Frederick no era ni por asomo la única persona interesada en el espiritismo, uno de los temas que más pasión despertaba en la época. Al parecer, los espíritus no tenían nada mejor que hacer que intentar comunicarse con los vivos; los golpeteos y repiqueteos resonaban por doquier, desde las humildes salitas hasta los lujosos salones y los laboratorios universitarios, y se contaban historias de las más extrañas manifestaciones: voces fantasmagóricas, trompetas espirituales, médiums capaces de exudar una sustancia llamada ectoplasma…
El asunto era muy serio. ¿Había vida después de la muerte? ¿Eran reales los fantasmas y las apariciones? ¿Se encontraba la humanidad a un paso de realizar el descubrimiento más importante de la historia? Mucha gente se entregó al tema en cuerpo y alma, y entre los que más en serio se lo tomaban estaban los miembros de la Asociación Espiritista del Distrito de Streatham, que ahora se encontraban reunidos en casa de Mrs. Jamieson Wilcox, viuda de un respetable tendero.
A Frederick la invitación le llegó de manos de uno de los miembros del grupo, un funcionario de la City —el distrito financiero— que estaba muy preocupado por lo que había oído en una de las sesiones. El hombre insistió en que Frederick se disfrazara. Le dijo que no le agradaba espiar a sus amigos, pero que había cosas muy importantes en juego, cuestiones con tremendas implicaciones económicas que él no podía pasar por alto. Frederick accedió de buena gana; Aquella noche se convirtió en un científico, y Jim le acompañó en calidad de ayudante.
—Lo único que tenemos que hacer es escuchar —advirtió Frederick a su amigo—. Hemos de ser capaces de recordar todo lo que se diga. Haremos caso omiso de las manos espectrales y las panderetas voladoras, que en estas sesiones abundan, y nos concentraremos en lo que diga la vidente.
Frederick se había alisado el pelo y se lo había peinado hacia delante. Sobre su nariz rota cabalgaban unas gafas de montura redonda que le hacían parecer un búho estrafalario. Jim, interesado a su pesar, llevaba una batería y una pequeña caja forrada de latón. Estuvo protestando por el peso todo el camino hasta Streatham.
A las siete de la tarde, el salón de Mrs. Jamieson Wilcox se encontraba abarrotado: doce personas tan apretadas que apenas se podían mover. Aunque se había retirado parte del mobiliario, todavía quedaban una mesa de tamaño considerable, un piano, tres butacas, una suerte de cajón repleto de objetos y un aparador donde una solemne piña tropical hacía compañía al retrato orlado de negro del difunto Mr. Jamieson Wilcox.
La habitación estaba caldeada, o más bien hacía un calor insoportable. En el hogar ardían carbones encendidos, y sobre las repisas ornamentales, las lámparas de gas estaban a la máxima potencia. Los espiritistas allí reunidos también aportaban su parte de calor corporal, fortalecidos como estaban por un sustancioso refrigerio. En el aire flotaban todavía los aromas del salmón en lata, la lengua de ternera, las gambas en conserva, la remolacha y la crema de vainilla. Muchos de los presentes se secaban el sudor de la frente o se abanicaban, pero a ninguno se le habría ocurrido aflojarse la corbata o quitarse la chaqueta.
La reunión propiamente dicha empezaba a las siete y media. Cuando se acercaba la hora, un corpulento caballero abrió con ademán autoritario su reloj y carraspeó sonoramente en demanda de atención. Se trataba de Mr. Freeman Humphries, comerciante de paños retirado y presidente de la asociación.
—Señoras y señores —empezó—. ¡Amigos y compañeros en la búsqueda de la verdad! Antes de nada, quisiera dar las gracias en nombre de todos a Mrs. Jamieson Wilcox por el delicioso y abundante refrigerio del que acabamos de disfrutar —hubo murmullos de asentimiento—. Acto seguido, quiero dar la bienvenida a Mrs. Budd, la reputada médium y vidente cuyos mensajes tanto nos impresionaron y consolaron en su última visita. —Se volvió para hacer una ligera inclinación de cabeza en dirección a una mujer de mirada picara, gordezuela y morena, que le correspondió con una coqueta sonrisa. El hombre carraspeó de nuevo y volvió la atención a sus papeles—. Por último, estoy seguro de que todos están deseando conocer al Dr. Herbert Semple, de la Royal Institution, y a su ayudante. Cedo la palabra al Dr. Semple para que nos explique el propósito de esta reunión y nos hable de sus investigaciones.
