El lunes por la mañana, Charles Bertram llegó a la tienda con noticias. Un amigo suyo que trabajaba en Elliott & Fry (uno de los estudios fotográficos más famosos de Londres, que se especializaba en retratar a gente rica en lugares de moda) le acababa de hablar de un encargo recibido: las fotos del compromiso entre Axel Bellmann y lady Mary Wytham.
Frederick soltó un silbido.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Esta misma tarde en casa de los Wytham, en Cavendish Square. Pensé que te interesaría. Es un trabajo completo, ya sabes cómo son en Elliott & Fry. Habrá un ayudante para sostener los focos, un chico para limpiar las lentes, un especialista para colocar el trípode…
—¿Cómo se llama tu amigo? ¿No se tratará del joven Protherough, por casualidad?
—Pues sí, precisamente es él. ¿Lo conoces?
—Sí, y además me debe un favor. Buen trabajo, Charlie. De manera que Bellmann se casa, ¿eh? Y con esa chica tan guapa, además… Maldita sea.
Diciendo esto, agarró a toda prisa su abrigo y salió corriendo.
Cada semana, Sally solía dedicar una mañana a visitar Garland & Lockhart. De esta forma podía echar un vistazo a las cuentas y hablar del negocio con Webster y con Mr. Blaine. Aquella mañana estaba segura de que encontraría^ Frederick, porque Mr. Blaine le había hablado de sus necesidades de espacio y seguro que Frederick le apoyaba.
—Ya ve, Miss Lockhart —le dijo Mr. Blaine cuando estaban de pie junto al mostrador—. Creo que necesitamos ayuda para los trabajos de papeleo, pero ya puede ver que aquí no tenemos espacio. A lo mejor, en un rincón del nuevo estudio…
—De ninguna manera —dijo Webster con firmeza—. De hecho, incluso estoy empezando a preguntarme si el estudio será lo suficientemente amplio.
—¿Cómo marchan las obras? —preguntó Sally.
—Acompáñame a echarles una ojeada —dijo Webster—. ¿Estás libre, Charles?
Se dirigieron al patio trasero y Charles Bertram se les unió. El nuevo edificio para el estudio estaba ya casi listo: se había colocado el tejado y dos yeseros alisaban las paredes, aunque todavía no había vidrios en las ventanas. Se abrieron paso entre las carretillas, las escaleras y los tablones hasta llegar al suelo de madera recién colocado, y se quedaron allí de pie, justo donde daba el pálido sol de invierno.
—Lo que me pregunto —les explicó Webster— es si tendremos espacio para una cámara con raíles. Sólo será posible si colocamos los raíles en forma de herradura, y en tal caso la luz no será siempre la misma. Salvo que tapemos todas las ventanas y usemos luz artificial. Pero entonces, a la velocidad que queremos, la emulsión no tendrá suficiente sensibilidad…
Al ver la expresión de Sally, Charles decidió intervenir.
—Hay una solución. Este edificio se puede adaptar… No vamos a utilizar el estudio para el «zoetropo»[6]. En la tienda nos falta espacio para todo lo que queremos hacer. Si no tuviéramos ese problema, Miss Renshaw podría doblar el número de citas para retratos. ¿Por qué no levantamos una pared que vaya de aquí a aquí —bastará con un tabique— y creamos, además del estudio, el despacho que Mr. Blaine necesita? Webster tiene razón, no podemos colocar aquí una cámara sobre raíles. Fue una tontería pensar que sería posible.
—Pero tenías que haberlo calculado… —empezó a decir Sally—. ¿Para qué lo habéis construido si es demasiado pequeño?
Los dos hombres se miraron sin saber qué decir.
—Bueno, cuando decidimos levantarlo, era suficiente —explicó Webster—. Entonces no pensábamos en la cámara sobre raíles, sólo en una cámara fija con un sistema rápido de cambio de placa. Había sido suficiente para eso. Además, es aquí donde está el futuro, en tener una sola cámara, así que no hemos tirado el dinero.
—Supongo que a continuación querréis comprar un terreno que esté cerca de aquí —dijo Sally—. Sois igual que Fred. ¿Y dónde está, por cierto?
—Ha ido a Elliott & Fry —dijo Charles—. Ese tal Mr. Bellmann va a casarse y le tienen que hacer un retrato de compromiso.
—¿Bellmann se casa? —preguntó Sally asombrada.
