Entonces, ¿qué tenemos? —preguntó Frederick, mientras se servía mermelada, la mañana posterior a su visita al teatro. Él y Jim estaban desayunando con Sally en el hotel Tavistock, en Covent Garden—. Mackinnon asegura ser el hijo de lord Wytham y Nellie Budd. Bien, es posible.
—Es la misma historia que le contó a Miss Meredith —señaló Jim—. No dijo los nombres de su padre y su madre, pero la historia es la misma. Sin embargo, esto no explica por qué lo persigue Bellmann. A menos que no lo quiera como cuñado. Y no se lo reprocho.
—La herencia —dijo Sally—. Había algo sobre una herencia, ¿no? Aunque si es hijo ilegítimo no tendría derecho a nada. ¿Qué podría heredar de Wytham?
—Me parece que casi nada. El tipo está arruinado, o a un paso de la ruina —dijo Frederick—. Todo lo que tiene está hipotecado, y encima lo acaban de sacar del consejo de ministros… No sé, ese hombre es un auténtico fracaso. Prefiero a Nellie Budd. No me extraña que parpadeara cuando le mencioné a Mackinnon.
—¿Y qué ocurre con el asunto de la North Star?
—North Star Castings —dijo Sally—. Y tiene relación con el hierro y el acero. No está registrada en Bolsa. Mañana he de ir a ver a Mrs. Seddon, en Muswell Hill, pero esta mañana quiero hacer una visita a Mr. Gurney para que me hable sobre psicometría. Y entre una cosa y otra, también he de ocuparme de mi propio negocio…
—Bueno, pues yo me daré una vuelta por Whitehall para curiosear —dijo Frederick—. Quiero averiguar todo lo que pueda acerca de Wytham. Y luego le haré otra visita a Nellie Budd. Hablando de negocios, ya sería hora de que ganara algún dinero. Este caso no me ha dado ni un solo penique hasta ahora; es más, me ha costado un reloj.
—Lo tuyo no es tan grave como lo mío, amigo —dijo en tono lastimero Jim, mientras se tocaba la boca herida—. Tú puedes comprarte otro reloj por treinta chelines, pero los dientes no se encuentran tan fácilmente. Y lo que no logro entender es cómo le ofreces arenques ahumados y tostadas a un pobre diablo que sólo es capaz de comer papillas y huevos revueltos. Lo único que me consuela un poco es que el tipo tendrá algunos problemas con su narizota.
Mr. Gurney era un hombre que Sally había conocido en Cambridge. Se lo había presentado un tal Mr. Sidgwick, un filósofo que había hecho mucho por impulsar la educación de las mujeres, y que también sentía interés por el estudio de la psique. Mr. Gurney estaba llevando a cabo sus propias investigaciones en este campo y, puesto que vivía en Hampstead, no lejos de allí, a Sally se le había ocurrido hacerle una visita.
Lo encontró en el estudio de su agradable mansión, frente a una mesa llena de partituras, con un violín en un estuche abierto a su lado. Era un hombre de unos treinta años, de ojos separados y muy expresivos, con una sedosa barba.
—Lamento interrumpir su música —dijo Sally—, pero estoy intentando averiguar algo y no sé a quién más preguntar…
—¿Mi música? Nunca seré un músico, Miss Lockhart. Esta pequeña sonatina es la cumbre de mis aspiraciones y de mis capacidades, me temo. Ahora he iniciado unos nuevos estudios: la medicina es mi campo. Pero ¿en qué puedo ayudarla?
Mr. Gurney era un diletante con dinero. Antes de estudiar música, había empezado la carrera de derecho, y Sally dudaba de que acabara los estudios de medicina a los que decía que se iba a dedicar. Sin embargo, poseía una estimable inteligencia y unos amplios conocimientos sobre psicología y filosofía. Sally le puso al corriente de lo ocurrido durante la sesión de espiritismo de Nellie Budd, en Streatham, y el hombre se incorporó, con los ojos chispeantes de interés.
—Telepatía —dijo—. Por lo que me explica, esto es lo que hacía Mrs. Budd.
—Tele… Eso viene del griego, como telégrafo. ¿Qué significa?
