a modo de saludo, y Chaka, al ver el gesto, se puso en pie de un salto y gruñó, pero el hombrecillo ni siquiera parpadeó.
«Bien —pensó Sally en cuanto el hombre se hubo marchado—. Desde luego, tiene valor. ¿Y qué hago yo ahora?».
Lo que hizo fue ponerse el abrigo y el sombrero y salir a la calle. Se dirigía al despacho de Mr. Temple, un abogado amigo suyo.
Mr. Temple era un hombre mayor, de talante irónico, que iba siempre envuelto en una suave fragancia a rapé, galletas y ropa almidonada. Había sido el abogado del padre de Sally, y la asistió legalmente cuando éste fue asesinado seis años atrás. Quedó tan impresionado con los conocimientos de Sally sobre finanzas y el mercado de valores que, sobreponiéndose a sus reservas de caballero chapado a la antigua, le prestó su apoyo primero para establecer una asociación con Webster Garland y, más tarde, para montar su propio negocio.
Sally le puso rápidamente al corriente sobre el caso, y luego le relató la visita que Mr. Windlesham le había hecho esa misma mañana.
—Sally —le dijo Mr. Temple cuando hubo oído su explicación—, tendrás cuidado, ¿verdad?
—Eso es precisamente lo que «él» me dijo. Pensé que usted me diría algo más original.
El abogado sonrió y cerró con suavidad su caja de rapé.
—La fuerza de la ley —dijo— reside justamente en su falta de originalidad, gracias a Dios. Dime qué sabes sobre North Star.
Sally le resumió lo que sabía, que no era mucho. Sin embargo, no mencionó a Nellie Budd; pensó que era poco probable que Mr. Temple hiciera caso de las revelaciones procedentes del mundo de los espíritus. De hecho, ni siquiera estaba segura de creérselas ella misma.
—Ignoro si se trata de manufacturas, minería u otra cosa —concluyó—. Sé que tiene relación con una empresa química, pero no sé más. ¿Por qué piensa que desean mantenerlo en secreto?
—Productos químicos —dijo él pensativo—. Productos apestosos que rezuman porquerías y envenenan las aguas… ¿Sigue fabricando cerillas?
—No. Hubo una investigación oficial en Suecia y la fábrica se cerró; pero resulta que él la había vendido un año atrás así que no se le atribuyeron responsabilidades.
—Pues bien, resulta que hace un día o dos oí mencionar de North Star en otro contexto. Me encontraba en el club, y un hombre hablaba sobre cooperativas, sindicatos y cosas por el estilo. Mencionó una empresa nueva en Lancashire que tenía una organización muy curiosa. Lo cierto es que no me enteré mucho, ni siquiera estaba escuchando; no voy al club para asistir a charlas de sociología, pero lo esencial era que la empresa pretendía organizar la vida de sus trabajadores hasta el último detalle. Como Robert Owen, ya sabes, el control total. A mí me pareció de pésimo gusto. Y el caso es que esa empresa se llamaba North Star.
Sally se levantó.
—¡Al fin! —dijo, con una sonrisa.
—¿Cómo dices?
—Es una pista. ¿Y a qué se dedica la empresa?
—Ah, eso no lo sabía el del club. Tenía la idea de que se trataba de algo relacionado con el ferrocarril. ¿Te apetece un jerez?
Sally aceptó. Mientras Mr. Temple servía el jerez, ella se quedó mirando las danzantes motas de polvo en el rayo de luz que entraba por la ventana. Mr. Temple era un viejo amigo, y Sally había comido muchas veces en su casa, pero todavía no se sentía totalmente cómoda cuando no hablaban de trabajo. Aquellas cosas que para otras jóvenes eran pan comido —como conversar, bailar con elegancia o coquetear con un caballero durante la comida, sin equivocarse de cubiertos—, a Sally todavía le resultaban difíciles y, cuando recordaba pasados fracasos, bastante humillantes. Cuando la sacaban de sus libros de contabilidad y de sus archivos, sólo se sentía realmente cómoda en la compañía amistosa y distendida de los Garland. Bebió a pequeños sorbos el néctar marrón claro y guardó silencio. Mr. Temple, mientras tanto, echaba un vistazo a los papeles que ella le había llevado.