El hombre que viera la semana anterior en Baltic House parecía tan ajeno a la posibilidad de contraer matrimonio que le costaba hacerse a la idea.
—Y en cuanto a eso del terreno… —empezó a decir Webster, que no tenía interés alguno en Bellmann—. ¿Qué opinas tú, Charles? Podríamos levantar una pared de cara al sur y colocar unos raíles paralelos a ella, tan largos como quisiéramos. Tal vez podríamos construir un tejado de cristal, para resguardarnos de la lluvia…
—Todavía no —lo interrumpió Sally—. Ahora no hay dinero. Primero acabad este estudio y, cuando sea tan rentable como pensáis, ya se verá. Mr. Blaine, parece que podrá disponer usted del espacio de oficina que quería. ¿Necesita una persona a tiempo completo? ¿O bastaría con que viniera por las mañanas?
La cámara sobre raíles que Webster había mencionado era un invento que se le había ocurrido a partir de la idea de un fotógrafo llamado Muybridge. De momento, como no disponían de espacio para montarla, era una idea sobre el papel, y consistía en una batería de cámaras sobre ruedas que correrían sobre unos raíles frente a un punto fijo y harían una rápida sucesión de fotografías para captar el movimiento de una persona en ese punto determinado.
La idea de captar el movimiento en imágenes estaba muy de moda en la época, y mucha gente experimentaba con distintas técnicas, aunque de momento nadie había hecho grandes progresos. Webster estaba convencido de que una parte de la solución estaba en su cámara sobre raíles, y Charles Bertram estaba investigando con emulsiones más sensibles que permitieran exposiciones más cortas. Si encontraban la forma de impresionar un negativo de papel en lugar de un cristal, podrían montar un rollo de papel sensible tras la lente y usar este sistema en lugar de la cámara sobre raíles. Suponiendo, claro está, que obtuvieran un mecanismo capaz de tirar del papel sin romperlo. Y una vez dado este paso, entonces sí podrían utilizar el nuevo estudio para el «zoetropo», como lo llamaba Charles. Les quedaba mucho por hacer.
Sally y Mr. Blaine dejaron a la pareja discutiendo con entusiasmo sobre estos temas y volvieron a meterse en la tienda para meditar sobre el tipo de ayuda que necesitaban en la oficina.
Aquella misma tarde, a primera hora, la hija de lord Wytham, lady Mary, estaba sentada en el jardín de invierno de su casa, en Cavendish Square. Era una estructura de hierro y cristal demasiado grande para recibir el nombre de invernadero, y albergaba palmeras, orquídeas, exóticos helechos, así como un estanque donde nadaban lentamente unos peces oscuros. Lady Mary, con un elaborado vestido de seda de cuello alto y gargantilla de perlas, iba de un blanco inmaculado, como una víctima dispuesta para el sacrificio. Estaba sentada en una butaca de bambú bajo la fronda de un enorme helecho; tenía un libro entre las manos, pero no estaba leyendo.
Era un día frío y seco, con una luz brumosa que, al filtrarse a través del cristal y difuminarse entre la vegetación, adquiría un carácter subacuático. Desde el centro del jardín de invierno, lady Mary sólo veía verde a su alrededor; únicamente oía el goteo del chorrito que alimentaba el estanque y, de vez en cuando, el gorgoteo del vapor que dejaban escapar las tuberías que había junto a la pared.
La belleza de lady Mary no era del tipo que estaba de moda en esos momentos. En una época que tenía el mismo gusto para las mujeres que para los sofás —estáticas, confortables, blandas—, lady Mary se parecía más a un pájaro de los bosques o a un animal joven. Era esbelta y de huesos menudos, con el cálido color de piel de su madre y los ojos grises e inmensos de su padre. Toda ella respiraba delicadeza y ardor contenido, y ya había descubierto que su belleza podía ser una maldición.
Su hermosura inspiraba temor. Incluso los más encantadores y experimentados entre los solteros de la ciudad se sentían incómodos en su presencia, y se mostraban torpes, sin saber qué decir. Cuando apenas era una adolescente, lady Mary ya intuyó que su belleza, lejos de atraerle el amor, podía estar, por el contrario, repeliéndolo. Sus ojos tenían una trágica sombra de tristeza que no provenía únicamente de su nuevo compromiso.
