El cañón a vapor

Las conexiones por ferrocarril con Barrow eran excelentes. Poco después de las seis, Frederick reservó una habitación en el hotel Railway, y no tardó en dar con la dirección que Sally le había anotado: una calle de casas pequeñas y todas iguales, en el límite entre la respetabilidad y la pobreza. Llamó a la puerta de una de ellas y echó un vistazo a su alrededor; era difícil saber qué aspecto tendría la calle a la luz del día. Todas las aldabas relucían a la luz de las farolas, los umbrales de las casas estaban limpios y barridos…, pero en la calle de al lado las aguas fecales corrían por una zanja abierta.

Una mujer de unos cincuenta años le abrió la puerta. Parecía preocupada.

—¿Es usted Mrs. Paton? —saludó Frederick, quitándose el sombrero—. ¿Está en casa Mr. Paton, Mr. Sidney Paton?

—Sí. No viene usted de parte del casero, ¿no?

—No, no —dijo Frederick—. Me llamo Garland. Una colega mía ha hablado con su cuñada, Mrs. Seddon, y salió a relucir el nombre de Mr. Paton. He venido con la intención de hablar con él.

Todavía preocupada, la mujer le dejó pasar y le condujo hasta la pequeña cocina, donde su marido estaba remendando unas botas. El hombre se levantó y le estrechó la mano. Era bajito y delgado, con un enorme bigote, y su mirada expresaba la misma preocupación que la de su mujer.

—Le invitaría a pasar a la sala de estar, Mr. Garland, pero la chimenea no está encendida —dijo—. Además, hemos tenido que vender la mayor parte de los muebles… Algunos los teníamos desde la boda. ¿En qué puedo ayudarle?

—Iré al grano, Mr. Paton —dijo Frederick—. Necesito que me ayude, y estoy dispuesto a pagarle. Aquí tiene cinco libras para empezar.

Mrs. Paton dejó oír una débil exclamación y se sentó. Mr. Paton tomó asombrado el billete que Frederick le tendía y lo puso sobre la mesa.

—Reconozco que estas cinco libras nos vendrían como agua de mayo —dijo con voz queda—, pero antes de aceptar debo saber qué tipo de ayuda me pide, Mr. Garland. Oh, siéntese, por favor.

Mrs. Paton, ya recuperada de la sorpresa, se levantó para recoger el abrigo y el sombrero de Frederick, que tomó asiento donde Mr. Paton le indicó, en la butaca que había junto a la chimenea. Frederick miró a su alrededor: el aparador con platos y tazas relucientes a la luz de la lámpara, las servilletas del té puestas a secar colgadas de un cordel, el enorme gato amarillo dormitando frente al hogar, y junto a la horma de zapatero que Mr. Paton había estado utilizando para poner suelas nuevas a sus botas, las gafas sobre un ejemplar de Emma. Mr. Paton observó la mirada de Frederick.

—Ahora dispongo de mucho tiempo para leer —dijo sentándose frente a él—. He estado leyendo a Dickens, Thackeray y Walter Scott, y ahora he empezado con Jane Austen. Y la verdad, creo que es la mejor de todos. Bien, Mr. Garland, ¿qué puedo hacer por usted?

A Frederick el hombre le resultó simpático, y decidió contárselo todo. La explicación le llevó algún tiempo, y mientras tanto Mrs. Paton preparó el té y sacó un plato de galletas.

—Lo que necesito saber —concluyó Frederick— es qué ocurre en North Star Castings. Si cree que no me lo puede contar o que no debe debido a esa cláusula de confidencialidad, lo entenderé. Sin embargo, le he puesto en antecedentes para que entienda lo que necesito saber y lo que hay en juego. ¿Qué me dice?

Mr. Paton asintió con un movimiento de cabeza.

—Me parece justo. Lo cierto es que nunca había oído una historia así… ¿Qué piensas tú, querida?

Su esposa, sentada a la mesa de la cocina, había estado escuchando con gran interés.

—Cuéntaselo —dijo—. Cuéntale todo lo que quieras. No le debes nada a esa empresa.

