La tarde era seca y templada, el sol se filtraba de vez en cuando por entre unas finas nubes, y Jim se dirigía a Hyde Park, con las manos en los bolsillos y cara de pocos amigos. Fue una suerte para Mackinnon que no se topara con él en aquel momento.
Cuando llegó al parque, ya se había serenado un poco. Fue hasta Carriage Drive y se sentó sobre el césped, bajo un árbol, y se quedó mirando pasar los carruajes y peinando con los dedos las secas briznas de hierba.
No era la mejor estación para ir al parque. El momento bueno era el verano; entonces el paseo estaba tan abarrotado de carruajes que apenas se avanzaba, pero eso era lo de menos, porque se trataba de pasear por el parque y que te vieran montado en tu carruaje, con tu mozo y tu landó o tu cabriolé, con tus bayos o ruanos, recibir el saludo de lady tal o cual y darte el gusto de fingir que no veías a los conocidos de menos importancia. En los meses de invierno, toda esta batalla social se llevaba a cabo bajo techo, y al parque sólo acudían aquellos pocos que querían respirar aire puro y sacar a pasear a sus caballos.
Jim había ido hasta allí para encontrarse con lady Mary. Desde aquel maravilloso día en que la vio en el jardín de invierno, su mente había estado puesta en ella, como una aguja imantada que señala continuamente el norte. Había estado rondando por Cavendish Square para verla entrar y salir, para vislumbrarla a través de la ventana del salón…
Tenía que admitir que estaba loco por ella. Había conocido a muchas chicas, a docenas de ellas, camareras, doncellas y bailarinas, atrevidas, tímidas, gazmoñas o provocativas; había charlado y flirteado con ellas, las había llevado al teatro o al río. Nunca había tenido ningún problema para atraer a las mujeres. No era especialmente guapo, pero había adquirido una vitalidad y una seguridad en sí mismo que le conferían un cierto atractivo de hombre rudo. Además, tenía facilidad para tratar con las mujeres, porque le gustaba estar con ellas, además de besarlas; a veces eran besos apresurados en el umbral, otras veces besos más largos, en la oscuridad de los bastidores del teatro, o en el apartado cenador de los viejos jardines Cremorne, antes de que los cerraran.
Pero esto era otra cosa. A Jim no le importaba la diferencia social que había entre ellos dos: ella era la hija de un miembro de la nobleza, y él era hijo de una lavandera. Pero incluso si hubieran pertenecido a la misma clase social, Jim la habría tratado de una forma diferente, porque ella era totalmente distinta. Todo en ella le parecía especialmente bello: sus gestos de aquella tarde en el jardín de invierno, los bucles de su espesa cabellera, la tonalidad de sus mejillas, el recuerdo de su suave aliento cuando se acercó a él para susurrarle…, y no sabía qué paso debía dar.
Lo único que podía hacer era observarla. Y observándola había aprendido que tenía la costumbre de salir de casa por las tardes, y supuso que iba al parque. Fue una suposición acertada. Era el lugar idóneo para dar un paseo. Un carruaje pasó por delante del lugar donde Jim estaba sentado, ocupado en romper una hoja en pedacitos. Levantó la vista y allí estaba ella, mirándole a los ojos.
Lady Mary iba montada en su bonito carruaje con capota. Sentado en el pescante, un elegante cochero con chistera miraba altanero al frente mientras manejaba el látigo con gesto impecable. Ella iba recostada sobre el asiento, pero en cuanto vio a Jim se incorporó, abrió la boca y extendió la mano, como si fuera a decir algo. Sin embargo, el carruaje siguió adelante y la figura de lady Mary quedó oculta tras la capota.
Jim se puso en pie de un salto y corrió unos pasos tras el carruaje, sin esperanzas de alcanzarlo. Vio que el cochero ladeaba la cabeza y echaba el cuerpo hacia atrás, como para oír lo que le decían. Cuando se encontraba a unos treinta metros de distancia, el carruaje moderó la marcha. Jim cerró los ojos. Oyó que el ruido rítmico de los cascos se detenía, y la voz de la joven diciéndole algo al cochero. Luego el carruaje se marchó.
Lady Mary le esperaba bajo los árboles. Llevaba un abrigo y un manguito de astracán, y un sombrerito con una cinta verde oscuro. Estaba perfecta. Jim fue hacia ella sin pensar, como en un sueño. Le tendió las manos, y ella las tomó entre las suyas. De repente, la ensoñación se acabó y los dos recordaron quiénes eran y dónde se encontraban, y se quedaron sin saber qué decir.
