Todavía era oscuro cuando sacaron su cadáver. Mientras los bomberos combatían el incendio, Sally esperó con los demás en la tienda que había al otro lado de la calle. Arrebujada en una capa que le habían prestado, agarraba la mano de Webster, sin decir palabra.
Habían seguido atentamente las operaciones de los bomberos. Al amanecer, empezó a llover, y esto fue de ayuda en las tareas de extinción; el fuego había ardido con tanta violencia que lo consumió todo, y entonces los bomberos pudieron entrar en los restos humeantes y empapados del edificio en busca de Fred y de Isabel.
Se oyó un grito procedente del edificio. Uno de los bomberos levantó la cabeza y miró por un instante hacia la tienda que había al otro lado de la calle. Sus compañeros corrieron a ayudarle.
Sally se incorporó y sacudió un poco la capa.
—¿Estás segura de que quieres ir? —le preguntó Webster.
—Sí —dijo. Le soltó la mano, se cubrió bien con la capa y salió a la calle, azotada por el frío y la llovizna, en medio del olor a cenizas.
Los bomberos transportaban con tanto cuidado el cuerpo de Fred que, si no fuera porque no se daban prisa, habría pensado que estaba vivo. A la luz parpadeante de un farol, lo colocaron sobre una camilla y, al ver llegar a Sally, se apartaron. Uno de ellos se quitó el casco.
Sally se arrodilló junto a Frederick. Parecía dormido. Apretó la mejilla contra su rostro y le sorprendió lo caliente que estaba. Le puso la mano sobre el pecho desnudo, donde sólo unas horas antes había oído el latido de su corazón; ahora estaba en silencio. ¿Dónde se había ido?, se preguntó. Su cuerpo estaba tan cálido. Era un misterio. Sally se sentía muerta, y en cambio Fred parecía estar vivo.
Le dio un beso en la boca y se incorporó. El bombero que se había quitado el casco se inclinó sobre el cadáver y lo cubrió con una manta.
—Gracias —le dijo Sally, y se dio media vuelta.
Alguien le puso una mano en el hombro. Era Webster.
—He de irme —le dijo Sally.
Webster parecía haber envejecido de repente. Sally tenía deseos de abrazarlo, pero si se quedaba, se derrumbaría. Y tenía una misión que cumplir. Suavemente, apartó de su hombro la mano de Webster y, meneando la cabeza, se marchó.
Durante las cuarenta y ocho horas siguientes, por lo menos, Sally estuvo sumida en una suerte de trance. Una sola idea ocupaba su mente, no podía pensar en nada más…, salvo en un par de ocasiones en que el dolor penetró en su conciencia y estuvo a punto de arrollarla. Sin embargo, tenía una misión que cumplir, en nombre de Fred; por esta razón no podía permitirse sentir nada todavía.
No recordaría nada de aquel viaje al norte. Sin duda, debió de ir a casa para preparar el equipaje, porque llevaba una maleta consigo, y se había cambiado de ropa. Llegó a Barrow el domingo por la noche. Tenía una conciencia muy leve del entorno. Se dio cuenta de que el recepcionista del hotel enarcaba incrédulo las cejas al ver llegar a una señorita que viajaba sola, pero lo cierto es que no le importó lo más mínimo.
Se metió inmediatamente a la cama y durmió mal. Varias veces se despertó, a lo largo de la noche, y se sorprendió al notar que la almohada estaba mojada. ¿Era posible que experimentara emociones en sueños sin darse cuenta? Desayunó temprano, pagó la cuenta y puso rumbo a su destino. El sol se abría paso con dificultad a través de unas nubes cargadas de lluvia, tiñendo de dorado las sombrías calles. Como no sabía la dirección, se paraba a preguntar, pero era incapaz de retener las indicaciones en la memoria y tenía que preguntar de nuevo. Así, poco a poco, llegó a un extremo de la población, y allí, a la vuelta de una esquina, se encontró con el lugar donde había nacido el cañón de repetición a vapor, el imperio de Axel Bellmann, las instalaciones de North Star.
