Los misterios del mar

Una soleada mañana de la primavera de 1878, el buque de vapor Ingrid Linde, orgullo de la compañía naviera Anglo-Baltic, desapareció en aguas del Báltico.

El Ingrid Linde era un barco cuya botadura se remontaba tan sólo a dos años atrás, bien construido y en perfectas condiciones de navegación. Había zarpado de Riga con un cargamento de piezas de maquinaria y unos pocos pasajeros, y se dirigía a Hamburgo. El trayecto había sido tranquilo, el tiempo sereno.

A un día de distancia de Hamburgo, el buque fue avistado por una goleta que hacía el mismo trayecto en dirección contraria. Intercambiaron señales. De haber seguido, su curso, el Ingrid Linde se habría encontrado dos horas más tarde con una goleta que navegaba en aquellas aguas. Pero no fue así. Nadie lo volvió a ver.

El Ingrid Linde desapareció tan rápidamente, que los periodistas creyeron olfatear alguna historia fantástica, al estilo del continente perdido de la Atlántida, el Mary Celeste o la leyenda del holandés errante. Explotando el hecho de que el presidente de la compañía naviera, su mujer y su hija iban a bordo, llenaron páginas y páginas de los periódicos con informaciones variopintas; explicaron cómo había sido el primer viaje de la chiquilla; dijeron que no era una niña, sino una jovencita de dieciocho años aquejada de una misteriosa enfermedad; que sobre el vapor pesaba la maldición proferida por un exmiembro de la tripulación; que el cargamento consistía en una mortífera combinación de explosivos y alcohol; que el capitán guardaba en su cabina la estatuilla de un fetiche del Congo, robada a una tribu africana; que en aquellas aguas se producía de vez en cuando un gigantesco remolino capaz de tragarse naves enteras y llevarlas hasta una monstruosa caverna en el fondo del mar… Contaron historias y más historias.

El episodio alcanzó cierta popularidad, y de vez en cuando, lo resucitaba uno de esos autores que escriben libros con títulos como Extraños horrores de las profundidades.

A falta de datos, sin embargo, la imaginación del periodista más audaz acaba por agotarse. Y en este caso no se tenían datos. Sólo un barco que había desaparecido —un minuto estaba y al minuto siguiente ya no estaba—, el sol y el mar.

Meses después, una fría mañana, una señora de edad llamó a la puerta de una oficina en el corazón financiero de Londres. En la puerta había un nombre pintado en una placa: S. Lockhart, Asesora Financiera. Al cabo de un instante, una voz femenina dijo:

—Pase.

La señora entró en la habitación. S. Lockhart —la «S» quería decir Sally— estaba de pie tras una abarrotada mesa de trabajo. Era una joven muy guapa, de unos veinte o veintidós años, con el pelo rubio y profundos ojos castaños. La señora mayor dio un paso y se detuvo, vacilante. Frente al fuego del hogar había un perro, el más grande que había visto nunca. Era negro como la noche y, por su aspecto, parecía una mezcla de gran danés, sabueso y hombre lobo.

—Siéntate, Chaka —dijo Sally Lockhart, y la enorme bestia se sentó tranquilamente. La cabeza llegaba a la cintura de Sally—. Usted es Miss Walsh, ¿no? ¿Cómo se encuentra?

La dama estrechó la mano que Sally le tendía.

—Pues no del todo bien —respondió.

—Oh, lo siento —dijo Sally—. Siéntese, por favor.

Apartó los papeles que había sobre la silla, y las dos se sentaron frente a la chimenea.

—Si no recuerdo mal —ahora mismo encontraré el archivo—, el año pasado le ayudé a hacer unas inversiones —dijo Sally—. Usted tenía tres mil libras, ¿verdad? Le aconsejé que las invirtiera en compañías navieras.

—Ojalá no lo hubiera hecho —dijo Miss Walsh—. Compré acciones de una compañía que usted me recomendó. Tal vez la recuerde; se llamaba Anglo-Baltic.