—Es una palabra que designa lo que ocurre cuando una persona recibe impresiones de la mente de otra. Percepciones, emociones, impresiones sensoriales…, no pensamientos conscientes. Por lo menos, de momento.
—¿Pero existe realmente esa facultad? ¿La tenemos todos?
—El fenómeno existe. Se han registrado cientos de casos, pero eso no implica que exista una facultad para ello. No aplicaríamos esa palabra si un hombre hubiera sido atropellado por un cabriolé; no hablaríamos de la facultad de ser atropellado. Puede que sea algo que nos sucede, más que algo que hagamos.
—Ya entiendo. Ella podría recibir impresiones sin tener conciencia de ello. ¿Pero se las enviarían de forma deliberada? ¿O es posible que la persona que las envía tampoco sea consciente?
—El agente, así lo llamamos. No parece haber reglas en esto, Miss Lockhart. La única regla general que me atrevo a dar es que suele ocurrir entre personas emocionalmente próximas.
—Entiendo… Entonces, hay otro asunto incomprensible, Mr. Gurney. Está relacionado con lo anterior, pero todavía no sé cómo.
Le contó la visión de Mackinnon sobre un duelo en la nieve; le explicó que, de acuerdo con su versión, el fenómeno se disparó al tocar una cigarrera.
—Sí —dijo Mr. Gurney—. Hay muchos testimonios de este fenómeno. ¿Qué clase de hombre es su perceptor? Me refiero al que tuvo la visión.
—No es totalmente de fiar. Es un mago, un prestidigitador; muy bueno, por cierto, Y no sé si será por eso, pero uno nunca sabe si dice o no la verdad. Y otra cosa: si este fenómeno es real, ¿ocurre únicamente mientras el perceptor toca un objeto que pertenece a la otra persona, o podría ocurrir con algo que tuviera sólo una relación lejana?
—¿A qué se refiere?
—Por ejemplo, un artículo en un periódico. Un recorte de una historia que estuviera relacionada con la visión pero que no mencionara nombres. ¿Bastaría esto para desencadenar una percepción psicométrica? Imagínese que el perceptor tiene la visión y luego encuentra en un periódico un artículo que está relacionado con el tema, aunque no se menciona expresamente. ¿Notaría él que las dos cosas están conectadas?
Mr. Gurney saltó emocionado de su silla y sacó de una estantería un pesado volumen lleno de notas y recortes.
—¡Qué extraordinario! —dijo—. Ha descrito usted exactamente lo que ocurrió en el caso de Blackburn de 1871. Si esto es una repetición, constituye una gran noticia. Mire… Aquí está…
Sally leyó los recortes, que estaban datados y comentados con precisión científica. Existía una gran semejanza entre los dos casos, aunque el tema de la visión del hombre de Blackburn girara en tomo a algo tan poco sensacionalista como el hecho de que su hermano se salvara por los pelos de un accidente ferroviario.
—¿Cuántos casos tiene registrados en sus archivos, Mr. Gurney? —preguntó Sally.
—Miles. Seleccionarlos y analizarlos llevaría toda una vida.
—Podría dedicarse a esto en lugar de a Ja medicina. Pero debo decirle una cosa: este asunto, sea lo que sea, guarda relación con un caso de conspiración criminal. Sé que le gustaría publicarlo, pero… ¿Podría esperar hasta que haya pasado el peligro? Por favor.
Mr. Gurney abrió los ojos como platos.
—¿Una conspiración criminal?
Sally le puso en antecedentes. Mr. Gurney escuchó con asombro.
—De manera que esto es lo que producen en Cambridge —dijo finalmente—, mujeres detectives. No creo que fuera esto precisamente lo que tenían en mente los promotores de la educación universitaria femenina… Sí, por supuesto, haré lo que me dice. En todo caso, siempre firmamos los trabajos con seudónimo. ¡Cielos! Fraude…
Asesinato… Tal vez sería mejor que me dedicara a la música, después de todo.
Ya era por la tarde cuando Frederick se encaminó hacia Streatham. Había averiguado un par de cosas por el método más simple: haciendo preguntas a quienes podían tener la información, como los botones de las oficinas, los mensajeros y demás. Lo que se rumoreaba era que la carrera política de lord Wytham se había agotado, pero que en cambio tenía muchas oportunidades de florecer en el mundo financiero, ya que había conseguido un puesto en la junta de una joven y prometedora empresa llamada North «no sé qué». Además, había estado ganándose al nuevo subsecretario del Foreign Office… En suma, aquella mañana de trabajo con su serie de tazas de café aguado dio su fruto.