La fábrica se encontraba en un estrecho valle repleto de acero y de humos, de vapores que se elevaban hada el cielo y del estruendo de los martillazos; las vías del tren centelleaban al sol, que ya estaba más alto en el cielo. Una línea férrea que llegaba del sur atravesaba el complejo en dirección al norte. Entre la vía férrea y los edificios había una docena de vías muertas por donde una serie de locomotoras transportaban vagones de carbón, hierro o piezas de maquinaria. Los edificios, en su mayor parte de hierro y cristal, eran estructuras de aspecto ligero y delicado, y a pesar de las chimeneas y las locomotoras, todo se veía nuevo, limpio y reluciente.
A Sally, la fábrica le dio la impresión de ser una máquina inteligente y con una voluntad propia. Los hombres que veía —y el centenar que no podía ver— eran, más que individuos, piezas, ruedecillas o engranajes, movidos por una única mente que se albergaba —de eso estaba segura— en el edificio de tres plantas que se levantaba justo en el centro del valle, y que parecía un cruce entre una casa de campo moderna y confortable y una estación de ferrocarril. Desde la puerta principal, con su porche de estilo gótico que se abría directamente a una plataforma junto a una de las vías muertas, se podía contemplar perfectamente el corazón del valle. La plataforma estaba flanqueada por unos parterres limpios y cuidados, aunque en aquella época del año no tenían flores. Al otro lado del edificio se veía un camino bien aplanado para los carruajes que llevaba hasta una puerta más pequeña y daba la vuelta hasta un establo, donde en ese momento un chico estaba ocupado en rastrillar la gravilla. En lo alto del edificio había un asta de bandera desnuda.
Mientras contemplaba aquella escena tan activa, próspera y floreciente, Sally tuvo una sensación extraña; era como si de allí emanaran oleadas de maldad que enturbiaban el aire. Aquél era el lugar, pensó, donde fabricaban el arma más terrible que se había visto jamás. Y el oscuro poder que movía los hilos había entrado en su vida, había destruido lo que más quería en el mundo y lo había depositado a sus pies, sin vida. Y todo porque se había atrevido a preguntar qué estaba pasando. Quienquiera que fuera capaz de hacer algo así tenía que estar lleno de maldad, de una maldad que era casi palpable en los rayos de sol que reverberaban sobre el cristal, en las vías férreas, en el aire que temblaba encima de las chimeneas.
La sensación era tan intensa que por un momento desfalleció. Estaba aterrada, nunca en su vida había tenido tanto miedo. No era un miedo físico, iba más allá; le aterrorizaba la maldad a la que se enfrentaba. Pero había venido para enfrentarse a eso, así que cerró los ojos, inspiró profundamente y se tranquilizó. Lo peor ya había pasado.
Estaba de pie junto a un terraplén cubierto de hierba desde donde se dominaba el valle. Descendió unos pasos hasta un bosquecillo y se sentó sobre un tronco caído. Desde allí pudo contemplar más atentamente el valle.
A medida que transcurría la mañana, Sally fue viendo más detalles, y poco a poco empezó a entender el sistema de trabajo. Observó, por ejemplo, que ni las chimeneas de la fábrica ni las locomotoras de maniobra soltaban humo. Probablemente funcionaban con carbón de coque; eso explicaba que todo estuviera tan limpio. Sin embargo, las tres grúas que vio levantando tuberías de acero o chapas de hierro de los vagones de carga parecían funcionar con otro tipo de energía, tal vez hidráulica o eléctrica. Seguramente, todos los edificios del complejo, hasta el más alejado, disponían de electricidad. Cerca del complejo se veía un pequeño edificio de ladrillos del que salían un montón de cables, y cuando una locomotora de maniobra transportaba una carga hasta allí, no se acercaba mucho, sino que se detenía a un lado en una vía muerta, y allí la carga de los vagones era recogida por un tipo distinto de maquinaria que parecía alimentarse de una especie de cable en lo alto. Una de estas máquinas se quedó parada en una ocasión, y en lugar de dejar que la locomotora de vapor arrastrara los vagones, los engancharon a unos caballos.
