IMPOTENCIA Y RABIA

Mi marido sale de la manyatta y me ordena que lo acompañe a nuestra cabaña de madera. También va a buscar a los muchachos. Como ocurre con frecuencia, algunos curiosos se plantan a escasa distancia. El corazón me late con fuerza, no sé qué pasará. Irritado, se dirige a mí y ante todos los presentes pregunta si me he acostado con el muchacho. Quiere saberlo ahora. Siento una tremenda vergüenza y a la vez una rabia inmensa se va apoderando de mí. Se comporta como un juez y no se da cuenta del ridículo en que nos pone.

—No —le grito—, ¡estás loco!

Antes de que yo pueda decir nada más, recibo la primera bofetada. Furiosa, le lanzo mi paquete de tabaco a la cabeza. Entonces se gira y dirige su rungu contra mí. Antes de que pueda usarlo, los muchachos y el veterinario reaccionan. Le sujetan y le insisten indignados en que lo mejor sería que se marchara durante algún tiempo a la selva hasta que vuelva a tener la cabeza clara. Entonces coge sus lanzas y se marcha. Yo corro a mi casa y ya no quiero ver a nadie.

Su ausencia dura dos días, en los que no salgo de casa. No puedo marcharme con el coche porque nadie me ayudaría aunque pagara al contado. Me paso el día entero escuchando música alemana o leyendo poemas que me ayudan a concentrarme. Estoy escribiendo una carta a casa cuando mi marido aparece inesperadamente. Apaga la música y pregunta por qué se canta en nuestra casa y de dónde he sacado esta cinta. Naturalmente la he tenido desde siempre, y esto es lo que le contesto con la mayor tranquilidad de que soy capaz. No lo cree. Después descubre la carta para mi madre. Tengo que leérsela, pero pone en duda que yo reproduzca correctamente el contenido. Así que rompo la carta y la quemo. A Napirai no le dirige la palabra, como si no estuviera. Está relativamente tranquilo y en consecuencia intento no irritarle. En definitiva, tengo que reconciliarme con él si quiero poder marcharme algún día de aquí.

Los días pasan tranquilamente, porque tampoco el muchacho vive ya en Barsaloi. Por James me entero de que se ha mudado a casa de unos parientes. La tienda permanece cerrada y al cabo de quince días nos hemos quedado sin comida. Quiero ir a Maralal, pero mi marido me lo prohíbe. Dice que hay otras mujeres que también viven solo de leche y de carne.

Una y otra vez hablo de Mombasa. Le digo que si nos mudamos a esta ciudad, seguro que mi familia me ayudaría económicamente. Que para nuestra existencia aquí arriba ya no hay dinero. Que, además, en cualquier momento podremos regresar si lo del negocio no saliera bien. Cuando un día también James dice que tiene que abandonar Barsaloi para encontrar un trabajo, Lketinga pregunta por primera vez a qué nos dedicaríamos en Mombasa. Es evidente que su resistencia va cediendo. Y es que me he esforzado al máximo. He destruido mi música y los libros. He dejado de escribir cartas. Incluso en nuestras relaciones íntimas le dejo hacer, aunque lo soporto a regañadientes. Tengo una única meta: ¡marcharme de aquí, y hacerlo con Napirai!

Con entusiasmo, le voy hablando de una bonita tienda masai con muchos souvenirs. Para conseguir el dinero para el viaje a Mombasa, podríamos vender a los somalíes todo lo que nos queda en la tienda. Incluso por los muebles nos darán algún dinero, porque aquí no hay otra posibilidad de conseguir una cama, sillas o una mesa. También podríamos organizar una disco de despedida para ganar dinero y despedirnos a la vez de la gente. James podría acompañarnos y ayudar a montar el negocio. Hablo y hablo intentando ocultar mi nerviosismo. De ninguna manera debe notar lo importante que es para mí su consentimiento.

Finalmente dice en tono sereno:

—Corinne, quizá nosotros ir a Mombasa en dos o tres meses.

