La trampilla del demonio

Al día siguiente, antes de que el sol estuviera alto, una mano introdujo una nota garabateada a toda prisa en el buzón de Burton Street 45, y una figura cubierta con un velo se escabulló a la luz grisácea de la mañana.

Jim fue el primero en encontrar la nota. No había dormido bien; la imagen de lady Mary había perturbado su sueño, y en más de una ocasión había gemido en voz alta al recordar sus cálidas mejillas rosadas, sus ojos empañados, su anhelante susurro… Finalmente, decidió que ya no podría conciliar el sueño y, rascándose, entre bostezos y maldiciones, se arrastró hasta la cocina y encendió el fuego para prepararse una taza de té.

Mientras ponía la tetera sobre el hornillo, oyó el ruido del buzón al cerrarse en la tienda vacía y pestañeó con fuerza. Ya estaba totalmente despierto. Echó un vistazo al reloj sobre la repisa de la chimenea: todavía no eran las seis. Se levantó bien el cuello de la bata para protegerse del aire frío y entró en la tienda, donde vio el papelito blanco que resaltaba en la penumbra. Levantó la persiana y lo leyó:

A LA ATENCIÓN DE MR TAYLOR

«Mr. Mackinnon corre un grave peligro. Dos hombres irán a esperarlo esta noche al Royal Music-Hall en High Holborn. Uno de ellos se llama Sackville. Le suplico que le ayude. Yo no puedo hacer nada por él y no sé a quién acudir.

I. M.».

¿I. M.? Isabel Meredith, por supuesto.

Jim se apresuró a descolgar las llaves del gancho, abrió de golpe la puerta y salió corriendo a la calle silenciosa. Miró a un lado y a otro. Clareaba. Las farolas todavía estaban encendidas, rodeadas de un luminoso halo de humedad. De una calle cercana llegaba el tranquilo sonido de los cascos del caballo y el traqueteo de las ruedas del carro de un comerciante que iba camino del mercado, pero no había nadie a la vista, ni señal que indicara por dónde se había marchado Isabel.

Sally no había olvidado la amenaza de Axel Bellmann. Cada vez que iba a la oficina, era consciente de que había muchos trabajadores en el edificio que la veían entrar y salir; en la planta principal estaba el administrador del casero, a quien Sally pagaba el alquiler; junto a su despacho había una pequeña agencia de importación (pasas, dátiles y tabaco de Turquía) con la que compartía la provisión de carbón… Cualquiera de ellos podía trabajar para Bellmann.

Más de una vez se había preguntado si, para protegerse, debía contratar a una señora respetable que le Sirviera de «carabina». Pero entonces debería encargarle una tarea, enseñarle a hacerla y pagarle además un dinero que no tenía. Finalmente, decidió no hacer caso de la amenaza y seguir con su vida. Sin embargo, cada vez que alguien llamaba a su puerta, se sentía aliviada si se trataba de una mujer, y le enfurecía comprobar su propia debilidad.

Y aquella mañana, precisamente, su primer cliente fue una mujer. Era una joven de Lancashire, de mirada despierta y ojos brillantes, que había venido a Londres para seguir los estudios de magisterio. Buscaba consejo para administrar lo mejor posible la pequeña herencia que le había dejado su abuelo. Sally le explicó las diversas posibilidades que había y eligieron la que les parecía más adecuada.

—Me he llevado una gran sorpresa al comprobar que S. Lockhart era una mujer —comentó la joven—. Estoy encantada, por supuesto, ¿pero cómo lo ha hecho para conseguir un trabajo así?

Sally se lo explicó.

—¿De dónde es usted, Miss Lewis? —le preguntó a continuación.

—De Barrow-in-Furness —respondió—, pero no quiero pasarme toda la vida en un pequeño rincón de Lancashire. Quiero viajar al extranjero. Me gustaría conocer Canadá, y Sudamérica, y Australia… Por eso estudio para ser maestra, ¿entiende? Para tener un medio de ganarme la vida.

—Barrow —dijo Sally—… Se construyen barcos allí, ¿no?