Era una mañana fría y gris, y estaba empezando a caer una fina lluvia cuando Frederick se internó en la tranquila calle donde vivía Nellie Budd. Se dijo que tenía ganas de verla.
Pero la calle no estaba tan tranquila esta vez. Frente a la puerta de Nellie se agolpaba una multitud de curiosos, y un carricoche ambulancia esperaba frente a la verja de entrada. Mientras un sargento y dos policías intentaban despejar el camino entre la puerta y la ambulancia, dos hombres salieron de la casa portando una camilla, y los curiosos se apartaron para dejarlos pasar.
Frederick se apresuró a acercarse. El inspector que estaba en la puerta, un hombre que parecía duro y competente, se dio cuenta de sus intenciones. Mientras la camilla era introducida en la ambulancia, se dirigió hacia Frederick. Los mirones se volvieron con curiosidad.
—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó el inspector. Frederick ya se encontraba junto a la verja—. ¿Venía a ver a alguien?
—He venido a visitar a una señora que vive aquí —dijo Frederick—. Se llama Mrs. Budd.
El inspector volvió la cabeza hacia la ambulancia, indicó con un gesto a los hombres que podían cerrar la puerta y marcharse, y luego fijó de nuevo su mirada en Frederick.
—¿Le importaría entrar un momento? —preguntó.
Frederick entró con él en el estrecho vestíbulo, y un policía cerró la puerta tras ellos. Un hombre con aspecto de médico salió de la habitación principal; dentro, se oía llorar a una chica.
—¿Puede responder a unas preguntas? —quiso saber el inspector.
—Sí, siempre que se dé prisa —dijo el médico—. Le he dado una dosis de calmante, y dentro de unos minutos le entrará sueño. Mejor que se meta en la cama.
El inspector hizo un gesto de asentimiento. Abrió la puerta de la habitación y le hizo seña a Frederick de que pasara. Sentada en el sofá de Mrs. Budd, una criada de unos dieciséis años, con los ojos enrojecidos, se agitaba entre sollozos.
—Ya está bien, Sarah —dijo el inspector—. Deja de llorar y mírame. Tu señora va camino del hospital, donde cuidarán de ella. Escúchame con atención: ¿Has visto antes a este caballero?
La muchacha, todavía agitada por el llanto, echó una mirada a Frederick y negó con la cabeza.
—No, señor —susurró.
—¿No estaba con los hombres que han venido esta mañana?
—No, señor.
—¿Estás segura, Sarah? Ahora no tienes nada que temer. Mírale bien.
—No lo he visto nunca. ¡Se lo prometo!
Y volvió a estallar en sollozos. El inspector abrió la puerta y llamó a un agente:
—Eh, Davis. Llévate a la chica arriba. Dale un vaso de agua o algo.
El policía se llevó a la joven. El inspector cerró la puerta y sacó su cuaderno de notas y un lápiz.
—¿Puedo preguntarle cómo se llama?
—Frederick Garland. Burton Street 45. Fotógrafo. Y ahora, ¿le importaría decirme por qué me he visto implicado en una rueda de identificación improvisada y, por lo que yo sé, ilegal? ¿Qué demonios está pasando? ¿Y qué le ha ocurrido a Nellie Budd?
—Dos hombres la han atacado esta mañana. La criada les dejó pasar. Dijo que tenían… marcas en la cara. Un ojo amoratado, una nariz hinchada, ese tipo de cosas. Usted mismo tiene una buena marca, señor.
—Ah, ya veo. Bueno, un idiota me ha cerrado la puerta del tren en las narices. ¿A dónde la han llevado? ¿Está malherida?
—La han llevado al hospital Guy. Le han dado una buena paliza. De hecho, estaba inconsciente, pero creo que sobrevivirá. Y mejor que así sea, o esos dos irán a la horca.
—¿Los encontrará?
—Por supuesto que los encontraré —dijo el inspector—. Tan cierto como que me llamo Conway. No voy a permitir que sucedan este tipo de cosas, de ninguna manera. Y ahora, ¿le importaría decirme cuál es su relación con Mrs. Budd, señor? ¿Para qué venía a verla?