—Nordenfels… —dijo—. ¿Quién es? No es la primera vez que aparece ese nombre.
—Bellmann tenía un socio llamado Nordenfels, un ingeniero. Ayer mismo encontré un artículo en el Diario de la Real Sociedad de Ingenieros donde lo mencionaban. Al parecer, inventó un nuevo tipo de válvula que funcionaba con temperaturas más altas o presiones más altas o algo así. Tengo que estudiarlo en detalle. Pero desapareció —Nordenfels, quiero decir— hace tres o cuatro años. Puede que simplemente rompieran la asociación. Sin embargo, tengo un presentimiento…
—Mmmm. En tu lugar —dijo Mr. Temple—, me dejaría de presentimientos y me ceñiría a los hechos y a los números. Estás a punto de descubrir algo sobre este asunto de la Anglo-Baltic, eso está claro. ¿Has comprobado el seguro del Ingrid Lindé?
—Es esa hoja amarilla. Está correcto. No se trata de un fraude a la compañía de seguros —Pensó un minuto en silencio—. Ese tal Windlesham me amenazó con una acción legal. ¿Puede intentar inhabilitarme?
—Lo dudo mucho. En primer lugar, tendría que demostrar al tribunal que la actividad de que se queja es en sí dañina, lo que tú podrías negar; en segundo lugar, el asunto no se puede solucionar con una indemnización.
—Así que lo de la acción legal es un farol.
—Eso creo. Pero, querida, puede perjudicarte de otras formas, aparte de llevarte ante los tribunales. Por eso te lo l pido de nuevo: ten mucho cuidado.
—De acuerdo. Lo tendré, pero no voy a dejar de investigar este asunto. Está tramando algo «muy feo», Mr. Temple, estoy convencida.
—Puede que tengas razón. Bueno, no quiero entretenerte, pero hay un tal Mr. O’Connor que ha heredado mil libras. ¿Qué te parece si le digo que te haga una visita para que le aconsejes sobre cómo invertir su dinero?
***
En ese mismo instante, en el corazón financiero de la City, el exministro lord Wytham estaba sentado en un pasillo frente a un importante despacho. Tamborileaba con los dedos sobre su sombrero de seda y se levantaba continuamente, cada vez que un empleado salía por una puerta o asomaba por el pasillo.
Mr. Wytham era un hombre guapo, dotado de esa belleza masculina, distinguida y mansa que hoy en día sólo vemos en las fotografías de modelos de mediana edad. Es una belleza que en un rostro de carne y hueso parece debilidad de carácter. La tarde pasada, cuando Frederick lo vio, pensó que estaba tremendamente ansioso, pero ahora esta impresión se intensificaría. De tanto morderse las uñas, tenía las puntas de los dedos en carne viva, y se había arrancado partes del bigote a base de mordisqueárselo; sus grandes ojos negros tenían un ribete rojo de cansancio, y no podía estarse quieto. Cada minuto, aunque no apareciera nadie por el pasillo, se levantaba y se quedaba mirando fijamente el papel pintado de la pared, o por la ventana que daba a Threadneedle Street, o bien se acercaba a observar la escalera de mármol.
Finalmente se abrió la puerta y salió un adjunto.
—Mr. Bellmann le recibirá ahora, milord —dijo.
Mr. Wytham agarró su sombrero de seda, recogió su bastón y siguió al secretario, que le condujo a través de una antesala hasta un amplio y bien provisto despacho. Axel Bellmann, que estaba sentado frente a la mesa de su despacho, se levantó y se acercó a estrecharle la mano.
—Es estupendo que haya venido, Wytham —le dijo, indicándole que tomara asiento en una butaca—. Curiosa velada en casa de Mrs. Harborough, ¿no le parece?
