El asedio

Eran las tres y media cuando llegaron a Burton Street. Sally llamó a un médico para que echara un vistazo a la mejilla de Jim, hizo que Frederick se sentara y se tomara un coñac, preparó una cama para Mackinnon en el dormitorio de Jim y fue a la tienda a decirle a Isabel que Mackinnon había llegado. Isabel palideció, asintió con la cabeza y, sin decir una sola palabra, se inclinó de nuevo sobre su trabajo.

La visita del médico no contribuyó a mejorar el humor de Jim. En cuanto le curaron la herida, salió disparado al nuevo estudio para intercambiar unos cuantos insultos con los pintores, a los que recordaba de anteriores risitas. Mackinnon se quedó sentado en la cocina y Frederick rebuscaba en el bote de las galletas.

—¿Te han hecho daño? —preguntó Frederick.

—No, sólo unos cuantos golpes. Gracias.

—Estuvo muy bien de tu parte, eso de agarrarle la muñeca. De otro modo, hubiera atacado a Jim…

Se abrió la puerta trasera y entró Jim, tan malhumorado como antes. Se sirvió una galleta y se arrellanó en el sofá.

—No son los mismos pintores —dijo—. A éstos sólo les importa su trabajo. No tienen conversación. ¿Os acordáis de los que vinieron cuando montamos la tienda? Un día mandaron a Herbert a buscar un destornillador para zurdos, y cuando el pobre volvió sin haberlo encontrado, le dijeron que lo que en realidad necesitaban era una libra de agujeros. Le dieron dos peniques para que fuera a la tienda de Murphy a comprarlos… Pobre diablo. Bueno, ¿y nosotros qué hacemos ahora?

—Cerraremos la tienda —dijo Sally, que entraba en ese momento—. Les he dicho a Mr. Blaine y a los demás que pueden irse temprano a casa. Lo que haremos será cerrar y comer algo. Como pensaba que Jim se acabaría las galletas, he comprado bollitos. Espero que le gusten los bollitos, Mr. Mackinnon. ¿Se han marchado ya los pintores?

Aquel mismo día, mucho más tarde, Frederick y Sally se quedaron solos en la cocina. Isabel se había ido a la cama sin ver a Mackinnon, Jim se acostó cansado y dolorido, Webster y Mackinnon también se fueron temprano a dormir.

Sally estaba acurrucada en una esquina del viejo sofá; Frederick se había arellanado en la butaca junto al fuego, con los pies apoyados en el cubo del carbón. La lámpara de aceite arrojaba una cálida luz sobre el mantel a cuadros, sobre las cartas con las que Mackinnon les había estado entreteniendo, sobre el dorado whisky que había en la botella y sobre el rubio cabello de Sally. Frederick se inclinó hacia delante y depositó el vaso en el suelo junto a la butaca.

—¿Sabes que nos ayudó contra esos dos tipos? —dijo—. Me refiero a Mackinnon. Intentó agarrar el cuchillo que Harris iba a clavarle a Jim. ¿Y ahora qué podemos hacer, Lockhart? Antes que nada, creo que hemos de anunciar esa boda en el periódico.

—Tienes razón —dijo Sally—. Mañana por la mañana iremos a la Pall Mall Gazette. Y después… le pediré consejo a Mr. Temple sobre las patentes. Me parece que casi hemos pillado a Bellmann, pero no estoy segura de que lo tengamos atrapado todavía. Faltan las patentes rusas, pero eso es circunstancial, no es una prueba incriminatoria, me parece. Creo que…

—Hemos de saber hasta dónde llegan sus influencias. Los policías que entraron en tu casa, ¿eran policías de verdad? Si lo eran, es que tiene mucho poder, y en tal caso tendremos que extremar las precauciones. Es importante saber a qué nos enfrentamos y actuar en el momento apropiado… ¿Quiénes eran esos tipos a los que lord Wytham visitó en el Foreign Office? Si supiéramos a qué departamento pertenecían, tendríamos más datos sobre qué pasos dar. Y no será difícil enterarse. Allí hay muchos rumores de pasillo. El lunes me pasaré por Whitehall para ver qué me cuentan.