Asustada, pregunto por qué quiere esperar tanto. Su respuesta es que entonces Napirai tendrá un año y ya no me necesitará, así que podrá quedarse con su madre. Estas palabras me asustan profundamente. Para mí está claro que solo nos marcharemos con Napirai, y se lo digo con la mayor calma posible. Necesito a mi hija, sin ella no me divierto trabajando. También James me apoya. Dice que él cuidará de Napirai. Y si queremos marcharnos, hemos de hacerlo ahora, porque dentro de tres meses se celebrará la fiesta de su circuncisión. Entonces él formará parte de los guerreros y mi marido pertenecerá a la generación de los viejos. La fiesta durará unos cuantos días, y después tendrá que permanecer durante mucho tiempo exclusivamente en compañía de otros hombres que también acaban de someterse a la circuncisión. Deliberamos durante largo rato y acordamos partir dentro de algo menos de tres semanas. El 4 de junio es mi trigésimo cumpleaños y quiero celebrarlo en Mombasa. Llena de impaciencia, solo vivo pensando en el día en que abandonaremos Barsaloi.

Como es principio de mes, queremos organizar cuanto antes la disco. Por última vez nos dirigimos a Maralal para comprar cerveza y otras bebidas. En Maralal, mi marido quiere que llame a Suiza para aclarar si nos mandarán dinero para Mombasa. Simulo la conversación telefónica y después le digo que todo está arreglado. Que me han dicho que vuelva a llamar tan pronto estemos en Mombasa.

La disco vuelve a ser un gran éxito. He acordado con Lketinga que a medianoche dirigiremos conjuntamente unas palabras de despedida a los asistentes, porque la gente no sabe nada de nuestra marcha. Pero al cabo de un rato, mi marido desaparece sigilosamente. Así que a medianoche me encuentro sola y pido al veterinario que traduzca mi discurso, que he preparado en inglés, al suahili para los trabajadores y al masai para los indígenas.

James apaga la música y todos suspenden sorprendidos el baile. Nerviosa, me encuentro en medio de la sala y pido la atención de los asistentes. Primero disculpo la ausencia de mi marido. Después les revelo que, aunque lo lamente, esta es nuestra última disco y que en más o menos dos semanas abandonaremos Barsaloi para poner en marcha otro negocio en Mombasa. Les digo que nos resulta imposible sobrevivir aquí arriba con un coche caro. Que también están en peligro mi salud y la de mi hija. Agradezco a todos que hayan sido clientes fieles de nuestra tienda y les deseo mucha suerte con el nuevo colegio.

Apenas he terminado mi discurso, se produce un gran barullo y todos empiezan a hablar a la vez. Incluso el subjefe se muestra apenado y dice que ahora que todos me han aceptado no puedo marcharme así por las buenas. Otros dos pronuncian palabras elogiosas para nosotros y lamentan la pérdida que significará para ellos nuestra marcha. A todos les ofrecimos algo de vida y de diversión, por no hablar de las numerosas veces en que les he prestado ayuda con mi coche. La gente aplaude. Me siento muy emocionada e inmediatamente pido que vuelvan a poner la música para que regrese la alegría.

En medio de todo aquel gentío, se me acerca el joven somalí que también dice lamentar nuestra decisión. Siempre me admiró por todo lo que hice. Emocionada, le invito a tomar una soda y, aprovechando la oportunidad, le ofrezco venderle el resto de las existencias que quedan en nuestra tienda. Acepta en el acto. Cuando haya hecho el inventario, me pagará íntegramente el precio de compra, incluso quiere quedarse con la cara balanza. Después hablo durante mucho rato con el veterinario. También para él la noticia de nuestra marcha ha sido una sorpresa. Tras lo sucedido me comprende perfectamente. Espera que en Mombasa mi marido se vuelva otra vez más razonable. Seguramente es el único que intuye el verdadero motivo de nuestra partida.

A las dos cerramos sin que Lketinga haya regresado. A toda prisa me dirijo a la manyatta para recoger a Napirai. Mi marido está sentado en el interior hablando con su madre. Cuando le pregunto por qué no se quedó, me contesta que la fiesta era mía, pues soy yo quien quiere marcharse de aquí. Esta vez no doy pie a ninguna discusión, sino que me quedo en la manyatta. Pienso que tal vez sea la última vez que paso la noche en una choza como esta.

En la primera ocasión comunico a Lketinga mi acuerdo con el somalí. Al principio reacciona enfadado y no quiere aceptarlo. Altanero, dice no estar dispuesto a tratar con ellos. Así que hago el inventario con James. El somalí me pide que le lleve la mercancía dentro de dos días, pues entonces habrá reunido ya el dinero. La balanza sola representa un tercio de la suma.

