Sally pasó el resto del jueves en su despacho, trabajando, y el viernes, a primera hora de la mañana, fue al archivo de patentes.
El archivo estaba al lado de Chancery Lane, en la Oficina Central de Patentes, una sala grande como un museo, rodeada de galerías de hierro forjado, con un alto techo acristalado. Sally ya conocía el lugar, porque uno de sus clientes se había empeñado en invertir su dinero en un invento para fabricar un nuevo tipo de lata de sardinas; Sally había conseguido demostrarle que el invento no era tan nuevo como pensaba y le había convencido para que invirtiera en bonos del Tesoro.
Buscó en el índice alfabético de patentes el nombre de Hopkinson. Empezó por el año 1870, pensando que probablemente no habría nada interesante antes de esa fecha. No encontró nada, pero en el volumen de 1871 había una patente para máquinas de vapor con el nombre de J. Hopkinson.
¿Sería esto? Le parecía inaudito que lo hubiera encontrado con tanta rapidez. Después de todo, Hopkinson era un apellido bastante corriente, y por lo que había podido observar, en todas las páginas había patentes referidas a las máquinas de vapor.
Lo anotó y empezó el volumen siguiente. En 1872 no encontró nada, pero en 1873 y 1874, un tal J. o J. A. Hopkinson había registrado dos patentes para calderas de vapor. Y allí se acababa todo. Por si acaso, buscó también Nordenfels, pero no encontró nada.
Fue hasta el mostrador y rellenó un formulario pidiendo las especificaciones de Hopkinson. Mientras esperaba, buscó el nombre de Garland en el volumen de 1873. Allí estaba: 1358, Garland, F. D. W., 20 de mayo, lentes fotográficas. Ella misma le empujó a patentarlas cuando empezó a llevar las cuentas de la empresa. La patente tenía una validez de nueve años más. Aún no le había reportado dinero a Frederick, pero Sally confiaba en que diera fruto; todavía era posible encontrar a alguien interesado en fabricar esas lentes. Sally se dijo que estaba deseando poner manos a la obra, y volver a trabajar con inversores, comerciantes y empresarios. ¡Necesitaba una actividad empresarial, clara y abierta, después de ese asunto tan turbio y cruel! Fred podría ocuparse de la parte técnica, que dominaba, y ella llevaría las finanzas, la planificación, la distribución…
Aunque tal vez él no quisiera. «Acabaremos de resolver este caso, y luego será mejor que lo dejemos estar», fueron sus palabras. Y a juzgar por la expresión de su rostro, se refería también a la amistad, y no únicamente a una relación más íntima. ¿Estaría dispuesto a establecer un nuevo tipo de asociación? Sally lo dudaba.
Miró a los hombres que había a su alrededor —la mayoría debían de ser pasantes de abogados, y quizás había un par de inventores—, que, sentados ante las mesas de la biblioteca, consultaban gruesos volúmenes o emborronaban papeles con sus plumas de acero. Ella era la única mujer que había allí, y su presencia había atraído algunas miradas, algo a lo que ya estaba acostumbrada. Sally pensó en aquellos hombres eficientes, serios, dignos de confianza; no dudaba de que fueran muy capaces, pero incluso así, Frederick era mucho mejor que cualquiera de ellos. No había comparación posible. Sally no tenía ninguna duda acerca de sus sentimientos: lo quería. Lo quería con toda su alma.
Y él la había llamado antipática, y bruja…
—¿Miss Lockhart? —Era el funcionario del mostrador—. Ya tengo las especificaciones que me ha pedido.
Sally tomó los cuadernillos azules que le tendían y se sentó ante una mesa a leerlos. Cada uno incluía una serie de dibujos doblados y una descripción del invento. El primero decía:
Sally empezó a leer, pero pronto le quedó claro que ésa no era la máquina que Bellmann fabricaba en la North Star. Los otros inventos tampoco tenían nada que ver: un nuevo tipo de caldera, un nuevo tipo de parrilla para llevar el combustible hasta el homo de la máquina de vapor, un nuevo diseño…, nada que sirviera. Quizá se trataba de otro Hopkinson.
Volvió con los folletos al mostrador y preguntó:
—¿Hay un índice temático? Imagínese que quisiera mirar todas las patentes relacionadas con la fabricación de armas de fuego. ¿Cómo lo haría?