—¿Sabes? —dijo Sally—. Todavía no tengo ni idea de qué hacer para recuperar el dinero de mi clienta. A menos que se ofrezca una recompensa… De hecho, ahora que lo pienso, creo que se ofrece una recompensa para el que tenga información sobre la desaparición del Ingrid Linde. Es lo único que no hemos investigado…

Se inclinó para avivar el fuego; el carbón chisporroteó, y del emparrillado cayeron cenizas.

—¿Fred?

—¿Mmmmm?

—Quisiera disculparme por lo de la otra noche. Me comporté como una estúpida, y no me lo puedo perdonar. Me encanta trabajar contigo, de verdad. Creo que formamos un buen equipo. Si todavía estás dispuesto a…

Se detuvo, porque no sabía cómo continuar. Frederick se incorporó en el asiento y se inclinó hacia ella. Tomó entre las manos el rostro de Sally y lo volvió hacia él.

En ese momento se oyó el timbre de la puerta de la tienda.

Frederick soltó una maldición y se apoyó de nuevo en el respaldo.

—¿Quién demonios será, a estas horas? —dijo.

Los dos se miraron, y miraron la hora en el reloj. Eran las diez y media.

—Iré a ver —dijo Frederick, poniéndose en pie—. No tardaré.

—Ten cuidado, Fred —dijo Sally.

Frederick atravesó la tienda, que estaba a oscuras, y abrió la puerta. Fuera, un hombre menudo, con abrigo y bombín, esperaba parpadeando en medio de la llovizna.

—¿Es usted Mr. Garland? —preguntó.

Era el hombre del palco del teatro de variedades, el secretario de Bellmann. Frederick soltó una carcajada. Le parecía increíble que hubiera tenido el descaro de presentarse allí.

—Buenas noches —dijo—. Usted es Mr, Windlesham, si no me equivoco. Pase, por favor.

Se apartó para dejarle entrar, recogió su abrigo y su bombín y lo condujo hasta la cocina.

—Sally —dijo—, me parece que conoces a este caballero.

Sally se incorporó, con cara de asombro.

—Disculpen que me presente a estas horas —dijo el hombrecillo—. Ya nos conocemos, Miss Lockhart. Nos conocimos en tristes circunstancias. Me sentiría muy honrado si usted y Mr. Garland se dignaran escuchar la propuesta que quiero hacerles.

Sally miró a Frederick con los ojos como platos, y luego miró a Windlesham.

—Debo añadir que hablo únicamente en mi nombre —siguió el hombrecillo—. Mr. Bellmann no sabe que he venido.

Se hizo un momento de silencio. Ni Frederick ni el visitante se habían sentado todavía. Frederick se acercó a la mesa y le ofreció una silla a Windlesham. Los dos tomaron asiento. Sally se levantó del sofá para sentarse junto a ellos, encendió la luz y recogió las cartas que estaban desparramadas sobre la mesa.

—Comprendo su vacilación —dijo Windlesham—. Si quieren, puedo explicarles por qué he venido a verles.

—Sí, por favor —dijo Frederick—. Pero antes, acláreme una cosa. ¿Ya no trabaja para Bellmann?

—Técnicamente, todavía estoy a su servicio. Pero ahora estoy convencido de que, si cambio de señor, por así decirlo, muchas personas saldrán beneficiadas. No puedo dar mi aprobación a la operación que Mr. Bellmann lleva a cabo con la North Star. Por más que lo intento, no me gusta, Miss Lockhart. Considero que el autorregulador Hopkinson es un invento diabólico que debería ser borrado de la faz de la Tierra. He venido a verles porque he seguido sus actuaciones —la suya y la de Mr. Garland— con una admiración cada vez mayor, y quiero poner a su disposición todo lo que sé. —Se quitó las gafas, que se habían empañado debido al calor de la habitación—. Me imagino que han descubierto en qué consiste el autorregulador Hopkinson. No es que tenga la certeza, pero me extrañaría que…

—El cañón a vapor —dijo Frederick—. Sí, estamos enterados. Y también sabemos lo de Hopkinson.