Llevaba ya un rato sentada cuando oyó unas voces que provenían de la biblioteca, al otro lado de la puerta de cristal. Se puso a temblar, y el libro se le escapó de las manos y cayó sobre la rejilla de hierro que cubría el suelo.
Un criado abrió la puerta y anunció:
—Mr. Bellmann, milady.
Axel Bellmann, con un abrigo gris, asomó por la puerta y saludó con una ligera inclinación de cabeza. Lady Mary despidió al criado con una sonrisa.
—Gracias, Edward —dijo.
El criado cerró la puerta con cuidado al salir. Lady Mary permanecía sentada al borde del estanque, con las manos unidas sobre el regazo, tan inmóvil como el nenúfar que había a su lado. Bellmann tosió levemente, pero en la quieta atmósfera del jardín de invierno, su carraspeo sonó como el rugido de un leopardo a punto de arrojarse desde una rama sobre el lomo de una esbelta gacela.
Bellmann se acercó a ella.
—Le deseo buenas tardes, si tiene la bondad de permitírmelo —le dijo.
—¿Y por qué no iba a permitírselo?
Bellmann esbozó una leve sonrisa. Permanecía de pie a unos cuantos pasos de distancia, con las manos a la espalda, y un pálido rayo de sol le iluminaba la mitad del ancho y rubicundo rostro.
—Está usted encantadora —dijo.
Ella no respondió. Levantó el brazo para romper una lustrosa hoja de palmera que colgaba sobre su cabeza y se puso a destrozarla con las uñas.
—Gracias —dijo, con una voz leve como un susurro.
Bellmann cogió una silla y se sentó cerca de lady Mary.
—Confío en que le interese conocer mis planes para nuestra vida de casados —dijo—. Por el momento, viviremos en Hyde Park Gate, aunque desde luego necesitaremos una casa en el campo. ¿Le gusta el mar, Mary? ¿Le gusta salir a navegar?
—No lo sé. Nunca he visto el mar.
—Le gustará. Me estoy haciendo construir un barco de vapor; se botará a tiempo para la boda. Podríamos pasar la luna de miel a bordo. Y quisiera que me ayudara a escoger el nombre, porque espero que sea usted la madrina el día de la botadura.
Lady Mary no respondió ni levantó los ojos de su blanco regazo, sobre el que reposaban los trocitos desgarrados de la hoja de palmera. Ahora sus manos permanecían inmóviles.
—Míreme —ordenó él con voz dura y autoritaria.
La joven alzó la mirada hacia el hombre con el que había accedido a casarse, y procuró que su semblante no expresara nada.
—Los fotógrafos están a punto de aparecer —dijo Bellmann—. Quiero una foto que exprese el placer y la satisfacción de nuestro compromiso. Sean cuales sean sus sentimientos, como mi novia, mi esposa y la anfitriona de mi casa, en ninguna ocasión demostrará públicamente su descontento. ¿Queda claro?
Lady Mary se puso a temblar.
—Sí, Mr. Bellmann —consiguió articular.
—Oh, no me llames así. Mi nombre es Axel, y es así como debes llamarme. Quiero oír cómo lo dices.
—Sí, Axel.
—Bien. Ahora háblame de estas plantas. Es muy poco lo que sé sobre plantas. ¿Cómo se llama ésta?
Mr. Protherough, de Elliott & Fry, llegó puntual, a las dos y media de la tarde. Los tres ayudantes que normalmente le acompañaban habían ganado una inesperada hora libre y cinco chelines cada uno, y en su lugar estaban Jim, Frederick y Charles Bertram.
Jim se había alisado el pelo y llevaba su mejor traje. Frederick estaba irreconocible: se había oscurecido las cejas y se había colocado unas almohadillas en la parte interior de las mejillas. Mr. Protherough, un joven rubio y con gafas, estaba emocionado, pero Frederick era consciente de que arriesgaba su empleo si algo salía mal.
El criado que les abrió la puerta se mostró renuente a dejarlos pasar.
—Por la entrada de servicio —dijo desdeñoso, y quiso cerrarles la puerta en las narices.
Pero el honorable Charles, que iba impecablemente vestido, lo interrumpió: —Un momento, caballero. ¿Es usted consciente de la categoría de las personas a las que impide entrar en casa de su señor?
—Sí —dijo—. Son fotógrafos. Comerciantes. La entrada para comerciantes está a la vuelta de la esquina.