Era el tumo de Frederick. Se levantó y paseó la mirada por aquella habitación repleta de gente; miró a los oficinistas, a los tenderos y a sus esposas, al joven pálido que no paraba de sorber por la nariz y a la pálida joven que lucía un collar de azabache. Miró a Mrs. Budd, la médium (quien contemplaba con franca admiración su figura ataviada con una levita), a Mrs. Jamieson Wilcox, y la pifia tropical.
—Muchas gracias, Mr. Humphries —comenzó—. Unas viandas excelentes, Mrs. Wilcox. Un té de primera clase. Bien, señoras y caballeros, les estoy muy agradecido por su invitación. Mi ayudante y yo estamos desde hace un tiempo muy interesados en las investigaciones sobre el estado de trance, especialmente en lo que se refiere a la conductividad de la piel. Esta caja —Jim la colocó sobre la mesa y Frederick la abrió para descubrir un serpentín de cobre, una madeja de alambre enrollado, dos bornes de latón y una esfera de cristal— es una versión mejorada del electrodermógrafo inventado por el profesor Schneider, de Boston.
Le entregó a Jim un cabo de alambre para que lo conectara a las baterías y luego desenrolló cuatro alambres más, cada uno con un pequeño disco de latón en un extremo. Todos estaban conectados al serpentín de cobre.
—Estos alambres se conectan a las muñecas y los tobillos de la médium —explicó—, y la resistencia eléctrica aparece en la esfera de cristal. ¿Me permite que la conecte, Mrs. Budd?
—Conéctame a tu aparato siempre que quieras, corazón —respondió ella con viveza.
Frederick tosió.
—Ejem… Bueno. ¿Una de las señoras sería tan amable de conectar los alambres a los tobillos de Mrs. Budd? Comprendo que es un asunto delicado…
Pero Mrs. Budd no quería saber nada de delicadezas.
—Oh, de ninguna manera, cielo —dijo—. Hazlo tú y así no me electrocutaré. Además, tienes poderes, ¿no es así? Lo he sabido en cuanto te he visto, corazón. Rezumas espiritualidad por todas partes.
—Oh —dijo Frederick, consciente de la amplia sonrisa que se pintaba en la cara de Jim—. Bien, en ese caso…
Arrastrando los alambres, Frederick desapareció bajo el mantel. Las señoras y los caballeros de la Asociación Espiritista, atrapados entre lo impropio de que un joven manipulara unos tobillos femeninos y la evidente espiritualidad de los implicados en la tarea, optaron por carraspear y charlar educadamente mientras miraban hacia otro lado. Al cabo de un minuto, Frederick emergió de debajo de la mesa y anunció que los alambres estaban conectados.
—Y sí que lo has hecho con suavidad —comprobó Mrs. Budd—. No parecía ni que me estuvieras tocando. ¡Qué manos de artista!
—Bien —anunció Frederick, propinándole un puntapié a Jim en el tobillo—. ¿Qué les parece si probamos el aparato?
Todo el mundo acercó su silla, y pronto los espiritistas y sus invitados se apiñaron lo mejor que pudieron en tomo a la mesa. Frederick estaba junto a Mrs. Budd, con el electrodermógrafo frente a él. Antes de poder escapar, Jim se vio atrapado entre una robusta mano llena de anillos por un lado y una firme manaza por el otro.
—Las luces, por favor, Mrs. Wilcox —suplicó Mr. Freeman Humphries—, y la dueña de la casa fue bajando la llama de cada una de las lámparas antes de volver a su sitio.
La iluminación ahora era muy tenue. Se hizo un completo silencio.
—¿Puede ver su aparato, Dr. Semple? —inquirió una voz sepulcral.