Aquel edificio separado del resto tenía que ser el lugar donde almacenaban los explosivos, y por eso no permitían que las máquinas de vapor se acercaran, dedujo Sally. Se quedó observando, inmóvil, sin sentir nada, como si fuera sólo un ojo.
A media tarde, observó signos de un nuevo tipo de actividad en el edificio con el asta de bandera. Las ventanas del piso de arriba se abrieron, centelleando al sol, y en una de ellas apareció una criada, que al parecer estaba limpiando o quitando el polvo. Luego llegó un carretón de carga y descargaron algo. Dos de las chimeneas empezaron a sacar humo, y una criada —tal vez la misma de antes— salió a la plataforma y se puso a limpiar el llamador de la puerta. Finalmente, al anochecer, Sally vio lo que había estado esperando: una señal se movió en la línea férrea que venía del sur, se oyó el ulular de un tren que llegaba al valle y una locomotora que arrastraba un solo vagón entró en el laberinto de vías del complejo y se dirigió al edificio central.
La locomotora pertenecía a la Great Northern Company, pero el vagón era particular y estaba pintado de un bonito azul oscuro, con un emblema plateado en las puertas. La locomotora se detuvo junto a la plataforma y de la casa salió un hombre —una especie de criado o mayordomo— para abrir la puerta del vagón, de donde se bajó Axel Bellmann. Su figura corpulenta y su cabello de un rubio metálico bajo el sombrero de seda resultaban inconfundibles, incluso desde lejos. Bellmann entró en la casa, mientras dos criados se dedicaban a descargar el equipaje.
La locomotora se desenganchó del vagón y se alejó, dejando escapar una nube de vapor. A los dos minutos, de una puerta lateral de la casa salió una criada con utensilios de limpieza —una escoba, un recogedor, una bayeta— y subió al vagón. Poco después, en el asta del edificio ondeaba una bandera con el mismo emblema que lucían las puertas del vagón. Sally podía verlo ahora con toda claridad a la luz del sol poniente: era una estrella plateada.
Equipaje, criados, la casa… Estaba claro que había venido para quedarse. Sally no había imaginado que resultara tan sencillo.
Empezaba a sentir el cuerpo rígido y dolorido. También tenía hambre y sed, pero eso de momento no importaba. Sin embargo, la rigidez del cuerpo sí era importante. Se puso en pie y caminó bajo los árboles, sin dejar de contemplar la fábrica. A medida que las sombras se alargaban, la luz tras las ventanas parecía más brillante, y el ritmo de trabajo también se modificaba. Cuando el valle ya estaba en sombras, sonó una sirena; al cabo de unos minutos, un primer grupo de hombres atravesó las puertas del complejo para volver a su casa. Otro grupo, sin embargo, se quedó dentro, y ante cada edificio montaba guardia un vigilante nocturno. La zona de alrededor del almacén de explosivos estaba iluminada como el escenario de un teatro, seguramente con luces eléctricas. La luz que reverberaba en la blanca gravilla daba al lugar un aire irreal, como las escenas que se ven a través de la linterna mágica.
La noche era húmeda, y la hierba ya estaba impregnada de rocío. Sally recogió su bolso del suelo y se lo apretó sollozando contra el pecho, sin saber por qué.
Pensó en el rostro de Frederick, inmóvil bajo la lluvia, entre las cenizas…
La invadió una oleada de tristeza, de compasión y de dolor. El amor y la nostalgia que sentía por Frederick estuvieron a punto de derribar sus defensas. Abrumada por la pena que la ahogaba, pronunció su nombre en voz alta, pero en el último momento se agarró como a una tabla de salvación a la idea que la había llevado hasta allí. La oleada de dolor la atravesó y se alejó.
Tenía que moverse. Se abrió paso entre los árboles, concentrándose en los movimientos que hacía: levantar el pie izquierdo para sortear esas raíces, ahora subirse un poco la falda para que no se enganche en las zarzas… Se arrebujó en la capa, se alisó la falda y se encaminó hacia el valle en medio de la noche.