—Sí, y vías férreas también. Mis dos hermanos trabajan en los muelles, en las oficinas. Se sintieron muy molestos cuando el abuelo me dejó a mí el dinero en lugar de a ellos; pensaban que tenían más derecho, por ser varones. Pero era yo la que escuchaba siempre las historias del abuelo, que era marino, ¿sabe? Él me hablaba de las cataratas del Niágara, y del Amazonas, y de la barrera de coral… de todo. Y yo me emocionaba tanto que no podía esperar a verlo por mí misma. Mirábamos juntos las imágenes con un viejo estereoscopio, y él me hablaba de cómo eran todos esos lugares. Era estupendo.

Sally sonrió. Entonces se le ocurrió una idea.

—¿Y no habrá oído hablar por casualidad de una empresa llamada North Star?

—North Star… Sí, se encuentra en Barrow. North Star Castings. ¿Tiene algo que ver con los ferrocarriles? La verdad es que no sé gran cosa de ella. Creo que hubo un problema con el sindicato, pero tal vez me equivoque. Le diré quién puede saberlo, una señora que vive en Muswell Hill, dondequiera que esté eso. ¿En Londres? Ya imaginaba que sería aquí. Le apuntaré la dirección. Fue mi profesora en la escuela dominical, hasta que se casó y se vino a la ciudad. Su hermano trabajaba en North Star, o por lo menos en la empresa que luego fue adquirida por North Star. Ella podrá contarle algo más. Se llama Mrs. Seddon, y vive en Cromwell Gardens 27, Muswell Hill. Dele recuerdos de mi parte cuando la vea. Dígale que le haré una visita en cuanto me haya instalado…

Por fin, pensó Sally. Ya era hora de que tuviera un golpe de suerte.

—Si tiene alguna duda, no tiene más que consultarme —dijo al despedirse de Miss Lewis—. Y mucha suerte en su trabajo como maestra.

Mientras cerraba la puerta de su oficina, al acabar la jornada de trabajo, Sally se puso a pensar si iba a Muswell Hill directamente o era preferible que escribiera una carta. Y allí, de pie en el descansillo, la encontró Jim.

—¡Eh, Sal! ¿Quieres hacer algo divertido? Todavía no te vas a casa, ¿no?

—Pues… no sé. ¿De qué se trata?

—Voy a un teatro de variedades. Mackinnon tiene problemas, y Fred y yo tenemos que echar un vistazo.

Se pusieron los dos en marcha. Era la hora de la salida del trabajo y las calles estaban abarrotadas: los funcionarios tocados con sus bombines, los chicos de los recados, los vendedores de periódicos, los barrenderos… Jim le habló a Sally de la nota de Isabel. Se detuvieron ante una carnicería para esperar el momento de cruzar la calle. Aquellos olorosos vapores y aquella cálida luz le trajeron a Sally el recuerdo del Jim que conociera seis años atrás, un chaval desaliñado y con los dedos manchados de tinta, terco y avispado como nadie. El recuerdo le hizo soltar una alegre carcajada.

—Así que va a ser algo divertido, ¿eh? —dijo—. Maldita sea, ¿por qué no? ¡Llévame hasta allí, amigo!

Chaka percibió el cambio de humor de su ama y empezó a mover la cola.

Sally fue a casa para cambiarse de ropa, y luego, a las siete y media, los tres se encontraron en la cola que había a la entrada del Royal Music Hall. Frederick iba de etiqueta y llevaba un bastón. Se quedó muy sorprendido cuando Sally le dio dos besos.

—Me alegro de que hayas venido —comentó él—. Jim, ¿qué hay en el programa?

Jim había estado estudiando el cartel que había en la caseta de la entrada. Regresó a su lugar en la cola y dijo en voz queda:

—Imagino que Mackinnon se hace llamar ahora «El Gran Mefisto». No creo que forme parte de la troupe húngara de velocípedos hembras de Madame Taroczsky, ni que sea el señor Ambrosio Chávez, el portentoso hombre sin huesos.

—Me pregunto qué será un velocípedo hembra —dijo Frederick—. ¿Platea o palco? Supongo que deberíamos estar cerca del escenario, por si tenemos que subimos. ¿Qué opináis?

—Desde los palcos no hay acceso rápido al escenario —dijo Jim—. Tenemos que estar lo más hacia delante posible. El único inconveniente es que no podremos vigilar al público ni buscar a ese tal Sackville.