—Bien —dijo Paton—. Eso mismo pienso yo. Muy bien, Mr. Garland…

En los veinte minutos siguientes, Frederick se enteró de todo lo que había ocurrido en la empresa ferroviaria desde que Bellmann asumió la dirección. Ahora era la División de Transporte de la North Star Castings Limited, y la otra mitad —la fábrica de armamento que se llamaba Furness Castings— era la División de Investigación, un detalle que Mr. Paton resaltó con amargura.

—Sean quienes sean, son unos tipos muy listos —dijo, al tiempo que se reclinaba en la butaca y dejaba que el gato se le subiera de un salto al regazo—. División de Investigación. Suena inofensivo, ¿no? Pero la investigación significa una cosa para usted y para mí, y otra muy distinta para la North Star Castings Limited. División sanguinaria y asesina, diría yo. Pero, claro, esto no quedaría muy bien en el letrero de la fábrica, ¿no?

—¿Por qué estas dos empresas? —le pregunto Frederick—. ¿Qué tienen en común?

—Le contaré lo que se rumorea, Mr. Garland. Se supone que es un secreto, pero hay rumores… Me entero de cosas en el Instituto. Últimamente no puedo permitirme pagar la suscripción, pero mi hermana ha sido muy buena…

»En todo caso, lo que se dice es que North Star Castings está desarrollando un nuevo tipo de arma de fuego. Tiene un nombre muy bonito, por descontado, se llama el sistema autorregulador Hopkinson o algo parecido, pero por ahí se conoce como el cañón de repetición a vapor.

Frederick se incorporó y sacó del bolsillo su libreta de notas. Encontró el papelito donde Jim había apuntado las palabras que Nellie Budd había pronunciado durante el trance, lo alisó y se lo pasó a Mr. Paton, que alargó el brazo para coger sus gafas y acercó el papel a la luz de la lámpara.

—«No es Hopkinson, pero ellos no deben saberlo… El regulador… ¡North Star!… una niebla llena de fuego, un vapor repleto de muertes, metido en cañerías, cañerías de vapor… bajo North Star» —leyó en voz alta, y dejó el papel sobre la mesa—. Bien, es la historia más extraña que he oído en mi vida… Mire, Mr. Garland, yo no sé una palabra sobre armas, gracias a Dios. En este asunto del autorregulador Hopkinson no puedo ayudarle, pero podría presentarle a una persona que tiene conocimientos. No le prometo que vaya a orientarle…, pero Henry Waterman es un hombre honrado, y tengo la certeza de que no se siente feliz con lo que está haciendo. Fue uno de los que se lo pensaron antes de firmar, y creo que hubiese preferido no haberlo hecho. Pertenece a la Iglesia Unitaria; puede decirse que es un hombre de conciencia.

Veinte minutos más tarde, Mr. Paton condujo a Frederick hasta un edificio de humilde fachada. Un letrero proclamaba que era el Instituto Filosófico y Literario de los Trabajadores.

—Disponemos de una biblioteca estupenda, Mr. Garland —le dijo—. El segundo martes de cada mes tenemos un debate, y siempre que conseguimos dinero organizamos cursos y conferencias… Mire, ahí está Henry Waterman. Venga, se lo presentaré.

Entraron en la biblioteca, un cuartito sencillamente amueblado con una mesa y media docena de sillas, forrado de estanterías con libros que abarcaban una gran diversidad de temas sociales y filosóficos. Mr. Waterman, un hombre grueso de unos cincuenta años, leía muy serio a la luz de una lámpara de aceite.

—Henry, te presento a Mr. Garland, de Londres. Es detective —dijo Mr. Paton.

Mr. Waterman se levantó para estrecharle la mano. Frederick contó de nuevo la historia, ahora más resumida. Mr. Waterman escuchó con atención. Cuando Frederick hubo terminado, hizo un movimiento de cabeza como si hubiera encontrado la solución a un problema.

—Mr. Garland, ha decidido usted por mí —dijo—. Voy a romper una promesa, pero ahora considero que no tenían derecho a arrancármela. Le contaré lo que sé sobre el cañón a vapor.