Frederick le dijo que estaba fotografiando a una serie de médiums famosas para una sociedad espiritista, y había venido a ver a Nellie Budd para preguntarle si quería que le hiciera un retrato. El inspector asintió.
—Por supuesto —dijo—. En cuanto a este ataque, según la muchacha no se han llevado nada. No eran ladrones. ¿No tiene idea de lo que puede haber pasado?
—Ninguna en absoluto —dijo Frederick.
Y era la pura verdad, pensó minutos más tarde, en el ómnibus que llevaba a Southwark y al hospital Guy. Deseó haber descargado el bastón con más fuerza sobre el cráneo de Sackville la noche anterior. No cabía duda de que habían sido ellos dos, pensó, y apretó los puños. Pero en cuanto a las razones… Bellmann sabría por qué. Y también ese hombrecillo de gafas, Windlesham.
Muy bien, lo pagarían caro.
Una mujer cubierta con un velo había estado dudando toda la mañana frente a un edificio de oficinas en la City. Llevaba una cajita de estaño bajo el brazo, y a cada momento se acercaba a la puerta, levantaba la mano para llamar, miraba a su alrededor, y luego bajaba la mano y se alejaba con la cabeza gacha. Se trataba de Isabel Meredith, y la oficina era la de Sally. A su timidez natural (habría sido tímida incluso de no tener el rostro marcado) se unían las angustias sufridas en las últimas cuarenta y ocho horas, que la habían dejado sin ánimo ni siquiera para subir los escalones y llamar. Finalmente, la desesperación venció a la timidez; golpeó la puerta con los nudillos, pero sólo le respondió el silencio, porque Sally estaba ausente.
Se marchó con su ánimo, que ya estaba bajo, prácticamente por el suelo. No estaba acostumbrada a tener suerte; como iba con la cabeza gacha, se dio de bruces contra una figura delgada, cubierta con un abrigo de tweed, y se limitó a murmurar: «Lo siento» y a apartarse a un lado. Se quedó muy sorprendida cuando la llamaron por su nombre.
—¿Miss Meredith? —dijo Sally.
—¡Oh! Sí, soy yo. ¿Por qué? Quiero decir…
—¿Viene usted de ver a Miss Lockhart?
—Sí, pero no la he encontrado…
—Yo soy Miss Lockhart. Esta tarde he tenido que salir para hacer algunas gestiones, pero la estaba esperando. ¿Quiere acompañarme?
Isabel Meredith estuvo a punto de desmayarse. Sally la vio tambalearse y la agarró del brazo.
—Oh, lo siento mucho, pero no puedo…
Sally comprendió que la mujer estaba desesperada. No era el momento de meterse en un frío despacho. Al otro lado de la calle había una parada de carruajes; al cabo de un momento estaban sentadas en uno que las llevaba traqueteando a través del espeso tráfico hasta casa de Sally.
Estaban confortablemente sentadas frente a un cálido fuego, tenían a su alcance una tetera llena de té, bollitos y mantequilla, y en la colorida alfombra a sus pies, yacía, cuan largo era, un magnífico perrazo.
Isabel se había quitado el velo y volvía el rostro hacia Sally, sin molestarse en esconder las lágrimas. Pero le venció el hambre, y empezó a comer mientras Sally tostaba en la chimenea los bollitos partidos por la mitad. Durante un rato, no intercambiaron palabra.
Finalmente, la mujer se reclinó en la butaca y cerró los ojos.
—Lo siento muchísimo —dijo.
—¿Por qué lo dice?
—Le he traicionado. Estoy avergonzada, tan sumamente avergonzada…
—Ha logrado escapar. Está a salvo gracias a su nota. ¿Se refiere a Mr. Mackinnon?
—Sí. No la conozco a usted, Miss Lockhart, pero confié en su amigo Jim, Mr. Taylor. No sé por qué, pensaba que sería usted mayor. Y una asesora financiera… Pero su amigo dijo que usted estaría interesada. Por eso he venido.
Era orgullosa y tímida, y estaba a un tiempo asustada, avergonzada y enfadada, pensó Sally.