Tenía una voz profunda, casi sin acento, y el cabello grueso y liso. Su rostro no mostraba arrugas. Representaba cualquier edad entre los treinta y los sesenta años. Tenía el mismo acabado de fábrica que su despacho, grande, pesado y suave; pero no era la suavidad de la carne, sino la de una máquina de acero. Sus ojos saltones miraban con desconcertante fijeza, sin revelar estado de ánimo, humor o intención alguna; aunque apenas parpadeaba, su mirada no resultaba mortecina, sino dotada de una intensidad electrificante.
Lord Wytham apartaba la mirada y toqueteaba el ala de su sombrero. El secretario se ofreció a colocarlo en un lugar adecuado y Wytham se lo entregó. Bellmann guardó silencio hasta que el asistente colgó el sombrero de la percha y abandonó la habitación. Entonces se volvió de nuevo a lord Wytham.
—Fue interesante, ¿no cree? —dijo—. Me refiero a la velada en casa de lady Harborough.
—Ah, el tipo que desapareció de repente. Sí, desde luego.
—¿Le gustan los juegos de magia, Wytham?
—No tengo mucha experiencia, la verdad…
—¿En serio? Yo encuentro que es un espectáculo interesante. Tal vez debería haber prestado más atención.
Era un curioso comentario, pero lord Wytham no dio muestras de haberse dado cuenta. Sus ojos, oscuros e inyectados en sangre, iban de un lado a otro de la habitación, como si quisieran evitar mirar a Bellmann a la cara.
—Bien —dijo Bellmann tras unos instantes de silencio—. Se preguntará por qué le he invitado a venir a verme esta mañana. Tengo entendido que ha perdido usted su puesto en el Gobierno.
El rostro de lord Wytham se ensombreció.
—El primer ministro… éste… quería redistribuir las carteras entre… —dijo titubeando.
—Exacto. Lo destituyeron. Y ahora es usted libre para participar activamente en el mundo de los negocios, ¿no es así?
—Perdone, no le entiendo.
—Ahora no hay nada que le impida convertirse en director de una empresa, ¿no?
—Bueno, pues no. Salvo que… no, claro. No entiendo a dónde quiere llegar, Bellmann.
—Es evidente que no. Me explicaré. Conozco en detalle su situación financiera, Wytham. Debido a una combinación de gestión incorrecta, estúpidas inversiones y pésimos consejos, ha acumulado usted una deuda de casi cuatrocientas mil libras. No tiene forma de pagarla, sobre todo ahora que se ha quedado en paro porque está fuera del Gobierno, de modo que está pensando en declararse en bancarrota como única salida. Por supuesto, eso supondría una deshonra en muchos sentidos. Miremos un momento sus propiedades, que consisten únicamente en su casa de Londres y en su finca. Pero, si no me equivoco, las dos están hipotecadas, ¿no es así?
Lord Wytham asintió con la cabeza. ¿Cómo podía conocer tantos detalles? Se sentía demasiado aturdido para protestar.
—Y luego está la propiedad de su hija —dijo Bellmann—. Creo que posee tierras en Cumberland.
—¿Eh? Sí, es cierto. Pero a mí no me sirven. No puedo tocarlas… ya lo he intentado. Están vinculadas, o algo así; proceden de la familia de mi mujer, y las tierras están vinculadas a ella, ya sabe. Minas y otras cosas…
—Grafito.
—Pues sí, maldición. Sé que tiene que ver con los lápices.
—Esas minas tienen el monopolio de un tipo de grafito de gran pureza.
—No me sorprendería. Quien se encarga de este asunto es mi agente en Carlisle desde hace muchos años. Hacen lápices con eso. Pero no da dinero; no, aquí no hay posibilidades…
—Ya veo —dijo Bellmann—. Bien, no hace falta que le pregunte qué piensa hacer, porque es evidente que no tiene la más mínima idea. —Lord Wytham quiso protestar, pero Bellmann alzó la mano y continuó hablando—. Y ésta es la razón por la que le he pedido que viniera a verme. Puedo ofrecerle un puesto de director en una empresa que acabo de poner en marcha. Aunque usted ya no está en el Gobierno, sus contactos en Whitehall me serán de gran utilidad. No le pagaré un sueldo por sus capacidades como director de empresa, porque carece de ellas. El dinero que perciba como director estará relacionado con sus contactos en el Gobierno.
