Era tarde y la City estaba silenciosa y oscura, pero en el despacho de S. Lockhart, asesora financiera, aún había actividad. En el hogar ardían todavía algunas brasas, y la alfombra estaba sembrada de papeles, algunos arrugados en forma de bola y desperdigados alrededor de la papelera, otros apilados en montoncitos según un complicado sistema. Sally estaba sentada a la mesa, con tijeras y pegamento a un lado y una desordenada mezcla de periódicos, cartas, certificados y archivos al otro. Sobre el secante reposaba un atlas abierto por la página de los países bálticos.
Chaka estaba tendido en su sitio habitual frente a la chimenea, con la cabezota inclinada a un lado. Soñaba, y de vez en cuando sacudía nervioso las patas delanteras.
A Sally le molestaba el cabello, que continuamente se le venía sobre la cara, y le dolían los ojos de tanto forzar la vista. Por enésima vez, alzó la cabeza con impaciencia para calcular la distancia entre la mesa y la lámpara de gas. Se preguntó de nuevo si merecía la pena empujar la mesa hacia la lámpara, a costa de desorganizar los papeles apilados en el suelo, y de nuevo decidió que no y volvió su atención al atlas. Lo estaba examinando con ayuda de una lente de aumento.
De repente, el perro se sentó sobre los cuartos traseros y gruñó.
—¿Qué ocurre, Chaka? —preguntó Sally con voz queda, y escuchó.
Al cabo de un momento, alguien llamó a la puerta de la calle, y Sally se levantó, prendió una vela en la lámpara de gas y la colocó en un farol para protegerla de las corrientes de aire.
—Vamos, muchacho —dijo, tomando las llaves que había sobre la mesa—. Veamos quién es.
El perrazo se levantó, dio un tremendo bostezo y se estiró. Luego trotó detrás de su ama por dos tramos de escaleras. La luz de la vela que sostenía Sally era la única en el edificio, y todo se veía oscuro y amenazador alrededor. Pero Sally no sentía ningún temor; estaba acostumbrada. Abrió la puerta de la calle y contempló con frialdad a la persona que estaba en el umbral.
—¿Y bien? —dijo.
—¿Quieres que te lo explique todo aquí en la puerta de entrada, o me invitas a pasar? —preguntó Frederick Garland.
Sally se apartó sin decir palabra. Cuando Frederick entró y empezó a subir las escaleras, Chaka gruñó, y Sally le puso la mano en el collar. Nadie rompió el silencio.
En el despacho, Frederick arrojó al suelo su abrigo y su sombrero y depositó con cuidado la cámara al lado de las prendas. Luego acercó una silla a la chimenea, y el perro volvió a gruñir.
—Dile a esta bestia que soy un amigo —dijo Frederick.
Sally no tomó asiento. Acarició la cabezota del perro, que se sentó vigilante junto a su ama.
—Estoy ocupada —dijo Sally—. ¿Qué te trae por aquí?
—¿Qué sabes de espiritismo?
—Por Dios, Fred —contestó ella con exasperación—. ¿A qué estás jugando? Tengo cosas que hacer.
—¿Conoces a un hombre llamado Mackinnon, un mago?
—Nunca he oído hablar de él.
—De acuerdo, a lo mejor conoces a otro hombre. Se llama Bellmann, y hay algo que se llama North Star.
Sally abrió unos ojos como platos, cogió una silla y se sentó muy despacio.
—Sí, he oído hablar de él —dijo—. ¿De qué se trata?
Frederick le explicó en pocas palabras lo sucedido en la sesión espiritista y le tendió el papel escrito por Jim. Sally pestañeó varias veces y entornó los ojos.
—¿Esto lo ha escrito Jim? —preguntó—. Normalmente puedo leer su letra, pero…
—Lo escribió en el tren —le explicó Frederick—. Tendrías que equipar este lugar con unas buenas luces. Espera… Deja que te lo lea en voz alta.
Le leyó el escrito. Cuando alzó la vista, en el rostro de Sally se pintaba una ligera agitación.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—¿Qué sabes de Axel Bellmann? —le preguntó ella a su vez.
—A decir verdad, casi nada. Es un empresario y mi cliente trabaja para él. Es lo único que sé.