Tal como esperaba, había un vigilante en la entrada. Lo que no había imaginado era que el lugar fuera tan inmenso, que las puertas de hierro fueran tan macizas, que el cercado rematado de pinchos fuera tan sólido, que las luces fueran tan brillantes que iluminaran incluso el suelo de la garita del vigilante. El guarda llevaba un uniforme con el emblema de la North Star en el pecho y en la gorra. Al ver llegar a Sally, se acercó lentamente y con aire arrogante a la puerta, balanceando en la mano un pequeño bastón. La miró de arriba abajo con desconfianza, los ojos entrecerrar dos bajo la gorra. Pese a que sus sentimientos estaban muy lejos de allí, Sally no pudo evitar un escalofrío.
—Quiero ver a Mr. Bellmann —dijo a través de los barrotes.
—Tendrá que esperar hasta que yo reciba instrucciones de dejarla pasar —respondió el guarda.
—Por favor, ¿quiere avisarle de que Miss Lockhart está aquí y desea verle?
—No me está permitido abandonar mi puesto. No he recibido instrucciones para dejar entrar a nadie.
—Entonces, mándele un mensaje…
—No me diga cómo tengo que hacer mi trabajo…
—Ya va siendo hora de que alguien se lo diga. Si no le manda un mensaje a Mr. Bellmann ahora mismo, le aseguro que se arrepentirá.
—¿Y si no se encuentra aquí?
—Le he visto llegar. Dígale que Miss Lockhart está aquí. Avísele ahora mismo.
Sally le miró fijamente, y el hombre no tardó en volverse y meterse en la garita. Se oyó el sonido distante de un teléfono, pero el guarda no volvió a salir. Al poco tiempo, una luz se acercó desde la casa; era un criado con un farol. Cuando llegó a la puerta, echó una mirada de curiosidad a Sally y luego entró en la garita para decirle algo al guarda.
Al cabo de un minuto salieron los dos. El guarda abrió la puerta y Sally entró.
—He venido a ver a Mr. Bellmann —le dijo al criado—. ¿Puede conducirme hasta él, por favor?
—Sígame, señorita, y veré si Mr. Bellmann puede recibirla.
El guarda cerró la puerta y Sally siguió al criado, que la condujo hasta la casa por un sendero que pasaba entre las naves que guardaban la maquinaria y las vías muertas. Sus pasos hacían crujir la gravilla del sendero. Sally oyó un ruido que provenía de una de las naves a su izquierda; parecía que estuvieran haciendo rodar enormes rodillos de metal; un poco más lejos se oía una vibración continuada, como el pulso de un gigante, y de vez en cuando llegaban hasta ella ráfagas de martillazos y el rechinar de la piedra o el metal. Pasaron junto a un edificio que estaba algo apartado del sendero. Las puertas —inmensas hojas de metal que pendían de unos rodillos— estaban abiertas y dejaban ver una luz siniestra. Sally vio cómo caía un chorro de metal fundido y una lluvia de chispas que saltaba.
A Sally, aquellos sonidos le resultaban amenazadores y terribles. Le parecían ruidos inhumanos, monstruosos, procedentes de repugnantes instrumentos de tortura. Cuanto más se internaba en aquel universo de metal, fuego y muerte, más pequeña y frágil se sentía. Ahora ya notaba el hambre, la sed y el cansancio. La cabeza le dolía terriblemente, tenía los pies empapados, y debía de presentar un aspecto descuidado, de persona débil e insignificante.
Recordó que en una ocasión estuvo frente a las cataratas de Schaffhausen, en Suiza, y se sintió sobrecogida ante el espectáculo. Percibió toda la fuerza de aquel salto de agua, y pensó que si cayera dentro, se vería arrastrada en un instante y desaparecería para siempre. Ahora sentía lo mismo. Ésta inmensa empresa, capaz de mover millones de libras, de llegar a pactos secretos con poderosos gobiernos, de implicar a cientos o quizá miles de trabajadores…, funcionaba con una fuerza infinitamente más grande que cualquier cosa que ella pudiera hacer en su contra.