—Y dígame —dijo Charles—, cuando sir Frederick Leighton estaba pintando el retrato de lady Wytham, ¿le hacía entrar usted por la puerta de servicio?
El criado pareció apesadumbrado.
—No —dijo con prudencia.
—Tenga mi tarjeta. —Con aire de fastidio, Charles extrajo su tarjeta—. Tenga la bondad de informar a su señor que los artistas fotógrafos ya están aquí. De hecho, se presentaron puntualmente a las dos y media, pero ahora entrarán —miró su reloj de oro— con casi cinco minutos de retraso.
El criado leyó la tarjeta, tragó saliva y pareció encogerse unos centímetros.
—Oh. Le pido disculpas, señor, desde luego. Entren, por favor. Informaré a su señoría de que han llegado puntualmente, señor. Pase por aquí, señor…
Jim intentó poner una expresión de altanería (lo que no resultaba fácil, después de que Charles le hubiera guiñado un ojo) y ayudó a Frederick a transportar el equipo. Los condujeron hasta el jardín de invierno. Mientras Mr. Protherough comprobaba la luz y organizaba el escenario, Frederick y Jim montaban el trípode y preparaban las placas. Serían fotografías de colodión húmedo, ya que los estudios preferían este sistema —un poco engorroso, pero con un resultado garantizado— para las fotografías formales y de gran tamaño. Mientras tanto, Charles conversaba con lord Wytham.
En el jardín de invierno hacía calor. El sol brillaba débilmente, pero el vapor que salía de los tubos mantenía la atmósfera húmeda y cargada. Jim, ocupado en ajustar una pata del trípode, se enjugó la frente de sudor. No pensaba en nada en particular cuando vio por el rabillo del ojo que Mr. Bellmann y lady Mary se acercaban. Entonces levantó la vista y… recibió un mazazo en el pecho.
Lady Mary era tan perfecta que uno no podía permanecer impasible. Era mucho más que guapa o encantadora. De repente, Jim se sintió total y perdidamente enamorado, tan a su merced como una hoja en medio de un viento huracanado. Fue una sensación que le produjo un efecto físico: le temblaban las rodillas y casi se olvidó de respirar. Se preguntó (con las escasas neuronas que le funcionaban en aquel momento de estupor) cómo era posible que Bellmann estuviera allí, charlando tan tranquilo, mientras ella se apoyaba en su brazo. ¡Como si fuera lo más normal del mundo! La joven iba de blanco, su cabello era oscuro y reluciente, sus mejillas sonrosadas y sus ojos inmensos y húmedos… Jim estuvo a punto de soltar un gemido.
Siguió las indicaciones de Mr. Protherough de forma automática, como en un sueño: le entregaba una placa a Frederick, apartaba una rama que molestaba, acercaba la silla de bambú de la joven al estanque o levantaba una pantalla de papel para recoger la luz que debía iluminar una parte del rostro de lady Mary. Y mientras tanto, le dirigía mentalmente encendidas palabras de pasión y escuchaba emocionado sus imaginarias respuestas…
Bellmann no tenía importancia alguna. Era irrelevante. ¿Cómo se iba a casar lady Mary con él? Era imposible, ridículo. No había más que ver la forma en que ella se sentaba a su lado, tan digna y soñadora, tan apartada; no había más que ver cómo retiraba con sus finos dedos unas hebras de musgo de su vestido y las depositaba en el agua, y cómo se tensaba su grácil y esbelto cuello al girar la cabeza, y la delicada oreja rosada que asomaba bajo un bucle del cabello… Jim estaba perdido.
Mientras tanto, la sesión fotográfica se desarrollaba con normalidad. Mr. Protherough desapareció bajo el trapo de la cámara, impresionó la placa y volvió a emerger. Frederick le entregó una placa nueva y recogió la que había sido impresionada; la figura de lord Wytham rondó unos momentos por las inmediaciones y luego los dejó solos. Charles contemplaba el espectáculo con el aire suficiente de un terrateniente que mira trabajar a sus guardabosques. En total, tomaron una docena de fotografías, entre ellas una de lady Mary sola, algo que Jim agradeció con toda su alma.
Cuando estaban a punto de terminar, Frederick se inclinó hacia Jim y le susurró:
—Ten cuidado, Jim. Estás mirando fijamente.
—Oh, Dios —gruñó Jim, y se dio media vuelta para entregarle la última placa a Mr. Protherough.
