El huerto

Si Sally consiguió salir con vida fue únicamente porque estaba situada en la entrada del pasillo y porque Bellmann había dejado abierta la puerta trasera. La primera explosión la arrojó lejos, y cuando la munición estalló y destrozó la caldera, tal como ella había previsto, ya se encontraba fuera del alcance de la onda expansiva.

Bellmann murió en el acto; encontraron sus restos a la mañana siguiente.

Aunque profundamente conmocionada, Sally estaba ilesa; sólo tenía algunos moratones y una muñeca torcida. Alistair Mackinnon telegrafió a Charles Bertram, y éste llegó al cabo de un par de días y se hizo cargo de todo. Envió a Jim de vuelta a Londres para que lo visitara su propio médico de cabecera y le curara la pierna, buscó un médico de la zona para Sally y respondió a las preguntas de la investigación sobre el accidente.

Todo el mundo lo tomó por un accidente. Lo que publicaron los periódicos fue que Mr. Bellmann, el propietario, estaba enseñando la fábrica a un visitante cuando una avería en una válvula de seguridad provocó que la presión aumentara de forma peligrosa en una de las calderas. No se mencionaron los explosivos, y tampoco se mencionó lo que se producía en la fábrica. Todo quedó como un accidente industrial normal, que resultó especialmente trágico, desde luego, porque causó la muerte del dueño, un conocido benefactor cuyo funeral se celebraría en la iglesia parroquial.

Así que Sally regresó a Londres.

Y poco a poco, volvió a su vida normal.

El principal problema, el más importante, era su trabajo. Sus archivos estaban a salvo en casa de Mr. Temple, pero Garland & Lockhart, esa asociación tan llena de vida que tanto había querido, estaba destrozada. Pocos meses atrás había renovado la póliza de seguros, de forma que no sería difícil reponer el material. Pero Sally sabía mejor que nadie que una empresa era mucho más que la parte física. Encontró un estudio destartalado en Hammersmith y puso a su equipo a trabajar, pagando los sueldos de su propio bolsillo hasta que el negocio diera el dinero suficiente. Puso anuncios en todos los periódicos en los que prometía que todos los pedidos y encargos se llevarían a cabo en un plazo máximo de una semana. Amenazó, presionó, engatusó y sobornó, empujó a sus trabajadores al límite del agotamiento…, pero dio resultado. En cuestión de un mes, habían remontado el bache. Sally confiaba en que la buena racha siguiera, porque estaba agotando rápidamente sus propios ahorros.

Mucho peor que la pérdida del negocio, sin embargo, fue el mazazo que recibió Webster. Todo lo que había logrado, una vida entera dedicada a la fotografía, todas las imágenes que había captado en papel y en cristal, y que eran únicas, se habían desvanecido sin dejar rastro. Era como si en sesenta años de vida no hubiera hecho absolutamente nada.

Sally contemplaba impotente cómo seguía haciendo mecánicamente los gestos necesarios y buscaba luego por la noche el consuelo del whisky. Sabía que era de carácter resistente, pero también era consciente de que había querido a Frederick como al hijo que nunca tuvo, y podía imaginarse lo que suponía para él la pérdida de tantos años de trabajo.

El principal problema era encontrar un local. El estudio de Hammersmith era pequeño y sólo servía para los retratos convencionales. Además, no estaba bien situado. El local más cercano que pudo encontrar para instalar la tienda era un edificio sombrío que había tres calles más allá, pero dividir el negocio en edificios separados supondría un inconveniente para todos.

Por otro lado, si empleaba su tiempo en buscar algo mejor y se trasladaban, tendrían que contar con no ganar dinero durante unas cuantas semanas. Durante el día procuraba no pensar en el tema, pero por las noches la idea le obsesionaba. Se sentía muy distinta en la oscuridad: frágil y atormentada, lloraba y hablaba en susurros con un fantasma.

Una mañana, muy temprano, tomó un tren que se dirigía a Croydon y fue a visitar a Miss Susan Walsh.

Cuando llegó, la anciana estaba con una alumna particular. Sin embargo, la llegada de Sally la impresionó tanto que le dijo a la chica que se marchara y volviera más tarde. Luego invitó a Sally a sentarse junto al fuego y le dio una copa de jerez. Sally estaba aterida y cansada. Le entregó a Miss Susan Walsh un talón por la cantidad que le había conseguido sacar a Bellmann y estalló en sollozos, lo cual la enfureció profundamente.