Sally la miró con ojos desmesuradamente abiertos. Miss Walsh, una mujer sagaz, comprendió lo que eso significaba. Ya estaba retirada, pero había enseñado geografía a cientos de estudiantes y sabía que ésa era la expresión de una persona que se acaba de dar cuenta de que ha cometido un grave error y está dispuesta a asumir las consecuencias.

—El Ingrid Linde —dijo Sally—, por supuesto… ¿Y no había también otro barco de vapor que se hundió? Recuerdo que leí algo en The Times… Oh, Dios mío.

Se levantó y, de la estantería que había a su espalda, sacó un álbum grande repleto de recortes de periódico. Mientras Sally hojeaba el álbum, Miss Walsh entrelazó los dedos sobre el regazo y echó un vistazo a su alrededor. A pesar de la alfombra raída y los muebles gastados, la habitación se veía limpia y acogedora. En la chimenea ardía un alegre fuego, y junto al hogar silbaba una tetera con agua hirviendo. Las estanterías repletas de libros y archivos y el mapa de Europa clavado en la pared daban al lugar un aire práctico y formal.

En cuanto a Miss Lockhart, parecía muy preocupada. Se colocó un mechón de pelo rubio detrás de la oreja y se sentó con el libro abierto sobre las rodillas.

—La Anglo-Baltic se fue a pique —dijo—. ¿Y cómo no me he dado cuenta…? ¿Qué ocurrió?

—Usted ha mencionado el Ingrid Linde. Había otro barco, una goleta, no un barco de vapor, que también desapareció. Y otra embarcación fue confiscada por las autoridades rusas en San Petersburgo. Desconozco la razón, pero tuvieron que pagar una multa muy elevada para recuperarla… Oh, hubo un montón de cosas. Cuando usted me aconsejó comprar las acciones, la compañía iba viento en popa. Yo estaba encantada con su consejo. Y un año más tarde, todo había acabado.

—Cambió de propietarios, ya veo. Es la primera vez que leo esta información. Voy guardando estos recortes para tener una referencia, pero no siempre encuentro tiempo para leerlos. ¿No estaban asegurados los barcos que se hundieron?

—Al parecer hubo problemas. No conseguí entender los detalles, pero la compañía de seguros Lloyds se negó a pagar. Fue todo tan inesperado y hubo tantos golpes de mala suerte que casi empecé a creer en las maldiciones. Parecía el influjo de un hado maléfico.

Sentada en la vieja silla, con la espalda muy erguida, la anciana clavaba la mirada en las llamas. Luego se volvió y miró a Sally.

—Por supuesto, ya sé que es una tontería —dijo con énfasis—. Que hoy te alcance un rayo no significa que no te pueda alcanzar nunca más. Tengo nociones de estadística. Pero resulta difícil seguir siendo racional cuando todo tu dinero se está esfumando y no entiendes por qué ni sabes cómo evitarlo. Ahora sólo me queda una pequeña renta vitalicia. Aquellas tres mil libras eran una herencia de mi hermano y los ahorros de toda una vida.

Sally abrió la boca, pero antes de que pudiera decir una palabra, Miss Walsh levantó la mano y siguió hablando:

—Y créame, Miss Lockhart, no la estoy culpando a usted. Si uno decide especular con su dinero, debe asumir el riesgo de perderlo. Además, en aquel momento, la Anglo-Baltic era una excelente inversión. Yo acudí a usted por recomendación de Mr. Temple, el abogado del Lincoln’s Inn. Siempre he estado a favor de la emancipación de la mujer, y nada me complace más que ver a una joven que se gana la vida con su propio negocio. Así que vengo de nuevo a verla para pedirle consejo. ¿Puedo hacer algo para recuperar mi dinero? Le diré que tengo fundadas sospechas de que éste no es un caso de mala suerte, sino de fraude.

Sally depositó en el suelo el álbum de recortes de periódico y tomó papel y lápiz.

—Dígame todo lo que sepa de la compañía naviera —dijo.

Miss Walsh empezó a hablar. Tenía una mente clara y ordenada, y explicó los acontecimientos con detalle y precisión, aunque realmente no había mucho que decir. Miss Walsh vivía en Croydon, apartada del mundo de los negocios, así que debía fiarse de lo que había aparecido en la prensa.