Iban a fotografiar a la pareja de pie junto a una estatua que representaba a una diosa clásica, pero en el último momento Charles intervino para sugerir que lady Mary debía estar sentada. Su argumento era que así la foto quedaría mejor, y Mr. Protherough apoyó la propuesta.
—Por favor, Mr. Sandew, acerque la silla —le pidió Charles a Frederick.
Jim ayudó a Mr. Protherough a girar el trípode y Frederick fue a buscar la silla de mimbre que estaba junto al estanque y la llevó hasta la estatua.
Jim notó de repente que se hacía un silencio.
Levantó la mirada y vio que Bellmann había tomado a Frederick del brazo y lo miraba fijamente. Frederick le devolvía la mirada con inocente estupor.
«Oh, Frederick, no te delates —pensó Jim asustado—. Te ha calado…».
—Dígame —dijo Bellmann (en ese instante todos estaban en silencio, incluso Mr. Protherough)—, ¿no estaba usted en casa de lady Harborough la semana pasada?
—¿Yo, señor? —preguntó Frederick en un tono cuidadosamente controlado—. No, señor, se lo aseguro.
—¿No se encontraba usted entre los invitados? —insistió Bellmann con un deje de irritación.
—¿Un invitado en casa de lady Harborough? Oh no, señor. No era yo. ¿Prefiere la silla a este lado o a este otro?
—La semana pasada —dijo Bellmann levantando la voz—, la tarde del concierto de beneficencia en casa de lady Harborough, vi a un hombre que, si no era usted, era su doble. Me pareció que estaba espiando y observando a los invitados de una forma sospechosa. Se lo pregunto de nuevo: ¿era usted?
Pero antes de que Frederick pudiera contestar, lady Mary habló:
—No te olvides de que yo también me encontraba allí —le dijo a Bellmann—. Y recuerdo al hombre que dices, pero no era él.
—Si me permite aventurar una explicación, señor —dijo Frederick con timidez—, creo que es posible que haya visto a mi primo Frederick. Se está abriendo camino como detective privado, y varias damas y caballeros han solicitado sus servicios para la vigilancia de personas y bienes.
Dicho esto, parpadeó con aire inocente.
—Mmmm. Muy bien —dijo Bellmann—. Sin embargo, el parecido es asombroso. —Se apartó de Frederick para apoyar la silla en el suelo.
Jim notó que Mr. Protherough se tranquilizaba, porque si Frederick hubiera sido descubierto, él habría perdido su empleo en Elliott & Fry. De hecho, todos corrían un riesgo. ¿Y qué esperaban ganar con esto? Era absurdo.
Por otra parte, si no hubieran venido, él no habría conocido a lady Mary. ¡Qué joven parecía! No podía tener más de dieciséis años… ¿Qué demonios ocurría para que tuviera que casarse con un tipo semejante?
Mientras Bellmann posaba, de pie junto a la silla, mirando a su prometida, Jim lo observó con más atención. Le pareció detectar una amenaza en su cara ancha, ¿pero a quién iba dirigida? Junto a la imponente figura de Bellmann, lady Mary jugueteaba con el pañuelo, como si estuviera harta y aburrida. Cuando él apoyó una pesada mano en su hombro, la joven suspiró y, obedientemente, recompuso su expresión. Ahora sus maravillosos ojos grises miraban directamente a la cámara.
Tomaron la foto, retiraron la placa y empezaron a recoger el equipo. Charles se puso a charlar amigablemente con Bellmann, mientras caminaban por el sendero, y llegó el momento que Jim había estado esperando con ansiedad durante veinte minutos, o toda su vida.
Mientras Frederick ayudaba a Mr. Protherough con la cámara y el trípode, lady Mary estaba de pie junto a la estatua, sumida en sus pensamientos. Tenía una mano apoyada en el respaldo de la silla y la otra en el cabello, jugando a enrollarse un bucle entre los dedos. De repente, alzó los ojos y le dirigió a Jim una mirada radiante.
Sin poderlo evitar, Jim dio un paso hacia ella. La joven echó un rápido vistazo por encima del hombro, y cuando vio que estaban solos se inclinó hacia él, de forma que sus rostros casi se tocaban. Jim se sintió mareado, le tendió una mano, y…
—¿Pero es él? —susurró ella rápidamente—. ¿Es el hombre que estaba en casa de lady Harborough?