Pero eso no tenía importancia.
Por primera vez, se permitió pensar en Fred. ¿Qué haría si se enfrentara a algo mucho más poderoso que él? La respuesta le llegó de inmediato: mediría fríamente el alcance de sus fuerzas frente a las de su contrincante, y si el resultado le fuera desfavorable, bueno, pues así sería, pero eso no le haría desistir; soltaría una carcajada y atacaría igualmente. ¡Oh, cómo admiraba su animoso coraje! Y no se trataba de temeridad; él siempre era consciente del peligro, mucho más consciente, en realidad, que cualquier otra persona. Siempre sabía el peligro que corría, y por eso necesitó mucho más valor para hacer lo que hizo durante el incendio.
Entonces tropezó y cayó al suelo. Se puso a sollozar en medio del oscuro sendero, agarrando el bolso con fuerza. Incapaz de controlarse, se vio sacudida por espasmos y ahogada por las lágrimas mientras el criado permanecía de pie a unos pasos, sosteniendo el farol en alto. Al cabo de un minuto (¿o fueron más?), consiguió rehacerse, se secó los ojos con el arrugado pañuelo y le hizo un gesto al criado para indicarle que podían continuar.
Sí, pensó, eso es lo que haría Frederick: calcularía las posibilidades de triunfo y atacaría a pesar de todo, y lo haría alegremente, sin vacilar. Así que eso mismo haría ella, por el amor que le tenía a Fred, porque quería mostrarse digna de él. Se enfrentaría a Axel Bellmann aunque estuviera muerta de miedo; se comportaría como Fred y escondería la angustia que le agarrotaba las entrañas, ahora que el momento se acercaba. Estaba tan atemorizada que a duras penas podía poner un pie delante del otro.
Pero lo logró. Con la cabeza bien alta y las lágrimas rodándole por las mejillas, subió las escaleras tras el criado y entró en la casa de Axel Bellmann.
Bien entrada la mañana del domingo, Jim Taylor se despertó con un insoportable dolor de cabeza y unos pinchazos terribles en la pierna. Cuando se incorporó y consiguió sentarse en la cama, vio que tenía la pierna enyesada hasta la rodilla.
Al principio no sabía dónde se encontraba. Durante un minuto, no recordó absolutamente nada. Luego algo le vino a la memoria; se tumbó un instante sobre los mullidos almohadones y cerró los ojos. Recordó que Fred había vuelto en busca de esa zorra medio chalada, Isabel Meredith. Recordó que había forcejeado con Webster y Mackinnon y alguien más para ir tras él. Pero eso era todo.
Se volvió a incorporar de golpe. Estaba en una habitación cómoda, incluso lujosa, que no había visto nunca… Oía el tráfico de la calle y veía un árbol por la ventana… ¿Dónde demonios estaba?
—¡Eh! —gritó.
Vio que junto a la cama colgaba una cuerda para tocar la campana y tiró con fuerza de ella. Luego intentó sacar las piernas del lecho, pero el dolor le hizo desistir. Volvió a gritar.
—¡Eh! ¡Fred! ¡Mr. Webster!
Se abrió la puerta y entró un solemne personaje vestido de negro. Jim lo reconoció: era el criado de Charles Bertram, Lucas.
—Buenos días, Mr. Taylor —saludó el hombre.
—¡Lucas! —dijo Jim—. ¿Es ésta la casa de Mr. Bertram?
—Sí.
—¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Son casi las once de la mañana, Mr. Taylor. Lo trajeron a las cinco de la madrugada. Estaba usted inconsciente, según tengo entendido. Ya se habrá dado cuenta de que un médico le ha curado la pierna.
—¿Está Mr. Bertram? ¿O Mr. Garland? Y Mr. Mackinnon, ¿dónde está?
—Mr. Bertram está ayudando en Burton Street, señor. No podría decirle dónde se encuentra Mr. Mackinnon.