Le recordó a Sally que la compañía naviera Anglo-Baltic se había fundado veinte años atrás para aprovechar el floreciente comercio de madera. Empezó como una empresa modesta y había ido prosperando cada vez más. Sus barcos traían hierro, pieles y madera de los puertos del Báltico y volvían hacia allá cargados de piezas de maquinaria y otros productos industriales fabricados en Gran Bretaña.

Dos años atrás, se produjo una disputa entre los socios y la empresa pasó a otras manos, o fue comprada en parte por uno de ellos. ¿Podía hacerse tal cosa? Miss Walsh no estaba segura. Entonces la compañía dio un salto adelante, como una locomotora sin frenos. Se compraron nuevos barcos, se consiguieron nuevos contratos, se estableció una ruta por el Atlántico Norte… En el primer año, los beneficios aumentaron de forma espectacular bajo la nueva dirección. Y esto fue lo que llevó a Miss Walsh, y a cientos de inversores, a comprar acciones de la Anglo-Baltic.

Entonces llegó el primero de una serie de golpes de mala suerte que, en poco tiempo, ocasionarían la ruina de la empresa. Miss Walsh estaba bien informada. De nuevo, Sally se sintió impresionada por la claridad mental de la señora y por el autocontrol que mostraba, porque era evidente que ahora se encontraba al borde de la miseria, cuando había confiado en disfrutar de un cierto desahogo económico durante el resto de su vida.

Hacia el final de su relato, Miss Walsh mencionó el nombre de Axel Bellmann, y Sally alzó la vista.

—¿Bellmann? —preguntó—. ¿El fabricante de cerillas?

—Ignoro a qué se dedica —respondió Miss Walsh—. Él no tenía mucha relación con la compañía, pero vi por casualidad su nombre en la prensa. Creo que era el propietario del cargamento que transportaba el Ingrid Linde cuando se fue a pique. Irse a pique. Es una curiosa expresión, ¿no le parece? Como si uno se fuera a algún lugar. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Sabe algo de este Mr. Bellmann? ¿Quién es?

—Es el hombre más rico de Europa —respondió Sally.

Miss Walsh se quedó pensativa un instante.

—Lucifers —dijo—. Cerillas.

—Exactamente. Hizo su fortuna con las cerillas, me parece… Aunque, ahora que lo pienso, hubo algún escándalo. Hace un año, cuando apareció en Londres por primera vez, oí ciertos rumores. El gobierno sueco le obligó a cerrar sus fábricas de cerillas debido a las peligrosas condiciones laborales… Ya sabe, el fósforo.

—He leído que algunas chicas sufrían necrosis de la mandíbula —dijo Miss Walsh—. Pobrecillas. Hay formas malvadas de ganar dinero. ¿Entonces mi dinero contribuyó a esto?

—Por lo que yo sé, Mr. Bellmann hace ya tiempo que no está en el negocio de las cerillas. De todas formas, ignoramos cuál es su relación con Anglo-Baltic. Bueno, Miss Walsh, le estoy muy agradecida. Y no sabe cuánto lo siento. Le devolveré su dinero…

—Ni hablar —soltó Miss Walsh en el mismo tono que emplearía para regañar a las alumnas que pretendían aprobar los exámenes sin haber estudiado—. No quiero promesas. Lo que pretendo es saber qué ha ocurrido. Dudo mucho de que llegue a recuperar mi dinero, pero me gustaría saber adónde ha ido a parar, y quiero que usted lo descubra.

Su tono era tan severo, que cualquier otra joven se hubiera acobardado. Pero no Sally, y ésta era precisamente la razón por la que Miss Walsh había acudido a ella.

—Cuando alguien me pide consejo financiero, me resulta inadmisible que pierda todos sus ahorros por mi culpa —respondió con vehemencia—. Y si esto ocurre, la responsabilidad es mía. No acepto órdenes. Esto supone para mí un golpe tan fuerte como para usted, Miss Walsh. Se trata de su dinero, pero también de mi reputación, mi nombre, mi profesión… Estoy decidida a investigar los asuntos de la Anglo-Baltic para averiguar lo ocurrido, y si es humanamente posible, recuperaré su dinero y se lo devolveré. Y en ese caso, dudo mucho de que se niegue usted a aceptarlo.