Se abrieron las puertas. La cola avanzó y entró en el ostentoso vestíbulo, repleto de relucientes dorados y de piezas de cristal y caoba donde se reflejaba la luz de las lámparas de gas. Pagaron un chelín y seis peniques cada uno por unos asientos en un extremo de la primera fila, y se sentaron en la sala llena de humo mientras observaban a los miembros de la orquesta, que ocupaban sus asientos y afinaban sus instrumentos. De vez en cuando, Jim echaba un vistazo alrededor.

—El problema —gruñó— es que no sabemos qué buscamos. Después de todo, no van a llevar carteles colgando del cuello.

—¿Y los individuos que viste cuando sacaste a Mackinnon del Britannia? —preguntó Frederick.

—Bueno… Aquí hay mucha gente, Fred. También podrían estar entre bastidores, aunque no lo creo, no sé por qué. El que vigila la entrada a bastidores es un tipo serio. Si se acercan a Mackinnon, creo que será desde aquí.

Sally miraba a su alrededor. Echó un vistazo a la media docena de palcos que había enfrente. Cuatro de ellos estaban a oscuras, pero había uno ocupado por tres hombres, uno de los cuales la miraba directamente a través de sus gemelos de teatro.

El hombre la vio mirar, apartó los gemelos, sonrió y le hizo una pequeña inclinación de cabeza. Sally distinguió el destello de las doradas monturas de sus gafas.

—Mr. Windlesham —dijo sin darse cuenta, y apartó la mirada.

—¿Quién es ése? —preguntó Frederick.

—El secretario de Bellmann. Está en ese palco, el segundo, y me ha reconocido. ¿Qué hacemos ahora?

—Bueno, está claro que jugamos al mismo juego —dijo Frederick, y se volvió para mirar hacia arriba—. Ahora no tiene sentido esconderse… Se ha dado cuenta de que vamos tras lo mismo. Hay otro tipo, Jim. No, son dos. ¿Los reconoces?

Jim también levantaba el cuello todo lo posible, pero movió de un lado a otro la cabeza.

—No —dijo—, están en la sombra. El más bajo podría ser el que vi en el camerino de Mackinnon, pero no me atrevería a jurarlo. Menuda lata. Si pudiera, los encerraría en el palco, como hice la otra noche, pero ahora se darían cuenta.

Frederick les hizo un amistoso gesto de saludo con la mano y volvió la atención al escenario. La orquesta estaba a punto de empezar.

—Ellos pueden vernos —les dijo—, pero nosotros estamos más cerca del escenario. Si se llega a las manos, Jim, nosotros los mantendremos a raya mientras Sally se queda junto a Mackinnon. ¿Has traído tu puño de bronce?

Jim asintió.

—La puerta que hay tras la mesa del presentador conduce directamente a los bastidores. Se equivocaron al elegir ese palco. En esto les llevamos ventaja.

—Salvo que tengan a más hombres entre bastidores —dijo Sally.

No pudieron seguir hablando porque la orquesta empezó su interpretación con un estruendo de platillos y un golpe de tambor. Desde donde estaban sentados, era imposible oír nada más. Jim, que ocupaba el último asiento de la fila, iba mirando el palco cada pocos segundos, pero Frederick se permitió dedicarse a disfrutar de la actuación de los artistas.

La troupe húngara de velocípedos hembras de Madame Taroczsky actuó y se fue. Lo mismo hicieron Miss Ellaline Bagwell (soprano), El Bosquejador de Relámpagos y Mr Jackson Sinnott (canciones cómicas y patrióticas), pero los hombres seguían sin abandonar el palco. Sally alzó la mirada hacia ellos una sola vez, y vio, por las relucientes gafas de Mr. Windlesham, que seguía mirándola fijamente, con curiosa benevolencia. Tuvo la desagradable sensación de estar desnuda, así que se volvió y procuró no hacer caso.

El presentador anunció finalmente al Gran Mefisto. Hubo un redoble de tambores, el director de orquesta, al piano, golpeó repetidamente una tecla grave mientras con la mano derecha instaba a los cuatro violinistas de la orquesta a interpretar una melodía misteriosa; luego, con un redoble de platillos, se levantó el telón. Frederick y Sally se irguieron en su asiento.

En el centro del escenario apareció una delgada figura de frac, con una corbata blanca. Se cubría el rostro con una blanca máscara. Sally no había visto nunca a Mackinnon, pero supo de inmediato que era él, y no únicamente porque Jim, sentado muy atento a su lado, murmuró:

—Ahí está, el muy tunante.