—Sí —dijo Jim, y la voz le salió ronca—. Milady, yo…
—¿De verdad es un detective?
—Sí. Aquí hay algo raro, ¿no? ¿Puede usted hablar?
—Por favor —susurró ella—. Por favor, ayúdeme. No puedo hablar con nadie más. Estoy sola, y debo salir de aquí. No puedo casarme con él.
—Escuche —dijo Jim, con el corazón latiéndole violentamente en el pecho—. Grábese esto en la memoria. Me llamo Jim Taylor, de Garland & Lockhart, en Burton Street Estamos investigando a su Mr. Bellmann, porque está metido en algo extraño. Le prometo que la ayudaremos. Póngase en contacto con nosotros lo antes que pueda y…
—Por favor, Taylor, traiga la silla aquí —le dijo Mr. Protherough.
Jim levantó la silla y dirigió una sonrisa a lady Mary. En respuesta, una breve sonrisa pasó por su rostro, tan leve como la brisa de verano que agita un instante los campos floridos y desaparece. Luego ella se dio la vuelta y se marchó.
Cuando salieron de allí, Jim no contó a los demás lo que había sucedido. No hubiera sabido qué decir; ni siquiera estaba seguro de estar despierto o incluso vivo. Tenía ganas de reír, cantar y llorar amargamente a un tiempo.
Unas horas más tarde, un joven bajo y corpulento se puso a aporrear la puerta de una respetable casa* de huéspedes en Lambeth. Iba acompañado de un segundo hombre que, a juzgar por su nariz aplastada y sus orejas deformadas por los golpes, tenía aspecto de matón. Jim hubiera podido reconocerles: eran los hombres de los que había rescatado a Mackinnon en el teatro Britannia.
Cuando les abrieron (una mujer mayor con un delantal limpio), los hombres entraron a empellones, sin decir palabra, y cerraron la puerta a sus espaldas.
—Escuche con atención —dijo el hombre joven, mientras le ponía a la mujer la punta de un grueso bastón bajo la barbilla—. Buscamos a una señorita con una marca en la cara. ¿Dónde está?
—¡Oh, por Dios Santísimo! ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren? —balbuceó la señora—. ¡Suélteme el brazo! ¿Qué están haciendo?
El matón le había agarrado el brazo y se lo apretaba contra la espalda. El hombre joven siguió hablando:
—Estamos buscando a esa mujer. Llévenos hasta ella. Y no se le ocurra chillar o mi amigo le romperá el brazo.
—¡Oh, por favor, no me haga daño! Déjeme, por favor…
Respondiendo a una señal del joven, el matón soltó a la mujer, que cayó contra la barandilla de la escalera en el estrecho vestíbulo.
Mientras subían por la escalera, Mr. Harris (así se llamaba el hombre joven), clavaba la punta del bastón en la espalda de la mujer.
—¡Más rápido! —le dijo—. Y por cierto, ¿cómo se llama usted?
—Mrs. Elphick —dijo ella entre jadeos—. Por favor…, tengo el corazón débil…
—Oh, vaya —dijo Mr. Harris—. Mackinnon se lo rompió, ¿no es así?
Cuando llegaron al primer piso, la mujer se apoyó contra la pared y se llevó la mano al pecho.
—No entiendo a qué se refiere —dijo débilmente.
—Deje de hacer el tonto y haga lo que le pedimos. Necesitamos que una mujer pura nos ilumine el camino, ¿no es así, Sackville?
El matón hizo un gesto simiesco de asentimiento y empujó a la mujer para que siguiera andando. Subieron otro tramo de escaleras y se detuvieron frente a la primera puerta.
—Bien, Sackville —dijo Mr. Harris—, ahora es cuando podrás poner en práctica tus especiales habilidades. Mala suerte, Mrs. Elphick; está a punto de asistir a una escena que puede resultarle desagradable.
—Oh, no, por favor —dijo la señora.
Sackville, el matón, dio un paso atrás y lanzó una fuerte patada contra la puerta, justo por debajo de la cerradura. Al instante, la madera se astilló y la puerta se abrió de golpe. Del interior brotó un grito de alarma. Sackville apartó la hoja destrozada de la puerta para dejar pasar a Mr. Harris, que entró y empezó a caminar lentamente por la habitación, mirando curioso a su alrededor, mientras se daba unos golpecitos con el bastón en la palma de la mano.