Se hizo un silencio glacial. La mirada de Miss Walsh presagiaba tormenta, pero Sally ni siquiera pestañeó. Al cabo de unos instantes, Miss Walsh aplaudió con las yemas de los dedos, y en sus ojos se encendió una chispa de simpatía.

—Tiene usted toda la razón —dijo.

Las dos sonrieron, y la tensión se desvaneció como por encanto. Sally se puso en pie para guardar las notas que había tomado.

—¿Le apetece una taza de café? —preguntó—. Es un poco primitivo hacerlo en la chimenea, pero está bueno.

—Me gustaría mucho. Cuando yo era estudiante, siempre hacíamos el café así, en la chimenea. Hace muchos, muchos años que no lo hago. ¿Puedo ayudarla?

Cinco minutos más tarde, estaban charlando como viejas amigas. Despertaron al perro, que dormía frente al hogar, para que se apartara, y en un momento el café estaba preparado y servido en las tazas. Sally y Miss Walsh se descubrieron unidas por un compañerismo que sólo se da entre las mujeres que han luchado por una educación. Miss Walsh había enseñado en el North London Collegiate College, aunque no tenía ningún título. Y tampoco lo tenía Sally, a pesar de que había estudiado en Cambridge, se había presentado a los exámenes y había obtenido buenas notas. Era lo que ocurría con las universidades: permitían asistir a las mujeres, pero no les concedían título alguno.

Sally y Miss Walsh estaban de acuerdo en que la situación cambiaría en el futuro…, pero nadie sabía cuándo.

Finalmente Miss Walsh se levantó para irse, y Sally observó que sus guantes estaban pulcramente zurcidos, su abrigo se veía deshilachado y sus viejas botas, aunque limpias y relucientes, necesitaban con urgencia unas nuevas suelas. Miss Walsh no había perdido sólo su dinero, sino la oportunidad de vivir tranquila, sin apuros económicos, después de toda una vida dedicada a los demás. A pesar de la edad y de la preocupación, sin embargo, la anciana se mantenía erguida y muy digna, y Sally sintió cómo su propia espalda se enderezaba un poco más.

Se despidieron con un apretón de manos. Miss Walsh se volvió hacia el perro, que se puso de pie en cuanto vio que su ama se levantaba.

—Qué animal más extraordinario —dijo—. Me ha parecido oír que lo llama usted Chaka.

—Chaka era un general zulú —le explicó Sally—, y me pareció un nombre apropiado. Fue un regalo, ¿verdad, chico? Tengo entendido que nació en un circo.

Le frotó cariñosamente las orejas, y el perrazo le correspondió con un lametón de su inmensa lengua y una mirada de total adoración.

Miss Walsh sonrió.

—Le enviaré todos los documentos que tengo. Le estoy muy agradecida, Miss Lockhart.

—De momento, no he hecho más que perder su dinero —dijo Sally—. Y es posible que en este caso no haya nada más que hacer. Muchas veces las investigaciones no llevan a ninguna parte. Pero veré lo que puedo hacer.

La historia de Sally era singular, incluso para alguien con una vida poco convencional. Nunca llegó a conocer a su madre, y su padre (que era militar) le enseñó mucho sobre armas de fuego y finanzas, pero muy poco sobre todo lo demás. Cuando Sally tenía dieciséis años, su padre fue asesinado, y ella se encontró inmersa en un intrincado laberinto de peligrosos secretos, y sólo su pericia con la pistola le permitió salir ilesa. Su pericia y algo más: el afortunado encuentro con un joven fotógrafo llamado Frederick Garland.

Junto con su hermana, Frederick había estado llevando el negocio fotográfico de un tío suyo. Sin embargo, pese a su habilidad con la cámara, era muy incompetente con las finanzas, y el negocio estaba al borde de la ruina cuando Sally apareció, sola y en peligro de muerte. A cambio de la ayuda de los Garland, Sally les echó una mano con el negocio. En poco tiempo, gracias a sus conocimientos de contabilidad y finanzas, los salvó de la bancarrota.