»Es un arma que se basa en un principio totalmente nuevo, en la mecánica, en la estrategia, nuevo en todos los sentidos. Yo soy calderero y no sé nada de armas, pero le aseguro que ésta es terrible. He estado trabajando en un sistema de tuberías para llenarla de vapor a alta presión… Tiene la maquinaria más complicada que haya visto en su vida, y unos dibujos preciosos, un bonito diseño, y está muy bien pensada. Nunca hubiera imaginado, Mr. Garland, que un arma podía ser hermosa y diabólica al mismo tiempo.

»El cañón está montado sobre un vagón de tren aparentemente normal, especialmente reforzado y dotado de resortes. La caldera y el fogón se encuentran en la parte de atrás y son más bien pequeños —no tienen que tirar del tren—, pero muy potentes. Alcanzamos fácilmente las cuatrocientas libras por pulgada cuadrada, y yo diría que hay otras cien libras en reserva. La caldera funciona con carbón de coque; eso significa que no produce humos, que no se sabe cuándo está encendida.

»Además, cuando decimos cañón nos imaginamos algo muy largo, pero no es así. El vagón es como los de carga, aparte de los agujeros. Tiene seis mil agujeros —treinta hileras de doscientos agujeros— en cada lado. Y de cada agujero salen cinco balas por segundo. ¿Se imagina lo que es darle a una manivela y que doce mil cañones se pongan a disparar? Para esto se necesita la presión del vapor, Mr. Garland.

»Y eso no es todo. No conozco bien el mecanismo armamentístico, porque mi trabajo consiste en hacer que el vapor pase por los tubos, pero tengo entendido que disponen de una especie de sistema Jacquard para regular el ritmo y la frecuencia de los disparos. Seguro que ya ha visto cómo funciona este sistema; lo usan en la industria textil para tejer con dibujos, y consiste en una serie de tarjetas con unos agujeros perforados. Con este mecanismo, se puede hacer que primero dispare una hilera, luego la de abajo, y así de una en una; o se puede disparar por grupos de hileras, o todas a la vez…, como se quiera. Sólo que este regulador no funciona con tarjetas perforadas; el principio es el mismo, pero con conexiones eléctricas: son líneas de un grafito muy denso sobre un rollo de papel encerado. Le aseguro, Mr. Garland, que el hombre que ideó esto es un genio; es la maquinaria más asombrosa que he visto en mi vida.

»Y es también la más diabólica, la más monstruosa. ¿Se imagina el efecto de semejante artefacto sobre un grupo de hombres? ¿Se imagina que cada centímetro cúbico de aire esté ocupado por una bala al rojo vivo? Y esto en un radio de quinientos metros o de un kilómetro. Es más que mortífero, se necesitaría el Apocalipsis para describirlo.

»Y en esto consiste el cañón a vapor. Ya se ha enviado uno al extranjero, no sé a dónde. Y hay otro casi a punto… En un par de semanas pasará el control final. Ya ve, Mr. Garland, por qué no estoy orgulloso de lo que hago. Sidney se mostró más crítico que yo con este asunto. Ojalá hubiera tenido el valor de negarme desde el principio. Cuando pienso que mis conocimientos —que me enorgullecen— y mi experiencia profesional se emplean en una cosa así…, cuando pienso que mis compatriotas contribuyen a introducir esta máquina en el mundo…, bueno, le aseguro que se me encoge el corazón.

Se quedó callado y se pasó las manos por el cabello, corto y grisáceo. Luego las apoyó sobre la mesa junto al libro que estaba leyendo. «A Sally le gustaría este hombre», pensó Frederick.

—Mr. Waterman, le estoy muy agradecido. Me ha aclarado usted muchas cosas. ¿Qué sabe de la dirección de la empresa? ¿Conoce a un tal Bellmann?

—¿Bellmann? —Waterman hizo un gesto negativo con la cabeza—. No me suena. Pero todos sabemos que en esta empresa hay dinero extranjero. Y este Bellmann es un extranjero, ¿no?

—Es sueco. Pero este asunto también tiene relación con Rusia.

