Lady Mary

Frederick fue incapaz de contenerse y soltó una carcajada retumbante.

—¿Y bien? ¿Qué ocurre? —preguntó Webster, sentado frente al tablero de la cocina.

Era la mañana siguiente a la sesión de espiritismo. Fred le había entregado media guinea a un exultante Jim, y ahora estaba ampliando la fotografía de Nellie Budd.

—Tiene cuatro manos —dijo Frederick—; Además, la foto está muy bien de luz.

—No te puedes fiar —comentó su tío—. Es mejor trabajar con magnesio, créeme. —Se secó las manos y se acercó para mirar de cerca la fotografía que sostenía Frederick—. ¡Válgame Dios! Está haciendo unas cuantas trampas, ¿no?

La médium había sido atrapada en plena faena. Con una mano levantaba el borde de la mesa y con la otra estiraba una cuerda o un cordel que iba cogido a la cortina. Junto a ella, la mano de Jim se agarraba a lo que parecía un guante relleno.

—Ahora parece una tontería —dijo Frederick—, pero la mano que yo agarraba me parecía totalmente real. Mira la cara de Jim…

El rostro de Jim, habitualmente risueño, tenía en la foto una expresión extraña, entre el temor reverencial y la alarma de quien está a punto de perder los pantalones. Webster se rio.

—Esto ya vale tu media guinea —dijo—. ¿Y ahora qué pensáis a hacer con esto? ¿Descubrir el pastel y dejar a la pobre mujer sin trabajo?

—Oh, no —dijo Frederick—. Me resulta demasiado simpática para hacerle esta jugada. Si los miembros de la Asociación Espiritista del Distrito de Streatham son tan estúpidos como para creérselo, Nellie Budd tiene mi bendición. Creo que haré unas copias y las venderé. Las llamaré «Recelo o Jim y los espíritus». No, la foto será mi tarjeta de presentación cuando vaya a ver a Nellie Budd.

La intención de Frederick era visitar a Nellie esa misma tarde, pero a media mañana, un nuevo suceso cambió sus planes. Y es que apareció Mackinnon, envuelto en una amplia capa y tocado de un sombrero de ala ancha para no ser reconocido, aunque de hecho llamaba más la atención con su extraño atuendo que si se hubiera presentado con un regimiento de caballería.

Webster se encontraba trabajando en su estudio y Jim estaba ausente, de modo que el único que lo vio en el cuarto que había detrás de la tienda fue Frederick.

—Necesito su ayuda —se apresuró a decirle Mackinnon en cuanto tomaron asiento—. Esta tarde tengo un compromiso privado y quiero que usted me acompañe. Ya sabe, por si acaso el individuo…

—¿Un compromiso privado?

—Una fiesta con fines benéficos en casa de lady Harborough. Asistirán un centenar de personas. La entrada cuesta cinco guineas, y lo que se recauda se destina a un hospital. Yo actúo sin cobrar, por supuesto. Sólo percibo una cantidad simbólica por los gastos.

—¿Y qué quiere que haga yo? Ya le he dicho que no me dedico a la seguridad personal. Si lo que necesita es un guardaespaldas…

—No, nada de guardaespaldas. Pero me sentiría más seguro si alguien estuviera al tanto, sólo eso. Si el hombre se me acercara, usted podría entablar conversación con él. Para distraer su atención, ¿entiende?

—Ni siquiera sé qué aspecto tiene. Mr. Mackinnon, se está mostrando usted condenadamente inconcreto. Cree que un hombre le persigue porque usted ha tenido una visión en la que él asesinaba a alguien, pero usted no sabe a quién, ni dónde ni cuándo, y no sabe tampoco cómo se llama ese hombre ni sabe…

—Le estoy contratando para que lo averigüe —dijo Mackinnon—. Y si no es capaz de hacerlo, le agradeceré que me recomiende un detective que pueda encargarse de ello.

Envuelto en aquella capa y con aquel estrafalario sombrero, Mackinnon tenía un aspecto severo y autoritario, y un tanto ridículo. Frederick soltó una carcajada.

—Muy bien, ya que lo presenta así, le acompañaré. Pero recuerde que no soy su guardaespaldas. Si ese tipo intenta atravesarle con una espada, yo me limitaré a silbar y a mirar por la ventana. Ya he tenido bastantes encontronazos en mi vida.

Diciendo esto, se frotó la nariz, rota durante una pelea seis años atrás en un solitario muelle de Wapping. Y había tenido suerte de poder contarlo.