Así pues, el negocio prosperó, y ahora Frederick contaba con media docena de empleados y podía dedicarse a su auténtica pasión: la investigación privada. En esto le ayudaba otro viejo amigo de Sally, un chico llamado Jim Taylor que había sido botones en la empresa de su padre. Jim era dos o tres años más joven que Sally, le entusiasmaban los folletines que vendían en los kioscos y tenía la lengua más procaz y grosera de toda la ciudad. En su primera aventura juntos, Jim y Frederick se habían enfrentado al asesino más peligroso de Londres y habían acabado con él, pero estuvieron a punto de perder la vida en el empeño. Ahora sabían que podían confiar ciegamente el uno en el otro.

Era mucho lo que ellos tres —Sally, Fred y Jim— compartían, aunque Frederick hubiera querido compartir más. Era muy franco al respecto: estaba enamorado de Sally desde el primer momento, y quería casarse con ella. En cuanto a ella, sus sentimientos eran más complicados. Había momentos en que sentía adoración por Fred, y lo encontraba el hombre más fascinante, listo, valiente y divertido del mundo. Otras veces, se sentía furiosa con él por malgastar su talento manipulando artilugios o merodeando por Londres en compañía de Jim y comportándose, en resumidas cuentas, como un chiquillo que no sabe en qué emplear su tiempo. Querer, lo que se dice querer a alguien, Sally sólo estaba segura de querer a Webster Garland, el tío de Fred. Era el socio oficial de Sally en el negocio de la fotografía, un hombre amable, desordenado y genial, capaz de crear auténtica poesía con la luz, las sombras y la expresión humana. Sí, estaba segura de sentir amor por Webster Garland y por Chaka, y también por su trabajo.

Pero en cuanto a Fred, bueno, no se casaría con ningún otro hombre, pero tampoco con Fred, por lo menos mientras no se aprobara el decreto sobre el derecho de la mujer casada a la propiedad.

Sally le había repetido muchas veces que no se trataba de que no confiara en él, sino de una cuestión de principios. Se trataba de que ahora era una mujer independiente, socia en un negocio, con dinero y propiedades, y al momento siguiente, en cuanto el sacerdote los declarara marido y mujer, todo lo que ella tenía pasaría automáticamente (según la ley) a ser propiedad de su marido. Y esto resultaba intolerable. De nada sirvió que Fred protestara y se ofreciera a firmar todos los documentos necesarios comprometiéndose a no tocar nunca el dinero de su mujer, fue inútil que rogara y suplicara, que se enfadara, le arrojara objetos o se riera de ella… Sally no dio marcha atrás.

De hecho, la situación no estaba tan clara como Sally la pintaba. En 1870 se aprobó una ley sobre el derecho de la mujer casada a la propiedad que paliaba algunas injusticias, aunque no solucionaba la raíz del problema. Sin embargo, Fred desconocía la existencia de esa ley y no sabía que, bajo ciertas condiciones, Sally tendría derecho a su propiedad. Y puesto que ella no estaba segura de cuáles eran sus sentimientos, siguió esgrimiendo razones legales para oponerse al matrimonio, y hasta temía la aprobación de una nueva ley que la dejara sin argumentos y le obligara a tomar una decisión.

Esta situación había provocado agrias discusiones entre ellos y, tras su última disputa, llevaban semanas sin hablarse. Sally se quedó sorprendida al comprobar cuánto lo echaba de menos. Le hubiera gustado mucho poder comentar con Fred este asunto de la Anglo-Baltic…

Mientras recogía las tazas de café, pensó con irritación en Fred, su pelo rubio pajizo, su falta de seriedad, su afición a las bromas. Tendría que ser él quien se disculpara, decidió, porque ella tenía asuntos más serios de los que ocuparse.

Y con esta decisión, tomó asiento frente a la mesa con su álbum de recortes entre las manos y se dispuso a leer todo lo referente a Axel Bellmann.