—¡Rusia! Esto tiene gracia. ¿Recuerda que le hablé del diseñador y le dije que era un genio? Bueno, pues se llama Hopkinson. Eso me han dicho, aunque nadie le ha visto. En los planos que utilizamos, el nombre está abreviado: HOP. Pero queda raro, como si hubiera habido cuatro letras y hubieran borrado la «K». Y en una esquina del papel, donde casi no se veía, vi esto. Mire, se lo escribiré.

Tomó el lápiz de Frederick y escribió:

HOPA

—La última letra no es una «K», sino una «D». ¿Conoce un poco el alfabeto cirílico, Mr. Garland? A mí me gustan los idiomas, y por eso lo he reconocido. Y cuando vi la última letra como una «D», las otras también cambiaron. Está escrito en ruso, ¿entiende? En nuestro alfabeto, sería esto —y escribió:

NORD

—¡Nordenfels! —exclamó Frederick—. Dios mío, Mr. Waterman, ¡ha resuelto el enigma!

—¿Nordenfels? —dijo Mr. Waterman sin comprender.

—Un ingeniero sueco que desapareció en Rusia. Probablemente fue asesinado. Vaya, que me cuelguen… Es fantástico. ¿Y dice usted que harán la prueba final del artefacto dentro de una semana o dos?

—Exactamente. Han probado los sistemas por separado, igual que la caldera, desde luego, el cargador y el generador eléctrico; ahora ya está casi totalmente montado y se lo han llevado a Thurlby para hacer las pruebas. Allá prueban a veces cañones navales, disparan sobre dianas flotantes en el mar.

»Y esto es todo lo que sé, Mr. Garland. Pero me gustaría que me aclarara una cosa. ¿Por qué le interesa este asunto? ¿Y qué piensa hacer con la información?

Frederick hizo un gesto de asentimiento.

—Es justo que me lo pregunte. Soy detective, Mr. Waterman, y me interesa el hombre que está detrás de esto. Que yo sepa, las armas de fuego a vapor no son ilegales, pero empiezo a entender lo que pretende ese individuo, y estoy deseando atraparle. Lo que sí le puedo decir es que me gustaría borrar ese aparato de la faz de la tierra.

—Muy bien, muy bien —dijo Mr. Paton.

—Bien, yo le puedo mostrar… —empezó a decir Mr. Waterman, pero se abrió la puerta y entró otro hombre con un par de libros en la mano.

—Oh, disculpa, Henry —dijo—. No quiero molestar, sigan hablando. Buenas tardes, Sidney.

Los dos se quedaron un poco cortados, pero Frederick siguió hablando como si tal cosa.

—Hábleme de las instalaciones del Instituto, Mr. Waterman —dijo.

—Ah, sí. Surgió de la cooperativa, y el núcleo original fue esta biblioteca. Algunos de los libros fueron donados por la Sociedad Literaria de Rochdale.

El hombre que había entrado no parecía tener intención de marcharse, y se unió al grupo para explicar la historia del lugar. Frederick se dio cuenta de dos cosas: en primer lugar, de que todos estaban muy orgullosos de lo que habían creado, y con razón, y en segundo lugar, de que se sentía cada vez más sediento.

Rechazó la invitación para visitar el resto de las instalaciones y para echar un vistazo a las cuentas de la sociedad cooperativa (un placer que reservaba para una segunda visita), se despidió de Henry Waterman y se marchó. Sin saber por qué, se quedó mirando un cartel de espectáculos pegado en la pared que había frente al edificio.

Eran casi las ocho de la tarde y había oscurecido; soplaba un viento frío y lloviznaba; las gotas de agua relucían a la luz de las farolas. Las ventanas estaban iluminadas, y de la puerta de un bar cercano salía una cálida luz que invitaba a entrar. Las calles se veían bulliciosas y llenas de vida; los hombres volvían del trabajo y las mujeres se apresuraban a llegar a casa con un par de arenques o una morcilla para la cena…, pero algo había llamado la atención de Frederick, y no era el caballo cojo, ni aquella guapa muchacha ni los chavales que se peleaban por una gorra.

Uno de los nombres del cartel le hizo detenerse, aunque de momento no entendió por qué. Paramount Music-Hall… esta semana… y la lista de artistas: El Gran Goldini y sus palomas amaestradas; Mr. David Fickling, el humorista de Lancashire; el Profesor Laar, extraordinario hipnotizador; Miss Jessie Saxon, la exuberante cantante; Mr. Graham Chainey, el descarado…

Jessie Saxon.