—Entonces, ¿vendrá usted? —preguntó Mackinnon.

—Sí, pero dígame lo que quiere que haga. ¿Seré su ayudante o algo así?

La expresión de Mackinnon reveló bien a las claras que no le gustaba la idea. Le tendió a Fred una tarjeta de invitación.

—Enseñe esto en la puerta, pague sus cinco guineas y podrá entrar como invitado —le dijo—. De etiqueta, por supuesto limítese a… mirar. Observe a los asistentes. Permanezca en un sitio donde yo le pueda ver fácilmente. Encontraré el modo de hacerle saber que el individuo está presente… si es que está. Ignoro si piensa asistir. Y si lo ve, descubra cómo se llama. Bueno, ya sabe lo que tiene que hacer.

—Parece sencillo —dijo Frederick—. Sólo hay un fallo en el plan, y es que serán sus cinco guineas y no las mías las que pagaré.

—Por supuesto —dijo Mackinnon con irritación—. Eso está hecho. Entonces estará usted allí. Me pongo en sus manos.

Si nos llegáramos a Burton Street para hacernos un retrato, lo más probable es que nos atendiera un fotógrafo joven, moreno y de complexión robusta que responde al nombre de Charles Bertram, muy apreciado por Webster Garland. Como era un fotógrafo imaginativo y habilidoso, sus retratos poseían un aire de realismo y de movimiento. Al igual que Sally, Charles Bertram tenía razones para apreciar el talante desenfadado y bohemio de los Garland. Su padre era un barón, y él tenía el título de Honorable. Si no hubiese conocido a Webster, se habría quedado en un aristócrata aficionado a la fotografía. Sin embargo, entre los técnicos y los artistas, lo único que cuenta es la capacidad de hacer las cosas bien, algo que a Charles Bertram le sobraba. Y así fue como ocupó su lugar junto a Jim el tramoyista, Frederick el detective, Webster el genio y, de vez en cuando, Sally la asesora financiera.

Por supuesto, Charles no se limitaba a aprender a tomar fotografías. Hacer retratos a dos chelines y seis peniques no era un objetivo que mereciera mucho esfuerzo. En realidad, Charles y Webster trabajaban en un proyecto mucho más ambicioso: nada menos que captar el movimiento en placas fotográficas. Con el dinero que Charles había invertido, se estaban construyendo un estudio más amplio en el patio trasero, en previsión de que en el futuro necesitarían más espacio para sus experimentos. Mientras tanto, Charles les echaba una mano en lo que hiciera falta, y esta mañana su tarea consistía en colocar una nueva lente en la cámara principal del estudio.

Frederick estaba en la cocina, emborronando un papel con las ideas que se le ocurrían acerca de Mackinnon y Nellie Budd, y preguntándose si Jim estaría en lo cierto al decir que los dos casos estaban relacionados. De repente, Charles asomó la cabeza y saludó:

—¿Fred?

—Hola, Charlie —dijo Frederick—. ¿Sabes algo de espiritismo?

—Ni una palabra, por suerte. Escucha, ¿me echas una mano con la nueva Voigtländer? Necesito que alguien se ponga…

—Ahora mismo. Y luego tal vez puedas ayudarme —dijo Frederick, y acompañó a Charles al cuarto abarrotado y lleno de gruesos cortinajes que utilizaban como estudio.

Cuando Charles terminó su tarea, Frederick le explicó el trabajo que debía realizar esa noche para Mackinnon.

—Parece un sujeto traicionero —dijo Charles—. Le vi actuar hace una o dos semanas, en el Britannia. Jim me aconsejó que fuera. Es tremendamente habilidoso… ¿Y dices que alguien lo persigue?

—Eso asegura él.

—Es Mefistófeles. Mackinnon le vendió su alma y ahora el diablo se la reclama.

—No me extrañaría en absoluto. Pero mira, Charles, tú conoces a toda esa gente: lord tal, la condesa de cual… ¿No podrías acompañarme y decirme quiénes son? En unas carreras de caballos o en un fumadero de opio no tengo ningún problema, pero las clases altas británicas son un libro cerrado para mí. ¿Tienes algún compromiso esta noche?

—No. Estaré encantado de ir. ¿Crees que será un lugar peligroso? ¿Debería llevar la pistola?

Frederick soltó una carcajada.

—Tú conoces las costumbres de tu gente, muchacho —dijo—. Si eso es lo que se lleva en una fiesta benéfica, mejor que vayas preparado. Pero si los invitados empiezan a arrojarse los trastos a la cabeza, yo me escabulliré rápidamente. Ya se lo he advertido a Mackinnon.