Jim se quitó la gorra. «Imagino que esto es lo que se hace ante una dama», pensó.
—Le he dicho al cochero que quería caminar —dijo ella. Estaba tan nerviosa como Jim.
—Ibas en un carruaje muy bonito —dijo él.
Lady Mary asintió.
—Te has hecho daño en la boca. —Nada más decirlo, se ruborizó y apartó la mirada.
Empezaron a caminar al mismo tiempo bajo los árboles, como si se hubieran puesto de acuerdo.
—¿Siempre sales a pasear sola? —le preguntó Jim.
—¿Quieres decir sin una dama de compañía? Antes tenía una gobernanta, pero la despidieron. Mi padre no tiene demasiado dinero. O no lo tenía antes, por lo menos. Oh, no sé qué voy a hacer…
Hablaba con la timidez y la inseguridad de una niña. Incluso su extraordinaria belleza tenía algo de inacabada. Era como si no supiera qué hacer con ella; como si acabara de venir al mundo.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete.
—Escucha —le dijo Jim con dulzura—, hemos averiguado lo de Mackinnon.
La joven se detuvo y cerró los ojos.
—¿Y lo sabe él? —susurró.
—¿Te refieres a Bellmann? Sí. Por eso lo persigue. La otra noche casi lo atrapa; allí fue donde perdí un diente. Después de todo, no puedes pretender mantenerlo en secreto para siempre. Tu padre lo sabe, ¿no?
Ella asintió en silencio. Siguieron caminando muy lentamente.
—¿Y qué puedo hacer? —dijo ella—. Me siento prisionera, como si me hubieran condenado… a muerte. No tengo forma de escapar. Es una pesadilla.
—Háblame de Mackinnon —dijo Jim.
—Nos conocimos en un espectáculo benéfico que dio en nuestra casa de Netherbrigg. Nos citamos para volver a vernos y… supongo que me enamoré. Todo fue muy rápido. Íbamos a casarnos y a marcharnos a América. Una mujer llamada Mrs. Budd lo arregló todo, habló con el abogado y eso. Sin embargo, cuando llegó el momento de partir hacia América, Alistair no se decidía, y resultó que yo tampoco podía disponer de mi dinero, así que no teníamos nada… Mi padre intentó que la boda fuera declarada nula, pero resultó que era imposible porque… habíamos pasado la noche juntos en la casa de huéspedes donde se alojaba Alistair. Así que el matrimonio era totalmente legal, y supongo que lo sigue siendo. Y ahora…
No pudo seguir hablando y se echó a llorar muy bajito. Incapaz de resistirlo, Jim la estrechó dulcemente entre sus brazos y la joven hundió el rostro en el hueco de su hombro. Jim sentía su cuerpo menudo y ligero, la suavidad y el olor a limpio de su pelo… Fue un momento muy extraño, un sueño. Sin saber lo que hacía, la besó.
No ocurrió nada. El momento pasó, la joven se echó un poco hacia atrás y sus cuerpos se separaron de nuevo.
—¿Cómo es posible que tu padre —titubeó Jim—, sabiendo…?
—Es por el dinero. Cuando nos casemos, Mr. Bellmann le pagará mucho dinero. Se imagina que yo no lo sé, pero es evidente. Y tiene tantas deudas que no se atreve a rechazar la oferta. Ahora él también busca a Alistair. Si no lo encuentran pronto…
De nuevo se le quebró la voz. Parecía desesperada, y Jim hizo ademán de pasarle el brazo por los hombros, pero ella meneó la cabeza y lo apartó suavemente.
—Si me caso con Mr. Bellmann, cometeré un delito —dijo—. Seré bígama o algo así. No se lo puedo contar absolutamente a nadie. Y si encuentran a Alistair, le harán algo terrible, estoy segura…
Continuaron caminando. Se oía el canto de un pájaro. El pálido sol invernal iluminaba la perfecta suavidad de la piel de la joven; aquella luz cruda destacaba la delicadeza de sus pómulos, el dibujo de sus sienes. Jim se sentía débil y un poco mareado, como si estuviera convaleciente de una enfermedad. Sabía que aquel momento no podía durar mucho; pronto, el cochero habría recorrido el parque y volvería a buscarla.