—¡Mi querida niña! —dijo Miss Walsh—. ¿Qué ha estado usted haciendo?

Una hora más tarde, Sally le había contado la historia. Cuando la oyó entera, Miss Walsh sacudió la cabeza con asombro. Luego tomó el cheque y se lo puso a Sally en el regazo.

—Quiero que invierta este dinero en su empresa —dijo.

—Pero…

La anciana la cortó en seco con una severa mirada.

—El último consejo que me dio —dijo con brusquedad— no fue muy acertado. Creo que estará de acuerdo conmigo. Esta vez, Miss Lockhart, pienso hacer con mi dinero lo que crea conveniente. Y en mi opinión, Garland & Lockhart será mejor inversión que cualquier compañía naviera.

Y no hubo forma de convencerla de lo contrario. Si la emancipación femenina tenía algún sentido, dijo, era el de que una mujer tuviera el derecho de apoyar el trabajo de otra, y no había más que hablar. El tema acabó aquí. Compartieron la comida de Miss Walsh, a base de sopa y queso, y hablaron de Cambridge. Cuando se separaron, eran ya grandes amigas.

Jim estuvo tres semanas en cama. Durante el rescate de Sally se había lesionado gravemente la pierna, y el doctor sospechaba que quedaría cojo para el resto de su vida. Estaba en una habitación que le quedaba libre a Trembler Molloy, en Islington, y ocupaba su tiempo leyendo novelas de aventuras y enfureciéndose con la poca enjundia de las tramas; también escribió una novela y la rompió en pedazos en un arrebato, recortó y construyó un teatro de juguete que había mandado a Sally a comprar, ensayó una obra con las figuritas de cartón y perdió la paciencia, escribió seis cartas distintas a lady Mary y luego las arrojó al suelo, se revolvía y removía en la cama, apartaba las mantas de un manotazo, sudaba de dolor y utilizaba las peores palabrotas de su vocabulario para maldecir su suerte y todo lo que ocurría con una fiereza capaz de rajar las piedras.

Más pronto o más tarde, es posible que hubiera llegado a enviar una carta a lady Mary, pero a los quince días de su vuelta a Londres tuvo noticias de Mackinnon.

En la carta, Mackinnon le explicaba que había decidido marcharse a América con su esposa. Allí dispondría de locales más espaciosos y mejor equipados para desarrollar su arte que los que le ofrecían los teatros de variedades británicos. También tendría ocasión de atender a sus responsabilidades de hombre casado sin los impedimentos que había encontrado hasta el momento. Eso era por lo menos lo que decía.

Jim le mostró la carta a Sally.

—Me pregunto cuánto durara este matrimonio —dijo con amargura—. La verdad es que al final se portó bien, el viejo Mackinnon. Puso mucho de su parte para rescatarte, y no se largó con el oro, como hubiera hecho en otro momento. Supongo que debo desearle buena suerte. Pero si no se porta bien con ella…

Se preguntaba secretamente cómo era posible que Mackinnon hubiera convencido a aquella muchacha tan encantadora, triste y soñadora para que se casara con un mago que actuaba en teatros de variedades, y puestos a preguntar, cómo reaccionaría el padre de la chica cuando supiera que se marchaba tan lejos.

Lord Wytham, sin embargo, ya tenía suficientes problemas. No tardó en darse cuenta de que Bellmann había sabido desde el principio que lady Mary estaba casada y que había estado intentando provocarle para que confesara; pero él no había dicho la verdad, y ahora empezaba a sospechar que no cobraría nunca el dinero que había pedido a cambio de la mano de su hija. Estaba atrapado en varios frentes. Si le hubiera confesado a Bellmann que sabía que su hija ya estaba casada, habría perdido el dinero, pero al no haberlo confesado, podía ser acusado de complicidad en un caso de bigamia, y no sabía qué era peor. Su única posibilidad de salvación había consistido en simular que no sabía nada del casamiento, confiando por una parte en que la verdad tardara un tiempo en conocerse, y por otra en que, mientras tanto, llegara a serle tan útil a Bellmann que pudiera mantener su puesto en la empresa.

Sin embargo, abrigaba la sospecha de que ya no le resultaba de utilidad a Bellmann. Había asistido a varias reuniones del comité de dirección y no había entendido nada, y le había presentado a Bellmann a tantas personalidades del cuerpo de funcionarios que su influencia ya no resultaba necesaria.