—Había un índice temático, pero…
A Sally se le ocurrió otra idea.
—¿Tienen también patentes extranjeras?
—Sí, desde luego.
—¿También las rusas?
—Por supuesto. En aquella sección, bajo la galería.
—¿Y no tendrán por casualidad un servicio de traducción?
—Miraré si Mr. Tolhausen está libre. ¿Le importa esperar un momento?
Mientras el funcionario entraba en el despacho que había a su espalda, Sally meditó sobre lo que quería encontrar. Si Nordenfels había patentado su invento en Rusia, allí quedaría constancia. Pero si la patente no era británica, en Gran Bretaña cualquiera podía aprovecharse del invento; en conclusión, aunque Bellmann estuviera explotando un invento que no era suyo, no estaría infringiendo la ley. Por otra parte, si pudiera probar que Bellmann había robado la idea…
—Mr. Tolhausen, le presento a Miss Lockhart.
El traductor era un ceremonioso caballero de unos cuarenta años, que no se mostró en absoluto sorprendido por el hecho de que una mujer le hiciera preguntas técnicas. A Sally le resultó encantador. Le explicó lo que buscaba, y el hombre escuchó con atención.
—Empezaremos con el índice alfabético —dijo—. Nordenfels… Ame Nordenfels. Aquí hay una patente, con fecha de 1872, de una válvula de seguridad para calderas de vapor. Otra, del mismo año, para mejoras en la circulación de vapor a alta presión. En 1873 tenemos…
Se detuvo, ceñudo. Empezó a pasar la página hacia delante y hacia atrás.
—Falta una página —dijo—. Mire. La han arrancado con mucho cuidado.
Sally sintió que el corazón se le aceleraba.
—¿Es la página correspondiente a Nordenfels?
Miró lo que Mr. Tolhausen le mostraba. No entendía ni una palabra del texto, en un alfabeto distinto, pero pudo ver la huella de la hoja pulcramente arrancada.
—¿Puede mirar el volumen del año siguiente?
Así lo hizo, y en el lugar donde debía haber aparecido Nordenfels, también había una hoja arrancada. Mr. Tolhausen pareció indignarse todo lo que su educación y su ceremonia le permitían.
—Informaré de esto inmediatamente. Nunca había sido testigo de semejante irregularidad. Es muy enojoso. Profundamente enojoso.
—Antes que nada, ¿podría comprobar los dos años siguientes? ¿Y el índice temático?
Mr. Tolhausen hizo la comprobación en el índice temático de esos años. Le llevó algún tiempo mirar bajo los epígrafes de máquinas de vapor y armamento, porque ambos tenían muchas entradas. En total, encontraron siete patentes de Nordenfels para máquinas de vapor, pero en la sección de armamentos de 1872 y 1873, Mr. Tolhausen halló más páginas arrancadas.
—Sí, son las páginas de Nordenfels —dijo—, pero éste es un índice con referencias cruzadas. Un momento…
Volvió a la sección de máquinas de vapor y asintió con la cabeza.
—Ajá. Aquí hay una patente para la aplicación de la fuerza del vapor a las armas de fuego. Y aquí hay otra para montar un arma de fuego sobre un vagón de tren. Pero el número de la patente está en la página de armamentos, que ha sido arrancada. Esto es indignante. Debo disculparme, Miss Lockhart, por este fallo en la vigilancia. Está claro que alguien ha conseguido arrancar estas páginas sin que nadie se diera cuenta. Resulta muy inquietante. Gracias a usted, nos hemos dado cuenta de ello.
Sally le agradeció su ayuda, anotó las fechas y los números de las patentes que se conservaban y dio media vuelta. Estaba a punto de marcharse cuando se le ocurrió una idea, y volvió a mirar el índice alfabético de patentes británicas. Si Bellmann pensaba ganar dinero con esto, ¿no habría registrado la patente a su nombre?
Y así era. En el volumen del año 1876 encontró lo siguiente:
Bellmann, A., 4524, arma de fuego a vapor sobre vagón de tren.
¡Así de simple!
Cuando cerró el libro, Sally sentía una satisfacción que no había experimentado en muchos meses. «Miss Walsh —pensó—, recuperará usted su dinero…». Salió de la oficina y se dirigió a Chancery Lane con una sonrisa en el rostro.