—No se preocupe —dijo—. Soy una asesora financiera, pero esto conlleva otras muchas cosas. Sobre todo en estos momentos. Y es cierto que me interesa Mr. Mackinnon. Dígame todo lo que sabe.
Isabel asintió con un movimiento de cabeza, se sonó con un pañuelo y se incorporó en el asiento, como si hubiera tomado una decisión.
—Lo conocí en Newcastle, hace dieciocho meses. Yo trabajaba para un sastre de teatro… Era un sitio pequeño. Yo…, apenas se me veía. No tenía necesidad de enfrentarme a las miradas de los desconocidos, y los actores y las actrices no son tan crueles como la mayoría de la gente; puede que lo piensen, pero lo disimulan mucho mejor. Además, son vanidosos, ya sabe, como los niños pequeños, y no se fijan en los demás. Allí me sentía feliz.
»Él vino un día para encargarle a mi jefe un traje especial. Los trajes de los magos tienen un montón de bolsillos escondidos bajo los faldones y en otros lugares, ¿sabe? En cuanto lo vi… ¿Ha estado usted enamorada, Miss Lockhart?».
—Yo… ¿Se enamoró de él?
—Perdidamente y para siempre. Intenté evitarlo… ¿Qué podía esperar? Pero él me prestó atención… Nos vimos unas cuantas veces. Me dijo que era la única persona con la que podía hablar. Incluso cuando estaba en peligro. Tenía que mudarse continuamente de casa, porque sus enemigos no le dejaban en paz. No podía quedarse en un mismo lugar…
—¿Quiénes eran esos enemigos?
—Nunca me lo dijo. No quería ponerme en peligro. Creo que sentía algo por mí; un poco de aprecio, tal vez. Me escribía todas las semanas. Conservo todas sus cartas. Las he traído…
Señaló la caja de estaño, en el suelo, junto a la butaca.
—¿Le habló alguna vez de un tal Bellmann? ¿O de lord Wytham?
—No creo. No.
—¿Y cuál cree usted que era su problema?
—Alguna vez me insinuó que era un problema de herencia. Yo me imaginaba que era heredero de una gran propiedad y que le habían despojado de sus derechos… Pero a él sólo le interesa su arte. Es un verdadero artista, un gran artista… ¿Le ha visto actuar? ¿No le parece que es un gran artista?
Sally asintió.
—Sí, lo he visto. ¿No le habló nunca de sus padres, de su infancia?
—Nunca. Es como si hubiera querido enterrar esa parte de su vida. El arte era toda su vida, cada momento, cada pensamiento. Yo sabía… sabía que nunca podría ser su… —le resultaba difícil hablar de ello; se retorcía las manos y bajaba la mirada—. Pero también sabía que tampoco podría serlo otra mujer. Él es un genio, Miss Lockhart. Si puedo ayudarle en algo, por poco que sea, bueno…, moriré feliz. Pero le he traicionado.
De repente le acometió un ataque de llanto. Se acurrucó de lado en la butaca y se puso a sollozar violentamente, con el rostro escondido entre las manos. Chaka, asombrado, levantó la cabeza y empezó a emitir un suave gemido hasta que Sally le acarició la cabeza. Entonces volvió a acostarse.
Sally se arrodilló junto a la butaca de Isabel y le pasó la mano por los hombros.
—Dígame cómo le traicionó, por favor —le dijo—. Sólo podemos ayudarle si conocemos toda la historia. Y estoy segura de que usted no quería traicionarle. Alguien la engañó o la obligó, ¿no es así?
Lentamente, entre sollozos, Isabel le explicó lo ocurrido con Harris y Sackville, cómo rasgaron todas las labores que ella iba a vender. Sally sintió un escalofrío de horror; demasiado bien sabía lo que debía de suponer ver todo tu trabajo totalmente destrozado.
—No les dije nada, de verdad. Aunque me hubiesen torturado, yo no habría dicho nada… Pero iban a destruir sus cartas…
Estrechó con fuerza la cajita contra su pecho y se puso a balancearse para delante y para atrás, acunándola angustiada como si fuera un bebé moribundo. Sally apenas podía soportarlo. Una impertinente vocecita interior le repetía todo el tiempo: «¿Y cuándo has amado tú de esta manera?».