—¿Y Miss Lockhart? ¿Y Frederick? Me refiero al joven Mr. Garland. ¿Se encuentra bien?
El inexpresivo rostro del criado se contrajo en un espasmo de compasión, y Jim sintió como si se le clavara un puñal en el corazón.
—Lo siento muchísimo, Mr. Taylor, pero Mr. Frederick Garland falleció cuando intentaba sacar a una señorita del edificio en llamas…
De repente, los contornos de la habitación se disolvieron y todo se volvió borroso. Lucas se marchó, cerrando la puerta con cuidado, y Jim apoyó la cabeza en los almohadones y rompió a llorar con una desesperación que no sentía desde que era un chiquillo. Se vio sacudido por violentos accesos de llanto, interrumpidos de vez en cuando por gritos de furia y de incrédulo estupor. No podía creer que estuviera llorando, no podía creer que Fred hubiera muerto, ni que Bellmann siguiera por ahí tan campante después de lo que había hecho. Porque estaba claro lo que había ocurrido. Bellmann era tan responsable de la muerte de Fred como si le hubiera clavado una daga en el corazón. Y pagaría por ello, por Dios que sí. ¿Cómo podía haberle pasado esto a Fred? Habían sobrevivido a tantas peleas, se habían tomado el pelo y se habían reído tanto juntos…
Le acometió otro acceso de llanto. En las novelas que Jim escribía y en las que leía, los hombres nunca lloraban, pero sí lo hacían en la vida real. Cuando Jim tenía diez años, su padre lloró cuando su esposa —la madre de Jim— murió de tisis; el vecino, Mr. Solomons, también lloró cuando el casero desalojó a su familia y los dejó a todos en la calle…, lloró y maldijo, y Dick Mayhew, el campeón de pesos ligeros, lloró cuando Bob Gorman el Batallador le arrebató el título. No había que avergonzarse de las lágrimas. Eran una muestra sincera de dolor.
Dejó que el llanto remitiera un poco y luego se incorporó y tiró otra vez de la cuerda para hacer sonar la campana. A pesar del dolor, se volvió de lado y apoyó los pies en el suelo. Lucas llegó enseguida con una bandeja.
—¿Y Miss Lockhart? —preguntó Jim—. ¿Sabes dónde se encuentra?
Lucas colocó la bandeja sobre la mesilla que había junto a la cama y la hizo girar hasta dejarla frente a Jim. Por primera vez, Jim se dio cuenta de que llevaba puesta una camisa de dormir de Charles, y observó que sobre la bandeja había una taza de té, tostadas y un huevo pasado por agua.
—Según le oí decir a Mr. Bertram, se fue de Burton Street poco después de que los bomberos sacaran el cadáver de Mr. Garland del edificio. Pero no sabría decirle adónde ha ido.
—¿Y Mackinnon? Perdona si ya te lo he preguntado antes, pero me siento bastante confuso. ¿Qué sabes de lo sucedido?
Mientras Jim se tomaba el té y untaba mantequilla en las tostadas, Lucas le explicó lo que sabía. A las cinco de la mañana, Webster envió un mensaje a Charles pidiéndole ayuda. Charles fue inmediatamente a Burton Street, y allí se encontró con que Jim necesitaba atención médica porque se había caído al trepar por las sábanas atadas para ayudar a Frederick. Lo envió inmediatamente a su casa, al cuidado de Lucas, y mandó llamar a un médico para que le mirara la pierna. Ahora seguía con Webster en Burton Street, y seguramente se quedaría allí un tiempo más. Sally había desaparecido, lo mismo que Mackinnon. Jim cerró los ojos.
—Tengo que encontrarlo —dijo—. ¿Mr. Bertram te ha contado algo de este asunto, Lucas?