El viejo ambrotipo: ¡la hermana de Nellie Budd!

—¿Qué sucede, Mr. Garland? —le preguntó Mr. Paton, al ver que Frederick se detenía, parpadeaba, miraba fijamente el cartel, se quitaba el sombrero, se rascaba la cabeza y finalmente se encasquetaba de nuevo el sombrero y chascaba los dedos.

—Sed de cultura, Mr. Paton. Me acomete de vez en cuando de manera irresistible. ¿Quiere acompañarme? ¿Dónde se encuentra el Paramount Music-Hall?

***

Mr. Paton rechazó la propuesta. Frederick le dio las gracias por su ayuda y se dirigió al Paramount Music-Hall, un local cálido y agradable; se notaba que había conocido mejores tiempos, pero ahora estaba algo destartalado, lo mismo que las actuaciones de la primera parte del espectáculo. En conjunto era todo un tanto deslucido. Jessie Saxon actuaba a la mitad de la segunda parte, entre un cómico y un prestidigitador. Cuando salió a escena, Frederick sintió un escalofrío; se parecía mucho a su hermana, no sólo físicamente, sino también en sus maneras: era vulgar y simpática, aunque un poco brusca, y tenía sentido del humor. Sabía cómo tratar al público. Su actuación gustó, pero no tenía nada de extraordinario: unas cuantas canciones sentimentales y un par de chistes…, lo de siempre. No cabía duda de que se había ganado cierta fama en el norte, aunque nunca había conseguido (o no había querido) tener éxito en el sur.

Frederick le envió una nota de felicitación al camerino y se ofreció a llevarle una botella de champán, una invitación que fue aceptada al instante. Cuando llegó al camerino, la mujer se quedó mirándolo con estupefacción.

—¡Vaya! —dijo—. ¡Un hombre joven! Últimamente, mis admiradores tienen alrededor de sesenta años. Ven, encanto, siéntate y cuéntame tu vida. ¿Cómo quieres que te llame? ¿Johnny, Charlie o qué?

Era sorprendente, podía haber sido la misma mujer, un poco más apagada. Tenía el mismo buen humor y las mismas ganas de flirtear que su hermana, pero estaba más tensa. Sus ropas se veían gastadas y remendadas, y era evidente que atravesaba un mal momento.

—Si quiere que le diga la verdad —dijo Frederick—, he venido para hablarle de su hermana, Nellie Budd.

La mujer abrió los ojos como platos y sofocó una exclamación.

—¿Qué le ha pasado? —dijo—. Ha ocurrido algo, dígame la verdad. Estoy segura, lo sé… —Tomó asiento.

Frederick se sentó también y dijo:

—Me temo que se encuentra en el hospital. Ayer la atacaron dos hombres. La golpearon y la dejaron inconsciente.

La mujer asintió. A pesar del maquillaje, se la veía más pálida.

—Lo sabía —dijo—. Algo me lo decía. Nos pasaba siempre, cada una sentía lo mismo que la otra, y ayer tuve una terrible sensación, no sé cómo explicarlo, la sensación de caer al vacío. Estaba segura de que le había pasado algo. Fue por la mañana, ¿no? ¿A eso de las once?

—Eso tengo entendido —dijo Frederick—. Mire, fue una tontería por mi parte pedir champán. ¿Prefiere una copa de coñac?

—Bebería champán en cualquier ocasión, salvo en un funeral —dijo ella—. Supongo que no hay peligro de que…

—Se está recuperando. Se encuentra en el hospital Guy y está bien atendida. Es posible que ya haya recobrado la conciencia.

—De todas formas, ¿quién es usted? —preguntó ella—. No quiero mostrarme descortés, pero ¿es usted policía, o qué?

Frederick descorchó la botella y le puso al corriente de la situación. Cuando le habló de los trances de Nellie Budd, Jessie hizo un gesto de asentimiento.