Le quitó la cajita de las manos y abrazó y zarandeó suavemente a Isabel.
—Escúcheme —le dijo—, creo que sé quién envió a esos hombres. Fue un individuo llamado Windlesham, que es el secretario de Axel Bellmann, un empresario. Estaba —me refiero a Windlesham— en el Royal Music-Hall con esos dos. Jim y otro hombre, Mr. Garland, los obligaron a marcharse. Yo hablé con Mr. Mackinnon, pero no me explicó casi nada. ¿Sabe usted dónde se encuentra ahora?
Isabel negó con un movimiento de cabeza.
—¿Y escapó ileso? ¿No le hirieron?
—No le pasó nada.
—Oh, gracias a Dios. Doy gracias a Dios. Pero ¿por qué lo hacen, Miss Lockhart? ¿Qué pretenden?
—Me gustaría saberlo. Escuche… No puede volver a su casa. No le queda nada por lo que tenga que volver. ¿Por qué no…?
—De todas formas, mi casera me pidió que me marchara —dijo Isabel con voz débil—. No se lo reprocho. No tengo ningún lugar adonde ir, Miss Lockhart. He dormido fuera esta noche. No creo que pueda…
Cerró los ojos e inclinó la cabeza.
—Aquí hay sitio para usted. Mrs. Molloy le preparará la cama en el cuarto de al lado. No me diga que no —continuó Sally—. Esto no es caridad, necesito que me ayude. Tenemos casi las mismas medidas; le encontraré algo de ropa para ponerse, y las cenas de Mrs. Molloy son famosas. No, no me lo agradezca. Yo todavía tengo un lugar donde vivir… y un trabajo…
¿Y por cuánto tiempo?, se preguntó. Las amenazas de Bellmann le causaban más inquietud de la que hubiera querido reconocer, y el tipo seguía allí, entre las sombras. Y estaba Isabel, una prueba de que el hombre cumplía sus amenazas. Las dos se dispusieron a recoger las tazas y los platos, reunir carbón para el fuego y buscar los camisones. Esto apartó de la mente de Sally el recuerdo de Bellmann, pero la idea le volvió más tarde cuando se presentó Frederick con novedades acerca de Nellie Budd.
Afortunadamente, pensó Sally, Isabel estaba ya acostada. Frederick se sentó frente a la chimenea con una taza de café y le explicó que Nellie Budd estaba todavía inconsciente; la habían golpeado en la cabeza, y los médicos ignoraban todavía si le habían fracturado el cráneo. Por lo menos, estaba bien atendida, pero era pronto para saber si podría recuperarse.
Frederick compró unas flores y permaneció junto a su lecho. Como no se había presentado ningún familiar cercano, dejó su nombre. Ignoraba si sería posible encontrar a su hermana. ¿Cómo se llamaba? ¿Miss Jessie Saxon?
Sally le habló de la visita de dos hombres a Isabel Meredith, y Frederick asintió, como si se lo esperara. La cuenta que tenía pendiente con Harris y Sackville crecía por momentos, y estaba deseando hacérsela pagar.
Estuvo sentado un rato en silencio. Tenía la mirada perdida en los carbones de la chimenea y de vez en cuando los atizaba con el bastón.
—Sally —dijo finalmente—, ¿no vas a trasladarte a Burton Street?
Sally se puso de pie.
—Ya hemos hablado de este tema, Fred. La respuesta es no. De todas maneras…
—No he preguntado eso. Ya he desistido de pedirte que te cases conmigo; puedes olvidarte del asunto. Estoy pensando en Nellie Budd. Si nos encontramos ante uno de esos casos en que golpean a las mujeres hasta dejarlas inconscientes, prefiero que estés cerca de nosotros, eso es todo. Estarías más segura en Burton Street, al igual que…
—Me siento muy segura aquí, muchas gracias —dijo Sally—. Tengo a Chaka y tengo una pistola, y no necesito que me encierren en una fortaleza y me protejan.
En cuanto acabó de hablar, se encontró detestable. Le había salido un tono quisquilloso y pedante de sabelotodo. Supo que sería así nada más abrir la boca, y le disgustaba profundamente, pero no sabía cómo evitarlo.