—Esto es como nuestro jardín de invierno —dijo lady Mary—. Aquí da la sensación de que el mundo exterior no existe. Estoy contigo, pero me siento sola. Me gustaría que existieran todavía aquellos viejos jardines de esparcimiento, como Vauxhall y Cremorne, donde se bailaba. Entonces podría ir a escondidas a mirar las luces que colgarían de los árboles, los fuegos artificiales, los bailes…
—Cremorne no te habría gustado. Era un lugar burdo y grosero, y en los últimos tiempos, ames de que lo cerraran, estaba lleno de suciedad. Pero por la noche, cuando la suciedad no se veía, no estaba mal. A ti no te gusta hacer cosas, ¿no? Sólo te gusta mirarlas. ¿Es así?
Ella asintió.
—Sí, tienes razón —dijo—. Me parece que nunca he hecho nada bueno. —No se estaba compadeciendo. Se limitaba a exponer un hecho.
—Sin embargo, hiciste que el cochero se detuviera.
—Y me alegro de haberlo hecho. No sé lo que dirá. Probablemente se lo contará a mi padre…, seguro. Le diré que me apetecía caminar. —Pasearon un momento en silencio—. Pero tú sí que haces cosas. Eres detective, y también fotógrafo.
—En realidad, no soy fotógrafo. Escribo… escribo obras de teatro.
—¿De verdad?
—He escrito muchas obras, pero todavía no me han estrenado ninguna.
—¿Vas a ser rico?
—Estoy seguro.
—¿Y serás famoso? ¿Igual que Shakespeare?
—Por supuesto.
—¿De qué tratan tus obras de teatro?
—De asesinatos, como las de Shakespeare. —Pero no eran asesinatos de verdad, pensó; nunca había escrito sobre personas reales, sobre un asesinato de verdad y la impresión terrible que te produce. Sería demasiado estremecedor, mucho peor que los vampiros.
Siguieron paseando un poco más. Jim no se había sentido nunca tan feliz, ni tan inquieto.
—Creo que… eres preciosa —dijo—. Muy hermosa. No encuentro las palabras adecuadas, pero nunca había visto a nadie como tú. Nunca, en ninguna parte. Eres la chica más… perfecta…
Se detuvo asombrado al ver que los ojos de la joven se llenaban de lágrimas.
—Preferiría… —dijo con voz neutra, y sorbió por la nariz— que se pudiera decir algo más de mí. Preferiría ir disfrazada, o llevar una careta. Siempre me dicen lo mismo, que soy guapa. —Pronunció esta última palabra como si fuera un insulto.
—Eres justo lo contrario de una persona que conocí el otro día —dijo Jim—. Bueno, no es fea, pero tiene una marca de nacimiento en la cara y le avergüenza que la miren. Y está enamorada… —«de tu marido», pensó— de un hombre, pero sabe que él nunca podrá amarla. Y esto es lo único que le importa en la vida.
—Oh, pobrecilla —dijo ella—. ¿Cómo se llama?
—Isabel. Pero, escucha, tenemos que detener a Bellmann. ¿Sabes a qué se dedica? ¿Tienes idea de lo que está tramando en Barrow, en el norte? No puedes casarte con un monstruo semejante. Cualquier abogado medianamente bueno sería capaz de probar que te están forzando contra tu voluntad. No te acusarán de bigamia, no te preocupes. Lo mejor que podrías hacer es revelar la verdad, hacerla pública. Al diablo las deudas de tu padre; él mismo se ha metido en este lío, y ahora pretende hacerte pasar por un infierno para salir del apuro. Hasta que no se conozca la verdad, nadie estará a salvo…, en especial Mackinnon.
—No voy a delatarlo —dijo ella.
—¿Cómo?
—No voy a decirles dónde se encuentra. Oh…
Miró por encima del hombro, y de repente su hermoso semblante se ensombreció y sus ojos se llenaron de desespero. Fue como ver pasar una oscura nube sobre un jardín lleno de sol. Jim se volvió y vio que el carruaje estaba regresando, aunque el cochero todavía no los había visto.
Rápidamente, se volvió hacia ella.
—¿Quieres decir que sabes dónde está Mackinnon?
—Sí, pero…
—¡Dímelo! Rápido, antes de que llegue el cochero. Tenemos que saberlo, ¿no lo entiendes?