—O Nordenfels, ¿no? —Mr. Windlesham volvió a ponerse las gafas y sonrió amablemente.

—¿Y qué quiere a cambio? —preguntó Sally. Todavía se encontraba bajo los efectos de la sorpresa que le había provocado la aparición de Windlesham, y desde luego no se fiaba de él.

—Sólo quiero… —¿cómo explicarlo?— una corroboración que me sirva de protección —respondió el hombre—. Cuando la empresa de Mr. Bellmann se hunda, lo que no tardará en suceder, quiero que alguien atestigüe que estaba con él para espiarle, simplemente. Confiaba en que ustedes pudieran garantizarme esa salida.

—¿Y por qué no acude a la policía?

—Todavía no es el momento. La influencia de Mr. Bellmann llega hasta escalafones muy altos en la policía, y también en la judicatura. En este momento, cualquier actuación sería un paso en falso, estoy convencido. Nos encontraríamos inmersos en una serie de demandas por libelo y calumnia, y perderíamos. Esto no serviría más que para poner sobre aviso a los culpables. No, ahora no es el momento de acudir a la policía. Hay que esperar hasta que la empresa esté a punto de hundirse.

—¿Y por qué va a hundirse? —preguntó Frederick.

—Porque está sobredimensionada —dijo Mr. Windlesham—. Puedo darles los datos sobre préstamos, dividendos y emisión de acciones, pero el asunto es que todo el dinero está invertido en el autorregulador, y no se está produciendo a una velocidad suficiente. Han surgido problemas imprevistos con el suministro de materiales, y dificultades con las pruebas. Se trata de una máquina muy compleja; si quieren, como ya les he dicho, les suministraré los detalles. Yo calculo que a Mr. Bellmann le quedan tres semanas antes de que se produzca la catástrofe. Podría retrasarse un poco, tal vez; si consigue un suministro de grafito, por ejemplo, pero el final no está lejos.

—¿Quién es el cliente? —preguntó Sally—. ¿Quién es el comprador del cañón a vapor o del autorregulador?

—Rusia. El zar está cada vez más preocupado por el crecimiento del movimiento anarquista entre la población. Y ahora que se extiende hacia Siberia —habrán oído hablar del tendido ferroviario previsto— ya pueden imaginarse lo útil que resultaría un arma así. Pero la North Star está buscando otros clientes. Los prusianos parecen interesados. Los mexicanos han enviado un observador al lugar de las pruebas. Estamos en un momento crítico, Mr. Garland, en el que la balanza puede inclinarse a uno u otro lado. Si logramos que se incline hacia el lado correcto…

—Cuéntenos lo que sucedió con el Ingrid Linde.

—Ah, el barco que desapareció. Esto…, bueno…, sucedió en una etapa anterior de la carrera de Bellmann; yo no estaba con él todavía. Pero creo que la lista de pasajeros incluía el nombre de un hombre que presenció la pelea entre Bellmann y Ame Nordenfels. Desde luego, el hecho de que la Anglo-Baltic se fuera a pique significó que las empresas navieras de Mr. Bellmann podrían desarrollarse sin obstáculo alguno.

—Quisiera tener una prueba escrita de la implicación de Bellmann en el caso —dijo Sally.

—Será difícil. Llevaré a cabo una investigación… Tendré que ir con pies de plomo, pero haré cuanto esté en mi mano.

—Ha hablado usted de influencias —dijo Frederick—. ¿Hasta dónde llegan sus tentáculos en el Gobierno? ¿Y entre los funcionarios?

—Oh, llegan bastante arriba. El dinero de Mr. Bellmann ya ha resultado muy útil a la hora de conseguir permisos y autorizaciones para la exportación de armamento. Si me permiten el comentario, han estado ustedes haciendo unas preguntas muy astutas, y en poco tiempo habrían puesto en un serio apuro a personas muy bien situadas.