—¿Contactos? —preguntó lord Wytham con voz débil.
—Con los funcionarios de la Junta de Comercio y del Foreign Office[4]. Para ser más exactos, en el tema de licencias de exportación. Usted conoce seguramente a los caballeros que se ocupan de ese tema, ¿no?
—Oh, sí. Por supuesto. Los secretarios permanentes y demás. Pero…
—No le pido que ejerza su influencia, porque sería incapaz de hacerlo. Usted me proporciona los contactos y yo me encargo de las influencias. Esto zanja el asunto de su sueldo. Queda el problema de las deudas. Me temo que no podría pagarlas con el sueldo de un director de empresa. Existe una solución, sin embargo. Deseo casarme con su hija.
La afirmación fue tan sorprendente que lord Wytham creyó haber entendido mal y se limitó a parpadear. Bellmann siguió hablando:
—Llevo algún tiempo pensando en elegir una esposa. He conocido a su hija y creo que me servirá. ¿Qué edad tiene?
Lord Wytham tragó saliva. Esto era indignante, era una locura. ¡Maldito individuo! ¿Cómo se atrevía? Entonces volvió a pensar en la catástrofe que se le venía encima, en la inmensa ola que estaba a punto de engullirle, y se reclinó en el respaldo de la silla, sintiéndose impotente.
—Diecisiete años. Mr. Bellmann, usted conoce mi situación… Yo…
—La conozco tanto como usted. Probablemente mejor, puesto que usted es un incompetente en temas de dinero, y yo no. Tiene un mes para encontrar trescientas noventa mil libras. Y no las encontrará. No puedo imaginarme lo que hará. Ya no tiene usted crédito en ningún banco.
—Yo… Mary es… Por favor, Mr. Bellmann, si pudiera encontrar usted una manera de…
Se calló, porque realmente no tenía ni idea de cómo continuar. Bellmann seguía en su asiento, inmóvil, contemplándolo con ojos grandes e hipnóticos.
—Ya ha entendido lo que quería decirle. Su hija, lady Mary, me conviene como esposa. Cuando nos casemos, le pagaré a usted cuatrocientas mil libras. Trescientas noventa mil serán para cubrir su deuda, y las diez mil restantes serán por los gastos que le supondrá la organización de la boda. Creo que está todo claro.
Lord Wytham se quedó sin aliento. Nunca en su vida, desde que se cayó del caballo en una cacería y quedó inconsciente, se había sentido tan aturdido. Ahora tenía idéntica sensación. Era como chocar de pronto con algo mucho más grande y poderoso que él. Era una sensación físicamente dolorosa.
—Lo ha… expresado usted brillantemente. Una propuesta interesante, desde luego. Lo consultaré con mi abogado. Yo…
—¿Su abogado? ¿Para qué?
—Bueno, éste es un asunto familiar… Mi abogado debería estudiar la propuesta… Entiéndalo.
Lord Wytham estaba empezando a rehacerse. Era realmente como una caída: uno se quedaba aturdido y luego recuperaba el sentido. Ahora entendía que si Bellmann estaba dispuesto a pagarle cuatrocientas mil libras, seguramente podría sacarle más.
—Ya entiendo —dijo Bellmann—. Usted quiere más dinero, y piensa que su abogado obtendría más que usted. Sin duda está en lo cierto. ¿En qué cantidad estaba pensando?
Una nueva caída. Bellmann era demasiado fuerte, demasiado rápido; no era justo, pensó lord Wytham… ¿Y qué tenía que decir ahora? Si se retraía, daba muestras de debilidad; si pedía poco, perdería una fortuna; si pedía demasiado, podía perderlo todo. Su mente se lanzó a trabajar a toda velocidad; parecía una rata corriendo a lo largo de una hilera de cifras que acababan en un montón de ceros.