—No seas tonta —dijo Frederick, poniéndose en pie a su vez—. No hablo de vigilarte como si fueras una maldita princesa en un cuento de hadas. Hablo de mantenerte con vida. Puedes seguir trabajando y haciendo tu vida, y desde luego tienes a tu perro, y todos sabemos que eres capaz de volar el ala de una mosca con las manos atadas a la espalda…
—No me interesan tus sarcasmos. Si no tienes nada más que decirme…
—Bien, entonces ten un poco de sensatez. Estos hombres han estado a punto de matar a Nellie Budd, y por lo que sé, puede que la hayan matado. Han destrozado el trabajo de esta otra mujer, como se llame. ¿Crees que se lo pensarán dos veces, que dudarán un instante antes de ponerte las manos encima, sobre todo después de la paliza que les hemos dado? Dios mío, muchacha, lo harán sin pestañear. Bellmann ya te ha amenazado con…
—Puedo defenderme —dijo Sally—. Y desde luego no necesito tu permiso para seguir con mi vida, como tú dices.
—No he dicho eso. No lo pienso y no lo he dicho así. Si te empeñas en malinterpretar mis palabras…
—¡No malinterpreto nada! Sé perfectamente lo que quieres decir.
—No, no lo sabes. De lo contrario no dirías semejantes estupideces.
Los gritos despertaron a Chaka, que rodó sobre sí mismo, levantó la cabeza para mirar a Frederick y gruñó suavemente. Sally se inclinó automáticamente para acariciarle la cabeza.
—Creo que no te das cuenta de la mala impresión que causas cuando hablas de esta manera —dijo Sally, en voz más baja. Ya no le miraba a él, sino que fijaba la vista en el fuego, y en ella se traslucía un amargo resentimiento—. Hablas como si yo necesitara protección y mimos. Yo no soy así, y si no te das cuenta es que no me conoces en absoluto.
—Me tomas por un idiota —respondió él con una voz llena de resentimiento—. En el fondo de tu corazón piensas que no soy distinto de cualquier otro hombre… No, no es eso. No se trata sólo de los hombres. Crees que soy como cualquier otra persona, hombre o mujer. Estás tú, y luego está el resto, y todos somos inferiores…
—¡No es cierto!
—Sí lo es.
—O sea que sólo porque me tomo mi trabajo en serio y no soy frívola ni juerguista, eso quiere decir que miro a los demás por encima del hombro, ¿no?
—Lo haces continuamente, continuamente. ¿Te das cuenta de lo antipática que resultas, Sally? En tus mejores momentos eres magnífica, y por eso te quería. Pero en los peores no eres más que una engatusadora, una bruja mandona que se cree perfecta.
—¿Yo, mandona?
—Deberías oírte. Te ofrezco ayuda, de igual a igual, porque te respeto y me preocupo por ti, sí, y porque te tengo cariño, y me lo echas en cara. Y si crees que esto no es ser orgullosa…
—No es de mí de quien hablas, sino de una estúpida fantasía tuya. Madura de una vez, Frederick.
Sally le vio mudar el semblante. En su rostro apareció una expresión indescifrable y luego se desvaneció, como si algo hubiera muerto en su interior. Le tendió la mano, pero ya era demasiado tarde.
—Acabaremos de resolver este caso —dijo en voz baja, mientras se ponía en pie y recogía su bastón—, y luego será mejor que lo dejemos.
Sally se levantó y dio un paso hacia él, pero Frederick se marchó sin mirarla, sin pronunciar palabra.
***
Aquella noche, mientras Sally, sentada frente a las brasas de la chimenea, empezaba a escribir a Frederick una carta tras otra, y descubría que resultaba tan difícil poner las palabras por escrito como decirlas, desistía, y apoyaba la cabeza sobre las rodillas y se echaba a llorar; mientras Frederick emborronaba papeles con suposiciones y conjeturas y los rompía en pedazos, jugueteaba con su nueva cámara norteamericana, perdía la paciencia y la arrojaba a un rincón; mientras Webster Garland y Charles Bertram se sentaban a fumar, beber whisky y hablar de luces y sombras, de gelatinas, colodión y calitipos, de mecanismos de obturación y negativos de papel; mientras Jim, con la mirada perdida, oscilando entre la furia contra sí mismo y el sentimiento amoroso, soportaba sumiso los insultos del director de escena cada vez que se equivocaba de entrada, tiraba de la cuerda que no era y dejaba caer escaleras de mano; mientras Nellie Budd yacía inconsciente, con las flores de Frederick sobre una silla frente a su estrecho lecho; mientras Chaka soñaba con Sally y la caza, con Sally y los conejos…, un hombre llamó a una puerta en el barrio del Soho y esperó a que le abrieran.