—Perfectamente, muchas gracias. La aguja está bañada en pintura luminosa. Empiece cuando quiera, Mrs. Budd.
—Muchas gracias, querido —repuso ella con placidez—. Dense las manos, señoras y caballeros.
Alrededor de la mesa, las manos se buscaron unas a otras y las palmas se unieron. El círculo se cerró. Frederick, unido por la derecha a la mano cálida y húmeda de Mrs. Budd y por la izquierda a los huesudos dedos de la joven paliducha, observaba la caja con atención.
Todo estaba en silencio.
Transcurrido un minuto, Mrs. Budd exhaló un largo y tembloroso suspiro. Con la cabeza caída sobre el pecho, parecía dormir profundamente. De repente, se despertó y empezó a hablar… con voz masculina.
—¿Ella? —llamó la voz—. ¿Ella, querida?
Era una voz sonora y bien timbrada que provocó que a más de uno, entre los que estaban alrededor de la mesa, se le erizaran los pelos de la nuca. Mrs. Jamieson Wilcox se sobresaltó y dijo con voz débil:
—¡Oh, Charles, Charles! ¿Eres tú?
—Claro que soy yo, querida —respondió la voz. Era una voz de hombre, una voz que ninguna mujer podría imitar, una voz con más de sesenta años de oporto, queso y uvas pasas a cuestas—. Ella, querida, aunque los hados nos hayan separado, no permitamos que nuestro amor se enfríe…
—¡Nunca, Charles! ¡Oh, nunca!
—Estoy día y noche contigo, querida. Dile a Filkins, en la tienda, que preste más atención al queso…
—Que preste más atención al queso…, sí…
—Y vigila a nuestro chico, Victor. Me temo que va con malas compañías.
—Oh, Charles, querido. ¿Y qué puedo…?
—No temas, Ella. La luz bendita está brillando y la tierra dorada me llama. Debo partir. No olvides el queso, Ella… Filkins es poco cuidadoso al envolverlo. Debo partir, me voy…
—¡Oh, Charles! ¡Oh, Charles! Hasta siempre, amor mío.
Se oyó un suspiro, y el espíritu del tendero partió. Mrs. Budd sacudió la cabeza como si despertara de una cabezadita. Mrs. Jamieson Wilcox vertió discretamente unas lágrimas en un pañuelo orlado de negro y luego la sesión se reanudó.
Frederick miró a su alrededor. En aquella penumbra, era imposible interpretar las expresiones de los demás, pero se percibía un cambio en el ambiente. Ahora la gente estaba emocionada, nerviosa y expectante, dispuesta a creérselo todo. No cabía duda de que se trataba de una buena profesional. Frederick estaba convencido de que todo era un montaje, pero no había llegado hasta allí para oír hablar a un tendero sobre quesos.
Y entonces ocurrió.
Mrs. Budd fue presa de un pequeño estremecimiento y empezó a hablar en voz baja… Esta vez era su propia voz, pero teñida de miedo y horror.
—El chispazo… —dijo—. Hay un alambre y la aguja del contador da vueltas y más vueltas: ciento uno, ciento dos, ciento tres… No, no, no… Campana. Campanas. El hombre de las campanas. Era un barco tan bonito, y la niñita ha muerto… No es Hopkinson, pero ellos no deben saberlo. No. Manténgalo oculto. Una espada en el bosque; oh, sangre en la nieve, y el hielo… El sigue ahí, en un ataúd de hielo… El regulador. Trescientas libras, cuatrocientas… ¡North Star! Hay una sombra en el norte…, una niebla llena de fuego, un vapor repleto de muertes, metido en cañerías, cañerías de vapor… bajo North Star. ¡Oh, qué horror…!
Su voz fue debilitándose, se convirtió en un gemido lleno de tristeza… hasta que se hizo el silencio.
Eso era lo que Frederick había venido a oír. Aunque no entendió el significado del discurso, el tono en el que fue pronunciado le puso la carne de gallina. Sonaba como una persona atrapada en una pesadilla.