Entonces se produjo el accidente de Barrow. En el mundo financiero, la muerte de Bellmann causó un gran revuelo. Aunque la investigación calificaba la muerte de accidental, empezaron a circular rumores de que el desastre de la North Star, como se lo conocía, estaba relacionado con ciertas irregularidades en las empresas de Bellmann que ahora empezaban a salir a la luz. Se dijo que un tal Mr. Windlesham ayudaba a las autoridades en la investigación. Las acciones de la North Star cayeron en picado, y al mismo tiempo, aparentemente por pura coincidencia, una serie de altos funcionarios renunciaron a su cargo o fueron discretamente depuestos. Sólo una pequeña parte de estos datos aparecieron en la prensa, y poco después, la empresa quebró totalmente. Casi al mismo tiempo, lord Wytham se declaró en bancarrota.

En aquellas circunstancias, Jim no dudaba de que lo mejor para lady Mary era marcharse a América con Mackinnon. Y le deseó buena suerte.

Los diseñadores y técnicos de la North Star encontraron trabajo en otras empresas. Algunos fueron a parar a la Armstrong-Vickers, una famosa fábrica de armamento, pero no se llevaron consigo los planos del autorregulador Hopkinson; se rumoreaba que alguien había asaltado la empresa y había destruido todos los archivos. Los trabajadores la reabrieron más tarde como fábrica de bicicletas en régimen de cooperativa, pero les faltó el capital necesario para que la empresa funcionara. De nuevo cambió de manos, y esta vez se convirtió en una fábrica de construcción de locomotoras y prosperó.

En cuanto pudo levantarse del lecho, Jim se hizo con un bastón y, cojeando, tomó un ómnibus hacia Streatham para ir a visitar a Nellie Budd.

Bajo los cuidados de su hermana Jessie, la mujer se había recuperado del ataque, aunque ahora estaba más delgada y había perdido gran parte de su vivacidad. Al verla, Jim se sintió orgulloso de todos los golpes y puñetazos que había asestado a Sackville y a Harris. Nellie le contó que su hermana Jessie había regresado al norte, y ella pensaba vender todas sus pertenencias y reunirse con ella. Habían arreglado sus diferencias. De todas formas, Nellie ya se estaba empezando a cansar del espiritismo. En cuanto estuviera más repuesta, ella y su hermana pensaban ensayar un número de lectura de la mente y recorrer con él los escenarios. Jim le aseguró que las iría a ver algún día.

Y así pasó el tiempo.

Poco a poco, Sally se fue dando cuenta de la sutileza con la que funcionaban las cosas; comprendió que nada era tan sencillo como parecía, y que todo estaba teñido de ironía.

Isabel Meredith, por ejemplo. Los dos seres que Sally más había amado en el mundo, Chaka y Frederick, habían dado su vida por ella. Sally habría podido abrigar resentimiento hacia ella, pero no podía. En realidad sólo sentía lástima.

O las fotografías. A lo largo de los años, Frederick había hecho algunas fotografías de Jim y bastantes más de Sally, pero de él no había ni una foto. Ni siquiera Webster recordaba haberle hecho una. Había vivido rodeado de cámaras, lentes, placas y emulsiones, pero nadie había tomado una fotografía de su rostro sonriente y lleno de vida. Ni siquiera había un dibujo.

Y por último, ella misma. Ésta era la ironía más grande de todas. Sally no encontraba palabras para expresarla, pero sabía que pronto las encontraría.

Un día, a finales de abril, Charles Bertram les anunció que tenía una sorpresa para ellos. Era un domingo, un día suave, fresco y soleado. Los condujo en dirección a Twickenham en un carruaje de dos ruedas altas, pero no les dio ninguna pista acerca de su destino.

—Lo veréis cuando lleguemos —fue todo lo que se dignó a decirles.

El destino resultó ser una mansión con un jardín grande y descuidado, lleno de hierbajos. La casa era muy bonita, y aunque el estucado de las paredes se había ido cayendo a trozos, las ventanas estaban intactas. Charles les explicó que tenía setenta años de antigüedad, que estaba limpia, libre de humedades… y que estaba embrujada.

Abrió las puertas de doble hoja para mostrarles una soleada habitación que daba al jardín. Dentro, había una mesa puesta para comer, con ensalada, faisán frío, vino y frutas.

—¡Caray, Charlie! —exclamó Jim—. Menuda sorpresa, compañero. Bien hecho.