Cuando llegaron, la mansión de lady Harborough, en Berkeley Square, ya estaba abarrotada. Le enseñaron su invitación a un lacayo, pagaron sus entradas y se vieron conducidos a un salón excesivamente caldeado donde las luces de las lámparas de gas y de las arañas arrancaban destellos a las joyas de las mujeres y hacían brillar los botones de las pecheras. Una puerta de doble hoja se abría a la sala de baile, donde el clamor de voces aristocráticas dejaba oír apenas los discretos valses que interpretaba la orquesta, oculta tras macetones de palmeras.

Charles y Frederick se quedaron a la entrada de la sala y tomaron las copas de champán que les ofreció un camarero.

—¿Dónde está lady Harborough? —le preguntó Frederick a Charles—. Imagino que debería saber quién es.

—Es esa arpía con impertinentes[3] —dijo Charles—. La que está junto a la chimenea, charlando con lady Wytham. Me pregunto si habrá venido su hija. Es una belleza.

—¿La hija de quién?

—De Wytham. Allí está él, hablando con sir Ashley Hayward, el de las carreras de caballos.

—Ah, sí. A sir Hayward lo conozco. De vista, quiero decir. El año pasado gané diez libras apostando a su caballo Grandee. Vaya, ¿así que éste es lord Wytham, el ministro del Gobierno?

Lord Wytham era un caballero alto y de pelo canoso que miraba nervioso a su alrededor; sus ojos se movían de un lado a otro, se mordía el labio inferior y, de vez en cuando, se llevaba la mano a la boca y se mordisqueaba el dedo como un perro hambriento.

Sentada cerca de lady Harborough, en silencio, había una joven. Según le dijo Charles a Frederick, era lady Mary Wytham. Frente a ella, un grupo de jóvenes caballeros charlaba animadamente. De vez en cuando, la joven esbozaba una educada sonrisa, pero la mayor parte del tiempo permanecía con la mirada baja y las manos unidas sobre el regazo. Tal como había dicho Charles, era tan hermosa que quitaba el aliento. Una vez recobrado de la primera impresión, Frederick decidió que «hermosa» no era la palabra adecuada. Era una muchacha tan sorprendentemente encantadora, y poseía tal gracia y timidez, y un cutis de tan delicado color, que Frederick deseó ir en busca de su cámara, pero estaba claro que le sería imposible captar el rubor de sus mejillas, la elegancia animal de su cuello o la suave línea de sus hombros.

Bueno, tal vez Webster podría hacerlo. O Charles.

Desde luego, debía de ser una extraña familia, ya que tanto el padre como la madre parecían compartir la misma silenciosa desesperación. Lady Wytham también tenía un aire de animal acorralado; era atractiva, aunque sin poseer la belleza de su hija, pero sus ojos oscuros ostentaban la misma mirada trágica y preocupada.

—Háblame de Wytham —le pidió a Charles.

—Bien, pues es el séptimo conde, ocupa un sillón en el Parlamento por algún lugar cerca de Escocia, es presidente de la Junta de Comercio, o por lo menos lo era, aunque creo que Disraeli lo ha sacado del Gobierno. Lady Mary es su única hija. No sé gran cosa de la familia de su mujer. De hecho, eso es todo lo que sé. No es el único político que hay aquí… Mira, también está Hartington…

Charles mencionó media docena más de nombres. Frederick imaginó que cualquiera de ellos podía ser el perseguidor de Mackinnon, pero su mirada volvía una y otra vez a posarse en la inmóvil y esbelta figura de Miss Wytham en el sofá, con su elegante vestido blanco.

Tuvieron ocasión de tomar otra copa de champán antes de que se anunciara el principal espectáculo de la noche. A través de la puerta de doble hoja de la sala de baile se divisaba una hilera de sillas y algunas butacas dispuestas en semicírculo frente a un pequeño escenario con una cortina de terciopelo rojo al fondo y una serie de palmeras enanas y helechos en primer plano.

La orquesta se dispersó. Un pianista aguardaba junto al piano colocado frente al escenario, a un nivel inferior. El público tardó unos minutos en tomar asiento. Frederick buscó para él y para Charles un lugar lo suficientemente cerca del escenario como para que Mackinnon les viera claramente, y con fácil acceso a la salida por si tenían que escabullirse. Cuando le explicó sus razones a Charles, éste se rio.