Era un hombre joven y atlético, de aspecto inteligente y decidido. Iba vestido de etiqueta, como si acabara de salir de una cena o del teatro, y llevaba en la mano un bastón con empuñadura de plata con el que marcaba el compás de una melodía popular sobre el escalón de la entrada.
La puerta se abrió.
—Ah —dijo Mr. Windlesham—. Pase, pase.
Se apartó a un lado para dejar pasar al visitante. Cerró la puerta con cuidado y siguió al joven hasta una habitación cálida y bien iluminada donde había estado leyendo una novela. Se trataba de un despacho que Mr. Windlesham utilizaba para aquellos asuntos que no deseaba que llegaran a conocerse en Baltic House.
—¿Me da su abrigo y su sombrero, Mr. Brown?
Mr. Brown le entregó las prendas. Mientras tomaba asiento, miró con indiferencia el libro abierto. Mr. Windlesham observó su mirada.
—The Way We Live Now —dijo—, de Anthony Trollope. Es una novela interesante para el especulador financiero. ¿Le gusta leer novelas, Mr. Brown?
—No, no soy aficionado a la lectura —dijo Mr. Brown. Tenía una voz extraña. Mr. Windlesham no pudo situar su acento; no le sonaba a ninguna región o clase social en particular. Era un acento que podía ser de cualquier parte, un acento del futuro; un siglo más tarde, muchas voces se asemejarían a la de Mr. Brown, aunque desde luego Mr. Windlesham no podía saberlo—. No tengo tiempo para los libros —siguió diciendo el hombre—. Prefiero con mucho un buen espectáculo de variedades.
—Ah, claro, los espectáculos de variedades. Pero pasemos a los negocios; me han hablado muy bien de usted, en especial de su discreción. Confío en que podamos hablar sin tapujos. Tengo entendido que se dedica usted a matar gente.
—Así es, Mr. Windlesham.
—Y dígame, ¿es más difícil matar a una mujer que a un hombre?
—No. Por regla general, una mujer no será tan rápida ni tan fuerte como un hombre, ¿no?
—No me refería a esto, exactamente… Es igual. ¿A cuántas personas ha matado, Mr. Brown?
—¿Por qué quiere saberlo?
—Estoy intentado conocer su historial.
Mr. Brown se encogió de hombros.
—Veintiuna —dijo.
—Un experto, desde luego. ¿Y qué método acostumbra emplear?
—Depende. Varía de acuerdo con las circunstancias. Si puedo elegir, prefiero el cuchillo. Manejar el cuchillo requiere un cierto arte.
—¿Y el arte es importante para usted?
—Intento hacer bien mi trabajo, como cualquier otro profesional.
—Desde luego. Normalmente empleo a dos hombres que, desgraciadamente, están muy lejos de actuar como profesionales. No se me ocurriría encargarles un trabajo de este tipo. Dígame, ¿qué planes tiene para el futuro?
—Bien, Mr. Windlesham, soy un hombre ambicioso —dijo el joven—. En Londres y en el continente no faltan los encargos, pero ninguno importante. Creo que mi futuro se encuentra al otro lado del Atlántico. Soy un gran admirador de los americanos. He estado allí un par de veces. Me gusta la gente, me gusta su forma de vida. Creo que allí me puede ir bien. Tengo algunos ahorros, a los que sumaré lo que cobre por este trabajo. Unos cuantos encargos más, y podré marcharme. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Piensa acaso que su, ejem, empresa puede tener trabajo para un hombre como yo en el futuro?
—Oh, desde luego, desde luego —dijo Mr. Windlesham. Las monturas doradas de sus gafas tintinearon.
—¿Quién es el cliente? —dijo Mr. Brown, sacando una libreta de notas y un lápiz.
—Se trata de una joven —dijo Mr. Windlesham—. Tiene un perro muy grande.