Los demás espiritistas no se movían, sumidos en un respetuoso silencio. Finalmente, Mrs. Budd exhaló un hondo suspiro, se despertó y volvió a tomar las riendas.
Se oyó un sonoro acorde procedente del piano. Todos se sobresaltaron, y hasta las tres fotografías que reposaban sobre el piano en sus marcos de plata temblaron ligeramente.
En el centro de la mesa sonó un furioso repiqueteo. Todas las cabezas se volvieron bruscamente en esa dirección, para alzarse de inmediato hacia el techo, donde se estaba formando una pálida y temblorosa mancha de luz. Por más que sabía que Mrs. Budd lo manipulaba todo, Frederick no pudo evitar sentirse impresionado: las cortinas se agitaban, las cuerdas del piano chirriaban con furia, y hasta la pesada mesa, cubierta por un mantel damasquinado, empezó a oscilar y a balancearse como un barquito en medio de la tormenta. Una pandereta que había sobre la repisa de la chimenea tintineó una sola vez y cayó de golpe en el fuego.
—¡Una manifestación física! —gritó Mr. Humphries—. ¡Que nadie se mueva! Pongamos atención. Los espíritus no nos harán daño…
Pero, evidentemente, los espíritus abrigaban otras intenciones con respecto al electrodermógrafo, porque de repente, del aparato brotó una ráfaga de luz acompañada de un potente crujido y de olor a quemado. Mrs. Budd gritó alarmada y Frederick se apresuró a ponerse de pie.
—¡Luces! ¡Encienda las luces, por favor, Mrs. Wilcox!
En medio de la confusión, la anfitriona logró encender una lámpara de gas, y Frederick se inclinó inmediatamente sobre la médium para soltarle los alambres de las muñecas.
—¡Un magnífico resultado! —exclamó—. Mrs. Budd, ha superado usted todas mis expectativas. ¡Una lectura nunca vista! ¿Se ha hecho daño? No, claro que no. El aparato se ha roto, pero eso no tiene importancia. ¡No ha podido resistir un resultado tan potente! La aguja se ha pasado de la esfera. ¡Maravilloso!
Miraba con una sonrisa triunfante a los espiritistas que, deslumbrados por la luz, entornaban los ojos con estupefacción. Jim empezó a desconectar los alambres mientras Mrs. Budd se frotaba las muñecas.
—Le pido mil disculpas, Mrs. Wilcox —siguió diciendo Frederick—. No teníamos intención de interrumpir la sesión, pero dese cuenta de que esto es una prueba científica. Cuando publique mi informe, esta reunión de la Asociación Espiritista del Distrito de Streatham marcará un cambio decisivo en la historia de la investigación psíquica. ¡No me extrañaría que así fuera, no! Un resultado magnífico.
Complacidos con estas palabras, los asistentes se relajaron, y Mrs. Jamieson Wilcox, que en los momentos de crisis siempre tendía a recurrir a los alimentos, propuso una reconfortante taza de té. Pronto estuvieron todos servidos y charlando amistosamente; un grupo de admiradores rodeaba a Mrs. Budd, mientras Frederick y Mr. Humphries conversaban animadamente junto a la chimenea y Jim se ocupaba de recoger el electrodermógrafo ayudado por la joven más atractiva de la reunión.
A los pocos minutos, algunos de los invitados se levantaron para marcharse y Frederick se puso también de pie. Estrechó las manos de todos, separó a Jim de la chica y dedicó unas palabras especiales de admiración y reconocimiento a Mrs. Budd antes de irse.
Un hombre de mediana edad, delgado y nervioso, salió casualmente de la casa al mismo tiempo que ellos y caminó a su lado en dirección a la estación. En cuanto doblaron la esquina, Frederick se detuvo y se quitó las gafas.
—Así está mejor —dijo, frotándose los ojos—. Bien, Mr. Price, ¿era esto lo que esperaba? ¿Es esto lo que suele pasar?
Mr. Price asintió con la cabeza.
—Lamento que su máquina se haya roto —murmuró. Tenía el aspecto de lamentar muchas más cosas.
