Al cabo de tres días, empiezo a sentirme sola, a pesar de que vamos a ver alternativamente a la madre de Lketinga y a mi nueva amiga. Pero la verdad es que todo es muy monótono. Añoro a mi familia y me propongo ir pronto a Suiza a pasar un mes. Allí también será mucho más fácil seguir el régimen prescrito por el médico. Pero no será fácil convencer a Lketinga, aunque a la salida del hospital los médicos me insistieron encarecidamente en la necesidad de estas vacaciones. De hora en hora me voy animando más con la idea de recuperarme en Suiza y espero, impaciente, el regreso de mi marido.
Me encuentro en la cocina, preparando la comida en el suelo junto a la ventana abierta, cuando se abre la puerta de casa y Lketinga entra. No nos saluda, sino que inmediatamente mira por la ventana y pregunta desconfiado quién acaba de salir por ella. Después de cinco días de espera y de soledad, esta sospecha vuelve a caer sobre mí como un mazazo, pero intento dominarme, porque, en realidad, quiero comentar con él mis planes de viaje. Así que contesto impasible:
—Nadie, ¿por qué me lo preguntas?
En vez de contestarme, se marcha al dormitorio para inspeccionar la manta y el colchón. Me da vergüenza su desconfianza y mi alegría por el reencuentro se ha desvanecido por completo. Me pregunta constantemente quién ha venido a verme. Es cierto que en dos ocasiones vinieron unos guerreros, pero ni siquiera los dejé entrar en casa.
Por fin, le dirige unas palabras a su hija y la saca de la camita de mimbre que compré en nuestro último viaje a Maralal. Durante el día la dejo fuera, bajo el árbol, en esta camita portátil mientras lavo la ropa y los pañales. Lketinga la coge en brazos y se marcha en dirección a las manyattas. Supongo que se dirige a la cabaña de su madre. Tengo la comida lista y remuevo en ella, inapetente. Me pregunto una y otra vez por qué se muestra tan desconfiado.
Cuando han pasado dos horas sin que regrese, también yo me marcho a la cabaña de su madre. Está sentada bajo su árbol en compañía de otras mujeres, y Napirai duerme a su lado sobre la piel de vaca. Lketinga está tumbado en la manyatta. Me siento junto a su madre y ella me pregunta algo de lo que solo entiendo la mitad. Al parecer, también ella cree que tengo un amante. Por lo visto, Lketinga le ha contado historias espeluznantes. Se ríe con una risa conspiradora, pero me dice que es peligroso. Decepcionada, le digo que el único hombre en mi vida es Lketinga, cojo a mi hija y me marcho a casa.
En esa situación me resulta difícil plantear mi proyecto de ir a Suiza, a pesar de que veo cada vez con más claridad que necesito vacaciones. Pero, por el momento, me lo callo y me propongo esperar hasta que se haya restablecido la calma.
De vez en cuando intento comer, al menos, algo de carne, pero inmediatamente lo pago con dolores de estómago. Es mejor seguir con maíz, arroz o patatas. Dado que como sin grasas y todos los días le doy el pecho a mi hija, adelgazo cada vez más. Tengo que sujetar mis faldas con un cinturón ceñido para que no se me caigan. Napirai ya tiene algo más de tres meses y tenemos que ir al hospital de Wamba para las vacunas y una revisión general. Con el nuevo coche es una agradable ruptura de la monotonía cotidiana. Lketinga nos acompaña, pero quiere conducir el coche nuevo.
Esta idea no me entusiasma, pero como no puedo ir sola con Napirai y, en consecuencia, dependo de él, le entrego, vacilante, la llave. Cada vez que se equivoca al cambiar de marcha, siento algo así como un pinchazo. Conduce despacio, casi demasiado despacio, o eso me parece a mí. Cuando percibo un olor extraño, compruebo que conduce sin haber quitado el freno de mano. Lo siente mucho, porque ahora ya no funciona y yo estoy enfadada, porque ya tuvimos muchísimos problemas con el freno de mano inservible del todoterreno. Ahora no quiere continuar conduciendo, se sienta, deprimido, a mi lado y sostiene a Napirai. Me da pena y le tranquilizo diciendo que podemos hacer arreglar el freno.
En el hospital nos hacen esperar casi dos horas hasta que nos llaman. La doctora suiza me examina y dice que estoy demasiado delgada y que me faltan reservas. Si no quiero regresar pronto como paciente, tengo que ir a pasar, como mínimo, dos meses a Suiza. Le digo que ya me había planteado esa posibilidad, pero que no sé cómo hacérselo entender a mi marido. Se marcha para ir a buscar al médico y también él me exhorta a que me vaya inmediatamente a Europa. Insiste en que estoy completamente infraalimentada y en que Napirai me cuesta mis últimas energías. Ella, en cambio, rebosa salud.