—¿Y tú te consideras un detective?
Lo dijo en tono burlón, pero sin mala intención. Se agachó para rebuscar entre los papeles desparramados por el suelo y el cabello volvió a caerle sobre la cara. Se lo apartó con un gesto impaciente y alzó hacia Frederick un rostro encendido y unos ojos brillantes de excitación. Frederick sintió que lo inundaba una inevitable oleada de amor, seguida, cómo no, de una oleada de resignado enfado. ¿Cómo era posible que esta asesora financiera medio ignorante y obsesiva tuviera tanto poder sobre él?
Exhaló un suspiro, y tomó el papel que Sally le tendía, escrito con letra clara y precisa:
«Axel Bellmann: Nacido en Suecia (¿?) en 1835 (¿?). Se hizo famoso por primera vez en relación con el comercio de madera. — Fábricas de cerillas en Goteborg y Estocolmo; fábrica en Vilno cerrada por el Gobierno después de que 35 trabajadores murieran en un incendio. — Intereses en navieras: Compañía de Navegación a Vapor Anglo-Baltic. — Minería, fundición de hierro. — Compra a bajo precio empresas que van mal, las cierra y vende las propiedades. — Llegó a Inglaterra en 1865. — Un extraño escándalo con las líneas de ferrocarril mexicanas. Desaparecido. Es posible que estuviera en prisión en México, 1868-1869. — Luego estuvo en Rusia con su socio Ame Nordenfels, de nuevo en un negocio ferroviario (¿?). De Nordenfels no se sabe nada de antes ni de después. — Bellmann llega a Londres en 1873, al parecer con muchos fondos. — Los periódicos lo apodan: “El rey del vapor”. — Funda nuevas empresas, mineras y químicas sobre todo. — Intereses económicos en el vapor, líneas férreas, etcétera. — ¿North Star? — Soltero. — Direcciones: “Hyde Park Gate 47; Balde House; Threadneedle Street”».
—Da la impresión de ser un hombre muy astuto. ¿Por qué te interesa? —dijo Frederick mientras le devolvía el papel.
—Uno de mis clientes perdió todo su dinero en la compañía naviera Anglo-Baltic. La culpa fue mía, Fred, y me siento muy mal. Le aconsejé que invirtiera en esa empresa, y unos pocos meses después quebró. No había nada que lo indicara… Lo he estado estudiando, y creo que ha sido una maniobra deliberada para hundir la empresa por completo. Miles de personas habrán perdido su dinero. Lo hicieron muy bien, y nadie habría sospechado nada. Pero cuanto más lo estudio, más convencida estoy de que hay algo raro. Todavía no tengo pruebas, pero hay algo sucio en esto. Este tipo, Nordenfels…
—¿Te refieres al socio de Bellmann en Rusia? ¿El tipo del que no se sabe nada?
—Sí. Hoy he encontrado algo. He de añadirlo a mis notas. Nordenfels era un diseñador de máquinas de vapor. Fue quien diseñó el Ingrid Linde, un barco de vapor de la Anglo-Baltic que desapareció en el trayecto a Riga. No estaba correctamente asegurado, y ése fue uno de los motivos de que la compañía naviera se arruinara. Pero Nordenfels ha desaparecido, sencillamente; después de Rusia no hay ni rastro de él.
Frederick se rascó la cabeza, se arrellanó en el asiento y estiró las piernas, cuidando de no molestar a Chaka.
—¿Y por qué hay un signo de interrogación después de North Star?
—Porque sencillamente ignoro lo que es. Por eso me parece tan emocionante tu sesión de espiritismo. ¿Qué dijo exactamente la médium?
Sally tomó de nuevo el papel y se lo acercó a los ojos.
—«No es Hopkinson, pero ellos no deben saberlo…». Y luego dice «el regulador». Es asombroso, Fred. Nadie sabe qué es ni qué hace esa empresa, la North Star; los periódicos, desde luego, lo desconocen. Lo único que he conseguido sacar en claro es que tiene relación con una máquina, o un procedimiento, o «algo», lo que sea, que recibe el nombre de autorregulador Hopkinson.