Lady Mary se mordió el labio inferior y asintió con la cabeza.
—En Hampstead —dijo—. Kenton Gardens, número quince, bajo el nombre de Stone, Mr. Stone.
Jim tomó su mano y se la llevó a los labios. Se había acabado demasiado pronto.
—¿Volverás otro día? —preguntó.
La joven sacudió la cabeza con aire de impotencia; tenía los ojos puestos en el carruaje.
—Entonces, escríbeme —dijo Jim, y rebuscó en el bolsillo una tarjeta de Frederick—. Soy Jim Taylor. Ésta es la dirección. Prométeme que me escribirás.
—Te lo prometo —dijo ella, y le agarró de la mano con mirada angustiada.
Se separaron, pero sus manos siguieron unidas un instante. Finalmente se soltaron y ella desapareció tras los árboles. Jim se quedó quieto mientras el cochero detenía el carruaje. Lo último que vio fue la tímida mirada que le lanzaba ella antes de subirse al coche. Y ya no vio más. Algo extraño le pasaba en los ojos. Se los secó furioso con el dorso de la mano. El carruaje se puso en marcha y se perdió de vista entre el tráfico de Hyde Park Corner.
Isabel escuchó sin decir palabra la explicación de Sally sobre el matrimonio de Mackinnon; se limitó a asentir con la cabeza y a seguirla en silencio hasta el carruaje. Tomó asiento junto a Sally y se cubrió el rostro con el velo. El coche se puso en marcha.
—¿Cómo tienes la herida? —preguntó Sally, cuando abandonaban la plaza—. ¿Te duele mucho?
—Apenas la noto —dijo Isabel—. No es nada.
Sally entendió que hubiera querido añadir: «en comparación con lo que me acabas de contar». Isabel agarraba la cajita de latón como si no pudiera desprenderse de ella. Habían metido algunos vestidos en una maleta grande y se habían marchado rápidamente a Burton Street; ahora había que reorganizar las habitaciones, y Sally estaba deseando poder encomendarle trabajos a Isabel para apartar su pensamiento de Mackinnon.
Cuando llegaron, el patio trasero estaba en plena confusión. Los cristaleros abandonaban el estudio, y la empresa de decoración estaba entrando el material porque querían dejarlo todo preparado para el lunes a primera hora. Los dos grupos de hombres iban arriba y abajo, y se estorbaban mutuamente; Webster estaba a punto de perder la paciencia.
Sally le mostró a Isabel el que iba a ser su dormitorio, un cuartito en el último piso, con una ventana abuhardillada que daba a la calle. Isabel se sentó en la cama, con su cajita entre las manos.
—¿Sally? —dijo.
Sally se sentó junto a ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—No puedo quedarme. No, escucha…, tienes que dejarme marchar. Traigo mala suerte a la gente…
Sally se rio, pero Isabel meneó la cabeza muy seria y le agarró de la mano con fuerza.
—¡No! No te rías. Mira lo que ha ocurrido por mi culpa, lo que le ha pasado a mi casera, lo que os ha pasado a ti y a tu perro… Soy yo, Sally. ¡Te lo juro! Llevo la mala suerte conmigo. Nací con esa maldición. Tienes que dejarme marchar, dejarme sola. Encontraré algún sitio donde quedarme, en un pueblecito, trabajaré en el campo…, pero no debo permanecer contigo y tus amigos. No os traeré más que problemas.
—No me creo una sola palabra de lo que dices. Escucha, por lo menos en esta tienda eres un regalo llovido del cielo. Están buscando desesperadamente a alguien que pueda hacerse cargo del trabajo administrativo. Ya sé que no es lo tuyo, pero si de momento pudieras echarnos una mano, nos iría de perlas. No me lo invento, Isabel, no se trata de caridad; te aseguro que necesitamos que alguien nos ayude. Ya sé que la noticia sobre Mackinnon ha sido un duro golpe para ti, pero lo superarás con el tiempo, y mientras tanto te necesitamos aquí.
Isabel acabó por ceder. De todas formas, tampoco tenía fuerzas para discutir. Pidió que le mostraran el trabajo que debía hacer y se puso manos a la obra, pálida y silenciosa como una reclusa. Sally se sintió conmovida.
Sin embargo, no tuvo ocasión de comentarlo con Frederick. En cuanto él regresó de ver a Mr. Temple, Jim llegó con noticias.