—No, señor. Por supuesto, me daba cuenta de que sucedía algo raro. Mr. Taylor, debo advertirle que el médico que le enyesó la pierna insistió mucho en que no debía moverse. Mr. Bertram me pidió que le preparara una habitación y dispusiera lo necesario para una estancia larga, señor. Realmente, yo le aconsejo…
—Esto es muy amable de parte de Charles, y así se lo diré cuando lo vea, pero no puedo quedarme… Esto es urgente. ¿Me haces el favor de pedirme un coche de alquiler? Y necesito ropa, porque supongo que la mía estará quemada o algo así. Maldición, ahora recuerdo que iba en camisa de dormir. ¿Puedes buscarme algo que pueda ponerme?
Quince minutos más tarde, Jim, vestido con un traje de Charles que estaba lejos de ser de su talla, iba en un coche de alquiler de camino a Islington. Cuando el carruaje se detuvo frente a la casa de Sally, Jim le pidió al cochero que esperara. Ayudándose de un bastón que había tomado prestado de Lucas, subió los escalones y llamó a la puerta.
Al cabo de un momento, le abrió el casero de Sally. Era un viejo amigo; en los viejos tiempos, antes de la llegada de Sally, había estado trabajando para Frederick y los conocía bien a todos. Parecía preocupado.
—¿Está Sally? —le preguntó Jim.
—No, se fue hace horas —dijo Mr. Molloy—. Llegó a eso de las cinco de la mañana, me parece, se cambió de ropa y se marchó. Tenía un aspecto terrible. ¿Qué ocurre, Jim? ¿Qué te ha pasado en la pierna?
—Escucha, amigo. Ha habido un incendio en Burton Street Fred ha muerto. Siento decírtelo así, de golpe, pero es necesario que encuentre a Sally, porque se va a meter en un lío. ¿No dijo nada de a dónde iba?
El hombrecillo se había puesto pálido. Sacudió la cabeza, incrédulo.
—Mr. Fred… No puedo creerlo.
—Lo siento, amigo, pero así es. ¿Está tu mujer?
—Sí, pero…
—Dile que se quede aquí por si acaso vuelve Sally. Y si quieres echar una mano, lo mejor que puedes hacer es irte directo a Burton Street. Allí les irá bien un poco de ayuda. Ah, oye —se le acababa de ocurrir una idea, y echó un vistazo al vestíbulo—. ¿Tienes algún objeto que pertenezca a Sally?… Esto mismo servirá.
Descolgó del gancho que había junto a la entrada un gorro que Sally solía ponerse. Mr. Molloy contempló estupefacto la escena.
—¿Pero adónde vas? —preguntó—. ¿Qué ocurre, Jim?
—Tengo que encontrar a Sally —dijo Jim, y bajó cojeando como pudo las escaleras—. Échale una mano a Mr. Webster, es lo mejor que puedes hacer.
Se introdujo rápidamente en el coche de alquiler y apretó los dientes para no gritar de dolor.
—A Hampstead —le dijo al cochero—. Kenton Gardens, número quince.
***
Cuando le abrió la puerta, la casera de Mackinnon reconoció a Jim del día anterior y retrocedió asustada.
—No se preocupe, señora —dijo él—. Hoy no habrá jaleo. ¿Está Mr. Mackinnon?
La mujer asintió.
—Sí, pero…
—Muy bien, entonces entraré, si me lo permite. ¡Espéreme aquí! —le gritó al cochero, y entró cojeando en la casa. El dolor le provocaba sudores fríos. Se sentó en el escalón para ir subiendo sentado. La casera lo miraba con la boca abierta.
Cuando llegó a la puerta de la habitación de Mackinnon, se puso otra vez en pie y golpeó fuertemente con el bastón.
—¡Mackinnon! —gritó—. ¡Déjeme entrar!
Nadie respondió. Jim golpeó la puerta de nuevo.
—¡Vamos, ábrame! Por el amor de Dios, Mackinnon, soy Jim Taylor. No le haré daño… Necesito su ayuda.
Se oyó un arrastrar de pies y el sonido de una llave que giraba en la cerradura. La puerta se abrió y Mackinnon sacó la cabeza. Estaba pálido y soñoliento, y miraba con desconfianza. Jim estuvo a punto de perder los estribos. ¡Había tanto que hacer, y ese miserable gusano se había puesto a dormir! Hizo un esfuerzo por controlarse.