—¿Quiénes son? —dijo Frederick—. Hasta ahora no nos ha dicho nada que no supiéramos. Queremos nombres, Mr. Windlesham, nombres.

—Sir James Nash, el inspector general de Artillería en el Ministerio de Guerra. Sir William Halloway-Clark, subsecretario del Foreign Office. El embajador en Rusia. Y hay otros, en altos puestos…

—¿Se ha hablado de esto en el consejo de ministros? —preguntó Sally—. ¿Ha aprobado el Gobierno la fabricación y venta de este armamento?

—Oh, no. Seguro que no. Los funcionarios que he mencionado están actuando de forma deshonesta. Si esto saliera a la luz, provocaría un escándalo terrible.

—Y lord Wytham, ¿qué pinta en todo esto? —preguntó Frederick.

—Ah, ¡el padre de la novia! —dijo burlón Mr. Windlesham—. La aventura de Escocia fue un asunto muy romántico, ¿no les parece? ¿Y han tenido más suerte que nuestros hombres en la búsqueda del escurridizo novio?

—Ya que lo pregunta, le diré que sí —dijo Frederick—. Lo hemos puesto a salvo. Está en Londres al cuidado de un buen amigo. Así no se escapa, y ustedes no lo pueden encontrar. ¿Qué piensa hacer lord Wytham?

—Es un asunto muy difícil para él —dijo Mr. Windlesham con tristeza—. Le han dado un cargo en la empresa debido a sus relaciones con altos cargos gubernamentales. En este sentido podía resultar útil, pero…, bueno, el asunto de Escocia no tardará en conocerse. Mr. Bellmann es consciente de que no podrá mantenerlo mucho más tiempo en secreto. Es uno de los problemas que le acosan. Y resulta todavía más problemático para lord Wytham, por supuesto. Puede que le resulte fatal.

—Me pregunto qué quiere decir con esto —dijo Frederick—. No, no se moleste en explicármelo. Por cierto, ¿fue usted quien contrató a Sackville y Harris? ¿Y al hombre que atacó a Miss Lockhart ayer noche?

—Debo reconocer mi parte de culpa —admitió Mr. Windlesham—. No me gustó hacerlo, créanme. Me avergüenzo de ello, y desde entonces me consume el remordimiento. Mi mayor alivio fue enterarme esta mañana de que estaba usted viva. En cuanto a Mrs. Budd, me he encargado de pagar la cuenta del hospital. La he pagado con mi propio dinero, naturalmente, porque no podría cargarlo en la factura de la empresa sin levantar sospechas.

—¿Y por qué la atacaron? —preguntó Frederick.

—Era una advertencia dirigida a Miss Lockhart —dijo simplemente Mr. Windlesham—. De haber conocido las cualidades de Miss Lockhart, hubiéramos actuado de diferente manera. Yo me opuse desde el primer momento; desapruebo cualquier forma de violencia. Pero Mr. Bellmann me desautorizó.

Frederick miró a Sally, que conservaba un semblante inexpresivo.

—Bien, Mr. Windlesham, ha sido muy interesante —dijo Frederick—. Gracias por venir. Encontrará una parada de coches de alquiler al final de la calle.

—Esto… ¿Y qué me dicen de mi propuesta? Entiéndanme, he corrido un riesgo viniendo a verles.

—Sí —dijo Sally—. Supongo que tiene usted razón. Tenemos que pensarlo. ¿Dónde podemos encontrarlo?

Se sacó una tarjeta del bolsillo.

—Me encontrarán en esta oficina. No estoy siempre, pero si me envían una carta a esta dirección, la recibiré en cuestión de veinticuatro horas. Miss Lockhart, Mr. Garland…, ¿podrían adelantarme algo de lo que piensan hacer? ¿Aunque sea una leve indicación? Me estoy empezando a poner nervioso…

Frederick miró su rostro sonrosado y los cristales de sus gafas, que centelleaban a la luz de la cocina.