—He encontrado a Mackinnon —dijo—. Está en Hampstead. Hemos de ir en su busca, Fred. Y será mejor que te traigas el bastón.
El número quince de Kenton Gardens era una casita bien cuidada en una calle arbolada de las afueras. Les abrió la puerta una mujer de mediana edad, probablemente la casera, que pareció sorprendida de verlos.
—Pues no sé… —dijo—. Mr. Stone se encuentra en casa, pero los otros caballeros me han dicho que no querían interrupciones.
—¿Otros caballeros? —preguntó Frederick.
—Otros dos señores. Llegaron hace quince minutos. Será mejor que suba a preguntar…
—Es muy urgente —dijo Frederick—. Es necesario que hablemos cuanto antes con Mr. Stone…
—Bueno…
La mujer les dejó entrar y los condujo a una sala del primer piso. Esperaron a que bajara por las escaleras y luego se acercaron sigilosamente a la puerta y escucharon.
La voz que oyeron sonaba ronca, como si su dueño tuviera dificultades para respirar.
—Ah, pero eres un gusano tan tramposo que no podemos fiarnos de ti. Creo que lo que haremos será romperte un dedo… —dijo la voz.
Frederick se pegó más a la puerta.
Oyeron que Mackinnon respondía al instante:
—Si me hacen daño, gritaré, se lo advierto. Y vendrá la policía.
—Vaya, así que nos adviertes —dijo la primera voz—. Qué interesante. Pensaba que éramos nosotros los que te hacíamos una advertencia. Pero ya veo lo que quieres decir; eres capaz de chillar. Mejor será que te metamos este trapo en la boca. Así no podrás gritar. ¿Te parece un buen plan? Adelante, Sackville. Introdúcele esto en el gaznate…
Jim y Frederick se miraron con ojos brillantes. Al otro lado de la puerta se oían sonidos de ahogo y de lucha.
—¡Sackville y Harris! —exclamó Frederick—. Es nuestro día de suerte, Jim. ¿Has traído tu puño de bronce?
Jim asintió jubiloso.
—Vamos a ello —dijo.
Frederick movió el picaporte sin hacer ruido y entraron en la habitación. Mackinnon estaba sentado en una silla con asiento de junco, con las manos atadas a la espalda y los ojos a punto de salírsele de las órbitas. En la boca le habían introducido un trapo que asomaba como los tentáculos de un animal extraño. De pie junto a él estaba Sackville, con una mueca de incredulidad pintada en su apergaminado rostro. Harris tenía la cara destrozada, parecía que le hubiera pisoteado un caballo; abrió la boca, tragó saliva y dio un paso hacia atrás.
Frederick cerró la puerta.
—Oh, qué codiciosos sois —dijo—. No sabéis parar a tiempo, ¿verdad? Mira cómo tienes la nariz, Harris. Pensé que esto te habría enseñado algo. En cuanto a ti, Mackinnon —dijo—, quédate donde estás. Quiero hablar contigo sobre el paradero de mi reloj.
De repente, Harris avanzó e intentó golpear a Frederick con la cachiporra de caucho que tenía en la mano, pero Frederick se apartó a un lado y le atizó en la muñeca con el bastón. Jim se lanzó como un perro de presa sobre Harris y empezó a darle codazos, patadas, puñetazos y cabezazos.
Sackville empujó a un lado la silla de Mackinnon. El pobre mago se golpeó contra el lavamanos, lanzó un grito ahogado y cayó al suelo, con el cuerpo de lado y la cara contra la pared. Todavía estaba amordazado y atado a la silla rota. Sackville agarró otra silla y la arrojó contra Frederick en el mismo instante en que éste le golpeaba con el bastón en las costillas y le hacía perder el equilibrio. Entonces empezaron a luchar en serio, cuerpo a cuerpo.
Sackville era fornido, pero Frederick era rápido y fuerte, y tenía la ventaja de que no sabía boxear. No tenía problemas en utilizar los pies, y no le importaba golpear por debajo de la cintura. En cuanto a Jim, para él todo era válido en una pelea, porque si no lo hacías tú, lo haría tu contrincante, y era mejor adelantarse. Tenía claro que el punto débil de Harris era la nariz, así que lo primero que hizo fue asestarle un cabezazo en plena napia. Harris le hizo caer arrastrándole las piernas y le empezó a dar patadas en las costillas.