—No hay nada que lamentar. ¿Qué sabe usted de la electricidad?
—Me temo que absolutamente nada…
—Como la mayoría de la gente. Si yo conectara este aparato a un pepino y asegurara que allí se aloja el espíritu de tío Albert y la aguja se moviera, todos creerían la historia a pies juntillas. No, esto es una cámara.
—¡Oh! Pero yo creía que para fotografiar se necesitaban productos químicos y un montón de…
—Eso era antes, con las placas de colodión; había que irlas mojando en la solución de vez en cuando. Esta cámara tiene una placa de gelatina… un nuevo invento, mucho más práctico.
—Ah.
—Y el estallido de luz ha sido deliberado. No se puede tomar una fotografía a oscuras. Estoy deseando revelar la placa para ver a Nellie Budd en plena actuación con sus trucos… Sin embargo, esa historia de chispazos y sombras y North Star… eso era otra cosa.
—Sin duda, Mr. Garland. Esto fue lo que de verdad me alarmó. He visto actuar a Mrs. Budd en cuatro ocasiones, y cada vez entra en un trance de éstos, muy distinto al resto de la sesión, y habla en detalle de asuntos que yo conozco por mi trabajo en la City. Son arreglos financieros, cosas así, algunos de ellos muy secretos. No me lo explico.
—¿Y ha reconocido a alguien en lo de esta noche? Por ejemplo, ¿quién es ese Hopkinson?
—El nombre no me dice nada, Mr. Garland. Esta noche sus palabras han sido oscuras y confusas. Únicamente lo de las campanas y North Star…
—Dígame.
—Ella ha hablado del hombre de las campanas, ¿recuerda? Bien, pues es el apellido de mi jefe: Mr. Bellmann[1], Axel Bellmann, el financiero sueco. Y North Star es el nombre de la nueva empresa que ha creado. Lo que temo es que se corra la voz, y que se sospeche de mí… Para un administrativo es muy importante la reputación, es su única baza para encontrar trabajo. Mi mujer no goza de buena salud, y si me ocurriera algo, tiemblo al pensar lo que…
—Entiendo, por supuesto.
—Temo que la pobre señora, me refiero a Mrs. Budd, se encuentre bajo la influencia de un ser maligno —prosiguió Mr. Price, entornando los ojos a la luz de una farola, bajo la fina lluvia que había empezado a caer.
—Es perfectamente posible —admitió Frederick—. Bueno, Mr. Price, le aseguro que me ha revelado usted un asunto muy interesante. Déjelo en nuestras manos, y no se preocupe más.
—De acuerdo —anunció Jim cuando se encontraban en el tren, diez minutos más tarde—. He cambiado de opinión. Aquí hay gato encerrado.
Frederick llevaba la cámara sobre las rodillas y había estado leyendo las palabras pronunciadas por Nellie Budd en su extraño trance. Jim era muy bueno con las palabras; había sido capaz de recordarlas y escribirlas todas al dedillo. Y acababa de descubrir algo curioso.
—Esto liga con la historia de Mackinnon —dijo Jim mientras volvía a leer el papel.
—No seas bobo —dijo Frederick.
—Te aseguro que es cierto, compañero. Escucha: «Una espada en el bosque; oh, sangre en la nieve, y el hielo… El sigue ahí, en un ataúd de hielo…». Frederick parecía indeciso.
—Es posible. Sin embargo, no entiendo lo del ataúd de hielo. ¿No era la Bella Durmiente la del ataúd de hielo? Sangre en la nieve… Ésa era Blancanieves o la protagonista de otro cuento de hadas. Pero, vaya, pensé que no te creías nada.
—No hace falta creérselo para ver una conexión entre las dos historias, ¿no? Te apuesto diez chelines a que esto tiene que ver con el caso de Mackinnon.
—Oh, no. No pienso hacer apuestas sobre Mackinnon. Es capaz de aparecer aquí en cualquier momento. Venga, quiero que reveles esta placa cuanto antes. Llévate las baterías a Burton Street y yo iré hasta Piccadilly en un coche de alquiler y le haré una visita a Charlie.