No vio al joven con bombín sentado frente a la mesa que había cerca de la salida; no se dio cuenta de que doblaba sus papeles, se levantaba y salía tras ella; tampoco lo vio seguirla por Fleet Street, ni se apercibió de su presencia en el salón de té de la esquina con Villiers Street, donde se paró a almorzar. El hombre tomó asiento junto a la ventana, pidió una taza de té y un bollo y estuvo leyendo el periódico hasta que Sally acabó de comer. Luego salió detrás de ella, pero Sally seguía sin darse cuenta.
El hombre pasaba desapercibido, era bueno en su trabajo. Todos los bombines son iguales, y el resto de su ropa no llamaba la atención. Además, Sally iba pensando en Frederick.
En aquel momento, Frederick se encontraba en Thurlby, donde estaba el campo de pruebas, en la ría de Solway. Era un lugar horrible, pensó, llano, triste y solitario; lo único que se veía era un pueblucho y una línea férrea que se extendía junto a la costa durante kilómetros hasta acabar tras una verja muy alta con una puerta cerrada. Algunos carteles avisaban del grave peligro de aquel lugar inhóspito, barrido por un viento cargado de sal y de arena.
Frederick decidió acercarse a Netherbrigg, el pueblecito escocés donde, según le contó Jessie, había estado viviendo Mackinnon. Las propiedades de lord Wytham estaban a pocos kilómetros, todavía en Inglaterra, pero Frederick pensó que allí no averiguaría nada. Pidió una habitación en el King’s Head, en la calle mayor de Netherbrigg, y le preguntó al dueño del hotel donde solía alojarse la gente del espectáculo cuando estaba de paso en el pueblo. ¿Acudían al King’s Head?
—Aquí no vienen —le aseguró el hombre—. No quiero su dinero. Son unos ateos y unos descastados.
Sin embargo, se dignó a entregarle una lista de las casas de huéspedes del pueblo. Después de comer, Frederick se dispuso a visitarlas. Había salido el sol, aunque soplaba un viento muy frío. Netherbrigg era un pueblecito como cualquier otro. El teatro no estaba abierto, pero a Frederick le parecía milagroso que un pueblo tan pequeño dispusiera de un local para espectáculos.
Eran doce direcciones y, como no disponía de plano.
Frederick tuvo que caminar bastante. Aunque el pueblo era pequeño, eran casi las doce cuando dio con lo que buscaba. Era su novena visita: una casa en Dornock Street, una calle destartalada con una iglesia tristona y gris. La dueña se llamaba Mrs. Geary, y sí, admitía huéspedes.
—¿También gente del teatro, Mrs. Geary?
—Pues sí, a veces. No tengo manías.
—¿Recuerda a un hombre llamado Alistair Mackinnon?
El rostro de la mujer se iluminó un instante. Sonrió. Parecía buena persona.
—Sí —dijo—. El mago.
—Exactamente. Soy amigo suyo y… ¿me permite pasar un momento?
La mujer se hizo a un lado y le dejó entrar en el vestíbulo. Estaba limpio, olía a abrillantador y tenía retratos de artistas en las paredes.
—Muy amable —dijo Frederick—. Verá, es un asunto complicado. Mackinnon está en apuros, y yo he venido hasta aquí para ver si puedo ayudarle.
—No me sorprende —dijo ella, cortante.
—¡Oh! ¿Se ha metido en líos antes?
—Si quiere llamarlo así.
—¿Qué tipo de líos?
—Bueno, estaría muy feo decirlo, ¿no?
Frederick hizo una profunda inspiración.
—Mrs. Geary. Mackinnon está en peligro. Soy detective, y tengo que averiguar quién le amenaza para poder ayudarle. Pero me es imposible preguntárselo directamente porque ha desaparecido. Vayamos por partes. ¿Conoce usted a Mrs. Budd?
La mujer entrecerró los ojos.
—Sí.
—¿Entró aquí alguna vez?
La mujer asintió con un gesto.
—¿Con Mackinnon?
—Sí.
—Eran…, perdone que lo pregunte, pero ¿eran amantes?
La mujer esbozó una sonrisa irónica.