Frederick, al otro lado de Sally, seguía tan tranquilo. Cuando ella le miró, detectó en su semblante una expresión tan pura de absoluto gozo infantil, que sonrió a su pesar. Frederick se volvió hacia ella y le guiñó un ojo. Y entonces empezó el espectáculo.

No cabía duda de que Mackinnon era un artista. Estaba claro que la máscara que llevaba puesta, además de ocultar su identidad, formaba parte esencial del espectáculo; era como el maquillaje blanco que había llevado la vez anterior. No hablaba, y conseguía crear una atmósfera siniestra; a esto contribuían la cantidad de números —con cuchillos y espadas que cortaban, pinchaban y seccionaban— que incluía su actuación. Tanto el movimiento como los gestos y, sobre todo, la máscara inexpresiva e hipnótica contribuían a crear una sensación de horror y peligro. El público, que hasta el momento se había mostrado ruidoso y jovial, guardaba silencio, y no porque se sintiera descontento, sino de pura admiración. Lo mismo le ocurría a Sally. Mackinnon era genial sobre el escenario.

Llevaban unos minutos mirándole, incapaces de apartar los ojos de él, cuando Jim giró un instante la cabeza para mirar al palco… y tiró a Sally del brazo.

—¡Se han ido! —susurró.

Sally se volvió también, asustada, y comprobó que el palco estaba vacío. Jim soltó una maldición, y Frederick se irguió en el asiento.

—Han sido más listos que nosotros —dijo entre dientes—. Maldita sea, deben encontrarse ya entre bastidores. En cuanto acabe el número, Jim, saldremos corriendo…

Pero Mackinnon tenía una sorpresa preparada. La música se detuvo a medio compás y el mago se quedó de pie, con los brazos levantados. Luego agitó las manos y dos telas de reluciente escarlata se deslizaron por sus brazos hasta el suelo como cascadas de sangre. Al mismo tiempo, se apagaron las luces, y sólo quedó un foco iluminando a Mackinnon, que se acercó al borde del escenario. El público enmudeció.

—Damas y caballeros… —dijo.

Eran las primeras palabras que pronunciaba. Tenía una voz suave y melodiosa, pero al provenir de un rostro enmascarado, sonaba como la de una misteriosa divinidad en un antiguo templo.

La orquesta estaba en silencio. Nadie se movía. Todo el teatro parecía aguantar la respiración.

—Bajo estas telas de seda —continuó—, sostengo dos poderosos regalos. En una mano tengo una valiosa joya, una esmeralda de gran antigüedad y de valor incalculable; en la otra tengo una daga.

Un silencioso estremecimiento se apoderó de los espectadores.

—La vida —siguió hablando el mago con voz tranquila, hipnótica— y la muerte. La esmeralda concederá al que la tenga, si quiere venderla, una vida de lujo y prosperidad. La daga que llevo en la otra mano se la clavaré en el corazón… y le brindará la muerte.

»Daré uno de estos dos regalos, sólo uno, a la persona que tenga el valor de contestar a una sencilla pregunta. Una respuesta correcta merece la esmeralda… y una mala respuesta le valdrá la daga. Pero primero, veamos los regalos.

Agitó su mano izquierda. El paño se deslizó hasta el suelo con un sedoso susurro, y en la mano de Mackinnon apareció una llama de intenso color verde, una esmeralda del tamaño de un huevo de gallina que resplandecía con un brillo profundo como el mar. El público contenía la respiración. Mackinnon colocó cuidadosamente la esmeralda sobre la mesita cubierta de terciopelo que había junto a él.

Luego sacudió la otra mano. El paño cayó y dejó al descubierto la brillante hoja de acero de una daga de quince centímetros. Mackinnon la sostuvo de forma que el filo quedara horizontal. Con la otra mano dio un tironcito en el aire y… al instante apareció un pañuelo blanco en la punta de sus dedos.

—Esta hoja está tan afilada —dijo— que cortará el pañuelo en el aire.