—Lo recuerdo —dijo—. Cuando empezó con esto del espiritismo, pensé que era una tontería. No estaba de acuerdo, y ésa fue una de las razones por las que nos distanciamos. Últimamente ya no estábamos tan unidas. ¿Quién la atacó?

—Creo que sé quiénes son, pero no conozco sus razones. Mire, aquí está mi tarjeta. Si se le ocurre algo, hágamelo saber, ¿quiere?

—Por supuesto. Mañana por la noche actúo, pero al día siguiente iré a visitarla. Tengo que hacerlo, no importa que hayamos estado distanciadas. Una hermana es una hermana, y punto.

Tomó la tarjeta y se la metió en el bolso.

—Otra cosa —dijo Frederick—, ¿no conocerá por casualidad a un tal Alistair Mackinnon?

La reacción fue inmediata.

—¡Ese hombre! —dijo con frío desprecio—. Ese asqueroso gusano. ¿Lo conoce? Apuesto a que sí. Si ahora lo tuviera delante, le rompería la crisma. Mackinnon es un rastrero, una babosa. ¡Puaj! ¿Tiene algo que ver en esto?

—Sí…, pero no sé cómo. En todo caso, despierta sentimientos muy intensos. Le he perdido la pista. Debería enterarse de lo de su madre.

—¿Su madre?

—Mrs. Budd, su hermana.

—¿Cómo?

Jessie Saxon se levantó rápidamente del asiento y se enfrentó a Frederick. Su cuerpo gordezuelo temblaba de indignación y de asombro.

—¿Ha dicho su madre? Será mejor que se explique, amigo. No puede lanzarme cosas así a la cara sin darme una explicación.

Frederick estaba tan asombrado como ella. Se pasó la mano entre los cabellos, abstraído, mientras meditaba cómo seguir.

—Lo siento muchísimo —dijo—. Creía que Mackinnon era hijo de su hermana. Él fue quien me lo dijo.

—¿Eso le dijo? El muy asqueroso. ¿Dónde está ahora? Dios mío, tengo ganas de ir en su busca y romperle todos los huesos, uno por uno. ¡Cómo se atreve! ¡Pero cómo se atreve!

Volvió a sentarse. Estaba pálida y temblaba de rabia. Frederick le sirvió una copa de champán.

—Tome —dijo—. Bébaselo antes de que desaparezcan las burbujas. ¿Qué relación hay entre su hermana y Mackinnon?

—¿No se lo imagina? —le preguntó ella con amargura. Frederick negó con la cabeza.

—Qué típico de un hombre. Eran amantes, por supuesto. ¡Amantes! Y yo… —de repente estalló en llanto— yo también estaba enamorada de él. Locamente enamorada.

Frederick se quedó perplejo. Jessie Saxon se sonó las narices, se secó las lágrimas y dio un furioso sorbito al champán; luego tosió, se atragantó y gimió. Frederick le pasó el brazo alrededor del hombro; le pareció que no podía hacer otra cosa. Jessie se recostó contra él y se puso a llorar, mientras él le acariciaba la cabeza y contemplaba el feo y destartalado cuartucho, con su espejo roto y sus viejas cortinas, con la caja de pinturas sobre la cómoda y la humeante lámpara de aceite… Sería un lugar acogedor si uno tuviera con quien compartirlo, y podría ser emocionante para quien iniciara su carrera en el espectáculo. Pero debía de resultar un lugar muy triste y solitario para Jessie Saxon. Frederick la abrazó con fuerza y depositó un beso sobre su frente.

En cuanto se le pasó el ataque de llanto, Jessie apartó suavemente a Frederick y volvió a secarse los ojos con pequeños gestos furiosos. Luego soltó una carcajada llena de tristeza.

—Cuarenta y cuatro años y llorando como una niña… Y pensar que nos peleamos por él. ¿Se imagina? Oh, me da tanta vergüenza recordarlo ahora… Pero todos somos tontos en las cosas del amor. Si no, no seríamos humanos, seríamos máquinas, o caballos, qué sé yo. ¿Qué me preguntabas, encanto?

—Sobre Mackinnon en general. Es… cliente mío. —Se incorporó y alargó el brazo para servirle a Jessie más champán. Estaban sentados en un sofá pequeño y duro—. Él aseguraba que lord Wytham era su padre. ¿Eso es mentira también?