—Déjeme pasar, ¿quiere? Necesito sentarme…
Fue cojeando hasta una silla. Estaba claro que la casera se había dado prisa en reponer los muebles. En la habitación todavía se veían las señales de la pelea del día anterior, pero en cambio la cama y el armario eran nuevos.
—¿A dónde ha ido Sally? —preguntó Jim—. ¿Tiene usted idea?
—No —dijo Mackinnon.
—Bueno, pues tenemos que encontrarla. Y hay un truco, no sé cómo se llama… Bueno, no es un truco, sino una especie de cosa paranormal… Lo he leído en alguna parte. Me han dicho que tiene usted poderes, por lo menos en ocasiones. Tenga esto.
Le entregó a Mackinnon el gorro de Sally. Éste lo tomó, se sentó en la cama y colocó el gorro junto a él.
—Lo que he leído es que cogen un objeto que pertenece a otra persona, se concentran en él y entonces saben dónde se encuentra esa persona. ¿Es cierto eso? ¿Usted puede hacerlo?
Mackinnon asintió con la cabeza.
—Sí —dijo. Se pasó la lengua por los labios resecos—. A veces, pero…
—Entonces hágalo. Esto es de Sally. Lo lleva muy a menudo. Tiene que averiguar dónde está ella ahora, y tiene que hacerlo ya. Adelante, no le interrumpiré. Sin embargo, si tuviera por aquí un poco de coñac, no le diría que no…
Mackinnon dio una ojeada a la pierna de Jim y sacó un fiasco de plata de la mesilla de noche. Jim echó un buen trago. Se quedó sin respiración cuando el líquido le quemó la garganta. Mackinnon tomó el gorro.
—De acuerdo —dijo—, pero no le garantizo nada. Si no veo nada, no puedo decir nada. Y éste no me parece el mejor momento para… De acuerdo. Deje que me concentre.
Jim sentía unos pinchazos terribles en la pierna y un fuerte dolor de cabeza. Echó otro trago del frasco —dejando esta vez que el líquido bajara más lentamente— y cerró los ojos, igual que el mago. Un trago más. Enroscó el tapón del fiasco y se lo metió en el bolsillo.
—Norte —dijo Mackinnon, al cabo de un minuto—. Va hacia el norte. Creo que está en un tren. Veo un emblema de plata. ¿Una estrella, tal vez? Sí, en efecto. Supongo que puede tratarse de su destino.
—North Star —dijo Jim—. Tiene sentido. ¿Y cree que va hacia el norte?
—Sin ninguna duda.
—¿A dónde?
—Todavía está de viaje. Esto no es una ciencia exacta, ¿sabe?
—Soy consciente de eso. ¿Pero puede decirme si es en dirección noreste o noroeste? ¿O si es muy al norte?
—La sensación se debilita. No tiene que hacer tantas preguntas —dijo Mackinnon en tono muy serio—. Ahora ya ha desaparecido. —Dejó caer el gorro sobre la cama y se puso en pie.
Jim se levantó, apoyándose en el bastón.
—Muy bien. Entonces vístase —dijo—. No sé en qué momento se marchó usted de Burton Street Tal vez ignore que Frederick ha muerto. El mejor compañero que he tenido jamás; nunca encontraré otro igual. Y ahora Sally se ha ido y está en peligro, y nosotros dos, juntos, la vamos a encontrar. No sé lo que haría si ella también falleciera, porque la quiero. ¿Entiende, Mackinnon? ¿Sabe lo que es el amor? La quiero como quería a Fred, como a una amiga. Dondequiera que ella vaya, iré yo, y usted vendrá conmigo, porque por su culpa ellos se metieron en este lío. Así que vístase y páseme la guía Bradshaw.
Mackinnon se había quedado sin habla. Le entregó la guía de ferrocarriles y empezó a vestirse. Jim pasó las páginas con manos temblorosas y miró los horarios de los trenes que iban hacia el norte en domingo.