Sostuvo el pañuelo en alto y lo dejó caer. El pañuelo cayó blandamente sobre la hoja de la daga y quedó cortado en dos sin la menor dificultad. De nuevo el público contuvo la respiración, y esta vez fue más bien como un suspiro con un deje de aprensión. Sally también se sintió sobrecogida. Sacudió enérgicamente la cabeza y apretó los puños. ¿Dónde estaban los hombres del palco? ¿Se encontraban ya entre bastidores, esperando su oportunidad?

—Esta daga —decía Mackinnon con voz suave— mataría tan dulce y serenamente como ha cortado el pañuelo que caía sobre ella. Piensen en el dolor de la enfermedad, la miseria de la vejez, la desesperación que trae la pobreza… ¡Todo desaparecería en un momento, para siempre! Éste es un regalo tan grande como el primero, tal vez mayor.

Colocó el cuchillo junto a la esmeralda y dio un paso atrás.

—Cumpliré mi promesa aquí y ahora —dijo—, ante seiscientos testigos. En consecuencia, me colgarán. Soy consciente de ello. Estoy preparado. Y puesto que se trata de una elección muy seria, no espero una respuesta inmediata. Dejaré que transcurran dos minutos según este reloj.

A sus espaldas, en la oscuridad, apareció de repente la esfera iluminada de un reloj de gran tamaño. Las manecillas marcaban las doce menos dos minutos.

—Voy a poner el reloj en marcha —dijo Mackinnon— y esperaré. Si cuando el reloj dé la hora no ha aparecido nadie, recogeré los regalos y acabaré mi actuación. Mañana repetiré mi propuesta, y seguiré repitiéndola hasta que alguien la acepte. Veremos si alguno de entre ustedes se atreve a aceptarla esta noche. Sólo me queda hacer la pregunta. Es muy sencilla: ¿Cómo me llamo?

Se quedó en silencio. En todo el teatro no se oía un solo ruido. Únicamente el constante siseo de las luces de gas. El primer tictac del reloj resonó con claridad en el auditorio.

Los segundos transcurrían. Nadie se movía. Mackinnon seguía de pie, como una estatua, con el cuerpo tan inmóvil como la máscara que ocultaba su rostro. El público estaba en silencio, la orquesta estaba en silencio, los tramoyistas habían enmudecido. Se oía el tictac del reloj. Los hombres del palco debían de estar ocultos en la oscuridad de los bastidores, inmovilizados por la sorpresa de Mackinnon; pero no permanecerían allí eternamente, y ya había transcurrido un minuto.

No servía de nada esperar, pensó Sally. Miró a Frederick y a Jim.

—Tenemos que hacerlo —les susurró, y Frederick asintió con la cabeza.

Sally abrió su bolso, sacó rápidamente un lápiz y un papel y escribió a toda prisa. La mano le temblaba; podía sentir la tensión de los espectadores en las filas de atrás, casi convencidos de que la esmeralda era real, de que el hombre estaba dispuesto a utilizar la daga, de que de aquellos momentos dependían la vida y la muerte.

Las manecillas del reloj señalaban casi las doce en punto. Los espectadores tomaron aire y contuvieron el aliento, y de la audiencia se elevó un anhelante suspiro. Sally miró a Jim y a Frederick, comprobó que estaban preparados y se puso de pie.

—Yo puedo responder —dijo.

Un segundo más tarde, el reloj dio la hora, pero en la barahúnda que produjo la liberación de la tensión contenida, nadie se dio cuenta. Todas las cabezas se volvieron hacia Sally; en medio de la oscuridad, vislumbraba los blancos de infinidad de ojos abiertos.

—¡Muy bien! —gritó una voz, y al momento le respondieron con un ronco clamor de vítores.

Sally atravesó a paso lento la sala y se dirigió al presentador, que aguardaba al pie de los escalones que llevaban al escenario. En medio de los aplausos, se dio cuenta de que Jim y Frederick se escabullían por la puerta que llevaba a la zona de bastidores. Pero no había tiempo para pensar en eso; debía concentrarse en Mackinnon.

El presentador le tendió la mano, y los aplausos cesaron cuando Sally subió al escenario. Se produjo un silencio más profundo todavía que el anterior. Sally dio unos pasos, hacia delante. («Windlesham también se encuentra ahí, entre las sombras —pensó—, y él sabe quién soy, aunque los otros dos no me conozcan…»).

—Bien —dijo Mackinnon cuando Sally se detuvo, a unos pasos de él—. Ha llegado una persona que tiene la respuesta. Viene a encontrarse con su destino… Veamos, ¿cómo me llamo?