En la cabaña de madera se presenta constantemente gente que quiere comprar algo de nuestro mobiliario. Todo está reservado, hasta la última taza. El día 20 quiero el dinero y el 21 por la mañana todos podrán venir a recoger su mercancía. Este es el acuerdo. Cuando nos disponemos a llevar la mercancía destinada a la venta a la tienda del somalí, mi marido acaba por acompañarnos. Ningún precio le parece ajustado. Cuando traigo la balanza, se la vuelve a llevar en el acto. Se la quiere llevar a Mombasa. No hay manera de hacerle entender que ya no la necesitamos y que aquí nos darán mucho más por ella. Dice que no, que se la va a llevar. Me molesta enormemente tener que devolverle al somalí tanto dinero, pero me callo. ¡Sobre todo que no haya ninguna pelea más antes de la partida! Falta algo más de una semana para el 21 de mayo.

Los días avanzan lentamente durante la prudente espera y en mí va creciendo la tensión interior conforme se va acercando el día de la partida. No me quedaré ni una hora más de lo necesario. Nos espera la última noche. Casi todos han traído el dinero y hemos regalado lo que ya no nos hace falta. El coche está repleto de equipaje hasta los topes, y en casa ya solo quedan la cama con el mosquitero, la mesa y algunas sillas. La madre de Lketinga ha pasado todo el día con nosotros cuidando de Napirai. Está triste por nuestra marcha.

A última hora de la tarde, un coche se detiene en el pueblo ante la tienda del somalí. Mi marido baja enseguida, porque tal vez vendan miraa. Entretanto, James y yo elaboramos el plan de viaje con las etapas de cada día. Los dos estamos muy nerviosos por el largo viaje. Son casi mil cuatrocientos sesenta kilómetros hasta la costa sur.

Empiezo a ponerme nerviosa porque al cabo de una hora mi marido aún no ha regresado. Finalmente aparece, y en el acto veo por su expresión que le pasa algo.

—Nosotros no poder marchar mañana —anuncia. Naturalmente, está masticando miraa, pero lo dice en serio. Noto una ola de calor y le pregunto dónde estuvo durante tanto tiempo y por qué no podemos marcharnos mañana. En sus ojos hay una expresión confusa cuando me explica que los viejos no están contentos, porque nos queremos marchar sin su bendición. Es imposible que uno se marche así.

Pregunto exaltada por qué esta oración de protección no se puede rezar mañana, a lo que James responde que antes deberíamos matar una o dos cabras y destilar cerveza. Cuando cambie su humor estarán preparados para recitarnos el Enkai. Él comprendía a Lketinga cuando se negaba a partir sin la oración.

Ahora pierdo los nervios y, gritando, pregunto a Lketinga por qué eso no se les ha ocurrido antes a estos viejos. Hace tres semanas que saben cuándo queremos partir, hemos organizado una fiesta, lo hemos vendido todo y el resto está empaquetado. ¡No me quedo ni un día más, me marcho, aunque tenga que irme sola con Napirai! No paro de gritar y de llorar, porque de golpe he visto claro que esta «sorpresa» retrasará nuestra partida durante por lo menos una semana, porque en menos tiempo no se puede preparar la cerveza.

Lketinga se limita a manifestar que él no se marcha y sigue masticando su hierba, mientras James abandona la casa para buscar el consejo de su madre. Estoy tumbada en la cama y quisiera morirme. En mi cabeza hay un constante martilleo: me marcho mañana, me marcho mañana. Como apenas consigo dormir, estoy destrozada cuando a primeras horas de la mañana se presenta James con su madre. De nuevo se ponen a hablar, pero no me interesa lo que puedan decir y, sin hacerles caso, sigo preparando el equipaje. Con mis ojos hinchados los veo a todos como si fueran espectros. James está hablando con su madre mientras hay mucha gente de pie que ha venido a recoger sus cosas o para despedirse. No miro a nadie.

James se me acerca y por encargo de su madre me pregunta si estoy realmente decidida a marcharme.

Yes —es mi respuesta y me voy atando un pañuelo en el hombro para poder llevar colgada en un lado a Napirai. La madre de Lketinga mira largo rato en silencio a su nieta y después me mira a mí. Luego le dice a James algo que hace que se le ilumine el rostro. Contento, me comunica que su madre se marcha para ir a buscar a cuatro ancianos de Barsaloi que nos darán su bendición hoy mismo. No quiere que nos marchemos sin esta bendición, pues está segura de que no nos volverá a ver nunca más. Agradecida, pido a James que le traduzca que cuidaré de ella, esté donde esté.