—En esta casa, desde luego que no —dijo terminante.
—¿Y le suena por casualidad el nombre de Axel Bellmann?
Negó con la cabeza.
—¿Y conoce a lord Wytham, o a familiares y amigos suyos?
—Así que es eso —dijo la mujer.
—¿Cómo? Entonces usted sabe algo. Mrs. Geary, esto es muy serio. El otro día atacaron a Nellie Budd y la dejaron inconsciente; también ha habido un asesinato. Debe decirme lo que sepa. ¿Qué relación hay entre lord Wytham y Alistair Mackinnon? ¿Es cierto que es el hijo de lord Wytham, tal como él dice?
La mujer sonreía.
—¿Su hijo? Vaya una idea. Muy bien, caballero, se lo explicaré. Además, eso no hubiera podido ocurrir en Inglaterra. Pase al salón.
Frederick la siguió hasta un saloncito que tenía más retratos de artistas en las paredes y un piano vertical. A la vista de las cariñosas dedicatorias de las fotografías, dedujo que Mrs. Geary era una mujer popular, a pesar de sus secos modales. Tuvo tiempo de leer las dedicatorias mientras ella preparaba el té en la cocina, pero por más que buscó no encontró ninguna foto de Mackinnon.
—Pues bien —Mrs. Geary entró en el salón y cerró la puerta con un golpe de tacón—. Estaba segura de que el tema saldría antes o después. Pero no imaginaba que hubiera un asesinato… Esto ha sido una desagradable noticia. ¿Quiere una taza de té?
—Gracias —dijo Frederick. Se dio cuenta de que la mujer le iba a explicar las cosas a su manera, y que era mejor dejarla hablar libremente. Entonces, ella dijo algo sorprendente.
—¿Conoce al otro individuo?
—¿Qué otro individuo?
—Vino por aquí hace poco; bueno, hace algún tiempo. Me hizo las mismas preguntas. Era un hombrecillo con gafas de montura dorada.
—¿No sería Windlesham?
—Así se llamaba, sí.
El hombre de Bellmann… Y lo que descubrió aquí fue lo que llevó a Bellmann a perseguir a Mackinnon.
—¿Y le dijo usted lo que quería saber?
—No acostumbro a mentir —dijo ella muy seria, mientras le pasaba a Frederick la taza de té—. Si no lo he mencionado antes es porque nadie me lo ha preguntado. Tampoco acostumbro a ir con cuentos a la gente, señor mío.
—No, por supuesto. No he querido insinuar eso —dijo Frederick, intentando no perder la paciencia—. Pero este hombre tiene que ver con la gente que persigue a Mackinnon, y con la que atacó a Nellie Budd. He de averiguar la razón.
—Bien —dijo ella—, pues todo empezó precisamente con Nellie Budd. Espero que no esté gravemente herida.
—Lo cierto es que está grave; es posible que tenga una fractura de cráneo. Por favor, Mrs. Geary, dígame lo que ocurrió.
—Nellie me pidió que alojara a Mackinnon y que firmara un papel ante un abogado diciendo en qué fecha había empezado a hospedarse aquí. Tuve que certificar que pasaba todas las noches en mi casa. Nellie pagaba el hospedaje, ¿entiende? En aquel entonces él no tenía trabajo. Se quedó tres semanas, y no se saltó una sola noche. Fueron veintiún días. Es la ley.
La mujer parecía encontrarlo divertido, pero Frederick no le veía la gracia.
—¿Veintiún días? —preguntó, intentando no impacientarse.
—Veintiún días de residencia probada en Escocia. Antes no era necesario, pero hace veinte años cambiaron la ley. Y no me quejo, porque la industria hotelera ha prosperado desde entonces a este lado de la frontera.
—Por favor, Mrs. Geary. No sé de qué me habla. ¿Por qué tenía que probar que había permanecido veintiún días en Escocia?
—Oh, es muy sencillo. Si uno hace esto, puede casarse mediante una sencilla declaración en presencia de dos testigos. Y eso es lo que hizo, ya ve.
—No, no lo veo. ¿Con quién se casó? ¿No sería con Nellie Budd?
La mujer soltó una carcajada.
—No sea estúpido —dijo—. Fue con la hija de Wytham, con Mary. Se casó con ella.