Miss Meredith tenía media cara blanca como la cera, lo que hacía que su mancha resaltara como una llama encendida. Estaba sentada frente a la mesa, con un delicado bordado en las manos.
—¿Qué quieren? —dijo con un hilo de voz—. ¿Quiénes son ustedes?
—Buscamos a Mackinnon. Usted cuida de él. ¿Lo sabe su casera? —dijo maliciosamente Mr. Harris. Luego se volvió hacia Mrs. Elphick—. ¿Sabía usted que su inquilina alojaba a un hombre? Tengo entendido que es un hombre, aunque no hace más que escaparse, y eso no es lo que un hombre acostumbra a hacer. ¿Está aquí en este momento, Miss Meredith?
Isabel se quedó sin habla. No habría sido guapa aunque no tuviera mancha de nacimiento, porque le faltaba vitalidad. No estaba acostumbrada a la brutalidad, y no sabía cómo responder.
—Le he preguntado si está aquí —insistió Mr. Harris—. ¿Escondido debajo de la cama, tal vez? Sackville, echa un vistazo.
Sackville levantó el armazón de hierro de la cama y lo arrojó al suelo. Debajo sólo había un viejo orinal de porcelana. Isabel escondió el rostro entre las manos.
—Mira, Sackville —dijo Mr. Harris—, mira qué orinal más elegante. Comprueba que no esté ahí escondido.
Sackville dio una patada al orinal, que se rompió en mil pedazos.
—Por favor —imploró Isabel—. No está aquí, por favor. Le prometo que…
—¿Y entonces dónde está?
—¡No lo sé! Hace días que no le veo. Por favor…
—Ah, pero usted le ayudó, ¿no? Alguien la vio, picarona. Y no intente negarlo, es imposible esconder una marca como la suya…
—¿Qué es lo que quieren? —gritó Isabel—. ¡Déjenme en paz, por favor! No sé dónde está, se lo juro…
—Bien, bien. Es una lástima —dijo Mr. Harris mirando a su alrededor—. El problema es que soy un hombre escéptico. No tengo fe en la naturaleza humana… y creo que me está mintiendo. Le diré lo que voy a hacer. Voy a decirle a Sackville que destroce y queme todas sus labores delante de sus ojos. También podría decirle que la sacudiera un poco, pero ya tiene usted un aspecto bastante horrible y nadie notaría la diferencia. Adelante, Sackville, amigo.
—¡No, no! ¡Se lo ruego! Es todo lo que tengo… Por favor, no haga eso. Es mi único sustento… Se lo pido…
Sackville empezó a hacer jirones el mantel bordado. Isabel cayó de rodillas y se agarró al abrigo de Mr. Harris; lloraba y le tiraba del abrigo, pero él no le hizo ningún caso.
—Echa un vistazo a tu alrededor, muchacho. Seguro que hay vestidos, camisones y enaguas de todo tipo. Destrózalo todo, sin miedo. Que no te intimide la presencia de estas mujeres. Estos llantos y estos gritos, estimado Sackville, demuestran que te comportas como un auténtico soldado británico.
Por más que lo intentaron, las mujeres no consiguieron detener a Sackville. Mrs. Elphick fue apartada de un manotazo, e Isabel recibió un puñetazo que casi la dejó inconsciente. En cuestión de cinco minutos, todas las labores de Isabel estaban destrozadas. Había vestidos y camisones, y elaborados trajes bautismales de linón que Isabel había arreglado con finísimas y delicadas puntadas. También estaban las prendas que ella hacía para sus clientes habituales: elegantes guantes de encaje, chales, delicados pañuelos, blusas con bordados, bonetes de viuda rematados con puntillas y enaguas de finísima muselina. Cada una de las prendas, primorosamente envueltas en papel de seda, fue arrancada de su envoltorio y desgarrada.
Cuando todo acabó, Isabel se desplomó en una butaca y se puso a llorar a lágrima viva. Sackville arrojó a la chimenea la pila de blancos retales, mientras Mrs. Elphick contemplaba temblorosa la escena.
Mr. Harris abrió entonces el único armario que quedaba por mirar y extrajo una cajita de estaño laqueado. La agitó para adivinar su contenido, pero lo que había dentro no pesaba apenas y no produjo sonido alguno.
Isabel se puso en pie de un salto.