—Suena como una de las fantásticas historias de Jim. No me extrañaría que apareciera de repente «Jack pies-en-polvorosa», o que «Dick el tocho» se presentara para desvalijamos. ¿Qué esperas que ocurra, exactamente?

—No tengo la más remota idea —respondió Frederick—. Tampoco lo sabe Mackinnon, y ése es precisamente el problema. Mira, ahí está nuestra anfitriona.

Lady Harborough, informada de que la mayoría de sus invitados habían tomado asiento, pronunciaba desde el escenario un breve discurso en el que describía las labores que llevaba a cabo su fundación de ayuda al hospital, que consistían sobre todo en rescatar de la pobreza a las madres solteras para someterlas a la esclavitud, con el inconveniente añadido de tener que oír cada día a un predicador religioso.

No fue un discurso largo, sin embargo. Una mano amiga ayudó a lady Harborough a descender del escenario y el pianista se sentó, abrió su partitura y se dispuso a interpretar una siniestra serie de arpegios con las notas más graves. Luego se abrió la cortina y Mackinnon hizo su aparición.

Estaba muy cambiado. Aunque Jim le había hablado de la transformación que sufría Mackinnon, Frederick en realidad no le había creído. Ahora pestañeaba estupefacto al comprobar que aquel hombre tímido y huidizo se hallaba investido de poder y autoridad. Se había pintado la cara de blanco, un maquillaje estrafalario a primera vista, pero muy efectivo, ya que le permitía mostrarse a un tiempo siniestro como una calavera, cómico como un bufón o enternecedor como un pierrot.

El disfraz formaba parte esencial del espectáculo. Mackinnon no se limitaba a hacer trucos de magia. Cierto que convertía flores en peceras, sacaba cartas de la nada y hacía desaparecer candelabros de sólida plata, como los magos normales y corrientes. Pero en su caso los trucos de magia eran solamente un medio para un fin: la creación de un mundo donde nada estaba prefijado, donde todo podía cambiar, donde las identidades se mezclaban y se disolvían y conceptos como blando y duro, arriba y abajo o alegría y tristeza podían convertirse en su opuesto y dejar de tener sentido en un abrir y cerrar de ojos; un mundo donde la única guía útil era la sospecha y el único tema constante la desconfianza.

Se trataba de un mundo un tanto diabólico, pensó Frederick. En la actuación de Mackinnon no había placer, no era un juego inocente. Por absurda que le pareciera la idea (¿se estaría volviendo supersticioso ahora?), por ridícula que fuera a la luz del día, no pudo evitar pensarla: Mackinnon convocaba a las sombras.

En un momento dado, el mago necesitó que alguien de entre el público le prestara un reloj. Así lo anunció, y su oscura mirada se clavó en Frederick con un brillo especial. Éste entendió el mensaje al vuelo, se desenganchó el reloj de bolsillo del chaleco y se lo mostró alzando la mano. Había otras manos levantadas, pero Mackinnon bajó con agilidad del escenario y se llegó en un momento hasta Frederick.

—Muchas gracias, señor —dijo en voz alta—. He aquí un caballero que tiene fe en la benevolencia del mundo de la magia. ¿Acaso puede saber qué terribles transformaciones aguardan a su reloj? ¡No! Puede que vuelva a sus manos convertido en un crisantemo, o incluso en un arenque ahumado. ¿Y por qué no en un batiburrillo de muelles y ruedecillas? ¡Cosas más extrañas se han visto!

Apenas había pronunciado estas palabras cuando Frederick oyó que le susurraba:

—Junto a la puerta. Acaba de entrar.

Al instante, Mackinnon volvió al escenario y, con gran alarde de movimientos y mucha palabrería, se dispuso a envolver el reloj en un pañuelo de seda. Sin embargo, a Frederick le pareció detectar un timbre de histeria en su voz, ¿o eran imaginaciones suyas? Se le antojaba que hablaba más rápido, y que sus gestos eran exagerados, incluso descontrolados… En cuanto tuvo ocasión, Frederick se volvió con disimulo hacia el lugar que Mackinnon le había señalado.

Cerca de la puerta de doble hoja estaba sentado un hombre alto y robusto, con el pelo rubio y liso. Tenía los ojos bastante separados y miraba impasible el escenario, con un brazo echado sobre el respaldo de la silla de al lado. Parecía atento, como si se tomara el espectáculo muy en serio. Iba impecablemente vestido, pero tenía un aire brutal. «No», se dijo Frederick, la brutalidad implicaba algo animal, y ese individuo parecía más bien maquinal.