Sally distinguía sus negrísimos ojos tras la blanca máscara. Le tendió lentamente el papel. Mackinnon esperaba una respuesta verbal, pero su leve desconcierto no fue visible para el público. Como si lo hubiera estado ensayando durante semanas, movió la mano con exasperante lentitud, tomó el papel y se volvió hacia el público. Sally percibía el peso de la presencia de todas aquellas personas a su izquierda.

Con una mirada que demandaba silencio, Mackinnon desdobló la nota. Todo el mundo contenía la respiración, incluida Sally. Mackinnon bajó la mirada y leyó:

«Tenga cuidado. Los hombres de Bellmann están esperando entre bastidores. Una amiga».

No había tenido tiempo de escribir nada más. Mackinnon ni siquiera parpadeó. Se volvió hacia los espectadores y dijo:

—Esta valiente señorita ha escrito un nombre en el papel. Es un nombre que todos ustedes, señoras y señores del público, reconocerían, que reconocería cualquier súbdito del reino. Me concede un gran honor, pero no es mi nombre.

Hubo un grito sofocado. Mackinnon rompió el papel en pedazos que dejó caer entre sus dedos. Sally era incapaz de moverse, estaba hipnotizada como un animalito ante una serpiente. La resolución que sintiera momentos antes se había evaporado, y la situación se había invertido: hacía apenas un minuto, Mackinnon estaba en su poder, y ahora era ella la que se encontraba totalmente en sus manos. Sally no podía mirarle a los ojos ni a la máscara o a la boca pintada de rojo; tenía la mirada fija en las manos que destrozaban el papel. Eran unas manos fuertes y hermosas. ¿Sería de verdad la daga? ¿Se atrevería a hacerlo? No, claro que no. Pero entonces, ¿qué?

Lo único que Sally sabía era que Mackinnon debía de estar pensando a toda velocidad. Y confiaba en que encontrara una solución.

La espera no podía prolongarse. Mackinnon tomó la daga, la sostuvo frente a él y la observó atentamente. Luego la levantó, la alzó por encima de Sally, quieta y fría como un carámbano de metal…

Y entonces sucedieron varias cosas a un tiempo.

De entre los bastidores brotó un grito desgarrador, algo cayó pesadamente al suelo y se inició una furiosa lucha. Las cortinas se movieron y se agitaron.

Junto a Mackinnon, una trampilla se abrió con un fuerte ruido y en la abertura apareció una plataforma cuadrada. Entre el público, una mujer gritó, y su chillido fue imitado por otra, y luego por otra.

La orquesta se puso a tocar frenéticamente una pieza de Fausto, por lo menos en dos claves distintas.

Entonces Mackinnon agarró a Sally del brazo y la arrastró a la trampilla. Sally notó admirada la tremenda fuerza del brazo con que él la rodeaba.

Cuando Sally y Mackinnon se situaron sobre la plataforma, ésta comenzó a descender. De la iluminación del escenario pasaron a otra rojiza, infernal.

El público prorrumpió en una serie de gritos, chillidos y aullidos mientras ellos dos descendían a la oscuridad, pero Mackinnon levantó el puño y soltó una tremenda carcajada satánica que se elevó por encima del mar de sonidos.

La trampilla se cerró con un golpe seco sobre sus cabezas.

El clamor del público dejó de oírse de inmediato; Mackinnon se desinfló. Se apoyaba contra Sally y temblaba como un crío.

—Oh, ayúdeme —gimió.

Había cambiado totalmente en un momento. En la penumbra (la única iluminación provenía de un manguito incandescente de gas que había allá arriba, en medio de todas aquellas cuerdas, palancas y vigas). Sally vio que la máscara se le había caído a un lado. Rápidamente, se la sacó y le dijo:

—Deprisa, dígame…¿Por qué le persigue Bellmann? ¡Tengo que saberlo!

—No… No, por favor. ¡Me matará! He de esconderme.

Ahora tenía acento escocés. Su voz sonaba aguda y asustada, y daba palmaditas con las manos como un niño.

—¡Dígamelo! —le gritó Sally—. Si no, le entregaré. Trabajo con Garland. Soy una amiga, ¿me oye? Fred Garland y Jim Taylor mantienen ocupados a esos hombres de momento, pero si no me dice la verdad, le entregaré. Así que explíqueme por qué Bellmann le persigue o…

—¡De acuerdo…, de acuerdo!