Pido al médico que hable con Lketinga. Mi marido cae de las nubes al oír que quiero marcharme por tanto tiempo. Tras un prolongado tira y afloja, acepta, resignado, que me marche cinco semanas. El médico me da un certificado con el que conseguiré más rápidamente los documentos necesarios para que Napirai pueda hacer el viaje. Le dan sus vacunas y regresamos a Barsaloi. Lektinga está triste y me pregunta constantemente:
—Corinne, ¿por qué tú estar siempre enferma? ¿Por qué tú ir tan lejos con mi bebé? Yo no saber dónde estar Suiza. ¿Qué hacer yo solo tanto tiempo?
Casi se me parte el alma cuando me doy cuenta de lo mucho que le cuesta. También su madre se pone triste cuando le comunican que me marcho a Suiza. Pero prometo regresar sana y fuerte para que podamos abrir nuevamente la tienda.
Dos días después nos ponemos en marcha. El padre Giuliano nos lleva a Maralal. Dejo mi coche aparcado en la misión. Lketinga nos acompaña a Napirai y a mí hasta Nairobi. De nuevo, es un largo viaje y hay que cambiarle varias veces los pañales a la niña. Mi equipaje es escaso.
En Nairobi nos alojamos en una pensión y lo primero que hacemos es dirigirnos a la embajada alemana para conseguir un documento de identidad infantil. Los problemas comienzan ya en la entrada. No quieren dejar entrar en la embajada a Lketinga con su vestimenta de samburu. Solo cuando por medio de documentos puedo demostrarles que es mi marido, le permiten acompañarme. En el acto vuelve a ponerse nervioso y desconfiado.
En la embajada hay mucha gente esperando. Comienzo a rellenar la solicitud y solo con escribir el nombre, sé que habrá problemas. Escribo Leparmorijo-Hofmann, Napirai, pero mi marido no quiere aceptar el apellido Hofmann, su hija es una Leparmorijo. Intento explicarle con la mayor tranquilidad posible que solo así será posible conseguir un pasaporte y que, sin pasaporte, Napirai no podrá acompañarme. Empieza un interminable tira y afloja, y la gente que espera nos mira con curiosidad. Pese a todo, consigo convencerle de que firme la solicitud.
Nos hacen esperar. Después me llaman y me piden que pase a la parte de atrás. Mi marido quiere acompañarme, pero no le dejan pasar. El corazón me late con fuerza, porque cuento con un inminente arrebato que, efectivamente, se produce en el acto. Veo a Lketinga que se abre paso entre la gente y empieza una fuerte discusión con el hombre que está tras el mostrador.
Me espera el embajador de Alemania, que me comunica amablemente que pueden extenderme un documento infantil de identidad, pero solo a nombre de Hofmann, Napirai, ya que nuestro certificado de matrimonio aún no ha sido legalizado y, según el derecho alemán, no estoy casada, solo lo estoy según el keniano. Cuando me manifiesta que mi marido tiene que firmar otra solicitud, le digo que no lo querrá entender y le muestro mis certificados médicos. Pero él no puede hacer nada.
A mi regreso, encuentro a Lketinga furioso, sentado en una silla, con Napirai, que no para de llorar, en brazos.
—¿Qué pasar con tú? ¿Por qué tú ir allí sin mí? ¡Yo ser tu marido!
Todo aquello me resulta muy violento y vuelvo a rellenar otra vez los impresos, esta vez sin el apellido Leparmorijo. Entonces Lketinga se levanta y dice que ya no firmará ningún papel más.
Enfadada, miro a mi marido y le digo en voz baja que si no firma, haga lo que haga, llegará un día en que me marcharé con Napirai a Suiza y que no regresaré nunca más. Que ha de entender de una vez que se trata de mi salud. Cuando el hombre que está tras el mostrador le asegura repetidamente que, pese a todo, Napirai seguirá siendo su hija, firma al fin. De nuevo, me presento ante el embajador. Me pregunta desconfiado si todo está en orden y le explico que para un guerrero es difícil entender esa burocracia.
Me entrega el documento infantil de identidad y me desea suerte. A mi pregunta de si ahora puedo salir del país, me indica que aún necesito un sello de salida y de entrada de la autoridad keniana y que, para esto, también me hace falta la autorización del padre. Ya veo venir otra discusión. Malhumorados, abandonamos la embajada y nos dirigimos al edificio Nyayo. También allí tenemos que rellenar impresos y esperar.