—¿El viejo Johnny Wytham? —Jessie se rio con ganas—. ¡Qué caradura! Aunque, bueno, eso podría ser cierto… Oh, Dios mío, todavía no puedo pensar con calma.

Se miró en el espejo, hizo una mueca y se ahuecó el cabello. Frederick quiso animarla a seguir.

—Me hablaba de lord Wytham… —le dijo.

—Oh, sí… Creerá que soy una estúpida, peinándome ahora. ¿De verdad quiere conocer la verdad sobre Alistair? Bueno, me dijo muchas mentiras, pero hay una cosa que nunca cambió en su versión: era el hijo ilegítimo de un lord. Así que podría ser cierto, supongo.

—Y usted conocía a lord Wytham, ¿no?

—Hace mucho tiempo. Solía salir con Nellie, pero estoy segura de que ella nunca tuvo un hijo. Maldita sea, yo me habría enterado, ¿no? Estábamos muy unidas… Tengo entendido que ahora está metido en política. ¿También tiene que ver con esto?

—Sí, pero que me cuelguen si entiendo cuál es su papel.

Y su hermana tampoco lo sabe.

—Yo no estaría tan segura —dio Jessie, mientras se servía más champán.

—¿A qué se refiere?

—Para averiguarlo, tendría que darse una vuelta por Carlisle y preguntar. Allí fue donde la vi por última vez, y allí fue donde nos peleamos… el año pasado. Sólo hace un año.

—¿Qué hacía ella allí?

—Oh, la tontería del espiritismo. Aquellos idiotas de Carlisle habían creado un círculo o un club y la invitaron a asistir. Yo estaba por allí actuando, y ese insecto de Mackinnon actuaba en un pueblecito cercano a Dumfries. Me enteré de que Nellie lo mantenía. ¡Imagínese! Todavía no había perfeccionado su arte —él lo llama arte— y no hacía más que incumplir sus compromisos. Y claro, los directores de las salas de teatro no soportan la falta de formalidad, y bien que hacen. Así que él estaba en las últimas, y entonces apareció Nellie y… Bueno, eso fue todo. Era un pueblecito llamado Netherbrigg, ya en Escocia.

—¿Se encuentra cerca de las propiedades de Wytham?

—Sí, no está lejos. Pero yo llevaba años sin ver a Wytham, igual que Nellie. Era un hombre casado, y ya no asistía a espectáculos musicales. No recuerdo cómo se llamaba su mujer… Lady Louisa no sé qué más… De una familia de terratenientes. Poseían minas de grafito.

—¿Grafito? —Frederick se incorporó.

—Algo así. ¿Y qué es exactamente el grafito?

—Con eso hacen lápices… —dijo Frederick. «Y armas de fuego», pensó, pero no dijo nada. Se limitó a dejar que Jessie hablara todo lo que quisiera. Era muy charlatana y parecía encantada de tener compañía.

El resto de la conversación ya no giró en torno al tema que interesaba a Frederick. Jessie se dedicó a contarle toda su vida con pelos y señales; fue un relato divertido, vivido y lleno de escándalos. Frederick se rio mucho, y le dijo:

—Jessie, debería usted escribir sus memorias.

—Buena idea —dijo ella—, ¿pero cree que me las publicarían?

Estuvieron de acuerdo en que no era probable y se despidieron como buenos amigos. Antes de meterse entre las frías sábanas del hotel Railway, Frederick sacó un mapa y miró dónde se encontraban Dumfries, Carlisle y Thurlby, el lugar donde se probaban las armas de fuego. Todo estaba en un área reducida, tal vez a unas horas de tren. ¿Y las tierras de lord Wytham? No aparecían en el mapa. ¿O serían ese puntito? El grafito… La familia de lady Wytham… Bellmann… La pobre Nellie, y la pobre Jessie también, las dos enamoradas de Mackinnon. ¿Qué diablos tenía ese hombre que les parecía tan irresistible a la mujeres? Era extraordinario, realmente extraordinario. Aunque Sally no había caído en la trampa. Era una joven sensata. Tenía que ir a Thurlby por la mañana…