Mackinnon miró a su alrededor como un animal atrapado. Se encontraban todavía sobre la plataforma, entre los rieles de metal que la conducían al escenario. Era lo que se llamaba «trampilla del demonio», el artilugio que se utilizaba en las pantomimas para sacar al demonio a escena. En alguna parte debía de haber un hombre que la manejara con una manivela, pensó Sally, pero no se veía a nadie.

Entonces oyeron un ruido de maquinaria. Lo único que alcanzó a ver Sally fue un entramado de cadenas y poleas, pero de repente Mackinnon se asustó y se escapó; saltó de la plataforma y se escabulló entre los gruesos pilares que soportaban el peso del escenario.

—¡Por aquí no! —dijo Sally, sin levantar la voz.

Funcionó. Mackinnon titubeó. Esto le bastó a Sally, a pesar del traje incómodo y ajustado que llevaba, para salir corriendo tras él y agarrarle por el brazo.

—¡No! Déjeme…

—Escuche, estúpido —le siseó Sally furiosa—. Si no me dice lo que quiero saber, le entregaré a Bellmann, se lo juro por Dios.

—De acuerdo, pero aquí no…

Mackinnon miraba a un lado y a otro, pero Sally no lo soltaba. La luz temblorosa de una chisporroteante lámpara de gas que había sobre sus cabezas le daba un aspecto de loco medio histérico.

Sally se sintió furiosa y lo sacudió.

—Escúcheme bien —le dijo—. Usted no significa nada para mí. Podría entregarle ahora mismo, pero hay algunas cosas que quiero saber. Aquí hay un fraude, hay un naufragio, hay un asesinato… y usted está implicado en este lío. ¿Por qué le persiguen? ¿Qué quiere Bellmann de usted?

Mackinnon se debatía, pero Sally no le soltó; entonces él se puso a lloriquear. Ella estaba sorprendida y un poco asqueada. Le sacudió de nuevo, esta vez más fuerte.

—¡Dígamelo! —le dijo con voz ronca de ira.

—Muy bien, de acuerdo. ¡De acuerdo! Pero no es Bellmann —dijo—. Es mi padre.

—¿Su padre? Bien. ¿Quién es su padre?

—Lord Wytham —dijo Mackinnon.

Sally guardó silencio, intentando pensar con claridad.

—Pruébelo —dijo.

—Pregúnteselo a mi madre. Ella se lo dirá. Ella no está avergonzada.

—¿Quién es su madre?

—Se llama Nellie Budd. Y no sé dónde vive. Tampoco sé quién es usted. Sólo quiero ganarme la vida, perfeccionar mi arte. Le digo que soy inocente, no he hecho daño a nadie. Soy un artista, necesito paz y serenidad; necesito estar solo, y no que me estén persiguiendo y amenazando y acosando. No es justo, no hay derecho…

Nellie Budd…

—Pero todavía no me ha dicho por qué le persiguen. ¿Y qué tiene que ver esto con Bellmann? No me diga que no tiene nada que ver con él. Su secretario estaba aquí esta noche. Se llama Windlesham. ¿Qué tiene que ver Bellmann con todo esto?

Pero antes de que Mackinnon pudiera responder, se oyó el golpe de una trampilla que se abría sobre sus cabezas. Con un movimiento, el hombre consiguió zafarse de Sally y desapareció en la oscuridad como una rata. Sally dio un paso para ir en su busca, pero se detuvo; ya no podría cogerle.

Cuando subió, Sally esperaba que en la sala reinara la confusión. Imaginaba que el público seguiría clamando furioso por su desaparición. Sin embargo, encontró al director de escena compungido, el escenario repleto de bailarines y los espectadores de excelente humor.

Al parecer, un tramoyista debería haberla conducido de nuevo a su asiento. Todo aquello —la trampilla, la plataforma y la luz rojiza simulando el infierno— era lo que había ideado Mackinnon como broche final de su actuación. Era la primera vez que lo ponían en práctica, y el director de escena estaba encantado con el efecto conseguido.