Bueno, ¿qué tonterías se le ocurría pensar?

Se dio cuenta de que lo miraba con demasiado descaro, y volvió su atención al escenario. Mackinnon estaba llevando a cabo un complicado juego de magia con el reloj, pero su cabeza estaba en otra parte. Frederick vio que la mano con la que pasaba el pañuelo de un lado a otro de la mesa le temblaba. También se dio cuenta de que no paraba de mirar al hombre que estaba junto a la puerta.

Como buscando una postura más cómoda, Frederick cruzó las piernas y se sentó de lado en la silla, lo que le permitía tener tanto a Mackinnon como al hombre de la puerta en su campo de visión. Fue entonces cuando vio que el caballero le hacía discretamente una seña a un criado. Éste se inclinó y el invitado dirigió la vista a Mackinnon, como si comentara algo acerca de él. Era evidente que el mago también se había dado cuenta de la operación; cuando el criado abandonó la sala, se alteró visiblemente. A Frederick le pareció que sólo tres personas importaban en toda la sala de baile: el hombre rubio, Mackinnon y él mismo, que observaba la extraña lucha entre los dos.

En este punto, el público ya era consciente de que algo iba mal. Mackinnon tenía muy mala cara y parecía haberse quedado mudo, y el pañuelo colgaba sin gracia de su mano. De repente, dejó caer el pañuelo al suelo y dio unos pasos hacia atrás.

La música se detuvo. El pianista miraba el escenario, sin saber qué hacer. Se hizo un tenso silencio. Mackinnon, agarrado a la cortina, consiguió balbucir.

—Lamento profundamente… indispuesto… abandonar el escenario.

Con un gesto, corrió la cortina a un lado y desapareció detrás de ella.

El público era demasiado educado para reaccionar con alboroto, aunque desde luego se elevó un murmullo de comentarios. El pianista hizo uso de su libre albedrío para interpretar un vals o alguna pieza suave, y lady Harborough se levantó de su asiento en la primera fila para iniciar una susurrante conversación con un caballero mayor, seguramente su marido.

Frederick tamborileó con los dedos en el brazo de su asiento y tomó una decisión.

—Charlie —dijo en voz baja—. Fíjate en ese tipo fornido que está junto a la puerta, el de pelo rubio. Averigua quién es, ¿quieres? Su nombre, a qué se dedica, su dirección, todo lo que puedas.

Charles asintió con la cabeza.

—¿Pero qué estás pensando…?

—Voy a hacer de detective —dijo Frederick.

Se levantó de su asiento y se encaminó hacia lady Harborough, que se encontraba de pie junto al piano, en compañía del hombre mayor, y parecía que estaba a punto de llamar a un criado. El resto de los invitados —casi todos— miraban educadamente a otro lado y charlaban como si nada hubiera ocurrido.

—Milady —dijo Frederick—, no quisiera interrumpir, pero soy médico, y si Mr. Mackinnon se encuentra indispuesto, tal vez podría hacerle un reconocimiento.

—¡Oh! ¡Qué alivio! —dijo ella—. Estaba a punto de enviar a alguien en busca de un médico. El criado le acompañará, doctor…

—Garland —dijo Frederick.

Un lacayo muy envarado, con el cabello espolvoreado de blanco y unas gruesas pantorrillas que amenazaban con hacer estallar sus blancas medias, parpadeó impasible y le hizo un ademán de asentimiento. Mientras Frederick seguía los pasos del criado, oyó a sus espaldas a lady Harborough ordenando que trajeran a la orquesta, y también vio por el rabillo del ojo a Charles Bertram conversando con uno de los invitados.

El lacayo guio a Frederick a través del vestíbulo y a lo largo de un pasillo hasta una puerta junto a la biblioteca.

—Ésta es la habitación que Mr. Mackinnon ha usado para cambiarse de ropa, señor —le dijo.

Golpeó la puerta con los nudillos, pero no hubo respuesta.

Frederick hizo al criado a un lado y abrió. La habitación estaba vacía.

—¿No había un lacayo en el vestíbulo? —preguntó Frederick.

—Sí, señor.

—¿Le importa preguntarle si ha visto a Mr. Mackinnon salir de la sala de baile?

—Desde luego que no, señor. Pero, si me permite decirlo, no creo que haya salido por allí. Desde la parte de atrás del escenario, lo más probable es que haya atravesado el salón.