—Una casa estupenda, Charles —dijo Webster.

—Hice venir a mi criado primero —explicó Charles—. ¿Sally? —le acercó una silla para que se sentara.

Sally tomó asiento.

—¿Está embrujada de verdad? —preguntó.

—Eso dice el dueño. Se ha mostrado muy sincero… Me parece que ha perdido las esperanzas de alquilarla. ¡Mirad cuánto espacio! —dijo, mientras descorchaba la botella de vino.

Webster contemplaba el jardín por la ventana.

—¿Aquello es un huerto? —preguntó—. En este jardín hay suficiente espacio para… Me pregunto si…

—Raíles —dijo Charles—. Paralelos a aquella pared, ¿la ves?

Webster miró en la dirección que le señalaba.

—Es una buena ubicación —dijo—. Estarían totalmente horizontales… y el sol está en el sido adecuado.

—Con un techo de cristal —dijo Charles—, podríamos utilizarlo hiciera el tiempo que hiciera. Y hay mucho espacio detrás del establo. Os lo enseñaré después de comer. Hay sitio suficiente para hacer un buen estudio, y un taller también. Claro que tendríamos que encargarle el trabajo a un carpintero.

—¿Y dices que el alquiler es bajo? —preguntó Sally.

—Aquí tengo las cifras. La gente no quiere pagar por una casa con fantasma.

—Seguro que el pobre está aburrido —dijo Jim—. Podemos encargarle un trabajo o algunas tareas.

—Sally, tengo algo para ti —dijo Charles cuando acabaron de comer—. Probablemente no sea el momento adecuado, pero aquí estamos. Lo encontré el otro día y pensé que debías quedártelo tú.

Extrajo un sobre del bolsillo.

—La tomé hace tres meses —dijo—. Nos habían llegado unas nuevas lentes de Voigtländer y no había nadie más por ahí para probarlas, así que le pedí a Frederick…

Sally abrió el sobre, y allí estaba.

Era un retrato de cuerpo entero, de gran claridad y una maravillosa definición. Era un retrato tan vivo y lleno de calidez como sólo Charles, aparte de Webster, era capaz de hacer. Era realmente Frederick, sonriente y lleno de vida, como si fuera a moverse de un momento a otro; era una fotografía milagrosa.

Sally estalló en llanto. Era incapaz de pronunciar palabra, pero estrechó a Charles entre sus brazos y le besó en la mejilla.

—Gracias —dijo, en cuanto recuperó la voz—, es el mejor regalo que…

Bueno, no el mejor, pensó un poco más tarde, cuando estaba a solas en el huerto. El mejor regalo era imposible. Ni siquiera el espiritismo era capaz de devolver las personas a la vida. Todo aquello estaba envuelto en el misterio, era mitad fraude y mitad milagro; mejor era olvidarse de ello y atenerse a los milagros de verdad, como la fotografía. ¡Un rectángulo de papel en blanco y negro que podía contener tanta vida! Extasiada, volvió a contemplar el retrato. No era suficiente, porque no era él; y sin embargo era él, y tendría que bastarle, porque era lo único que tenía.

Y sin embargo, otra ironía de la vida, no era él.

—Vamos —le susurró al retrato—. Es hora de que se lo contemos.

Los encontró sentados a la mesa, hablando sobre la casa, el número de habitaciones, el alquiler, la posibilidad de construir en el jardín… Al verla llegar le hicieron un sitio entre ellos, como a su camarada, su igual.

Sally tomó asiento y dijo:

—Creo que deberíamos quedárnosla. Es un sitio ideal, Charles, justo lo que necesitamos. Y no me importa en absoluto el fantasma. Hay tanto espacio… No sé por qué os digo esto, en realidad quiero hablaros de algo muy distinto. Os lo diré ahora. Voy a tener un hijo de Fred. ¿Estáis sorprendidos? Si él siguiera con vida, ya estaríamos casados. No, por supuesto no os sorprende. Bueno, ya lo sabéis. Voy a tener un bebé de Fred. Esto es lo que os quería decir.

Se sonrojó. Colocó la fotografía sobre la mesa, apoyada contra la botella de vino. Y luego los miró a todos. Primero a Webster, luego a Jim, luego a Charles, y vio que todos estaban sonrientes, casi como si hubieran llevado a cabo una hazaña, los muy tontos.

—Así están las cosas —dijo.