Mr. Brown, el profesional del bombín, estaba acostumbrado a esperar. Estuvo esperando todo el jueves y la mañana del viernes, y estaba dispuesto a esperar toda la semana en caso necesario. La visita que hizo a la biblioteca de patentes cuando seguía a Sally le resultó de gran utilidad, porque le indicó que ella salía a veces de casa sin el perro.
Sin embargo, en las abarrotadas aceras de Fleet Street o del Strand había muy pocas ocasiones de ejercer su profesión. Vigilaba a Sally leyendo el periódico en el salón de té de Villiers Street, y se preguntaba si tendría la oportunidad de encontrarla sola, o si se vería obligado a enfrentarse también al perro. Le parecía atractiva. Tenía un atractivo extraño, que era en parte inglés —el cabello rubio, la figura esbelta, la ropa sencilla y bien cuidada—, pero también en parte extranjero —los ojos de un castaño oscuro y ese aire de inteligencia, decisión y carácter—. No era la típica jovencita inglesa, desde luego. En su opinión, una razón de más para marcharse a América. Una razón de más para acabar con ella y conseguir el dinero.
Era una lástima, sin embargo.
La siguió durante todo el día. Tomó un coche de alquiler para seguir el ómnibus hasta Islington, esperó a que Sally saliera de su casa con el perro, y caminó tras ella a una prudente distancia. De vez en cuando, mientras ella paseaba, él se metía en el portal de una tienda para cambiarse el bombín por una gorra que llevaba en una bolsa de cuero, o le daba la vuelta a su abrigo reversible de dos colores. Sally no se daba cuenta de nada. Parecía caminar sin rumbo fijo, con ese enorme animal trotando alegremente a su lado.
La siguió hasta el Muelle Nuevo y tuvo que esperar, porque ella se detuvo a contemplar a los obreros que levantaban ese absurdo obelisco que acababan de traer de Egipto. Mientras Sally calculaba entusiasmada alturas y ángulos de carga y observaba con admiración la labor callada y eficiente de los técnicos, Mr. Brown vigilaba al perro.
Luego Sally se encaminó de nuevo hacia Chancery Lane y se metió en un salón de té; el local era demasiado pequeño para que Mr. Brown pasara desapercibido, así que se quedó en la acera de enfrente y caminó arriba y abajo mientras vigilaba el reflejo de Sally en los escaparates. Vio que una camarera le llevaba una taza de té y un plato con agua para el perro. Luego la vio escribir. ¿Una carta? En realidad, escribía una lista con todas las consecuencias e implicaciones que tenía el hecho de que Mr. Bellmann hubiera registrado la patente de otro.
Al escribir la lista, Sally se dio cuenta de que necesitaba hablar otra vez con Mr. Temple, y también quería hablar con Frederick. Salió del local y pasó sin darse cuenta a menos de un metro de su perseguidor, una figura anónima vestida de gris. Mr. Brown la siguió por Holborn, hasta Bloomsbury, pasaron de largo el Museo Británico y entraron en una calle donde Sally se paró a contemplar un estudio fotográfico desde la acera de enfrente. A lo mejor estaba mirando el escaparate. Empezaba a oscurecer. Mr. Brown anduvo tras ella por unas calles tranquilas hasta su casa, en Islington.
El perro.
Por supuesto que le tenía miedo. Era un animal enorme, con unas fauces en las que cabía la cabeza de un hombre, y una lengua capaz de llegarte hasta las entrañas…
Como profesional que era, consideró que el miedo era un aviso, una indicación de la necesidad de evaluar cuidadosamente sus posibilidades. No bastaría con mostrarse rápido y preciso; tendría que ser prácticamente invulnerable. Y en cuanto al prurito profesional de no utilizar armas de fuego, no valía con los animales. El cuchillo sería para la joven, pero con el perro usaría la pistola.
No llevaba una pistola encima, pero sabía dónde conseguir una rápidamente. Una hora más tarde, Mr. Brown estaba apostado en un jardincillo que había en el centro de la plaza, bajo unos plátanos. Sally ya estaba en casa, pero volvería a salir. Cada noche, los perros necesitan hacer eso que tan educadamente se denomina «ejercicio».