—Es necesario que… me proteja —dijo con cautela—. Está la finca, y la casa de Cavendish Square. El dinero que cuesta… Sin capital, yo…
Bellmann guardaba silencio. No le iba a ayudar. Lord Wytham inspiró profundamente.
—Doscientas cincuenta mil libras más —dijo. Era la mitad de lo que le hubiera gustado pedir.
—Muy bien —dijo Bellmann—. Me parece razonable. Estamos de acuerdo entonces en que la mano de su hija vale seiscientas cincuenta mi) libras. En cuanto se anuncie nuestro compromiso, le pagaré cincuenta mil libras. Con esto podrá hacer frente a las deudas más apremiantes, y servirá como paga y señal del resto. Lo que quedará de la primera cifra que hemos acordado, es decir, trescientas cincuenta mil libras, se lo pagaré el día de la boda, la cantidad extra, las doscientas cincuenta mil, se la pagaré a la mañana siguiente, siempre que el estado de lady Mary me haya parecido satisfactorio. ¿He hablado con suficiente claridad?
Éste fue el golpe más bajo, la peor caída; el caballo le había pisoteado hasta hundirle en la tierra. Bellmann daba a entender que si lady Mary no fuera virgen, no habría dinero extra. Lord Wytham sintió náuseas, y se puso a gemir; eso era demasiado cruel, humillante, era una vergüenza… ¿Cómo podía la gente actuar así? Se sentía hundido, confuso… No podía pensar con claridad.
—Supongo que deseará hablar con mi hija —dijo con un hilo de voz.
—Por supuesto.
—Y en caso… en caso de que ella…
—¿Quiere decir si me rechaza? —preguntó Bellmann.
Lord Wytham asintió con la cabeza, incapaz de hablar.
—Si ella rechaza mi oferta de matrimonio, respetaré sus deseos, desde luego. La decisión debe ser únicamente suya. ¿Está usted de acuerdo?
—Oh, desde luego.
La voz de lord Wytham era apenas audible. Entendía perfectamente lo que eso significaba.
—Entonces, con su permiso, me presentaré en Cavendish Square el viernes por la mañana para hacerle mi propuesta a lady Mary. Hoy es martes. Quedan tres días.
Lord Wytham tragó saliva. Dos lágrimas relucían en sus largas pestañas.
—Sí —dijo con voz ronca—. Está bien.
—Entonces de acuerdo. Y ahora hablemos de negocios. Redactaremos su contrato como director dentro de un día o dos, pero mientras unto le hablaré brevemente de la empresa para la que trabajará. Creo que la encontrará interesante. Se llama North Star, Sociedad limitada.
Bellmann se inclinó para sacar unos papeles del cajón, y lord Wytham, aprovechando que no le miraba, se secó las lágrimas con la mano. Su destitución del cargo en el Gobierno había sido dolorosa, pero estos veinte minutos con Bellmann lo habían transportado más allá del dolor, a un lugar que nunca había soñado que existiera, donde valores como la dignidad, la decencia y la honestidad eran pisoteados y arrastrados por el fango. Nunca hubiera imaginado que sería capaz de vender a su propia hija y, lo más grave, que la vendería a un precio mucho más bajo (la idea le produjo un nauseabundo sentimiento de culpabilidad) del que podía haber pedido. ¿Y si hubiese pedido un millón de libras?
Pero no lo habría logrado. Bellmann lo sabía todo, y él no conseguiría engañarle. Lord Wytham se sentía como si hubiera vendido su alma al diablo y descubrió (tenía toda la eternidad para meditarlo) que sólo había obtenido a cambio un puñado de cenizas.
Bellmann extendió unos papeles sobre la mesa. Lord Wytham intentó tranquilizarse. Su rostro de hombre guapo y de poco carácter adoptó un aire de fingido interés. Se inclinó hacia delante y procuró atender a las explicaciones de Bellmann.