La habitación no era amplia: contenía una cama, una mesa, un lavamanos, una cómoda, un par de sillas y un armario, lo que dejaba poco espacio libre para moverse. Harris y Sackville luchaban encarnizadamente porque tenían miedo; Jim lo hacía porque estaba furioso; a Frederick le movía el recuerdo de Nellie Budd después de la paliza, cuando yacía inconsciente y con el rostro amoratado en la cama del hospital. A ninguno de ellos le importaba el mobiliario, y en cuestión de unos minutos, prácticamente todos los muebles estaban destrozados: los habían tirado contra la pared, se habían hecho añicos contra el suelo o se habían astillado al golpear cabezas, espaldas y hombros.
Mackinnon, que seguía atado a la silla, había conseguido quitarse la mordaza y se debatía en el suelo, chillando aterrorizado. Gritó cuando Sackville cayó sobre él y le dio una patada en la pierna; pero cuando Harris tumbó a Jim de un puñetazo sobre él, se quedó sin respiración y se apartó rápidamente antes de que le cayera alguien más encima.
Frederick, todavía atontado por un puñetazo de Sackville, agarró una pata de silla que tenía a mano y le atizó con ella en la cabeza. Sackville se derrumbó sin sentido. Se hizo el silencio.
Frederick miró a su alrededor. Jim estaba de pie, aunque un tanto vacilante. Se apretaba la mano contra la mejilla, y entre los dedos le caían gruesas gotas de sangre. Harris estaba frente a él, con un cuchillo en la mano.
—Cuidado, Fred —dijo Jim en voz baja.
De una patada, Harris apartó los restos del armario a sus pies para tener espacio. Luego se abalanzó contra Frederick con el cuchillo en ristre, apuntando a su estómago. Frederick intentó apartarse; como Sackville le agarraba una pierna, lanzó la otra pierna hacia delante y cayó al suelo, desde donde intentó darle un puñetazo a Sackville, y rodó sobre sí mismo. Fue entonces cuando se llevó la sorpresa de ver que Mackinnon había conseguido desatarse y se levantaba de un salto para quitarle el cuchillo a Harris.
Con un gruñido, Harris retiró la mano y Mackinnon gritó de dolor. Este momento de distracción dio a Jim la oportunidad que esperaba. Cuando Harris se volvió, Jim le plantó un puñetazo en medio de la cara. Fue el puñetazo más potente que había dado en su vida, y Harris se derrumbó cuan largo era.
—Bien hecho, compañero —le dijo Jim a Mackinnon con una mueca de dolor. La sangre le manaba abundantemente de la mejilla. Harris había estado a punto de acuchillarle en los ojos.
—Átalos antes de que vuelvan en sí —dijo Frederick—. ¿Tienes algo de dinero, Mackinnon? Págale a tu casera los desperfectos y ayúdanos a bajar a estos dos gorilas. Ah, y dile al cochero que tiene un par de pasajeros.
Mientras Mackinnon salía a toda prisa en busca de la aterrorizada casera, Jim y Frederick les quitaron a los dos matones los cinturones, los cordones de los zapatos y los tirantes y los ataron como si fueran paquetes. No resultó fácil, porque aunque Harris y Sackville estaban inconscientes y no oponían resistencia, Frederick se sentía mareado por los golpes que había recibido en la cabeza y Jim tenía las manos hinchadas y doloridas.
Finalmente consiguieron bajarlos y meterlos en el carruaje. Frederick le pidió prestada una cuerda al cochero y ató a los dos tipos con ella, por si acaso. El cochero contemplaba la escena con interés.
—¿A dónde vamos, jefe? —le preguntó a Frederick—. ¿A Smithfield?
Smithfield era el principal mercado de carne de Londres. Frederick rio, a pesar del dolor.
—A la comisaría de policía de Streatham —dijo—. A ver al inspector Conway.
Sacó una tarjeta, escribió en ella: «Mrs. Nellie Budd. Deuda pagada», la prendió en el abrigo de Sackville y cerró la puerta. El carruaje partió. Jim se lo quedó mirando con cara de satisfacción.
—Cuando ese bastardo quiera usar su nariz —dijo—, tendrá que extraerla de su cara con una cucharilla.
—¿Le has pagado a la casera por el desastre? —le preguntó Frederick a Mackinnon—. Haz la maleta. Este fin de semana te vienes con nosotros a Burton Street. No hay peros. Ah, y tráete mi reloj.