—Sí, ya entiendo. Pero en el caso de que necesitara salir al exterior para respirar aire fresco, habría pasado por el recibidor, ¿no es así?

—Diría que así es, señor, efectivamente. ¿Quiere que vaya a preguntar?

—Sí, por favor.

Cuando el lacayo se marchó, Frederick se apresuró a echar un vistazo a la habitación, una especie de saloncito; había una lámpara de gas encendida sobre la mesa, y la capa y el sombrero de Mackinnon reposaban sobre una silla frente a la chimenea. Encima de la mesa se veía una caja de mimbre abierta, un tarro de maquillaje y un espejo de mano…, pero ni rastro de Mackinnon.

Pasados un par de minutos, el lacayo llamó con los nudillos a la puerta.

—Parece ser que tenía usted razón, señor —dijo—. Mr. Mackinnon se dirigió a la puerta principal y salió al exterior.

—Supongo que volverá en cuanto se encuentre mejor —dijo Frederick—. Bien, aquí no hay nada más que hacer. ¿Puede mostrarme cómo volver a la sala de baile?

Mientras los criados se ocupaban de llevarse las sillas de la sala de baile, la orquesta volvía a su puesto sobre el escenario y los camareros se paseaban por entre los invitados con copas de champán; era como si hubieran dado un salto atrás en el tiempo y Mackinnon todavía no hubiera empezado su actuación.

Frederick buscó con la mirada al hombre del pelo rubio, pero no lo encontró. Tampoco Charles aparecía por ningún lado. Tomó una copa del camarero más cercano y se paseó por la sala observando las caras de los invitados. «Parecen un hatajo de aburridos; son tan formales e insípidos, y se sienten tan superiores…», pensó. Se preguntó qué hora sería, y recordó que su reloj estaba en poder de Mackinnon. Si es que seguía siendo un reloj, y no un conejo o un palo de criquet, se dijo con desgana.

Entonces vio a lady Mary Wytham y se detuvo a contemplarla. Estaba sentada cerca del piano, y su madre se encontraba junto a ella. Las dos sonreían educadamente a alguien que Frederick no podía distinguir porque una palmera se interponía en su campo de visión. Se movió hacia un lado y volvió a mirar con disimulo, y entonces vio al hombre del pelo rubio.

Estaba sentado de espaldas a Frederick, de cara a ellas, y charlaba animadamente. Frederick no podía oírlo con claridad, pero no se atrevía a acercarse más; ya se estaba arriesgando demasiado. Simulando que prestaba atención a la música, se dedicó a observar a lady Mary con atención. Su mirada tenía el mismo velo de preocupación que Frederick le viera anteriormente, y no decía una palabra; cuando la conversación requería un comentario, era su madre quien hablaba. Lady Mary parecía atender por obligación, y de vez en cuando lanzaba una mirada en derredor, para volver a fijar la atención en su interlocutor. Frederick se preguntó qué edad tendría; en algunos momentos no parecía tener más de quince años.

Entonces el hombre rubio se puso en pie, saludó a las mujeres con una inclinación de cabeza, tomó la mano que lady Mary le tendió vacilante y la besó. Ella se ruborizó, y sonrió educadamente cuando el caballero dio media vuelta y se marchó.

Cuando el hombre pasó junto a él, Frederick lo observó con disimulo. La impresión que recibió fue que se trataba de un individuo de pelo rubio y ojos saltones de un gris azulado, un hombre dueño de una considerable fuerza física y de un poder tan tenaz e imparable como el de una inmensa masa de agua, capaz de derribar cualquier dique de contención.

El hombre se marchó inmediatamente. Frederick pensó en seguirlo, pero desechó al instante la idea; seguro que tenía un carruaje esperándole y se perdería de vista antes de que él pudiera encontrar un coche. Además, en ese momento apareció Charles Bertram.

—¿Has encontrado a Mackinnon? —preguntó Charles.

—No. Se ha desvanecido en el aire —dijo Frederick—. Ya aparecerá. Más le vale, maldita sea; quiero recuperar mi reloj.

¿Has visto al tipo de pelo rubio? Hace un momento estaba flirteando con lady Mary Wytham.

—¿De verdad? Qué interesante —dijo Charles—. Acabo de enterarme de algunos rumores que corren sobre Wytham; parece ser que está al borde de la bancarrota. Claro que no sé si es verdad. Y el individuo del pelo rubio es un empresario que tiene importantes negocios relacionados con minas, vías férreas y cerillas. Es sueco. Se llama Bellmann.