—No —imploró—. Le… le diré dónde puede encontrarlo. Pero no toque esto, por favor. Devuélvamelo.
—Ah —dijo Mr. Harris—. Así que éste es nuestro pequeño tesoro, ¿no? —Intentó abrir la tapa, pero no pudo—. Está bien, dígame dónde se encuentra Mackinnon y se la devolveré. En caso contrario, Sackville sabrá qué hacer con ella.
Isabel tendió los brazos hacia la cajita, pero Mr. Harris la puso fuera de su alcance. La mujer no podía apartar la mirada de su tesoro. Estaba pálida y temblorosa. Finalmente, cedió.
—Mañana por la noche —dijo con voz estrangulada, como si le costara hablar—, actuará en el Royal Music-Hall de High Holborn.
Por favor, no le harán daño, ¿verdad?
En cuanto el hombre le devolvió la cajita, Isabel la agarró y se la apretó contra el pecho.
—Que no le hagamos daño… Eso no se lo puedo prometer. No puedo influir en el destino. El Royal de High Holborn… Conozco el lugar. Aquí tienes, Sackville.
Mr. Harris tendió al matón una caja de cerillas.
—Tal vez piense que en cuanto nos vayamos podrá ir a buscarle y ponerle sobre aviso. Pero, en su lugar, yo no lo haría. Yo no diría ni una palabra. De momento estoy manteniendo a Sackville a raya, pero no quiero ni imaginarme de lo que es capaz si le dejo suelto. Será mejor, mucho mejor para usted, que mantenga la boca cerrada.
—¿Por qué hace esto? ¿Qué tiene contra él? ¿Qué le ha hecho?
—¿A mí, personalmente? A mí no me ha hecho nada, pero mi jefe quiere hablar con él de un asunto de familia de cierta importancia. Soy abogado, entiéndalo. ¿No se lo había dicho? Bueno, una especie che abogado. Y ahora será mejor que se aparte, porque lo más probable es que empiece un incendio en la chimenea. Puede ser peligroso, así que mi amigo y yo nos iremos ahora. Confío en que nos esté agradecida por abrirle los ojos. ¿Sería tan amable de pagar por nuestros servicios, por mi tiempo y el esfuerzo de Sackville? A él suelo pagarle un soberano por su trabajo. El dinero sale del bolsillo de mi jefe, claro, pero él estaría encantado si le sufragara este pequeño gasto.
En su tono burlonamente agradecido había algo tan malvado y cruel que Isabel no tuvo fuerzas para resistirse. Abrió su monedero con dedos temblorosos y le tendió un soberano. Sackville cogió la moneda.
—Dale las gracias, Sackville —dijo Mr. Harris.
—Gracias, señorita —dijo obediente el matón.
—Y como este trabajo da mucha sed, creo que una bonita forma de agradecernos lo que hemos hecho sería darnos media corona para tomar una copa.
Otra moneda cambió de manos.
—Es todo lo que tengo —dijo Isabel con voz débil—. No me queda nada para comer. Por favor…
—Sí —dijo pensativo Mr. Harris—. Yo tampoco he comido nada desde el desayuno. Un buen pedazo de carne asada me sentaría muy bien. ¿Qué dices a eso, Sackville? Pero esta vez no espero que me invite —dijo dirigiéndose a Isabel—. Un hombre tiene que conseguirse su propia comida. Eso corre de mi cuenta.
—¿Y yo qué voy a hacer ahora? —se lamentó ella.
—Confieso que no tengo ni idea. Es una cuestión que se me antoja muy difícil de resolver. Vamos, Sackville, enciende una cerilla.
—¡No! —gritó Mrs. Elphick, pero Mr. Harris la amenazó con el dedo y la mujer dio un paso atrás y se tapó horrorizada la boca con las manos mientras Sackville tomaba un extremo de la tela amontonada en la chimenea y le acercar con un rugido.
Isabel estalló en llanto. Se balanceaba adelante y atrás como un niño y apretaba la cajita contra el pecho, abrumada por la tristeza y el sentimiento de culpabilidad. Mr. Harris le dio unas palmaditas en la cabeza.
—No se preocupe —le dijo—. Le doy un consejo: aprenda de la experiencia. No se enamore de un escocés, no son de fiar. Vamos, Sackville, dejemos que las señoras se encarguen del fuego. No vayamos a interrumpirlas, es de mala educación. Que tengan ustedes un buen día.