Napirai chilla a todo pulmón y no se tranquiliza ni siquiera cuando le doy el pecho. De nuevo somos el blanco de muchas miradas, de nuevo hay gente murmurando por la vestimenta de mi marido. Al fin nos llaman. La mujer que está tras el cristal dirige a mi marido una mirada despectiva y le pregunta por qué Napirai tiene un documento alemán si ha nacido en Kenia. Todo vuelve a comenzar de nuevo, y, furiosa, reprimo las lágrimas. A aquella arrogante señora le explico que mi marido no tiene pasaporte, pese a haberlo solicitado hace ya dos años. Por esto no es posible inscribir a nuestra hija, pero que, a causa de mi mala salud, tengo que ir a Suiza para recuperarme allí. La siguiente pregunta casi me tumba: que por qué no dejo a la niña con el padre. Indignada, contesto que lo normal es que un niño de tres meses viaje con su madre, y que, además, mi madre tiene derecho a ver a su nieta. Por fin estampa el sello en el documento de identidad. También sella mi pasaporte. Exhausta y aliviada, recojo los pasaportes y, corriendo, salgo de la oficina.
Ahora tengo que comprar un pasaje. Esta vez llevo conmigo el justificante sobre la procedencia del dinero. Presento los pasaportes y nos hacen la reserva en un vuelo que saldrá dentro de dos días. No pasa mucho tiempo hasta que la empleada regresa con los billetes extendidos. Me los muestra y lee en voz alta «Hofmann, Napirai» y «Hofmann, Corinne». Alterado, Lketinga vuelve a preguntar que por qué nos hemos casado si resulta que no soy su mujer. Lo más probable es que tampoco su hija le pertenezca a él. Mis nervios no aguantan más. Lloro de vergüenza, guardo los billetes y nos marchamos de la oficina para regresar a la pensión.
Poco a poco, mi marido empieza a tranquilizarse. Está sentado en la cama, desconcertado y triste, y en cierto modo le entiendo. Para él, el apellido es el mayor regalo que se puede ofrecer a la mujer y a los hijos, y yo no lo acepto. Para él, esto significa que no quiero ser suya. Le tomo de la mano y le tranquilizo, diciéndole que no tiene por qué preocuparse, que regresaremos. Enviaré un telegrama a la misión para que sepa el día de nuestro regreso. Manifiesta que se siente solo sin nosotras, pero que también quiere volver a tener de una vez una mujer sana. A nuestra vuelta, quiere recogernos en el aeropuerto. Este acuerdo me llena de alegría, porque entiendo perfectamente lo mucho que le cuesta aceptar nuestro viaje. Finalmente, me dice que ahora quiere marcharse de Nairobi e ir a casa. Esta espera le hace sentirse desgraciado. Lo comprendo y lo acompañamos a la estación de autobuses. De pie, esperamos la salida. Una vez más pregunta preocupado:
—Corinne, mi mujer, ¿tú estar segura de volver a Kenia con Napirai?
—Yes, darling, lo estoy —le contesto riendo.
Después, su autobús se pone en marcha.
Solo anteayer pude anunciarle telefónicamente nuestra visita a mi madre. Naturalmente, fue una sorpresa para ella, pero se alegra mucho de ver, al fin, a su nieta. Por esto quiero ponernos guapas, a mí y a la niña. Pero resulta difícil abandonar la habitación con una niña tan pequeña y movida. Los lavabos y las duchas se encuentran al final del pasillo. Cuando voy al lavabo, no me queda más remedio que llevármela, a no ser que se haya quedado dormida. Pero en la ducha resulta complicado. Voy a la recepción y le pregunto a la mujer si puede vigilar a mi bebé durante un cuarto de hora para que yo pueda ducharme. Lo haría con mucho gusto, pero en esos momentos medio Nairobi está sin agua a causa de la rotura de una tubería, pero tal vez por la noche vuelva a funcionar.
Espero hasta las seis, pero nada sucede. Al contrario, empieza a apestar por todas partes. No quiero esperar durante más tiempo, porque a las diez tengo que estar en el aeropuerto. Así que me voy a una tienda y me llevo unos cuantos litros de agua mineral a mi habitación. Primero lavo a Napirai, después me lavo el pelo y de forma provisional el cuerpo.
Un taxi nos lleva al aeropuerto. Nuestro equipaje es exiguo, pese a que a finales de noviembre las temperaturas en Europa serán más bien invernales. Las azafatas se esfuerzan mucho con nosotras y se paran una y otra vez ante mi niña para decirle unas palabras. Después de la comida, me traen una camita infantil para ella, y poco después se queda dormida. También a mí me vence el cansancio. Cuando me vuelvo a despertar, ya están sirviendo el desayuno. Al pensar que pronto pisaré suelo suizo empiezo a ponerme nerviosa.