—Es comprensible —dijo—. Bien, llegado el momento, aléjese de este lugar, y por lo menos no le meterán una bala en el cuerpo. Mientras tanto, será mejor que siga donde está, ¿no le parece?

—Oh, muchas gracias, Mr. Garland. Muy agradecido, Miss Lockhart. Cualquier tipo de violencia me produce auténtico terror. Y Mr. Bellmann tiene un temperamento colérico, se enfada con facilidad, se vuelve violento…

—Entiendo. Aquí tiene su abrigo y su sombrero —dijo Frederick, guiándole por la rienda en penumbra—. Le escribiremos, no se preocupe. Buenas noches, buenas noches.

Echó el cerrojo a la puerta y regresó a la cocina.

—¿Qué te ha parecido esto? —preguntó.

—No me creo una sola palabra —dijo Sally.

—Bien. Yo tampoco. ¿Que la violencia le produce auténtico terror? Pero si es el individuo más impasible que he visto en mi vida. Sería capaz de ordenar un asesinato con la misma tranquilidad con la que pide un plato de pescado en el restaurante

—Exactamente, Fred. Ahora recuerdo que cuando vino a verme, Chaka le gruñó, y él ni siquiera parpadeó. Está mintiendo, seguro. ¿Qué pretende?

—Lo ignoro. ¿Quiere ganar tiempo? En todo caso, esto demuestra que estamos en el buen camino.

Tomó asiento frente a Sally y movió la lámpara de modo que la luz la iluminara. Sally le miraba muy seria.

—Sí —dijo—. Fred, lo que estábamos hablando cuando…

—Quiero aclararte una cosa a propósito de lo que dije el otro día de que no me gustabas y de que teníamos que dejar de trabajar juntos… No sé lo que dije, pero no hagas ningún caso. No puedo separarme de ti, Sally. Seguiremos juntos hasta el día en que nos muramos, y no quiero que sea de otra manera.

Entonces Sally sonrió. Fue una sonrisa tan alegre y espontánea, que a Frederick el corazón le dio un brinco.

—Sally… —dijo, pero ella le interrumpió.

—No digas una palabra más.

Se levantó con ojos brillantes y se inclinó para apagar la lámpara. Durante un instante, permanecieron los dos a oscuras, de pie a la débil luz del hogar. Sally hizo un movimiento involuntario hacia Fred, y de repente se abrazaron con torpeza y juntaron sus rostros en la oscuridad.

—Sally.

—Shhhh… —susurró ella—. No digas nada. Tengo mis razones.

Entonces él la besó en los ojos, en las mejillas, en el cuello, en los orgullosos labios, y de nuevo intentó hablar, pero Sally le tapó la boca con la mano.

—¡No hables! —le musitó al oído—. Si dices una palabra más, yo… no podré…, oh, Fred, Fred…

Le agarró de la mano y tiró de él nerviosamente, con urgencia. Abrió la puerta que daba a la escalera, y al cabo de un momento se encontraban en su cuarto. Aunque el fuego del hogar se había consumido, los rescoldos mantenían la habitación todavía caliente. Frederick cerró la puerta con el codo y volvió a besarla. Temblando como niños, se abrazaron con fuerza y juntaron sus labios anhelantes, sedientos el uno del otro.

—Ahora —dijo Sally—, ni una palabra, ni una sola palabra…

Mr. Windlesham no se dirigió a la parada de coches de alquiler que había al final de la calle. Un carruaje le esperaba a la vuelta de la esquina. Subió en él, pero el carruaje no se movió enseguida. El cochero esperaba. Mr. Windlesham encendió una lámpara y llenó con sus notas un par de páginas de una libretita. El carruaje siguió sin moverse. Al cabo de un par de minutos, un hombre vestido de obrero salió de la callejuela que daba a Burton Street por la parte de atrás y golpeó la ventana con los nudillos. El caballo, percibiendo tal vez el extraño olor que desprendían las ropas del hombre (¿trementina?, ¿pintura?), cabeceó.