Sería técnicamente complicado arreglárselas con el cuchillo y la pistola en tan poco espacio de tiempo, pero ésta era una habilidad que le resultaría muy útil en América, pensó Mr. Brown.
Se sentó a esperar.
A las once y media, el sonido de una puerta que se abría rompió el silencio de la plaza. Había estado lloviznando, y las calles mojadas se veían frías y solitarias.
La puerta se abrió. En medio del cálido haz de luz que brillaba contra la oscura fachada, aparecieron las siluetas de la chica y el perro, y por un momento, otra figura femenina detrás de ellos. La puerta se cerró, y sonaron los pasos ligeros de la chica sobre la acera.
Tal como Mr. Brown había previsto, la joven se encaminó hacia el jardincillo que había en el centro de la plaza, pero, a pesar de que la cancela estaba abierta, no llegó a traspasarla y bordeó lentamente la verja.
En ese momento, un carruaje entró en la plaza y fue a detenerse frente a una casa en la acera de enfrente. Mr. Brown se quedó quieto mientras el cochero y el cliente discutían sobre el precio del viaje, pero no perdió de vista a la muchacha ni un momento. Ella y el perro paseaban despacio. Si una parecía ensimismada en sus pensamientos, el otro iba olisqueando aquí y allá, de vez en cuando levantaba la cabeza y la sacudía, haciendo tintinear la correa de metal.
Finalmente, el cochero lanzó unas maldiciones y recogió las riendas. El caballo reemprendió la marcha, y pasó un buen rato antes de que el tranquilo ritmo (uno-dos-tres-cuatro) de sus cascos y el pesado traqueteo de las ruedas de hierro se perdieran en el alboroto de las calles cercanas a la plaza, mucho más bulliciosas.
Pero la joven seguía paseando… Ya estaba a punto de dar la vuelta completa a la plaza. Aquella misma tarde, Mr. Brown había estado mirando disimuladamente los edificios y las calles de los alrededores para asegurarse de que tendría una vía de escape. Al otro lado de donde se encontraba la joven, había una calle estrecha, casi un callejón, entre dos viejas casas de ladrillo de aspecto severo.
Mr. Brown vio que la joven miraba hacia el callejón y se disponía a cruzar. Sería estupendo que se metiera allí, pensó, era un sitio perfecto, mejor incluso que el sombrío jardincito bajo los plátanos.
Y eso fue precisamente lo que hizo la joven. Vaciló un instante, y dejó que el perro entrara primero. Mr. Brown se puso inmediatamente en marcha. Con la pistola en la mano izquierda y el cuchillo en la derecha —ocultos bajo la gruesa capa—, salió sigilosamente de su escondite, cruzó la calle sin mirar a los lados y entró en el callejón.
Todo estaba en silencio. No le habían oído.
Los veía delante de él, dos siluetas contra la débil luz que entraba por el otro lado. La callejuela era estrecha y el perro iba delante… Estupendo.
Primero, el cuchillo. Abrió la capa para sacar los brazos y, antes de que pudieran darse cuenta de lo que ocurría, saltó, empuñando el cuchillo.
Ella debió de oír algo, porque en el último momento se apartó, pero era demasiado tarde. El profesional había hecho su trabajo. La joven boqueó, como si le faltara aire en los pulmones, y cayó al suelo, con el puñal clavado en el cuerpo.
¡Rápido! ¡Había que cambiar la pistola de mano! ¡El cuchillo ya no servía! Se pasó rápidamente la pistola a la mano derecha, mientras con la izquierda extraía la hoja del cuerpo tendido en el suelo. Y entonces actuó el perro. Hubo un poderoso rugido, algo grande que se movía, mandíbulas que entrechocaban, dientes… Disparó la pistola, y el animal se precipitó sobre él y lo derribó. Mr. Brown clavó el cañón del arma en el negro pelaje, hizo dos disparos que retumbaron como cañonazos en el callejón, y unas enormes mandíbulas se cerraron sobre su brazo, hasta el mismo hueso. Disparó otra vez, y otra. No había calculado el peso del animal, que le aplastaba contra la pared como si fuera una rata. Disparó dos veces más, directo al corazón. Oyó el crujido del hueso de su brazo al quebrarse. El perro tenía una fuerza tremenda, era capaz de matar un caballo, un toro…
Dejó caer la pistola y se arrancó el cuchillo de la mano izquierda, ya inerte.