—Las máquinas de vapor tienen reguladores —dijo Frederick—. Y ese tal Bellmann, ¿no recibía el apodo de «el rey del vapor»?
—Así era hace un tiempo. Creo que Bellmann tenía una persona que trabajaba para él, tal vez un periodista, que se dedicaba a publicar datos sobre él en los periódicos. No eran verdaderas noticias, sino notas sueltas que lo pintaban como un personaje de interés, importante; alguien en quien merecía la pena invertir. Cuando llegó a Inglaterra, hace seis o siete años, y puso en marcha sus primeras empresas, los periódicos le pusieron ese apodo. Pero ya hace tiempo que no lo llaman así. Y las noticias que se publican sobre él parecen más verídicas…, aunque no son muchas. Apenas se habla de él. Sin embargo, es el hombre más rico de Europa. Y es un malvado, Fred; destruye cosas. ¿Cuántas personas, como mi cliente, invirtieron su dinero en esa compañía naviera para que luego él la hundiera deliberadamente? Voy a ir a por él. Haré que pague por lo que ha hecho.
Sally tenía los puños apretados sobre las rodillas, y sus ojos estaban encendidos de rabia. El perro, acostado junto a ella, gruñó débilmente.
—¿Y qué pasa con el asunto del espiritismo? —dijo Frederick al cabo de un rato—. La médium, Mrs. Budd, ¿crees que capta realmente esta información del espacio o está mintiendo? No sé qué pensar.
—No sé nada de ella —dijo Sally—, pero he conocido a personas en Cambridge, científicos, que investigaban este tema. Hay algo más que palabrería, estoy convencida. Supongo que podría haber leído el pensamiento de tu cliente, que debía saberse todos los datos de memoria.
—Es posible… Aunque me dijo que no sabía nada de los «chispazos». Ni de las trescientas libras. Parece una suma ridícula, tratándose del hombre más rico de Europa.
—Puede que no se trate de dinero —dijo Sally.
—¿Se refiere al peso, entonces? ¿Quieres decir que es gordo?
—Máquinas de vapor —dijo Sally.
—Ah, la presión. Trescientas libras por pulgada cuadrada[2]… Imposible. A lo mejor es para eso para lo que sirve el autorregulador, para que la presión no alcance ese nivel. Pero para eso existen las válvulas. Un asunto interesante, Lockhart Ayer mismo tuve otro cliente…, bueno, no era propiamente un cliente, era un tipo que Jim se trajo del teatro, una especie de mago. Tiene visiones, psicometría lo llama él, y está convencido de que ha presenciado un asesinato. No sé qué espera que haga yo…
—Mmmm… —Sally parecía estar pensando en otra cosa—. ¿Vas a seguir con el asunto de las sesiones de espiritismo?
—¿Quieres decir como un caso para investigarlo? Ya está, de hecho. En cuanto revele la fotografía le haré una visita a Nellie Budd, a ver qué me cuenta. ¿Por qué lo preguntas?
—No interfieras en mi trabajo; sólo eso.
Frederick se incorporó, enfadado.
—Bueno, bueno. ¡Mira qué bonito! Si yo no fuera un caballero te podría decir lo mismo, espantajo presumido. Pero soy educado y me callaré. ¡Qué no interfiera! Pues vaya.
Sally esbozó una sonrisa.
—De acuerdo, haya paz. —Luego la sonrisa se desvaneció y su semblante adquirió un aire de cansancio—. Pero, Fred, por favor, ten cuidado. Para mí es muy importante devolver ese dinero. Si te enteras de algo, te agradecería que me lo dijeras.
—¿Y por qué no trabajamos juntos?
—No. Conseguiremos un mejor resultado por separado, en serio.
Fred sabía que sería imposible hacerla cambiar de parecer, así que al cabo de un rato se levantó para marcharse, y Sally lo acompañó hasta la puerta de la calle. El perrazo iba delante, abriendo paso en la oscuridad. Ya en el umbral de la puerta, Fred se volvió con la mano tendida, y Sally dudó un segundo antes de estrechársela.
—Intercambiaremos información, eso es todo —dijo—. Por cierto…
—¿Qué?
—Esta mañana he visto a Jim. Le debes media guinea.