Mr. Windlesham bajó el cristal de la ventanilla y sacó la cabeza.

—Todo listo, jefe —dijo el hombre en voz baja.

Mr. Windlesham se metió la mano en el bolsillo y le entregó una moneda.

—Bien —dijo—. Muchas gracias, y buenas noches.

El hombre se llevó la mano al sombrero a modo de saludo y se marchó. El cochero sacó el freno y levantó el látigo, y el carruaje partió en dirección oeste.

Un poco después, Frederick miraba a Sally, acostada junto a él. Estaba soñolienta, pero tenía los ojos brillantes y una expresión de placidez.

—Sally —dijo—, ¿te quieres casar conmigo?

—Desde luego.

—«Desde luego», dice. ¡Y ya está! Después de todo este tiempo…

—Oh, Fred, yo te quiero. Me ha llevado mucho tiempo saberlo. Lo siento muchísimo… Pensé que si me casaba, o si reconocía que te quería, no podría seguir con mi trabajo. Ahora me parece una tontería… Porque desde la noche pasada, desde que mataron a Chaka, he comprendido que el trabajo es una parte de mi vida, pero no toda mi vida. Y me he dado cuenta de lo mucho que te necesito. ¿Sabes en qué momento lo supe? Fue en el archivo de patentes…

Fred se rio, y Sally le mordió la nariz.

—No te rías —dijo—. Es cierto. No hay nadie como tú, nadie en el mundo entero… Oh, Fred, ahora soy otra persona. Todavía no estoy acostumbrada a pensar en estas cosas, y no sé hacerlas bien, pero lo intentaré. Y mejoraré, te lo prometo.

Las brasas se movieron y chisporrotearon sobre la rejilla de la chimenea.

—¿Te he dicho ya que te quiero? —dijo Fred—. Te quise desde el momento en que apareciste en aquella horrible carretera de la costa de Kent, con Mrs. Holland pisándote los talones. ¿Recuerdas la tienda de campaña en la que te escondiste?

—Me acuerdo muy bien. Oh, Fred, ha sido un camino tan largo…

Fred volvió a besarla, esta vez con más dulzura, y apagó la vela con los dedos.

—Hemos tenido suerte —dijo.

—Nos la hemos ganado —respondió Sally, y se acurrucó entre sus brazos.

El carruaje llevó a Mr. Windlesham hasta el número 47 de Hyde Park Cate, se detuvo para dejarle bajar y luego traqueteó hasta la cuadra que había en la parte de atrás.

Mr. Windlesham le entregó el abrigo y el sombrero al lacayo y entró un minuto más tarde en un amplio despacho.

—¿Y bien? —Axel Bellmann estaba sentado frente al escritorio.

—Está allí. Había una baraja de cartas sobre la mesa de la cocina. Es posible que hubieran estado jugando a algo, claro, pero tal como estaban dispuestas parecía como si alguien hubiese hecho unos trucos de magia. En cuanto entré, la chica las recogió, y cuando saqué a colación el tema de Escocia, el joven miró de reojo hacia las escaleras.

—¿Todo lo demás está preparado?

—Todo listo, Mr. Bellmann.

El empresario movió ligeramente su voluminosa cabeza, y en su rostro apareció la sombra de una sonrisa,

—Muy bien, Windlesham. ¿Quiere tomar un coñac conmigo?

—Muy amable de su parte, Mr. Bellmann.

Mr. Bellmann le sirvió una copa, y Mr. Windlesham se sentó pausadamente.

—¿Se tragaron su proposición? —preguntó Bellmann.

—Oh, no, en absoluto. Pero conseguí distraer su atención el tiempo necesario. —Saboreó su coñac—. ¿Sabe, Mr. Bellmann? La verdad es que esos dos me han impresionado favorablemente. Es una lástima que no podamos llegar a un acuerdo con ellos.

—Demasiado tarde para eso, Windlesham —dijo Axel Bellmann. Volvió a sentarse, sonriente—. Ya es demasiado tarde.