¿Cómo estaba colocado, Dios mío? ¿Cabeza abajo? El perro le había zarandeado violentamente, y aunque le había disparado varias veces, no había servido de nada…
Clavó el puñal una y otra vez, y otra, y otra. Era una verdadera carnicería, todo estaba lleno de sangre, pero no importaba, porque el perro ni siquiera lo notaba y seguía aferrado a su brazo, ya totalmente destrozado. Sintió pánico y dolor, y siguió clavando el cuchillo una y otra vez, asestando una puñalada tras otra. Ya no era un profesional, sólo un hombre aterrorizado. Los gruñidos y las sacudidas se intensificaron. Estaba débil, y la cabeza le daba vueltas, pero siguió acuchillando al animal, en la garganta, en el vientre, en la cabeza, en el lomo… No podía más. Había sangre, sangre por todas partes. El brazo le colgaba muerto, inservible, y le dolía terriblemente.
De repente, el perro se alzó como una ola inmensa y se lanzó a su garganta, dispuesto a destrozarla… Entonces algo se le escapó a borbotones del vientre, y se detuvo, como si hubiera perdido fuerzas. Se le aflojaron las mandíbulas, el cuerpo le temblaba, el gruñido se convirtió en un débil suspiro. Se apartó, vacilante, se sacudió y salpicó gotas de sangre. Se sentó sobre los cuartos traseros y cayó torpemente de bruces.
Mr. Brown dejó caer el puñal y se tapó hasta el cuello con la capa empapada de sangre. Estaba sentado contra la pared, con las piernas bajo el cadáver del perro, y la vida se le escapaba. Pero lo había conseguido. Tal vez no sobreviviera, pero había matado a la chica. Extendió el brazo y tanteó hasta que sus dedos encontraron el húmedo cabello de la muchacha, tendida en el suelo junto a él.
Entonces oyó una voz a la entrada del callejón.
—¿Chaka?
Presa del terror, consiguió liberarse y ponerse de rodillas. Allí estaba la chica, con un farol en la mano. Veía su cabeza descubierta, ese pelo rubio, ese bonito rostro, ahora lleno de horror, esos ojos…
«¡No es posible!».
Miró hacia el suelo y apartó la capa que cubría el rostro de la muchacha muerta. Una mancha de nacimiento le cubría media cara, desde la frente hasta la barbilla.
Había matado a la chica equivocada…, él, un profesional. Inclinó la cabeza y se precipitó para siempre en un abismo de horror.
Sally entró corriendo en el callejón, se acuclilló junto a la joven tendida en el suelo y colocó el farol a su lado, sobre el pavimento.
—Isabel… Isabel… —Le tocó la mejilla, vio que parpadeaba y luego abría los ojos. Parecía ida, como si despertara de una pesadilla.
—Sally —susurró.
—Te ha… —empezó a decir Sally.
—Me ha apuñalado, pero no me ha hecho daño… El puñal ha chocado con el corsé… Qué tonta…, me he desmayado. Pero Chaka…
Sally sintió que le asestaban un mazazo en el corazón. Levantó el farol. La luz vacilante le mostró el cadáver de un hombre, relució sobre la sangre que bañaba los guijarros e iluminó la oscura cabeza y los ojos turbios del perro.
—Chaka —dijo, con voz temblorosa de emoción.
El perro la oyó, y aunque estaba al borde de la muerte, alzó la cabeza para mirarla y consiguió golpear con la cola en el suelo —una, dos, tres veces— antes de que le abandonaran las fuerzas. Sally se tumbó en el suelo, tomó entre sus manos la cabeza del perro y la besó una y otra vez entre sollozos, mientras repetía su nombre. Sus lágrimas se mezclaban con la sangre del animal.
Chaka intentó responder, pero de su garganta no salió ningún sonido. Alrededor todo era oscuridad, pero se sentía a salvo, porque Sally estaba con él. Entonces murió.