Si el plan falló, era porque todos los tramoyistas habían tenido que acudir a solucionar una riña entre bastidores. Al parecer, de repente habían aparecido cuatro individuos que habían arremetido con furia unos contra otros, y después de una intensa pelea habían sido arrojados a la calle. Según el director de escena, se trataba probablemente de un marido enfurecido.

—¿Un marido enfurecido?

—Es que Mackinnon tiene mucho éxito con las mujeres, seguro que usted lo ha notado. Todas caen en sus brazos. No entiendo la razón, pero así es. No sería la primera vez que se organiza un jaleo así por su culpa. Es un seductor. Y ahora, señorita, uno de los chicos la acompañará a su asiento. Usted estaba en la primera fila, ¿no?

—Creo que me marcharé —dijo Sally—. Ya he tenido suficientes emociones por esta noche, muchas gracias. ¿Por dónde puedo salir?

***

Cuando salió del teatro, Sally se encaminó llena de ansiedad a la puerta de entrada de los actores. Frederick estaba sentado en un escalón, balanceando suavemente su bastón, en tanto que Jim caminaba arriba y abajo mirando al suelo. Aparte de ellos dos, la calle estaba desierta.

Sally corrió junto a Frederick y se puso en cuclillas.

—¿Estás bien? ¿Qué ha ocurrido?

Frederick alzó la cabeza. Tenía un corte en la mejilla, pero sonreía. Sally le acarició el corte con ternura.

—Au… Les hemos dado su merecido. Allá dentro estábamos un poco apretados, y la cortina se metía todo el rato por en medio; pero en cuanto nos han echado a la calle y he podido utilizar el bastón, hemos conseguido rehacernos. Eran duros de pelar. Pero yo he sacudido un poco a Sackville y Jim le ha aplastado al otro la nariz, así que no nos ha ido tan mal. A mí no, por lo menos. ¿Lo has encontrado? —le preguntó a Jim.

Jim masculló una respuesta ininteligible. Sally se levantó y giró el rostro de Jim hacia la luz. Tenía el labio cortado y, cuando le abrió la boca, vio que le faltaba un diente. Sally se sintió acongojada; ellos estaban heridos y ella había dejado escapar a Mackinnon…

—¿Has descubierto algo? —preguntó Frederick poniéndose en pie.

—Sí, pero poca cosa. Vamos a buscar un coche de alquiler y os llevo a casa; quiero curarte ese corte. Y a Jim le dolerá la boca. Espero que quede algo de brandy.

—Es una lástima que nos hayan echado, en serio —dijo Frederick—. Me habría gustado ver al señor Chávez, el portentoso hombre sin huesos.

—Yo ya lo he visto —balbuceó Jim—. No vale la pena. Se apoya sobre las manos y se mete la pierna en la oreja y ya está. ¿Qué has descubierto, Sal?

En un carruaje a unas cuantas calles de allí, los señores Harris y Sackville estaban soportando una lluvia de insultos y reproches de Mr. Windlesham. Pero no le prestaban la atención que merecía. Sackville, a quien Frederick había arreado un bastonazo en la cabeza, estaba más aturdido que de costumbre. En cuanto a Mr. Harris, enterraba la nariz donde Jim le había atizado con el puño de bronceen un pañuelo empapado para impedir que la sangre que manaba a borbotones manchara la pechera de su camisa.

Mr. Windlesham les dirigió una mirada de profundo disgusto y golpeó con los nudillos en el techo del carruaje. El conductor redujo la marcha.

—Todavía no hemos llegado —dijo Sackville con voz apagada.

—Inteligente observación —dijo Mr. Windlesham—. Sin embargo, es una noche fría y encantadora. Os irá bien el paseo. Tengo la impresión de que sois mejores aterrorizando a mujeres que peleando con hombres. Si es así, puede que tenga más trabajo para vosotros y puede que no, depende de vuestra puntualidad por la mañana. Os quiero a las siete en punto en mi oficina, ni un minuto más tarde. No me manches de sangre la manija de la puerta, Harris, por favor; haz el favor de limpiarla. Pero con el pañuelo no. Mejor con la esquina de tu abrigo. Muchas gracias, y buenas noches.

Los dos gorilas se marcharon por Drury Lane, gimiendo, gruñendo y mascullando. Mr. Windlesham pidió al conductor que le llevara a Hyde Park Gate; estaba convencido de que su jefe encontraría muy interesantes los acontecimientos de aquella noche.